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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.50 Cali Jan./June 2020

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i50.8831 

Traducción

Sobre lo que aparece. Oswaldo Porchat Pereira1

Guadalupe Reinoso, Traductor1 
http://orcid.org/0000-0003-0003-5732

Plínio Junqueira Smith, Revisión de la traducción1  2

1 Secretaría de Ciencia y Tecnología, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, Argentina. ORCID: 0000-0003-0003-5732. E-mail: guadareino@gmail.com


1. La experiencia de lo cotidiano [se] nos brinda siempre con anomalías, incongruencias, contradicciones. Y, cuando intentamos explicarlas, explicaciones a primera vista razonables acaban por revelarse insatisfactorias después de un examen más cuidadoso. La naturaleza de las cosas y de los acontecimientos no nos parece fácilmente inteligible. Las opiniones y los puntos de vista de los hombres son difícilmente conciliables o, incluso, unos con otros inconsistentes. Consensos quizá emergentes se muestran provisionales y precarios. Quien siente la necesidad de pensar con un espíritu más crítico e intenta comprender mejor, esa diversidad toda lo desconcierta.

Tal vez la mayoría de los hombres conviva bien con ese espectáculo de la anomalía mundana. Unos pocos no lo consiguen y esa experiencia los perturba. Algunos de estos se hacen filósofos y buscan en la filosofía el fin de esa perturbación y la tranquilidad de espíritu. Una tranquilidad de espíritu que esperan obtener, por ejemplo, gracias a la posesión de la verdad. La filosofía les promete explicar el mundo, dar cuenta de la experiencia cotidiana, disipar las contradicciones, alejar las nieblas de la incomprensión. Revelando el ser, que aparece oculto; o, si eso no es posible, desvelando los misterios del conocimiento y de este delineando la naturaleza y los límites precisos; o, al menos, aclarando la naturaleza y la función de nuestro lenguaje humano, en el que decimos el mundo y formulamos los problemas de la filosofía. La filosofía distingue y se propone enseñar a distinguir entre verdad y falsedad, conocimiento y creencia, ser y apariencia, sujeto y objeto, representación y representado, además de muchas otras distinciones.

Pero la filosofía no nos da lo que nos había prometido y buscábamos en ella. Por el contrario, lo que nos revela es una extraordinaria diversidad de posiciones y puntos de vista, totalmente incompatibles entre sí y nunca conciliables3. La discordancia (diaphonía) que divide al común de los hombres, la encontramos de nuevo en las filosofías, pero potenciada ahora como al infinito, de mil modos sofisticados en un discurso perspicaz. Sobre nada se ponen los filósofos de acuerdo, ni siquiera sobre el objeto, la naturaleza o el método del propio emprendimiento de filosofar.

Para los que seriamente nos propusimos llevar a cabo la investigación filosófica y no nos contentamos en hacer de la filosofía tan sólo un juego verbal ingenioso y divertido, la experiencia de la diaphonía es de principio extremadamente frustrante, porque nos aparece como duradera e irresoluble. Pero ¿podría acaso ser de otra manera, cuando todos los filósofos tranquilamente reconocen no tener punto de doctrina de la que universalmente comulguen? La polémica incesante entre las doctrinas, la descalificación permanente de las posiciones rivales, la excomunión recíproca se repite con monotonía a lo largo de la historia de las filosofías. Estructuras argumentativas impresionantes se conjeturan para sostener, con buena lógica, tesis incompatibles entre sí. ¿Una teoría por momentos nos seduce y nos parece persuasiva? Un poco de investigación serena pronto nos hace encontrar argumentos que la contradicen con no menos persuasión.

El carácter controvertido de las tesis en disputa nos aparece como señal inequívoca de su no-evidencia. Por otro lado, ¿cómo habrían de resolverse tales controversias en la total ausencia de criterios y métodos aceptados para su resolución? Criterios y métodos tampoco merecen el consenso de los filósofos y son también el objeto de su universal desacuerdo. Numerosos fueron, por cierto, los filósofos que tematizaron tal situación, diagnosticaron la “crisis” de la filosofía en sus épocas e intentaron ponerle un final. Para ello, instauraron nuevos sistemas filosóficos o, al menos, nuevas formas de filosofar. Pero esos sistemas y esas formas pronto se vieron también sumergidos en el océano sin fin de las divergencias filosóficas. Si lidiamos seriamente con las filosofías, no hay cómo escapar a la experiencia de su diaphonía irresoluble.

Y un poco de reflexión resulta suficiente para indicarnos que si mantenemos la perspectiva tradicional y asumimos una decisión filosófica -sea adhiriendo a una de las filosofías históricas, sea inventando nuestra propia filosofía-, de todos modos nos condenamos inexorablemente a no ser más que nuevos y desafinados miembros de un coro sin symphonía. La mayoría de los filósofos recusarán nuestros argumentos, criticarán nuestros presupuestos y métodos, rechazarán nuestros resultados. ¿Invocaremos a favor de nuestras tesis la fuerza de la evidencia? Muchos filósofos la invocaron a favor de las suyas, pero los otros no les dieron crédito. Y hay tantas doctrinas de la evidencia como tantas fueron las cabezas de los que se dedicaron a estudiar el asunto. [A] la evidencia, la filosofía ya la tiene desde hace mucho [tiempo] desmoralizada. Y conviene no olvidar a Montaigne: “La impresión de certeza es un testimonio correcto de locura e incertidumbre extrema”, (Montaigne, 1962, p. 522).

El ser humano parece, no obstante, un amante eterno de la verdad. De hecho, él nunca la descubre, pero no se cansa jamás de perseguirla. El espíritu dogmático (en el sentido escéptico del término) ejerce sobre él una extraordinaria fascinación. Múltiples causas -y algunas, ciertamente profundas, perdidas en el submundo de la conciencia o en el abismo insondable de la evolución desconocida de la raza- serán responsables de ese apego desmedido a la verdad, sea presuntamente poseída, sea buscada con inextinguible esperanza. Por eso mismo, tal vez, son relativamente poco numerosos los que, una vez considerado el tropo escéptico de la diaphonía, acceden a detenerse a meditar sobre él. Porque si aceptamos detenernos a meditar sobre él, si mantenemos vivas las exigencias de una racionalidad crítica que nos prohíbe la precipitación dogmatizante y el asentimiento temerario a un punto de la doctrina momentáneamente seductor, entonces ninguna decisión filosófica se nos hace posible, no vemos cómo atribuir verdad a ninguna doctrina. En esa incapacidad crítica de elegir verdades, hemos retenido nuestro asentimiento, quedamos en epokhé.

Nos quedamos en epokhé acerca de cada asunto filosófico sobre el que nos inclinamos. Porque con respecto a todos ellos, habiendo diagnosticado la diaphonía irrecusable que los envuelve, habiendo siempre detectado la posibilidad de construir argumentos razonablemente bien estructurados a favor de cada una de las partes en conflicto, nunca tenemos cómo definirnos críticamente en ésta o en aquella dirección. Esta experiencia repetida de la suspensión necesaria del juicio, esa imposibilidad siempre renovada de cualquier decisión nos hace perder poco a poco el anhelo antiguo por una verdad esquiva. Y, tal vez, nos ocurra, si la experiencia se renueva suficientes veces, toparnos, como consecuencia, por así decir, casual de la misma epokhé, aquella tranquilidad que otrora buscábamos en la posesión imposible de la verdad. Esto porque ahora no ansiamos aquello que no parece más caber buscar. Es importante también subrayar que esta postura escéptica actual, no se debe a ninguna decisión filosófica. Nada establecemos ni demostramos, nuestra investigación filosófica no tiene ningún saldo positivo que ofrecer. Nuestra epokhé es tan sólo el estado en [el] que nos encontramos, cuando una investigación exhaustiva emprendida con rigor y espíritu crítico nos deja precisamente sin condición para elegir o decidir. Por eso mismo, en vez de decir que practicamos una epokhé, es más adecuado decir que quedamos en epokhé, o que estamos en epokhé.

2. Tenemos el juicio suspendido sobre todas las aseveraciones filosóficas que consideramos. Y nuestra expectativa obviamente no puede sino ser la de ser nosotros análogamente llevados a la epokhé acerca de cualquier aserción filosófica que vayamos a considerar. Pero ¿qué tipo de aserción no hizo - o no puede hacer - la filosofía? ¿Qué aserciones sobre la verdad de las cosas podrían acaso quedar inmunes a la epokhé? Algunos se sienten inclinados a sostener que la suspensión escéptica del juicio no puede alcanzar las verdades cotidianas del hombre común, aquellas más básicas sobre todo que balizan su día a día. Se diría que, una vez abandonadas nuestras preocupaciones especulativas, podríamos encontrar un refugio seguro en una verdad más tranquila, poseída y conocida por el común de los hombres. Una verdad que prescindiría de justificaciones y fundamentos filosóficos, porque directamente obtenida de la inmersión humana en el mundo. Un conocimiento seguro y confiable, irrecusable, estaría así a nuestra disposición, si fuésemos capaces de encontrar en nosotros el hombre común que somos, de nosotros mismos antes ocultado bajo el ropaje extravagante del filósofo en busca de la verdad filosófica. Se podría quizás osar más e incluso provocar con una reinstauración de la filosofía, mediante una como promoción filosófica de la visión común del mundo, diseñada a partir de aquella inmersión asumida en la vida común de los hombres4.

Lo que ahí tenemos, en verdad, es una estratagema inteligente para intentar salvar in extremis el dominio de la realidad, de la verdad y del conocimiento -en suma, el dominio de la filosofía dogmática-, frente a las acometidas del cuestionamiento escéptico. Una estratagema que no puede enmascarar, sin embargo, la decisión filosófica que la inspira. Una decisión que, como tal, se asemeja a cualquier otra decisión filosófica, por menos triviales que hayan sido los caminos que ella recorrió para constituirse. Se trata de una postura filosófica que, por su misma naturaleza y proyecto, no escapa - pero ¿cómo podría escapar? - al alcance del tropo de la diaphonía, debiendo necesariamente integrarse al conflicto perenne de las filosofías, en que pese a su pretensión [se] expresa en contrario.

Las “verdades comunes” fueron a menudo objeto de la reflexión filosófica. Se enfatizó o se minimizó, al sabor de las preferencias doctrinales, su innegable variación en el tiempo y en el espacio, de comunidad en comunidad, de cultura en cultura, de época en época. O su conflicto habitual con doctrinas científicas, que por regla general se toman mejor, logrando ser aceptadas, y que, vulgarizadas, se difundieron en el sentido común, promoviendo la superación paulatina de las antiguas creencias colectivas. Considerando y tematizando tales “verdades comunes”, las filosofías la más de las veces pretendieron denunciarlas y desmitificarlas, algunas veces prefirieron endosarlas y promoverlas filosóficamente. Interpretadas por las filosofías de esta o de aquella manera, rechazadas o acogidas, justificadas o consideradas inmunes a cualquier necesidad de justificación, esas “verdades” fueron desde hace mucho integradas a las disputas filosóficas e involucradas en la diaphonía de las filosofías. Intentar, entonces, asumirlas en bloque como expresión evidente del conocimiento humano de la realidad y de la verdad sobre el mundo, poniéndolas pretendidamente al abrigo de las polémicas filosóficas y juzgando posible promoverlas filosóficamente, al tiempo que se les ahorra la necesidad de cualquier fundamentación (así mismo el emprendimiento filosófico de fundamentación se debiese condenar, al fin y al cabo, a la frustración y al fracaso), configura, por cierto, un muy extraño procedimiento. Y no se trata de que palabras como “conocimiento”, “realidad”, “verdad”, en su uso ordinario y banal, sean demasiado vagas y oscuras de sentido, incapaces de soportar el peso filosófico que se quiere arrojar sobre ellas. No se recuerda debidamente el hecho de que ninguna aserción puede jamás ganar cualquier dimensión cognitiva por el hecho de ser aceptada y repetida por una entera sociedad: la filosofía y la ciencia nos han en buena hora enseñado a criticar los mitos colectivos.

El hombre común, cuando se hace dogmático, se hace dogmático en muchas áreas y bajo muchos aspectos, revela con frecuencia un apego exacerbado a sus puntos de vista, erigiendo sus aserciones en verdades indiscutibles y absolutas. Él difícilmente los relativiza, raramente se abstiene, en lo que concierne a posiciones que difieren de la suya, de verlas tan sólo como errores y falsedades. Individualmente es así, colectivamente no menos. Un tal dogmatismo no difiere, en cuanto a ese aspecto, del dogmatismo filosófico, le falta sólo la sofisticación de este último. Es un dogmatismo a veces tosco y terco, menos propenso a justificarse. Su aceptación de las “verdades comunes” comparte la obstinación del absoluto y no tiene que sostenerla el marco argumentativo del discurso filosófico.

Por eso mismo, querer sustraerlas al cuestionamiento crítico de la filosofía, atribuirles preferentemente la virtud de la veracidad, prestarles una dimensión de conocimiento y no sé qué parentesco profundo con la realidad parece antes síntoma de una profunda desesperación filosófica. Es como si, en la vana tentativa de oponer un dique al peligro escéptico, que va llevando en tropel todos los dogmatismos, se recurriera a una forma extremada y confesadamente injustificable de dogmatismo, en la pía esperanza de blandir contra el escepticismo un arma suprema y final.

Sin embargo, la estratagema se revela impotente ante el desafío escéptico. Los mismos procedimientos que minan los dogmas de los filósofos ponen también en jaque las aserciones dogmáticas del hombre común. Análogos argumentos se les aplican y con idéntico resultado. Y nuestra epokhé, así, alcanza igualmente cualquier discurso apofántico (en el sentido etimológico del término), filosófico o no filosófico, sofisticado o trivial, acompañado o desatendido de una pretendida fundamentación, cualquier discurso que nos quiera "hacer ver" la verdad. Ella alcanza toda creencia humana que, formulada en un juicio, se proponga como conocimiento verdadero de una dimensión cualquiera del mundo.

3. ¿Qué nos queda ahora, entonces, después de la epokhé? ¿Nada más aceptamos ni aprobamos? Si nada más afirmamos como verdadero, si renunciamos a conocer, si en nada más creemos, si denunciamos todos los juicios apofánticos como dogmas que un pensamiento riguroso y crítico no puede endosar, ¿cuál es nuestra situación? ¿Vivir todavía es posible? ¿Cómo actuar, sin creer? ¿Y cómo vivir, sin actuar? Los estoicos repitieron a la saciedad esa objeción contra el pirronismo y Hume la retomó con vivacidad en un pasaje de su obra que se hizo justamente célebre. La época generalizada parecería condenarnos inexorablemente a la inacción y a la muerte. La práctica sincera de la filosofía escéptica, si acaso posible, encaminaría a un rápido e infeliz desenlace nuestra “miserable existencia”, (Hume, 1902, p. 160), poniendo un muy triste fin a nuestro itinerario filosófico.

¡Tontería y contrasentido! Pero tan grande es - o necesita ser - la ignorancia filosófica acerca del escepticismo griego que objeciones como ésta se repiten corrientemente hasta nuestros días. Y, sin embargo, desde los siglos helenísticos, la filosofía pirrónica conoció esas objeciones y les había dado respuesta.

Imaginemos un joven estudioso de la filosofía, profundamente imbuido del viejo anhelo filosófico por alcanzar una decisión que le permita un día, una vez definida para él la naturaleza y el alcance del emprendimiento filosófico, un posicionamiento firme e inequívoco a favor de un cierto conjunto de dógmata filosóficos. Pero, por ahora, no ha concretado su esperanza y, aunque se ha enfrentado a diferentes sistemas y escuelas de filosofía, no se siente todavía en condiciones de hacer su opción. Diferentes soluciones lo han tentado, pero el estudio atento de las doctrinas que las critican y rechazan lo hizo cauteloso y contrario a una decisión precipitada. Él reconoce no ser capaz de sostener una tesis, no estar aún apto para proferir aserciones filosóficas.

Pero supongamos también que nuestro joven filósofo ya avanzó suficientemente en sus estudios y reflexión para haberse dado cuenta de que ya no puede, ante la visión del mundo del sentido común -como todos, la de él, por cierto, en buena medida compartida - mantener la actitud dogmatizante y poco crítica del hombre ordinario, que por mucho tiempo fue la suya. Él aprendió a problematizar la verdad última de las mismas oraciones que, sin embargo, como cualquier persona él cotidianamente profesa, él no tiene cómo conferirles una efectiva dimensión cognitiva, él cuestiona en último término la relación entre ellas y lo real, lo que quiere que eso pueda significar. Su experiencia cotidiana, él no tiene todavía cómo atribuirle cualquier interpretación filosófica. En busca de tal interpretación, él camina los caminos de la filosofía; pero mientras él camina, él vive la vida de todos los hombres.

Pues bien, no es otra la situación en que se encuentra el filósofo pirrónico, que la reflexión crítica sobre las doctrinas [lo] llevó a suspender renovadamente su juicio. Excepto obviamente en lo que se refiere a sus expectativas. Nuestro joven filósofo tiene todavía, digamos así, la verdad por horizonte, él anhela encontrarla, aunque se confiesa ignorar aún de lo que precisamente se trata. Mientras aquel filósofo más experimentado, espíritu forjado en la experiencia repetida de la epokhé, tiene otros horizontes, que la verdad no habita. En lo que concierne, sin embargo, a definiciones y decisiones actuales, opciones y dogmas, es exactamente el mismo el estado en que se encuentran: ambos están en epokhé.

¿Diríase entonces por eso, porque nuestro joven aún no se ha definido filosóficamente y porque ya no asume la postura dogmatizante del hombre común, que él está imposibilitado de actuar y de vivir, que él se condena a la inacción ya la muerte, si es sincero y consistente consigo mismo? Sería una evaluación manifiestamente insensata de su situación y nadie la haría. Lo que ya nos evidencia hay algo de muy equivocado en la objeción que vimos opuesta a la epokhé pirrónica, sólo una total ignorancia de la naturaleza de la actitud escéptica puede explicarla. Pero la cuestión es importante y merece que la examinamos más de cerca.

4. ¿Qué cambió para nosotros después de haber suspendido renovadamente nuestros juicios? En cierto sentido, cabría decir que nada ha cambiado. Me veo sentado delante de mi escritorio, poniendo en el papel mis reflexiones. Mi perro, José Ricardo, está acostado a mis pies. Oigo el ruido distante de los automóviles en la Marginal. Ideas varias me vienen a la mente y me recuerdan de repente la necesidad de llamar a un amigo y pedirle la información que deseo. Yo podría seguir describiendo mi presente experiencia “sensible” e “inteligible” y ciertamente me parece que es bastante similar y análoga a muchas de otras experiencias recientes o lejanas en el tiempo, de cuando yo todavía tenía una concepción dogmática del mundo. Sigo viendo, sintiendo, en cierto sentido también pensando como antes. En otras palabras, la epokhé en nada afectó - pero ¿cómo podría haber afectado? - el contenido, por así decir, inmediato de mi experiencia cotidiana. Esta experiencia y esos contenidos, los tengo y no puedo rechazarlos; los hombres todos tienen experiencias como ésta y no las rechazan ni pueden rechazar, todos los reconocen sin más.

Eso que no podemos rechazar, que se ofrece irrecusablemente a nuestra sensibilidad y entendimiento - si nos permitimos echar mano de una terminología filosófica consagrada -, es lo que los escépticos llamamos "fenómeno" (tò phainómenon, lo que aparece). Lo que nos aparece se nos impone con necesidad, a lo que no podemos sino asentir, es absolutamente incuestionable en su aparecer. Que las cosas nos aparezcan como aparecen no depende de nuestra deliberación o elección, no se refiere a una decisión de nuestra voluntad. Lo que nos aparece no es, como tal, objeto de investigación, precisamente porque no puede ser objeto de duda. No hay sentido en argumentar contra el aparecer de lo que aparece, tal argumentación sería ineficaz y absurda.

Lo que aparece, es decir, ese residuo fenoménico de la epokhé, ese contenido fenoménico de nuestra experiencia cotidiana, configura, por así decir y en cierto sentido, lo dado, lo que nos es dado. Lo que aparece nos aparece, aparece para alguien. Si queremos permitirnos un modo de expresión al gusto de la filosofía dogmática, diremos que el fenómeno se constituye como esencialmente relativo, él es relativo a aquel a quien aparece. Ni siquiera entendemos cómo se podría hablar de un puro aparecer.

Las filosofías discutieron sobre si los fenómenos son sensibles (aisthetá) o inteligibles (noetá, nooúmena), o ambas cosas. Sobre cómo son los fenómenos por naturaleza, tenemos por cierto suspendido nuestro juicio. Como también lo suspendemos sobre la naturaleza última de la distinción entre sensibilidad y entendimiento. Lo que no impide que, habiendo una vez aprendido el vocabulario filosófico, nos permitimos usarlo de manera más menos rigurosa y sin compromiso doctrinal. Entonces diremos que buena parte de los fenómenos se nos dan como sensibles, imponiéndose a nuestra sensibilidad, mientras buena parte también de ellos, tal vez la mayoría, se imponen y aparecen a nuestro entendimiento, se nos dan como inteligibles. Pero decimos estas cosas sin dogmatizar. Se trata, para nosotros, de una distinción sobretodo didáctica, a la que algunas especulaciones dogmáticas intentaron propiciar una fundamentación adecuada y una concepción segura y rígida.

Veo un escritorio delante de mí, lo toco. Tengo la experiencia de su color, su forma, su solidez. Se trata de fenómenos que no vacilo en llamar sensibles. Pero me parece también que tengo ante mí un objeto que no se reduce a aquello de lo que tengo la percepción sensible. Me aparece, por ejemplo, que él tiene partes y propiedades que mis sentidos no están alcanzando, que él permanece y dura cuando nadie lo está observando, etc. Eso me es también un fenómeno acerca de este escritorio, debo ciertamente hablar aquí de un fenómeno inteligible. Como me es un fenómeno inteligible que hay lugares desiertos en regiones distantes del planeta, que mi vida dentro de algún tiempo llegará a su término o que es conveniente distinguir entre lo sensible y lo inteligible, aunque sin rigidez. Los ejemplos son fáciles y triviales y podrían multiplicarse al infinito.

En verdad, somos sensibles al hecho de que el discurso parece permear toda nuestra experiencia de las cosas y mezclarse, en grado mayor o menor, a todo fenómeno. Podríamos quizás decir más, decir que representa un ingrediente constitutivo de todo el campo fenoménico, por así decirlo. Por eso mismo, no objetaremos a los que dicen [que] toda observación [está] impregnada de “teoría”. Reconocerlo no es dogmatizar sobre el fenómeno (al menos, es posible hacerlo sin dogmatizar), pero, todavía aquí, es tan sólo decir lo que nos aparece. Y cabe, de hecho, insistir en que reconocer así esa dimensión inteligible del fenómeno no debe confundirse con la atribución de cualquier privilegio epistemológico u ontológico al pensamiento o al lógos.

Mucho de lo que nos aparece nos aparece como objeto de una experiencia común a nosotros y a otros muchos, si no a la buena parte de los seres humanos presentes en el mundo de nuestra experiencia fenoménica. Esto es, también a ellos aparece (que así sea nos es, entonces, un fenómeno inteligible). Aunque numerosos son, por cierto, los fenómenos que se nos dan como objetos de una experiencia exclusivamente nuestra. Aquellos otros, los llamamos “fenómenos comunes”.

Lo que nos aparece nos aparece aquí y ahora. Pero mucho de lo que nos aparece aquí y ahora nos aparece aquí y ahora como algo que antes ya existía, independientemente de haber sido, o no, por alguien observado o pensado; o como algo que seguirá existiendo en el tiempo futuro, independientemente de nosotros y eventualmente sobreviviéndonos; o ambas cosas. Lo que aquí y ahora nos aparece no siempre nos ha aparecido o tal vez no nos haya nunca antes aparecido; y mucho de lo que antes nos apareció ya no nos aparece. Muy ciertamente lo que hoy nos aparece - en la esfera sensible evidentemente, pero también en la esfera inteligible - ya no nos aparecerá mañana. Y así como mucho de lo que nos aparece no aparece a otros, así también mucho de lo que a los demás aparece no nos aparece a nosotros, ni nos aparecía antes, ni nos aparecerá después. Así nos aparece.

La filosofía clásica distinguía, como se sabe, entre el aparecer y el ser, transponiendo metafísicamente la distinción cotidiana entre las apariencias engañosas de las cosas y su manifestación correcta y ordinaria. Ella privilegió al ser como necesario y estable, descalificando el aparecer [por] inestable y contingente. A veces entendió el aparecer como manifestación del ser, aunque superficial; pero con mayor frecuencia lo pensó como apariencia engañosa, que disimula al ser y lo oculta. El aparecer haciéndose entonces una forma de ser minimal, o mero no-ser. Y la filosofía, haciéndose metafísica, se dio por tarea descubrir y revelar el ser por debajo de aparecer o más allá de él. Mostrando por qué caminos se puede y debe transponer la barrera de las "apariencias" para alcanzar del ser un conocimiento verdadero. Se instituyeron así las relaciones tradicionales de parentesco filosófico entre el ser, el conocimiento y la verdad. El pirronismo suspendió, por cierto, el juicio sobre las doctrinas de la metafísica y puso el ser entre paréntesis, cuestionando su discurso. Pero él homenajeó la metafísica a su modo, preservando el viejo vocabulario del aparecer, llamando de “fenómeno” el contenido mismo de nuestra experiencia que se sustrae de [la] espontánea necesidad al alcance de la epokhé. Los escépticos nos reconocen sumidos en la fenomenicidad.

5. Atendiendo celosamente a los fenómenos, nos importa distinguir claramente entre el fenómeno y “lo que se dice del fenómeno” (HP. I, 19-20), es decir, la interpretación (filosófica) que de él se hace o se hace del discurso que lo expresa. Decimos, por ejemplo, que la miel es dulce, o que tal hecho fue simultáneo con tal otro, o que la ingratitud es un grave defecto. Así pues, relatamos cómo las cosas nos aparecen, describimos el fenómeno, sirviéndonos trivialmente del lenguaje común. Entendemos “es” como “aparece” o, de modo más preciso, es como si dijésemos: “Nos aparece que la miel es dulce”, “nos aparece que tal hecho fue simultáneo con aquel”... No que tengamos tales formulaciones presentes a la mente en las circunstancias banales de la vida cotidiana; sólo estamos aptos para reformular nuestro discurso, si se intenta de él hacer una lectura metafísica, para que no corra el riesgo de tal interpretación.

Al decir, por ejemplo, que la miel es dulce, no nos pronunciamos sobre la naturaleza real de la miel o de la dulzura, sobre la eventual realidad sustancial de la miel, sobre si la dulzura es o no una propiedad real a ella inherente, sobre la naturaleza de la relación entre sujeto y predicado; ni de eso nada presuponemos, ya que tenemos nuestro juicio suspendido sobre todas esas cuestiones. Porque todo esto no es el fenómeno, sino “lo que de él se dice”. Suspendemos nuestro juicio sobre si la miel es dulce hóson epì tô lógo (HP. I, 20; también I, 215, II, 95; III, 29, 65 etc.), esto es, en cuanto ese enunciado (“la miel es dulce”) es materia de la razón filosófica, es objeto de comentario o interpretación dogmática. Aclarado ese punto, nos permitimos usar el lenguaje corriente de los hombres, en él diciendo cuánto nos aparece.

Decimos, entonces, que nuestro discurso no es tético, como lo es el discurso dogmático. Porque éste “pone” como real lo que dice (HP. I, 14), se asume como expresión verdadera de un conocimiento real, se pretende capaz de trascenderse y de trascender la empeiría, se propone, por así decir, como vehículo de esa trascendencia. Él quiere hacernos ver “cómo las cosas realmente son”, además del “mero” aparecer. Pero para nosotros, que cuestionamos la pretensión apofántica del discurso, que fuimos llevados a la epokhé por ese cuestionamiento, el discurso es mera expresión de nuestra experiencia, él dice su contenido, cuenta lo que aparece. Constituyen nuestro lenguaje las palabras, las formas y los procedimientos de expresión que hemos sido condicionados a usar, para expresar nuestra experiencia y vivencia, por nuestra sociedad y cultura. Expresión siempre floja y precaria, por más que nos esmeremos en mejorarla. No postulamos, así, ninguna misteriosa relación de correspondencia entre las palabras y las cosas, ni entendemos que el lenguaje tenga un poder cualquiera de instaurar lo que sea, ni le reconocemos un espesor que cupiese a la filosofía penetrar. Instrumento por cierto eficaz de nuestra mejor inserción en el mundo fenoménico, nuestro lenguaje, repitiendo al filósofo, forma parte de nuestra forma de vida.

6. Imaginemos algunos filósofos alegremente reunidos a tomar cerveza, alrededor de la mesa de un bar (un bergsoniano tal vez, un hegeliano, un kantiano, un berkeleyano, un aristotélico, por ejemplo, y, de contrapeso, un escéptico). Y supongamos que no están hablando de filosofía. Sus grandes divergencias filosóficas no les impiden obviamente entenderse entre sí y con el camarero sobre un sin número de cosas, de eventualmente ponerse de acuerdo sobre asuntos varios (como la temperatura o la crisis económica), de describir de modo idéntico objetos y eventos familiares a su alrededor, como lo hacen hombres cualesquiera en la “plaza del mercado”5. Ellos y todos tranquilamente reconocemos como obvio que las experiencias de la vida cotidiana son objeto de descripciones consensuadas por parte de filósofos que, sin embargo, [los] dividen serias diferencias de doctrina. Porque se trata de los “fenómenos comunes” que a todos se imponen irresponsablemente y que la filosofía jamás pensó de rechazar (ningún filósofo idealista jamás negó que Wittgenstein usara calzoncillos bajo los pantalones)6.

Pero, si todos esos filósofos hablan de la misma manera o de modo muy similar de los fenómenos, ellos divergen y mucho en cuanto a lo que habrían de decir acerca de los fenómenos (excepción hecha para el escéptico, que nada tendría que decir). Sus diferentes doctrinas ofrecen lecturas diferentes y entre sí incompatibles de esa experiencia común que ellos describen, interpretan los fenómenos de diferentes maneras. No nos sería, quizás, difícil imaginar cómo cada uno de aquellos filósofos dogmáticos comentaría, al interior de su particular filosofía, un enunciado banal cualquiera sobre su experiencia actual (“esa cerveza vino caliente”, digamos). Cada uno de ellos ciertamente rechazaría las interpretaciones de todos los demás y pretendería que su propia lectura filosófica del fenómeno común en cuestión fuese la única capaz de dar íntegramente cuenta de él. La discordia doctrinal entre ellos es total, tanto como su acuerdo “pre-filosófico” sobre el fenómeno y sobre cómo describirlo es, supongámoslo, entero.

Recordar estas más que obvias trivialidades tiene aquí su importancia; por lo demás, en filosofía tiene mucha importancia recordar las cosas que todo el mundo sabe. Lo que se quiere aquí resaltar es que el filósofo escéptico, que tiene su juicio suspendido sobre todas aquellas interpretaciones del fenómeno, al confesar faltarle criterios y medios para decidir la controversia, se mueve tan sólo en aquel terreno prefilosófico y común, donde tiene lugar la descripción consensuada de la situación en común "experienciada"7. Se reconoce incapaz de trascender la perspectiva modesta de la plaza del mercado. No le importa que cada uno de los filósofos dogmáticos proclame una total solidaridad entre la experiencia consensual y la lectura que de ella hace su particular doctrina; el hecho de que cada uno de los otros rechaza esa interpretación y de que lo mismo ocurre con todas las lecturas propuestas, esa diaphonía insuperable que, aquí como en todos los casos semejantes, conduce a la epokhé escéptica, implican, a los ojos del escéptico, una como neutralización filosófica de aquel terreno común, preservando y garantizando su estatuto pre-filosófico. Los pirronianos con gusto nos reconocemos confinados en ese terreno común.

Pero las doctrinas filosóficas continuarán disputando interminablemente sobre él y sobre el discurso común que de él se ocupa. Se preguntarán por el real significado y alcance de ese discurso, discutir sobre su eventual veracidad inmediata o profunda, sobre su eventual correspondencia con la realidad de las cosas, sobre su posible referencialidad. Sobre la eventual dimensión cognitiva de la experiencia común consensualmente descrita, sobre su relación con el “mundo real”. Atribuirán realidad al fenómeno o se negarán; identificaran, o no, fenómeno y representación (eventualmente identificarán el fenómeno y el pensamiento); a veces consideraran el fenómeno como el resultado de una interacción (¿dialéctica?) entre sujeto y objeto; debatirán sobre el estatuto subjetivo, u objetivo, o mixto, del fenómeno; dirán del fenómeno [que es] confiable, o no confiable; lo harán vía de acceso al ser, o, muy al contrario, lo tendrán como velo y ocultación, barrera franqueable, o infranqueable, que nos separa del ser, provisional o definitivamente. De mil maneras comentarán, explicarán, interpretarán el fenómeno. De las múltiples lecturas posibles emergerán diferentes ontologías y teorías del conocimiento.

Los pirrónicos, sin embargo, puesto que en epokhé sobre todas estas cosas, no atribuimos al fenómeno ningún estatuto ontológico o epistemológico, no tenemos que ofrecer sobre él ninguna teoría filosófica. Repetimos que sólo lo reconocemos en su mero aparecer y anunciamos esa nuestra experiencia. Teniendo siempre en la debida sospecha al lógos filosófico, tan engañoso que, a veces, casi [nos] arrebata el fenómeno de debajo de nuestros ojos (véase HP. I, 20).

7. Cabe, por cierto, decir que nos representamos lo que nos aparece. Y ya el pirronismo antiguo describió el fenómeno como lo que se nos impone con necesidad "según la representación pasiva" (HP. I, 13, 19, 193, etc.). La teoría estoica del conocimiento privilegiará la noción de representación (phantasía), modificación o alteración de nuestra alma que puede eventualmente copiar de modo especular el objeto real y no presentarlo de modo adecuado y fiel. Los filósofos de la Nueva Academia proclamaron la inevitabilidad de la epokhé sobre ese supuesto conocimiento de la realidad a través de nuestras representaciones y cuestionaron la supuesta representatividad de éstas. Lo que no les impidió, parece, tenerlas [como] privilegiadas en sí mismas; Carnéades, en particular, nos da la impresión de haber tomado las representaciones como nuestro único dato incuestionable8.

Los Académicos no trabajaron el tema del fenómeno, cabiendo esa tarea a los avances posteriores de la filosofía pirrónica, restaurada por Enesidemo contra la Academia. Es cuando se reelabora, entonces, la vieja noción de fenómeno y se analiza, bajo [el] nuevo ángulo, la problemática de la representación. Vale aquí decir que el pirronismo parece haber vacilado sobre esa temática y se ha inclinado a identificar la representación y el fenómeno. Los pasajes de Sexto Empírico sobre la cuestión no son claros y su interpretación es de sobremanera problemática, por eso mismo controvertida.

Limitados a la vivencia de nuestra experiencia fenoménica y contentándonos con relatarla, reconocemos, por cierto, que lo que nos aparece y mueve de necesidad al asentimiento se asocia de modo íntimo a ciertas “representaciones”: no vacilamos en decir que nos representamos lo que nos aparece, ni nos parece que debiéramos - ¿podríamos acaso? - evitar este modo de expresarnos. Por cierto, ¿por qué pensaríamos en hacerlo? ¿Por qué habríamos de rechazar al final de cuentas el uso de una terminología ya incorporada al lenguaje cotidiano de los hombres de una cierta cultura, ya razonablemente vulgarizada, en que pesen sus orígenes filosóficos? Hablamos, como todo el mundo, de cómo nos representamos las cosas, de los objetos y de sus representaciones en nosotros. Tanto más cuanto que este modo de expresión parece concordar bien con nuestra misma experiencia.

No somos también insensibles al hecho de que una teoría del conocimiento articulada en torno a la noción de representación nos invita seductoramente a confundir representación y fenómeno. Porque la tentación parece mayor al decir que, al suspender nuestro juicio sobre la naturaleza y la realidad de las cosas, quedamos entonces confinados tan sólo a nuestras representaciones, lo único que nos queda y que constituye lo que nos es inmediatamente dado, el residuo único de nuestra epokhé. A nada más tendríamos acceso sino al universo de nuestras propias representaciones. Un pequeño paso más y explicitaríamos que lo que nos aparece y se nos da de modo irrecusable, lo que llamamos “fenómeno”, son siempre nuestras representaciones. El llamado mundo fenoménico no sería más que el conjunto de nuestras representaciones.

Por otro lado, siempre hacemos mención de recordar que en cada momento solamente relatamos nuestra experiencia y que, al decir el fenómeno, es nuestro páthos que estamos relatando (HP. I, 15, 197, 203, etc.). Esa nuestra forma de expresión llevó, por lo demás, a algunos de los antiguos a aproximar el pirronismo y la escuela cirenaica, pues ésta también decía que sólo podemos aprehender a nuestros páthe, esto es, nuestras afecciones y experiencias (HP. I, 215).

El escenario parece entonces listo -y eso desde la época de la filosofía helenística y sobre el telón de fondo de la teoría estoica de la representación- para que el pirronismo se convierta en algo como una filosofía de la mente, como hoy se dice, bastándole para ello interpretar los fenómenos como representaciones, como afecciones y experiencias puramente “mentales”. Y algunos textos de Sexto Empírico, leídos bajo la perspectiva mentalista moderna, parecen incluso sugerir fuertemente la presencia implícita de una filosofía de la mente en su concepción del pirronismo, para cuya explicitación habrían apenas faltado los recursos conceptuales y de lenguaje que la filosofía post-cartesiana, a partir sobre todo de Locke, vino a desarrollar.

Por lo tanto, el escepticismo pirrónico podría aparentemente decirse una filosofía de la subjetividad, y no fue otra la lectura que, al menos a partir de Hegel, muchos de ellos hicieron. Es cierto que los pirrónicos suspenden el juicio sobre la concepción, la naturaleza y la propia realidad del alma, tanto como sobre la naturaleza y la realidad del cuerpo y de la materia; suspenden el juicio sobre las llamadas facultades del alma, sobre la realidad del llamado intelecto, sobre su alegado poder de conocerse a sí mismo (HP. II, 57-8, AM. VII, 348-50). Digo que las cosas me aparecen y que yo suspendo el juicio sobre su realidad, pero lo suspendo también sobre la realidad sustancial de un sujeto pensante a que aquellos pronombres presuntamente remitirían, no les atribuyo ninguna instancia de lo real como referencia. Cuestionado el carácter tético de la autoreflexividad de la conciencia, el pirronismo no abre ningún espacio para la emergencia del Cogito.

Pero también el escepticismo moderno, el escepticismo humeano en particular, rechazó el Cogito, asociándose a una filosofía mentalista que identificó al yo con una mente concebida como el haz de nuestras representaciones (Hume, 1992, pp. 207, 252, 634). Identificando entonces fenómeno y representación, diciendo el fenómeno un páthos nuestro y privilegiando tan sólo la dimensión subjetiva de nuestra experiencia, el pirronismo se habría encaminado hacia el escepticismo mentalista de Hume. El filósofo escocés sólo habría hecho pasar al acto, merced de los recursos conceptuales propiciados por el empirismo de Locke, bajo el impacto del cartesianismo, las potencialidades al menos en germen contenidas en el viejo pirronismo. En el corazón mismo del escepticismo habría siempre residido, aunque parcialmente disimulado y encubierto, un subjetivismo mentalista de tipo humeano, a la espera de explicitación.

8. Pero el pirronismo griego no dio esos pasos ni se encaminó en esa dirección. Ni lo pudo haber hecho, bajo pena de inconsistencia consigo mismo, en la medida misma en que tal postura necesariamente representaría una forma de opción, aunque involuntaria y sólo implícita, por una cierta línea de definición filosófica. Una opción obviamente intolerable en los filósofos de la epokhé9 que habrían de hecho procedido a una interpretación filosófica muy particular del fenómeno. El pirronismo escondería mal su incómoda condición de miembro involuntario y avergonzado del coro diafónico de las doctrinas dogmáticas. El escepticismo moderno, no obstante, asumió esta postura mentalista, identificando la fenomenicidad con el mundo "interior".

Sin despreciar el uso corriente del vocabulario de la representación y reconociendo incluso su conveniencia para expresar nuestra experiencia fenoménica, los pirrónicos cuestionamos todas las teorías filosóficas de la representación (Sexto cuestionó largamente las teorías estoica y académica). De la misma manera como suspendemos nuestro juicio sobre las ontologías dogmáticas, sobre la naturaleza y la realidad de los objetos, sobre la existencia o inexistencia real de sensibles e inteligibles, lo suspendemos igualmente sobre las teorías del conocimiento y las doctrinas del alma forjadas por el dogmatismo. Suspendemos el juicio, por ejemplo, sobre la noción filosófica de representación y su misma inteligibilidad, sobre la real naturaleza de la representación, sobre su supuesta representatividad, sobre su eventual relación con lo real; pero no menos sobre su eventual identificación con lo que nos aparece. No es que desconocemos la, por así decir, potencialidad filosófica del fenómeno, la emergencia "natural" de una teoría de la representación que nos sugiere no distinguir entre lo que aparece y la representación de lo que aparece: en ese sentido, estaríamos virtualmente llamando "fenómeno" a su propia representación10. Pero no tenemos por qué asentir a esa identificación; al contrario, en nuestra experiencia cotidiana, si de un lado nos aparecemos representando lo que nos aparece, del otro mucho de lo que nos aparece también nos aparece como distinto e independiente de nuestra “mente”, como externo a ella y haciéndose apenas representar en ella.

Es cierto que decimos estar sólo relatando nuestros páthos cuando expresamos el fenómeno, insistiendo en que entonces estamos sólo anunciando nuestras afecciones y experiencias. Pero también queremos dejar claro que mantenemos conscientemente ambiguo el carácter de esa experiencia, en la medida misma en que no conferimos al fenómeno ningún estatuto filosófico. Cuidadosamente guardándonos de cualquier aserción dogmática, por cierto no postulamos ninguna dimensión objetiva real para nuestra experiencia fenoménica. Pero tampoco le conferimos ninguna realidad subjetiva ni por cualquier otro modo privilegiamos filosóficamente su aspecto subjetivo. Porque sobre todo eso hemos suspendido nuestro juicio.

Es cierto también que enfatizamos el carácter relativo del fenómeno, recordando siempre que lo que aparece aparece a alguien. Y que, restringido a la experiencia fenoménica, es a mi experiencia fenoménica que estoy restringido, es siempre mi fenómeno que expreso, lo que a mí aparece. El campo fenoménico se me da como centrado en mí. Así se estructura, tal es su “lógica”, tal es la gramática del discurso que lo dice. Las cosas me aparecen a mí, que también me aparece y que me aparece como aquel a quien ellas aparecen. Para mí mismo soy fenómeno y me es un fenómeno que es a mí que las cosas aparecen.

La filosofía dogmática invocó esa “lógica”, para nosotros por cierto irrecusable, de la vivencia y del discurso de la fenomenicidad para postular, más allá (o más acá) del yo fenoménico otro yo, anterior de derecho a la fenomenicidad y supuestamente presupuesto por ella, algo como un yo trascendental presuntamente exigido como explicación última a dar cuenta de la experiencia fenoménica. Sabemos cómo los filósofos han incansablemente debatido sobre el tema y tenemos la experiencia vivida de la irresolubilidad de su ineludible diaphonía. Y conocedores también de cuánto la “lógica” de las situaciones y la gramática del discurso que las describe están impregnadas de tradición y de cultura, desde hace mucho aprendimos a desconfiar de las doctrinas que de ellas quieren extraer consecuencias tanto ontológicas como epistemológicas. No vemos, por eso mismo, cómo podríamos interpretar filosóficamente aquella “estructura” del aparecer, también aquí nos reconocemos impotentes para aprehender la naturaleza real de las relaciones en juego, para sorprender la exigibilidad de una subjetividad no fenoménica. También sobre ella necesariamente se extiende nuestra epokhé. Sobre este como sobre cualquier otro tópico, por todas las razones que hemos expuesto, no vemos cómo una interpretación filosófica del fenómeno se podría imponer a nuestra aceptación. Y ciertamente no cabe tomar nuestro escepticismo como una filosofía de la subjetividad.

9. Reconociendo lo que me aparece, describiendo a mi páthos, al mismo tiempo que suspendo el juicio sobre las teorías filosóficas del sujeto, no tengo como rechazar que es un páthos humano que describo (HP. I, 203). Porque me aparezco como un viviente (zõon) humano, en medio de los otros seres humanos que cohabitamos, todos, el mismo mundo físico que nos envuelve y de que compartimos la experiencia, en él viviendo nuestra vida común. Este hombre que soy me aparece como este cuerpo y estas sensaciones, emociones, pasiones, sentimientos, representaciones, pensamientos que lo acompañan. Mi yo siente y piensa, pero tiene carne y hueso también. Un cuerpo vivo como los otros cuerpos vivos del mundo, sentimientos y pensamientos como los de los otros hombres. Vivir en una continua interacción con ellos, en medio de las cosas y eventos del mundo.

Me aparezco como un elemento muy pequeño de ese gran mundo al que pertenezco. Cosas y acontecimientos, en su gran mayoría, me aparecen como exteriores a mí, es decir, externos a mi cuerpo y a mi vida psíquica, como otros que no [soy] yo y fundamentalmente independientes de mí, de mí totalmente prescindiendo. El mundo que me aparece no me aparece necesitando de mí, al contrario me aparece que sería muy poco afectado por mi desaparición o aniquilamiento. Parte muy importante de lo que se impone a mi experiencia irrecusablemente se me impone como un no-yo, distinto de mí, coexistiendo ahora conmigo, pero habiéndome precedido en el tiempo pasado y debiendo sobrevivir en el tiempo futuro.

Lo que me aparece no me privilegia. Porque me aparece tan sólo como un elemento entre otros del mundo fenoménico. Que mi visión del campo fenoménico sea en mí mismo centrada no me aparece, bajo ese prisma muy humano, sino como una consecuencia natural y necesaria de la emergencia de la conciencia en los seres vivos. Si nunca puedo ir más allá de lo que me aparece, esa limitación que en la misma experiencia del aparecer para mí se dibuja, en ella se dibuja como exclusivamente mía, sin afectar en nada la mayor parte de las cosas que me aparecen. Aquí se puede comprender por qué el escéptico pirrónico jamás fue tentado por el solipsismo.

Si nos permitimos hablar de sujeto y objeto, adoptando un vocabulario hoy corriente en el lenguaje filosófico, es tan sólo para realzar aquella bipolaridad fenoménica entre los hombres, que se aparece y a quien las cosas aparecen, y las demás "cosas". Pero son, hombre y “cosas”, ítems del mundo fenoménico; tienen, en cuanto tales, el mismo estatuto. Nuestra epokhé también se aplica a todo discurso apofántico que nos lo quiera “revelar”. El sujeto es siempre para nosotros el sujeto humano, el hombre “de carne y hueso”. El pirronismo “humaniza” al sujeto, él lo “naturaliza”. Si hablamos de ideas, argumentos, criterios, teorías, controversias, no nos olvidamos nunca de que son ideas tenidas por hombres, argumentos que los hombres emplean, criterios que los hombres proponen, teorías que los hombres formulan, controversias con [las] que [los] hombres-filósofos se divierten. Las filosofías nos aparecen como cosas de hombre. Producciones discursivas engendradas por cerebros humanos, con [las] que el hombre intenta con frecuencia transponer las fronteras de la propia humanidad. Es siempre desde la perspectiva del animal humano que nosotros, los pirrónicos, abordamos las cosas del espíritu. Porque así nos aparece la vida del espíritu. Pero no tenemos obviamente ninguna pretensión de establecer la naturaleza y esencia del ser humano, que confesamos ignorar, ignorando incluso si tiene una esencia y naturaleza. No tenemos ninguna antropología filosófica que ofrecer, ya que, sobre el hombre, también suspendemos nuestro juicio.

10. No disponiendo de criterios para decidir la realidad o la verdad de las cosas, estando en epokhé sobre teorías y doctrinas, no tenemos como en ellas apoyarnos para regular nuestras acciones en la vida cotidiana. Compelidos a reconocer el fenómeno y a él confinados, es por él obviamente que orientamos nuestra conducta práctica en el día a día, tomando como criterio de acción (HP. I, 21 y ss). Conforme a lo que nos aparece tomamos decisiones, escogemos ciertas cosas, evitamos otras. Actuamos y vivimos la vida común, interactuando con nuestros semejantes y dialogando con ellos. Usamos el lenguaje común, de él sirviéndonos sin dogmatizar (adoxástos), esto es, sin expresar creencias o proferir opiniones supuestamente verdaderas o conformes a la realidad. Si acaso proferimos una oración de manera que a alguien le parezca una aserción dogmática, estamos siempre dispuestos a reformular nuestro lenguaje, aclarar nuestra posición y deshacer el engaño.

En el simple propósito de explicar didácticamente su observancia de la vida común y sin ninguna pretensión a una esquematización exhaustiva y rígida, el pirronismo antiguo resaltaba cuatro aspectos que caracterizan nuestra práctica cotidiana conforme al fenómeno: en primer lugar, seguimos, por así decir, la orientación de la naturaleza, sirviéndonos espontáneamente de nuestros sentidos y de nuestro intelecto; cedemos también, como no podría dejar de ser, a la necesidad de las afecciones y de nuestros instintos; de un modo general, nos conformamos a la tradición de las instituciones y costumbres, insertados que estamos en un contexto sociocultural; finalmente, adoptamos las enseñanzas de las artes (tékhnai) desarrolladas por nuestra civilización e incorporadas al cotidiano de la vida en sociedad. Nuestro uso del lenguaje común se amolda obviamente a todas esas dimensiones de lo cotidiano en que estamos sumidos y nos señala la profundidad de nuestra inserción en él.

Pero eso, ¿no es acaso lo mismo que reconocer que tenemos muchas creencias y que por ellas regulamos nuestra vida cotidiana? Todo depende de lo que se entiende por “creencia”. Si por "creencia" se entiende una disposición a tomar una proposición como verdaderamente conforme a lo real, como candidata legítima, si se le añade fundamentación y justificación, a la función de expresión de un real conocimiento-tal es el sentido dogmático y frecuente del término -entonces los escépticos ciertamente no creemos. Pero si la expresión se toma en un sentido menos riguroso e impreciso, si por "creencia" tan sólo se entiende nuestro asentimiento compulsivo a lo que nos aparece, a lo que irrecusablemente [se] nos impone - lo que no es otra cosa que nuestro mismo reconocimiento del fenómeno-, si así se acepta caracterizar una creencia, no vamos a polemizar en torno a las palabras y nos disponemos a decir que tenemos creencias: sí, los escépticos creemos en los fenómenos. Creo que hay un escritorio delante de mí, creo que hay a unos metros de mí una puerta cerrada, que debo abrir cuando me disponga a salir de esta oficina, creo que seguramente me arriesgaré a herirme mucho, si no a morir, si intentara de aquí salir por esta ventana a mi lado, porque mi oficina está en el segundo piso de la casa, creo que el país está sumido en una grave crisis económica y social, etc. Creencias mías banales, que son como las de un hombre cualquiera. Tranquilamente las tengo, esto es, sigo lo que me aparece.

Creencias de este tipo, mero reconocimiento del fenómeno, las tienen obviamente también, como hombres comunes, un berkeleyano, “a pesar de” su inmaterialismo, o un kantiano, “no obstante” su doctrina del mundo exterior y de la representación. Pretender invocar el hecho de esas creencias y su irrecusable necesidad como argumento contra la filosofía de Berkeley o la de Kant sería, por cierto, algo ridículo y extravagante, una demostración de espantosa ingenuidad filosófica. Pero no es, entonces, menos extravagante e inconsecuente oponer un tal argumento contra el pirronismo, objetándole que su epokhé debería implicar la abolición de todas esas creencias y que el hecho de que el escéptico continúa teniéndolas y mostrar que las tiene en su vida cotidiana -como no podría ser de otra manera- descubre una contradicción irremediable entre la práctica del escéptico y su “doctrina”. ¡Absurdo contra-sentido, incluso si milenario, que entero reposa sobre una notable ignorancia de la postura escéptica y de su “fenomenología”! No se comprende que aquellas creencias no caen bajo el alcance de la epokhé en la misma y exacta medida en que el fenómeno es lo que no cae bajo el alcance de la epokhé ... Pero la objeción se repite fastidiosamente contra los escépticos desde el tiempo del estoicismo y, por fuerza y gracia de Hume, es renovada hasta nuestros días.

En la medida y en el sentido en que nos permitimos decir que tenemos creencias, en esa misma medida y sentido no rechazamos tener certezas en nuestra vida práctica y cotidiana. No tenemos por qué vacilar en acoger en nuestro lenguaje el vocabulario usual de la certeza, bastándonos, también aquí, sólo cuidar de que no se superponga a nuestros usos lingüísticos una interpretación dogmática, para que de ellos no se quieran extraer supuestos epistemológicos u ontológicos. Porque a veces se ha invocado la irrecusabilidad de la experiencia, que nos hace con frecuencia decir estar seguros de algo, para atribuir un estatuto epistemológico a nuestra certeza, un estatuto ontológico a su objeto. Pero estar seguros de algo, sólo forma parte del juego de la vida cotidiana en que estamos sumidos.

Lo que se impone porque es fenómeno no dice menos respecto a la esfera moral, a ciertos valores a cuya absorción nuestro condicionamiento sociocultural nos tendrá ciertamente obligado, como generalmente ocurre con todos los hombres. Ellos se habrán a menudo incorporados de tal modo y en tal profundidad a nuestra misma personalidad que constituyen, por así decir, una segunda naturaleza nuestra. Una acción que se reconoce como mala y vergonzosa, no la cometeremos precisamente porque nos aparece que es malo y vergonzoso cometerla. Y, si nos disponemos a hacer todo para salvar a un niño en peligro, no es sino porque nos aparece y se nos impone que así debemos hacer. Si un tirano nos ordena una acción vil bajo pena de tortura o de muerte si no la cometemos, sometidos entonces al impacto de fuerzas opuestas, el instinto de preservación y supervivencia, por un lado, y nuestras exigencias morales y nuestros valores, por otro, escogemos eventualmente - ojalá lo consigamos - actuar según nuestra formación y educación, siguiendo las leyes y las costumbres en que fuimos creados (cf. AM. XI, 166). Nuestra epokhé concierne sólo a teorías, doctrinas y dogmatismos. Aunque una infeliz falacia filosófica pretenda que la acción moral no prescinde de valores absolutos y de justificaciones últimas. Pero la vida y la historia la han con mucha frecuencia desmentido y nos han revelado que los portadores de dogmas morales no siempre ofrecen los mejores ejemplos de moralidad...

En el caso de la epokhé pirrónica, cuya naturaleza no fue capaz de aprehender, Hume propuso un escepticismo mitigado (Hume, 1902, pp. 129-130), que dijo resultar de la moderación del pirronismo por la intervención de la fuerza irresistible de la naturaleza. Esta nos obliga a tener juicios y creencias, a pesar del análisis racional que nos descubre la inexistencia de justificación y fundamentos para ellos y que nos llevaría, por sí mismo, a suspenderlos. El término “naturaleza” es por cierto ambiguo y vago, Hume mismo lo reconoce11. De cualquier modo, nos recuerda que tenemos creencias irresistibles, creencias que se pueden decir instintivas y naturales, que no dependen de deliberación o elección y prescinden de justificación o fundamento, por lo demás inexistentes: una de esas creencias naturales irresistibles es la creencia en la existencia independiente de los cuerpos (véase Hume, 1992, p. 187 y ss.).

Ahora bien, como hemos visto, el pirronismo no dice otra cosa, al describir nuestro asentimiento necesario al fenómeno. Hume no percibió que no sólo no había incompatibilidad entre un tal “naturalismo” y la epokhé pirrónica, pero que él es de la epokhé el necesario complemento. En verdad, todo pasa en el pirronismo como si la suspensión del juicio y el “naturalismo” fueran el verso y el reverso de una misma moneda. El pirronismo es un “naturalismo”. La ignorancia humeana del pirronismo se transmitió, sin embargo, a su posteridad moderna y contemporánea; todavía hoy vemos a buenos filósofos buscar en el “naturalismo” una respuesta, a sus ojos la única respuesta, capaz de eludir las consecuencias filosóficas supuestamente nefastas de la epokhé de los escépticos.

Las consideraciones todas que acabamos de exponer sobre el fenómeno como criterio de acción en la práctica cotidiana dejan bastante manifiesto que el pirrónico se adhiere enteramente a la vida común, viviéndola plenamente como el común de los hombres. Vivir sus placeres y alegrías, sus tribulaciones y necesidades, no teniendo por qué perseguir un ideal de apatía. Él “no es hecho de roca o de un roble primitivo, sino de la raza de los hombres”12. Él es un hombre común y actúa y se comporta como un hombre común, pero es un hombre común que logró liberarse de mitos y de dogmas, que ya no [se] doblega bajo el peso de la Verdad. El tema de la vida común es, en verdad, central en la filosofía pirrónica y, si no se considera, la propia noción de fenómeno se oscurece. El pirronismo recupera enteramente la vida, que la filosofía dogmática a menudo olvida. Porque lo que nos aparece, al fin y al cabo, es el dominio mismo de la vida.

11. Es manifiesto también que cabe plenamente hablar de una visión escéptica del mundo, la cual sin embargo diferirá, en muchos aspectos, de un escéptico a otro. La visión del mundo de un escéptico se conforma obviamente, como la visión del mundo de cualquier hombre, de su experiencia pasada y de su formación cultural, se construye a partir de su vivencia del fenómeno y le está íntimamente asociada. Ella es esa experiencia hecha discurso. Si prestamos atención a sus líneas de fuerza más aparentes y en sus aspectos más generales, fácilmente percibimos que ella tiene mucho en común con las visiones del mundo de los otros hombres. Diremos, incluso, que nos aparece teniendo como núcleo algo como una visión común del mundo, propia de la constelación histórica y social en [la] que el escéptico está inserto.

La visión escéptica del mundo se fue consolidando a lo largo de un extenso itinerario filosófico, paulatinamente emergiendo de un recorrido que recorrió paciente y críticamente doctrinas y problemas de las filosofías. No admitiendo aserciones doctrinales, no confiriéndose una dimensión cognitiva, rechaza constituirse como una metafísica. Sería también más prudente no caracterizarla como una “metafísica descriptiva”, si tememos las connotaciones impertinentes mal disociadas de esa terminología. Tampoco se debe decir una “teoría del mundo” y por motivo análogo: el término “teoría” lleva habitualmente connotaciones que aparecen como sospechosas a ojos pirrónicos. No resulta ciertamente de elecciones teóricas, no es una construcción de la razón especulativa, le falta también sistematicidad. La fenomenología (en el sentido etimológico del término) “espontáneamente” constituida, se articula naturalmente según una cierta estructura que interconecta sus proposiciones, algo como un “marco conceptual básico”, que define también el grupo de las “certezas” básicas, interconectadas e interdependientes.

En la descripción de su experiencia del mundo, sobre todo cuando las cuestiones filosóficas están en pauta, el escéptico prefiere abstenerse del vocabulario de la verdad, la realidad y el conocimiento, porque no olvida cuán preñadas están esas palabras de los significados filosóficos que una tradición secular les asoció. Sin eso, las palabras serían, en sí mismas, inocentes, y, en la práctica cotidiana, el escéptico no se inhibirá de usarlas, siguiendo el uso común. Porque “verdad”, “realidad”, “conocimiento”, en su uso vulgar, remiten primordialmente al marco interno del mundo fenoménico, no tienen peso ontológico o epistemológico. En cuanto a sus alegados presupuestos, el escéptico obviamente los cuestiona y sobre ellos suspende su juicio. Así, por ejemplo, si se le aparece tener delante de sí una persona, cuya presencia en aquel lugar y hora alguien posteriormente puso en duda, el pirrónico podrá tranquilamente decir que la persona en cuestión en aquel momento “realmente” allí se encontraba, que él de eso tuvo “conocimiento” porque también allí se hallaba y la vio, que es “verdad” que ella allí se encontraba, que la duda surgida no tiene “fundamento”, etc. Prohibirnos el lenguaje corriente por temor de interpretaciones filosóficas impertinentes sería forzado, poco natural y algo pedante. Si se les pregunta, sin embargo, acerca de tales usos lingüísticos, nos cabrá explicar que a ellos asentimos conforme a la práctica acostumbrada de la lengua, sin ningún momento pensar en aventurarnos más allá del fenómeno, describiendo sólo nuestra vivencia y nuestra experiencia, absteniéndonos de cualquier interpretación que pretenda trascenderlas.

Es en el interior del mundo fenoménico que distinguimos entre "real" e imaginario o ficticio, “verdadero” y “falso”, sueño y vigilia (el argumento cartesiano del sueño es extraño a la problemática pirrónica), “conocimiento” e ignorancia o conjetura. Tales distinciones, las hacemos como un hombre cualquiera y vale recordar que el hombre común no parece tener la menor percepción de lo que está en juego en la problemática filosófica que se quiere insertar en su uso cotidiano del lenguaje. Aunque no es tal vez el caso con alguien más sofisticado y culto, que a veces podrá sobreponer una interpretación dogmatizante a muchos de sus usos lingüísticos. Es también por qué se podría vacilar en atribuir a la visión común del mundo y a su lenguaje una tendencia implícita y “natural” a una cierta postura metafísica, por ejemplo a una metafísica realista. Cabría, antes, investigar la génesis cultural de su gramática.

Nuestra experiencia del mundo nos aparece, bajo aspectos fundamentales, como experiencia de nuestra inserción profunda en la sociedad que nos produjo y formó. Por eso mismo, nuestra visión del mundo es expresión y reflejo también de esa sociedad y de la constelación histórica a la que pertenecemos, más allá de los rasgos idiosincrásicos propios de nuestras vivencias personales. Y, como expresión de la experiencia individual, sea como reflejo de la vivencia colectiva, nuestra visión fenoménica del mundo se nos descubre como sujeta a una permanente evolución. Lo que es trivial en lo que respecta a los fenómenos sensibles, pero no se configura diferentemente en lo que se refiere a los fenómenos inteligibles.

Un ejemplo histórico y clásico quizá sea oportuno. A los hombres aparecía en otro tiempo que el sol recorría diariamente su camino en el cielo por encima de nuestras cabezas, trasladándose de oriente a occidente, mientras la tierra permanecía estacionaria. Hoy y desde hace mucho, nos aparece que la humanidad por milenios se equivocó y que el movimiento solar que creíamos observar era meramente aparente, que es nuestro planeta que se mueve alrededor del sol. Otras cosas nos son fenómenos inteligibles, el cuadro fenoménico radicalmente se alteró. Esta “esencial” contingencia nos aparece como una de las características más conspicuas de nuestra experiencia fenoménica y el mismo marco básico de nuestra visión del mundo no nos aparece como inmune al proceso evolutivo.

Toda nuestra exposición sobre la visión pirrónica del mundo nos parece más que suficiente para manifestar lo extraño que es al pirronismo la problemática moderna de la existencia del mundo “exterior”. Esta problemática, como es sabido, emerge del itinerario escéptico de la 1ª Meditación de Descartes y está íntimamente relacionada con los desarrollos mentalistas del empirismo británico, de Locke a Hume. Con este escenario filosófico como telón de fondo, el escéptico moderno privilegia al sujeto, la mente, el “mundo interior” y se interroga sobre la existencia o no existencia de un mundo exterior a la mente. Como señalaba Rorty, la pregunta sobre cómo puedo saber que algo que es mental representa algo que no es mental se vuelve, por así decir, la pregunta “profesional” del escepticismo (Rorty, 1980, p. 46). El escepticismo moderno duda de la existencia del mundo “exterior”, problematizando nuestra capacidad de trascender el universo de nuestras representaciones.

Pero atribuir tal duda sobre la existencia del mundo “exterior” al pirronismo es irremediablemente anacrónico13 y llega incluso a ser inconsistente con la perspectiva propia a la filosofía pirrónica. No hay cómo confundir entre esa duda escéptica moderna y nuestra epokhé sobre las pretendidas dimensiones metafísicas o epistemológicas de nuestro reconocimiento del mundo fenoménico. Como hemos visto, nuestro cuestionamiento del discurso dogmático incide igualmente sobre la naturaleza y la así llamada realidad de sujeto y objeto, cuerpo y mente, facultades del alma y propiedades de la materia. Por un lado, reconocemos el dato sensible e inteligible que se impone [a] nuestra experiencia, por otro problematizamos todos los discursos que se proponen, más allá del fenómeno, interpretarla. Si humanamente nada perdemos de los así llamados mundos del espíritu y de la materia, enteramente nos abstenemos de los juicios apofánticos sobre uno y otro. Si esto se quiere llamar “duda”, se debe entonces decir que dudamos del alma y del cuerpo, de la mente y de la materia, de la realidad del mundo “externo” tanto como de la realidad del mundo “interior”. Sin embargo, se nos debe conceder ser preferible evitar un lenguaje que se presta a confusiones.

12. Consideremos, una vez más, la perspectiva dogmática sobre las cosas. El dogmático profesa un discurso que se propone decir cómo las cosas “realmente” son, trascendiendo la experiencia del fenómeno; él pretende ser el poseedor de conocimiento y capaz de decir la verdad, en el sentido fuerte del término, que él mismo se dispone a elucidar. Desde el punto de vista escéptico, sin embargo, el dogmático, en el momento mismo en que expone sus dógmata, está, también él, tan sólo relatando lo que le aparece, lo que le es fenómeno14. Ciertamente el dogmático reconocerá que está relatando lo que le aparece, ni podría ser de otra manera; pero añadirá que lo que le aparece también es y lo sustentará, sea sobre la base de una aparente evidencia inmediata, ya sea recurriendo a una cadena de razones, que, a partir de supuestas evidencias inmediatas, pretendidamente justificaría una conclusión de sí misma no inmediatamente evidente. La fenomenicidad del dogma estaría entonces íntimamente asociada a aquella pretendida evidencia y a la demostración de esa construcción discursiva.

Esto se manifiesta plenamente y de modo explícito en el mismo rechazo de la verdad de un dogma por dogmáticos rivales, que en él sólo ven la expresión de una creencia subjetiva, que reposar sobre falsas evidencias o sobre razones insuficientes y no demostrativas. El escéptico registra ese habitual diagnóstico que los dogmáticos emiten sobre los dógmata a otros que no los suyos, pero lo extiende universalmente a todos los dogmas. Al cuestionar siempre las supuestas evidencias y suspendiendo siempre el juicio sobre la pretendida demostratividad de los argumentos, no tiene él como asentir a un dogma, que no le aparece, así como no aparece a los dogmáticos rivales. En cada dogma no puede ver sino lo que es fenómeno al dogmático que lo sostiene. Y si un diálogo se establece entre lo dogmático y lo escéptico, si el escéptico consigue minar las bases sobre las que aquel construyó su creencia, si el dogmático pasa a dudar de la “evidencia” en que se apoya o descubre la problematicidad de los argumentos que lo llevaron a su conclusión, entonces su dogma pierde sustentación y credibilidad, deja por eso de aparecerle lo que antes le aparecía. Y con él ocurre lo que con cualquiera ocurre, cuando se deshace de una creencia que otrora juzgó verdadera: reconoce que no se trataba sino de una "apariencia", fenómeno suyo particular y de hecho revestido de insospechada precariedad. Esa precariedad no reviste lo que al escéptico es fenómeno, aunque sea reconocidamente contingente y sujeto a disiparse en un eventual proceso evolutivo de antemano imprevisible. Porque lo que al escéptico aparece se le impone irresistiblemente, a pesar de su epokhé sobre todos los dógmata. No depende de argumentos y razones y prescinde de “intuiciones”, siempre problemáticas.

De cualquier modo, sin embargo, parece resultar de estas consideraciones que no cabe pretender trazar fronteras demasiado rígidas entre los dominios del dogma y del fenómeno (inteligible). Se trata, por cierto, de una distinción más que conveniente y adecuada a la descripción de nuestra experiencia, pero que un pirrónico jamás diría - un pirrónico jamás podría decirlo - fundado en la naturaleza de las cosas. El asentimiento a un dogma necesariamente comporta un elemento fenoménico y el recorte del mundo fenoménico jamás se puede pretender inmunizado contra la presencia subrepticia de ingredientes dogmáticos disimulados y como embutidos en el lenguaje común, vestigios eventuales de antiguos mitos inextricablemente incorporados al sentido común de una cultura. Las fronteras entre los dos dominios se extienden sobre una tierra de nadie, donde los contornos se desvanecen, poco nítidos y mal delineados. Así nos aparece.

El dominio del dogma es el lugar de la soberanía del lógos. El escéptico conoce más que nadie el poder del lógos y la enorme fascinación que sobre los hombres ejerce, el escéptico se da precisamente por tarea denunciar y deshacer sus artimañas y ardides. Así, parte considerable del emprendimiento filosófico escéptico es proceder a la crítica de la razón dogmática, derribando los ídolos y las ficciones que el discurso dogmático continuamente plasma. Bajo este prisma, la filosofía pirrónica se concibe como una terapéutica y el dogmatismo es la enfermedad que ella combate. Como dijo Sexto: “El escéptico, porque ama a la humanidad, quiere curar por el discurso, lo mejor que puede, la presunción y la temeridad de los dogmáticos”, (HP. III, 280). El pirronismo es, básicamente, una crítica del lenguaje y de sus mitos, él lucha para romper el hechizo que ata a los hombres a un lenguaje de vacaciones...

13. Algunos podrían ser tentados a invocar la ciencia moderna y contemporánea y sus conquistas para rebatir la postura pirrónica. Cuando reconocida e innegablemente la ciencia y la tecnología que de ella resultó impregna de modo abrumador nuestra vida y práctica común, cuando las teorías científicas vulgarizadas se difunden progresivamente en el sentido común, a él se mezclan y de él apenas pueden disociarse, cuando la imagen común del mundo se vuelve más y más influenciada por elementos innumerables tomados en préstamo de las teorías científicas, parece caber preguntar cómo se puede razonablemente sostener una epokhé sobre las teorías científicas. El impacto de las ciencias sobre la vida cotidiana ciertamente no ha sido tan visible en los tiempos helenísticos, pero en los tiempos que corren es absolutamente incuestionable. ¿No constituiría eso una formidable objeción contra la epokhé de los pirrónicos?

Seguramente, no. Muy por el contrario, el pirronismo nos parece totalmente compatible con la práctica científica moderna y contemporánea. Porque lo que los pirrónicos antiguos problematizaron fue la vieja epistéme clásica, la ciencia entendida como un conocimiento seguro y adecuado de la realidad misma de las cosas. En otras palabras, ellos cuestionaron la dimensión metafísica que la ciencia se atribuía, dimensión a la cual una teoría filosófica del conocimiento pretendidamente justificaba el acceso. La epokhé escéptica se extendía, entonces, a las supuestas verdades de esa ciencia, ponía en jaque la pretendida realidad de sus objetos, la cognitividad real y absoluta de todo aquel emprendimiento.

Pero, por otro lado, los pirrónicos no son insensibles a las semejanzas y diferencias, a la regularidad relativa que incluso la observación descuidada sorprende en el mundo fenoménico. Ellos atienden al hecho de que la misma invención humana del lenguaje reposa sobre la vivencia de las regularidades que balizan el curso de la “naturaleza”. Al hecho de que el hombre común se basa en esas regularidades para formular cotidianamente sus hipótesis y previsiones al lidiar con los fenómenos. Cuando tales procedimientos de la vida común son metodizados y sistematizados, cuando las conjunciones constantes entre fenómenos se vuelven el objeto de una consideración atenta y de una observación deliberada, cuando el uso de hipótesis construidas sobre la experiencia pasada se convierte en instrumento habitual de predicción, en el ámbito de la tékhne, que la humanidad ha desarrollado para someter el mundo de su experiencia a su beneficio y comodidad15.

Construidas sobre el fenómeno y no preocupadas por trascenderlo, buscando tan sólo manejarse adecuadamente con el mundo fenoménico, explotarlo y dominarlo, en la medida de lo humanamente posible, para el provecho del hombre, las tékhnai constituyen, por cierto, uno de los rasgos más conspicuos de la vida civilizada. Observar sus enseñanzas, utilizarlas y -si tal es nuestra vocación personal- desarrollarlas y ampliarlas es parte importante de la observancia pirrónica de la vida según el fenómeno (HP. I, 23-24). El pirronismo antiguo no se atrevió a llamar a la tékhne de “ciencia”, probablemente porque el término epistéme se había vuelto indisociable de las connotaciones que las filosofías, clásica y estoica, le habían establecido. La tékhne, tal como el pirrónico la veía, contrariamente a lo que era el caso con la epistéme, podía conformarse enteramente en el interior de la esfera fenoménica, dispensando fácilmente la interpretación filosófica.

El panorama, complejo y multiforme, de la filosofía moderna y contemporánea de la ciencia dejó hace mucho de privilegiar la vieja noción de epistéme. Y la práctica científica, ya desde los inicios de la ciencia empírica moderna, se venía progresivamente liberando de amarras epistemológicas y metafísicas. Siguiendo a Hume, la filosofía empirista de la ciencia viene insistiendo en el primado de la observación y de los métodos de control experimental de las teorías científicas, en la continuidad entre los procedimientos científicos y los del hombre ordinario, en la necesidad de distinguir claramente entre ciencia y metafísica, en la conveniencia, sobre todo, de la práctica científica desvinculada de cualquier limitación de naturaleza filosófica, buscando definir sus parámetros a través de su propio desarrollo experimental.

Es muy fácil ver cómo toda esa postura, al menos en sus aspectos más fundamentales, es de índole esencialmente pirrónica. O puede, al menos, tranquilamente asociarse a la concepción pirrónica de la “ciencia”. Es como si hubiéramos asistido al triunfo progresivo de la vieja tékhne sobre la venerada epistéme. Por cierto, la naturaleza mucho más compleja y rica de la ciencia moderna exige una reelaboración y sofisticación de las concepciones pirrónicas en ese campo, podríamos incluso decir que tal sería una de las tareas más urgentes para un neopirronismo, hoy.

No nos parece que el pirronismo necesite necesariamente asumir, ante la ciencia de nuestros días, una perspectiva convencionalista, u operacionalista, ni siquiera pragmática, en el sentido técnico y más preciso de este término. Esto porque, por ejemplo, no nos parece que la mera aceptación de la posibilidad de que los términos llamados teóricos de una teoría científica eventualmente correspondan a “entidades” y de que los enunciados teóricos admitan un componente “descriptivo” sea suficiente para conferir a tales “entidades” y al mundo “descrito” una dimensión metafísica. Tampoco nos parece que los pirrónicos tengamos que objetar contra una lectura del método hipotético-deductivo como método para hacer frente a la experiencia, mediante una prueba de sus consecuencias empíricas, un discurso que “describe” cómo podría ser el mundo. Así, decir que p tiene q como consecuencia empírica podría significar que nos aparece que, si fuese el caso que p, entonces q se debería manifestar a nuestra observación, en las condiciones apropiadas. Como subrayamos anteriormente, la inteligibilidad del fenómeno [se] extiende mucho más allá de las estrechas fronteras de la mera sensibilidad; ni tampoco hay por qué identificar fenomenicidad y observacionalidad, en sentido estricto. Incluso el así llamado “realismo científico” tal vez se pueda legítimamente despojar de cualquier asociación con una doctrina metafísica, particularmente con el realismo metafísico. Si una disociación tal se logra, el “realismo científico” se vuelve totalmente aceptable para un berkeleyano o un kantiano, por ejemplo, por no prejuzgar nada sobre una interpretación epistemológica u ontológica de las teorías científicas. Por eso mismo y en la misma medida, se hace enteramente conciliable con la epokhé escéptica.

La objeción contra el pirronismo más arriba considerada, que quiso contra él invocar la irrecusabilidad de los resultados de las teorías científicas y la impregnación de nuestra vida común por ellas, no tiene, en verdad, ninguna consistencia. El pirrónico es, por el contrario, un apologista de la ciencia empírica, como instrumento humano de exploración sistemática de la riqueza ilimitada del mundo de los fenómenos, que los avances espectaculares del progreso tecnológico ligado a la práctica científica pueden servir al bienestar del hombre. Por otro lado, no le está prohibida la “aceptación” de teorías científicas, precisamente porque “aceptar una teoría científica” se dice en diferentes sentidos, algunos de los cuales no involucran, como diferentes filósofos de la ciencia han con frecuencia subrayado, ningún compromiso con dogmatismos filosóficos. Finalmente, no tiene el escéptico por qué rechazar el hecho histórico de que las teorías científicas vulgarizadas (así también como doctrinas filosóficas o religiosas) a veces de tal modo se entremezclan en el sentido común que pasamos a tener -espontáneamente- una visión del mundo por ellas moldeada. Cuando eso de tal modo ocurre hace que se pierde la propia conciencia “histórica” ​​de la formación de nuestra visión del mundo y ésta se nos impone de modo incuestionable, entonces estamos simplemente ante aquella fenomenicidad inteligible que todos no podemos, pirrónicos y no-pirrónicos, sino más bien reconocer, asintiendo a ella.

Creo acertado decir que, de algún modo, la ciencia moderna se ha hecho progresivamente escéptica. En cuanto a los pirrónicos, liberados de la fascinación de las construcciones lingüísticas y de la especulación filosófica y teniendo sobre ellas suspendido nuestro juicio, valorando tan sólo el fenómeno y ateniéndonos a él, necesariamente debemos apuntar hacia esa ciencia empírica y escéptica como el único camino que se nos manifiesta abierto para desarrollar la investigación positiva y la exploración racional del mundo. Esa investigación y esa explotación seguramente nos llevarán, como en el pasado nos llevaron, a reformulaciones de nuestra visión del mundo. Y el pirronismo apunta a un mundo fenoménico abierto a posibilidades ilimitadas de investigación. Pero los caminos del aparecer son de antemano insondables.

14. Algunas consideraciones más merecen un lugar. Porque reconoce, por las razones que vimos, que le cabe primordialmente a la ciencia la tarea de investigar el mundo, el pirronismo enseña una conjugación feliz entre ella y la filosofía, sin incurrir en la ingenuidad positivista. Y asumiendo, como le cabe, una postura fenomenológica, no se ve por los caminos de una fenomenología sistemática, que le parece exceder los límites de lo factible: sus descripciones de fenómenos son siempre confesamente precarias y siempre tienen carácter “puntual”. El pirronismo adentra también el dominio de la filosofía del lenguaje y confiere al lenguaje un lugar central en su problemática, en la misma medida en que su diatriba permanente contra el dogmatismo necesariamente privilegia el análisis y la reflexión crítica sobre el uso dogmático del discurso; que valoriza el lenguaje común, pero sin sacralizarlo y teniendo como necesariamente incierta y precaria la correspondencia entre las palabras y los fenómenos que ellas expresan, éstos siempre susceptibles de decirse de diferentes maneras. La filosofía pirrónica también valora plenamente la experiencia humana y la vida común, es visceralmente humanista y se recupera para filosofar la espontaneidad de la vida.

Sin jamás incurrir en cualquier negativismo epistemológico, el pirronismo no elabora nunca una teoría, insistiendo en definirse tan sólo como una práctica filosófica, de valor eminentemente terapéutico. Confiando en el diálogo y la argumentación y de ellos haciendo sus instrumentos, él pretende por su intermedio contribuir al bienestar y al progreso espiritual de los hombres. También cabe mencionar que, por la propia naturaleza de su método y procedimiento, el pirronismo se constituye como un antídoto eficaz contra toda forma de irracionalismo. Al rechazar los dogmatismos, él conforma una figura otra y diferente de la racionalidad.

La postura pirrónica es extremadamente actual, completamente adecuada a las necesidades intelectuales de nuestros días. Nuestra época está cansada de verdades, dogmatismos y especulaciones. El intelectual contemporáneo tiende fuertemente al escepticismo. Si no lo confiesa, esto se debe sólo a las connotaciones perversas que la ignorancia generalizada sobre el pirronismo, incluso en buena parte de los filósofos, asoció al término. Es por eso que recordar el pirronismo es necesario.

15. Intenté, en las páginas anteriores, delinear mi posición filosófica. Incluso aunque yo no hubiera citado a Sexto Empírico tantas veces, cualquier lector de su obra fácilmente descubrirá cuán profundamente me ha influenciado. Muchas veces seguí los textos de Sexto muy cerca, otras veces desplegué líneas de pensamiento que él apenas delineó, pero del modo que me pareció lo más fiel posible al espíritu del pirronismo. Con respecto a ciertos temas, intenté pensar qué soluciones se podrían encontrar, dentro de un pirronismo “actualizado”, para cuestiones que la filosofía antigua no formuló ni podría haber formulado, al menos en la forma que les confirió nuestra modernidad. Incluso en estos casos tengo, no obstante, la pretensión de haber alcanzado resultados compatibles con la postura pirrónica original. No sería necesario añadir que lidié con la filosofía pirrónica según una lectura e interpretación mías, que a veces divergen -y mucho- de cómo se ha leído e interpretado el escepticismo antiguo.

Si no en el estilo, al menos en la intención, este texto tiene mucho de programático, apuntando hacia direcciones que, desde una perspectiva escéptica, aún no han sido exploradas, algunas quizá ni siquiera sospechadas. Me parecería bueno que se intentara avanzar un poco más por esos senderos.

De cualquier modo, estoy advirtiendo a usted, lector, de algo que usted tal vez ya haya percibido por sí mismo, que este discurso, enteramente escéptico y pirrónico - o neopirrónico, si así lo prefiere, tiene relativamente poca originalidad. Es que en ningún momento la busqué. Al contrario, sin pretender que las cosas realmente sean como yo las digo, me contenté con relatar lo que me aparecía, a la manera de un cronista. Reconociendo y confesando que “el fenómeno en todas partes tiene fuerza, dondequiera que venga”, como dijo Timón, discípulo de Pirrón (AM. VII, 30).

Referencias bibliográficas

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1En Porchat, O. (2007) Rumo ao ceticismo, São Paulo: Editora UNESP, pp. 117-145. Oswaldo Porchat de Assis Pereira da Silva (1933- 2017) fue un influyente filósofo brasilero. Fue Profesor Emérito de la Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas da USP y de la UNICAMP, y fundador del Departamento de Filosofia de la UNICAMP y del Centro de Lógica y Epistemologia (CLE). Para mayores referencias consultar: https://pt.wikipedia.org/wiki/Oswaldo_Porchat

2(UNIFESP, CNPq)

3Traté este tema en trabajos anteriores, por ejemplo en “O conflito das filosofias” [El Conflicto de las Filosofías] (pp. 13-23) y en “A filosofia e a visão comum do mundo” [La Filosofía y la Visión Común del Mundo] (pp. 41-71). Ambos textos aparecen en Porchat (2007). El lector que los haya leído percibirá, sin embargo, avanzando un poco más en las páginas que siguen, que las mismas ideas me llevan ahora por otros caminos.

4Esta fue la posición que asumí en “A filosofia e a visão comum do mundo” en Porchat (2007, p. 53).

5Tomo de préstamo la expresión de Quine (1960).

6Es lo que dijo Wittgenstein, según relata Wisdom, al escuchar la prueba de Moore sobre la existencia del mundo exterior, (Wisdom, 1942, p. 231). Confieso deber a Bento Prado (1981, p. 69) mi primer interés por las calzoncillos de Wittgenstein.

7El neologismo me parece útil y expresivo.

8Esta lectura parece sugerida por Sexto (AM. VII, 166 y ss) Pero conviene recordar que la reconstitución de la filosofía de Carnéades es una cuestión bastante compleja y polémica.

9Interpreté el pirronismo como una filosofía mentalista y le atribuí tal opción implícita en “Ceticismo e mundo exterior” en Porchat (2007, pp. 89-116). Pero las objeciones de dos de mis estudiantes en un curso de graduación impartido en el Departamento de Filosofía de la Universidad de São Paulo sobre el escepticismo griego, Carlos Alberto Inada y Luiz Antônio Alves Eva, formuladas en trabajos académicos que me presentaron, aunque en un primer momento yo las había rechazado, acabaron incentivándome a una reformulación radical de mi lectura del pirronismo, que culminó en la interpretación que yo propongo.

10 HP. I, 22: tò phainómenon, dynámei tèn phantasían autou hoúto kalountes (literalmente: “el fenómeno, virtualmente a la representación de él así llamando”). La interpretación de este pasaje es extremadamente controvertida.

11Sobre el término “natural”, cf. Hume, 1902, p. 258: “The word natural is commonly taken in so many senses and is of so loose a signification, that...”. Compárese con las palabras de Philo en los Diálogos de Hume: “and, perhaps, even that vague, undeterminate word nature to which the vulgar refer anything...”, (Hume, 1948, p. 49). En HP libro I, línea 98, Sexto Empírico recuerda la diaphonía irresoluble entre los filósofos dogmáticos acerca de la realidad de la naturaleza.

12Verso de la Odisea (XIX, 163) modificado por Sexto, cf. AM. XI, 161.

13Habiendo interpretado el pirronismo como una filosofía mentalista, incurrí en tal anacronismo en “Ceticismo e mundo exterior” (en Porchat, 2007).

14Cf. Sexto, AM. VII, 336: “Además, aquel que dice ser él mismo el criterio de verdad dice lo que le aparece y nada más. Entonces, una vez que también cada uno de los otros filósofos dice lo que a sí mismo aparece y es contrario a lo que fue previamente dicho”.

15Se puede consultar, por ejemplo, los siguientes pasajes de Sexto Empírico: AM. VII, 270 (sobre el uso de signos y la formulación de predicciones por hombres iletrados); AM. VIII, 288 (sobre la capacidad humana de "retener" las conjunciones constantes entre fenómenos); AM. VIII, 152-3 (sobre cómo los hombres utilizan espontáneamente, para hacer predicciones, su observación de las conjunciones constantes entre fenómenos); AM. I, 51 (sobre el origen de las tékhnai); AM. VIII, 291 (sobre la observación deliberada, en las tékhnai, de las regularidades fenoménicas); AM. V, 1-2 (sobre la formulación de previsiones, en las tékhnai, a partir de la observación de fenómenos); AM. V, 103-4 (sobre la conexión entre predicciones confiables, atribuciones causales y conjunciones constantes entre fenómenos); HP. I, 237 (sobre la búsqueda de la utilidad en la medicina empírica Metódica, conforme a la práctica de los escépticos); AM. I, 50-1 (sobre la utilidad para la vida como finalidad de las tékhnai), etc.

Recibido: 29 de Mayo de 2019; Aprobado: 02 de Julio de 2019

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