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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.52 Cali Jan./June 2021  Epub Apr 13, 2021

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i52.11080 

Editorial

Nota editorial

François Gagin1 

1Editor General, Revistas Praxis Filosófica, Universidad del Valle, Cali, Colombia


Amicus Plato sed magis amica veritatis

Querido Lector,

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, dice un refrán de una canción. ¿El tiempo pasa, querido Lector? Mas no, Lector, el tiempo no pasa, somos nosotros que pasamos. En cada paso, se da una impronta; unas son muy pasajeras, otras las quisiéramos indelebles. Lelio Fernández Druetta, profesor jubilado de nuestro Departamento de Filosofía y recientemente fallecido, es una de esas improntas que marcó y marca aún nuestro entorno académico. Le dedicamos enteramente esa nota editorial al figurar un retrato intelectual, bella ocasión para seguir intentando filosofar en medio de la pandemia y de fortalecer entre Usted y nosotros ese afecto editorial y, a la vez, cultural.

Un espíritu siempre es encarnado; he ahí algo que es constitutivo de nuestra finitud, mas esa condición mortal encierra, que lo queramos o no, un deseo de eternidad, de un absoluto; entiende Usted, es ese deseo que se manifiesta bajo las palabras y los gestos que quisieran significar frente a la partida que, a pesar de todo, algo queda en los corazones, en la memoria… En tanto que se asume y se vive con un ethos que deriva de un esprit de finesse, el retrato se hará con algunas pinceladas en que adivinarán, para algunos, y reconocerán, para otros -es nuestro íntimo deseo- la sombra de Lelio Fernández.

En este momento en que se quisiera dar esas primeras pinceladas del retrato, entendemos de sobra a los que quisieran disponer desde ya de algunos datos esenciales sobre el recorrido profesional y la obra del profesor nombrado; en la medida de nuestras posibilidades humanas -lo afirmamos con cierta modestia- se intenta satisfacer su curiosidad. Y, es por ello que gustosamente remitimos de inmediato a algunas publicaciones de Praxis Filosófica que, de seguro, permitirá prolongar y, quizás, completar esa diáfana presencia intelectual que intentamos figurar en estas pocas líneas; se trata de la reseña afectuosa del profesor Andrés Lema a una suerte de antología de artículos y ensayos de Lelio Fernández que compiló y editó el profesor Jean-Paul Margot: Un claro laberinto (Lelio Fernández Druetta), Programa editorial de la Universidad del Valle, 2016, así como del artículo de L. Fernández: “Sigmund Freud” -ambas publicaciones se encuentran en el No. 46 de Praxis Filosófica, enero-junio 2018.

Una mirada, un rostro y una alta silueta filiformes casi angulosos, unas manos tendidas que podrían ser las de un artista, una postura irónica y amena a la vez en un reclamo de exigencia para sí mismo y los otros, una historia personal y académica que emergió en Argentina y que prosiguió y se transformó finalmente en Cali son elementos dispares que la memoria y los recuerdos, frágiles, por cierto, temen depositar sobre el papel. Lo que todavía no es una imagen, apenas unos fugaces trazos impresos de los diferentes matices de grises que componen una existencia fijan lo que en vida no lo fue. Nos encontramos con esa dificultad narrativa (y conceptual) de aprehender algo, más bien a alguien que estuvo en devenir, pero que ya no es, no está - ¡es el verbo estar del cual dispone el castellano que es ahí requerido para inscribirnos mejor en el devenir existencial!

Es esa misma dificultad que encierra el autorretrato o la autobiografía; recordemos, de paso, que, en los últimos años, Lelio Fernández leyó Los Ensayos de Michel de Montaigne. ¿Quién sabe si por el famoso ensayo de “Que filosofar es aprender a morir” Lelio Fernández no se enfrentó a una última prueba del vivir? Ponerse en la situación de estar in statu moriendi - ¿acaso una ficción, mas una ficción útil y un bello engaño? - sería darse la posibilidad, más allá de las apariencias, de las conveniencias, de las costumbres con las cuales nos escondemos a nosotros y a los otros, de sopesarnos, de juzgarnos, de llegar a la verdad de lo que somos, mientras existimos. ¿Con ese intento que es, a la vez, un método que nos asienta en nuestra modernidad estaríamos seguros de vivir una vida auténtica, nuestra vida, de estar por fin presente a la vida, de ser los actores de nuestras vidas? Apartándose de Platón y, en general, de las meditaciones o de las premeditaciones que los antiguos hacían sobre la muerte, habría que librarse en compañía de Montaigne - ¿en compañía de Fernández? - de la extrañez, del asombro (de la muerte) para ajustarse consigo mismo en lo que lo espiritual se inscribe en la inmanencia de lo somático. Mejor guardar silencio, ese silencio que Lelio Fernández y su escogido y cómplice interlocutor manifestaban por un momento cuando en el bello arte de la conversación se entendían y prolongaban de ese modo lo que las palabras no alcanzaban a expresar. Es desde el entorno de Lelio Fernández, en la intimidad de los familiares y de los fieles amigos, que, quizás, las preguntas anteriores encontrarán sus respuestas. Y, para los que se sientan ajenos a dicha intimidad, está la comprobación inquietante de sí mismo en la confrontación de los efectos temporales y espaciales que sigue trayendo la pandemia; desde esta perspectiva, no lo dudamos, se puede reanudar las preguntas hasta ahora enunciadas.

Decíamos la inmensa dificultad en ajustar el pensar con la existencia. El pintarse y el decirse reclaman un espejo, la alteridad creadora que ofrece el alter ego, el entrañable amigo. Deseamos, Lector, que tenga a su La Boétie. Pero, cuando el amigo no es de ese mundo terrenal, la escritura u otros artífices quieren reemplazar el vacío existencial causado y nutren irremediablemente la cuestión de la identidad. El ¿quién soy yo? se alimenta de esos otros cuestionamientos: ¿quién era el otro?, ¿quién era yo para él, él para mí? Así lo vivió Montaigne, así lo viven los lectores, así lo viven algunos de los que tuvieron a Lelio Fernández como profesor, como colega o como amigo, si evidentemente se reconocen como tales. Desde un plano narrativo-formal y desde el ensayar autobiográficamente sus experiencias a prueba del pensamiento, dos caminos se ofrecen, cuando se sabe que la escritura está siempre más acá o más allá de la vida; Séneca ya decía que la vida es breve, pero que el arte es largo. O se (re)ordena artificiosamente los datos de la existencia, de la experiencia, al proceder, por ejemplo, según una estricta cronología. Se ganará, entonces, en claridad y objetividad, pero se perderá el vigor y el fulgor de lo abigarrado de una existencia. O bien, la escritura imita las impresiones de una vida en movimiento, bajo la forma del ensayo -si el genio de la lengua lo autoriza; se perderá en objetividad, pero se ganará en lo que es la verdad de la riqueza vital y de lo que es la verdad del sujeto en marche. Optamos por esa segunda opción que se inscribe en el modo como iniciamos este retrato. El retrato iniciado quedará como tal, dado que al avivar lo que fue, necesitaríamos de una vida en consonancia con otra para desdoblar y colmar las sutiles e infinitas harmonías y contradicciones que hace que, precisamente, una existencia sea singular e irrepetible. Y las pocas líneas de una nota editorial, se entiende de sobra, no son suficientes para tal propósito…

Con lo dicho, hemos concurrido a moldear un kairos, una bella ocasión para celebrar la suma atención que Lelio Fernández prestaba a las obras estudiadas y al modo didáctico que fomentaba para ofrecer y compartir sus percutantes análisis. Había en él algo del literato, del psicólogo, del moralista, en suma. Son formas que son bastante símiles al filosofar. Leer a los clásicos es asentarse en el mundo y abrirse a los posibles de la existencia humana. Esta forma de interrogación que el lector hace a la obra y al autor, cuando éste se confunde con aquella, es una apertura inquietante que también uno dirige a sí mismo porque la dirige a los otros. Inevitablemente esa lectura y esa escucha son reveladoras de una postura, condicionan un modo de ser en el mundo y autorizan un diagnóstico. El manejo de la ironía y de un humor a contracorriente de la doxa -tanto la popular como también y, de un cierto modo, la académica- propiciaba, en la medida de los posibles y de las contingencias, que el juicio enunciado sobre la obra o sobre el otro sea a la vez perspicaz y asumido. De algún modo, algo ocurría en los difíciles intentos de la transmisión de un saber. Para estar atentos a las ondas verdades humanas, Lelio Fernández se ajustaba mucho más, por lo menos en el plano de la moral, a, digamos, una actualidad aristotélica que al criterio ideal infundado por el fundador de la Academia. El término moral adjudicado, al instante, remite a los comportamientos éticos susceptibles de modificarse para el bien del individuo y para su entorno político. Probablemente esos rasgos del carácter entrevistos a partir del oficio profesoral hacían que su escritura tenía que ser a la altura de su lectura; por ser exigente y, quizás, excesivamente prudente, se desplegaba con parsimonia y, no por ello, era menos eficaz y comprometedora.

La ironía está en el gesto, la mirada, en el decir que remite a otro. ¿Quién sabe si no se expresaba por medio de alguna huella argentina? En todo caso la literalidad expresada en primer grado no era lo a lo cual acostumbraba Lelio Fernández. Si uno se esforzaba por abrazar a la cultura, la que arropa las Humanidades, podía acceder al segundo o al tercer grado de un decir, de un pensamiento. El ejercicio difícil de la interpretación crítica que entra en correspondencia con el de la traducción recuerda, de algún modo, las sutilezas y las alegres provocaciones que Jorge Luis Borges emprende con sus lectores, con los autores y las obras referidas; decimos “emprende”, en presente del indicativo, ya que se logra una forma eterna de la figura del autor y de su obra con cada lector y cada generación de lectores quienes leen e interpretan, cargados que están con su propia historicidad. Por ellos, el autor vive después de su muerte de una vida que ya no determina. Del mismo modo, el legado vivo de los profesores fallecidos está depositado en sus enseñanzas y sus escritos. La reavivación de ese legado por parte del mundillo académico quien no deberá someterse al argumento ad hominem y al argumento de autoridad propiciará una suerte de renacimiento de tal o cual figura profesoral retirada -que el retiro se diera por una voluntad propia o no- porque se asentará en la fuerza viva, crítica y presente de los lectores.

Inspirados en El ruiseñor de Keats (en Otras inquisiciones, 1952), prolongamos, en tanto que lectores y actores, ese canto nocturno anunciador de primaveras, mientras resistimos a ese invierno pandémico. Quisiera imaginar, en modo meramente simbólico, que la presencia diáfana de Lelio Fernández se asemeja a un canto de un ruiseñor y que se interpreta como un punto nodal entre generaciones de estudiantes y profesores para avivar lo que tanto requerimos en nuestro entorno: acceder a la exigencia del diálogo filosófico.

Dimos unas pocas pinceladas en lo que es un esbozo de un retrato; ojalá no se manche con un exceso de sentimentalismo y de giros hagiográficos. Adivinamos a Lelio Fernández y, dado que todos los hombres son mortales, no dejamos de hablar de ti, Lector, de nosotros.

Le deseo una fructuosa lectura del Número que tiene en las manos, Lector, y celebro, una vez más, su amable comprensión y acompañamiento de cara a nuestra labor editorial.

¡Hasta pronto!

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