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Praxis Filosófica

versión impresa ISSN 0120-4688versión On-line ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.54 Cali ene./jun. 2022  Epub 09-Mar-2022

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i54.11938 

Artículo de investigación

Wittgenstein sobre el concepto de lenguaje. Algunas objeciones

Wittgenstein and the concept of language. Some minor objections

José  Ruíz Fernández1  1
http://orcid.org/0000-0001-7432-118X

1Universidad Complutense de Madrid, España. E-mail: jose.ruiz@filos.ucm.es


Resumen

El artículo hace algunas objeciones a la analogía que Wittgenstein plantea entre los conceptos de lenguaje y juego, según la cual, como no hay algo esencial a las actividades que llamamos juegos, no habría algo característico en las conductas que llamamos lingüísticas. El peligro y confusión de esta analogía, que ya apuntó Rush Rhees, se ponen de relieve aquí de manera diferente, mediante una consideración del carácter de ciertos conceptos psicológicos, incluido el concepto de decir algo.

Palabras clave: Wittgenstein; Rhus Rhees; juegos; reglas; lenguaje

Abstract

The article expounds and critically considers Wittgenstein’s thought, expressed in the Philosophical Investigations, that, the same way that there is not a common feature in virtue of which we say that an activity is a game, there is not a characteristic feature of language or linguistic behaviour. The dangers of this analogy, pointed already by Rush Rhees, are here shown in a different light, by making some considerations on what is idiosyncratic to certain psychological concepts.

Keywords: Wittgenstein; Rush Rhees; Games; Rules; Language

I. Introducción

Las consideraciones que Wittgenstein hace sobre el uso de la expresión “juego” en Investigaciones Filosóficas son un lugar común que apenas necesita ser recordado. Según Wittgenstein (2017), el concepto juego no se aplica a las diversas prácticas así denominadas en razón de algo característico que compartan (§66-67). Si se consideran algunas de esas prácticas -el mus, el fútbol, solitarios, lanzar una pelota al aire y recogerla, el ajedrez, juegos de corro, etc.- se pueden apreciar parecidos diversos entre ellas; algunas se parecen más a otras, y se parecen en ciertos aspectos a unas, en otros a otras, pero no hay algo idiosincrático o esencial, una condición necesaria y suficiente, que haga de una práctica un juego. Por eso no se podría explicar el significado de la expresión “juego” dando una definición esencial, y normalmente explicaríamos el uso de esa expresión dando algunos ejemplos paradigmáticos, y añadiendo que también son juegos «otros casos parecidos» (§69). Según esto, se podría decir que las prácticas que llamamos juegos solo comparten un «aire de familia». Esto no significa que nuestro uso de la expresión “juego” sea deficiente (§68-71), sino, más bien, que es categorialmente diverso del uso de expresiones como “hombre”, “gato”, “correr” o “pasear”.

En la literatura secundaria se ha debatido2 cómo exactamente debe entenderse la categoría de los conceptos que, pudiendo clasificar algo ―no necesariamente particular―, no tienen un vínculo con caracterizaciones esenciales, de manera que cubra los que Wittgenstein parece agrupar además del de juego, como el concepto de número (Wittgenstein, 2017, §68). Esa cuestión no nos interesa en este escrito, pues nos limitamos, en primera instancia, a las consideraciones que Wittgenstein hace sobre el uso de la expresión “juego”. Las observaciones que Wittgenstein realiza tienen, me parece, un propósito principalmente negativo. Por una parte, tratan de minar la confusa creencia de que, si un concepto se aplica a algo, debe ser por razón de que aquello a lo que se aplica «contiene algo determinado» -más o menos como el vino pueda contener sulfitos-. Por otra parte, tratan de minar la confusa creencia, que Frege, Russel y el mismo Wittgenstein sostuvieron antes, de que un cometido posible del análisis filosófico es sacar a la luz, como si de un descubrimiento se tratara, una determinación «más exacta» del uso de una expresión. No encuentro nada criticable en estos dos propósitos. Ahora bien, las observaciones que Wittgenstein hace están orientadas a defender una problemática analogía entre los conceptos de lenguaje y juego: de la misma manera que denominamos juegos a una abigarrada serie de prácticas que solo comparten laxas semejanzas, no habría, según Wittgenstein (2017), nada característico o idiosincrático en los comportamientos que llamamos lingüísticos (§65). Aquí se va a criticar esta afirmación. Aunque el punto en litigio tenga que ver con un concepto filosóficamente central, y podría parecer, por ello, que el alcance de nuestra crítica es fundamental, asumo que el error que se va a apuntar ―si estoy en lo cierto y se trata, como defiendo, de un error―, ni empaña el interés de lo que Wittgenstein dice, ni, desde luego, compromete la congruencia general de la tarea filosófica que Wittgenstein asume. Errores puntuales en el análisis son posibles, simplemente. Consideraciones críticas de este punto las ha habido antes, y, en primera instancia, por Rush Rhees, amigo, albacea y uno de los mejores conocedores de su obra, que, sin dejar de reconocer lo que la noción de una ‘familia de juegos de lenguaje’ nos ha ayudado a ver mejor, sospechó que [esa noción] “también ha limitado a Wittgenstein en ciertos modos (lo cual sería parecido a lo que él mismo reconocía como la típica fuente de confusiones filosófica)” (Rhees, 1998, p. 51). Aunque la objeción que aquí voy a hacer converge en varios puntos con la opinión de Rhees, la voy a introducir y aclarar desde un enfoque diferente. A fin de presentar mi objeción de una manera clara, voy a hacer preliminarmente dos cosas. En primer lugar, matizaré lo que dice Wittgenstein sobre el uso de la expresión “juego”, estipulando una categoría que cubre algunos conceptos clasificatorios no vinculados a condiciones generales, y, en segundo lugar, aclararé en qué sentido los conceptos que Wittgenstein denomina a veces psicológicos -mentir, tener cierta intención, etcétera- no caerían en esa categoría.

II. Matizaciones sobre el uso de “juego” y sobre las clasificaciones de casos que guardan solo laxos parecidos

No es verdad que no haya algo común a todos los juegos. Jugar es una actividad cuyos posibles participantes son necesariamente individuos conscientes. En sentido no figurado, sería absurdo hablar de juegos jugados por piedras o árboles o hablar de juegos que constitutivamente se practicasen de manera inconsciente o involuntaria. Wittgenstein (2017) se extralimita diciendo que los juegos no tienen nada en común (§66). En cualquier caso, eso no desdice su tesis, menos fuerte, de que no hay criterios específicos, condiciones generales necesarias y suficientes, de los que dependa si una práctica es o no es un juego. Es decir, aunque el concepto juego está vinculado a otros conceptos3, no está vinculado a conceptos generales en los que se cifre lo esencialmente idiosincrático de los juegos ―no hay tal cosa―. En esto Wittgenstein tiene razón. Pero asumido esto, cabe preguntarse: ¿en qué sentido cabe dar por bueno que los llamados juegos comparten un «aire de familia»? ¿Es eso así, acaso, en el sentido de que con el término “juego” expresemos una laxa relación de similitud o parecido ―relativamente a ciertos casos paradigmáticos―? Hay que comprender que no es así.

Supongamos que conozco a varios individuos emparentados -los Fonseca- con cierto «parecido de familia» en el carácter y los rasgos físicos. Acuño entonces la expresión “darse un aire a los Fonseca” para hablar de quienes se parecen a ellos. No hablo con ello de relaciones de parentesco, pues en casos vengo a decir que alguien de la familia no se da ese aire, que no parece de la familia, o digo que alguien, que sé que no es de la familia, se da un aire a los Fonseca. En este caso podría aceptarse que he tomado como punto de referencia ciertos casos-típicos Fonseca-, y que cuando digo que alguien ‘se da un aire a los Fonseca’, lo que expreso, meramente, es que «se parece a ellos». Adviértase ahora que la aplicación de un término como este, que expresa similitud, es constitutivamente flexible, esto es, depende de cómo el hablante vea las cosas; a uno le puede parecer que alguien se da un aire a los Fonseca y a otro no, simplemente porque ambos ven las cosas de distinta manera. Como pasa en el uso de la expresión “juego”, no hay criterios esenciales generales que gobiernen la aplicación de la expresión “darse un aire a los Fonseca” ―o, por lo demás, de una expresión como “parecerse a Napoleón”―. Las semejanzas no deben, sin embargo, hacernos pasar por alto las diferencias en el uso lingüístico de ambas expresiones. Es cierto que a una práctica nueva que no nos fuera familiar podríamos llamarla o no un juego con la misma laxitud con que dos podrían o no decir de otro que se da un aire a los Fonseca. Que nuevas prácticas de contextos culturales diferentes sean llamadas juegos es algo que sobre la marcha se puede ir fijando, según la similitud que alguien pueda ver con los casos familiares que ya llamamos juegos. Ahora bien, si venimos a considerar el uso de la expresión “juego” en su aplicación a casos familiares, no encontramos nada parecido al uso de la expresión “darse un aire a los Fonseca”, sino una rígida demarcación. Alguien que se dispusiera a dar un paseo o a charlar con un amigo no diría nunca, al expresar su propósito, que iba a jugar, pero alguien que fuera a jugar al billar podría decirlo. ¿Por qué no hablamos del juego del paseo o del juego de charlar tomando una cerveza? Simplemente, las cosas son así. Una montería de caza, un paseo o tomar un vino charlando con los amigos no los llamamos juegos, aunque sean actividades que guardan muchos parecidos con otras que llamamos juegos. ¿Será coincidencia que ningún hispanohablante vea parecidos con otros juegos? No se trata de esto. Nuestro uso de la expresión “juego” no es en todo análogo al de expresiones de similitud, como “darse un aire a los Fonseca” o “parecerse a Napoleón”, que a discreción aplicamos según cómo vemos las cosas ― ‘a él le parece que Juan se da un aire a los Fonseca, pero a mí no me lo parece’―, pues el uso de “juego” está vinculado a cierta inclusión y exclusión tajante de ciertos casos. Esa demarcación extensional, como ya hemos dicho antes, no está vinculada a criterios esenciales específicos, pero tampoco se explica ella por razón de que consideremos juegos a lo que más o menos se parezca a ciertos casos paradigmáticos, pues una mera relación de semejanza tiene, constitutivamente, una aplicación flexible4, y lo que aquí encontramos es una extensión tajante. Que la aplicación de “juego” sea extensional y tajante en ciertos casos familiares es, más bien, un hecho lingüístico bruto relativo al uso de esa expresión.

Cabe pues decir que el concepto juego no está vinculado a características específicas o esenciales, en primer lugar, porque cabe llamar juego a prácticas no familiares orientándonos meramente por el parecido que vemos con casos familiares, no por criterios específicos, y, en segundo lugar, porque tajantemente llamamos juegos a ciertas prácticas que nos son familiares, no por razón de criterios específicos, sino por razón de la extensión que el uso lingüístico fija sin criterio específico ninguno. Es posible defender que ciertas expresiones de nuestro lenguaje se usan de esa misma manera y vayan modificando su uso en el tiempo de la misma manera. Repárese, por otra parte, en que estos rasgos, categorial y genético, no tienen que ver con la mera polisemia. Muchas expresiones que podemos considerar polisémicas, como “rojo”, no tienen ninguna acepción que categorialmente sea como “juego” en lo precisado. Por otra parte, la misma expresión “juego” es polisémica. Se habla de los juegos que se practican o juegan, y se habla, también, por ejemplo, de un juego de herramientas, pero, claro está, los rasgos apuntados aquí, no hablan de la polisemia lingüística de “juego”, sino de cierta acepción de “juego”5. La tesis que aquí se va a defender no es que el uso de “lenguaje” no pueda considerarse polisémico ― ‘un autor con un lenguaje (estilo) muy bello’, ‘lenguaje de programación’, etc.―, sino que, en la acepción relevante, no es análogo al de “juego” en lo apuntado. Antes de venir a esta cuestión, tengo que hacer unas precisiones sobre algunos conceptos psicológicos.

III. Una cierta categoría de conceptos psicológicos

Decir de un individuo que es sintiente, que percibe, que es consciente, es, por supuesto, hacer una clasificación relevante de ese individuo. Que empíricamente lo sea o no lo sea no tiene por qué considerarse algo especialmente problemático. Tan obviamente como algo nos pueda parecer una piedra o un perro, algo nos puede o no parecer un individuo consciente. Y expresarlo no es, desde luego, enunciar teoría alguna sobre nada.

Hay atribuciones que solo tiene sentido hacer a individuos sintientes o conscientes. Solo un individuo consciente puede creer algo, desear algo, percibir algo, tener miedo de algo, interesarse por algo, decidirse a hacer algo, decir algo, tener un propósito, etc. Por supuesto, a un individuo consciente se le puede adscribir también algo de lo que atribuimos a los que no lo son, por ejemplo, que pesa 90 kilogramos. Recogiendo un uso del propio Wittgenstein, cabe llamar psicológicas a las atribuciones que sólo pueden ser verdaderas de individuos conscientes. Así, tener cierto deseo sería una atribución psicológica; ser rojo o pesar 90 kilogramos no lo serían.

En primer término, acreditamos que un individuo siente y percibe, que es consciente, en su comportamiento circunstanciado. Un perro, por ejemplo, se nos muestra empíricamente como un ser vivo con comportamientos teleológicamente orientados, adaptables, no rígidos, como un individuo que toma en cuenta su entorno, que tiene aversión o atracción relativamente a lo que se expone, capacidad de lograr ciertas cosas teniendo en cuenta lo que le rodea, expresiones somáticas circunstanciadas de dolor o alegría, etc. Estas formas de comportamiento circunstanciado las apreciamos, por ejemplo, cuando vemos al perro perseguir a un gato o cuando, tras haber escapado el gato subiendo a un árbol, vemos que el perro da vueltas en la base mirando inquisitivamente a la copa. En un caso así podríamos decir, con toda legitimidad empírica, que el perro deseaba atrapar el gato, o que creía que el gato estaba arriba.

En relación con los hombres también cabe hacer atribuciones psicológicas análogas, que se acreditan por lo que circunstanciadamente hacemos, pero cabe hacerlas, además, en un sentido nuevo, pues hay cierta categoría de atribuciones psicológicas que solo pueden ser verdad en relación con individuos que tienen lenguaje. Trataré de aclarar la delimitación categorial que ahora quiero introducir, pues es importante en nuestra argumentación.

De un hombre que viéramos salir de su casa de paseo cada mañana, orientándose siempre hacia su derecha, cabría decir, en el sentido que se podría decir de un perro, que quería, prefería o decidía comenzar sus paseos por la derecha. Pero supongamos que tal hombre no «supiera» nada de tales decisiones y preferencias, es decir, si le preguntamos, sinceramente nos responde que no tiene idea de si en sus paseos se encaminaba a la derecha o a la izquierda y que eso le es indiferente. Entonces, en cierto sentido, no cabría decir que quisiera, prefiriera o decidiera empezar sus paseos por la derecha, sino que era indiferente al respecto. Sin embargo, estamos justificados para decir que el paseante prefiere o decide comenzar sus paseos por la derecha, entendido esto de la manera cómo podríamos decir que un perro prefiere o decide algo, pues encaminarse a la derecha es algo que el paseante hace qua individuo consciente que toma partido orientándose en su entorno. La conclusión, por tanto, es que en un sentido el paseante no decide, prefiere o quiere encaminarse a la derecha, pues es indiferente ante la alternativa qua alternativa expresamente considerable, pero, en otro sentido, decide, prefiere o quiere empezar sus paseos por la derecha.

Demos otro ejemplo. Un conductor hace un largo trayecto en coche y se sume tan completamente en sus pensamientos que conduce en un estado de semiinconsciencia durante un trecho. Solo cuando se le saca de ese estado se entera de que está adelantando un coche en ese momento. No sabe si ha adelantado a muchos coches o a ninguno en los últimos minutos. En un sentido, a ese conductor no le podríamos atribuir coyunturales decisiones, deseos o intenciones de adelantar durante ese trecho, como tampoco que hubiera visto los coches que había estado adelantando. Pero, aunque en un sentido el conductor no «sabía» lo que había pasado y hacía, en otro sentido su conducción exhibiría el comportamiento de un individuo consciente que toma en cuenta las circunstancias. En un sentido, el conductor habría visto los coches que adelantaba y habría decidido adelantar, como un perro dubitativamente puede ver una pelota en la piscina antes de decidirse a lanzarse a por ella. En otro sentido, no habría decidido o deseado adelantar, no habría creído que era buen momento para adelantar, no habría sido consciente de lo que pasaba, etc.

¿En qué se cifra este segundo tipo de atribuciones psicológicas? Se podría decir que lo que en ella es relevante no es el comportamiento circunstanciado, realizado o no de «pensamiento ausente», que un individuo pueda mostrar, sino la actitud de ese agente en respectos expresamente considerables por él. Si el paseante tiene una actitud de indiferencia ante la expresa alternativa de comenzar sus paseos por la derecha o la izquierda, entonces es a ese respecto indiferente, se comporte cómo se comporte.

Esta forma de atribución psicológica es la que primariamente nos interesa retener a partir de ahora. Hay que reparar bien en la peculiaridad categorial de tales conceptos.

En el sentido apuntado, un hombre tiene que saber si tiene o no cierto deseo, cierto propósito, cierta preferencia, cierta intención, cierta creencia, miedo de algo, vergüenza de algo, si está pensando en algo, si está percibiendo algo, si ha dicho algo, si está mintiendo, etc. ¿En qué sentido decimos aquí que constitutivamente lo tiene que saber? Podemos responder: no es que en virtud de cierta evidencia ponderable tenga que estar enterado de algo, es decir, no es que epistémica o cognitivamente lo tenga que saber, sino que lo que está en cuestión atañe a la actitud que él mismo tiene respecto a la alternativa expresada. Esto requiere una breve elaboración.

La cuestión de si, en el sentido que se ha apuntado, un hombre tiene o no cierta intención, cierta creencia, cierto deseo, miedo a algo, etc., no se cifra en si algo de particular ocurre o no en alguna parte. Si yo pregunto a alguien si cree que mañana lloverá no quiero conocer si cierto ítem particular se da en algún lugar, sino su actitud relativamente a la alternativa que expreso y que, eventualmente, él comprende. No tiene sentido que un hombre no sepa si cree confiadamente que la capital de Francia es París o que no sepa si desea ganar más dinero en su trabajo, no porque le fueran patentes esas «cosas particulares», sino porque cognitivamente él no tiene nada que saber, pues lo que está en cuestión es su actitud al respecto de lo que se le inquiere. Su reconocimiento expreso de que tiene cierta creencia o cierto deseo es manifestación de su actitud al respecto que se le inquiere, no un informe de que algo particular -un deseo, la creencia- efectivamente se diera en algún lugar. La pregunta de si cree algo o no lo cree, atañe a su actitud en relación con la alternativa: si uno la comprende, alguna actitud tendrá al respecto, y esto es lo que dirime la cuestión, porque lo que en la pregunta se cuestiona es su actitud al respecto de la alternativa que se expresa.

La manera como en estos casos hablamos de un constitutivo «saber» no debe confundirse, por tanto, con cómo hablamos de ser conscientes o no de ciertas cosas, en el sentido de estar o no cognitivamente al tanto de ellas. Yo puedo ser consciente o no de que alguien ha entrado en mi casa -me he enterado de ello o no-, o, también, puedo ser consciente o no de cierto comportamiento circunstanciado que he desplegado -he ido a la derecha al pasear-; puedo justificar mi opinión de que alguien ha entrado en mi casa aduciendo evidencias; también, si me graban en video, puedo convencerme por evidencias de que suelo encaminarme hacia la derecha al pasear, es decir, de que prefiero encaminarme por esa dirección. Por el contrario, en el sentido que venimos considerando, no cabe ponderar evidencias para «saber» si creo algo o no o si prefiero algo o no, ni puedo errar cognitivamente acerca de si tengo dicha creencia o preferencia, pues aquí no hay nada que tenga que identificar o constatar y lo único relevante es mi actitud al respecto de la alternativa expresada.

Solo un individuo con lenguaje puede ser considerado en términos psicológicos en este sentido. La razón de ello es que esa consideración versa sobre la actitud de un individuo en respectos de incumbencia expresables y comprensibles por él. Este vínculo no implica que el individuo tenga que encontrarse considerando expresamente nada para que una atribución psicológica, hecha en este sentido, sea verdad. Yo creo que la capital de España es Madrid y lo creía esta mañana, aunque no pensara en ello entonces. Que lo crea expresa la actitud que tengo al respecto de si creo que Madrid es la capital de España, no que me hayan preguntado por ello o que yo lo haya expresado.

Como es obvio, no todas las atribuciones psicológicas se hacen en este sentido, que es el que nos interesa retener. Por ejemplo, cabe hablar de tener cierto deseo en este sentido, pero también en ese otro sentido en el que cabe adscribir deseos a un perro. Ahora bien, algunos conceptos psicológicos se emplean solo en el sentido que aquí nos ha interesado retener. Por ejemplo, mentir. Que alguien haya mentido es una atribución psicológica que solo se puede hacer en el sentido apuntado. Un hablante constitutivamente «sabe», de manera no cognitiva, si ha mentido o no ha mentido. Mentir, podríamos decir, es un «concepto psicológico» en el sentido categorial antes precisado ―utilizaremos comillas latinas, para subrayar que la atribución psicológica tiene el sentido delimitado en este punto―.

IV. Parecidos de familia y «conceptos psicológicos»

Es difícil exagerar la importancia de las consideraciones que Wittgenstein hizo sobre diversos conceptos psicológicos. Las consideraciones más maduras se encuentran en la serie de notas elaboradas desde 1946, inmediatamente después de la redacción de la primera parte de Investigaciones Filosóficas. Antes de esos escritos tardíos Wittgenstein realizó consideraciones en los que a veces encontramos algunos enfoques que más tarde rectificaría o desecharía.

Interesa aquí apuntar que al principio de los años 30 Wittgenstein habla a veces de los conceptos psicológicos como si ellos se vincularan a diversos comportamientos circunstanciados que compartieran laxos «parecidos de familia»6. El pensamiento dominante en esas tempranas reflexiones es que una atribución psicológica no es verdadera de varios individuos por razón de una misma característica común en el comportamiento circunstanciado de esos individuos, sino que, más bien, la atribución engloba una familia de procesos relacionados. Así, comprender algo no es “el nombre de un único proceso que acompañara la lectura o la escucha, sino de procesos más o menos interrelacionados, en un trasfondo o contexto” (Wittgenstein, 1974, p. 74). De manera similar, no hablaríamos de esperar anticipadamente algo en relación con algo común o esencial que se diera en todos los casos en que se espera anticipadamente algo, sino en relación con cierta familia de casos que comparten laxos parecidos. Así, a la pregunta de en qué consiste que esperemos anticipadamente a alguien -B- a tomar té a las 4:00, responde Wittgenstein:

A las cuatro miro mi diario y veo el nombre “B” al lado de la fecha de hoy; preparo té para dos; pienso en cierto momento “¿B fuma?” y saco cigarrillos; alrededor de las 4:30 empiezo a sentirme impaciente; imagino a B entrando en mi habitación. Todo esto lo llamamos “esperar a B de 4:00 a 4:30”. Y hay ilimitadas variaciones de este proceso que describiríamos con la misma expresión. Si alguien pregunta lo que tienen en común los diferentes procesos de esperar a alguien a tomar té, la respuesta es que no hay una única característica común para todos, aunque hay muchas características comunes que se entrecruzan. Estos casos de esperar algo forman una familia; tienen un parecido de familia que no está claramente definida (Wittgenstein, 1958, p. 20).

Esto no es del todo satisfactorio. Lo que aquí está considerando Wittgenstein es una «atribución psicológica» en el sentido precisado antes por nosotros. Que alguien esté esperando a otro a tomar el té a las 4:00 no describe un particular proceso, ni externo ni privado, que suceda en algún sitio, ni una familia de ellos. Uno constitutivamente «sabe» si está esperando a otro a tomar té a las 4:00, pero no cognitivamente, en razón de estar enterado de la ocurrencia de algún proceso que formara parte de una familia; que eso sea o no verdad en nuestro caso, cabría decir, tiene que ver con nuestra actitud a ese respecto; actitud que, por otra parte, cabría también decir, podría exhibirse de diversas maneras en nuestra conducta, o no exhibirse en modo alguno. Por otra parte, otra persona, considerando la conducta que tenemos en ciertas circunstancias, podrá creer cognitivamente que estamos esperando a alguien a tomar el té a las 4:00, pero lo que de nuestra conducta circunstanciada podría llevarle a creerlo no es lo que entonces cree. Es decir, sea cualquiera la conducta o comportamiento que alguien realice en ciertas circunstancias, no es de ello de lo que se habla cuando, en el sentido antes precisado, atribuimos a alguien que está esperando a otro a tomar té a las 4:00. Ni estar esperando a alguien para tomar té a las 4:00, ni ningún otro «concepto psicológico» lo empleamos atribuyendo que ocurra algún proceso posible de una familia de procesos que comparten laxos parecidos.

Lo que se acaba de decir se puede apreciar más claramente considerando el concepto mentir. Si alguien miente lo «sabe», pero no por estar enterado cognitivamente de nada, y menos de cierto proceso. No negamos que creer que otro ha realizado ciertos comportamientos circunstanciados no pueda ser razón para creer que ha mentido, pero sí que hablemos de mentir en relación con los comportamientos circunstanciados que nos puedan llevar a creer que otro miente. Decir que empleamos mentir englobando diversos procesos que comparten un aire de familia es algo patentemente confuso. Y la misma confusión se repetiría si eso se dijera de cualquier otro «concepto psicológico».

Para Wittgenstein fue siempre claro que ninguna atribución psicológica trata sobre «procesos o estados privados» ―tras 1930, quiero decir―. Este logro es imposible de exagerar. Menos claro fue para él que esa atribución no puede considerarse vinculada, tampoco, a una laxa familia de comportamientos circunstanciados. Pero incluso en este punto avanza su pensamiento. Cierto comportamiento en ciertas circunstancias podrá ser, en términos de Wittgenstein, un criterio de adscripción a terceros, pero ningún comportamiento circunstanciado es aquello de lo que hablamos cuando adscribimos ciertos «conceptos psicológicos» a un tercero, e.g. cuando decimos que alguien miente. Una progresiva comprensión del carácter lógico de los conceptos psicológicos ―aun sin llegar a ser completamente satisfactoria―, debe ser la razón por la que, como Baker y Hacker (2005) han apuntado, en los escritos más tardíos de Wittgenstein desaparece cualquier sugerencia de que los conceptos psicológicos se puedan considerar categorialmente como vinculados a una familia de procesos que compartirían laxos parecidos (p.223).

V. El error en la consideración del concepto lenguaje

En Investigaciones Filosóficas se sostiene que, como “juego”, la expresión “lenguaje” la empleamos hablando de formas de comportamiento que solo comparten un aire de familia (Wittgenstein, 2017, §65). No habría, según esto, nada lingüísticamente característico. Clasificar los individuos entre los que tienen y no tienen lenguaje no sería clasificarlos según un criterio específico; clasificar las conductas entre las que son y las que no son lingüísticas, no sería clasificarlas según un criterio específico. Consideraríamos lingüísticos algunos comportamientos paradigmáticos y extenderíamos laxamente el calificativo a otros que guardan diversos parecidos con ellos; de la misma manera, consideraríamos que tienen lenguaje los individuos que consideramos pueden realizar tales formas de comportamiento. Creo, como Rhees, que estos pensamientos son erráticos. Aquí se encuentra el mismo error que Wittgenstein cometió en la inicial consideración de los conceptos psicológicos. Para poner de relieve esto de la manera que me propongo, tengo que delimitar ahora cierta acepción de la expresión “decir algo”.

Hablamos de diferentes maneras de decir algo. Cabe decir que un pollito dice pío pío o que un bebé ha dicho ba ba bu, imitando los sonidos que profieren. Lo que alguien dice es, en tales casos, el sonido que emite, normalmente por una boca o pico. Hablamos también de decir en relación con la expresión lingüística que alguien profiere, por ejemplo: ‘el orador dijo exactamente “el que se oponga se acordará de su decisión”’. En este sentido, lo que alguien dice queda en el mismo plano que lo que alguien ha escrito: la expresión oral o gráficamente proferida. A nosotros nos interesa otra acepción de la expresión, que es, con diferencia, la más habitualmente empleada. Se habla, por ejemplo, de comprender el sentido de lo que alguien ha dicho. Lo que alguien dice a otro es, entonces, lo que le comunica, y, normalmente, lo que le quiere decir. Alguien dice algo en este sentido, realizando una conducta intencional. Si alguien dice algo y le preguntan inmediatamente si ha querido decir esto o lo otro, no duda cognitivamente sobre la cuestión, pero no porque, por cierta evidencia, esté seguros de lo que ha ocurrido, sino porque lo que está en cuestión es su actitud sobre lo que ha querido decir: un hablante lo «sabe», de la misma manera que si preguntan a alguien si ha mentido o si espera a alguien a tomar el té a las 4:00, lo tiene que «saber». Decir ―intencionalmente― algo es un «concepto psicológico» ―en el sentido antes apuntado―. Ahora bien, hay un vínculo esencial entre esta acepción de decir algo y el concepto de lenguaje. Alguien tiene lenguaje sí y solo sí está en condiciones de decir algo. Aunque en una conducta lingüística se pueda estar preguntando, ordenando, aseverando, prometiendo, saludando, rezando… en todo caso se dice algo. Es muy cierto que los lenguajes pueden ser muy diferentes. Podemos imaginar lenguajes sin algunas de las posibilidades abiertas en el nuestro. Pero no tendría sentido imaginar un lenguaje en el que no se estuviera en condiciones de decir algo. El vínculo conceptual que se está apuntando, por tanto, es constitutivo. Ahora bien, siendo así que la atribución de que alguien dice algo es una «atribución psicológica», no tiene sentido suponer que hablar de conductas lingüísticas sea hablar, no de algo específico, sino de un conglomerado de procesos o comportamientos que meramente comparten laxos parecidos con casos paradigmáticos. Rhees (1998) expresa algo parecido: “comprender lo que es hablar… lo que es ser capaz de hablar… no es algo que alguien pueda aprender por medio de ejemplos” (p. 50).

La idea de que lo lingüístico engloba una pluralidad de prácticas que se limitan a compartir diversos parecidos va de la mano en Wittgenstein con su inclinación a asumir que el lenguaje se cifra en ciertas reglas o pautas de comportamiento que siguen los individuos. Advertir cuán problemático es vincular el concepto decir algo con el de seguir reglas, nos ayudará a comprender mejor lo que de problemático hay en su posicionamiento.

Considérense las siguientes pautas de comportamiento: una persona se coloca frente a otra; uno alza la mano derecha o la izquierda, a la altura de la frente, de la nariz o de la barbilla, con la palma hacia arriba o hacia abajo; a continuación, la otra persona tiene que levantar rápidamente una mano, que ha de ser la opuesta a la que el otro levantó, a la altura de la frente si el otro lo hizo a la altura de la nariz, de la nariz si el otro lo hizo a la altura de barbilla, de la barbilla si el otro lo hizo a la altura de la frente, con la palma en orientación opuesta a la de su compañero; esto se repite hasta que el que sigue eventualmente se equivoca. ¿Será esto una conducta lingüística? No, claro está. ¿Pero, por qué no? Cabría responder: ‘nadie está diciendo nada entonces’. ¿Cabría también responder que el comportamiento que llevan a cabo no se parece suficientemente en términos externos a casos paradigmáticos de comportamientos lingüísticos?

Al principio de Investigaciones Filosóficas Wittgenstein imagina la siguiente actividad:

Envío a alguien a comprar. Le doy una hoja que tiene los signos: «cinco manzanas rojas». Lleva la hoja al tendero, y éste abre el cajón que tiene el signo «manzanas»; luego busca en una tabla la palabra «rojo» y frente a ella encuentra una muestra de color; después dice la serie de los números cardinales - asumo que la sabe de memoria - hasta la palabra «cinco» y por cada numeral toma del cajón una manzana que tiene el color de la muestra. - Así, y similarmente, se opera con palabras. - «Pero, ¿cómo sabe dónde y cómo debe consultar la palabra 'rojo' y qué tiene que hacer con la palabra 'cinco'?» - Bueno, yo asumo que actúa como he descrito (Wittgenstein, 2017, §1).

Supuestamente, el intercambio de papeles y manzanas ocurre aquí como el alternativo levantamiento de las manos: es una actividad que sigue ciertas pautas. No hay problema en decir que esta práctica es más parecida a ciertos comportamientos lingüísticos que nos son familiares. Eso podría llevarnos a creer que ahí se estaba diciendo algo, que se estaba realizando una conducta lingüística. ¿Pero es eso lo que haría que ese comportamiento fuera lingüístico? En absoluto. Considérese que, siguiendo esas pautas, con un comportamiento idéntico, uno podría estar jugando un juego de alternancia similar al del levantamiento de las palmas de la mano, solo que, con papeles con trazas escritas y manzanas, y ello no sería una conducta lingüística. Por mucho que imaginemos nuevas pautas, no obtenemos, meramente por ello, un comportamiento constitutivamente lingüístico. Rhees, en su más conocido artículo, ha señalado:

[Aprender a decir algo] no es como aprender un juego. Podemos usar algo así como un juego al instruir a alguien a decir algo. Le devolvemos los sonidos que hace, y de esta manera le llevamos a que imite otros sonidos que nosotros hacemos. Y esto es un juego. Pero no es aquello en lo que estamos tratando de instruirle. Y si lo único que aprende es a jugar de esa manera, no habrá aprendido a hablar. Nunca te dirá nada y tampoco te preguntará nada (Rhees, 1960, p. 181).

Lo cierto es que damos por bueno que los comportamientos que Wittgenstein nos refiere son lingüísticos porque asumimos que el que entrega el papel hace una petición, por tanto, que está diciendo algo a otro. Ahora bien, que esto sea o no así no se cifra en las pautas de comportamiento que se nos han presentado, a menos que, como ulterior especificación de lo que ocurre, supongamos que esa nueva «atribución psicológica» es verdadera ―atribución, que, por cierto, nos es sugerida por el mismo Wittgenstein, aparte de las pautas que describe, al introducir el supuesto juego de lenguaje con estas palabras: “envío a otro a comprar…”. Pero si la cuestión acerca de si la actividad referida es o no lingüística viene a parar a si el que da el papel está pidiendo algo o no ―a si está diciendo algo o no―, entonces todo depende de esto último, y, por tanto, no tendría sentido pensar que el comportamiento reglado es lingüístico por ser uno de los que comparte laxos parecidos con otros paradigmáticamente lingüísticos. De la misma manera, no tendría sentido afirmar que alguien está mintiendo si su comportamiento es uno de los que comparte laxos parecidos con los que paradigmáticamente llamamos comportamiento de quien está mintiendo. Quien dice algo «sabe» si está diciendo algo como «sabe» si miente, pero eso que «sabe» no es que el comportamiento que realiza queda extensionalmente englobado con otros más o menos parecidos bajo un mismo término. Ni el concepto decir algo es categorialmente análogo al de comportarse siguiendo reglas, ni el concepto lenguaje es categorialmente análogo al de juego.

Quien dice algo «sabe» lo que dice, otro tiene que comprenderlo. El concepto lenguaje, como el concepto decir algo, está en la órbita categorial de los «conceptos psicológicos». Un hablante puede quedar cognitivamente incumbido por el lenguaje de otro, o por el lenguaje normativamente vigente en cierto ámbito, pero no tiene sentido que trate de asimilar su lenguaje, esto es, no puede quedar cognitivamente incumbido por cuál es el lenguaje que tiene: un hablante «sabe» de su lenguaje, responde de él. El concepto juego no es, en este sentido, un «concepto psicológico». Uno no tiene por qué «saber» si la práctica que realiza cae o no dentro de los llamados juegos, en el sentido en que uno mismo «sabe» si miente o está diciendo algo. Por eso, tiene sentido haber comprendido completamente cierta actividad que realizan los habitantes de una cultura ajena, pero dudar de si llamarla un juego, pero no tiene sentido haber comprendido completamente la conducta de alguien, y dudar de si decía algo, de si estaba realizando una conducta lingüística o no. A diferencia de cómo hablamos de juego, no hablamos de decir algo englobando extensionalmente una familia de prácticas en la que a discreción pudiéramos incluir otras que se les parecen. Si dos disputan acerca de llamar o no un juego a cierta práctica no familiar que han conocido, su disputa no es cognitiva, sino que refleja una diferente inclinación a ampliar la aplicación de la expresión “juego" a un nuevo caso. Si dos disputan acerca de si la conducta de un tercero es lingüística, acerca de si estaba diciendo algo o no, su disputa es cognitiva: ello es algo que se les podrá imponer por evidencias.

¿Pero, podríamos preguntar inquietos, cuál es el criterio empírico general que dirime la cuestión acerca de si alguien está diciendo algo? Esta pregunta fácilmente nos desorienta, pues un criterio empírico es precisamente lo que se formula en la cuestión de si alguien está diciendo algo o no. Hay conductas que cumplen con el criterio empírico de que en ellas se dice algo. Cuando filosofamos a veces nos preguntamos en qué consiste aquello que perfectamente comprendemos, solo porque no podemos hacernos una representación figurativa de aquello sobre lo que hablamos: ‘¿en qué consiste la verdad, el tiempo? ¿En qué consiste decir algo? Cabe tratar de caer en la cuenta de algunos vínculos relativos a los conceptos familiares lenguaje o decir algo, pero no tiene sentido creer que mientras no encontremos tales vínculos no sabemos de qué hablamos cuando empleamos esos conceptos. Aún menos sentido tiene creer que esos conceptos deben aclararse encontrando un equivalente en términos de familias de procesos, de pautas de comportamiento, etc. No lo tiene, porque no puede haber tal equivalente. Igualmente, no podemos expresar lo que es mentir en términos de un conglomerado de pautas de comportamiento. ¿Quiere eso decir que no sabemos lo que es mentir? ¿Quiere esto decir que el criterio empírico de si alguien ha mentido o no ha mentido es misterioso? Lo mismo con los conceptos decir algo o lenguaje.

VI. Sobre el vínculo conceptual apuntado

Aquí se ha intentado poner de relieve el vínculo que los conceptos de lenguaje y decir algo tienen con la categoría de lo «psicológico», y, con ello, la heterogeneidad categorial que ―pace Wittgenstein― hay entre los conceptos de lenguaje y juego. Para terminar, querría apuntar brevemente que el vínculo referido es en parte convergente con otras cosas sobre las que Rhees nos llamó la atención.

Rhees trató de subrayar un vínculo entre los conceptos de lenguaje y de conversación o discusión, con el fin de poner de relieve la susodicha heterogeneidad entre los conceptos de lenguaje y juego o práctica reglada:

Lo que nos ocupa es la manera como la discusión o la conversación es importante para comprender el lenguaje. Mi tesis es que si quieres ver lo que el lenguaje es, entonces tienes que considerar lo que es la conversación o la discusión… Y a fin de comprender qué sea decir algo, importan considerar modos de hablar en su relación con o en su analogía con una discusión (Rhees, 1998, p. 128).

¿En qué sentido se sostiene esto? No se trata de sostener la trivialidad de que si dos dialogan entonces tienen lenguaje, sino que Rhees piensa que lo más nuclear sobre el lenguaje debe ser visto a la luz de la posibilidad del diálogo abierto, la cual posibilidad es obviamente heterogénea con el mero seguimiento de reglas, por un lado, y con las actividades constituidas por reglas, por otro. Esto, a su vez, permitiría apreciar, siempre según Rhees, que lo más idiosincrático en la posesión de lenguaje no es el seguimiento de reglas, sino estar en condiciones de quedar mutuamente concernido con otros por lo que decimos:

Si yo sé que tú puedes hablar [tienes un lenguaje], entonces ha de poder tener sentido preguntarte por lo que quieres decir, intentar que me digas más claramente lo que has querido decir y preguntarte sobre lo que has dicho: tanto como lo pueda tener para mí el responderte… Y no puede haber nada parecido a esto mientras una proferencia es meramente considerada en conexión con lo que haces con ella (Rhees, 1960, pp. 182-183).

Para Rhees, por tanto, no cabe decir algo al margen de la posibilidad de quedar dialógicamente incumbido por lo que se dice. Esto conlleva que decir lingüísticamente algo no pueda cifrarse en una mínima práctica pautada aislada como la que Wittgenstein presenta en conexión con individuos que ―supuestamente― piden materiales de construcción al grito de “losa”, “cubo” o “pilar”. Para Rhees, algo así no podría constituir, por sí mismo, una conducta lingüística:

Si los constructores de Wittgenstein usan un lenguaje en su construcción, lo usarán también en otros menesteres. Al menos, eso es lo que yo sugiero; y con esto no quiero decir que sea altamente probable que lo hagan. Quiero decir que a menos que lo hagan, en su construcción no estarían usando lenguaje alguno (Rhees, 1998, p. 129).

Y, también:

El punto es que para que [lo que se hace] sea justamente decir algo, ello no puede ser lo único que se diga. Esto tiene que ver con las respuestas que darías si alguien te preguntara esto o lo otro sobre ello. Porque para que [lo que se hace] no sea algo sin sentido, sino un enunciado u observación, se tendrá que poder preguntar sobre ello, tendrá que haber comentarios que se puedan hacer sobre ello, etcétera (Rhees, 1998, p. 174).

Para Rhees, la forma de vida de un individuo con lenguaje no se aprecia si nos limitamos a considerar meros comportamientos pautados y desgajados, sean estos los que sean. No caben «juegos de lenguaje» simples, como los que Wittgenstein presenta. Rhees ve en el decir abierto que puede venir a consideración en una interacción dialógica el lugar desde el que debe verse lo propio del lenguaje. Considerar esta posibilidad permite apreciar que los conceptos de pauta, regla, mera actividad o juego son extraños al lenguaje, o, al menos, insuficientes para ponernos en contacto con lo que al lenguaje es más más idiosincrático.

Pues bien, el vínculo que he defendido entre los conceptos de lenguaje, decir algo y la categoría de lo «psicológico», implica, análogamente, que, si uno dice algo, lo que ha querido decir será algo cognitivamente no problemático para él, esto es, será su actitud expresamente considerable a ese respecto. Por tanto, si con cierto individuo no cabe por principio una incumbencia expresa al respecto de lo que ha dicho, propiamente no ha dicho nada. Igualmente, implica que, si un individuo no tiene un lenguaje en el que está en condiciones de quedar incumbido por «atribuciones psicológicas», entonces no tiene lenguaje, profiera lo que profiera y siga las pautas que siga7.

Referencias bibliográficas

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Wittgenstein, L. (2017). Investigaciones Filosóficas. Trotta. [ Links ]

Notas:

2Véase, por ejemplo, la síntesis de las diversas posiciones que hace Al Zoubi (2016).

3Es interesante reparar en que la expresión “game” en inglés, aunque no “juego” en español o “Spiel” en alemán, está además vinculada a actividades en las que se siguen reglas. Un niño que lanza ocasionalmente un balón contra una pared y lo recoge está jugando, pero, aunque en español y alemán se podría hablar en ese caso de juego, en inglés no se emplearía nunca en ese caso la expresión “game”.

4Discusiones sobre lo problemático que sería suponer que la mera relación de semejanza es un criterio que gobierna el uso de “juego” puede encontrarse en Mandelbaum (1995) y Prien (2004).

5Desde luego, no es la finalidad de Wittgenstein dar a entender que no puedan delimitarse acepciones diferentes de una expresión polisémica o que ello no pueda ser útil para algunos propósitos. A menudo, como en Hazard, (1975), se confunde la eventual polisemia de las expresiones con que una expresión se emplee para hacer clasificaciones no vinculadas a rasgos esenciales.

6Cf. Wittgenstein, 1974, pp. 74s, 141; Wittgenstein, 1958, pp. 17ss, 32s, 86, 113-120, 124s, 144s, 152; Wittgenstein, 2000, TS p. 302.

7No me ha parecido posible tratar con claridad de mis divergencias con Rhees en el espacio de este artículo. Me he limitado a apuntar algunas de sus observaciones sobre el lenguaje que considero valiosas. Aunque Rhees es un pensador al que estimo mucho, creo que en su pensamiento sobre el lenguaje hay algunos yerros y deficiencias, que se explican por no haber caído en la cuenta de vínculos conceptuales importantes. Rhees tiende a vincular el concepto de uso de una expresión con el de técnica o seguimiento de reglas, y el concepto de lenguaje con el de diálogo. En esto hay cierta desorientación. Los conceptos de lenguaje o dialogo son, ciertamente, ajenos al concepto de práctica reglada, pero uso de una expresión es un concepto esencialmente vinculado al de lenguaje ―si y solo si alguien tiene expresiones con uso lingüístico, tiene lenguaje; si y solo sí alguien emplea expresiones con uso lingüístico, dice algo―. Rhees no consiguió reparar en algo enteramente decisivo: que el concepto uso de una expresión está tan poco vinculado al concepto de seguir reglas como el de lenguaje. Por otra parte, diálogo o discusión son contextos lingüísticos particulares. Considerar esas posibilidades puede orientar las observaciones sobre el lenguaje, siempre y cuando se separe también lo específicamente lingüístico de lo que en esos contextos hay de posibilidad particular. Rhees, digámoslo así, no repara en los vínculos que permitirían ordenar sus intuiciones de una manera suficiente. Sobre este trabajo, y ya sin relación con Rhees, me permito remitir al lector a mi libro Ruiz Fernández (2020).

Recibido: 21 de Agosto de 2021; Aprobado: 31 de Octubre de 2021

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Ingeniero Superior de Telecomunicaciones por la Universidad Politécnica de Madrid, Licenciado en Filosofía por la UNED, Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es profesor titular en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Sus reflexiones actuales giran en torno a la filosofía del lenguaje, del conocimiento y la moral. Todo ese trabajo de reflexión es interdependiente y se encuadra en una sola asunción de la actividad filosófica de raigambre Wittgensteiniana. Su principal publicación es el libro "Comprensión, significado y lenguaje" (2020).

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