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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.56 Cali Jan./June 2023  Epub Apr 20, 2023

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i56.12337 

Artículo de investigación

Libre albedrío como concepto teológico-político

Free Will as Philosophical-Theological Concept

1 Universidad Nacional de Colombia. Colombia. E-mail: jadiaza37@gmail.com


Resumen

Se analiza el concepto de libre albedrío a la luz de los teólogos Tomás de Aquino, quien lo defiende, y Juan Calvino, quien lo impugna. Se muestran los dos sentidos de la libertad que se derivan de ello y cómo el individualismo cristiano ha sido el fundamento conceptual para la democracia liberal. Pero si la doctrina cristiana tiene elementos que compensan su radical individualismo, las sociedades descristianizadas carecen de tales elementos y corren peligro de convertirse en individualismos exacerbados.

Palabras clave: Tomás de Aquino; Juan Calvino; libre albedrío; libertad; individualismo; democracia

Abstract

The concept of free will is analyzed in the light of the theologians Thomas Aquinas, who defends it, and John Calvin, who contests it. It shows the two senses of freedom that derive from it and how Christian individualism has been the conceptual foundation for liberal democracy. But if Christian doctrine has elements that compensate for its radical individualism, de-Christianized societies lack such elements and are in danger of becoming exacerbated individualisms.

Keywords: Thomas Aquinas; John Calvin; Free will; Freedom; Individualism; Democracy

Todos los conceptos centrales de la moderna teoría política del Estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no sólo por razón de su evolución histórica, en cuanto fueron transferidos de la teología a la teoría del Estado, convirtiéndose, por ejemplo, el Dios omnipotente en el legislador todopoderoso, sino también por razón de su estructura sistemática, cuyo conocimiento es imprescindible para la consideración sociológica de estos conceptos. Carl Schmitt. Teología política, p. 37

I. Introducción

El concepto de teología política ha sido objeto de múltiples discusiones, y es bien conocida la tesis del prominente jurista católico e ideólogo del Nacionalsocialismo alemán que hemos utilizado como epígrafe. Sin embargo, no voy a discutir dicha tesis y sus presumibles alcances, sino a examinar un concepto estrictamente teológico como es el de ‘libre albedrío’, por las repercusiones que ha tenido y tiene en el ámbito de la política. Para ello la exposición tendrá dos partes. En la primera busco precisar el concepto de libre albedrío a la luz de las interpretaciones de dos teólogos cristianos, como son Tomás de Aquino y Juan Calvino, quienes, desde posturas divergentes y con propósitos opuestos, lo sometieron a examen: Tomás para defenderlo y Calvino para impugnarlo; de esa manera, una vez perfilado el concepto, podremos entender mejor, en la segunda parte, las implicaciones que ha tenido y tiene para la política.

II. Libre albedrío como concepto teológico

II.1 Tomás de Aquino

En su obra cumbre, la Suma de Teología, el teólogo dominico nos ofrece su pensamiento más elaborado, como lo ha hecho notar Juan Egidio Serrano en su biografía del santo,

es sin duda el texto más amplio, ambicioso y completo de Tomás. En ella vuelve a tratar muchos de los temas ya abordados en la Suma contra los gentiles y en las otras obras anteriores, pero su enfoque y perspectiva son ahora más maduros, sistemáticos y sólidos (Serrano, 2006, p. 451).

Si bien la antropología del Aquinate se encuentra dispersa a lo largo de la Suma, lo fundamental de ella se halla al final de la primera parte y al inicio de la segunda, ya que en esas dos partes se lleva a cabo un doble movimiento de descenso y de ascenso. Todo comienza con Dios, desciende por los ángeles y la creación del universo hasta llegar al ser humano, para ascender luego de nuevo hasta Dios; el ser humano es así la bisagra por la cual el movimiento descendente se convierte en ascendente. Además, con la división entre las dos primeras partes de la Suma, Tomás examina primero las facultades del ser humano (visión estática) y luego sus funciones (visión dinámica).

El concepto de libre albedrío lo estudia en la Cuestión 83 de la Primera parte, luego de haber expuesto lo concerniente a la voluntad; pero ya antes, en la Cuestión 80, dedicada a las potencias apetitivas en general, había preguntado, en el artículo 2, si el apetito sensitivo y el intelectivo, es decir, la voluntad, son o no son potencias diversas. La respuesta es que sí lo son:

Porque la potencia apetitiva es una potencia pasiva que, por naturaleza, es movida por lo aprehendido. Por eso lo apetecible conocido es motor no movido, mientras que el apetito es motor movido, como dice en III De Anima y en XII Metaphys. Los seres pasivos y mutables se distinguen por los principios activos y motores, porque es necesario establecer una proporción entre el motor y el móvil, y entre lo activo y lo pasivo. También la potencia pasiva recibe su propia naturaleza de su relación con el motivo que la determina. Así, pues, porque lo conocido por el entendimiento es genéricamente distinto a lo conocido por el sentido, hay que concluir que el apetito intelectivo es una potencia distinta del apetito sensitivo (S. Th. I, q. 80, a. 2, co; énfasis agregado).

Podemos ver cómo la argumentación insiste en el carácter pasivo de la voluntad, cuya naturaleza es determinada por su relación con el motivo que la determina. Esta forma aristotélica de entender la voluntad como apetito racional habrá de crearle problemas al teólogo a la hora de explicar el libre albedrío, porque este último supone, como veremos, una voluntad no pasiva, sino muy activa, capaz de decidir por sí misma no solamente frente a las diversas posibilidades que le ofrece el intelecto, sino incluso cuando este dictamina sobre el bien y el mal. El libre albedrío no es simplemente la capacidad que tiene el ser humano de escoger entre las diversas posibilidades que le ofrece su intelecto, capacidad que es fácil de constatar; a este podemos llamarlo el sentido débil o amplio de dicho concepto. El sentido fuerte y estricto de libre albedrío es la capacidad que tendría la voluntad humana de obedecer o desobedecer los dictados del intelecto.

Para entender esto mejor es necesario tener en cuenta que existen al menos dos maneras diferentes de concebir la libertad humana. La una es estrictamente racional, cuyos principales exponentes serían Aristóteles y Baruch Spinoza, según la cual el ser humano es libre en cuanto que es capaz de orientar su comportamiento a la luz del intelecto. La voluntad es así entendida como una potencia pasiva, es decir, apetitiva, que es movida por el intelecto, de modo que, en la medida en que este la determina, el ser humano obra libremente y no se deja arrastrar por sus inclinaciones. Apetecer y querer vienen entonces a ser lo mismo, porque la voluntad tiene que apetecer, es decir, querer lo que el intelecto le muestra como apetecible, y de esa manera ejerce su libertad; los seres humanos no son entonces libres por naturaleza, sino que tienen la posibilidad de llegar a serlo en la medida en que cultiven su inteligencia. Ser libre significa, entonces, obrar siguiendo los dictados del intelecto.

Por eso, cuando el ser humano no obra de manera correcta, es decir, cuando parece que la voluntad no sigue los dictados del intelecto, es porque, o bien el intelecto ha caído en el error, o bien porque las pasiones han subyugado la voluntad y el sujeto ha perdido su libertad. En este caso la voluntad no ha obrado, sino padecido.

Esta forma de concebir la libertad es la que lleva a Sócrates a decir: “Yo, pues, estoy casi seguro de esto, que ninguno de los sabios piensa que algún hombre por su voluntad cometa acciones vergonzosas o haga voluntariamente malas obras; sino que saben bien que todos los que hacen cosas vergonzosas y malas obran involuntariamente” (Protágoras 345d; énfasis agregado). Fórmula que Alejandro Vigo ha considerado que “constituye, sin duda, uno de los aportes más decisivos al pensamiento filosófico occidental” (Vigo (2013) , p. 15)2.

De ahí proviene la consabida formulación omnis peccans est ignorans (todo pecador es ignorante), según la cual todo comportamiento reprochable debe atribuirse a una falla del intelecto, como lo señala muy claramente el mismo Vigo: “Quien, para decirlo según el modo habitual de hablar, es subyugado por un placer que se le presenta como cercano e inmediato, cae víctima de una suerte de ilusión óptica, parecida a la que tiene lugar en la percepción de los objetos en el espacio” (Vigo (2013) , p. 19)3.

La otra forma de concebir la libertad es el libre albedrío, según el cual el ser humano es libre porque dispone de una voluntad que es capaz no solamente de elegir entre las diversas posibilidades que le ofrece el intelecto, sino que, cuando este dictamina sobre lo bueno y lo malo, es decir, sobre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer, la voluntad puede obedecerle o desobedecerle. No se trata, entonces, de una potencia apetitiva o pasiva a la que el intelecto determina, sino de una facultad activa que, si bien necesita del intelecto para conocer sus posibilidades de acción, está en condiciones de seguir su dictado o de no hacerlo, e incluso de hacer lo contrario. El intelecto es aquí para la voluntad una condición necesaria para su operación, pero no una condición suficiente, ya que la decisión proviene de la voluntad como tal, con lo cual se establece una clara diferenciación entre apetecer y querer; porque la voluntad puede apetecer algo y no quererlo, y puede incluso querer aquello que el intelecto le muestra como no apetecible. De este modo la libertad viene a ser un atributo propio de los seres humanos del que todos en alguna medida disponen, y no, como en el caso anterior, un atributo que pueden llegar a tener si desarrollan de manera adecuada su inteligencia.

Esta idea de un libre albedrío tiene su origen en la doctrina judeocristiana acerca del pecado; doctrina que, como bien lo hizo notar Spinoza, no es comprensible para la razón humana,4 ya que supone una voluntad capaz de obrar desde sí misma, es decir, en términos tradicionales, capaz de pasar por sí misma de la potencia al acto. Esto la convierte en una especie de causa sui, de autodeterminación absoluta, a la que F. Nietzsche descalificó con su proverbial dureza:

La causa sui es la mejor autocontradicción excogitada hasta ahora, una especie de violación y acto contra natura lógicos: pero el desenfrenado orgullo del hombre le ha llevado a enredarse de manera profunda y horrible justo en ese sinsentido. La aspiración a la “libertad de la voluntad”, entendida en aquel sentido metafísico y superlativo que por desgracia continúa dominando en las cabezas de los medio instruidos, la aspiración a cargar uno mismo con la responsabilidad total y última de sus acciones, y a descargar de ella a Dios, al mundo, a los antepasados, al azar, a la sociedad, equivale, en efecto, nada menos que a ser precisamente aquella causa sui y a sacarse a sí mismo de la ciénaga de la nada y a salir a la existencia a base de tirarse de los cabellos, con una temeridad aún mayor que la de Münchhausen (Nietzsche 2005, § 2)5.

Es importante subrayar que el origen de la idea de un libre albedrío es claramente teológico, es decir, proviene de la revelación judeocristiana y es por consiguiente objeto de fe, y no es la conclusión de una experiencia o de un argumento racional. Su formulación puede remontarse al menos hasta Agustín de Hipona (s. IV) en su conocido opúsculo De libero arbitrio, donde comienza preguntando: unde malum?, ¿de dónde proviene el mal?, y para responder distingue entre el mal que sufrimos y el que perpetramos. Porque es este segundo mal el que parece no tener explicación: ¿por qué los seres humanos hacemos el mal? Mientras que Sócrates, como hemos visto, respondía que lo hacíamos “involuntariamente”, es decir, por error o por debilidad, Agustín, consciente de la dificultad que ello implica para la noción cristiana de pecado, se pregunta si en realidad tenemos libre albedrío, y acude entonces a la justicia divina que premia a quienes obran bien y castiga a quienes obran mal. Escuchemos sus palabras:

[…] si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y premiar las buenas acciones? Porque no sería pecado ni obra buena lo que se hiciera sin voluntad libre. Y, por lo mismo, si el hombre no estuviera dotado de voluntad libre, sería injusto el castigo, e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido haber justicia, así en castigar como en premiar, porque este es uno de los bienes que proceden de Dios. Luego era preciso que Dios dotara al hombre de libre albedrío (Agustín II, 7).

Ahora bien, si la premisa sobre la cual se apoya la argumentación es teológica, es decir, es una doctrina revelada objeto de fe, también la conclusión será objeto de fe, como bien lo hizo notar el franciscano Juan Duns Escoto con respecto a los argumentos en contra de los filósofos que niegan la necesidad de una revelación divina:

Conste, por tanto, que los razonamientos contra los filósofos aquí formulados tienen como una de las premisas alguna verdad creída o probada mediante una verdad creída, que por lo mismo no son sino persuasiones teológicas en las que de una verdad de fe se llega a otra verdad de fe (ex creditis ad credita) (Ordinatio I, q. única, B, 12; énfasis agregado).

Llamarlas ‘persuasiones teológicas’ significa que no poseen simple necesidad racional, sino que su validez depende de la fe: si el creyente está persuadido de que Dios castiga a los malos y premia a los buenos, debe aceptar que los seres humanos disponen de un libre albedrío, es decir, de una voluntad capaz de obrar mal.

Si ahora examinamos la manera como Tomás de Aquino, luego de haber asumido la forma aristotélica de concebir la voluntad como potencia pasiva, busca explicar el libre albedrío, tropezaremos con algunos problemas que nos ayudarán a precisar mejor este concepto.6 El principal y origen de ellos consiste precisamente en haber concebido la voluntad, siguiendo a Aristóteles, como una facultad apetitiva, es decir, pasiva.

La estrategia de Tomás, al examinar la voluntad en la cuestión 82 de esta misma primera parte de la Suma, consiste en mostrar (Artículo 1) cómo la voluntad apetece (appetat), por necesidad derivada de su misma naturaleza, “el fin último que es la bienaventuranza”, necesidad que no tiene por qué afectar su libertad de elección en lo que concierne a los bienes particulares. Podríamos formular esto así: que la voluntad desee necesariamente la felicidad no impide que, en lo que respecta a los bienes particulares, pueda optar por unos o por otros. Luego, en el Artículo 2, entra a examinar si el querer (velle) de la voluntad es igualmente necesario; y es claro que la respuesta de un teólogo católico tendrá que ser negativa. Sólo que el argumento termina siendo especioso, ya que se apoya sobre la semejanza que considera que debe existir entre la voluntad y el intelecto. Porque así como este último se adhiere por necesidad a los primeros principios, eso mismo hace la voluntad con el fin último o la bienaventuranza, es decir, que la apetece necesariamente. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, para la antropología cristiana que defiende un libre albedrío, no es lo mismo apetecer que querer, y si la voluntad puede apetecer siempre la felicidad, esto no significa que la quiera. A la tesis de que todos los seres humanos queremos al fin último o la bienaventuranza, que en definitiva es Dios, cabría contraponerle la irónica observación de Nietzsche: “El ser humano no persigue la felicidad; sólo el inglés hace eso” (Nietzsche, 1980, Sentencias 12).

Apoyado, entonces, en el pretendido paralelismo entre las operaciones del intelecto y las de la voluntad, Tomás concluye que hay bienes particulares que no se relacionan de manera necesaria con la bienaventuranza, a los que la voluntad no se adhiere necesariamente, y este es precisamente el sentido amplio del libre albedrío que hemos mencionado antes, es decir, el poder que tiene la voluntad para escoger entre bienes particulares que el intelecto le ofrece simplemente como posibles. Tomás, sin embargo, hace notar que hay bienes que están necesariamente conectados con la bienaventuranza a los que, por consiguiente, la voluntad se habría de adherir necesariamente, pero no lo hará, nos dice el teólogo, “hasta que sea demostrada la necesidad de dicha conexión por la certeza de la visión divina” (S. Th. I, q. 82, a. 2, co), o sea, en la otra vida.

Lo que Tomás no toma en cuenta es que hay también bienes y males que el intelecto muestra como necesarios, no porque se conozca dicha necesidad “por la certeza de la visión divina”, sino porque son dictados por la razón cuando se trata de decidir entre el bien y el mal. En este caso, como lo entiende la comprensión racionalista de la voluntad, esta obedece necesariamente al intelecto; si no lo hace, es porque el intelecto ha sufrido “una suerte de ilusión óptica”, como decía Vigo, o porque la voluntad ha sido subyugada por las pasiones, de modo que no ha obrado voluntariamente, como decía Sócrates, es decir, no ha pecado.

Además, el problema se agudiza para Tomás cuando examina el libre albedrío en una cuestión aparte. Porque, a la pregunta sobre si el ser humano tiene o no tiene libre albedrío, comienza por observar que “de no ser así, inútiles serían los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos” (S. Th. I, q. 83, a. 1, co). Observación incorrecta, ya que con la sola libertad racional y sin necesidad de libre albedrío, tanto los consejos como las exhortaciones, prohibiciones, etc. son muy útiles para lograr que el intelecto opere de manera correcta, en otras palabras, para que corrija la mentada “ilusión óptica”. El argumento para demostrar la existencia de un libre albedrío, tal como lo formulaba Agustín, tenía valor teológico, porque apelaba a la justicia divina; pero referido a los seres humanos, como lo hace Tomás, pierde su valor, porque en el marco de la vida en sociedad están justificados consejos, prohibiciones, premios y castigos, sin necesidad de acudir a un libre albedrío. Basta que los seres humanos puedan, gracias a su capacidad de reflexión, obrar de manera sensata, para que la sociedad disponga del derecho a castigarlos, a exhortarlos, a aconsejarlos, etc., con el fin de moverlos a reflexionar para que corrijan su “ilusión óptica”. No se debe confundir responsabilidad por los actos con culpabilidad; la primera es una cuestión que atañe a la vida en sociedad, mientras que la segunda pertenece a la conciencia moral.7 Porque, aunque no se nos pueda declarar culpables de las malas acciones, sí se nos puede considerar responsables de ellas, ya que estamos obligados a dar razón de nuestro comportamiento cuando tiene repercusiones sobre los demás.

Ahora bien, la confusión entre las dos formas de entender la libertad se muestra todavía con mayor claridad cuando Tomás procede a demostrar la existencia del libre albedrío y acude al hecho de que el ser humano “obra con juicio”, y “como quiera que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto [como en algunos animales], sino de un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas” (S. Th. I, q. 83, a. 1, co). Observación válida en el caso de tener que decidir entre posibilidades moralmente indiferentes [ej.: escucho música o miro la televisión], e incluso cuando la voluntad sigue el dictado de la razón; pero no lo es cuando no lo hace, es decir, cuando peca.

Es cierto que, como dice a continuación, “cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias”, pero frente a las obligaciones morales no se trata de algo contingente sino necesario, de modo que la conclusión no resulta válida: “Ahora bien, las acciones particulares son contingentes y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es racional”. Cuando se trata de elegir entre el bien y el mal no nos hallamos ante acciones particulares de carácter contingente, sino ante obligaciones morales de carácter necesario.

Además, la tesis final de que el ser humano tiene libre albedrío por lo mismo que es racional, deja ver una vez más la confusión entre las dos formas de entender la libertad. Porque si bien es cierto que la racionalidad le otorga al ser humano la posibilidad de orientar su comportamiento a la luz de su razón y ser libre de esta manera, esto no implica que tenga una voluntad que pueda elegir el mal, como lo supone la idea de libre albedrío. Confusión que se hace aún más patente cuando, en el artículo 4 de esa misma cuestión 83, Tomás se pregunta si el libre albedrío es una potencia distinta de la voluntad, y responde que no lo es: “por consiguiente, voluntad y libre albedrío no son dos potencias sino una”. Porque, por lo visto hasta aquí, resulta claro que una voluntad entendida como apetito intelectivo no puede ser lo mismo que el libre albedrío, y es claro también que para el libre albedrío no es lo mismo apetecer que querer; además, la elección como acto propio del libre albedrío no puede ser únicamente entre medios para un fin predeterminado, sino también entre el bien y el mal.

Por eso, cuando Tomás se propone demostrar que la voluntad es lo mismo que el libre albedrío, dice: “querer significa el simple deseo de algo. Por eso se dice que la voluntad tiene por objeto el fin deseado por sí mismo. Elegir significa querer una cosa para conseguir otra. Por eso su objeto propio son los medios que llevan al fin” (S. Th. I, q. 83, a. 4, co). Aseveraciones que no se compadecen con la idea de un libre albedrío, porque, para este, querer no significa el simple deseo de algo, y aunque se pudiera decir que la voluntad apetece necesariamente la felicidad, ello no significa que la quiera, y elegir entre el bien y el mal no significa elegir una cosa para conseguir otra.

Esta falta de claridad acerca de la distinción entre la libertad en su sentido racional y el libre albedrío se refleja asimismo en la segunda parte de la Suma de Teología, cuando procede a examinar la operación de las facultades humanas. Bástenos señalar que a la pregunta sobre si el acto de imperar pertenece a la razón o a la voluntad, no sólo responde que se trata de un acto de la razón, “porque quien impera ordena a aquello a lo que impera hacer algo, advirtiendo o intimando” (S. Th. Ia-IIae, q. 17, a. 1, co), sino que lo refrenda en la respuesta a la segunda objeción: “La raíz de la libertad es la voluntad como sujeto, pero como causa es la razón” (Id. ad 2; énfasis agregado).

Vemos así como la confusión de Tomás, derivada de la influencia del pensamiento aristotélico sobre su antropología,8 nos permite comprender mejor la idea de libre albedrío, y distinguir con claridad las dos maneras diferentes de entender la libertad. Veremos ahora cómo la confusión que encontramos en Juan Calvino en torno al concepto de libre albedrío nos permitirá precisar otros aspectos importantes de este mismo concepto.

II.2 Juan Calvino

Si para Tomás de Aquino la Suma de Teología presenta lo más elaborado de su teología, otro tanto cabe decir de Juan Calvino con respecto a la Institución de la Religión Cristiana; texto que jugó un papel fundamental en la difusión de la Reforma protestante. Escrita originariamente en latín, fue creciendo en las sucesivas ediciones y fue traducida al francés por el mismo autor. Su tema central es el contraste que existe para el creyente entre la grandeza y soberanía infinita de Dios y la miseria del ser humano corrompido por el pecado original; tema que por su misma naturaleza es de carácter estrictamente teológico, es decir, que se fundamenta por completo en la interpretación que Calvino hace de la revelación tal como esta se encuentra testificada por las Sagradas Escrituras.

La obra se compone de cuatro libros: el primero trata de Dios como creador y supremo gobernador, el segundo, del conocimiento de Dios como redentor en Cristo, el tercero, sobre la manera de participar de la gracia divina, y el cuarto, de los medios externos que usa Dios para la salvación. Su claro rechazo al libre albedrío se encuentra en el segundo de ellos, que comienza por señalar la maldición que ha caído sobre los seres humanos como consecuencia del pecado original, y procede luego a exponer cómo “el hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y miserablemente sometido a todo mal”.

Lo primero que cabe señalar es que, contrario a Nietzsche quien atribuye la idea de libre albedrío a los medios instruidos, el reformador considera que proviene de los filósofos, quienes no podían concebir que los seres humanos fueran todos necesariamente pecadores, tal como entiende Calvino el mensaje de la revelación. Según los filósofos:

La razón, que reside en el entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y mostrarnos el bien que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada al mal por la sensualidad; sin embargo, goza de libre elección y no puede ser inducida a la fuerza a obedecer a la razón (Libro II, 2, 3; pg. 174; énfasis agregado).

Considera que los Padres de la Iglesia, es decir, los primeros pensadores cristianos tuvieron ideas poco claras sobre el asunto, ya que, por una parte, veían que las Escrituras declaraban pecadores a todos los seres humanos, mientras que, por la otra, no se atrevían a defender esa doctrina por temor a la burla de sus colegas filósofos.

Aunque los doctores griegos, más que nadie, y especialmente san Crisóstomo, han sobrepasado toda medida al ensalzar las fuerzas de la voluntad del hombre, sin embargo, todos los escritores antiguos, excepto san Agustín, son tan variables o hablan con tanta duda y oscuridad de esta materia, que apenas es posible deducir nada cierto de sus escritos (Libro II, 2, 4; p. 175).

La preocupación que mueve a Calvino es clara: no es posible aceptar la idea de un libre albedrío porque implicaría una capacidad en el ser humano de obrar bien con sus propias fuerzas sin necesidad de la gracia divina; y así, cuando los Padres griegos le otorgan un gran valor a la voluntad como la facultad que, al permitirnos obrar mal, nos permite igualmente obrar bien y merecer por ello, Calvino no ve en ello más que confusión y oscuridad.

Ante la solución que han propuesto algunos para salvar el libre albedrío, al decir que no se trata de que el ser humano sea capaz de elegir entre el bien y el mal, sino de que cuando peca no lo hace de manera forzada, la considera Calvino una mera cuestión de palabras, porque, “¿quién, al oír decir que el hombre tiene libre albedrío no concibe al momento que es señor de su entendimiento y de su voluntad, con potestad natural para inclinarse a una u otra alternativa?” (II, 2, 7; p. 178).

Calvino busca apoyo en san Agustín, quien en su lucha contra los Pelagianos -que para recalcar la responsabilidad de los creyentes ponían en duda la necesidad de la gracia divina para obrar bien-, se apartó significativamente de lo que había escrito en su opúsculo De libero arbitrio, y recalcó la total dependencia de la acción de Dios que tienen los seres humanos para actuar. Disputa que lo llevó a afirmar que sin la gracia divina el ser humano no solamente no puede hacer nada bueno, sino que está condenado a pecar sin poder salir por sí mismo de esa condición.

De modo que Calvino rechaza el libre albedrío precisamente porque comprende muy bien lo que significa, a saber, una real autonomía de la voluntad humana que coloca en manos de cada uno la decisión de obrar bien o mal. Esto, a su parecer, atentaba contra la soberanía de Dios con respecto a sus creaturas. Ahora bien, no voy a examinar aquí los difíciles problemas que ello le plantea a la teología, pero cabe recordar que algunos teólogos llegaron a elaborar el concepto de “autocontención divina” (göttliche Selbstbeschränkung)9 para explicar cómo Dios, al haberles otorgado libre albedrío a los seres humanos, se abstiene de intervenir cuando estos hacen mal uso de él. En otras palabras, que el don de la libertad como libre albedrío es tan precioso, que, para salvaguardarlo, Dios prefiere abstenerse de intervenir cuando los seres humanos lo utilizan malévolamente. De esa manera buscan responder los teólogos a la espinosa pregunta acerca de ¿por qué Dios permite el mal?

A este propósito conviene señalar que el rechazo de Calvino al libre albedrío comporta una interesante paradoja. Porque, como hemos visto, lo que la compresión racional de la libertad no puede aceptar del libre albedrío es precisamente que el ser humano pueda querer el mal a sabiendas, es decir, pecar. Mientras que Calvino rechaza el libre albedrío por una razón contraria: porque el ser humano no puede evitar pecar, es decir, querer el mal, a no ser que reciba el auxilio de la gracia. En otras palabras, Calvino, al negar el libre albedrío, asevera aquello mismo que la razón no puede aceptar, a saber, que el ser humano peque.

Con ello hemos logrado precisar aún más el significado de ‘libre albedrío’. En primer lugar, que no es un concepto derivado de la experiencia o de la razón, sino de la revelación judeocristiana, es decir, que se trata de una doctrina de fe. Además, que para el libre albedrío no es lo mismo desear o apetecer que querer, y que, por consiguiente, la voluntad no es una facultad apetitiva o pasiva, sino activa, es decir, realmente autónoma. Esto significa que para el libre albedrío los seres humanos son libres por naturaleza, ya que poseen una voluntad capaz de obrar por sí misma, esto es, capaz de autodeterminarse; mientras que para la concepción racional de la libertad los seres humanos pueden llegar a ser libres si cultivan de manera adecuada su inteligencia o, como dice Spinoza, si “reforman su entendimiento” 10. De modo que si la libertad entendida racionalmente se identifica con la necesidad comprendida, ya que el ser humano únicamente es libre cuando sigue las necesidades de su razón,11 el libre albedrío, por el contrario, considera que somos libres tanto cuando las seguimos, como cuando no lo hacemos, porque en uno y otro caso es la voluntad la que toma la decisión. En otras palabras, si el libre albedrío considera que los seres humanos podemos ser culpables de nuestras acciones, para la libertad en sentido racional solo podemos ser responsables de ellas; porque la culpa implica una relación del ser humano consigo mismo y con Dios, mientras que la responsabilidad es una relación de carácter social 12.

Tenemos entonces que para la libertad en sentido racional los únicos actos verdaderamente humanos son aquellos en los que la voluntad sigue a la razón; en los demás casos se trata de acciones naturales, es decir, que obedecen a las simples leyes de la naturaleza y deberían llamarse más bien pasiones que acciones. Para el libre albedrío, en cambio, tanto las acciones laudables como las reprochables son actos humanos.

III. Implicaciones políticas del libre albedrío

Una vez que hemos precisado el sentido de este concepto, podemos entender las implicaciones políticas que se derivan del mismo. Y para ello considero esclarecedor traer a colación una observación de R. Descartes en su escrito sobre Las pasiones del alma. Cuando examina la estima y el menosprecio como formas de admiración que se pueden referir a toda clase de objetos, incluido el sujeto mismo, se pregunta: “¿por qué causa puede uno estimarse?”, a lo que responde:

Sólo observo en nosotros una sola cosa que nos pueda dar justa razón para estimarnos, a saber, el uso de nuestro libre albedrío y el dominio que tenemos sobre nuestras voliciones. Pues solamente se nos puede alabar o censurar con razón por las acciones que dependen de ese libre albedrío, que nos asemeja de alguna forma a Dios, haciéndonos dueños de nosotros mismos, siempre que no perdamos por cobardía los derechos que nos da (Descartes, 1997, § 152; AT XI, 445 énfasis agregado)13.

Texto que corrobora lo que él mismo había señalado en varias ocasiones y, en particular, en la carta a la reina Cristina de Suecia del 20 de noviembre de 1647:

[…] el libre albedrío es de suyo la cosa más noble que pueda haber en nosotros, puesto que nos hace en cierto modo semejantes a Dios y parece eximirnos de estarle sujetos, y por consiguiente, su buen uso es el mayor de todos nuestros bienes, es también el más propiamente nuestro y el que más nos importa, de donde se sigue que tan solo de él pueden proceder nuestras mayores satisfacciones (AT V, 84-85).

Esto significa, según lo visto anteriormente, que para Descartes el valor del individuo como tal se deriva de su libre albedrío, es decir, de un concepto cuyo origen es claramente teológico; en otras palabras, que el cristianismo, con su visión antropológica de un ser humano dotado de una voluntad radicalmente autónoma, viene a constituir la afirmación más radical de individualismo, en el sentido de otorgarle un valor absoluto al individuo como tal con precedencia al contexto social al que pertenezca.

Ahora bien, si la doctrina cristiana es radicalmente antropocéntrica y sostiene un vigoroso individualismo, dispone sin embargo de elementos conceptuales que neutralizan, por decirlo así, cualquier intento de exacerbación de ese individualismo. Porque, por una parte, subraya en el ser humano su carácter de creatura de Dios, mientras que, por la otra, señala que ese mismo ser humano deberá dar razón de sus actos después de la muerte; pero cuenta sobre todo con la respuesta de Jesús a la pregunta de un fariseo sobre cuál era el mayor mandamiento de la Ley: “Él le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas»” (Mateo 22, 37-40).

Mucho se ha escrito en torno a la tesis de la desaparición del sujeto propio de la modernidad, cuyo origen se atribuye bien sea al cogito cartesiano, bien sea a la mónada leibniciana;14 sin embargo, la realidad muestra ser muy otra.15 La tesis sobre el valor absoluto del individuo como tal es de origen cristiano, y se deriva, como hemos podido ver, del concepto de pecado que supone una voluntad absolutamente autónoma como atributo de todo ser humano, y constituye, a la vez, uno de los pilares fundamentales del liberalismo democrático. Lo ha hecho notar muy bien el filósofo británico John Gray cuando escribe: “la idea del libre albedrío que conforma las nociones liberales sobre la autonomía de la persona es de origen bíblico (piénsese en la historia delGénesis). La creencia en el ejercicio del libre albedrío como parte de lo humano es un legado de la fe” (Gray, 2009).

Porque esa autonomía absoluta de la voluntad es la que no solo le otorga al individuo “una justa razón para estimarse”, como pensó Descartes, sino un valor único y exclusivo; aquel mismo que llevó a I. Kant a considerar que cada ser humano es un fin en sí mismo. Es cierto que Kant, como lo hemos visto en Tomás de Aquino, tampoco distinguió con claridad la libertad racional del libre albedrío. Así, a pesar de su cuidadoso racionalismo, cuando en el primer capítulo de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres comienza diciendo: “No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna salvo una buena voluntad” (Ak IV, 391; GMS A1), es claro que se está refiriendo al libre albedrío, porque sólo en este cabe hablar de una voluntad buena, es decir, que puede ser igualmente mala. En el caso de la libertad racional, como hemos visto, la voluntad no puede ser mala y, por consiguiente, tampoco puede ser buena; el individuo es libre y obra bien, o no obra, sino que padece. Sin embargo, en otros lugares afirma Kant que “la voluntad no es otra cosa que la razón práctica” (Ak 512; GMS A36).

Tiene razón Luis Eduardo Hoyos cuando dice que “si un calificativo merece la filosofía trascendental kantiana […] este es -además del de oscura y difícil de comprender- el calificativo de ser una filosofía tremendamente aporética” (Hoyos, 2001, p. 25). Y buena parte de la aporía se deriva precisamente de no haber distinguido con claridad las dos formas diferentes de entender la libertad. Porque cuando afirma, en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, que la idea de libertad como presupuesto necesario del imperativo categórico “es algo que jamás se deja comprender por ninguna razón humana” (GMS A 124), está pensando en el libre albedrío, porque la libertad en sentido racional sí es plenamente comprensible. En efecto, si la voluntad como apetito racional es movida por el intelecto que le presenta lo racionalmente apetecible, es claro que la razón lo querrá indefectiblemente. Que esto no parezca hacerlo siempre es algo que, como bien lo señaló Sócrates, el ser humano hace involuntariamente. Spinoza dirá que cuando obramos mal creemos hacerlo voluntariamente, porque ignoramos todos los elementos que condicionan nuestro obrar.16 Es la idea de libre albedrío, que implica una voluntad realmente autónoma, la que “jamás se deja comprender por una razón humana”.

Cabe entonces señalar que la historia del individualismo moderno proviene de que la visión individualista derivada de la antropología cristiana se ha visto privada, en la modernidad, del contrapeso religioso que ofrecían las tesis señaladas anteriormente: el carácter creatural del ser humano, la rendición de cuentas después de la muerte y, sobre todo, el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Y una vez que esos contrapesos han ido desapareciendo con la descristianización de la sociedad, el valor absoluto del individuo, que se halla en la base de la doctrina liberal de la democracia, se ha ido convirtiendo en un individualismo exacerbado que socava los fundamentos mismos del sistema político. No es descabellado pensar que el fenómeno del populismo que amenaza a la democracia liberal es una manifestación de dicho individualismo extremo. Formulado en otros términos, la doctrina liberal, sin los fundamentos antropológicos de la visión cristiana, no solo pierde unos de sus pilares fundamentales, sino que tiende a convertirse en un individualismo desintegrador.

Tal vez el proceso no avance con rapidez, dado que la idea de un libre albedrío ha penetrado de tal manera en la conciencia cultural de occidente, que pareciera ser una evidencia, y se ha extendido a otras culturas, como se puede constatar por la llamada Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en la Naciones Unidas en diciembre de 1948, a la que se han venido adhiriendo muchos países, a pesar de que el fundamento de tal Declaración es la idea del valor absoluto del individuo como tal.

Ahokra bien, la propuesta que han hecho pensadores liberales como John Rawls y Jürgen Habermas, de abrirles un espacio en la discusión pública a los creyentes a fin de lograr con ello una mayor motivación para los ideales democráticos, es una clara señal de que las consecuencias erosionantes de un individualismo desbordado pareciera que no se pueden neutralizar sin el apoyo de motivaciones religiosas. Sólo que cuando ambos pensadores les exigen a los creyentes traducir sus convicciones a un lenguaje asequible a los no creyentes, es decir, a un lenguaje racional, parece que les están pidiendo renunciar a su peculiar antropología, quitándoles así aquello que podrían aportar como realmente original a dicha discusión.

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Notas:

2El artículo de A. G. Vigo (2013) ofrece una excelente exposición de la tesis socrática.

3Una vigorosa exposición y defensa de la libertad en su sentido racional y contraria al libre albedrío puede verse en Hoyos (2014), “VII. La condición social de la libertad”, pp. 339-367.

4Las dos primeras partes de la Ética buscan probar, precisamente, que ni en Dios ni en los seres humanos puede haber libre albedrío. Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) señala con toda claridad que el pecado es un acto “cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (§ 1857), “requiere plena conciencia y entero consentimiento” (§ 1859) y “sólo se esclarece a la luz de la revelación divina” (§ 387).

5Referencia a las fantásticas hazañas atribuidas al Conde de Münschhausen por el escritor Rudolf Erich Raspe, entre las que se hallaba la de haber salido de una ciénaga halando de sus propios cabellos.

6Una explicación más detallada de esta diferencia puede verse en Díaz, 2017.

7Sobre el concepto de responsabilidad puede verse Polo, 2019.

8Se ha hecho notar que en su análisis del obrar humano, la mayoría de las citas provienen de escritos de Aristóteles.

9Una excelente exposición de este concepto puede ver en Müller (1849), II, pgs. 256-266.

10Recordemos que la primera obra de Spinoza se titula: Tratado de la reforma del entendimiento (1988).

11Una exposición de la relación entre libertad y necesidad en Spinoza puede verse en Margot 2021.

12Spinoza señaló esto de manera muy clara: “en el estado natural no es concebible el pecado. Pero sí en el estado civil, donde por común acuerdo se decide qué es el bien y qué el mal, y cada uno está obligado a obedecer al Estado” (E4P37Sc2). Esto explica, además, por qué culturas que no han recibido la influencia del cristianismo desconocen el concepto de pecado, pero no el de responsabilidad.

13Un análisis interesante de esta tesis puede verse en Guenancia, 2019.

14Una muy clara exposición al respecto puede verse en Morán (1998).

15Louis Dumont ha señalado cómo, en la tensión que existe entre el individualismo, que le otorga prioridad al individuo frente a la sociedad, y el holismo, que considera lo contrario, es el primero el que ha tomado la primacía en el mundo moderno (cfr. Dumont 1987, “Sobre la ideología moderna” pp. 32-186).

16La más clara y drástica formulación de esta doctrina la encontramos en el Escolio de la Proposición 35, de la segunda parte de la Ética: “Los seres humanos se equivocan, en cuanto que piensan que son libres; y esta opinión consiste en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son determinados. Su idea de la libertad es, pues, esta: que no conocen causa alguna de sus acciones. Porque eso que dicen de que las acciones humanas dependen de la voluntad, son palabras de las que no tienen idea alguna. Pues qué sea la voluntad y cómo mueva al cuerpo, todos lo ignoran; quienes presumen de otra cosa e imaginan sedes y habitáculos del alma, suelen provocar la risa o la náusea”.

Recibido: 21 de Julio de 2022; Aprobado: 04 de Noviembre de 2022

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Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Filosofía por la Université Catholique de Louvain, Bélgica. Licenciado en Teología por la Theologische Hochschule Sankt Georgen, Frankfurt am Main, Alemania. Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia. Áreas de trabajo: filosofía moderna, filosofía política, filosofía de la religión.

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