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Praxis Filosófica

versión impresa ISSN 0120-4688versión On-line ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.56 Cali ene./jun. 2023  Epub 20-Abr-2023

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i56.12047 

Artículo de investigación

La emoción en acción: ¿sentir con el cuerpo o sentir en el cuerpo?

Emotion in Action: To Feel with the Body or to Feel in the Body?

Ignacio Federico Madroñal1  1
http://orcid.org/0000-0003-2277-3250

1 Universidad de Buenos Aires, Argentina. E-mail: ignaciomadronal@gmail.com


Resumen

A lo largo del último siglo, se ha intentado examinar la naturaleza de los estados mentales desde numerosas perspectivas, aunque ignorando con frecuencia que toda teoría de la mente también debe analizar adecuadamente las emociones. El propósito de este trabajo es explicitar los requisitos que debe cumplir una buena teoría acerca de lo emocional, a partir del examen crítico de tres enfoques distintos: el conductismo, el funcionalismo y el enactivismo. Argumentaré que, entre ellos, solo el último constituye una teoría satisfactoria porque explicita el rol precio que cumple la dimensión corporal en nuestra experiencia emocional.

Palabras clave: emoción; teorías de la mente; conductismo; funcionalismo; enactivismo

Abstract

Over the last century, attempts have been made to examine the nature of mental states from numerous perspectives, often ignoring the fact that any theory of mind must also adequately analyze emotions. The purpose of this paper is to explain the requirements that a good theory about the emotional must meet, based on the critical examination of three different approaches: behaviorism, functionalism and enactivism. I will argue that, among them, only the latter constitutes a satisfactory theory because it makes explicit the important role that the bodily dimension plays in our emotional experience.

Keywords: Emotion; Theories of mind; Behaviorism; Functionalism; Enactivism.

I. Introducción

A lo largo del último siglo, han sido expuestas numerosas teorías para dar cuenta de los estados mentales. Un rápido diagnóstico del avance de las ciencias ha producido la idea de que, más pronto que tarde, tales formulaciones darían lugar a una clarificación definitiva acerca de qué es la mente. Específicamente, el surgimiento de las neurociencias y las ciencias de la computación contribuyeron a divisar ese fin en el horizonte próximo. No obstante, los mismos interrogantes permanecen vigentes hoy en día: ¿cómo podemos definir qué es un estado mental? ¿Es posible una descripción satisfactoria de los mismos, y en qué consiste? ¿Cuál es la relación precisa de la mente con el cuerpo?

Existe cierta clase de estados mentales cuyo análisis es de especial interés para responder aquellas preguntas: la de las emociones. Intuitivamente, las emociones no son concebidas como actos de cognición fría o meras reacciones ante estímulos, sino que se viven en una dimensión profundamente corporal. Por su carácter patentemente anfibio, muchas veces recibieron un trato marginal, ignorando el hecho de que toda buena teoría de la mente debería estudiarlas apropiadamente. En consecuencia, el propósito central de este trabajo es examinar qué constituye una buena descripción de las emociones y de su naturaleza precisa.

Con tal tarea en mente, defenderé aquí dos tesis. Primordialmente, argumentaré que una teoría satisfactoria sobre las emociones debe cumplir con los siguientes requisitos: (i) no debe adoptar exclusivamente una perspectiva de tercera persona para describirlas, (ii) debe otorgarle un rol central y constitutivo al cuerpo, y (iii) permite adscribir emociones a organismos vivos exclusivamente. A lo largo del trabajo, explicitaré los motivos por los cuales cada uno de ellos debe ser tenido en cuenta. Por otro lado, también sostendré que el enactivismo es una teoría que cumple con todos, mientras que muchas otras teorías de la mente han fallado principalmente porque conciben, en el mejor de los casos, que el cuerpo cumple el papel de un instrumento o medio para sentir las emociones, en vez de explicitar que las sentimos en el cuerpo en tanto accionamos sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Sin embargo, es importante agregar que esta segunda tesis no constituye una negación de la posibilidad de que otras teorías de la mente (no contempladas aquí) satisfagan los estándares propuestos en la primera.

Para fundamentar esta postura, recorreré algunas de las principales teorías de la mente del siglo XX, exhibiendo sus inconvenientes en el tratamiento de lo emocional. En la segunda sección, me dedicaré brevemente al conductismo y expondré las principales objeciones contra él. En la tercera, describiré el funcionalismo y sus compromisos, junto con una primera teoría que los incorporó en su seno: el cognitivismo. En la cuarta, caracterizaré la teoría de la mente extendida, que, si bien incorpora también tesis de corte funcionalista, se distingue del cognitivismo porque le otorga un lugar preponderante a la materialidad en su concepción de lo mental. En el quinto apartado, criticaré los análisis funcionalistas de las emociones, y en particular, atacaré la teoría de la mente extendida. Luego, en la sexta sección, explicitaré nuevamente los requisitos establecidos en mi primera tesis, que responden a los inconvenientes de las teorías anteriores, y argüiré que el enactivismo es un enfoque adecuado para satisfacer el criterio propuesto. En la sección final repasaré los puntos tratados para evaluar la plausibilidad de las tesis propuestas en un principio 2.

II. La emoción desde fuera: el programa conductista

Tal como anticipé, comentaré primero la propuesta del conductismo lógico3, que, según García Carpintero (1995) propone la siguiente tesis: cuando hablamos de estados mentales, no hablamos de representaciones internas de un sujeto accesibles solo para él, sino que describimos su conducta, buscando reducir la descripción de lo mental a informes de tercera persona4. Decimos que un sujeto se encuentra en un estado mental determinado únicamente si con esto describimos la conducta que podría llevar a cabo ante determinadas circunstancias. Esto equivale a afirmar que los términos con los que etiquetamos los estados mentales refieren a disposiciones, comprendidas como regularidades conductuales.

Así, el conductismo corre con ventaja ante algunos problemas heredados del cartesianismo. Por un lado, no hay distancia alguna entre mente y mundo: al describir la mente estaríamos describiendo disposiciones, y lo importante, en consecuencia, es analizar las manifestaciones externas de estos estados. Por el otro, no hay dificultades entonces en atribuir estados mentales a otros seres humanos: solo debemos constatar ciertas regularidades en sus conductas observables. Tampoco hace falta decir que deben estar acompañados de conciencia en el sujeto al que son atribuidos. De esa manera se evita el inconveniente de recurrir a la introspección de otra persona para dar cuenta de sus estados mentales.

En esta línea se encuentra el tratamiento conductista de las emociones. Algunos conductistas, como Watson (1913), plantean que la emoción consiste en una serie de reacciones fisiológicas ante cierta clase de circunstancias, mientras que otros, en la línea de Holland y Skinner (1961), consideran que puede identificarse como un determinado tipo de comportamiento que tiende a la repetición cuando produce los resultados deseados. Desde la primera perspectiva, el miedo es reconocido como una serie de reacciones fisiológicas ante circunstancias peligrosas, mientras que desde la segunda incluye la acción de la huida del peligro también.

No obstante, según García Carpintero, el conductismo también tiene serias dificultades, que ejemplificaré con episodios emocionales. En primer lugar, en la especificación de las manifestaciones de un estado mental, es común que tengamos que aludir a otros estados mentales. Por ejemplo, un niño puede temer porque cree que hay un monstruo debajo de su cama. El estímulo aquí debe determinarse en términos de la creencia del niño. Así, la descripción del miedo no puede resumirse siempre en la apelación directa a elementos externos. En segundo lugar, puede defenderse que los estados mentales no se identifican con regularidades de la conducta, sino que éstas son un efecto de aquellos. Siguiendo un caso propuesto por Putnam (1975), imaginemos una comunidad de superespartanos que hayan reprimido cualquier manifestación física del dolor (gritos, llanto, contracción muscular), o que incluso hayan reprimido cualquier manifestación conductual (aún la verbal) al respecto. En ese caso, los conductistas deberían afirmar que ellos no sienten dolor, cuando en realidad, el estado mental está presente pero sus manifestaciones conductuales usuales están disociadas de él.

Estos inconvenientes aparecen por la pretensión de adoptar una perspectiva de tercera persona exclusivamente al describir lo mental y, en consecuencia, lo emocional. Como veremos más adelante, esto conlleva problemas recurrentemente. Sin embargo, pasaremos por el momento a una de las perspectivas que se presentó como una alternativa superadora del conductismo, y se desplegó en varias facetas que estudiaremos a lo largo de este trabajo: el funcionalismo.

III. Procesar la emoción: funcionalismo, cognitivismo y conexionismo

García Carpintero explica que el funcionalismo surge por el intento de considerar las objeciones al conductismo desde un programa que rescate sus intuiciones fundamentales. Conserva la estima por la perspectiva de tercera persona y mantiene la siguiente tesis: “los estados mentales son disposiciones a la conducta”. No obstante, el concepto de disposición es reformulado: las disposiciones ya no son simplemente regularidades observables, sino causas de dichas regularidades. En otras palabras, el funcionalismo entiende que se necesita una explicación del proceso interno por el cual se llega a la manifestación externa de los estados mentales a partir de ciertas condiciones iniciales. Para hacerlo, exigen que se identifiquen los estados mentales a partir de descripciones funcionales, que se confeccionan indicando “cómo una serie de inputs convenientemente identificados dan lugar a una serie de outputs a través de un cierto tipo de proceso” (García Carpintero, 1995, p. 54). Hay estados iniciales (inputs), intermedios (correspondientes al proceso) y finales (outputs) que deben identificarse y que toman su lugar conforme a la estructura funcional.

Las descripciones funcionales son sumamente abstractas, resultando suficientemente maleables para dar cuenta de los estados mentales como procesos conformados por subprocesos, con inputs, estados intermedios y outputs a su vez. Así, eluden el primer problema del conductismo, ya que ahora es posible invocar algunos estados mentales como subprocesos en la descripción de otros. En cuanto a su segundo inconveniente, relativo a la posible ausencia de manifestaciones de un estado mental, también quedaría resuelto, porque no se asocia al estado mental únicamente con su manifestación conductual en determinadas condiciones, sino que es igual de importante describir el proceso por el cual las respuestas tienen su lugar a partir de los estímulos iniciales. Por ende, una descripción funcional adecuada podría dar cuenta de cómo los superespartanos de Putnam no manifiestan externamente el dolor especificando qué aspectos del proceso reprimen ciertas conductas usuales, evitando negar la existencia de ese estado mental.

En suma, el funcionalismo se abre del camino conductista (pese a mantener parte de sus pretensiones) al habilitar un concepto de estado mental asociado a un proceso interno al sujeto al que se atribuye, con poder causal, y que es explicativo sobre las condiciones iniciales o conductuales que constatamos en él.

Una consecuencia importante de esta propuesta es que, si lo definitorio de un estado mental es su descripción funcional, podríamos adscribirlos a sistemas físicos diversos mientras satisfagan la descripción correspondiente. Esto es lo que se llama realizabilidad múltiple de los estados funcionales. Por ejemplo, si dos sistemas físicos, x e y, satisficiesen la descripción funcional que caracteriza la ira, entonces podríamos decir que tanto x como y “están iracundos”, independientemente de que uno de ellos sea un humano, y el otro, algún animal distinto, o incluso un ordenador que cumpla con las características requeridas; el estado es el mismo, variando únicamente su implementación física.

Un programa de investigación que incorporó tesis funcionalistas en su núcleo es el cognitivismo. Según su primera versión, el cognitivismo clásico, la actividad mental es concebida como procesamiento de información, y más específicamente, como manipulación de símbolos. Se la describe apelando a la siguiente analogía: la mente opera como un ordenador. Uno puede suscribir a la metáfora del ordenador en sentido débil, si cree que la actividad mental se asemeja a la computacional, o en sentido fuerte, si sostiene que la actividad mental es esencialmente computacional (Martínez Freire, 1995). Especialmente en este último sentido, la única diferencia importante entre nuestra mente y los procesos ejecutados por un ordenador residiría en la implementación física diversa de cada uno, lo cual revela el compromiso con la tesis de la realizabilidad múltiple. Por ello, Alan Turing (1983) opina que ciertas máquinas podrían pensar y confía en que la línea con la que nos distinguimos de ellas será cada vez más difusa. Desde esta perspectiva, ejecutar estados mentales consiste en recibir inputs (como las entradas sensoriales) que sirven para producir la serie de representaciones simbólicas con las que trabajará un procesador central que determine ciertos outputs (como las salidas motoras) como resultado.

La segunda propuesta dentro del cognitivismo corresponde al conexionismo, que posee algunas diferencias con la anterior. Mientras que ésta considera que el procesamiento de información es serial, el conexionismo considera que el procesamiento es en paralelo. El modelo ya no está dado por la metáfora del ordenador, sino por las redes neuronales constituidas por capas que trabajan simultáneamente, tanto recibiendo como transmitiendo información constantemente desde y hacia las demás. Este enfoque surge al notar que, en el cerebro, nuestro “procesador central”, no existe una única unidad que controle el desempeño del resto del sistema, sino que sus distintos niveles se regulan entre sí en simultáneo. Sin embargo, el cerebro en conjunto sí funciona como un procesador central respecto del resto de nuestro organismo. Este modo de procesar la información es más eficiente, y ha guiado ciertas mejoras en la producción de ordenadores modernos. Así, el conexionismo aventaja a su predecesor.

El cognitivismo ha recibido numerosas críticas por separar tajantemente el ámbito propiamente cognitivo, correspondiente a los procesos centrales, de los componentes motores y perceptuales que intervienen en nuestro accionar frente al mundo, entendidos como procesos periféricos (Burdman, 2015, p. 476). Ellas constituyeron la motivación principal para proporcionar miradas superadoras, en las que lo relevante de lo mental no se agote en el cerebro. Esto resulta sugerente en cuanto atendemos a las emociones: no parecen ser estados mentales que tienen lugar en un procesador central a partir de disparadores externos y causando expresiones corporales ante ellos. Según James (1985), de hecho, es un mito pensar que la emoción está constituida por una reacción corporal posterior al procesamiento de un estímulo; en realidad, ante un estímulo, la percepción de los cambios corporales mientras se producen es lo que llamamos emoción. Es decir, no arribamos a emociones ni las expresamos a través del cuerpo como mero medio, sino que ineludiblemente las sentimos en el cuerpo. Por lo tanto, los cognitivismos son poco atractivos para dar cuenta de ellas.

Más allá de esto, el afán de enfatizar en demasía el rol del cerebro tiene implicancias que parecen ignorar la conexión inexorable que tiene nuestra mente con nuestra particular constitución corporal y nuestro vínculo con el mundo. A pesar de esto, el funcionalismo en que el cognitivismo se enraizaba no ha dicho su última palabra, ya que en este contexto dará origen a la próxima propuesta que analizaré.

IV. La mente extendida, revancha del funcionalismo

Nos encontramos ahora en una encrucijada: el conductismo pretendía erradicar la distancia mente-mundo, y el cognitivismo ha llegado a veces al otro extremo: un concepto de lo mental que enriquece excesivamente lo interno, y cuyo vínculo con la materialidad sólo tiene relevancia para otorgar los inputs necesarios y efectuar los outputs pertinentes. Aunque no eliminados, el mundo y el cuerpo quedaron notablemente relegados. La respuesta teórica ante este problema fue atacar la distinción tajante entre procesos centrales y periféricos, descrita hacia el final de la sección anterior.

En este contexto, Clark y Chalmers (2011) brindan su propuesta: la teoría de la mente extendida. La llamaré también “funcionalismo extendido”. Para ilustrarla, nos sitúan frente a la siguiente situación. Supongamos que Inga y Otto desean ir a una exposición en el Museo de Arte Moderno. Inga recuerda que está en la calle 53, por lo que sale a la calle, camina, y llega al lugar. Por otro lado, Otto padece Alzheimer y, tal como hace cotidianamente, anota los datos que necesita en una libreta que lleva consigo. De esta manera, cree que el museo está en la calle 53, anota ese dato, y emprende su camino hasta allí. Cada vez que lo necesita, chequea este dato en la libreta, llegando al mismo lugar. Según estos autores, en cada aspecto relevante, la memoria biológica de Inga desempeña la misma función que la memoria-de-libreta de Otto: ambas se vinculan de la misma manera con sus creencias e intenciones.

Así, infieren que no tenemos más derecho en llamar “mental” a la memoria de Inga que a la constituida parcialmente por la libreta de Otto. A partir del análisis de este caso y otros similares, enuncian el llamado “principio de paridad”:

Si, al afrontar cierta tarea, una parte del mundo funciona como un proceso que, si fuera hecho dentro de la cabeza, no dudaríamos en reconocerlo como parte del proceso cognitivo, entonces esa parte del mundo es (y así lo sostenemos) parte del proceso cognitivo (Clark y Chalmers, 2011, p. 8; cursiva en el original).

Según Sprevak (2009), este principio permite argumentar que, si dos procesos son suficientemente similares, con la única salvedad de que uno es interno y el otro externo, entonces ambos tienen derecho a ser considerados cognitivos; el ejemplo de Inga y Otto muestra que existen ejemplos de tales procesos. No obstante, Clark y Chalmers sostienen que el resto de los procesos mentales son susceptibles del mismo tratamiento, y que su hipótesis no se limita al dominio de la cognición.

Desde esta perspectiva, lo característico de un estado mental sigue siendo la estructura funcional del sistema al que se adscribe, identificado a partir de un patrón típico de causas y efectos. Recordar, por ejemplo, es un estado mental que está implementado de forma diversa por Otto e Inga, pero que cumple con el mismo patrón y les permite realizar las mismas tareas. Esto implica que el funcionalismo extendido sigue comprometido con la tesis de la realizabilidad múltiple, y que el principio de paridad es una forma de asumir ese compromiso. Comparte este aspecto con el cognitivismo. Sin embargo, hay al menos dos diferencias importantes con él. En primer lugar, la propuesta de Clark y Chalmers no conlleva distinciones entre procesos centrales y periféricos, quitándole buena parte de su hegemonía al cerebro y destacando el papel del resto del cuerpo y del mundo para los estados mentales. En segunda instancia, este enfoque tiene una particularidad con respecto a los seres vivos, como consecuencia del principio de paridad: el sistema al que se atribuye un estado mental puede estar constituido únicamente por elementos internos de un organismo, o incluir mereológicamente elementos que trascienden sus fronteras biológicas (cf.Rupert, 2004).

El funcionalismo extendido logra así destacar el rol que tiene la materialidad en el pensar, y a partir del caso de Otto e Inga, vimos que puede explicar adecuadamente al menos algunos de nuestros estados cognitivos. No obstante, la pretensión de Clark y Chalmers es que esta propuesta se aplique a los estados mentales en general, incluyendo las emociones. A continuación, argumentaré que no logra cumplir esta meta.

V. Obstáculos de los funcionalismos en la descripción de la emoción

Como hemos visto, el funcionalismo ha sabido adaptarse a algunas de las necesidades teóricas surgidas en el estudio de los estados mentales. Pero ¿resulta adecuado para dar cuenta de la naturaleza de las emociones? En el caso de los cognitivismos estamos motivados a responder que no. Sin embargo, el funcionalismo extendido retomó algunos de los compromisos de aquel enfoque, así que resulta legítimo renovar la pregunta. En esta sección intentaré evidenciar que el funcionalismo en general es inadecuado para la tarea propuesta, aunque cargaré las tintas especialmente contra la teoría de la mente extendida.

Aparentemente, todo lo que requiere el funcionalismo para poder adscribir estados mentales a determinados individuos, organismos o sistemas es que cumplan con su descripción funcional. Partamos, entonces, por tomar una descripción de este tipo referida a una emoción, para evaluar si este abordaje nos satisface:

Dolor es el estado que tiende a ser causado por el daño físico, y causa la creencia de que algo está mal con el cuerpo y el deseo de salir de ese estado; también tiende a causar ansiedad, y, en la ausencia de cualquier otro deseo contrapuesto que sea más fuerte, contracciones y gemidos. (Levin, 2004, citado por Sprevak, 2009, p. 6) [Traducción propia].

Recordemos que una primera ventaja del funcionalismo, contrapuesta al conductismo, es la posibilidad de describir ciertos estados mentales recurriendo a otros. No obstante, el funcionalismo, aunque alude a procesos internos, no sacrifica el privilegio de una perspectiva de tercera persona, ya que una descripción funcional circunscribe estados mentales siempre y cuando se especifique el conjunto de inputs y outputs observables que nos permitan identificarlos. El daño físico es el input en la descripción propuesta para el dolor. Los outputs serían la creencia de que algo está mal con el cuerpo, el deseo de salir de ese estado, la ansiedad, las contracciones y los gemidos. Si debemos ser fieles a una perspectiva de tercera persona, los primeros tres outputs deberían reconocerse o bien por sus propias manifestaciones externas, o bien recurriendo a otros estados mentales con sus manifestaciones correspondientes. Así aparece el primer problema: por cada estado mental invocado, las manifestaciones externas asociadas a él son extremadamente heterogéneas. Por ejemplo, si en la descripción de un estado mental A recurrimos a los estados mentales B, C, etc., las manifestaciones por las cuales inferimos la presencia de A se diversificarán cada vez más. Por otro lado, recordemos el experimento mental de los superespartanos de Putnam: un individuo podría sentir dolor sin manifestar ninguna de sus expresiones características. Ahora bien, un funcionalista podría responder que solo necesitamos saber cuáles son las manifestaciones usuales del dolor para establecer una descripción adecuada, pero sólo podemos reconocerlas antes de formular una descripción mediante el testimonio de primera persona de quienes lo padecen, lo cual es una estrategia inviable si pretendemos caracterizarlas exclusivamente en tercera persona.

Otros inconvenientes surgen al intentar especificar los inputs de las emociones. En la descripción del dolor, se apela al daño físico, lo cual no resulta especialmente problemático. Pero consideremos el caso del miedo: son increíblemente numerosos sus disparadores, aun refiriéndonos únicamente a los seres humanos. Y en un intento de evitar este problema, corremos el riesgo de caer en uno mayor. Como explica Malo Pé (2007), podríamos identificar el miedo como un estado causado por situaciones atemorizantes (sin más especificaciones), incurriendo en un círculo vicioso: se identifica al miedo en virtud de las situaciones que lo provocan, y a éstas a su vez a partir del miedo.

Sin embargo, el funcionalismo todavía podría eludir estos problemas. Se podrían señalar, en el caso original, ciertos rasgos observables del estado de dolor distintos de sus disparadores o manifestaciones. Ahora bien, ¿a qué podemos recurrir sino a los inputs y outputs que ya resultaron insuficientes? Quizás, a una indicación suficientemente detallada de los procesos intermedios que tienen lugar en el individuo que lo padece. Pero ¿en qué consistiría tal indicación sino en una serie de procesos neurológicos y fisiológicos determinados? Aunque corroborable científicamente, una descripción de este tipo es problemática para el funcionalismo porque impediría que se adscriba este estado mental a individuos con una constitución física muy diferente de la del individuo estudiado, contraponiéndose a la tesis de la realizabilidad múltiple. Ésta sería una descripción demasiado fina como para adscribirla a los múltiples sistemas que el funcionalismo pretende abarcar. Resulta especialmente manifiesto partiendo del funcionalismo extendido: si algunos sistemas extendidos y no reducidos a límites biológicos fuesen capaces de sentir dolor, una descripción que tome ciertos procesos neurológicos y fisiológicos como algo distintivo no es suficiente para atribuirles tal estado.

En conclusión, el funcionalismo no parece lidiar bien con la perspectiva de tercera persona, porque no permite delimitar claramente las causas (o inputs), efectos (u outputs) o rasgos observables de los procesos internos de las emociones. Ahora bien, considerando que el conductismo también ha tenido inconvenientes al intentar privilegiar aquella perspectiva, y que no hay alternativas que hayan logrado eludir definitivamente sus desafíos, ¿no deberíamos poner en duda esta pretensión?

Supondré, entonces, la renuncia a la exclusividad de la perspectiva de tercera persona. Entonces, ¿hay alguna otra forma de identificar las emociones que no requiera definir el conjunto de inputs y outputs y sea compatible con alguna variante del funcionalismo? En principio, sí: podríamos atender a los fines y acciones posibilitados por estos estados mentales, y así juzgar si una emoción está presente o no. De hecho, recordemos que el principio de paridad de Clark y Chalmers sirve para reconocer estados mentales “al realizar cierta tarea” (2011, p. 8). Antes de referirnos a las emociones, revisemos este punto con el ejemplo de Otto e Inga: si el cumplimiento de un determinado fin (ir al museo) es posibilitado por un proceso interno que típicamente como reconocemos como mental (recordar o memorizar), entonces cualquier proceso que incorpore elementos externos partiendo del mismo tipo de estrategia para lograr ese fin (el uso de la libreta) debe reconocerse también como mental. Nótese que no hay una explicación de qué es, para un estado, su “ser mental”, sino que se apela a situaciones en las que no dudaríamos en primera persona de su mentalidad (aquí, la memoria biológica interna), y se lo reconoce por analogía en otros casos. Así, la descripción funcional puede apelar a una acción o fin específico suficientemente representativo de la ocurrencia del estado en cuestión, en lugar de una pluralidad indeterminada de sus manifestaciones. Alva Noë (2010) comenta una investigación en la que personas ciegas, provistas de un sistema con cámaras enviando señales a vibradores en sus cuerpos, lograron en pocas horas agarrar objetos lejanos y golpear una pelota con una paleta de ping-pong; aquí, el criterio también vale: podemos afirmar que ellos ven porque la visión fue identificada en virtud de los fines y acciones que habilita.

Ahora bien, ¿es este un enfoque adecuado para abordar las emociones? En algunos casos, sí: la descripción del dolor incluía el deseo de salir del estado de daño físico; el miedo, por otra parte, quizás esté bien caracterizado como un estado mental que nos permita escapar de ciertos peligros. No obstante, no es claro que siempre sea así: podemos sentir dolor sin padecer un daño físico que mitigar, como en el caso (también tratado por Noë) de los miembros fantasma; también se puede temer al monstruo imaginario debajo de la cama sin encontrarse en peligro alguno del que escapar. Con otras emociones, como la ira o la alegría, resulta más complicado (aunque quizá no imposible) siquiera identificar fines representativos a los que sirvan.

Si queremos seguir por este camino, una buena opción es recurrir a la psicología y la biología para informarnos acerca de ciertos fines específicos a los que sirve cada emoción desde una mirada evolutiva. Las emociones serían concebidas como estados mentales que provocan comportamientos convenientes en relación con ciertas circunstancias en el entorno del individuo que las siente. Eso no implica que las emociones estén unidas inequívocamente con esos comportamientos; solo conllevan ciertas tendencias que han resultado favorables y por ello se han perpetuado en determinados organismos, aun cuando podamos experimentar emociones en otras situaciones. La ciencia podría comunicarnos algunos fines primarios de las emociones (como salir del estado de daño físico en el caso del dolor), pese a que podemos experimentarlas de formas diversas. De esta manera, aun cuando admitamos que los estímulos y respuestas involucrados en ellas son difíciles de identificar, podríamos inferir su presencia en una amplia serie de casos en que se manifiesten comportamientos asociados con aquellos fines.

Este tratamiento de la cuestión, no obstante, también es inconveniente para el funcionalismo. Aunque serviría para entender la aparición de la emoción en ciertos organismos, nos impediría inferir su presencia en sistemas no sujetos a la evolución. Si los fines que utilizamos para fijar la descripción de las emociones son evolutivos, entonces, o bien los individuos capaces de implementarlos deben haber participado del mismo proceso evolutivo y parecerse mucho físicamente, o bien deberían haber participado de una evolución convergente. Cualquier alternativa reduce mucho el alcance de la tesis de la realizabilidad múltiple. Por un lado, impide adscribir este tipo de estados mentales a ordenadores, enfrentando la metáfora cognitivista. Por el otro, también concierne al funcionalismo extendido. No es claro cómo elementos externos a ciertos organismos pueden integrarse mereológicamente en sistemas que implementen emociones aparecidas en un proceso evolutivo. Ahondemos en este punto: adscribir emociones, en lo cotidiano, es principalmente decir que un individuo las siente. Sin embargo, ¿deberíamos admitir que un sistema conformado por un individuo vivo y elementos no vivos que permanecen externos a él puede sentir emociones? Implicaría adscribirle emociones parcialmente a entidades no sintientes. Podemos admitir que ciertos elementos que trascienden las fronteras biológicas de un organismo son importantes andamiajes en sus maneras de vivir la emoción; algo notoriamente más controvertido es decir que el sujeto al que se atribuye una emoción es el sistema conformado por el organismo junto con esos elementos. Admitiendo lo primero somos capaces de dar cuenta de las emociones, y, sin embargo, Clark y Chalmers proponen lo segundo5. En conclusión, es la tesis de la realizabilidad múltiple (en sus distintas variantes) la que nos fuerza a adscribir estados mentales a demasiados individuos, y en el caso de las emociones, a más de los que muchos estaríamos dispuestos a aceptar.

En suma, los obstáculos surgidos hasta el momento para la formulación de una buena teoría sobre las emociones son los siguientes. El primero es la serie de complicaciones aparecidas al privilegiar una perspectiva de tercera persona, insalvables para el conductismo e inconvenientes para el funcionalismo. El segundo, la relegación del rol del cuerpo en lo mental, que era el principal problema del cognitivismo por su distinción tajante entre procesos centrales y periféricos. Entre las teorías analizadas, solo el funcionalismo extendido puede eludir simultáneamente ambos escollos. No obstante, un tercer y último obstáculo para una buena teoría consiste en que nos obligue a adscribir emociones a demasiados individuos, incluso en casos intuitivamente inaceptables. Aquí cae también la teoría de la mente extendida, dado que podría evitarlo si restringiese la adscripción de emociones sólo a seres vivos, pero entraría en conflicto con la tesis de la realizabilidad múltiple. Los requisitos para una buena teoría de las emociones aparecerán en diálogo directo con estos obstáculos.

VI. La emoción en acción

Hasta aquí, estudiamos una serie de teorías que no resultaron satisfactorias para dar cuenta de las emociones. Para evitar cada uno de obstáculos que aquellas propuestas no pudieron sortear, sostengo que una buena teoría sobre las emociones (i) no adoptaría una perspectiva únicamente de tercera persona, (ii) le otorgaría un rol preponderante al cuerpo, y (iii) permitiría adscribir emociones a organismos vivos exclusivamente. A continuación, argumentaré que el enactivismo, teoría alternativa al funcionalismo extendido, es una buena teoría sobre las emociones en este sentido preciso.

El enactivismo es un enfoque explícitamente defendido por primera vez por Varela, Thompson, y Rosch (1992), que entiende la cognición como una forma de relación íntima entre un agente y su entorno. Un agente susceptible de entrar en este tipo de vínculo debe constituir un sistema autopoiético:

Un sistema autopoiético está organizado (esto es, se define como una unidad) como una serie de procesos de producción (síntesis y destrucción) de componentes, en forma tal que estos componentes (i) se regeneran continuamente e integran la red de transformaciones que las produjo, y (ii) constituyen al sistema como una unidad distinguible en su dominio de existencia (Varela, 2000, p. 30).

Es decir, este agente debe “producirse a sí mismo” constantemente, engendrando y destruyendo constantemente sus propios componentes a partir de una interacción con su entorno que le permite preservarse como una unidad distinguible de él. En palabras de Di Paolo (2018), es un sistema material autoconstituido (se crea a sí mismo todo el tiempo, es autónomo) y precario (necesitado de interacción con el entorno) a la vez. Estas condiciones son las que lo hacen un ser vivo. Este agente es un “cuerpo vivido, que se mueve y se afecta a sí mismo, [y] crea un mundo de significados en su ser y en su actuar” (Di Paolo, 2018, p. 4). Con “crear un mundo de significados” nos referimos al hecho de que en este accionar del agente sobre sí y sobre su entorno es que el agente aprende a distinguir entre lo que es bueno, irrelevante o malo para su autopoiesis, y así aparece un mundo ante él que ya cobra sentido, como mínimo, en esos términos6. Según el enfoque enactivo, eso es lo constitutivo de la cognición, que no requiere niveles altos de abstracción y complejidad, pero también los abarca.

Desde este marco, todo acto de cognición conlleva acción; tiene lugar en la medida en la que un agente actúa sobre sí y sobre el entorno. Además, involucra al agente entero, al cuerpo vivo como totalidad, y siempre tiene un horizonte afectivo. Colombetti (2010) argumenta que esto tiene implicancias importantes para comprender la emoción7. En primer lugar, porque para poder ejercer la autopoiesis, el agente vivo debe poder regularse y monitorearse respecto de sus condiciones vitales. A partir de allí, el agente puede determinar una serie de preferencias respecto de su mundo circundante en el que establece qué es mejor o peor para su preservación, orientando el curso de sus próximas acciones. Esta facultad del organismo vivo es llamada adaptabilidad [adaptivity]. Luego, la autora remarca que las funciones de autoregulación y adaptabilidad coinciden con las que Panksepp (1998) y Damasio (1999) reconocen en la emoción, concebida como un estado que fija preferencias y guía la acción de un organismo para permitir la adaptación a circunstancias desafiantes para su vida. Observemos que, entonces, la cognición y la emoción comparten muchas de sus características y su finalidad, que es garantizar el éxito de la autopoiesis del organismo vivo. Así, Colombetti concluye que todo acto cognitivo tiene también un horizonte emocional. Finalmente, agrega que nada de lo antedicho implica que cada organismo vivo siente las emociones más usuales, como temor, ira o alegría, sino que éstas son solo algunas de las manifestaciones de la experiencia emocional, que las abarca.

Esta forma de concebir las emociones lejos está de resultar marginal. William James, a quien ya mencioné previamente, sostiene que “los cambios corporales siguen directamente a la percepción del hecho desencadenante y que nuestra sensación de esos cambios según se van produciendo es la emoción” (1985, p. 59) y que, de lo contrario, los estados mentales estarían librados de todo calor emocional, cuando ese no es el caso. Esto muestra las cualidades de automonitoreo y autoafección que el enactivismo reconoce en la emoción. Sartre (2015), por su lado, indica que la emoción configura un horizonte de significados en el que nos encontramos situados y condicionados a actuar, y explica que los episodios emocionales violentos operan grandes cambios en nuestra experiencia subjetiva. Es decir, la emoción configura nuestro mundo, tal como lo establece el enactivismo cuando la asocia a la cognición.

Ahora bien, el enactivismo propone una mirada alternativa sobre las emociones que coincide con muchas apreciaciones de peso al respecto. Sin embargo, ¿cumple con las expectativas que fijamos previamente? Considerémoslo en detalle.

Para empezar, (i) el enactivismo no privilegia una perspectiva de tercera persona, sino que remarca continuamente el carácter subjetivo de la emoción en la construcción del mundo que habita un agente vivo a partir de su interacción con el entorno. No se preocupa en identificar las emociones “desde fuera”, ni lo requiere para dar cuenta de ellas.

En segunda instancia, (ii) este enfoque le otorga un rol preponderante al cuerpo. No es otra cosa que el cuerpo vivo, en pos de garantizar las mejores condiciones para su sostén (esto es, su autopoiesis), el que realiza una evaluación de su propio estado y del mundo que lo rodea en lo que llamamos experiencia emocional. Esto involucra al cuerpo en su totalidad, y no únicamente al cerebro. En este aspecto también se diferencia del funcionalismo extendido, en el sentido de que para éste la corporalidad es relevante únicamente en tanto materialidad de implementación (de ciertos estados mentales), y en el enactivismo, en tanto materialidad vital (Burdman, 2015, p. 485).

En tercer lugar, (iii) el enactivismo permite adscribir emociones (y en general, experiencia emocional) únicamente a organismos vivos. Parte de su fundamento consiste en que la emoción está intrínsecamente vinculada con el fin de garantizar la viabilidad de la autopoiesis, que es un proceso exclusivo de los seres vivos. En este marco, podemos retomar la posibilidad de identificar las emociones a partir de fines específicos convenientes desde una perspectiva evolutiva. Si bien todo acto cognitivo tiene horizonte emocional, podemos suponer que hay ciertas preferencias y tendencias, surgidas en este accionar, que resultaron más efectivas para ciertos seres vivos ante sus circunstancias. En este sentido, no es de extrañar que existan formas específicas de la experiencia emocional extendidas en un número notable de individuos porque fueron provechosas para garantizar su autopoiesis, ni que las emociones individuales más básicas a las que aludimos (ira, temor, alegría, dolor) sean algunas de esas formas. Por otro lado, ahora disponemos de una explicación sobre por qué la tesis de la realizabilidad múltiple, sin mayores especificaciones, acarreaba problemas: podríamos adscribir emociones a sistemas muy diferentes, siempre y cuando éstos sean organismos vivos; sin esta restricción, ausente en el seno del funcionalismo, las atribuciones de emociones carecen de sentido.

Finalmente, cabe mencionar que el enfoque enactivo no impide que formulemos descripciones funcionales acerca de las emociones, mientras mantengamos algunos recaudos. La pretensión de identificar emociones a partir de ciertos inputs, procesos intermedios y outputs falla en el enactivismo porque la emocionalidad inunda toda la experiencia subjetiva de un agente, y se encuentra intrínsecamente vinculada con su manera de actuar sobre el entorno. La misma distinción entre inputs y outputs pierde así gran parte de su atractivo; en parte, todo es input y todo es output. No obstante, todavía es posible formular descripciones funcionales relativamente aceptables. Por ejemplo, el temor puede describirse como la emoción que provoca la tendencia a evadir una situación de peligro. La circunstancia disparadora (la situación de peligro) ocupa el lugar del input en esa descripción, y el fin al que se tiende (la evasión), el del output. Debe reconocerse, sin embargo, que la situación disparadora es tal por constituir un elemento nocivo dentro de un horizonte emocional más amplio que el del episodio puntual de temor, y que el fin está determinado por ser un comportamiento apropiado según la tendencia del individuo de garantizar su autopoiesis. Por eso, lo que constituya el peligro o la evasión puede diferir en cada individuo. Así, la corrección de las descripciones funcionales no peligra por la pluralidad de disparadores y manifestaciones de las emociones correspondientes, aunque es dependiente de los compromisos del enactivismo.

En suma, el enactivismo no solo resulta ser un enfoque adecuado para el tratamiento de las emociones por sí mismo, sino que también logra rescatar algunos aciertos de las perspectivas teóricas que lo precedieron, a la vez que satisface las pretensiones surgidas al criticarlas.

VII. Conclusión

En este trabajo me dediqué a explorar la naturaleza de las emociones desde algunas de las principales corrientes teóricas que se abocaron al estudio de la mente durante el último siglo.

Comencé por estudiar el conductismo, que, en su pretensión de conocer los estados mentales desde una perspectiva de tercera persona, los ha concebido únicamente como disposiciones a la conducta, identificables a partir de regularidades en las respuestas de los individuos ante determinados estímulos. A su vez, notamos que esta propuesta no resiste argumentos que revelan la necesidad de apelar a estados internos de los individuos para poder dar cuenta de las emociones y de la mente en general, como el de los superespartanos de Putnam.

A continuación, analicé el funcionalismo, que establece cierta continuidad con la perspectiva anterior en el sentido de que también pretende estudiar los estados mentales desde una perspectiva de tercera persona y los concibe como disposiciones a la conducta. No obstante, elude los argumentos contra el conductismo porque admite que los estados mentales son procesos internos que tienen lugar a partir de una serie de inputs y provocan a su vez determinados outputs como respuestas ante ellos. A su vez, advertí que este marco conlleva el compromiso de que cualquier sistema, por diversa que sea su constitución física, es capaz de poseer un estado mental si puede implementar el tipo de procesos estipulados en su descripción funcional, en lo que se conoce como tesis de la realizabilidad múltiple.

La mayor parte del artículo está dedicada a evaluar por qué las distintas teorías que asumieron los compromisos de corte funcionalista no resultan satisfactorias. El cognitivismo, tanto clásico como conexionista, comprendiendo lo mental como procesamiento de la información con sede central en el cerebro, ha relegado el rol del resto del cuerpo, en contraposición con la postura de James acerca de las emociones. Por su parte, el funcionalismo extendido recupera cierta centralidad del cuerpo, aunque habilita de forma innecesaria la atribución de estados mentales a sistemas que incluyen elementos externos no vivos, lo cual resulta contraintuitivo en el caso de las emociones. A su vez, ubiqué la fuente de los problemas de ambas teorías en la pretensión de privilegiar la perspectiva de tercera persona, y en la tesis de la realizabilidad múltiple.

Hacia el final del trabajo, si bien vislumbramos la posibilidad de admitir la corrección de algunas descripciones funcionales de las emociones, sostuve la necesidad de apostar por una teoría alternativa que cumpla con tres requisitos para no caer en los mismos obstáculos que sus predecesoras: que no sobreestime la perspectiva de tercera persona, otorgue un rol central al cuerpo, y que pueda adscribir emociones únicamente a los seres vivos. Así justifiqué la primera de las tesis propuestas en un inicio del trabajo, respecto del criterio que debe satisfacer una buena teoría de las emociones. Con esta motivación en mente, procedí a argumentar en favor de la segunda, argumentando que el enactivismo exitoso para poder cumplir con tanto con nuestras expectativas iniciales como las surgidas a partir del estudio de las demás propuestas. Bajo este enfoque, finalmente, podemos concluir que la forma más provechosa de explicar las emociones no es concebirlas como estados mentales que no se experimentan a través del cuerpo como un mero medio o instrumento, sino que se sienten en el cuerpo en plena acción.

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Notas:

2A propósito del desarrollo del artículo, el lector quizás note que me extenderé bastante sobre la presentación y críticas de varias teorías de la mente, reduciendo el tratamiento que podría haberle dado a las secciones dedicadas al enactivismo. En un trabajo que se dedique a defender de forma extremadamente rigurosa el enfoque enactivo, eso podría resultar insuficiente. Sin embargo, este no es ese tipo de trabajo: mi intención es evaluar cuáles son los aspectos que llevan, en una teoría de la mente, a un buen abordaje de las emociones. Hacer un recorrido por distintas teorías de la mente, incluyendo el enactivismo (que efectivamente considero una teoría muy provechosa), me es esencial para mostrar este punto, pero no constituye mi objetivo principal. Agradezco a un evaluador anónimo por señalarme este punto respecto de la estructura argumentativa de mi propuesta.

3Sigo aquí la distinción entre conductismo lógico y metodológico, acorde a la distinción que expone García Carpintero (1995), y evito explayarme acerca del segundo, que no niega la existencia de estados mentales solo accesibles por un sujeto en primera persona, pero recomienda no teorizar acerca de entidades a las que solo se podría acceder por introspección.

4Adoptar una perspectiva de tercera persona significa suscribir a una descripción de los estados mentales limitada a dar cuenta de sus manifestaciones externas (por ejemplo, las conductuales). En cambio, una perspectiva de primera persona incluiría la descripción de ciertos aspectos de los estados mentales que no se manifiesten externamente de forma patente y unívoca, que no pueden ser directamente observados por individuos que no se encuentren en esos estados.

5Parece ser que contemplar la existencia de andamiajes externos en los estados mentales, pero atribuirlos únicamente a organismos, es suficiente y menos controversial para muchos casos abordados por el funcionalismo extendido, incluyendo el ejemplo de Otto e Inga. Esta crítica, planteada por Rupert (2004) respecto de la cognición, es aplicada aquí en el ámbito de las emociones.

7En este contexto, es importante señalar que Colombetti (2017) distingue entre los estados afectivos y las emociones, dado que las últimas son acerca de objetos, personas o eventos específicos (por ejemplo, puedo tener miedo de una araña, de mi jefe o de volar), mientras que los primeros no están relacionados intencionalmente con el mundo de esta manera porque “no son acerca de nada en particular” (p. 1438). Sin embargo, es posible sostener que las emociones son los estados afectivos más complejos, compartiendo la mayoría de sus rasgos (cf.Fuchs, 2013), y por ese motivo me tomaré la licencia de referirme únicamente a ellas de aquí en adelante.

Recibido: 23 de Marzo de 2022; Aprobado: 09 de Agosto de 2022

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Docente de la Universidad de Buenos Aires. Licenciado en la misma universidad. Su principal publicación es: Madroñal, I. F. (2021). Enseñar un problema en Filosofía de las Ciencias: la subdeterminación empírica, en Acta Scientiarum. Human and Social Sciences, 43(1), e59108. Sus áreas de trabajo son la Filosofía de las Ciencias y la Epistemología Social.

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