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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.56 Cali Jan./June 2023  Epub Apr 20, 2023

https://doi.org/10.25100/pfilosofica.v0i56.12861 

Traducción

El poder político en Spinoza. Alexandre Matheron1 2

1 Universidad Icesi, Cali, Colombia. E-mail: amayala@icesi.edu.co

2Université de Caen Normandie, Francia. E-mail: thomas.rimbot@posteo.net


Palabras Claves: Alexandre Matheron; poder político; Spinoza; derecho natural.

Al tener Dios5 derecho soberano y un poder soberano sobre todas las cosas, al ser cada individuo Dios mismo en tanto que afectado por una modificación determinada, cada individuo tiene tanto derecho como fuerza (TTP, XVI; TP, II, 3): esta tesis «escandalosa» es el único punto de partida de toda la doctrina política de Spinoza. Basta desarrollar todo lo que ella implica para observar cómo se resuelve el problema de la legitimidad del poder estatal, así como de su óptimo funcionamiento. Pero este punto de partida es, así mismo, la culminación de toda una historia.

Tradicionalmente, los dos problemas estaban ligados. En un universo donde cada ser tendía a realizar su fin específico, y donde estos diferentes fines se encontraban subordinados los unos a los otros con Dios como término último, la sociedad política tenía también su función propia: asegurar el «bien común» a fin de permitir a los hombres, cada uno en su lugar en esta totalidad jerarquizada, de realizar al máximo su naturaleza de hombres y, dado el caso, de cumplir su destino sobrenatural. La sociedad política era buena en la medida en que cumplía bien esta función y legítima en la medida en que era buena. De ahí que, por principio, se diera la imposibilidad de justificar, con todo rigor, cualquier absolutismo: los príncipes, que no eran todavía verdaderamente «soberanos», debían respetar el orden natural (es decir, por supuesto, el feudal) que definía las condiciones mismas del bien común. Por eso, también, casi inevitablemente, se daba la subordinación del poder civil al poder eclesiástico, que podía ser más o menos indirecta según las relaciones más o menos estrechas que se establecieran entre el fin natural y el fin sobrenatural, pero que hubiera sido muy difícil negar totalmente en el marco de esta problemática: ¿quién, mejor que la iglesia, hubiera podido juzgar lo que ponía en peligro la salud de las almas?

La necesidad de destruir esta doble restricción entrañó, después de muchos tanteos cuyo origen se remonta a la Edad Media misma, la separación completa del bien y del derecho. Si los filósofos lo querían podían especular todavía sobre la «mejor» forma de gobierno, a partir de consideraciones ético-religiosas que se volvieron progresivamente más inciertas a causa del estremecimiento de la cosmología antigua. Pero el fundamento de la legitimidad, con Grocio, en adelante fue otra cosa. El género humano, por supuesto, ya no era más que un conjunto de individuos poseedores de derechos. Todo hombre, naturalmente, tenía un derecho de propiedad sobre su propia persona: propiedad inalienable de su vida y de sus miembros, propiedad alienable de la dirección de sus acciones. Lo que se poseía a título alienable se podía dar o vender, en plena propiedad o usufructo, definitivamente o temporalmente, en su totalidad o en parte. Lo que uno había alienado libremente, uno no lo tenía más; lo que uno había recibido en las mismas condiciones, uno lo tenía. Había una sola obligación, en definitiva: respetar el bien del otro; lo anterior entrañaba, a título de corolario, el deber de mantener las promesas porque los derechos que se habían dado y vendido voluntariamente a otro se convertían en su bien.

A partir de este «estado de naturaleza» original, todo un juego de transferencias condujo a la humanidad a la situación actual: Dios, amo de la tierra, la donó in divis a todos los hombres que luego decidieron repartírsela. Los hombres, a título privado, vendieron la dirección de sus propias acciones a otros hombres para poder sobrevivir; los pueblos, por último, para gozar en paz de estos nuevos bienes, cuya posesión quedaba precaria, abandonaron colectivamente la dirección de sus acciones a los soberanos y salieron del estado de naturaleza. Esta doctrina encajó admirablemente con una época de transición, pues sobre la base de principios ya burgueses, permitía justificar, muy exactamente, cualquier cosa: cualquier relación de producción, capitalista o feudal, incluso esclavista, cada individuo era libre de venderse en las condiciones de su elección; por la misma razón, cualquier forma de Estado estaba justificada. En efecto, una vez concluido el contrato social, las apuestas ya estaban hechas: este derecho de dirigir las acciones individuales, que el pueblo había entregado al soberano, éste lo tenía irreversiblemente; si este derecho había sido entregado sin restricción, el soberano lo poseía sin restricción, mientras él deseara conservarlo. La cuestión del bien común cesaba de ser pertinente jurídicamente: bueno o malo, era este el gobierno que el pueblo había querido, y éste no podía retomar lo que había dado voluntariamente. De ahí la posibilidad del absolutismo.

Dado que el Derecho se separaba del Bien, no por ello se aproximaba al simple hecho6. Pues es también un hecho que los pueblos se rebelan. ¿Qué pensará de eso el jurista? ¿Que los hombres están equivocados por no conformarse con las prescripciones de la razón? ¿Qué hay que explicárselas? ¿Qué hay que hacerles comprender lo que está lógicamente implicado en el contrato social? Pero, dirá Spinoza, si los hombres fueran capaces de vivir bajo la sola dirección de la Razón, no tendrían precisamente necesidad de un gobierno (TTP, V). Los juristas del derecho natural concuerdan así con los filósofos tradicionales en la categoría de fabricantes de utopías: legislan para una naturaleza humana ideal cuya existencia misma privaría su ciencia de todo objeto, y cuando se vuelven hacia una realidad que se niega a someterse a sus normas es para acusarla (TP, I, 1) y llamar a la represión. En cuanto a la técnica de esta represión, complemento indispensable de sus especulaciones -y que son el anverso ideal- ellos la dejan púdicamente a los «políticos» empiristas cuyas recetas, de tipo más o menos maquiavélico, demostraron su eficacia (TP, I, 2).

El mismo Hobbes no escapa de esta crítica. Sin embargo, él había dado un paso en la vía de la reducción del derecho al hecho. La norma jurídica suprema, según él, era el instinto de conservación biológico. En el estado de naturaleza era donde, por consecuencia, el individuo era el único juez de los medios que debía emplear para proteger su existencia, y ningún medio de protección podía ser excluido a priori: cada uno, efectivamente, tenía el derecho de hacer lo que quería, si lo podía. Pero esta coincidencia entre derecho y hecho era puramente coyuntural: ya en el estado de naturaleza la razón nos prescribía condicionalmente, a título de medio únicamente susceptible de conducirnos verdaderamente a nuestro fin, obligaciones tales como la de respetar los contratos concluidos. Lo anterior se puede vislumbrar en el pensamiento de Grocio, ya que lógicamente no se puede querer conservar los derechos que se han abandonado. Simplemente la condición requerida para la aplicación de estas «leyes naturales», es decir, la garantía de reciprocidad, se encontraba, por definición, siempre ausente. Pero no ocurría esto mismo en el estado civil: al llevar a cabo el contrato social, al comprometerse los unos con los otros para entregar enteramente al soberano la dirección de todas sus acciones, en tanto que él asegurara la protección (porque este era el único medio de salir del estado de naturaleza), se había creado, al mismo tiempo, la fuerza necesaria para tener tranquilidad con respecto a la lealtad de los socios; la obligación, desde entonces, era plenamente eficiente: este derecho de dirigir las acciones, no se tenía más, sólo el soberano lo conservaba, y por consecuencia se tenía el deber de obedecerlo en todas las cosas, aunque, impunemente, podía abstenerse de hacerlo. Por consiguiente, en este caso, se da la necesidad del absolutismo. Pero de un absolutismo que era también del más alto nivel utópico, ya que su aplicación efectiva sólo era posible si los sujetos comprendían, después de haber leído a Hobbes, todo lo que estaba lógicamente implicado en su compromiso voluntario.

En cuento a Spinoza, éste va hasta el extremo, con una alegre y buena consciencia. Y lo puede hacer porque tiene los medios teóricos. Porque si la norma suprema, tanto para él como para Hobbes, es la tendencia a perseverar en el ser (el conatus) (E, III, 6), todo dualismo medio-fin desaparece: el conatus no se reduce a un instinto de conservación biológica que solo definiría nuestro fin y al servicio del cual todo el resto sería solamente medios; consiste en nuestra tendencia a actualizar todos los efectos de nuestra esencia individual (E, III, 7), entendiendo que estos efectos (en la medida en que ninguna esencia podría contener contradicciones internas) (E, III, 4) culminan necesariamente en la conservación en la existencia. Entonces engloba la totalidad de los deseos y las acciones. Por consecuencia, la totalidad de los deseos y de las acciones se van a beneficiar del privilegio que Hobbes reservaba solamente a la preocupación del hombre por evitar su muerte: el hombre tiene el derecho, en todas las circunstancias, de hacer lo que quiere si lo puede; todo lo que hace, por el solo hecho de que lo hace, es legítimo (TTP, XVI; TP, II, 4). Así se concluye, bajo una forma «escandalosa», la «revolución copernicana» en materia de derecho: por cierto, la voluntad individual es la única fuente de todo derecho, pero a condición de ir hasta el extremo y de comprender bien que se trata de cada volición en cada instante, sin compromiso irreversible; mi voluntad sólo me obliga en cuanto que es mi voluntad.

¿Qué son estos «derechos» que son al mismo tiempo «cosas que tenemos» y cosas que ya no tenemos cuando las abandonamos? Esta reificación no tiene ningún sentido. Decir que yo abandono la dirección de mis acciones significa simplemente que, en tal momento, por tales motivos, yo quiero obedecer a algún otro; pero si estos motivos desaparecen, yo retomo ipso facto esta dirección. Tengo entonces el derecho de violar mis promesas si mis deseos cambian (TTP, XVI; TP, II, 12); también en el estado civil, tengo el derecho de desobedecer si lo quiero y si no temo al castigo, a mis riesgos y peligros (TTP, XVI; TP, III, 8). ¿En nombre de qué haría lo contrario? ¿De Dios? Pero si yo soy Dios mismo modificado de una cierta forma; mi potencia es ella misma la de Dios, o una parte de la de Dios, que se confunde precisamente con su derecho (TTP, XVI; TP, II, 3). Sin duda Spinoza habla, así mismo, de una «ley divina natural» (TTP, IV), pero se trata simplemente de deseos del hombre razonable, en cuyo espíritu las ideas adecuadas ocupan un lugar bastante grande para que éste pueda actuar según las solas leyes de su naturaleza; y este hombre, efectivamente, no tiene el derecho de violar las prescripciones de la razón, ya que ahora no puede desearlo. Pero los ignorantes que lo desean tienen este derecho, pues si ellos son determinados a actuar por las causas exteriores, estas causas exteriores siguen siendo Dios. La identificación del derecho con el hecho es entonces total y sin reserva. Aceptando la nueva concepción de derecho, Spinoza la desmitifica radicalizándola.

Eso es lo que va a alterar de fondo la problemática del contrato social común a Grocio y a Hobbes, aunque, en el Tratado Teológico-político (pero más en el Tratado político, salvo en un pasaje ambiguo), Spinoza habla aún el lenguaje contractualista. El contrato social no puede consistir en un «abandono» de derechos que originalmente el hombre habría tenido; el estado civil no es una ruptura con el estado natural: es la continuación de éste (Carta L)7 (¡incluso por los mismos medios!), ya que, en uno como en el otro, el derecho se mide siempre con respecto al deseo y a la potencia (TP, III, 3). El fundamento de la obligación política ya no puede residir en el compromiso que se habría tomado de una vez por todas y que vincularía a los hombres. Decir que el soberano tiene el derecho de gobernar a los hombres quiere decir simplemente que los hombres le obedecen de hecho; si acaban de obedecerle, no es más soberano (TTP, XVI; TP, III, 8-9; TP, IV, 4). La legitimidad del poder político no es otra cosa que su capacidad de conservarse y de reproducirse permanentemente por la mediación del consentimiento que el soberano logra, cada día y a toda hora, obtener de los individuos, y que solo, lo hace existir como tal. El contrato social es el conatus del Estado.

Pero, al mismo tiempo, va a volverse a establecer el vínculo entre el problema de la legitimidad del Estado y su funcionamiento optimum, aunque la relación ahora esté invertida. En efecto, el consentimiento de los individuos no se obtiene de cualquier manera: a largo plazo, los prestigios de la retórica sofistica y las recetas «maquiavélicas» son irrisorias. Los hombres, gobernantes como gobernados, son determinados necesariamente a actuar por las leyes de su naturaleza y por las causas exteriores que los afectan: si los dirigentes son determinados necesariamente a gobernar de un modo tal que los sujetos sean necesariamente determinados a aceptar obedecerlos, y si esta obediencia crea las condiciones que los re-determinan necesariamente a gobernar de la misma forma (si las relaciones de fuerza entre los gobernantes y gobernados se organizan en una estructura auto-regulativa), el Estado se mantendrá necesariamente; si no, acabará por destruirse, y peor para éste (TP, I, 6). El Estado será más perfecto en tanto actualiza mejor su naturaleza de Estado, su conatus funcionará mejor si tiene una capacidad mayor de perpetuarse, es decir, de ser más legítimo. Estas son las estructuras auto-regulativas que la ciencia política debe descubrir para cada tipo de Estado.

Toda problemática de la «transferencia» está excluida (incluso aún si Spinoza emplea la palabra en el Tratado Teológico-Político), por lo tanto, ya no es necesario para fundar la legitimidad del Estado suponer, de manera ficticia o no, que los hombres han vivido primero en el estado de naturaleza para solo luego abandonarlo: la cuestión del fundamento ya no tiene nada que ver con el asunto del origen cronológico (TTP, XVI), aunque hipotético o no. Pero la consideración del estado de naturaleza se impone además por otra razón: ella permite reconstruir las leyes del funcionamiento de la estructura del Estado a partir de las que determinan el comportamiento de sus elementos individuales, como se reconstruye las leyes de los cuerpos compuestos a partir de las de los cuerpos simples. Si se puede mostrar que los hombres, colocados hipotéticamente en el estado de naturaleza, establecen necesariamente entre ellos relaciones de fuerzas cuyo resultante mecánico global es la constitución del Estado, se puede mostrar que este proceso es el mismo por el que el Estado se produce y se reproduce él mismo de manera continua, a través de los comportamientos que él determina para sus miembros y se habrá comprendido a la vez por qué hay necesariamente sociedades políticas y cómo funcionan. El tiempo de la génesis no será más el de la historia, sino el del discurso científico.

Tomemos, entonces, primero a un individuo aislado, cara a cara con la naturaleza, y veamos lo que hará. Necesariamente, querrá las cosas que, por un mecanismo que ignora completamente, lo hicieron, por casualidad, alegre favoreciendo así su conatus: se adherirá incondicionalmente, se alienará en ellas, las tomará como fines creyéndolas objetivamente «buenas»; de la misma forma, se separará incondicionalmente de las cosas que lo hicieron, por casualidad, triste (E, III, 12-13). Necesariamente, proyectará su propia experiencia sobre la naturaleza, creyéndola también sumisa a sus fines; atribuyéndole como origen una divinidad antropomórfica (E, I, apéndice). Alienación «económica» en los «bienes» de este mundo, alienación ideológica que nace de la primera y la refuerza: tales serán las dos dimensiones de su existencia. Después esta doble alienación derivará, según la casualidad de los encuentros, las asociaciones fortuitas que podrán llevar a nuestro individuo a atarse a cualquier cosa (E, III, 15). El individuo oscilará según los caprichos de la naturaleza: las circunstancias desfavorables lo sumergirán en el temor (E, III, 18), que transformará en superstición su ideología religiosa hasta entonces bastante imprecisa (TTP, prefacio); las circunstancias favorables harán renacer en él la esperanza, lo volverán menos supersticioso; pero su impotencia será tal que las primeras predominarán considerablemente sobre las segundas.

Ahora, pongámoslo en presencia de otros hombres. Necesariamente imitará sus sentimientos (E, III, 27). Si uno de ellos sufre, él lo aliviará de su infortunio (E, III, 27, corolario 3, escolio) dándole una parte de sus «bienes»: le dará una limosna. Compartiendo la alegría de la obligación, deseará renovarla mediante todo tipo de dones suntuosos que le permitirán amarse a sí mismo a través del amor que el otro experimentará por él (E, III, 29-30); su ambición de gloria (E, III, 29, escolio) instaurará espontáneamente una relación tipo vasallaje: la persona que debe estarle agradecida se unirá incondicionalmente a él como a su señor. Después, en lugar de siempre sacrificar sus propios deseos a los de su vasallo para gustarle, sacará provecho del prestigio que habrá adquirido para tratar de hacerlo amar lo que él mismo ama, de hacerlo adoptar su propio sistema de valores, de imponerle lo que está «bien» y lo que está «mal» (E, III, 31, corolario): su ambición de gloria se convertirá en ambición de dominación (E, III, 31, corolario, escolio), y cuando llegue a querer imponer su propia superstición se convertirá en intolerancia; su vasallo ante esta opresión, cada vez más invasiva, comenzará entonces a odiarlo. Por último, si su vasallo dispone de un «bien» que puede ser poseído solo por una persona, él se esforzará necesariamente en despojarlo para disfrutarlo él mismo (E, III, 32). Esto no vale para cualquier tipo de bienes, sobre todo no aplica para el dinero, porque (parece evidente para Spinoza) cualquiera puede siempre, por medio de su trabajo y su ahorro, adquirir cualquier suma sin despojar al otro; pero la tierra, contrario al dinero, divide a los hombres porque ella es un bien monopolístico por naturaleza: si alguno posee un campo, él otro no lo posee (TP, VII, 8); y en el estado de naturaleza donde no existe aún dinero, podemos atarnos sólo a la tierra; el señor se aprovechará de su posición de fuerza para acumular exacción tras exacción lo que exacerbará el odio del vasallo. Sin embargo, entristecido por la miseria de su víctima, le dará una limosna de una parte de lo que él le ha arrebatado, y el ciclo podrá quizá empezar de nuevo. Vemos lo que resulta de esto: los hombres pasarán alternativamente por ciclos de reciprocidad positiva donde dominará el reconocimiento (E, III, 41, escolio) y donde podrá esbozarse un comercio embrionario; y por ciclos de reciprocidad negativa dominados por la cólera, la venganza (E, III, 40, corolario 2, escolio) y la guerra, pero en ausencia de una autoridad reguladora, la guerra prevalecerá de modo aplastante sobre el comercio.

No parece exagerado decir, aunque sea solo una impresión personal, que el hombre apasionado viviendo en el estado de naturaleza representa, para Spinoza, todo lo que un burgués holandés «progresista» del siglo XVII podía encontrar de negativo en un hombre medieval. En Hobbes, la cuestión era más compleja: el estado de naturaleza correspondía a la vez a la anarquía capitalista y a la anarquía feudal; la guerra de todos contra todos resultaba del apetito insaciable de honores y de gloria, pero éste mismo tenía por causa última la contabilización del futuro y la comercialización de la potencia. Nada de esto se encuentra en Spinoza: el deseo de gloria no contiene ningún cálculo; el hombre apasionado vive espontáneamente de la forma feudal; sólo un condicionamiento político bien agenciado podrá transformarlo en burgués.

Pero es justamente aquí que lo anterior debe tender a producirse. En efecto, el estado de naturaleza, necesariamente, por el solo juego de sus propias leyes, se supera a sí mismo. Esta superación no implica ningún «abandono» de los derechos: si el derecho se mide por la potencia, no tenemos en el estado de naturaleza prácticamente ningún derecho; a lo largo de estas incesantes fluctuaciones, cada uno, alternativamente, cae bajo la dependencia de otro; los mismos que dominan momentáneamente temen perder su poder, quedando así, de otro modo, bajo la dependencia de aquellos a los que temen; ninguno puede estar seguro de gozar de nada porque ninguno es capaz, por sus solas fuerzas, de defender su bien contra todos (TP, II, 9 y 15). Pero, precisamente, esta interdependencia fluctuante, la peor de todas, tiende ella misma a consolidarse; esta consolidación, con el margen de seguridad que ella asegura, no es otra cosa que el pasaje al estado civil.

Para comprenderla, pongamos juntos a un número suficientemente grande de individuos. Cada uno, en sus relaciones con otro, pasa sucesivamente por alternancias de reciprocidad positiva y de reciprocidad negativa. Cada uno para cada uno, alternativamente, es enemigo y amigo, objeto de esperanza y objeto de temor. Es suficiente, en estas condiciones, de un poco de memoria para que todos logren contar con un solo apoyo y temer a una sola cosa: la potencia de todos; lo que ya basta para constituir una sociedad política en el estado naciente (TP, III, 3). Cada uno, por tanto, desea necesariamente cooperar con todos para obtener la ayuda de todos a fin de protegerse de cada uno (TTP, XVI; TP, II, 15).

Este esbozo de cooperación, después de algunos titubeos, debe instaurar bastante rápido un bosquejo de disciplina colectiva. En caso de conflicto entre dos individuos, cado uno de los otros miembros del grupo, para obtener el favor de la mayoría, se pondrá al lado del que al parecer debe reunir la mayoría de los sufragios: una opinión común se constituirá relativamente sobre lo que está bien y lo que está mal, con las justificaciones ideológicas más o menos supersticiosas que esto suponga. Todos, entonces, como un solo hombre, prestarán ayuda al que aprueben, por el cual el adversario será aplastado; si esto se produce varias veces seguidas, cada uno, seguro de estar protegido por una fuerza pública cimentada por la unidad ideológica del grupo, podrá gozar en paz de fragmentos de universo que el grupo le concederá a condición de no tocar a otros y de obedecer (TP, II, 16). Esta disciplina reforzará la cooperación y esta misma reforzará la disciplina: cada uno cooperará porque sabrá que todos obedecen, cada uno obedecerá porque sabrá que todos cooperan. Todo esto, desde luego, puede, en rigor, hacerse deliberadamente: puede ocurrir, como lo quería el Tratado teológico-político, que todos, planeando de antemano este resultado, se comprometan mutuamente a vivir bajo una regla común (TTP, XVI), lo que nos dará el equivalente del tradicional pacto de asociación. No obstante, éste no es indispensable, y en el Tratado Político el proceso es totalmente espontaneo. Sea lo que sea, ya tenemos aquí el esbozo de tres instituciones básicas del Estado: una ideología religiosa común que define para todos el bien y el mal; el consenso así ejecutado permite unificar las fuerzas individuales en un ejército; éste garantiza la perpetuación de un régimen de propiedad; este régimen determina, entre los propietarios, deseos que se retraducen en la ideología dominante, etc.

Pero lo anterior queda todavía muy inestable porque los deseos pueden siempre cambiar cuando las circunstancias exteriores se modifiquen. ¿Cómo, en estas condiciones, estar seguro de lo que será su resultante global? ¿Habrá que, indefinidamente, proceder por titubeos? Todo depende, sin embargo, de esta certeza: si desaparece, el ciclo de las tres instituciones de base no podrá ya cerrarse, y por consecuencia tampoco el ciclo de cooperación-disciplina, y regresaremos al estado de naturaleza (para inmediatamente, por supuesto, volver a salir de él, etc.). Sin embargo, existe, para cada uno, un medio simple de saber lo que piensan los demás: preguntándoles. De ahí que, si el grupo es bastante pequeño, las discusiones pueden acabar por volverse periódicas: si se desprende un denominador común, cada uno sabrá sin ambigüedad lo que la colectividad autoriza y lo que tiene como intención de reprimir. Pero otros medios son concebibles: si un individuo o un número pequeño de individuos gozan ya de un prestigio suficiente, cada uno podrá obedecerles pensando que los otros se alinearan masivamente a su opinión; lo que se producirá efectivamente si todos proceden de esta forma. Así nace el poder estatal propiamente dicho, que no es nada más que la potencia misma de la masa, ahora puesta a disposición de una voluntad única en la cual todos se reconocen (TP, II, 17). El que la posea, es decir, el soberano (asamblea del pueblo, asamblea aristocrática, monárquica) (TP, II, 17), libera y transforma en leyes el denominador común de deseos determinados por el régimen de la propiedad, del cual tuvo conocimiento por medio de los consultados por el soberano (y que pueden ser, si se trata de una asamblea, sus propios miembros). Después hace que se aplique por sus ejecutantes (eventualmente, de nuevo, ciertos miembros) las decisiones que los aparatos ideológicos tendrán luego por misión justificar. Aquí todavía, desde luego, la determinación de la forma de soberanía puede hacerse por un pacto exprès,8 equivalente al tradicional pacto de sumisión, a propósito del cual el Tratado Teológico-político aún habla en lenguaje de la «transferencia» (TTP, XVI), pero el Tratado Político no menciona nada al respecto, y el proceso puede además ser espontaneo. De todas formas, las instituciones gubernamentales nacieron ahora: soberanía, poder consultativo que envía las informaciones hasta el soberano; poder ejecutivo que hace descender sus decisiones hasta la base; añadamos a eso el control de esta doble transmisión: si el soberano no la controla, la población descontenta se encargará de llamarlo al orden.

Por último, del simple contacto entre cúspide y base necesariamente surgen dos instituciones que aseguran la conexión. Por un lado, informadores y ejecutantes son tomados, de una forma u otra, de la población según un cierto modo de selección; por otro lado, las decisiones gubernamentales no podrán penetrar en la masa solo si su no-aplicación está sancionada por el ejercicio de un poder judicial. Mediante ello, el poder estatal nacido de las necesidades creadas por la disciplina colectiva, podrá fortalecer a esta misma disciplina, que a su vez lo reforzará; el soberano será fuerte porque todos lo obedecen, y todos le obedecerán porque éste será fuerte.

Cooperación, entonces disciplina, entonces poder estatal, entonces disciplina, entonces cooperación, etc., Inútil, ahora, volver a los orígenes: la génesis del Estado no es otra cosa que la forma en la que funciona cotidianamente. El contrato social, si todavía se quiere llamarlo así, es el proceso mismo por el cual la sociedad política se reproduce ella misma permanentemente: su conatus. Esta auto-reproducción tiene su estructura: el régimen de la propiedad determina la orientación de los deseos que, por el intermediario de la selección de dirigentes, alcanzan el poder consultativo que le comunica los deseos al soberano, el cual determina a partir de esto el denominador común y lo transforma en leyes, las cuales son traducidas en decisiones concretas por el poder ejecutivo, que, por intermedio de la justicia, se imponen a los aparatos religiosos que proveen justificaciones ideológicas a la justicia, que cimientan la unidad del ejército, que impone la conservación el régimen de la propiedad, etc. En cuanto al poder de control, éste asegura el equilibrio del sistema. Los deseos de los sujetos, en el marco de esta estructura, vuelven en forma de mandamientos que aseguran su reconducción y la de la estructura misma. Queda por ver cuáles condiciones se consideran verdaderamente auto-reguladoras.

Referencias Bibliográficas

Centre National de Ressources Textuelles et Lexicales. (s.f). ORTOLANG (outils et de ressources linguistiques pour un traitement optimisé de la langue française). http://www.cnrtl.fr/definition/exprèsLinks ]

Spinoza, B. (1925). Opera. 4 Volumes. (C. Gebhardt, Ed.). Winter. [ Links ]

Spinoza, B. (1988). Correspondencia. Editorial Alianza. [ Links ]

Spinoza, B. (2009). Ética demostrada según el orden geométrico. Editorial Trotta. [ Links ]

Spinoza, B. (2010). Tratado político. Editorial Alianza. [ Links ]

Spinoza, B. (2014). Tratado teológico-político. Editorial Alianza. [ Links ]

Notas:

1 Nota de los traductores: el artículo que sigue fue publicado originalmente con el título « Le pouvoir politique chez Spinoza » en el libro La Multitude Libre Nouvelles. Lectures du Traité Politique, de Éditions Amsterdam (Paris, 2008) y bajo la dirección de Chantal Jacquet, Pascal Sévérec y Ariel Suhamy. Esta traducción se publica con autorización de Éditions Amsterdam. Queremos agradecer aquí la colaboración del profesor Jean-Paul Margot por sus comentarios que nos permitieron una mejor traducción del texto.

2Las abreviaturas de las obras aquí citadas son: Tratado Teológico-Político (TTP); Tratado Político (TP); Ética (É). (N.T.)

5Este texto fue redactado para una emisión de radio y televisión escolar, destinada a la información de profesores. Grabada el 16 de enero de 1975 y difundida el 27 de febrero de 1975.

6Si el Derecho en la filosofía de Platón y parte de la Edad Media tenía como criterio de regulación al bien, en la filosofía política moderna (inaugurada por Grocio, Maquiavelo y Hobbes) este criterio es desplazado, pero no por ello el Derecho se ciñe solamente a los hechos brutos. (N.T.)

7Ver Correspondencia de Spinoza (N.T.)

8La expresión “pacte exprès” designa el pacto que manifiesta de la forma más formal y más imperativa la voluntad de alguien. Definición tomada de la lexicografía disponible en el Centre National de Ressources Textuelles et Lexicales. En línea: http://www.cnrtl.fr/definition/exprès (N.T.)

Recibido: 02 de Diciembre de 2022; Aprobado: 09 de Enero de 2023

3

* Doctora © en Filosofía (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso - Chile). Magister y Licenciada en Filosofía (Universidad del Valle - Colombia). Directora del Centro de ética y Democracia y profesora de la Escuela de Ciencias de la Educación de la Universidad Icesi.

4

** Magister y Licenciado en Filosofía (Université de Caen Normandie - Francia).

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