Querido lector,
En nombre del equipo editorial renuevo mis buenos deseos para este año que se está cursando.
En ocasión del fallecimiento de Milan Kundera hace ya un poco más de un semestre, me permito remitir un escrito mío que, además de valorar su novela La lentitud, propiciaba un diagnóstico crítico sobre nuestros tiempos; publicado en agosto de 1995 en la celebrada Revista de la Universidad del Valle, persisto en mi decir, no sin haber hecho algunos cambios formales. Que esta presentación, además del número que Usted está consultando, siga avivando su espíritu crítico.
De momento me despido, agradeciendo su indefectible compromiso para nuestra tarea y le remito enseguida dicho escrito.
Suyo de veras y hasta pronto,
François Gagin
I. Kundera o le pied de nez a nuestro siglo - a propósito de La lentitud
Las noches tienen siempre algo de particular, sobre todo las noches de verano. El cuerpo se deja más fácilmente preñar por la amplitud del corazón nocturno. El silencio, desde ahora el silencio te acompaña hundiendo todo, que estaba muerto, apagado en la confusión y agitación de la vida diurna. Sí, el sentimiento que produce la noche difiere por completo del día.
En una noche que ofrece el tropical valle, acabé de leer La lenteur (La lentitud) de Kundera. La lenteur (La lentitud) es una novela ligera, límpida, escrita en francés donde el humor y la irrisión son tan presentes que quizá los críticos franceses no la hayan entendido a causa de su mismo carácter, por el color pastel que lleva la escritura. Quien no entiende el humor en literatura; quien no se deleita con la fantasmagoría del autor se imagina que detrás de cada línea, el mensaje - palabra horrorosa y perfectamente alejada a lo que es la esencia del arte-, el fundamental mensaje debe existir.
Milan Kundera ya manifestaba ese carácter literario en Les Testaments trahis (Los testamentos traicionados), una reflexión sobre la literatura y nuestra época. Ahora bien, la lentitud es todo lo que hemos perdido en el torbellino, en la velocidad cotidiana que nos arrastra, lo que hace que hoy en día el común no piense, no reflexione, no admire y no sienta la profundidad de la armonía universal. Nada de sorprendente aquí para los que todavía leen y tienen cierta distancia con las afirmaciones perentorias de los vanidosos: nuestra época, nuestra actualidad se caracteriza por una sensible ausencia de reflexión. La aproximación, la no-interrogación, la suspensión del juicio -cuando las posibilidades del juicio ya no están dadas- hacen de nuestra sociedad humana una nación versátil e inconsistente. Milan Kundera (¿última?) encarnación del bello espíritu intelectual europeo va en contra de todas las tendencias con su novela La lenteur (La Lentitud), va en contra de la esencia misma del mundo moderno tal y como lo vivimos.
No me gustaría resumir el libro, la trama de la historia a la manera de una ficha de lectura como demasiados críticos se acostumbran a hacerlo. Un libro no se deja entender así. Al contrario, tomarlo en mano, hojearlo con respeto o con violencia, sentir la caricia de la escritura, embriagarse por su esencia: realmente se puede decir que hay algo pasional en la lectura, una relación se establece entre el lector y él (el libro), una relación de odio o amor. Un sentimiento nace, un cierto estado de ánimo nos invade…Al cabo, los que leen un libro por gusto, necesidad o pura casualidad no toman esa decisión a la sola lectura de una reseña.
Hablaba, al principio, del sentimiento que produce en las almas receptivas las noches. La novela empieza en una noche donde el tema de la lentitud nace frente al de la velocidad o más bien la pobre lentitud está impedida por el afán contemporáneo representado por el carro en esas primeras páginas. Milan Kundera, autor y además uno de los personajes de la novela -lo que es una novedad en cuanto a sus escritos y lo que da a la novela un tono particularmente visible- asombrado por ese apetito, ese desempeño de velocidad trata de explicarlo y, en gran medida, de justificarlo. ¿Por qué ese apetito? ¿Por qué esa tensión que hace que el conductor y su máquina infernal se funden en el loco y despótico desenfreno? El conductor está fuera del tiempo, concentrado sobre el momento presente de su carrera; es un estado de éxtasis en el cual olvida todo (su contingencia, en realidad), un momento en el cual no tiene miedo del futuro y el temor no es apropiado para quien está librado del futuro.
Otro instrumento, otra máquina infernal nos podría servir de modelo para simbolizar el apetito de velocidad, de olvido: la televisión1.
No la imagen fija o la sencilla fotografía, sino más bien la sucesión rápida de imágenes en las cuales el apático televidente no siente la penosa presencia del ser, de su ser evanescente como lo son esas imágenes, puesto que no tiene peso y al cabo poca realidad; velocidad y un mínimo de presencia al ser dan lugar al olvido y, entonces, en el hundimiento del miedo futuro encontramos una definición de lo que sería la felicidad. ¿Qué más necesitamos? A decir la verdad, sin memoria y botados en un movimiento constante nos apartamos del placer de la lentitud y de la suave contemplación. No somos ya esos héroes de las canciones populares que un proverbio checo define así: “ellos contemplan las ventanas del Señor”.
La televisión, el instrumento democrático por excelencia: todo lo que se presenta es rápidamente olvidado, todo es sin valor, sin memoria, todo es contradicción, fugacidad. Poco importa el contenido con tal que lo presentado y anunciado sea sumergido en el flujo siempre vivaz de la veloz inconsistencia. Todo signo siendo igual, la homogeneidad reina. Sin persistencia, aun las tragedias humanas más crueles vuelan: ¿después de todo, no eran sino imágenes? Luego la moral que acompaña este loco frenesí es una moral deletérea y sin gusto, pero que se impone desgraciadamente, puesto que afuera de la televisión nada existe ni podría existir. ¡Adiós cultura, tu quien te entregas siempre con esfuerzo, adiós placer de la lectura, adiós el pensamiento filosófico, cultura, bello ornamento de la vida! La cultura no puede existir sin la virtud de la lentitud2: nuestra época y la televisión no pueden ser, entonces, culturales.
En el escenario que plantea la cámara de televisión, el “bailarín” es un personaje central nos explica Milan Kundera. Buscando la gloria, él quiere ocupar el espacio y lo ocupa gracias a la técnica del “judo moral”; el “bailarín” encarna una moral viva, haciendo de su vida una obra de arte. No obstante, esta moral no es aplicable afuera del escenario de la cámara que él afecta particularmente. Esta moral necesita un público frente al cual el “bailarín” canta y gesticula invitando al otro, empujando a que acepte sus posiciones. El otro no tiene el tiempo de la reflexión y sigue plácidamente al “bailarín”. Velocidad, Vanidad y Vacuidad reinan por completo en el mundo actual y los amores parecen risibles. Siempre Milan Kundera ha acostumbrado sus lectores a ese calificativo: risible.
En La lenteur (La Lentitud), en realidad todos los personajes son risibles, cómicos, divertidos, satíricos. El mismo autor sueña su novela: todo es broma. Sin embargo, la historia de amor de esta novela corta de vivant Denon, lenta, voluptuosa y bella contrasta con los comportamientos de los otros personajes. El arte del siglo XVIII supo analizar el hedonismo; al final del libro, Milan Kundera confronta dos épocas, dos personajes (uno del siglo XVIII y el otro del XX) que han vivido una noche de amor radicalmente diferente; el diálogo surge hermoso porque es dramático, mientras el uno no entiende al otro en la noche profunda. Por un instante dos destinos se cruzan, dos maneras de ser, por un instante, donde todo es posible, pero donde no ocurre nada. Y los dos se van, por caminos contrarios: el uno haciendo cuerpo con su moto desaparece deseando olvidar su desventura, mientras que el otro…, el otro, se desposa con la noche y con lo que ha vivido y, luego, se desvanece insensiblemente.
¿Será que todavía queda una esperanza para nosotros?