I. Introducción
El concepto de autopoiesis fue formulado a principios de los años setenta del siglo XX por los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela. Esta noción fue presentada por primera vez en De Máquinas y Seres Vivos (1973) y, a partir de ese momento, tuvo un impacto notable no solo en las ciencias biológicas, sino también en las ciencias sociales, la filosofía y las humanidades en general. Quizás el caso más conocido y estudiado sea el del sociólogo alemán Niklas Luhmann, quien se apoyó explícitamente en este concepto para elaborar su teoría social (Becerra, 2016; Buchinger, 2006; Rodríguez y Torres, 2003; Zanazzi, 2006). También algunas filósofas y filósofos contemporáneos han utilizado este término, en algunos casos trasponlando directamente el concepto desde el campo de la biología hacia sus respectivos dominios de conocimiento y, en otros, desarrollando una apropiación crítica del mismo. En este marco, el objetivo de este artículo es presentar un examen comparativo sobre ciertos usos críticos y no críticos del concepto de autopoiesis que hasta el momento no han sido estudiados en profundidad y menos aún de una manera comparativa4. Se trata de trabajos de investigadorxs con recorridos, intereses y posiciones diversas y, en ocasiones, contrastantes; autores y autoras que llevaron el concepto del ámbito de las ciencias biológicas a la reflexión filosófica, a partir de lo que, siguiendo a Isabelle Stengers, entendemos como una suerte de nomadismo conceptual (Stengers, 1987). Analizaremos, en perspectiva comparada, los aportes de Terry Winograd y Fernando Flores, Arturo Escobar, Félix Guattari, Rosi Braidotti, Sylvia Wynter y Donna Haraway, considerando que representan tradiciones diversas de pensamiento, lo que da cuenta no sólo del nomadismo de la idea de autopoiesis sino de las implicancias ético-políticas de los diferentes usos de la misma.
Se observará que los primeros dos aportes, con posiciones ético-políticas divergentes, llevan a cabo una maniobra similar: tienden a transpolar directamente el concepto desde la biología hacia el terreno de sus reflexiones (la informática, las ciencias empresariales y los rasgos estructurales de la comunidad humana). Los demás, en cambio, con posiciones ético-políticas cercanas, hacen un uso crítico y, en mayor medida, transformador del concepto. Estas críticas apuntan hacia un mismo aspecto del concepto original, esto es, el lugar que ocupa la alteridad en el proceso autopoiético. Sin embargo, difieren en el modo e intensidad que adoptan, así como en la claridad de las alternativas que proponen. La autopoiesis aparece, pues, como un concepto polívoco, relativamente flexible y, sobre todo, de importancia estratégica para un conjunto de filosofías contemporáneas que discuten sobre temas tan diversos como el management, las comunidades originarias y los procesos de subjetivación alternativos a los que impulsa el neoliberalismo.
El texto está organizado en cuatro partes: en la primera presentaremos el concepto de autopoiesis elaborado por Varela y Maturana; en la segunda, abordaremos las apropiaciones de Winograd, Flores y Escobar; en la tercera, analizaremos los usos de Guattari y Braidotti; y en la cuarta, revisamos los empleos de Wynter y Haraway.
II. La autopoiesis, entre sujeto y organismo
La noción de autopoiesis fue elaborada por Varela y Maturana para explicar el proceso de constitución y permanencia de lo vivo en su forma mínima; el rasgo característico de ese proceso es que presenta una organización recursiva o circular (Maturana y Varela, 1994). En una entrevista de 2001, Maturana lo expresa con precisión: “lo central es la existencia de una red cerrada de producción de moléculas que produce la misma red de producción que la ha producido” (Maturana y Porksen, 2004, p. 56). Según los autores, el ser vivo produce el límite (membrana, borde, frontera) mediante la cual se define y, así, se autoproduce como unidad biológica. En una palabra, el ser vivo es causa del límite del cual es, a su vez, efecto. La causalidad circular que opera en esta autoproducción supone una clausura operacional que se combina, a su vez, con una apertura material. Una apertura material, dado que los componentes materiales del ser vivo varían, y una clausura operacional, puesto que la identidad se define por la permanencia de la organización circular. Lo que está abierto y cambia en el viviente es su estructura y lo que está cerrado y se mantiene es su organización. Por este motivo, la autoproducción no implica ausencia de interacción, sino un intercambio efectivo con el afuera, aunque siempre mediado por la autonomía del sistema (Maturana y Porksen, 2004).
Si la autopoiesis es la autoproducción de la identidad del ser vivo (Maturana y Varela, 1994), puede decirse que la identidad se define como no-relación. El movimiento de auto-remisión no incluye la alteridad más que desde el punto de vista energético-material o bien como una perturbación que, sin embargo, no afecta su organización autorreferencial. Esto nos lleva a la noción de acoplamiento estructural, fundamental para comprender las relaciones entre los seres vivos. El acoplamiento estructural da cuenta de las reacciones de un ser vivo ante las perturbaciones del entorno. Esas reacciones están compuestas de modificaciones estructurales producidas por el ser vivo para garantizar la permanencia del proceso autopoiético. Un ser vivo que, ante una perturbación, pierde su organización, se destruye.
La noción de autopoiesis tiene, además, una dimensión epistemológica relevante -dimensión que es, al mismo tiempo, ontológica- que parte del rechazo de la noción clásica de representación, la idea de una imagen mental del mundo externo. Según los autores, la cognición es un fenómeno biológico que refiere a la “acción efectiva, es decir, una compensación centrada en el organismo que permite una historia ininterrumpida” (Varela, 1989, p. 15) razón por la cual el conocimiento y el operar del sistema viviente son la misma cosa (Maturana y Varela, 2003). En otras palabras, la cognición es la experiencia que un ser vivo tiene de sí mismo, lo que sucede en su acto de autoconstitución, incluido la acción del acoplamiento estructural. Un cambio en el entorno puede suscitar o gatillar -por emplear un término que suele usar Maturana- una determinada vivencia cuya referencia es el propio ser vivo y no el mundo externo. Por lo tanto, la autorreferencialidad implicada en la autoproducción del ser vivo es, a su vez, un autoconocimiento: autopoiesis es autocognición y autocognición es autopoiesis. Hay, pues, un doble movimiento: por un lado, una crítica a la idea clásica de representación, descrita por Varela como “el pivote epistemológico que había que cambiar” (Varela, 2014, p. 28) y, por otro, la posibilidad extender la capacidad cognitiva a todo ser vivo. Volveremos sobre esta dimensión epistemológica (y sus efectos prácticos) más adelante, en el contexto del trabajo de Winograd y Flores.
Ahora bien, para comprender de una manera más acabada de qué modo este concepto se traslada a la reflexión filosófica, es pertinente situarlo en el marco de dos coordenadas histórico-conceptuales generales. Desde nuestro punto de vista, la autopoiesis es inseparable del concepto moderno de sujeto, por un lado, y del organicismo, por el otro. Como explica Jean-Luc Nancy (2003), el sujeto se inscribe en “la metafísica del para-sí absoluto: lo que también significa la metafísica del absoluto en general, del ser como absoluto, perfectamente desprendido, distinto y clausurado, sin relación” (p. 24). En tanto absoluto, el sujeto no puede sino autoproducirse o, parafraseando a Nancy (2014), autoengendrarse. Este sujeto, además, no solo se expresa en propuestas filosófico-políticas que promueven el individualismo, sino también, en la afirmación, por ejemplo, de lo social como gran sujeto, individuo hipertrofiado o totalidad sin fisuras (Esposito, 2003; Nancy, 2003). La metafísica del sujeto -individual o colectivo- y la autopoiesis comparten, por ende, la idea misma de autoproducción.
La segunda coordenada está relacionada con el organicismo. Como explica el filósofo Yuk Hui (2020), el organicismo, surgido en el corazón del idealismo alemán, define lo vivo como proceso de autoproducción impulsado por la autoorganización recursiva. Según el autor, el organicismo convivió y polemizó con el mecanicismo y el vitalismo hasta que la cibernética, desde mediados del siglo XX, cierra la disputa en favor del primero (Hui, 2020; 2022). En efecto, a partir de los conceptos de retroalimentación e información, la cibernética establece que entre máquina y organismo hay solo una diferencia de grado en la medida en que ambos son seres autoorganizados a través de operaciones recursivas. La cibernética es, para Hui, la realización de la lógica hegeliana en la medida en que tiende hacia una homogeneización total (Hui, 2020). No solo Hui menciona a Varela y Maturana como autores que forman parte de la historia del concepto de recursividad (Hui, 2022), sino que el propio Varela reconoce que uno de los insumos más importantes para la elaboración del concepto de autopoiesis fue la cibernética (Varela, 2014). Por lo expuesto, es posible situar al concepto de autopoiesis también en el marco del pensamiento organicista.
Más allá de los intereses y los estilos de cada autora o autor, todo uso de la autopoiesis tendrá necesariamente que vérselas con estas cuestiones y con las derivas ético-políticas implicadas en ellas. Planteada la definición de autopoiesis y las coordenadas histórico-conceptuales en que, desde nuestro punto de vista, debe ser situada, en la próxima sección trataremos las apropiaciones de Flores, Winograd y Escobar.
III. Cibernética, empresa y comunidad
En su libro Hacia la comprensión de la informática y la cognición, Terry Winograd y Fernando Flores (1989) presentan los desarrollos de Maturana como la llave epistemológica que les permite fundamentar una concepción novedosa de la tecnología informática y, más ampliamente, de la administración y organización del trabajo que se hace posible a través de este tipo de tecnología. Inteligencia artificial, redes sociales, diseño ontológico y coaching: todo eso están discutiendo Flores y Winograd cuando se preguntan por “lo que hacen los ordenadores en el contexto de la praxis humana” y cuando critican tanto la ontología dualista como la teoría del conocimiento representacional de lo que llaman tradición racionalista (cartesiana) en ciencia y tecnología. Su propuesta de diseño ontológico parte del diagnóstico de que la informática modificará radicalmente no sólo las formas de producción y trabajo, sino también la misma definición del ser humano, y esto en la medida en que la nueva tecnología opera con información y comunicación, es decir, con un elemento distintivo de lo humano: el lenguaje.
En concreto, los autores se enfocan en los conceptos de acoplamiento estructural y observador. En el texto de Flores y Winograd la primera se liga a los términos de cambio, evolución, adaptación y al concepto de aprendizaje, que Maturana entiende no como “un proceso de acumulación de representaciones del entorno” sino de “continua de transformación del comportamiento por medio del cambio continuo de la capacidad del sistema nervioso para sintetizarlo” (1970, citado en Winograd y Flores, 1989, p. 75). Para Winograd y Flores, el acoplamiento estructural sirve para criticar una concepción representacional del lenguaje y el conocimiento. Conocer ya no se basará en la manipulación sistemática de representaciones del mundo exterior, sino en interacciones que son relevantes y efectivas para el mantenimiento de la autopoiesis del viviente. Conocer tampoco será una excepcionalidad humana, ni se ubicará en un dominio o nivel “mental”: la actividad cognitiva es común a todo tipo de vida. Algo similar ocurre con el lenguaje. Cuando el acoplamiento estructural se da entre sistemas vivientes esto supone un “proceso mutuo”, un “juego mutuo”, un conjunto de “conductas mutuamente entrelazadas” que se nombran con el concepto de dominio consensual. Los comportamientos son caracterizados en este dominio como arbitrarios y contextuales: la misma característica que delimita lo propio del lenguaje humano. De este modo, los comportamientos de un dominio consensual pueden concebirse como “comportamientos lingüísticos”, donde lingüístico indica “cualquier dominio de interacciones generadas mutuamente” (Winograd y Flores, 1989, p. 80). La consecuencia epistemológica y práctica es que el lenguaje no se usa para hablar de una realidad objetiva exterior, sino para orientar acciones en un campo delimitado con otros.
En este contexto, el concepto de observador tiene la función de especificar el papel del agente en el dominio consensual y de la dimensión social que este trae aparejado. Al hablar sobre el mundo actuamos como observadores, establecemos distinciones que sólo tienen sentido en un espacio compartido con otrxs observadores, forjamos distinciones operacionales que funcionan como si fueran las propiedades reales de las cosas, pero no lo son. Más bien se trata siempre de “una estructura que refleja la historia de nuestras interacciones en un medio” (Winograd y Flores, 1989, p. 81). Los autores advierten que esta perspectiva no es original, puesto que la idea de que “las distinciones cognitivas se generan por un observador" ya está presente en la psicología gestáltica y en la cibernética. Sin embargo, para ellos lo “diferente y genial” de Maturana es el acento en lo social: las distinciones solo existen al interior de una “interacción social”, el dominio consensual “es social constitutivamente” (Winograd y Flores, 1989, p. 82). Con esto se sale al encuentro de la objeción crítica en torno al individualismo. Según los autores, la idea de un conocimiento objetivo, independiente del sujeto, no lleva al solipsismo porque el conocimiento se da siempre en un dominio consensual, un “dominio que existe para una comunidad social” (Winograd y Flores, 1989, p. 82).
Ciertamente, cuando Winograd y Flores (1989) se refieren al dominio consensual o al dominio cooperativo de interacciones lo hacen en un sentido amplio y general, abarcando la “compleja red social” (p. 26) en que las actividades que utilizan tecnología informática cobran sentido. No obstante, debemos notar que esta generalidad social es abordada exclusivamente con miras a una forma particular de conducta entrelazada, a saber, la empresa y, más específicamente aún, el punto de vista de quienes mandan en la empresa: las jefaturas, los cuerpos directivos, los managers. El trabajo de Flores y Winograd es explícito en este sentido. Su intervención se realiza en la intersección del campo lingüístico, el psicológico y el campo de las ciencias empresariales. En este sentido, el acoplamiento estructural, y las nociones de dominio consensual y de observador sirven para construir su propia definición de empresa. Esta se conceptualiza como una “red de conversaciones recurrentes”, donde las conversaciones son actos lingüísticos mutuamente orientados (Winograd y Flores, 1989, p. 223). Subrayamos que la generalidad de esta definición puede servir para caracterizar cualquier tipo de organización. Desde nuestro punto de vista, aquí eclosionan todas las apuestas y todas las dificultades del planteo. Al concebir de un modo tan general a la empresa, el concepto mismo de empresa se vuelve utilizable para nombrar a cualquier sistema de organización mutuamente referida, incluso para pensar la misma configuración de lo vivo.
No encontramos explícitamente esta última conclusión en Hacia la comprensión..., sino en un texto posterior y muy diferente, escrito esta vez por Flores y Varela. “Educación y transformación” es un documento puesto en circulación por Atina Chile, una plataforma política fundada por Flores en 2004 para lanzar su candidatura presidencial mientras era senador nacional. Entre las particularidades de este texto pueden mencionarse la hibridación entre discurso académico y discurso político programático y la identificación quizás pionera de un “giro ontológico” producido por la revolución tecnológica de fin de siglo. Según Flores y Varela, este giro conlleva el replanteamiento del modo tradicional y cartesiano de la “auto-comprensión de lo que es ser humano”, lo cual tiene efectos concretos en la formulación de un “nuevo actor social”, un “nuevo modo de ser social”, un “Nuevo Proyecto de Ser Social” (Flores y Varela, 1994, p.13). Ahora bien, el personaje que se propone como mejor encarnación de este nuevo ser social es el “emprendedor-democrático-solidario”, alguien que se define por su constante apertura a las posibilidades y anomalías de su entorno (Flores y Varela, 1994, p. 8). Según los autores:
En un nivel fundamental podríamos considerar "empresarios" (hombres de empresa) a los buenos científicos, los grandes trabajadores sociales, los líderes comunales... Nosotros postulamos la democratización de esta capacidad empresarial, pues la vemos inserta en la biología misma del ser humano. Está ahí como una potencialidad agazapada que el entorno social no ha sabido cultivar. A esto apuntamos al invocar la proliferación de chilenos emprendedores (Flores y Varela, 1994, p.13 [Subrayado nuestro]).
Como puede apreciarse, no solo las actividades de las ciencias, el trabajo social y las organizaciones comunitarias son interpretadas y valoradas desde el punto de vista de la empresa5, sino que la misma empresa se piensa como capacidad y potencialidad arraigada en la biología humana. Que la figura de la comunidad esté presente en este planteo no es menor si tenemos en cuenta que el uso que analizaremos a continuación se presenta justamente como comunal y abreva directamente de estas fuentes.
En efecto, el antropólogo y filósofo colombiano Arturo Escobar (2016) se reconoce abiertamente deudor tanto de Maturana y Varela como de Winograd y Flores, cuyos planteos utiliza para desarrollar su propuesta filosófica llamada “diseño autónomo”. Escobar (2016) explica que la noción de autopoiesis posibilita un “acercamiento a lo vivo que es completo, desde el nivel celular a la evolución y la sociedad” (p. 193). Valiéndose, entre otros, de las nociones de autorreferencialidad y, una vez más, de acoplamiento estructural, sostiene que tanto las células como las sociedades tienden a la autopoiesis y, por ende, a reproducirse como unidades autónomas (Escobar, 2016). Refiriéndose ahora exclusivamente a las comunidades humanas, afirma que “la autonomía es una condición ontológica del ser comunal” (Escobar, 2016, p. 201) que tiende a ser por la globalización neoliberal. La cuestión del diseño entra aquí, dado que para Escobar (2016) el diseño ontológico se refiere precisamente a que toda operación de diseño es, en realidad, autodiseño, autoproducción: “todo diseño crea un ‘mundo dentro del mundo’ en el que somos, simultáneamente, diseñados y diseñadores. Todos somos diseñadores y todos somos diseñados” (p. 153). El diseño ontológico aparece como recurso disponible para que las comunidades subalternas accedan a la autopoiesis.
En este marco, Escobar postula que las comunidades autopoiéticas, es decir, aquellas que logran la autonomía, como las indígenas y las campesinas, se acoplan estructuralmente unas con otras. Por lo tanto, si bien propone una ontología relacional, las relaciones en cuestión se reducen a una suerte de inmanencia comunitaria o, más precisamente, a la relación de la comunidad consigo misma. Dicho de otra manera, aunque se proponga promover una perspectiva relacional, las comunidades no se relacionan con otras más que mediante un acoplamiento estructural y, por ende, su identidad no es afectada de ningún modo por su mutuo contacto.
Teniendo en cuenta que uno de los valores fundamentales de la modernidad es la autonomía del sujeto -en el sentido de la no-relación-, parece dudoso, desde nuestro punto de vista, que la alternativa al neoliberalismo esté en la defensa de esta autonomía a nivel colectivo. Puede decirse, además, que el planteo de Escobar entra en tensión con estudios empíricos que muestran cómo sociedades no capitalistas se relacionan mediante instituciones y ritos -es decir, prácticas organizadas, regladas- que delinean espacios de interpenetración intersocial que conjugan solidaridad y antagonismo. Sin ir más lejos, este es uno de los temas fundamentales del famoso Ensayo sobre el don (2012) de Marcel Mauss. Como ya hemos sugerido en otro lado, parece ser que, en nombre de una crítica al modelo neoliberal, y al racionalismo moderno en general, Escobar promueve el ideal también moderno de la autoproducción (Alvaro et al., 2023). Se observa, en resumen, que el uso, en este caso mediado a través de Winograd y Flores, del concepto de autopoiesis conduce a Escobar a pensar la socialidad en un sentido consensualista, según una lógica que, en último término, remite al sujeto absoluto. No puede dejar de subrayarse aquí, por último, que Escobar es enfático y claro respecto a que su versión de diseño ontológico no es liberal puesto que no tiene que ver con “la expansión de la gama de opciones (libertad liberal)” (Escobar, 2016, p. 240). Ahora bien, esta última es la misma definición de “poder” y de “conversaciones poderosas” que el mismo Flores al igual que Rafael Echeverría, fundador del coaching ontológico, deducen de los postulados autopoiéticos del diseño ontológico con un claro sesgo neoliberal (Echeverría, 2005, p.130 y ss.; Flores, 1994, p.83 y ss.). Al parecer, entre la empresa y la comunidad originaria, es el modelo consensualista el que prevalece.
IV. Subjetivaciones postantropocéntricas
La noción de autopoiesis se hace presente en repetidas ocasiones en las reflexiones de Félix Guattari y, al mismo tiempo, este autor se muestra crítico de las consideraciones de Maturana y Varela. El empleo que hace el psiquiatra francés de este concepto está relacionado con la elaboración de su enfoque sobre los procesos de subjetivación, tema central de su libro Caosmosis. En él, Guattari define esos procesos como “conjunto de condiciones por las que instancias individuales y/o colectivas son capaces de emerger como Territorio existencial sui-referencial, en adyacencia o en relación de delimitación con una alteridad a su vez subjetiva", y luego agrega: “no estamos frente a una subjetividad dada como un en-sí, sino frente a procesos de toma de autonomía, o de autopoiesis” (Guattari, 1996, p. 18). Al igual que lo vivo para Varela y Mutrana, los movimientos de subjetivación se caracterizan, para Guattari, por el surgimiento de una zona o localidad que refiere a sí misma, traducción posible de “sui-referencial”; en una palabra, estos procesos son autorreferenciales. La subjetivación se distingue, además, de la idea de una subjetividad ya fijada porque es movimiento de autonomización, sinónimo de autopoiesis. Por lo tanto, como han ya visto Simonini y Carvalho Romagnoli (2019), el de Guattari es un uso analógico que, desde nuestro punto de vista, pone el énfasis en el movimiento autorreferencial del proceso autopoiético.
Ahora bien, al mismo tiempo, el autor afirma que utiliza esta noción “en un sentido algo diferente del que da a este término Francisco Varela” (Guattari, 1996, p. 18). Para comprender en qué sentido Guattari es crítico de Varela es pertinente retomar la distinción entre máquina, operadora del proceso de subjetivación, y estructura. La estructura es, para el autor, un movimiento recursivo que tiende al equilibrio y a la totalización, esto es, aquello que Hui ve en la lógica de la cibernética desde su origen hasta nuestros días y que, según él, debe ser fragmentado (Hui, 2020; 2022). Por el contrario, la máquina es propietaria de una diferencia/alteridad fundada en el desequilibrio aportado por los procesos de subjetivación autopoiéticos.
para poder existir como tal, la máquina depende siempre de elementos exteriores. Implica una complementariedad, no sólo con el hombre que la fábrica, la hace funcionar o la destruye, sino que ella misma es, en una relación de alteridad con otras máquinas actuales y virtuales, enunciación "no humana", diagrama protosubjetivo (Guattari, 1996, p. 52).
Para ser autopoiética en términos de Varela y Maturana, esa alteridad de la máquina debería ser considerada necesaria solo en el sentido de la dependencia material que todo ser vivo tiene respecto de su entorno. En cambio, si esa dependencia implica una suerte de coorganización, estamos fuera del dominio de la autopoiesis.
Esto último parece querer sugerir Guattari cuando retoma explícitamente la cuestión de la autopoiesis. Citando a Varela y Maturana, Guattari afirma que “la organización de una máquina, pues, no tiene nada que ver con su materialidad”, sino con el hecho de que éstas “engendran y especifican continuamente su propia organización y sus propios límites. Estas últimas cumplen un proceso incesante de reemplazo de sus componentes porque están sometidas a perturbaciones externas que deben compensar constantemente” (Guattari, 1996, p. 56). Luego agrega: “la autopoiesis merecería ser repensada en función de entidades evolutivas, colectivas que, en vez de cerrarse implacablemente sobre sí mismas, mantienen entre sí diversos tipos de relaciones de alteridad” (Guattari, 1996, p. 55). Guattari reconoce que la variación material es un rasgo inherente del movimiento autopoiético tal como lo entienden Varela y Maturana y, al mismo tiempo, exige que este concepto sea reelaborado de tal forma que incluya modos de relación con la alteridad. Hay aquí, pues, un señalamiento que va en el sentido de un alejamiento de la autopoiesis y que supondría, aunque Guattari no se exprese en estos términos, incorporar instancias de coorganización. La autorreferencialidad característica de los procesos de subjetivación quedaría relativizada por la necesidad de una apertura organizacional. En ese caso, cabría preguntarse si queda algo del concepto original de Varela y Maturana o si esta reelaboración sería más bien una metamorfosis.
En Transposiciones, Rosi Braidotti (2006) retoma algunas de estas cuestiones planteadas por Guattari. La autora considera que el francés, cuando plantea la idea de caosmosis, hace un uso ampliado del principio de autopoiesis porque lo utiliza para abarcar no sólo a los organismos biológicos, sino principalmente a los maquínicos, que incluyen elementos inorgánicos como, por ejemplo, los objetos tecnológicos (Braidotti, 2006). Braidotti también postula que el hecho de que Guattari reconozca la naturaleza autopoiética de las máquinas sugiere un cambio en la definición de vida en la que, además de los componentes orgánicos, los elementos tecnológicos tienen un lugar preponderante. En este reconocimiento de la subjetividad maquínica que surge de los procesos de subjetivación, la idea de autopoiesis se aplica a la “alteridad” no humana y no orgánica y, en ese proceso, al poner de manifiesto las “partes” no humanas de la subjetivación, la excepcionalidad de lo humano se ve cuestionada. En una palabra, para Braidotti, el movimiento que realiza Guattari consiste en un giro postantropocéntrico.
En su propuesta por reconstruir la ética frente a la crisis ecológica, Braidotti señala que la noción de autopoiesis, proporcionada por Maturana y Varela, resulta fundamental. Además, retoma la apropiación que Guattari realiza de la autopoiesis para dar cuenta de los procesos de subjetivación y el vínculo entre organismos maquínicos y materia orgánica. Es a partir de lo desarrollado por estos autores que la filósofa observa la posibilidad de reformular una ética de la codependencia que tenga en cuenta la alteridad no simplemente como fuente de insumos físico-materiales. Aquí no sólo se redefinen a las máquinas, que ahora son inteligentes y autopoiéticas, sino que al mismo tiempo se aportan coordenadas para comprender a las subjetividades posthumanas, mediadas por la tecnología ya no en términos humanistas o transhumanos sino a partir de un continuum entre naturaleza y cultura -que el discurso científico tiende a contraponer-.
La autopoiesis extendida a las máquinas da cuenta, desde la perspectiva del nomadismo filosófico de Braidotti, de la capacidad de la materia -tanto orgánica como maquínica- para autoorganizarse. Esa capacidad autoorganizativa común a toda materia no es prerrogativa exclusiva de los organismos humanos -ni de la vida- y, por lo tanto, no es una característica que les otorga un grado de jerarquía per se. Más bien, la posibilidad de autocreación no antropocéntrica borra los límites entre lo humano, maquínico y animal para resaltar las relaciones que se entablan en los procesos subjetivos contemporáneos. Lo central es que la autoorganización no se da sin una serie de interconexiones con otros cuerpos-máquinas. Cómo sugiere Braidotti (2005), “[n]o se trata de una biología, sino de una etología de fuerzas, una ética de la interdependencia mutua” (p. 277). Esto último se contrapone con la noción de autopoiesis porque enfatiza la interdependencia entre el cuerpo y “el medio que lo nutre” (Braidotti, 2005, p. 278) entendida no solo como intercambio físico-material, sino también como una suerte de coorganización.
El planteamiento de Braidotti no se reduce al señalamiento de los elementos tecnológicos que se imbrican con lo humano en el presente posmoderno. Este, ciertamente, no es su objetivo. Tampoco es dotar a las máquinas de las mismas propiedades que los humanos. Por el contrario, en el centro de su argumento se ubica la necesidad de encontrar nuevas maneras de comprender el cuerpo encarnado y sexuado en el contexto de transformaciones abismales producto de los constantes avances tecnocientíficos. Y, en ese afán, lo autopoiético no sólo pasa por el tamiz de la crítica sino que también es redefinido, como un proceso creativo abierto y permeable, en el que intervienen una multiplicidad de entidades humanas y no humanas, orgánicas e inorgánicas, animales y máquinas entre las cuales se traman vínculos de codependencia.
Los devenires subjetivos que la posmodernidad acarrea borran los límites prefijados mediante los cuales se instituyó el sujeto moderno y, paradójicamente, refuerzan la idea de un universal autopoiético que se encuentra aislado, en términos operacionales, de su medio. Por este motivo, no basta con señalar la capacidad autopoiética de la materia viva más allá de lo humano sino, como apunta Braidotti, dar cuenta de las interacciones e interconexiones con el entorno que la contiene, conformado una complejidad de flujos y de códigos informacionales que superan lo meramente humano antropocentrado (Braidotti, 2015). Entendido de esta manera, el devenir cuerpo-máquina que retoma de Guattari es autopoiético no tanto porque implica un proceso cerrado de autocreación con lo tecnológico cuanto porque muestra las diversas conexiones y relaciones que hemos adquirido/aprehendido de/con la tecnología y la manera en que ésta se involucra en los procesos subjetivos desde una perspectiva postantropocéntrica y posthumana. Lo posthumano aquí no se refiere a la imagen del humano high-tech o transhumano mejorado a partir de la tecnología como un super hombre desencarnado. Refiere, en cambio, a una subjetividad situada y corpórea que no se encuentra cerrada sobre sí, sino en total interdependencia con la totalidad que la rodea (Penchansky, 2022). En palabras de Braidotti (2015), “la autopoiesis maquínica indica que la tecnología es un lugar del devenir postantropocéntrico, un umbral para otros posibles mundos” (pp. 113-114).
V. Sociogénesis y simpoiesis
La filósofa y ensayista jamaiquina Sylvia Wynter también retoma el concepto de autopoiesis de Maturana y Varela de un modo crítico y postantropocéntrico, para mostrar los mecanismos y efectos que produce la sobrerrepresentación del hombre o, en pocas palabras, para descolonizar lo humano (Hantel, 2018; Vizcaíno, 2022; Erasmus, 2020). Lo que complementa el uso de la idea de autopoiesis es la noción de sociogénesis de Franz Fanon, tomada y actualizada por Wynter (2001) para elaborar el concepto de sociogenética.
Ante todo, Wynter argumenta que tanto la materia viva como los procesos culturales y sociales son autopoiéticos. Mediante estos, los humanos se construyen como sujetos en el marco de complejos físicos, históricos, psicosociales y de poder que, al mismo tiempo, son moldeados por el diseño humano. En ese sentido, lo que la autora sostiene es que los sistemas sociales, por medio de discursos y diversas tecnologías culturales, constituyen lo que biológicamente es y debería ser un humano. La lectura de Fanon que hace Wynter es la clave para recuperar la noción de autopoiesis en la medida en que la autoconstrucción del sujeto se produce a partir de ciertos principios que se dan por verdades biológicas absolutas. Por tal motivo, tanto Wynter como Fanon argumentan que la conciencia de un sujeto no es lo que verdaderamente “es” sino lo que debe ser según un modelo con pretensión universal que, para la cultura dominante, representa lo que “naturalmente” es un ser humano. El punto clave es que este proceso tiene implicancias directas a nivel material, es decir, en los cuerpos de los individuos a nivel neurobiológico y se inscribe como “natural” o “normal” condicionando la experiencia que los seres humanos tienen de sí mismos.
Al igual que Braidotti -y como lo hace Donna Haraway-, Wynter toma en consideración al continuum naturaleza-cultura para dar cuenta de todos los elementos que se involucran en la producción de lo humano (Hantel, 2018) y contrarrestar el determinismo biológico en el conocimiento científico -de cuño colonialista y racista- imperante. En palabras de Wynter: “aunque nacemos como humanos biológicos (como pieles humanas), sólo podemos experimentarnos como humanos a través de la mediación de los procesos de socialización efectuados por la tekhne inventada o tecnología cultural a la que damos el nombre de cultura” (Wynter, 2001, p. 53 [Traducción propia]). Esto último se acerca a lo que Guattari y Braidotti sostienen sobre la subjetivación autopoiética de lo vivo.
Es justamente al realizar este gesto que la autora hace uso de la idea de autopoiesis, la cual le permite mostrar la manera en que se construyen los sistemas humanos a través de modelos de identidad sobre los cuales cada sistema humano se autocrea a sí mismo (Wynter, 1984). Aquí Wynter (1984) se hace del concepto de autopoiesis tal cual lo describen Maturana y Varela con el objetivo de reescribir el conocimiento y “la actual definición normativa del modo secular del Sujeto” (p. 22). Esta reescritura, como argumenta Wynter, debe poner en cuestión nuestro sistema colectivo de comportamientos que se encuentra orientado por las formas de conocimiento de los sistemas humanos; estos, a su vez, se verifican por los códigos que cada sistema -como entidad- autoconstituye de lo humano a través de clasificaciones que incluyen-excluyen según el modelo normativo del Sujeto. En cierto modo, Wynter ve en la capacidad de autopoiesis una posibilidad de cambio latente para reinventar las codificaciones que limitan la experiencia de lo humano a una determinada representación. A partir de recodificar y de crear otros parámetros de experiencias se abren múltiples modelos y representaciones.
Aun reconociendo la potencia crítica de este planteo, a la propuesta de Wynter se le podría realizar la misma observación que hicimos a Escobar. De hecho, quizás podría ser reorientada en el sentido de la noción de cyborg de Haraway como prototipo de subjetividad abierta, susceptible al cambio y en constante proceso de codificación y decodificación. Sin embargo, los cyborgs de Donna Haraway no se definen por la capacidad de autopoiesis; tampoco son organismos maquínicos o robots. Con la idea de cyborg, Haraway intenta dotar de herramientas y de conceptos a los feminismos de izquierda que puedan ser útiles para pensar una realidad cada vez más tecnologizada. Desafiando los viejos dualismos entre naturaleza y cultura y entre humano y no humano, la idea de cyborg que la autora despliega busca, en tono especulativo, reimaginar la subjetividad a partir de “un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción” (Haraway, 1995, p. 253). No obstante, en ningún momento de su reflexión habla de un ente autopoiético que pueda definirse en los términos de Maturana y Varela: los cyborgs de Haraway están en constante vínculo con el medio en el que se insertan y se encuentran abiertos para ser codificados. Lejos de un simple artefacto metafórico, el cyborg representa, por un lado, la materialidad de los organismos y, por otro, las múltiples conexiones que borran los límites de lo humano en términos antropocéntricos, trazando líneas transversales hacia las máquinas y lo animal.
Al considerar a los organismos como multiplicidades organizadas y en interrelación permanente, Haraway es más explícita en sus críticas a la noción de autopoiesis en tanto figuración para hablar de los sistemas sociales, de la subjetividad y de los sistemas vivos en general. En Seguir con el problema explica que:
Los sistemas autopoiéticos son interesantísimos: atestiguan la historia de la cibernética y las ciencias de la información. Pero no son buenos modelos para mundos vivos y agonizantes y sus bichos. Los sistemas autopoiéticos no son cerrados, esféricos, deterministas ni teleológicos; aun así, no son modelos suficientemente buenos para el mundo SF mortal (Haraway, 2019, p. 63).
Según Haraway (2019), los sistemas autopoiéticos no son sistemas cerrados, sino unidades autónomas autoproducidas y autosuficientes que crean y mantienen sus propios límites espacio/temporales. Sin embargo, Haraway cree que un modelo adecuado para dar cuenta de la realidad no puede apoyarse en la autogeneración, sino en la generación con porque, según la autora, siempre hay un “devenir-con recíproco” (Haraway, 2019, p. 100), aunque, al igual que en la autopoiesis, también hay “recursividades generativas” (Haraway, 2019, p. 63). Probablemente como ninguna de las autoras y autores que hemos tratado, Haraway propone explícitamente una alternativa a la autopoiesis. La noción de simpoiesis sugiere que un ser vivo, antes de cerrarse sobre sí mismo, siempre está conectado a otros seres y forma con ellos ensamblajes interespecies coorganizantes. Citando a la bióloga Beth Dempster (2000), la autora postula que uno de los aspectos en los que los sistemas autopoiéticos difieren de los simpoiéticos es en que los primeros son autoorganizados mientras que los segundos son coorganizados, aunque no especifica en qué sentido hay una organización entre sistemas, esto es, una relación que va más allá de la apertura material. En una palabra, no precisa cómo es que se produce la apertura operacional. Su crítica hace énfasis en la incapacidad de lo autopoiético para dar cuenta de la complejidad de las relaciones e interconexiones entre organismos, cuya comprensión debe tener en cuenta la producción colectiva coorganizada que tiene lugar en la apertura material6.
VI. Lo autopoiético y sus derivas
A lo largo de este trabajo hemos intentado mostrar que la noción de autopoiesis ha sido utilizada de distinto modo y con distintos propósitos filosóficos, con sus correspondientes consecuencias ético-políticas. Hemos examinado primero las propuestas de Flores, Winograd y Escobar, quienes, en líneas generales, toman el concepto formulado por Varela y Maturana para pensar los rasgos estructurales de la socialidad humana. Se adopte la empresa o las comunidades originarias como modelo ideal de comunidad, estamos en ambos casos ante enfoques más bien consensualistas y autorreferenciales de lo social que resultan de una transpolación más o menos directa del concepto desde la biología hacia el dominio de la reflexión antropológica, la informática y la gestión empresarial.
Luego nos concentramos en estudiar las propuestas de quienes exhiben un empleo crítico del concepto. Hemos constatado que entre los autores analizados los modos y el alcance de esas críticas varía de una manera notable. Ambos, Guattari y Braidotti, llevan a cabo un doble movimiento: por un lado, extienden la autopoiesis más allá del dominio de lo vivo y, por otro lado, intentan repensar, de una manera relativamente explícita, el lugar que ocupa la alteridad en los movimientos autopioéticos. Así, los procesos de subjetivación implican agenciamientos que incluyen tanto vidas no humanas como materia inanimada y, al mismo tiempo, modos de relación con la alteridad que van más allá del acoplamiento estructural. Por su parte, Wynter sugiere que la autopoiesis es un proceso fundamental en la construcción de los sistemas humanos, lo que amplía el alcance de esta noción al terreno de lo cultural y lo tecnológico más allá de lo meramente orgánico. Wynter ve en la autopoiesis la posibilidad de una recodificación del sistema social-cultural imperante en tanto que implica la capacidad de producir cambios en las estructuras biológicas y socioculturales. Con todo, no problematiza el lugar que ocupa la alteridad en el concepto de autopoiesis.
Esto último es algo que Haraway sí hace y desarrolla más claramente que Guattari y Braidotti. La autora de Seguir con el problema es quien se aleja más de la definición original elaborada por los biólogos chilenos, a tal punto que propone un término alternativo que pone el énfasis en una apertura material más radical que afecta la organización. Este gesto, que es el punto más alto de un gradiente que va desde los usos menos a los más críticos de este concepto, concierne a una de las cuestiones fundamentales que hemos tratado aquí, esto es, la de la articulación entre autopoiesis y alteridad. Para abordar esta cuestión, apoyándonos en los planteos de Hui y Nancy, hemos intentado enmarcar el concepto de autopoiesis en unas coordenadas de larga duración que pasan por la cibernética, el organicismo y el idealismo alemán para, finalmente, detenerse en el concepto moderno de sujeto. La autopoiesis compartiría con el sujeto la idea del autoengendramiento, que conduce a la afirmación de lo absoluto como sin-relación.
La autopoiesis, por lo tanto, sería inseparable de este conjunto de coordenadas que forma parte de la filosofía moderna occidental y de algunas de las derivas ético-políticas implicadas en ellas. El problema es que el sujeto moderno, se presente como individuo, sociedad, organismo, sistema autopoiético, empresa o comunidad originaria, tiende inevitablemente hacia la homogeneización y la negación de la alteridad, rasgos tanto, por ejemplo, de la matriz ideológica de los totalitarismos del siglo XX, de los movimientos neofascistas y fundamentalistas del primer cuarto del siglo XXI así como del sistema técnico hegemónico del capitalismo contemporáneo. Ante esta situación, es pertinente, creemos, retomar y desarrollar el enfoques como el Haraway, artículándolo con elaboraciones conceptuales que, a la manera de Hui, Nancy y otrxs, permitan imaginar formas y prácticas concretas de acuerdo con ontologías sociales simpoiéticas y postantropocéntricas7.