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Universitas Humanística

versión impresa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  n.61 Bogotá ene./jun. 2006

 

satanás se «desregula»: sobre la paradoja del fundamentalismo moderno en la renovación carismática católica1

María Angélica Ospina Martínez2

Universidad Nacional de Colombia maospinam@yahoo.es

Recibido: 30 de agosto de 2005 Aceptado: 10 de noviembre de 2005

 


Resumen

En este artículo, la autora discute cómo la Renovación Carismática, en tanto una corriente espiritual de relativamente reciente aparición en la iglesia católica, se constituye en un claro ejemplo sobre la tensión latente entre tradición y modernidad en el campo religioso. A través de información etnográfica sobre las actuales jornadas rituales carismáticas de sanación y liberación (o exorcismo), se plantea la coexistencia paradójica en esta corriente de un ánimo progresista y renovador, junto a un retorno al imaginario barroco de la lucha espiritual contra el demonio. Esta situación, expresada principalmente en las prácticas rituales, refleja una suerte de «fundamentalismo moderno» que se encontraría sustentando las nuevas expresiones de la feligresía cristiana católica en los ámbitos institucional y cotidiano.

Palabras clave: Antropología de la religión, nuevos movimientos religiosos, Renovación Carismática.

 


Abstract

In this article, the author discusses the Charismatic Renovation, a new spiritual movement within the Catholic Church, as a clear example of the latent tension between tradition and modernity in the religious field. This work is based upon ethnographic evidence about the actual charismatic rituals of healing and liberation (or exorcism). It suggests the paradoxical coexistence of a progressist and renovating spirit in this movement, and a revival of baroque ideas about the spiritual fight against the devil. This situation is evident in the ritual practices, and reflects a kind of «modern fundamentalism» that supports the new expressions of the catholic Christian parishioners, in the institutional and private-quotidian fields.

Key words: Anthropology of religion, new religious movements, Charismatic Renovation.

 


La historia del demonio en la cultura occidental es la historia de una idea [...] Pero el demonio es también la historia del miedo (Borja, 1998).

Cuando estaba en segundo de primaria y una profesora nos leyó el Apocalipsis, tuve la sensación de que formaba parte de un juego en que ser bueno era igual a ser sumiso y, por otro lado, descubrir a Dios como un gran ojo paranoico que se metía hasta en mis más íntimas reflexiones y oteaba en los resquicios más animales de mi naturaleza. En esta religión uno pecaba por todo, por acción, por omisión, por pensamiento, palabra, obra... ¡Carajo! No tenía siquiera derecho a que no me gustara Dios porque ya Dios lo iba a saber (Pinzón y Garay, 2004).

Dios siempre le toca a uno la puerta para entrar a su casa… En cambio el Maligno nunca pide permiso.

(En entrevista informal con Dolores Jiménez, Comunidad Porvenir en Dios)

La última frase de este epígrafe fue pronunciada con auténtico resquemor, pero no con menos miedo. La emite una mujer de 45 años, convertida a la Renovación Carismática Católica hace seis y actualmente líder de una comunidad laical femenina de El Minuto de Dios en Bogotá. Recuerdo ese tono cauteloso con el que siempre mencionaba las cosas del «demonio», como si el mero hecho de nombrar aquello innombrable pudiera representarle algún peligro. Sin embargo, para mí, ello constituía una nueva cuestión en la narrativa de fe de los carismáticos católicos, pues mi anterior experiencia etnográfica en dichos terrenos me había revelado una relativa ausencia de alusiones a la encarnación o figuración del mal.

En efecto, la corriente de la Renovación Carismática Católica contiene una fuerte influencia de los rasgos rituales protestantes, en los que el barroquismo iconográfico ha sido desplazado por completo o casi totalmente. Los feligreses, tanto en el ámbito ritual comunitario como en el privado, asumen también esa suerte de iconoclasia y le dan mayor relevancia a la experiencia personal con la deidad en el plano emotivo: el acceso a lo divino no se traduce en «ver» sino en «sentir» y el culto a las efigies es controlado e incluso se tilda de «mágico», por lo cual con frecuencia se censura. No obstante, las narrativas de los creyentes atestiguan una situación simultánea: si la deidad no puede ser imaginada y su estética dotada de sentido, la relación con lo divino no representa la misma eficacia simbólica en una conversión que debe ser recreada a diario.

La encarnación de la divinidad es, por ello, una fuente aún vigente en las ofertas de la fe. Para Julia Kristeva (1987), el cristianismo, sustentado históricamente en la ética amorosa del ágape, fundamenta la relación entre los creyentes y la deidad en la identificación. Este argumento es desarrollado por Florence Thomas (1994), cuando plantea la importancia de la encarnación del Verbo Divino en Jesucristo y su posterior sacrificio, elementos que hacen posible la unión entre lo divino y lo humano: «Para que Dios sea semejante al hombre, debe ser mortal durante un tiempo a través de su hijo, de modo que el hombre mortal tenga así la posibilidad de hacerse semejante a Dios» (1994: 44). En aquella medida, la identificación que en el judeocristianismo se establece desde el mismo libro del Génesis entre Dios y sus fieles («y creó Dios el hombre a imagen y semejanza suyas») supone en primera instancia una identificación estética.

Otra operación tradicional de figuración de las deidades la ha constituido la imaginería espiritualista. Las imágenes del mundo de lo sagrado son recurrentemente asociadas con lo invisible, lo metafísico, lo informe, y en general, se vinculan con aquello inaprensible e intangible, distinto del mundo material que, no obstante, representa fuerza y poder. Tales representaciones de lo sacro liberan al humano de carne y hueso del control y entendimiento de dichas entidades, a menos que se trate de aquel «especialista de lo sagrado» a quien la cultura le ha encomendado la labor de mediar entre esta esfera y el orden de lo humano (cf. Eliade, 1994). Aquí la imagen de lo deífico se aleja de lo humano material y se acerca más a un plano caótico en el que lo relativo a la emoción adquiere un notable lugar. Es palmaria, en este sentido, la pesada herencia del pensamiento dualista, aunque, como veremos, tanto en las representaciones de lo sagrado como en la experiencia cotidiana de la fe dicha dicotomía mente/cuerpo se diluye.

Esta doble dinámica no sólo se ha restringido a la tripartita imagen del dios católico. Las imágenes de Dios Padre, Jesucristo y Espíritu Santo se han nutrido de rasgos estéticos ligados con valores histórico-culturales según el locus donde aparezcan como efigies de culto: el Cristo Rey de los imperios del medioevo, el fuego renovador del Espíritu Divino en la Guerra de los Treinta Años, el joven Jesucristo Resucitado del post-Concilio Vaticano II... Pero la representación del mal también ha sido sometida a una reconfiguración constante en la que se han combinado elementos de distinta procedencia, obedeciendo a su contexto de emergencia (cf. Borja, 1998). Y también ha padecido la encarnación y la des-encarnación, la diversidad de concepciones sobre su existencia como un personaje semi-humano de carne y hueso, o como difusa entidad incorpórea. Ambas asociaciones, las más de las veces coexistentes, nos hablan de la ambigüedad de la figura del mal y, a la vez, de su inmenso y misterioso poder sobre lo humano, precisamente desde un lugar de lo sacro referido al desorden.

Satanás desregulado

Tanto la encarnación como la espiritualización del bien y el mal han operado de manera clara en la cotidianidad ritual de los creyentes de ayer y hoy. Para el catolicismo y el protestantismo contemporáneos, la introducción de cierto iluminismo progresista en sus dogmas condujo a una paulatina apertura institucional, cuyos principales efectos durante la segunda mitad del siglo XX fueron el diálogo ecuménico y la flexibilización ritual (cf. Concilio Vaticano II, 1965)3. Aquello propició la participación activa de los fieles en los cultos y en la organización misma de las iglesias, al igual que el intercambio con otras corrientes espirituales y la inclusión de expresiones culturales locales. Así mismo, motivó una «desregulación del creer» paralela a una recomposición eclesial signada por la aparición de corrientes desinstitucionalizadas (Sanabria, 2001; Ospina y Sanabria, 2004).

Y, precisamente, uno de los elementos que emerge en este proceso es la transformación de la idea barroca del mal, la del Diablo encarnado, pues tanto «demonio» como «infierno» parecen ser desestructurados en su condición de personaje y lugar mítico. Ubicado antes en el plano de lo sacro, el mal pasa a ocupar el lugar estricto de lo profano cuando se ubica su germen en el individuo (o mejor, en ciertos individuos o en ciertos aspectos del individuo). Continúa así la historia de los «chivos expiatorios», aunque ahora no se consideren influenciados por un Satanás empeñado en usurpar el poder divino.

Esta des-encarnación del mal con la desaparición del Diablo de la escena ritual católica permitió la entrada de otras representaciones más acordes. El auge de las prácticas rituales New Age y la emergencia de tradiciones orientales en el mercado religioso global favorecieron el resurgimiento de la idea espiritualizada de las deidades. Paradójicamente, en medio del imperio de la racionalidad científica, lo deiforme apareció de nuevo análogo a las nociones de «energía», «fuerza», «poder superior» y «espíritu». Por esta misma vía, en los cristianismos comienzan a tener particular efusión las prácticas taumatúrgicas, los dones espirituales, las cadenas de oración, la invocación al Espíritu Santo, las sanaciones y los exorcismos o liberaciones. El auge de los pentecostalismos no tiene hoy precedentes, gracias a su histórica iconoclasia y su culto al poder del espíritu divino.

En este sentido, en el caso del catolicismo acudimos hoy a un fenómeno de singular apariencia. Su recomposición institucional y ritual después de la década de 1960, a partir del Concilio Vaticano II, permitió el crecimiento de vertientes críticas progresistas dentro de la jerarquía eclesiástica y el nacimiento de corrientes espirituales de ánimo renovador (cf. Concilio Vaticano II, 1965; Concilium, 2003). Algunas de estas transformaciones fueron incorporadas como fruto de su diálogo con las iglesias protestantes estadounidenses. Una de las expresiones que sintetiza bien este intercambio es la corriente de la Renovación Carismática, la cual ha promovido la aparición de cientos de movimientos y comunidades de fe de gran autonomía respecto a la institución eclesial.

El revivalismo también tiene lugar, entonces, en la iglesia católica. Se recurre a figuras antiguas para justificar sus nuevas líneas de acción y organización con el discipulado4, pero también para captar la atención de aquellos feligreses ahora seducidos por los entusiastas cultos pentecostales o las mágicas prácticas esotéricas. La Renovación Carismática instala la analogía entre las pequeñas comunidades laicales de fe y las de los Hechos de los Apóstoles, además del retorno al Pentecostés como prueba de la renovación del pacto sagrado. De igual modo, enarbola como estandartes las figuras de una Santísima Trinidad desglosada y ofrecida así ante los fieles: un Dios como autoridad máxima, un Hijo como encarnación de un amoroso Mesías y un Espíritu Santo como fuente de poder (Ospina, 2003).

Sin embargo, hay un componente que genera tensión frente a esta intención progresista y renovadora: la actual idea del mal. En las postrimerías del siglo XX, entre 1999 y 2000 (año del Jubileo), el Papa Juan Pablo II alistaría el terreno para el nuevo milenio y, sorprendiendo a la feligresía católica, desplazó los antiguos significados del cielo, el infierno y el purgatorio desde sus lugares imaginados a la experiencia personal de fe en la Tierra. Allí mismo, reiteraría la idea de «la victoria de Cristo sobre Satanás», según la cual la humanidad ya está libre de su acción y de su influencia y, por tanto, ya se encuentra salvada. Esta afirmación difuminó de nuevo la idea del mal, aun cuando se siguiera aludiendo a él con nombre propio.

Pero en el último año, a pesar de todos los pronósticos, se ha acentuado la práctica institucional del exorcismo en la iglesia católica. Lidiar con la ambigüedad del mal en el mundo de hoy vuelve a ser imperativo en la formación de clérigos y laicos. En 1999, la librería vaticana publicó una nueva edición del Exorcismus et Supplicationibus Quibusdam o A propósito de los exorcismos y las súplicas (1614), «un manual de 84 páginas con nuevas instrucciones y actualizaciones para combatir al demonio en la Tierra» (Villarino, 2005; cf. Grupo Clarín, 1999)5. En el Ateneo Pontificio ya han tenido lugar dos cursos sobre exorcismos, el último de los cuales abrió sus puertas a «científicos, médicos y psicólogos» creyentes de todo el mundo. Uno de los participantes del curso señala que el exorcismo es una práctica peligrosa y compleja que requiere gran formación y experiencia: «Los engaños del diablo son muchos [...] Después de una manifestación, los demonios fingen haber sido liberados, convencen al poseído de que se trata de una enfermedad mental, revelan la existencia de un maleficio e incluso permiten asumir la eucaristía al poseído para fingir» (Villarino, 2005).6 Una postura como esta evidencia la extrema ambigüedad de la idea del mal, simultáneamente a un ambiente paranoide que exige a los feligreses y jerarcas encontrarse siempre a la defensiva.

Pero la dilución de Satanás como encarnación del mal en el escenario de la reflexión teológica no lo borró como tal de la percepción del creyente. Si se quiere, el demonio también se «desreguló» y... anda suelto. O mejor, inaprensible, ambiguo, a veces encarnado, a veces incorpóreo. No basta con los designios de la jerarquía. El mal emerge en las agudas crisis personales y colectivas y asume figuraciones particulares dentro de lógicas de sentido heredadas y recompuestas. Es así como el demonio vuelve a una escena que se pretendía moderna, racional y «reformada», ante una feligresía anhelante de referentes concretos y unitarios de sentido. El personaje mítico, ese Gran Señor de las Tinieblas, vuelve a atizar el combate espiritual y el laicado pretende organizarse ante él como el Ejército del Bien. Combatientes que deben encontrarse alerta ante cualquier acción del Mal, especialmente dada su capacidad mimética y su ambigua figuración: puede ser «fuerza maligna», «espíritu inmundo», Satanás, e incluso encarnarse en cualquier ser humano.

La compleja trayectoria de la demonología, desde la Mesopotamia del 2700 a.C. hasta los avivamientos religiosos de los siglos XIX y XX, nos deja una gran enseñanza: debemos desvelar el rostro del demonio en medio del contexto en donde se ubique. Según Borja (1998), en tanto la historia del demonio en la cultura occidental «es también la historia del miedo», en ella se encuentran comprometidas todas las vicisitudes socioculturales, políticas y económicas que distintas sociedades han tenido que afrontar. Este mismo autor exalta en esta trayectoria los encuentros con el «otro» y las distintas concepciones sobre la alteridad fundamentadas en la demonización. Estigma que, históricamente, se funda en la sospecha frente a quienes parecen atentar contra la propia estructura sociocultural y desafiar los órdenes clasificatorios establecidos desde su propia alteridad oscilante (cf. Uribe, 2003).

El Mal de hoy es, pues, heredero de esta rica trayectoria, al tiempo que se ha actualizado y adaptado a las condiciones presentes. Ha perdurado, por ejemplo, su asociación con lo femenino en el ámbito brujesco; con la enfermedad mental y física como producto de su influencia; y con el ejercicio de prácticas «idólatras» y/o paganas derivadas de tradiciones como las indoamericanas, las afrodescendientes, las esotéricas, las orientales (en términos generales) y los cristianismos no reconocidos (como los pentecostalismos). En estas últimas suele aparecer en escena la sospecha frente a lo «mágico», al culto a deidades femeninas o vinculadas con la fertilidad, al manejo del mundo de lo invisible o lo no-humano y a las falsas latrías. Por ello, el análisis de las actuales concepciones sobre el Mal y de su operación en el campo religioso permite una comprensión de las relaciones sociales allí emergentes, no constreñidas solamente a lo religioso.

Decía en otro texto que la figura del Espíritu Santo es la que condensa todo el sentido poderoso, avivador y demócrata de esa suerte de «fundamentalismo moderno» (Fuenzalida, 1995) que atestigua el catolicismo renovado contemporáneo (Ospina, 2003). También he analizado el ideal de Jesucristo y Dios Padre como el correlato de ciertos ideales masculinos legítimos en nuestra cultura, a través de las narrativas de conversión de carismáticos católicos bogotanos. En esta ocasión, pretendo explorar –en términos similares– la antípoda de la deidad trinitaria católica: El Maligno. ¿Cómo aparece hoy recreado el mal en la experiencia ritual de las comunidades carismáticas católicas? ¿Hay analogías entre la representación encarnada o espiritualizada del mal y los prototipos del «otro» establecidos en nuestra cultura? En escenarios progresistas de renovación, ¿cómo se lidia con una idea aferrada a la concepción más conservadora sobre el mal, esa idea que evoca el imaginario barroco católico de la lucha espiritual entre el bien y el mal? ¿Acaso la experiencia de fe se ha convertido para los católicos en una vivencia diaria delirante, en tanto se definen y se forman como guerreros contra un Mal «desregulado»?

Estas amplias cuestiones, según mi parecer, no tendrían sentido alguno si no partimos precisamente de la experiencia local y personal de la conversión. Para ello, me enfocaré en los relatos de dos mujeres discípulas de una comunidad de fe de El Minuto de Dios en Bogotá, sobre el tema de la sanación y la liberación, así como de la acción del demonio en sus vidas cotidianas. La vía etnográfica, como siempre, será simultáneamente brújula, bitácora y estetoscopio en los recovecos profanos de la experiencia religiosa.

Perfiles

Carmela Jiménez7 es la menor de cinco hermanos, tres mujeres y dos hombres criados en el seno de un hogar cundiboyacense de clase media, residente en la ciudad de Bogotá. Actualmente tiene 37 años de edad, es apenas bachiller, madre soltera de una jovencita de 13 años. Aunque esto de «madre soltera» debe aclararse: más bien, es «separada» de su compañero Juan Guillermo, el padre de su hija, un manizalita de su misma edad con quien vivió durante diez años en unión libre y que actualmente reside en su ciudad de origen en compañía de su esposa –con la que se casó en matrimonio civil– y dos hijos más. Desde que salió del colegio a sus 17 años, Carmela se encuentra trabajando como vendedora de seguros en compañía de su hermana Dolores, quien nunca ha dejado de ser su jefe y la «dueña del aviso».

Es preciso hablar un poco de las relaciones parentales de Carmela. La dominancia y la sumisión fueron arquetipos fundamentales en su historia familiar. Su padre, oficial de construcción, proveniente de un pobre y desarraigado hogar del sur de Bogotá –del cual se había escapado a la edad de 12 años cuando su progenitor murió repentinamente–, constituyó siempre un temible modelo de autoridad. Él aparentó siempre ser un hombre enérgico y autoritario, convencido de que la única responsabilidad con su familia era la de mantenerla económicamente y formarla en valores como la honestidad, el trabajo y la disciplina. Aun cuando nunca maltrató a Carmela con la violencia física, ella manifiesta otro tipo de maltrato expresado en las escasas demostraciones de afecto que él le proporcionaba, asunto que traduce en «frialdad». Aquella distancia se acentuó cuando el padre negó a su hija la subvención de una carrera técnica o universitaria.

Fue de su madre, una mujer boyacense iletrada que había emigrado a la capital a sus 17 años, de quien Carmela recibiría toda atención y cariño, a pesar del recio carácter que manifestaba en su imperio doméstico. Siempre cómplice, aunque no confidente, esta madre al tiempo rígida y doliente no ocultaba ante la menor de sus cinco hijos los reiterados lamentos de abnegación y sacrificio no retribuidos por su esposo, un padre responsable económicamente pero ausente e infiel. Sin caer en la extrema beatitud, la madre de Carmela se refugiaba en sus complejas devociones: el Divino Niño Jesús y la Virgen de Chiquinquirá, junto a Regina 11, José Gregorio Hernández, la sábila y la Cruz de Mayo, componían su panteón privado que reposaba en un rincón de la cocina, iluminado tan sólo por una veladora carmesí.

La relación de Carmela con sus hermanos merece capítulo aparte. Con el mayor, su relación siempre sería armoniosa aunque distante; el menor, por su parte, siempre demostró celos hacia ella por arrebatarle con su nacimiento el trono de «niño consentido», lo cual no permitió mayor acercamiento entre los dos. Con las hermanas, en cambio, tendría un vínculo mucho más afianzado desde que era niña: hasta su adultez siempre contrastaron su timidez y fragilidad con la personalidad arrolladora y dominante de las otras. Al contrario de ellas, Carmela tuvo que lidiar toda su vida con sus expresiones corporales de temor: se comía las uñas compulsivamente, se sonrojaba en extremo y sufría de sudoración excesiva.

Con la mayor de las hermanas –la consentida del padre–, Carmela tuvo una ambigua relación que oscilaba entre el amor maternal que la primera le prodigaba –y que, al tiempo, la aminoraba– y la fantasía de rivalidad en cuestión de amores alimentada por ambas. A pesar de la diferencia de edad entre las dos (12 años), de niña, Carmela solía «enamorarse» de los novios de su hermana y, en particular, decía haberse encaprichado con el hombre que actualmente es su cuñado. En cuanto a Dolores, su segunda hermana, jamás se reproducirían estos triángulos románticos, incluso nunca habría lugar para «malos entendidos» en el campo afectivo. Había, a cambio, rudas claridades, gracias a que Carmela, al no poder estudiar una carrera, entraría a trabajar desde muy joven como empleada de su hermana. Dolores ha sido siempre su jefe, quien además gana el triple de su salario. Graves problemas, por tanto, se han derivado siempre de esta relación jerárquica, aunque las asperezas se liman en las reuniones familiares o en los ratos de esparcimiento que comparten. Para Carmela, estos problemas suelen tomar un carácter muy serio, mientras que para Dolores se trata de simples cuestiones de trabajo. No obstante, aunque dicha relación desigual en el campo laboral –acentuada por el marcado autoritarismo de Dolores ante Carmela como empleada– ha sido muy conflictiva, paradójicamente tal situación es la que ha unido a las dos hermanas en una estrecha codependencia.

Dolores Jiménez es la tercera de los cinco hermanos. De 44 años, es también madre soltera de un niño de 12, cuyo padre es un acaudalado arquitecto casado que poco se comunica con ellos. El negocio de seguros del que es dueña, según dice, fue construido con mucho esfuerzo a través de los años, sobre la única base académica de su bachillerato comercial. Desde muy niña, Dolores se hizo acreedora del apelativo de «oveja negra» de su familia, ya que su recio carácter y su independencia la perfilaban como una mujer rebelde y soberbia. Gustaba mucho del dinero y de los lujos, por lo cual se empleó desde muy joven para poder adquirir ropa fina, joyas y perfumes.

Cuando cumplió la mayoría de edad, Dolores se casó por la iglesia católica y logró hacerse a una vivienda y a una empresa propias, antes de divorciarse. Su historial amoroso siempre fue conflictivo: se ha separado tres veces, dos de las cuales fueron producto del fracaso de uniones libres con hombres casados. Nunca ha podido establecer una sólida relación de pareja, tal como siempre lo ha soñado en concordancia con sus arraigados ideales de familia tradicional. Aunado a ello, padeció serios problemas físicos para poder concebir un hijo y, cuando por fin quedó embarazada –después de tres abortos naturales que por poco le causan la muerte–, decidió criar y mantener sola a su retoño, ya que el padre no estuvo dispuesto a compartir tales responsabilidades.

El refugio del desamor de Dolores lo constituyeron las grandes sumas de dinero que extraía de su trabajo. Cuenta ella que, en los inicios de su propia empresa, la bonanza acarreada por el narcotráfico le generó importantes capitales: «Entre mis clientes se encontraban los Gaitán Mahecha y muchos otros que después cayeron. Definitivamente esa fue plata mal habida» (Entrevistas, 2000-2004). Pero, «mal habido» o como fuese, este dinero era derrochado ampliamente por Dolores, quien no dudaba en gastarlo en fiestas, viajes y lujos de toda especie, desdeñando las posibilidades de inversión o ahorro. Los salarios de sus empleados, aunque eran mejores que en el presente, nunca alcanzaron la magnitud del suyo propio. Y, como ella misma lo define hoy, se convirtió en una «compradora compulsiva»: «Compraba perfumes, joyas, muebles, adornos para la casa, muchas veces a crédito. Dejaba la ropa separada en los almacenes –almacenes muy finos– y no me importaba si ya comprada no me gustaba, y terminaba dejándola de lado o regalándola» (ibíd.). La destinataria predilecta de esos «regalos» era en efecto Carmela, quien así podía gozar dosificadamente de ese mundo opulento de su hermana.

Dolores entabló una relación con sus padres –distinta de la de Carmela–, mediada en gran parte por su actitud rebelde. Con ambos siempre se portó desafiante y manipuladora. Por ejemplo, era normal que momentos después de los altercados que formaba, volviera hacia ellos con actitud mansa, los abrazara y, como gesto típico en ella, les consintiera las orejas para aliviarles el mal humor. Solía incluso poner a la madre de su parte, comprándole regalos y dándole dinero, a lo que esta respondía con alcahuetería y complicidad frente a lo prohibido por el padre, siempre distante y autoritario. Con todos sus hermanos, por lo demás, las peleas eran muy comunes y se caracterizaban por el gran histrionismo, agresividad y obstinación que ella desplegaba. Es muy diciente, en medio de todo, que de las tres hermanas, la primera y única que salió de la casa paterna e hizo su propia vida fue precisamente Dolores.

Tanto Carmela como Dolores padecían de una frustración común: no haber podido establecer una familia en términos ideales. Las dos se habían separado de las que algún día consideraron sus parejas «legítimas» y también se habían enamorado de hombres casados con quienes las relaciones habían fracasado. Del mismo modo, eran hoy «madres solas» que «habían tenido que responder» por sus hijos sin el apoyo de sus antiguos cónyuges. Pero además se presentaría una situación crítica que ambas también tuvieron que compartir, dado que trabajaban en el mismo negocio: aquella bonanza que habían disfrutado decayó drásticamente durante la recesión económica en el país a mediados de la década de 1990. El negocio se vino al suelo y ambas, como hoy lo definen, «cayeron en ruina» (ibíd.; Testimonios, 2001). Dolores perdió su carro, tuvo que vender sus pertenencias más lujosas al verse envuelta en una deuda de más de 30 millones de pesos y debió enviar a su hijo a estudiar en el pueblo donde hoy viven sus padres. Carmela, no obstante, fue la más afectada, pues perdió por completo el empleo y, por consiguiente, dejó de seguir pagando el arriendo de su casa, el colegio de su hija y su subsistencia diaria se hizo muy difícil; pronto quedó «en la calle» y debió irse a vivir donde unos familiares, así como enviar a su hija a otra ciudad al cuidado de su padre. La conversión de las hermanas Jiménez a la Renovación Carismática Católica tuvo lugar durante esta etapa de crisis, luego de asistir a un «Congreso de Sanación» organizado por El Minuto de Dios.

Sanación y liberación: relato de un exorcismo

«¡Te tengo que contar! ¡Fue impresionante! Era la primera vez que yo veía una “liberación”. Uno puede pensar que eso es teatro, que allá llevan actores, ¡pero es que yo lo vi con mis propios ojos! ¿Cómo podría negarlo?». Esto fue lo primero que me dijo Carmela Jiménez, semanas después de haberme invitado al evento que estaba refiriendo, un «Congreso de Sanación y Liberación» organizado por la Comunidad Porvenir en Dios de la que ella es miembro desde hace seis años. El evento tendría lugar durante la mañana de un sábado en el teatro del barrio Minuto de Dios al noroccidente de Bogotá, y sería presidido por el sacerdote eudista8 Ramón Tarazona.

—Estábamos en la Jornada y ya había pasado como hora y media, cuando el padre Ramón nos pidió a todos los presentes en el teatro que cerráramos los ojos y oráramos. Ya iban a ser las 11 de la mañana y él se quedó callado... Ese padre es tan lindo... no tiene que hablar duro ni nada, no grita, sólo habla suavecito al micrófono. Se quedó callado en un momento y dijo que ahí había espíritus, pero yo creo que el Señor ya le había avisado que ese día iba a haber cosas grandes porque él estaba muy tranquilo y se veía como preparado. Él siempre es muy tranquilo de todos modos y nos dijo que no nos asustáramos, que nosotros teníamos la victoria del Señor y que estábamos con él. En las primeras filas del auditorio estaba una niña.

—¿De cuántos años?—, le pregunté.

—Tenía 21 años y se llamaba Mariángela. Ella comenzó a gritar desesperada, pero con una voz que no era la de ella sino la de esa cosa que tenía metida. Tuvieron que cogerla de los brazos entre varios porque se retorcía y tenía mucha fuerza... Es que cuando están con cosas adentro tienen mucha fuerza... Bueno, la niña comenzó a gritar: «¡Déjenme! ¡Suéltenme!». Y todos permanecíamos con los ojos cerrados orando. Yo no vi esa primera parte porque yo seguía orando. Johanita, mi hija de 13 años, sí vio todo porque a ella le cuesta mucho trabajo hacer introspección, yo no sé por qué no se puede quedar con los ojos cerrados--. El padre Ramón se bajó de la tarima y se acercó donde estaba la niña. Les pidió ayuda a unos Servidores y ellos la acostaron en el suelo y la sujetaron de las muñecas. Ella gritaba más duro: «¡Cállense! ¡No me saquen!», y el padre nos decía «Tranquilos, no nos dejemos robar la bendición... Tranquilos, la victoria ya es del Señor, no nos dejemos llevar por el miedo, no nos desconcentremos y sigamos orando...».

El padre se arrodilló a un lado de Mariángela y le impuso las manos. Los Servidores se ubicaron alrededor de la niña, le impusieron manos y oraron también. El padre decía: «Sal, en nombre de Jesús. Jesús: Sana a Mariángela... Jesús: Libera a Mariángela...», pero no subía la voz ni nada, hablaba fuerte, eso sí, pero no te imaginas lo tranquilo que estaba, aunque, pobrecito, estaba todo sudoroso. Y la niña se retorcía y gritaba: «¡Cállense, malditos! ¡No recen más!». Y a medida que avanzaba la liberación se ponía peor: «¡Váyase!», le gritaba a Cristo; «¡No me saquen! ¡No me quemen! ¡Malditos, no quiero oír más sus rezos!», nos gritaba a nosotros. Lo peor fue que como que no era un solo «espíritu» —susurró— sino eran muchos, así como esa cita de la Biblia...

—Ah, sí, la de Marcos 5, 9, donde Jesús le pregunta al espíritu de un poseso: «¿Cuál es tu nombre?». Y él le responde: «Mi nombre es Legión y somos muchos»—, le repliqué con un aire de erudición.

—Como te dije —continuó Carmela— era la primera vez que yo veía un exorcismo, así en vivo y en directo. El padre Ramón le iba sacando esas cosas que tenía metidas la niña desde el vientre hacia la boca, pero sin tocarla. A Mariángela le daban como náuseas, hacía como si fuera a expulsar algo por la boca. La liberación era como si el padre estuviera espichando un forúnculo, un gran forúnculo, como si esa cosa que se había metido en el cuerpo de la niña fuera la infección y el orificio de salida fuera la boca. Entonces, empezó por el vientre y lo iba sacando hacia arriba, iba subiendo hasta que llegó a la garganta y al final el padre le presionaba las mejillas como sacando lo último que quedaba. Cuando acabó, la niña dejó de gritar; pobrecita, estaba con la cabecita toda mojada y desgonzada y los ojos hinchados de llorar por el esfuerzo. El padre le dijo: «Mariángela, mírame, eres una mujer nueva». Ella abrió los ojos y miraba a todos lados como confundida, no sabía lo que había pasado; luego miró al padre y lo abrazó y se puso a llorar. Todos nosotros aplaudíamos y gritábamos: «¡Gloria a Dios! ¡Alabado seas, Señor!».

Un señor que estaba al lado de Mariángela desde antes de la liberación contó que, cuando la vio llegar al comienzo de la jornada, le había parecido una mujer horrible, pero que ahora su expresión se había transformado: «Miren esa belleza de mujer», decía. En todo caso, yo sí vi que la niña después ya tenía una expresión diferente en el rostro, de una transparencia y una lozanía que no te imaginas, con las mejillas rosaditas y el resto de la cara blanquita... Quién sabe hacía cuánto tiempo tenía eso metido adentro. Ella estaba con la mamá y esa señora lloraba desconsolada. Ninguna dio el testimonio en público, pero por ahí decían que seguramente la niña había estado jugando en el colegio con la tabla ouija y se le había quedado algo adentro.9

Carmela me describió así el Congreso. Narraba emocionada la experiencia. Por su parte, Johana, su hija, se encontraba notablemente consternada con el suceso y me contaba cómo después había llegado tan impresionada a su casa que le habían temblado las piernas toda la tarde. No obstante, las dos aseguraron haber sido blanco de pequeñas sanaciones durante la jornada (amigdalitis, dermatitis), por lo cual el susto era apenas un bajo costo que habían tenido que pagar. La llamada «liberación» es el término que se le suele imputar a los famosos exorcismos, en especial en los terrenos de la Renovación Carismática Católica donde ese constituye quizás el límite más radical frente al pentecostalismo, acusado con frecuencia de «fanatismo mágico».

Por consiguiente, no era de extrañar que Carmela bajara la voz cada vez que mencionaba la palabra «espíritus» o «exorcismo», e incluso le costara trabajo referirse a los primeros a los cuales tildaba de «cosas que se habían metido dentro». Su temor frente a ellos se hacía manifiesto. En el transcurso del último año, ella y su hermana Dolores se habían acercado más a este tipo de prácticas, no tan explícitas dentro de otras comunidades carismáticas católicas. En uno de mis anteriores trabajos sobre una comunidad carismática juvenil, me había causado curiosidad que siempre eran los más adultos quienes solían hablar de temas referidos a la «lucha espiritual», en contraste con los jóvenes que centraban su atención exclusivamente en Jesús y el Espíritu Santo, excluyendo los asuntos de las posesiones malignas y, en general, de la encarnación del mal: por ejemplo, no se hablaba del demonio como personaje.

Para las comunidades carismáticas de adultos, el tema de El Maligno en cambio sí es reiterativo. Recuerdo testimonios de padres de familia conversos al carismatismo en los que se vinculaba la «adicción a la sexualidad» con «la acción del Maligno que siempre está actuando, tentándonos» y contra el cual hay que luchar como «cristianos radicales, guerreros de verdad [...] y dar la batalla hasta las últimas consecuencias para vencer el mal» (Diario de campo, marzo a junio de 2002). Esta idea del demonio es frecuentemente asociada con lo patológico, en un espectro más amplio, es decir, con enfermedades somáticas y psíquicas, así como con «males» espirituales o sociales. Aparece allí expresada toda una idea de lo patológico y lo nopatológico definidos por cada congregación en particular.

Dolores conoció al padre Ramón Tarazona a finales del año 2003, cuando Berthica, su consejera espiritual, le recomendó que fuera a su «consultorio personal», por cuenta de «unos males extraños» que la aquejaban. «Se le veía mal, desalentada y encorvada, con unos dolores todos raros en la espalda, las manos y debajo de las costillas» (Entrevistas, 2000-2004), relata su hermana Carmela, añadiendo además cómo la veía cada vez más vieja. El médico al que frecuentaba no le diagnosticaba nada y ella parecía empeorar. Berthica supuso que el estado de Dolores era consecuencia de sus pasadas experiencias con el esoterismo y la brujería en pos de prosperidad económica: «De pronto se te quedó algo por ahí metido —le decía— y el padre puede hacerte una liberación» (Entrevistas, 2000-2004). Y es que, en su propio testimonio de conversión, Dolores señala este tema como uno de sus grandes errores (pecados), resarcidos al parecer en el nuevo camino carismático católico:

me dejé llevar y creer en los talismanes, las agüitas, los perfumes para la buena suerte, todo lo que le prometen a uno los brujos que le van a arreglar la situación... Empecé a creer y a poner confianza en esto, y pensé que ellos me iban a solucionar mi problema económico. ¡Mentira! Perdí todavía más millones de los que había perdido […]

En el encuentro que tuve con Jesús, Él me decía en su palabra: «No esperes que otros te muevan el agua, muévela tú misma». Esa palabra me quedó maquinando todo el tiempo en mi cabeza […] me acuerdo que lloré todo el tiempo hasta que dije: ¡esta es la solución! Cogí todos esos perfumes, todas esas recetas que me daban, los baños, fui radical totalmente y terminé con eso. Boté todos los talismanes y dije: hoy mi talismán es Jesús, todo lo que puede cambiar mi vida es Jesús. Y desde ahí […] el Señor me ha bendecido grandemente.10

Así, Dolores acudió al «consultorio» del padre Tarazona. Ella le describió sus síntomas y él procedería a examinarla. Le comentó a su paciente que contaba con un método especial para auscultar: una «corona de espinas espiritual», invisible, que acercaba a la zona afectada para diagnosticar el mal y luego curarlo. El padre realizó la valoración con su «corona» y comenzó a «chuzarla» en la región de las costillas, donde Dolores empezó a sentir que «algo se le movía por dentro y se le escondía» (Entrevistas, 2000-2004). «Dígame dónde está», le replicaba el sacerdote, al tiempo que ella sentía que se le había encaramado algo en la espalda. El padre optó por acercar la «corona» a la altura de los hombros de Dolores y le dijo serenamente a ese «algo»: «Sal de ahí, no te escondas, quita tus garras de ahí». Dolores se asustó y de inmediato pensó: «¿Garras? ¡Ay, Dios mío, eso es como un animal!». Luego de unos minutos –en total la sesión duró cerca de media hora–, el sacerdote le explicó a su paciente que esa «liberación» ya estaba «en proceso» y que «eso» terminaría de salir en el transcurso del día o, a más tardar, a la mañana siguiente, asumiendo la forma de un eructo que, en efecto, horas después se produjo. Desde ese mismo instante, Dolores comenzó a sentir alivio en todo su cuerpo: «Si la hubieras visto... Después de eso las manos de ella cambiaron de color, estaban blanquitas y tersas como la piel de un bebé», me contaba Carmela.

Antes de su conversión, Carmela también había sido partícipe de los itinerarios de su hermana Dolores por los caminos de la nigromancia, el curanderismo urbano y las prácticas esotéricas para la buena suerte y la prosperidad. Personajes como la bruja Rebeca del Carmen, el neochamán Tiberio Chivatá y el homeópata-bioenergético Ruffo Benveniste fueron cardinales en la época inmediatamente anterior a su conversión (cf. Ospina, 2003). Sin embargo, Carmela asumió una posición de mera acompañante de su hermana y se resistía a involucrarse del todo en tales prácticas: «Yo sí la acompañaba a hacer esos rituales: me bañé con las 7 hierbas como lo indicó Rebeca; la acompañé a quemar el colchón y a tirar las tablas de la cama a un río cuando don Tiberio se lo ordenó; nos hacíamos ver el aura de Ruffo y nos íbamos a que nos leyeran las cartas… en fin. Pero a mí nunca me acabó de gustar todo eso. Por eso de pronto estaba más cerca de Dios» (Entrevistas, 2000-2004).

Este hecho, no obstante, era insuficiente para que Carmela acreditara una limpia hoja de vida ante la canonicidad católica. En su propia narrativa de conversión no sólo pesaba esta complicidad sororal, sino también era definitivo su antiguo mal comportamiento sexual. Según ella, sus dos grandes pecados habían sido el concubinato –en el cual subraya el hecho de la fornicación– y el adulterio. Tal combinación entre la culpa brujesca y la erótica la habían conducido a la ruina y a la enfermedad, exactamente igual a como sucedió con su hermana Dolores con quien compartió aquella situación de crisis económica; crisis de la que ambas salieron avante a partir del hito autobiográfico que constituyó su conversión. Las nuevas normas del carismatismo católico, reforzadas constantemente con los testimonios públicos de los conversos y vigiladas de modo permanente por el estricto control social de la comunidad de fe, consiguieron la resignificación del malestar de estas mujeres en términos de la «lucha espiritual», donde ostentaban ahora una posición privilegiada: la de «hijas preferidas» de un dios legítimo en el imaginario sociorreligioso de nuestra cultura.

Carismáticas vs. El Maligno: anotaciones sobre una batalla delirante

Hoy, seis años después de su inserción en la Comunidad Porvenir en Dios, Carmela y Dolores son asiduas participantes de los eventos de El Minuto de Dios, entre los cuales se han vuelto famosas las «Jornadas de Sanación y Liberación» del padre Ramón Tarazona. Por la misma época del congreso mencionado, él mismo organizó un «taller» sobre el asunto. Dolores me habló de dicha actividad luego de una de sus reuniones sabatinas, en la cual presencié cómo desplegaba su papel de líder al censurar los rezagos «mágicos» de sus discípulas, como puede notarse en esta conversación:

Discípula 1: Siempre pintan a Dios como un hombre muy bonito, ¿no?

Dolores: Sí, pero las imágenes son una representación de Dios; no son para adorarlas.

Discípula 2: Tienes razón, anteriormente uno tocaba el cuadro porque pensaba que él era el que hacía el milagro.

Dolores: Yo, por ejemplo, me la pasaba haciendo novenas dizque a la Virgen de Chiquinquirá.

Discípula 3: Pero las novenas y las devociones también son formas de alabar a Dios…

Dolores: ¡No! —replicó furiosa—. ¡Nosotras ya no somos de novenas! ¡Uno debe hablar es con el dueño del circo, no con los payasos! Debemos tener una relación directa con Dios. Eso de los santos y de la Virgen de yo no sé dónde y de venerar imágenes no es correcto… Nosotras ya estamos en la luz, en los caminos, y debemos actuar en concordancia.

Discípula 3: Ah, pero entonces, ¿por qué el Papa canoniza?

Dolores: Es que las personas que se canonizan son «ejemplos de vida» que hay que tener en cuenta, pero no hay que venerarlas. Las devociones se hacen porque son tradiciones de nuestros padres y abuelos, pero esas son cosas que no son. La Virgen, sabemos que es la madre de Dios, pero ella no es la que hace el milagro […] La Renovación Carismática nos enseña eso, que no se trata de adorar imágenes, que debemos superar las tradiciones […] Yo, por ejemplo, ya boté un búho y la pirámide de oro, aunque el Padre dijo en el taller que era mejor fundir esos amuletos de oro y hacer una cruz, porque si uno los botaba por ahí de pronto los encontraba otra persona.

Discípula 2: ¡Uy, no! Si estaba conjurada es mejor botarla y no tenerla más, así esté fundida.

Dolores: ¡Sí, claro, y aunque no esté conjurada!

(Diario de campo, mayo a noviembre de 2004. Reunión del grupo que lidera Dolores Jiménez)

Una semana antes, el padre Tarazona había comenzado su taller de liberación con una particular sentencia, repetida por Dolores: «Dios siempre le toca a uno la puerta para entrar a su casa… En cambio el Maligno nunca pide permiso» (Entrevistas, 2000-2004). Según Dolores –lo cual me reiteraría Carmela en una conversación posterior–, el sacerdote había insistido en la exégesis de los símbolos mágicos o satánicos que eran usados por sectas y movimientos esotéricos «guiados por el mal». Habló de las cruces invertidas, las estrellas, los triángulos, entre otros; igualmente, se refirió a los amuletos o símbolos de la prosperidad y la buena suerte como las pirámides de oro, los búhos y los «papiros chinos». Frente a estos últimos, en conjunción con los símbolos orientales, fue enfático: «El padre nos dijo que a él alguna vez le habían regalado unos papiros [sic] con dibujos orientales y los tenía colgados en la sala de su casa. Como él hacía liberaciones, un día, mientras efectuaba una, estas imágenes comenzaron a girar sobre su centro, todavía colgadas de las paredes… giraban solas rápidamente porque se veían afectadas por el poder de la liberación. El padre dijo que las había quemado pues por ahí podía entrar el Maligno» (Diario de campo, mayo a noviembre de 2004).

Estos vestigios de lucha contra la «idolatría» parecen tener una fuerte presencia en este movimiento de renovación, muy cercano a una suerte de «fundamentalismo moderno», en cuanto se sirve del retorno actualizado a referentes antiguos de identidad (Fuenzalida, 1995). La persecución de las idolatrías es planteada desde los tiempos de San Pablo en su Carta a Timoteo, obispo de Éfeso, a quien encomienda combatir contra los «falsos profetas», los «falsos doctores» y la «falsa ciencia». Timoteo moriría sacrificado en Roma en el año 97 d.C., precisamente por oponerse a una fiesta diánica11. En distintas ocasiones, el Vaticano ha sentado una posición radical frente a la magia y la hechicería. Dos de ellas merecen recordación: la proclamación del espiritismo, junto al comunismo, el naturalismo y el protestantismo como los «cuatro peligros mortales» para la iglesia católica en América Latina, efectuada por el Papa Pío XII (Dawson, 2000:149); y la reciente censura del Papa Juan Pablo II a los entusiastas rituales de la Renovación Carismática por considerarlos muy próximos al pentecostalismo, señalado a su vez como «fanatismo mágico» (cf. Bastian, 1997; Concilium, 2003).

En contraposición a las satanizadas idolatrías usadas como mecanismos ilegítimos para la consecución de prosperidad económica, sanación y bienestar, la Renovación Carismática Católica ha instalado entre sus fieles la analogía brujería = ruina-enfermedad vs. catolicismo = salud-prosperidad. Por tal motivo, pululan hoy aquellos eventos rituales «contra el Maligno», personaje encarnado y desencarnado al mismo tiempo, que reaparece en la escena católica con una fuerza contrarreformista y barroca en el imaginario de la «lucha espiritual» entre los fieles, en paradójica combinación con la herencia de la iconoclasia protestante. El planteamiento de una batalla en estos términos, claro está, trae consigo una lógica persecutoria y de sospecha permanente ante la «entrada» del mal a los dominios de cada feligrés. Se trata de una lógica delirante que parece ser acentuada en tales eventos y que ensambla una nueva vivencia cotidiana entre quienes la asumen.

Carmela se había separado del padre de su hija, Juan Guillermo, a quien además le había sido «infiel» con un compañero de trabajo. Después de la dolorosa experiencia, Juan Guillermo partió para su ciudad natal, donde inició una nueva vida: consiguió un nuevo trabajo, una nueva vivienda y, por el camino, una nueva esposa con quien se unió en matrimonio legítimo y tuvo dos hijos varones. Desde la distancia, a Carmela no sólo la acosaban los celos y la culpa del adulterio sino también la crisis económica, por lo que sólo atinaba a reclamarle a Juan Guillermo su responsabilidad material con Johanita, su hija. No faltó la demanda de alimentos, emprendida ante una Comisaría de Familia por Carmela, ya que, en sus palabras, «él me dejó de “consignar” hace muchos meses, porque la vieja esa [la esposa de Juan Guillermo] seguro no lo deja mandarme plata; yo estoy por pensar que ella le hizo “algo” porque ni siquiera le echa una llamada a su hija para saber cómo está y eso no es normal en un padre que quiere a sus hijos» (Entrevistas, 2000-2004).

Carmela siempre había soñado casarse, con vestido blanco y todo, y quizás eso era lo que más le pesaba de su «concubinato» con Juan Guillermo: no haber podido legalizar su relación y, de paso, no haber cumplido su deseo. La carcomía el hecho de que él hubiera escogido el tipo de mujer que sus propios padres –antioqueños de tradición– le habían inculcado siempre: una joven profesional, exitosa y ojalá adinerada, condiciones que ella no reunía y que la presentaban como una nuera poco querida, en especial por su suegra. Pero aún la atormentaba más que Juan Guillermo se hubiera «casado» con ella. Esta altiva señora, muy displicente con Johanita y, como era de esperarse, también con la propia Carmela, solía enviarle algún regalo en cada época de vacaciones que la niña pasaba con su padre. Usualmente, se trataba de artículos ya usados por ella, que decía no necesitar más y que, como decía, dada la grave situación de Carmela, podían llegar a servirle. En una oportunidad, la esposa de Juan Guillermo le envió a Carmela un reloj de pared en madera que tenía incrustados los «siete granos de la abundancia». Cuando Carmela lo abrió, de inmediato le pareció de mal gusto y, como ella dice, le dio «mala espina»: «¿Qué tal que ella le haya echado algo a ese reloj? Y esos granos de la abundancia no me gustan para nada, eso es como magia… Yo mejor lo boto, ni lo regalo porque de pronto eso le hace daño a alguien. A mí me parece que ese es un regalo muy raro… ¿No tendrá malas intenciones?» (Entrevistas, 2000-2004).

Ante esta inminencia de la acción de El Maligno, al igual que otros feligreses, Carmela y Dolores oran día y noche, encomendándose a su Señor, además de asistir cada vez con mayor frecuencia a eventos rituales o talleres de formación sobre sanación y liberación; eventos que incluyen habitualmente el tema de la prosperidad y el bienestar. Tuve ocasión de acompañar a Dolores a una «Vigilia de Mujeres por la Prosperidad», organizada en el año 2004 por la Comunidad Porvenir en Dios en su sede de El Minuto de Dios. Había cerca de 50 asistentes, de los cuales tan sólo unos 5 eran hombres. El motivo de esta vigilia, que se llevó a cabo entre las 8 de la noche del sábado y las 6 de la mañana del domingo, era orar colectivamente por la prosperidad, en especial por aquellos integrantes de la Comunidad que estaban desempleados y enfermos. La noción de prosperidad se extendía también hacia la salud.

En esta vigilia todas las mujeres eran mayores de 35 o 40 años. Durante la noche se elevaron cánticos de alabanza, se oró el Rosario, se escucharon testimonios de madres solteras, parejas y familias, entre los que participó Dolores. La continuidad narrativa de estas mujeres sobre el tema de la prosperidad es, por consiguiente, vehemente: Carmela y Dolores tan sólo cambiaron de lugar en esta batalla mágica en busca de bienestar y, en sus palabras, se pusieron de parte de «el que es» (ibíd.), es decir, de un dios que se yergue todopoderoso y legítimo en una sociedad como la nuestra: el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo del catolicismo.

La seguridad que tal hecho podría otorgar a estas mujeres no parece, en todo caso, suficiente, incluso al ser constantemente reforzada con la asistencia a tales jornadas de «contra». Al contrario, en los últimos meses, la ansiedad de Carmela y Dolores ante una potencial emboscada del mal se ha acentuado. Sus malestares cotidianos y su experiencia de conversión –permanentemente actualizada– son interpretados en los términos de la llamada «violencia simbólica», en donde lo mágico-religioso y lo brujesco median en los vínculos sociales, como bien lo expresa el antropólogo Carlos Alberto Uribe:

La brujería entra […] a mediar […] como el supremo árbitro que regula la rivalidad, la envidia y los deseos de venganza entre personas que comparten espacios sociales próximos. Y de paso, despoja a sus protagonistas del control de su propia vida […] La brujería y la magia proveen a sus adherentes los elementos interpretativos fundamentales de sus vivencias existenciales y les permiten acercarse en términos que resultan familiares por estar validados socialmente, a una comprensión de las situaciones “anormales” que enfrentan, y que quieren hacer aparecer como llenas de significado por su verosimilitud. Les aportan un discurso que se emplea […] en un intento heroico por domar el caos y la incertidumbre de la vida con el concurso de la palabra, del relato (2003: 65).

De acuerdo con ello, el marco interpretativo de la «violencia simbólica» invade todos los terrenos de la vida diaria de estas mujeres. Mejor aún, los ha invadido desde siempre, teniendo en cuenta que Carmela y Dolores proceden de una familia practicante de ese catolicismo híbrido colombiano en el que decenas de entidades mágicas combaten, desde uno u otro plano, por el monopolio del ejercicio legítimo de la magia. Una familia extensa atravesada por el ideal de la Sagrada Familia (cf. Uribe, 2003), el cual ha influido de modo notable en sus historias afectivas, donde ha imperado la frustración amorosa, la culpa, la rivalidad femenina y los roles de género tradicionales. Su actual militancia carismática en la Comunidad Porvenir en Dios da cuenta de ese intento desesperado por restituir ese imaginario despedazado de familia, al otorgarle una narrativa autobiográfica que incluya una interpretación de sus fracasos afectivos y una justificación de los roles que deben asumir en franca lid contra el malestar. El malestar de la soledad… el malestar de la enfermedad y la pobreza… En suma, su ansiosa búsqueda de amor y su terror al desorden, a la muerte.

A manera de conclusión

Los anteriores relatos, en compañía de mi propia experiencia etnográfica, me han revelado nuevas claves para un posterior análisis sobre aquellas relaciones y roles sociales reproducidos en el campo religioso. El Mal contemporáneo continúa siendo reflejo del miedo de una sociedad obsesionada por preservar sus órdenes legítimos, en extremo temerosa ante el «poder de los débiles». Es un Mal que sigue abanderándose como estrategia de convocatoria y de control por parte de una jerarquía eclesial, aquella que se debate entre el posicionamiento en el mercado de las creencias y el ejercicio de su autoridad como institución. También continúa representando el mecanismo principal de distinción identitaria en el encuentro con los «otros», con mayor determinación en un clima cada vez más fundamentalista.

A través del ejemplo que trabajo a lo largo de este texto, me ha interesado exponer algunos indicios sobre el ánimo fundamentalista que, paradójicamente, acompaña hoy a ciertas vertientes del catolicismo renovado. Los estudios sociales de las religiones nos han mostrado el carácter no monolítico de las grandes iglesias mundiales, al mismo tiempo que nos inducen a reconocer en ellas temas como el que aquí trato. La iglesia católica suele salvaguardarse de estas discusiones, tanto en el plano teológico interno e interconfesional como en la reflexión académica, y, casi sin discusión, se ha naturalizado su legitimidad como una institución del siglo XX predominantemente altruista, racional e incluyente, «moderna» en comparación con otras confesiones. Sin embargo, a través de la etnografía pueden detectarse rasgos, discusiones y prácticas que hablan de una regresión a referentes fundamentales, aunque desde un discurso de renovación. Un fenómeno que no sólo inunda los resquicios estructurales de la iglesia, sino también la experiencia misma de los fieles actualizada a diario.

Es manifiesta la actual ambigüedad sobre la figura del Mal en el catolicismo: ¿está encarnado? ¿Es invisible? ¿No se supone que Cristo ya «liberó» a la humanidad de su influencia? ¿Entonces por qué temer o encontrarse siempre prestos a combatirlo? ¿Por qué la jerarquía eclesiástica avala los exorcismos y sospecha aún de la acción del Mal en la Tierra? ¿Por qué no existe una postura teológica clara frente a la existencia del demonio? Por esta misma vía se derivan las distintas facetas que asume El Maligno, encarnado o espiritualizado. Éste puede emerger en el ejercicio de aquellas prácticas rituales consideradas «premodernas» o mágicas, distintas de la tradición histórico-cultural católica. En una sociedad capitalista que alaba el consumo, el éxito y, por ende, la capacidad productiva de las personas, es claro que la acción de este Maligno se traduzca además en ruina económica, fracaso social, enfermedad y soledad. He aquí las diversas fisonomías del demonio de hoy.

Desde los tiempos antiguos hasta hoy, el Mal no ha podido librarse de su conexión con el terreno de la sexualidad y el vínculo afectivo, escenario excelso donde se recrean los roles y relaciones de género dominantes. Amor y poder convergen en él. En su actual forma desestructurada, las «fuerzas» del Maligno median siempre en las relaciones de rivalidad femenina inscritas en aquellos «triángulos del deseo» que bien caracterizan el amor romántico (cf. Uribe, 1999a, 1999b, 2003). La acción brujeril, sustentada en la violencia simbólica, es desencadenada en muchos casos en un país como Colombia, cuando existe una franca amenaza contra el ideal de familia que las mujeres están llamadas a alcanzar como única posibilidad de ser reconocidas como sujetos en el ámbito público y privado.

Religión católica y brujería se yerguen como los lugares de dichos combates personales. Una abierta forma de violencia simbólica es también ejercida desde la experiencia católica de fe. La lucha contra el demonio es también un contraterror frente a la brujería. La artillería es ofrecida, en este caso, por un corpus discursivo y práctico que es legítimo socialmente y que sigue siendo avalado por la gran mayoría de esta sociedad: el catolicismo. De allí que las mujeres carismáticas se sientan por fin hoy respaldadas tras ponerse del lado del que sí es, Jesucristo, y en contra de su contendor, Satanás o el Mal. Estas combatientes de las fuerzas cósmicas escenifican su guerra en el terreno de lo cotidiano, luchando contra el desafecto, la exclusión y la fragilidad humana; en suma, desde los dilemas más mundanos.

Allí mismo, en la vivencia diaria de la fe, se dota de significado también a las entidades todopoderosas regentes de cada bando. Tanto Dios como el demonio son indefectiblemente entidades masculinas. Para estas feligresas carismáticas, Dios cumple con creces la función que anhelaron en sus hombres ausentes: padres, jefes, amantes. Sus demandas de amor y protección se hallan así resueltas (Ospina, 2004) a través de su contacto cotidiano con la deidad. Pero, así mismo, dicha relación con Dios se encuentra mediada por la afrenta hacia un Maligno que representa la agresión masculina que han recibido o de la que pueden ser blanco: odio, represión y violencia, asociados frecuentemente con temas sexuales. Una irrupción sorpresiva en su casa, la penetración en sus terrenos íntimos e incluso en el cuerpo con la posesión, son los temores habituales que día a día deben contrarrestar estas mujeres.

Leyendo la tesis de Carlos Pinzón y Gloria Garay (2004), en especial aquella parte de la autoetnografía testimonial de Carlos donde habla de su «ateísmo», captó mi atención el tema de la paranoia judeocristiana y su obsesión con el «gran ojo divino» y lo encontré muy acorde con los relatos delirantes de estas mujeres, donde describen su doble angustia paranoide: la de la inminencia de El Maligno como si fuese un maquiavélico violador ante el que no deben bajar la guardia; y la del panóptico de El Señor, autoritario y protector. Doble delirio, doble terror ante dos entidades que parecen abarcar la totalidad de los varones, en representación de los varones de su pasado. Una vivencia de la fe como la que aquí se expone implica una angustiosa paranoia cotidiana para estas feligresas, pues deben permanecer alerta ante la acción del Maligno, formándose en tácticas de defensa y ataque. Son presas de un miedo permanente ante cualquier señal de Satanás; miedo que reproduce el extremo temor de su sociedad frente al desorden.

Aparece así otra paradoja: para encontrar el bienestar deseado a todo nivel, los carismáticos católicos deben treparse en un sistema delirante, excluyente, según el cual cada recodo de su vida debe ser protegido y la constante sospecha frente al «otro» media los vínculos intersubjetivos. Este sistema llega a hacerse tremendamente sofisticado, en tanto se definen minuciosamente las alteridades amenazantes y se actualizan a diario los mecanismos rituales que las contrarresten; también en cuanto se regula cada detalle del comportamiento personal evitando la provocación del Maligno. La vida cotidiana de los creyentes se convierte así en una obsesiva rutina de terrores y contraterrores.

En la esfera institucional, puede notarse a través de este ejemplo cómo la Renovación Carismática es una escena ideal para observar la tensión entre tradición y modernidad en el campo religioso, particularmente en este caso en la iglesia católica. Un referente fundamental como la lucha espiritual entre Cristo y Satanás pretende retomarse en medio de los vientos de renovación teológica y estructural de la institución eclesiástica de la última mitad del siglo XX y comienzos del XXI. El rostro de Satanás sigue figurando el rostro de un «otro» socialmente excluido, culturalmente ilegítimo, en el mismo continuum histórico de los chivos expiatorios y los estigmatizados. Dicha situación, más que transformar el orden establecido, reproduce sin cuestión las relaciones de poder y los mecanismos de exclusión presentes en nuestra sociedad.

Más allá de demostrarnos una reflexión progresista, de flexibilización y ecumenismo, el catolicismo de hoy expresa la misma situación del resto de tradiciones religiosas en el globo: ha sufrido una «desregulación» institucional y dogmática generalizada, y lo local se yergue imperiosamente de vuelta a la regulación en una dimensión más limitada, dirigida a pequeñas comunidades y a la experiencia personal de la fe. Por ello son posibles los múltiples juegos, las ambivalencias y la coexistencia contradictoria de elementos que se escapan del control absoluto de la jerarquía y que incluso se convierten en un desafío dogmático y organizativo para ella misma. Fundamentalismo y renovación pueden cohabitar así sin excluirse mutuamente.

 


1 Este texto es una elaboración de la ponencia presentada en el XI Congreso de Antropología en Colombia, en el Simposio «Expresiones Religiosas en la Colombia Contemporánea», realizado en Santafé de Antioquia del 24 al 26 de agosto de 2005. Agradezco especialmente a Mauricio Adarve por abrirme espacio para esta presentación, así como por generar escenarios académicos para la discusión e intercambio académico sobre el tema a nivel nacional e internacional. Y nuevamente refiero mi gratitud al profesor Carlos Alberto Uribe Tobón por su generosa orientación en mi trabajo.

2 Antropóloga. Investigadora del Grupo de Estudios Sociales de las Religiones y Creencias (Gesrec) y de la Red de Estudios en Etnopsiquiatría e Historia Social de la Locura, ambos de la Universidad Nacional de Colombia.

3 El Concilio Vaticano II fue convocado por el Papa Juan XXIII en el año de 1959 y realizado entre 1962 y 1965. Desde sus prolegómenos hasta la emisión de sus actas finales estuvo marcado por una insistencia en el diálogo ecuménico y en la participación de los laicos católicos. Para muchos, este concilio constituye un paso determinante en laT apertura de la iglesia católica a las demandas modernas, no sólo en el nivel estructural y dogmático per se, sino en su relación con los feligreses, con miembros de otras iglesias y confesiones y con agnósticos y ateos. Tal apertura hacia la transformación, como era de esperarse, le significó duras críticas de parte de los sectores más conservadores de la estructura eclesiástica.

4 Ejemplo de ello es la constante referencia en el Concilio Vaticano II a la figura de la ecclesia como comunidad cristiana –análoga a las comunidades del cristianismo primitivo– y la «democratización de la santidad» como lo señala Jaramillo (1978) para corrientes laicales como la Renovación Carismática.

5 En esta reedición, la iglesia reconoce además los avances en psiquiatría y psicología para discernir entre los poseídos y los enfermos mentales.

6 Dentro de este contexto es necesario referir que tales prácticas circulan constantemente y son legitimadas a través de los massmedia. La prensa y las cadenas de TV en todo el globo hacen eco a los fenómenos locales que refieren tanto los milagros de Dios como la acción del demonio –cf., por ejemplo, la aparición del rostro de Bin Laden en el humo de las Torres Gemelas y su subsiguiente analogía con el rostro del diablo–. Igualmente son los portadores por excelencia de cada «buena nueva» de El Vaticano. El Internet está invadido de sitios web anti-satánicos –católicos, pentecostales o cristianos evangélicos–, en los que se difunden miles de prácticas rituales para contrarrestar la acción inminente de El Maligno. Del mismo modo, el tema del demonio también ha sido actualizado en el cine, en películas como El exorcismo de Emily Rose , la repetición en cartelera de La última tentación de Cristo y El exorcista e, incluso, la versión de La pasión de Cristo de Mel Gibson, en donde la tecnología cinematográfica sirve a la espectacularización barroca del combate entre el bien y el mal.

7 Este es un nombre ficticio. De aquí en adelante todos los nombres de los implicados han sido cambiados para proteger su identidad, incluyendo el de la comunidad carismática a la que se hace referencia.

8 De la Congregación de San Juan Eudes o Congregación de Jesús y María.

9 Reconstrucción del relato de Carmela Jiménez a partir de la información de los diarios de campo de la autora (mayo a noviembre de 2004), en los que se registraron conversaciones informales sobre el evento particular.

10 Transcripción de los testimonios ofrecidos por Carmela y Dolores Jiménez en un Congreso de Mujeres organizado por la Comunidad Porvenir en Dios de El Minuto de Dios. Bogotá, 2001. En audio.

11 Cabe resaltar aquí que estas comunidades carismáticas católicas se autoproclaman discípulas del pensamiento paulino. Las cartas de San Pablo, según Borja, fueron determinantes en la posterior demonología cristiana occidental: «En sus textos daba por cierta la existencia de Satanás, no sólo como adversario sino que también amenazaba la cotidianidad de los creyentes» (1998: 351).


Bibliografía

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