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Universitas Humanística

versión impresa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  n.61 Bogotá ene./jun. 2006

 

religión y poder: confrontando al mundo moderno

Carlos Leopoldo Piedrahita G.

Pontificia Universidad Javeriana (Colombia) cpiedrahita@javeriana.edu.co

Recibido: octubre 18 de 2005 Aceptado: 10 de noviembre de 2005

 


Resumen

El presente artículo ofrece una interpretación sociológica sobre los vínculos causales que puedan existir entre las ideas religiosas dominantes en Colombia durante la primera mitad del S. XX y los intereses materiales y culturales perseguidos por sus mentores, en el contexto general de las reformas políticas, jurídicas y sociales promovidas por los gobiernos de la República Liberal, entre 1929 y 1946. Desde la perspectiva sociológica de Max Weber, se acude a la historia y al análisis documental para examinar cómo los jerarcas y prelados de la Iglesia Católica promovieron y generaron la confrontación al surgimiento de una ética de conducta moderna en la población colombiana, que correspondiera a las nacientes circunstancias económicas, políticas y espirituales de la nación que exigían reformar las normas legales y darle primacía al poder civil sobre el poder eclesiástico.

Palabras clave: Religión y poder. Sacralización y secularización. Sociedad tradicional y procesos de modernización.

 


Abstract

This paper attempts a sociological interpretation of the causal links that may exist between dominant religious ideas in Colombia during the first half of the 20th Century and the material and cultural interests pursued by their mentors within the general context of the political, legal, and social reforms promoted by the Liberal Republic’s governments from 1929 to 1946. From Max Weber’s sociological perspective, history and documentary analysis is a must to examine how hierarchic leaders and prelates from the Catholic Church promoted and generated a confrontation against the emergence of a modern behaviour ethic among the Colombian population, suitable to the then recent economic, political and spiritual circumstances which required a legal reform and also give priority to civil over ecclesiastic power.

Key words: Religion and power. Religiosity and secularization. Traditional society and modernization processes.

 


Introducción

Dado que en su Sociología de la Religión, Weber nos expone sus estudios comparativos sobre los diversos tipos de comunidades y de culturas religiosas, en estrecha relación con sus estudios sobre la sociología de la dominación, en la presente aproximación voy a intentar interpretar el vínculo causal que pueda existir entre las ideas religiosas dominantes en Colombia durante la primera mitad del S. XX y los intereses materiales perseguidos por sus mentores, en el contexto general de las reformas políticas, jurídicas y sociales promovidas por los gobiernos de la República Liberal, entre 1929 y 1946. En este sentido, acudo a la historia y al análisis documental para examinar cómo los jerarcas y prelados de la Iglesia Católica en Colombia promovieron y generaron la confrontación al surgimiento de una nueva ética de conducta en la población, que correspondiera a las nacientes circunstancias económicas, políticas y espirituales de la nación que exigían modernizar las normas legales y darle primacía al poder civil sobre el poder eclesiástico. En otras palabras, pretendo comprender la conducta de los prelados del país en dicho período interpretando la orientación de sus acciones, los motivos y medios racionales que estuvieron a su alcance y el sentido y dirección de los cambios históricos que finalmente se obtuvieron.

Al examinar los intereses de la Iglesia Católica afectados por las reformas, saltan a la vista los móviles materiales de sus reacciones. En el contexto de la sociedad patriarcal, estamental y nobiliaria dominante en el país por ese entonces, el clero y los jerarcas de la Iglesia católica constituían una auténtica clase sacerdotal, fortalecida en el Poder del Estado desde 1886, tras las reformas políticas implementadas por Rafael Núñez y el movimiento de la «Regeneración».

En la perspectiva weberiana, el estudio de las relaciones establecidas entre el poder político y el poder religioso pertenece al análisis de las formas y tipos de dominación social. De acuerdo con ello, en las sociedades tradicionales la concepción del mundo de la clase sacerdotal se basa en la preservación del orden social, al considerar éste como un reflejo del orden divino que sólo podrá ser alterado entrando en contraposición con ella. Como lo veremos en nuestro análisis, la clase sacerdotal colombiana se opuso a cualquier alteración del orden social tradicional, en la medida en que sus intereses económicos, políticos y espirituales se vieron amenazados por las reformas sociales que los gobiernos de la República Liberal quisieron implementar. Los jerarcas y sacerdotes no sólo se opusieron a cualquier intento de reforma, sino que condenaron y persiguieron a sus proponentes y, junto a ellos, a los fieles y practicantes de otras confesiones que contravenían sus sacras concepciones.

Las reformas modernizantes y la Reacción de los Prelados

Al finalizar la década de los años veinte el auge capitalista que el país había emprendido, guiado por los postulados del liberalismo económico y las consecuentes transformaciones de las relaciones sociales en el campo, que promovían la migración progresiva de la población hacia las zonas urbanas, incidió contundentemente en las relaciones establecidas entre la Iglesia y el Estado. Los valores espirituales de la nación y las costumbres sociales se transformaban rápidamente y la jerarquía eclesiástica católica, percibía el riesgo de perder el «liderato espiritual» que había logrado hasta entonces al proveer al laicado de una doctrina ética de salvación.

Una íntima amistad había reinado hasta entonces entre el clero y los gobiernos conservadores. En las elecciones, la Iglesia intervenía de manera efectiva en la consecución de votos para apoyar al candidato que garantizara de manera indiscutible la preservación de sus privilegios. De acuerdo con el historiador Marco Palacios «el nuncio papal, los arzobispos, obispos y párrocos terciaban en la selección de candidatos a la presidencia y a las corporaciones públicas. La jerarquía no podía ser más estable» (Palacios, 1995:104). En las campañas, el clero contribuía incluso con la financiación de periódicos y hojas «volantes» que distribuía a través de los sacerdotes de las diferentes diócesis. Para la época la Iglesia se dividía entre el clero diocesano, que prestaba sus servicios a los feligreses y el clero de las comunidades que, de acuerdo con el Concordato, atendía la educación, constituyéndose en los hechos en una de las áreas de su mayor influencia. Los obispos gozaban de amplia autonomía en el manejo de sus diócesis según lo consagrado en el derecho canónico. Y en el contexto internacional, en 1898 León XIII había presidido en Roma el Concilio Plenario de obispos latinoamericanos quienes, siguiendo sus directivas, debían propender porque todos los maestros de las escuelas primarias y secundarias de Colombia juraran que, —además de aceptar los principios del Concilio de Trento, del Concilio Vaticano Primero, del Concilio Plenario de Obispos Latinoamericanos y las enseñanzas del Sylabus—, rechazaban los conceptos básicos del liberalismo, del naturalismo, del socialismo y del racionalismo en auge (Palacios, 1995:106).

El enfrentamiento entre la Iglesia Católica y las doctrinas liberales no era simplemente religioso pues, en su esencia, entrañaba el conflicto político de la época. La confrontación ideológica y programática de los partidos políticos dominantes se concentraba en los asuntos de la familia y la educación. Según la Iglesia, la moralidad de la población urbana estaba resquebrajada. Prelados y sacerdotes hacían énfasis en que más de la mitad de los niños nacidos en Bogotá eran «hijos ilegítimos», ello aunado al aumento de la criminalidad, del alcoholismo y de la prostitución servía de apoyo a los clamores por una regeneración moral. Con argumentos basados en la moral católica, la clase sacerdotal pretendió salvaguardar el orden jurídico y las buenas costumbres convocando a la población a confrontar las reformas liberales invocando la autoridad ética de Dios. Por ese entonces amplios sectores de la Iglesia sostenían que la potestad de educar era exclusividad del clero y lo consideraban un asunto de soberanía política y religiosa. Ya en la década de los veinte habían combatido al «Estado docente» cuando el presidente Carlos E. Restrepo sostuvo que la educación primaria era una «obligación del Estado», e incluso, por medio de algunas publicaciones, sostuvieron que educar a todos crearía un peligroso proletariado intelectual. Pero para finales de esa década la Iglesia ya no podía aspirar al monopolio educativo. La expansión y consolidación de la economía cafetera y el proceso de industrialización que generó, hicieron que en pueblos y ciudades los sectores comercial y bancario demandaran trabajadores capacitados en contabilidad, taquigrafía y mecanografía, que debían ser preparados por las escuelas comerciales que crecían considerablemente.

En este ambiente, el debate sobre la Universidad desbordó los límites locales sobre la educación: en lucha contra el autoritarismo conservador, los estudiantes se inspiraron en el Manifiesto político proclamado por el movimiento estudiantil de Córdoba, Argentina, en 1918, cuyos efectos se expandían por todo el Continente como «bola de nieve». La «autonomía universitaria» fue sinónimo de libre cátedra y de libre investigación y «se constituyó en consigna contra la intromisión eclesiástica en la conciencia de la nación» (Palacios, 1995:113). En 1930 las instituciones más sólidas dejaban percibir que se estaban dando grandes transformaciones socioeconómicas en la estructura social. La Constitución Política de 1886 ordenaba a los poderes del Estado proteger a la Iglesia Católica como garantía de orden y de paz social. Adicionalmente, con la firma del Concordato entre el gobierno de Núñez y la Santa Sede en 1887 y con el Convenio adicional de 1892, se había puesto fin a una larga serie de confrontaciones suscitadas entre la Iglesia y el Estado durante la mayor parte del S. XIX.

Desde entonces, obispos y sacerdotes participaban abiertamente en las campañas políticas y habían sido reconocidos por su ferviente y ardorosa defensa de la religión católica. Jerarcas como el obispo de Pasto Ezequiel Moreno, —beatificado por el Papa Pablo VI—, se destacaron por su antiliberalismo visceral. Moreno se hizo célebre por su definido compromiso político y su apoyo económico a las tropas conservadoras durante la Guerra de los Mil Días. En sus pastorales saludaba con alborozo «cómo se ha avivado súbitamente la sana y recta aversión que se debe tener a las ideas liberales» y generalmente terminaba haciendo un llamado a pelear las batallas del Señor: «a pelear por nuestra religión! Dios lo quiere» (Pastoral del 25 de julio de 1900). La guerra la ganaron los conservadores, nacionalistas y católicos, opuestos a la secularización y al materialismo que, según ellos, penetrarían a Colombia por la vía del capital extranjero proveniente de los países protestantes industrializados (González, 1989:341-342).

Para la década de los treinta los retos impuestos por la Gran Depresión al naciente y frágil proceso capitalista de industrialización, comprendían cambios profundos en las instituciones del Estado de derecho y en la administración pública, que afectarían necesariamente las relaciones políticas con la Iglesia Católica. Al poco tiempo de posesionarse el presidente Enrique Olaya Herrera, la jerarquía eclesiástica se mostró desconfiada respecto al alcance de las reformas modernizantes anunciadas por los liberales, que suponían la secularización y racionalización de las funciones de algunas instituciones del Estado y de la sociedad colombiana.

Para los altos prelados y la intelectualidad conservadora, la familia católica y el campesinado constituían la base de un orden social jerárquico inmutable. La Iglesia contraponía la «pureza de la vida rural» con la «maldad originada en la vida urbana». La confrontación enardecida de la clase sacerdotal a las transformaciones propiciadas por el desarrollo industrial se capta claramente en la doctrina católica expuesta en la época, como lo resalta un documento citado por el sociólogo Hésper E. Pérez Rivera:

«Donde está, sin embargo, la supremacía de la agricultura es en la santidad que de por sí entraña. Quizás no haya entre las ocupaciones terrenas ninguna que moralice más las costumbres, que libre a los hombres del pérfido mundo, que purifique tanto el alma, como la agricultura, la vida campesina… el alejamiento de los malos ejemplos de los centros paganizados, la ausencia de la ociosidad y diversos factores más, todo contribuye a poner en alto la agricultura, la vida campesina… sois vosotros, agricultores, el aroma que como el de vuestras sementeras y arboledas en flor viene del valle y de la altura a depurar, como si dijéramos, la atmósfera saturada de infección de las ciudades y poblaciones» (Pérez, 1989:76).

Los mensajes de los jerarcas satanizaban en cada ocasión las transformaciones derivadas del proceso industrial, auspiciando las posiciones conservadoras que defendían el sistema de grandes propiedades improductivas y la sujeción del campesinado como garantía del único mundo digno de la bendición divina. A este respecto, conviene recordar que Weber destaca como «el hecho de que precisamente el campesino sea tenido por el tipo específico grato a Dios y piadoso, es un fenómeno completamente moderno». Y anotaba, además, que «en todo caso» se trata en gran medida de una reacción contra el desarrollo del moderno racionalismo vinculado a la expansión de las ciudades (Weber, 1997:138-190).

Desde la firma del Concordato la Iglesia ejercía el monopolio en el aparato educativo, habiendo recuperado con ello la posición que ocupaba durante la Colonia. En los hechos —y por derecho constitucional— la Iglesia cumplía funciones de Estado. Y en ellas ejercía un claro activismo político teniendo la exclusiva potestad dentro del sistema educativo para impartir su liderato espiritual y «proteger» a la familia y a la población —predominantemente campesina— de los «males» que acarreaba la modernización secularizante.

El más destacado opositor del gobierno del presidente Olaya Herrera por parte de la Iglesia Católica fue monseñor Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa. Este prelado sintetizaba la posición de la Iglesia que se negaba a aceptar las transformaciones en curso. Con toda la jerarquía eclesiástica enseñaba que las tesis del liberalismo eran esencialmente incompatibles con las ideas religiosas, por lo que en elecciones exhortaba a la población a votar «por candidatos reconocidamente católicos». Como lo destaca el analista Miguel Zapata, en 1933 Builes criticó las reformas propuestas que son «una campaña contra Dios y la Iglesia que busca la separación entre la Iglesia y el Estado, el matrimonio civil y el divorcio vincular, la soberanía popular como origen de la autoridad, la libertad absoluta de religión y culto, la enseñanza laica y obligatoria». También se mostraba Builes preocupado por «el pernicioso sistema de coeducación en la universidad, y el proyecto de laicización de la Universidad Nacional, la propuesta de denunciar el Concordato, la infiltración de la masonería en el sistema educativo» y la «labor disociadora del comunismo y del socialismo» (Zapata, 1989:149-150).

Weber subraya que si las capas normalmente más privilegiadas de la sociedad muestran, —a pesar de sus fuertes diferencias—, ciertas tendencias comunes en su actitud religiosa, las genuinas capas «burguesas» muestran los más fuertes contrastes. Tal fue el alcance de la propaganda clerical antiliberal que algunos años más tarde, en su Convención Nacional de 1935, el partido Liberal se vio obligado a precisar su posición frente a la religión católica. El partido liberal «no es en su esencia un partido de propaganda religiosa ni antirreligiosa, proclama la libertad de cultos y el sistema concordatario, aspirando a reformar el Concordato vigente para adaptarlo a la realidad nacional. Considera que el alejamiento voluntario del clero de las actividades políticas y eleccionarias hará imposible la repetición de las luchas religiosas del siglo XIX. Es partidario de la escuela gratuita, única, laica y obligatoria, y considera que la vida civil debe regirse por la ley civil: debe llevarse el divorcio vincular a la legislación nacional» (González, 1989:372). Estos planteamientos, en su esencia, coincidían con los postulados doctrinarios establecidos años atrás por el General Rafael Uribe Uribe. Las nuevas circunstancias que la sociedad vivía, exigían modernizar las instituciones del Estado y separar al poder político del poder religioso.

Los primeros conflictos que se presentaron entre la Iglesia y el Estado comenzaron a repercutir en el ámbito nacional a partir del momento en que el gobierno les otorgó personería jurídica a las logias masónicas y ordenó los primeros intentos de intervención estatal en los colegios privados de propiedad religiosa, a los cuales envió inspectores. Pero el conflicto se agudizó realmente a partir del momento en que el gobierno liberal del presidente Alfonso López Pumarejo presentó el proyecto de reforma constitucional de 1936, donde se planteaba eliminar la mención a Dios del preámbulo de la Constitución, a lo cual se opuso el episcopado en pleno, con el pleno apoyo del Partido Conservador.

La posición de Laureano Gómez como jefe destacado del conservatismo había sido expresada años antes sin ambigüedades. La Constitución del 86 «en sus puntos esenciales y principalmente en aquellos que regulan las relaciones entre la Iglesia y el Estado, es la bandera que, con valor y orgullo, enarbola, hoy como ayer, la juventud conservadora del país» (Gómez, 1928:33). Y según el arzobispo primado de Bogotá, su excelencia Ismael Perdomo Borrero, con el sólo hecho de excluir a Dios del preámbulo de la Constitución, que había sido expedida en nombre de Dios como «fuente suprema de toda autoridad», y con «la mera idea de que la autoridad emanaba del pueblo y no del Creador» se «destruía el sistema colombiano de creencias y valores» (Palacios, 1995:152).

Como lo destacan Fernán González y Miguel Zapata en sus investigaciones, tras las propuestas de reforma, los obispos se manifestaron diciendo «que no podía admitirse como constitución colombiana, “una cosa” que no interpretaba “los sentimientos y el alma religiosa de nuestro pueblo”, al suprimir el nombre de Dios del encabezamiento de la Constitución y la mención de la religión católica como la de la nación, que le hacia merecer la protección del Estado como elemento esencial del orden social. Además, se suprimía el reconocimiento explícito de los derechos de la Iglesia, su exención de impuestos para templos y seminarios y su dirección de la educación, entre otros. Se quiere implantar “la libertad de cultos en vez de una razonable tolerancia”, se sustituye la mención de moral cristiana por la de “orden moral” que es “una frase vaga y ambigua”. En resumen, dicen los obispos, se cambiaba “la fisonomía de una Constitución netamente cristiana por la de una Constitución atea”. Además, la reforma admitía el divorcio vincular prescindiendo del Concordato vigente, declaraba la beneficencia pública como función del Estado otorgándole una intromisión inadmisible en las obras asistenciales de la Iglesia y obligaba a recibir en los colegios privados a los hijos naturales, sin distinción de raza ni religión. Consideraban los obispos que la reforma constitucional estaba “preñada de tempestades y luchas religiosas”; nuestros legisladores verán que no es fácil “imponer a un pueblo creyente instituciones contrarias a la religión que profesa”». (González, 1989:373-374).

De igual manera Monseñor Builes se opuso a las reformas. Del sindicalismo consideraba que era «una aberración del partido liberal que quiere disfrazarse de socialista» y afirmaba que sólo se sindicalizaban «los enemigos de Cristo, los soldados del marxismo». Las reformas que legalizaron y reglamentaron a los sindicatos eran de «tendencia sovietizante» y las huelgas eran promovidas para «corromper a las masas, arrebatarles su espíritu cristiano y abrir al dominio comunista» (Zapata, 1989:149-155 y 191-192).

En cuanto a la condición de la mujer, excluida bajo el régimen conservador de derechos políticos y sociales, el liberalismo intentó tímidas modificaciones en su estatuto de derechos. La exclusión de la mujer para ejercer cargos públicos era apenas la proyección de la subordinación a la que estaba sometida la población femenina, a pesar de su creciente participación en actividades vinculadas con la industria.

La Iglesia, además de oponerse a la concesión de derechos políticos a la mujer, al igual que a su participación en la vida pública, rechazó beligerantemente la apertura de la educación mixta. La participación de jóvenes de sexo diferente en el mismo establecimiento fue satanizada por la Iglesia, estableciendo la excomunión para quienes matricularan sus hijos en tales colegios. Finalmente, pese a todos los obstáculos, incluso de orden social, la mujer pudo comenzar a formar parte de la vida universitaria, al tiempo que se desarrolló en el país el bachillerato femenino, y en algunos establecimientos se comenzó a establecer la educación mixta. Sólo hasta el año 1936 en algunos colegios del país, entre ellos el Gimnasio Femenino de Bogotá, la mujer obtuvo por primera vez el titulo de bachiller.

De otra parte, algunos llegaron a considerar nociva la influencia de la Iglesia para la participación de la mujer en la vida política, debido al poder que ésta ejercía sobre la población femenina y a su apoyo decidido al partido conservador. La doctrina de la Iglesia en torno a la mujer no era sólo una invención, sino que respondía a las relaciones sociales que le asignaban a la mujer una posición subordinada, donde los prelados y la policía vigilaban y tutelaban la moda femenina. Si por aquella época monseñor Builes lanzó una pastoral contra la moda, condenando el uso de pantalones para la mujer y el hecho de que montara a caballo a horcajadas, «por los desastrosos efectos que de esto provienen», también es cierto que en plena República Liberal, en Medellín, las autoridades de policía detenían a una joven por «el delito de vestir pantalones», según lo destaca el Diario El Tiempo en el artículo titulado «El rigor de una moral» publicado en su edición de diciembre 4 de 1936.

Y en otra memorable pastoral escrita contra «el laicismo», el obispo Builes decía:

«Mas como la moda es una dulce tirana, pero TIRANA, a última hora ha dejado de ser moda femenina en las mujeres para volverse en ellas mismas moda masculina, y han resuelto aparecer a la faz del mundo, pásmese el Cielo, vestidas de hombre y montadas a horcajadas con escándalo del pueblo cristiano y complacencia del infierno... La naturaleza humana en su tendencia a la relajación de la moral, buscó maneras indecorosas de vestir, a través de los siglos; pero jamás llegó a soñar con implantar el uso del vestido de hombre para la mujer... Semejante invención estaba reservada a los tiempos modernos y a la nefanda acción de las logias... Por estas razones nos sentimos movidos a censurar y reprobar, como en efecto censuramos y reprobamos tal práctica ABOMINABLE ante Dios según el lenguaje de la Sagrada Escritura, reservándonos a NOS personalmente la absolución de este pecado contra la moral cristiana (y hasta contra el mismo mandato de la razón natural) sin que puedan hacerlo ni aún los Vicarios Foráneos en ningún tiempo, sea que las mujeres se vistan así por liviandad o reflexión, bien sea so pretexto de viaje en auto, a pie o a horcajadas, caso este último en que precisamente creemos que se peca contra la ley natural, por los desastrosos efectos que de esto provienen» (Builes, 1958:90-93).

A modo de conclusión

El examen de la conducta de confrontación religiosa de la clase sacerdotal colombiana de comienzos del siglo XX a las reformas institucionales de modernización emprendidas por los gobiernos de la República Liberal, sólo es comprensible a partir del examen de los postulados que dan cuenta de los motivos éticos, racionales y místicos que, como en los casos examinados, orientaron sus acciones. El proyecto de industrialización, antes que discurso, llevaba a cabo transformaciones en las relaciones sociales dominantes. Las clases positivamente privilegiadas en el poder no dudaron en centralizar y arbitrar cada vez más asuntos con criterio nacional, entrando en contraposición directa con la clase sacerdotal y la clase terrateniente negativamente privilegiada sustentada en los poderes regionales. Aunque la cuestión religiosa no fue el único asunto que motivó la reacción inmediata de la oposición, si fue muy bien explotado por la jerarquía eclesiástica y el partido conservador para agitar la lucha contra la República Liberal.

Como lo destaca Weber en su capítulo dedicado al examen de Estamentos, Clases y Religión, es cierto que entre los funcionarios del Estado moderno podemos encontrar gérmenes de una inclinación hacia una religión de salvación, como la promovida por la Iglesia Católica. Pero Weber señala que, en general, no es esta la actitud de una burocracia dominante respecto a la religiosidad, pues, de un lado, la burocracia es siempre portadora de un amplio y prosaico racionalismo y, de otro, personifica el ideal del «orden» y la tranquilidad disciplinados como criterio absoluto de valor. Lo que realmente caracteriza a la burocracia moderna es un profundo desprecio por toda religiosidad irracional unido a la idea de que puede ser utilizada como medio de domesticación.

Para Weber la formación de un nuevo capital o el empleo de un capital industrial, característico del mundo moderno, se presenta unido de un modo frecuente y patente con una religiosidad congregacional, ético-racional, de las capas en cuestión. Y la tendencia a formar parte de una congregación ético-racional es tanto más fuerte cuanto más nos alejamos de aquellas capas que representan al capitalismo condicionado políticamente, como las representadas por la clase sacerdotal, el partido conservador y el campesinado colombiano en dicho período.

De otra parte, lo que caracteriza a las capas y clases positivamente privilegiadas en lo social y en lo económico no es la necesidad de salvación, sino la adscripción a la religión en función de legitimar su propio estilo de vida y su privilegiada situación. La necesidad de salvación y la religiosidad ética tienen todavía otra fuente que la situación social de los negativamente privilegiados y el racionalismo burgués condicionado por la situación práctica de la vida: el puro intelectualismo, especialmente las necesidades metafísicas del espíritu, que no es llevado a meditar sobre cuestiones éticas y religiosas por ninguna penuria material, sino por una tuerza interior que le empuja a comprender el mundo como un cosmos con sentido, y a tomar posición frente a él.

En una medida extraordinariamente amplia el destino de las religiones esta condicionado por los distintos caminos que el intelectualismo marca en ese empeño y por sus diversas relaciones con el sacerdocio y los poderes políticos, condicionadas, a su vez, por la procedencia de la capa que, en grado específico, encarna el intelectualismo. En la República Liberal de Alfonso López Pumarejo, para los sectores intelectuales y líderes más moderados de ambos partidos, y en especial para los industriales y comerciantes interesados en el desarrollo capitalista, era realmente imposible no plantearse el problema de la racionalización ética de los fines del Estado y de la necesaria racionalización y secularización de la vida política y de la legislación de la República. Y las reformas no pretendían, en realidad, otra cosa. Pero para la jerarquía eclesiástica del país y para los sectores más recalcitrantes del Partido Conservador de origen campesino y patriarcal, liderados por Laureano Gómez, las reformas chocaban con su mentalidad sacralizada y con los valores inmutables de la doctrina católica.

Para Laureano, la religión católica debía regir sobre la política y el derecho. Al respecto afirmaba:

«Dejémonos de sofismas: sin religión no hay justicia, sin esta la sociedad civilizada es imposible. El partido conservador a pesar de cuanto contra él se escriba y se diga es el único que puede garantizar la paz y mantener el orden social... Mientras sea el partido conservador el amigo de las instituciones católicas a éste apoyaremos los católicos» (Gómez, 1928:49).

En el conflicto se confrontaban, en esencia, sectores de clase con racionalidades opuestas que propendían por fines distintos para la organización social, política y espiritual de la nación. Pero, al igual que lo ocurrido en el seno de la burocracia europea, la naciente burocracia colombiana se vio obligada a respetar y a utilizar la religiosidad de la Iglesia existente en interés de la domesticación de las masas.

No obstante lo expuesto hasta aquí, nos es necesario destacar que, para la época, la Iglesia Católica del país no constituía un monolito infranqueable. La clara y definida configuración de una sociedad de clases que el proceso de industrialización capitalista había generado, comenzaba a reflejarse en algunos sectores de la Iglesia muy receptivos a los postulados expuestos en recientes encíclicas papales que trataban sobre la nueva doctrina social de la Iglesia. Al respecto Pérez Rivera señala que:

«en la controversia abierta que propicia la “República Liberal”... prelados y párrocos se desconciertan, pues no están preparados para una discusión que desborda el estrecho marco de su formación eclesiástica. Prefiere la Iglesia, sin duda, la situación anterior a 1936 que le permitía, al mismo tiempo que imponer su directriz moral, controlar desde arriba las manifestaciones contrarias a la doctrina. La jerarquía y sus consejeros carecen de los instrumentos conceptuales indispensables para descifrar el sentido de lo que está pasando en las relaciones sociales como consecuencia de las transformaciones de la base material del país. Superponen a esa realidad el velo maniqueo del enfrentamiento del bien, la Iglesia, y el mal, aquellas ideologías políticas y creencias religiosas contrarias a ella: liberales, comunistas, protestantes» (Pérez, 1989:77).

Un hecho que destaca la heterogeneidad de posiciones en la Iglesia y su complejo papel en la vida política nacional, lo constituye la reforma concordataria de 1942 que, no obstante haber sido juzgada como conveniente por la Santa Sede y haber sido aprobada por el Congreso colombiano, nunca entró en vigencia, debido a la abstención presidencial para realizar el canje de ratificaciones. La firma del acuerdo provocó el enfrentamiento entre los sectores ultraderechistas del partido conservador y del clero con el arzobispo primado Monseñor Ismael Perdomo. Según Laureano Gómez, quien arremetió con su oratoria en la discusión del tratado en el Senado, el acuerdo no tuvo en cuenta la opinión de los prelados y sacerdotes de la Iglesia Católica nacional. Monseñor Perdomo, quien en un comienzo se opuso a la reforma, presentó a la Conferencia Episcopal ponencia favorable al acuerdo, acogiendo la aprobación recomendada por la Santa Sede, pero la mayoría de obispos se expresaron en su contra. Perdomo se caracterizaba por su obediencia debida a las autoridades legítimamente constituidas y por su actitud conciliatoria con el gobierno liberal, lo que le valió el rechazo de Gómez y de los conservadores quienes añoraban el estilo de enfrentamiento abierto entre la Iglesia y los gobiernos, vivido en la época de las guerras civiles del siglo anterior.

Durante todo el período de la República Liberal, Laureano Gómez orientó la lucha política de los conservadores bajo la consigna de «hacer invivible la República». Esto se expresó con todo rigor en los años de la Violencia con la beligerante participación en ella del clero católico, y en 1950 cuando, al asumir la Presidencia de la República, Gómez «divide tajantemente, a la luz de los postulados político-religiosos, en buenos y malos a los colombianos». Durante su gobierno «se organiza la represión con policías y civiles contra los herejes de todos los matices. Para contrarrestar la influencia librepensadora que la “República Liberal” había ejercido, se devuelven al clero colegios estatales de segunda enseñanza y se nombran en ellos profesores que se encargan de transmitir las verdades sagradas que condenaban al liberalismo, reforzada esta prédica con la implantación del Catecismo Astete en los últimos años del bachillerato. En la misma línea se destituyen profesores en la Universidad Nacional, sospechosos de izquierdismo y se desmantela la Escuela Normal Superior trasladándola a Tunja» (Pérez, 1989:88).

De igual manera, fue notable la responsabilidad política de la Iglesia en la polarización que desembocó en el fenómeno de la violencia bipartidista de las décadas venideras. De acuerdo con Palacios

«la Iglesia después de 1930 no sabe comportarse como simple instituto de la sociedad civil. Aspira a recuperar el poder político perdido. Colabora por ello en la tarea de devolver la historia en que está empeñado Laureano Gómez. Hace con él la travesía de la oposición y, luego, en 1946, actúa como si de veras la historia se hubiese devuelto a la época de la República (conservadora). Justifica la represión a los liberales porque sigue sosteniendo que son “ateos” y “comunistas” y porque “ser liberal es pecado”, y bajo estas premisas miembros del clero los combaten al lado de las bandas armadas conservadoras» (Pérez, 1989:79).

El sectarismo antiliberal y dogmático animó la labor pastoral de la mayoría de obispos y sacerdotes, pese a las continuas exhortaciones a la paz que a partir de 1949 expresaban en sus pastorales. A partir de entonces, el antiliberalismo y el anticlericalismo fueron los principios que orientaron la barbarie de la confrontación armada bipartidista, uniendo a las causas económicas y políticas del conflicto, los móviles religiosos. Habría que esperar unas décadas más —y sufrir un gran costo social— para que los procesos de modernización y secularización de la sociedad colombiana se vieran reflejados en el cambio paulatino de la conducta religiosa de la población del país y de la jerarquía eclesiástica. Hoy podría decirse que la Iglesia católica no sólo está menos politizada, sino que es un tanto menos mística y más racional, un tanto menos dogmática y más secularizada y un tanto menos sectaria y más abierta a los procesos de modernización que la sociedad demanda. Pero este sería un tema de interpretación que desarrollaríamos en otra entrega.

Bibliografía

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