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Universitas Humanística

versión impresa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  n.62 Bogotá jul./dic. 2006

 

Interpretaciones Antropológicas sobre lo «Indígena» en Colombia

Anthropological Interpretations of the “Indigenous” in Colombia

François Correa1

Universidad Nacional de Colombia, fcorrear@unal.edu.co

Recibido: 01 de abril de 2006 Aceptado: 24 de julio de 2006

 


Resumen

Se ha argumentado que las condiciones académicas y los hábitos mentales y emocionales de las comunidades antropológicas del mundo permitirían caracterizar diferencias que se expresan como «estilos nacionales». Sin desconocer su importancia, este artículo discute que la producción de los antropólogos colombianos está determinada por las realidades nacionales y los problemas socioculturales que enfrentan las poblaciones con las cuales trabajan. Ello condiciona los objetivos, los procedimientos y los resultados de su trabajo, resaltando cierta orientación epistemológica que comparten con otros científicos sociales del tercer mundo. Ilustrando a lo largo de medio siglo las interpretaciones de diferentes antropólogos sobre lo indígena, adicionalmente se evidencia cómo, más allá de buscar resolver propios problemas de la disciplina, su orientación se ha dirigido hacia la resolución de las condiciones asimétricas que someten a los indígenas junto con otros sectores sociales del país. Ello ha demandado, desde los inicios de la institucionalización de la antropología en Colombia, el posicionamiento de las prácticas y el discurso de los antropólogos en la sociedad nacional de la cual forman parte.

Palabras clave: Antropología, indigenismo, estilos nacionales.

 


Abstract

It has been argued that the academic conditions and the mental and emotional habits of the anthropological communities of the world would allow a characterization of differences that express “national styles”. Without ignoring their importance, the article discuses that the production of the Colombian anthropologists is determined by the national realities and the socio-cultural problems that face the populations with which they work. This conditions their objectives, the procedures and the results of their labor, projecting a certain epistemological orientation that they share with other social scientists of the third world. Illustrating the interpretations of different anthropologists about the Indian people throughout the past half century, it becomes furthermore evident how, beyond seeking to solve characteristic problems of the discipline, their orientation has gone toward the resolution of the asymmetric conditions that natives suffer, along with other social sectors of the country. Since the beginnings of the institutionalization of anthropology in Colombia, this has set a demand that positions the practices and speech of the anthropologists inside the national society of which they are part.

Key Words: Anthropology, indigenism, national styles

 


La oposición entre antropologías «metropolitanas» y «periféricas» se ha venido empleando para destacar la dependencia intelectual de estas últimas con respecto de las primeras. Desde la introducción a la Revista Ethnos de 1982, el argumento se apoyó en las condiciones de producción del conocimiento de acuerdo con diferencias del ambiente institucional, el grado de desarrollo disciplinario, el auspicio al entrenamiento especializado, o difusos objetos de atención que atienden a lo que «sucede en casa» o en la metrópoli; y también estilos cognitivos que dependerían de hábitos mentales y emocionales comunes a sus miembros, arraigando «estilos nacionales»2. En este texto discutiré cómo las diferencias de la producción antropológica colombiana con respecto de la euroamericana no pueden explicarse por razones instrumentales o cognitivas que condicionarían el desarrollo disciplinario, sino por sus objetivos inscritos en realidades nacionales que los científicos sociales viven y deben enfrentar produciendo diferentes orientaciones epistemológicas.

Argumentaré cómo no obstante los antropólogos colombianos están atentos al desarrollo de los paradigmas euroamericanos, la inscripción de su trabajo en la sociedad nacional no sólo condiciona su ejercicio y resultados, sino diferencias epistemológicas que son las que permiten distinguir a la antropología colombiana de las antropologías euroamericanas. Y no es mi interés discutir su originalidad, que sabemos comunicada con otras situaciones socio-culturales de América Latina y compartida en el Tercer Mundo. Sin desconocer que parte de/y se halla influido por orientaciones teóricas, asumo que lo que solemos denominar «teoría» es producto de experiencia social anterior recogida en construcciones conceptuales siempre sujetas a transformaciones que dependen de propias transformaciones de sus realidades nacionales. Precisamente, y sobre todo, porque el ejercicio de la Antropología descansa en el «trabajo de campo» cuya experiencia no sólo obliga a la confrontación de conocimientos anteriores sino que, por esa vía, debe producir conocimientos nuevos. Importará recordar que el conocimiento y la experiencia, como la sociedad en la que se producen, son históricos. Pero sobre todo, porque su quehacer se halla delineado por la situación de pueblos sometidos y marginalizados en sus estados nacionales que obligaron a articular conocimientos expertos con los populares para contribuir a los procesos de transformación de sus asimétricas condiciones de vida3.

En aras de la brevedad me restringiré a textos de antropólogos sacrificando copiosa bibliografía que, por cierto, va más allá de la Antropología lo que, por otra parte, demostraría su independencia con respecto de las fronteras disciplinarias. Las transformaciones históricas en su comprensión sobre lo indígena serán el campo de análisis a través del cual ilustraré avances de tal conceptualización por cuanto su trabajo con estas poblaciones, prehispánicas o contemporáneas, se convirtió en dominio privilegiado de su ejercicio. Aunque no se trata de un campo social homogéneo, sino que en él se expresan disidencias y tensiones internas, algunas de las cuales ilustraré en este artículo a través de una lectura de los enunciados de diferentes autores en distintas épocas, evidenciaré cómo es la realidad social la que ha orientado la antropología colombiana que hoy, sin embargo, parecería un descubrimiento reciente4. Más que pretender recobrar el pasado o reinaugurar el futuro, como en varias ocasiones ha ocurrido durante el más de medio siglo de la antropología colombiana, pretendo re-leerlos como improntas epistemológicas que fueron legadas por generaciones anteriores y que se convierten en pivotes a desarrollar en la proyección de nuestro trabajo futuro.

Desde la institucionalización de la Antropología en Colombia, con la fundación del Instituto Etnológico Nacional por los años cuarenta del siglo anterior, se originaron tres tendencias de análisis que han forjado la antropología colombiana5. Entonces confluía el interés del gobierno y la orientación académica de los profesores europeos que formaron las primeras generaciones incorporando las orientaciones de la etnología francesa, el culturalismo, el particularismo histórico y el relativismo norteamericano. A partir de ello, la naciente antropología colombiana se ocupó de prolijas descripciones etnográficas sobre las «tribus» indígenas que permitieron a los primeros etnólogos argumentar la diversidad socio-cultural. Al tiempo, reconocieron la marginalidad de dichas poblaciones de los beneficios del progreso y el desarrollo de la moderna sociedad, demandando del Estado las tareas de incorporación de las poblaciones indias para reconocer que su participación en la sociedad contribuiría a la formación de la nacionalidad (ver Chaves, 1986).

Por otra parte, los trabajos de campo influidos por el indigenismo que se expandía en América Latina a partir del Congreso de Pátzcuaro de 1940, y las nacientes corrientes socialistas en Colombia, tendieron a evidenciar las asimétricas relaciones de los indígenas con la sociedad nacional, obligando a esclarecer el impacto de los cambios socio-culturales y las transformaciones inducidas por la modernidad. Ello generó una segunda corriente, la del indigenismo estatal, que replicó al mexicano promovido desde el Instituto Interamericano y echó mano de la antropología aplicada para ayudar a los indios a alcanzar el estándar de la mayoría nacional. La atención sobre la descripción etnográfica encarnada por el Etnológico y las urgencias de la aplicación de los conocimientos de la modernidad asumida por la División de Asuntos Indígenas, no obstante sus diferencias, no desligaba a las poblaciones indígenas de la sociedad puesto que éstas debían explicarse de acuerdo con su posición en ella y de ella provenía el progreso. De hecho, las agencias de gobierno iniciaron ingentes programas de desarrollo que afianzaron al Estado como interlocutor privilegiado de los indígenas (Hernández de Alba, 1958; 1965).

Finalmente, la incorporación a la nación también se entendió como proyecto autónomo. La inserción de los antropólogos en la realidad del país no sólo buscó develar la diversidad social y cultural y su posición al interior de la sociedad nacional, sino que muy pronto se evidenció la estrecha dependencia de las relaciones internacionales y cómo la expansión del capitalismo se lleva a cabo por vía de la imposición de relaciones sociales asimétricas bajo las cuales incorpora vastas poblaciones del mundo, lo que obligó la interpretación de las poblaciones y culturas indisolublemente ligadas a las relaciones regionales e internacionales. Se argumentó, entonces, que los indígenas debían ser incorporados a un proyecto en construcción de una nación justa, progresista y democrática y que la resolución de la «cuestión indígena» sólo podría alcanzarse aunando sus demandas con otros sectores deprimidos y marginalizados por la sociedad nacional con quienes compartían problemas comunes y, en consecuencia, reivindicaciones económicas, sociales y políticas que contribuirían a crear nuevas relaciones sociales y culturales (Ver Friede, 1957; 1973; García, 1945).

Estas corrientes propulsaron la redefinición del antropólogo como partícipe de la construcción de las relaciones sociales, demandándole posicionar sus acciones y los resultados de su trabajo en el concierto de las transformaciones de la sociedad. Ello abrió la discusión sobre el poder que interviene las relaciones sociales y culturales, cuestionando el «compromiso» o «neutralidad» de la intervención del científico social, cuyas argumentaciones serán la materia prima de este análisis.

Ciencia y Compromiso Social.

El proyecto de equidad racial de indígenas, afrocolombianos y mestizos bajo una nación democrática y su incorporación a los beneficios de la modernidad y el progreso, orientaría, desde entonces, las tareas de las entidades de gobierno, al tiempo que acentuaría la discusión sobre el lugar de los académicos en el proceso. En 1965, Alicia Dussan de Reichel publicó un artículo que tal vez podría considerarse como la primera evaluación de la Etnología colombiana6. Afirmaba que los antropólogos se enfrentaban a la desaparición de los grupos llamados primitivos debido a la difusión de los desarrollos comunicacionales y la expansión del saber tecnológico y científico de «nuestra era moderna». No obstante los esfuerzos del gobierno para llevar los beneficios del progreso, los indígenas tendían a convertirse en «sociedades en transición», según un «proceso natural y lógico», por lo que, «antes de que sea demasiado tarde», urgía su estudio7. Y agregó: «la tarea primordial [del etnólogo] es la investigación por sí misma», la investigación básica auspiciada por una entidad como el ICAN, mientras que la Antropología Aplicada, que se apoyaba en la anterior, sería el campo del antropólogo de acción8 en una entidad como la División de Asuntos Indígenas.

Poco después, en 1969, Gerardo Reichel-Dolmatoff reiteró la expansión del mundo moderno y los esfuerzos del Estado y las misiones para llevar el progreso a los indígenas. Pero también criticaba que: «Bajo la influencia del administrador, del colonizador y aún del misionero, el indígena ha perdido sus firmes valores de su cultura autóctona sin que éstos hayan sido reemplazados por los verdaderos valores de nuestra civilización». Argumentaba cómo sus acciones en situaciones de «contacto cultural», en especial con misioneros que desconocían dichas culturas, producía modificaciones negativas que conducían a «destruir todo un sistema simbólico, toda una red de referencias que dan sentido a la vida, que hacen manejable el mundo indígena» y, en cambio, les reducía a «un proletariado: sirvientes, cocineros, peones, malos carpinteros y mecánicos por mucho; gente frustrada y desadaptada, individuos marginales y deculturados pues ya no pertenecen ni a su cultura tradicional ni a la cultura nacional del país. A esto se agrega que se les ha imbuido de un marcado complejo de inferioridad». Exhortaba, entonces, al reconocimiento de esas otras culturas: «debemos respetar su cultura, los valores positivos que ellos han creado»9, y apelaba a cierto realismo según el cual «sabemos que el proceso de deculturación, una vez iniciado es irreversible», para concluir proclamando la necesidad de que la sociedad llevara a cabo la «modernización del indio»10.

Más tarde, en 1971, Nina de Friedemann criticó la pretendida objetividad de los científicos «neutrales» que tomaba las poblaciones como islas11 permaneciendo presos de una etnología neocolonial: «influencia de los principios teóricos… fuertemente foránea y seriamente impregnada de la aguda posición del relativismo cultural». A diferencia de antropólogos que, concientes del «compromiso», se apoyaban en la responsabilidad científica que: «estima que su conocimiento debería difundirse con miras a servir de consulta cuando se trate de implantar cambios y para evitar irracionalidad, crueldad e inestabilidad que en muchas ocasiones ocurren cuando se diseñan programas para “beneficio” de gentes». Reclamando el análisis como componentes de la sociedad colombiana12 sentó las bases de lo que más tarde denominó la «invisibilización del negro», señalando la limitación del trabajo de los antropólogos a la población indígena y reclamando una «ciencia del hombre sin fronteras» que no excluyese grupos negros, campesinos ni «conglomerados diversos que hacen nuestras ciudades».

Articulación con otros sectores sociales y derechos indígenas

La década de los 70 fue de fortalecimiento de los movimientos obrero, de maestros, estudiantil y campesino, ante los cuales el Estado radicalizó la represión, el estado de sitio y el Estatuto de Seguridad. No obstante, fue en esa época cuando se expandió la formación antropológica en las universidades al tiempo que profesores y estudiantes esgrimieron críticas a la Antropología Aplicada del indigenismo estatal13, desde el análisis de la dependencia, el neocolonialismo, el colonialismo interno y el imperialismo. Como «etnocidio» se interpretó la intervención indígena del Estado y la Iglesia y el exterminio indígena al que conducían los procesos de colonización, como ocurriría con las masacres de la Rubiera y Planas. También se introdujeron nuevas categorías analíticas como las «regiones de refugio» de Aguirre Beltrán y la «descampesinización»14 que proponían reorientar el análisis hacia la «estructura de clases» y sus «estamentos». En la Universidad Nacional se conformó un «Comité de Solidaridad con la Luchas Indígenas» que apoyó la «recuperación» de sus tierras y el reconocimiento de resguardos, el ejercicio de sus autoridades, su educación y cultura, siguiendo los siete puntos del programa del recientemente creado CRIC, que fueron transferidos a la ONIC en los años 80. Algunos de los primeros egresados se vincularon al Estado desde el cual continuaban generando instrumentos para la transformación de las precarias condiciones indígenas.

Para precisar los criterios censales de la población indígena del DANE, Darío Fajardo promovió la discusión sobre los empleados en América Latina y obligó, además, a la reflexión sobre los indígenas de Colombia15. Argumentó dos alternativas: la disolución y el mestizaje, o el marginamiento a regiones periféricas de la selva o de llanura, señalando cómo la política del Estado estaba ligada al comportamiento de la sociedad nacional y ésta al mercado mundial. Observaba la situación de los indígenas andinos reducidos a resguardos que, sin embargo, les defendía de la sociedad nacional, el impacto de empresas petroleras entre los barí, la colonización en los Llanos y el caucho en la Amazonía. Esta articulación de las relaciones de los indígenas con la sociedad nacional le llevó a conceptualizar lo que denominó «áreas de frontera», áreas socio-geográficas configuradas por la relación entre la población de las regiones de colonización y las comunidades indígenas dentro en la estructura nacional16. El DANE adoptó, sin embargo, una restrictiva definición de indígena17 que, en gran medida, orientaría desde entonces al Estado, aunque más tarde agregó a los criterios objetivos, los subjetivos del reconocimiento étnico18.

Contemporáneamente, Enrique Sánchez realizó un ensayo en 1974 que resumía la situación de los indígenas del país derivado de su experiencia en el INCORA. Describió sus precarias condiciones y discutió la política del Estado y las interpretaciones de las corrientes indigenistas. Resaltaba cómo la defensa de los territorios indígenas no podía realizarse a ultranza de la población campesina y colona, resultado de la aguda situación agraria nacional. Señaló que el «problema indígena» había conducido a su idealización descontando la relación con el capitalismo que no sólo les había transformado sino que había conllevado «un proceso de diferenciación interno del grupo». Criticó lo que denominó la «avalancha populista de un indigenismo puesto de moda, no propiamente por los indígenas, que habla de una ideología indigenista (al igual que otros que hablan de una ideología campesina) limitado al estrecho marco de las reivindicaciones de este sector, las luchas indígenas». Advertía que: «Pensar rescatar la cultura perdida de las comunidades indígenas nos puede conducir por el camino de la utopía. La rueda de la historia no se vuelve atrás. Idealizar la cultura indígena, elaborar arquetipos a partir de allí, sólo cabe en la cabeza de los populistas; hablar de una aculturación no traumática es la tesis de los reformistas». Introduciendo la historia de su articulación internacional, argumentó la necesidad de entender la situación de los indígenas en el contexto nacional y de sus problemáticas articuladas con otros sectores de la población colombiana, con los cuales compartía reivindicaciones comunes, imposibles de separar en el proceso de construcción de la nación.

El convencimiento de que el Estado debería resolver los problemas de la población indígena transformó las labores del ICAN. En 1975 Martín Von Hildebrand, director de la Estación Antropológica de la Pedrera, resumía la política indigenista de la Institución como apoyo al «derecho que tienen los grupos indígenas a subsistir como tales y autodeterminar su propia evolución cultural». Las labores incluían, en primer lugar, estudios en ciencias naturales, sociales y ayudas prácticas tales como la capacitación en atención primaria en salud y el entrenamiento en enfermería; en segundo lugar, la ayuda económica y técnica con el fin de alcanzar una mayor independencia de los indígenas con respecto de las entidades; y, finalmente, la educación19. En el mismo volumen el director del ICAN, Álvaro Soto Holguín, publicó el documento que leyó en el acto gubernamental del «Encuentro de las Dos Colombias», en el que proponía la necesidad de orientar la política del Estado hacia la supervivencia física indígena, proporcionarles una educación acorde con su realidad cultural, respetar su escogencia de medios modernos que protegiesen su medio ambiente, la no discriminación y, el reconocimiento del derecho de propiedad colectivo sobre las tierras tradicionalmente ocupadas. Y concluía afirmando que el Estado: «procurará que el proceso de síntesis cultural se efectúe a través de formas tradicionales de adaptación de los indígenas...» (Soto Holguín, Álvaro. 1975)20. En el mismo sentido se refirieron más tarde Yezid Campos (1983) y Felipe Paz (1978)21, directores de las Estaciones de la Sierra Nevada y la Pedrera22.

Autodeterminación

Al desarrollo de la política del Estado respondieron diferentes académicos vinculados a los departamentos de Antropología que se habían encargado de la formación en las universidades de los Andes (1963), la Nacional (1966), la de Antioquia (1966) y la del Cauca (1970). En la Nacional, por ejemplo, además de una formación teórica sistemática, interdisciplinaria y con conocimientos del país, el programa argumentaba que: «En la situación de subdesarrollo nacional y universitario, la carrera profesional no puede mirarse solamente como una abstracción intelectual o como una simple herramienta de trabajo, sino que debe atenerse a la doble función de conocimiento y transformación del país. Conocimiento y transformación que en manera alguna pueden pensarse como entidades separadas o como procesos divorciados, sino como una totalidad integrada de reflexión dialéctica» (Valencia, 1967, en Román, 1986:9). Como se sabe, la teoría fue el marxismo que orientaba la caracterización de la sociedad (precapitalista, semifeudal, neocolonial o capitalista), proponiendo distintas estrategias de las que, a su turno, dependía la caracterización de las poblaciones indígenas y el camino para alcanzar su participación en la sociedad nacional. A la denominación de «indígenas» o su conceptualización como etnias se opuso su caracterización como «minorías nacionales» que apoyó la tesis de la autodeterminación.

Hernán Henao, tomó en cuenta dos aspectos: «El primero invita a entender como minoría nacional la comunidad inmersa dentro de una nación y sometida a un determinado tipo de estado, pero conservando su identidad comunitaria en lo relativo al territorio, el idioma, la vida económica y la cultura». Las comunidades indígenas estarían sujetas a los intereses dominantes del capitalismo, de burgueses y terratenientes, aliados del imperialismo norteamericano bajo un: «proceso de asimilación económica y despersonalización cultural». En respuesta: «Hay que entender como derecho inalienable de una minoría nacional, el de la autonomía regional, entendida como derecho a ejercer la vida indígena dentro de las pautas que le pertenecen a la propia comunidad en todos los órdenes, dentro de un territorio delimitado (que en nuestro país se reclama como Resguardos y Reservas), y con el reconocimiento de una “igualdad nacional de derechos” para que desarrollen sus propios programas económicos, políticos y culturales» (Henao, 1974). Más tarde puntualizó: «Los ideólogos de la autonomía indígena, [o de la autodeterminación, había aclarado antes] bien sea parcial (se subraya lo cultural y reúne una gama de posiciones políticas), bien sea total (planteamiento del problema con base en la teoría de la “minoría nacional” o la “nacionalidad” o la “minoría étnica”), ubican su posición dentro del reconocimiento de la totalidad, de la formación social “nacional” con sus articulaciones internacionales (llámeselas imperialismo, cristianismo, civilización occidental» (Henao, 1983:579)23.

Por su parte, Luís G. Vasco (1976) discutió el concepto de cultura y territorio y agregó una caracterización de las luchas indígenas. Afirmó que Europa, y luego América del Norte, señalaban las poblaciones indígenas como sociedades simples, definiéndolas como culturas. El primero refería al estancamiento en etapas primitivas, en los orígenes de la humanidad, como si fuesen ahistóricas. Y como culturas las oponía a la civilización aduciendo su incapacidad de alcanzarla para justificar su misión civilizadora, el colonialismo y el neocolonialismo que encubría la explotación económica, la opresión política y la destrucción de sus peculiaridades. Afirmó que no sólo la cultura es dinámica sino que antes de la Conquista los indígenas constituían naciones en formación que vieron truncado su desarrollo por el proceso de colonización a través del cual unas fueron destruidas, otras entraron a formar parte de la nueva nación y algunas mantuvieron su identidad. El sometimiento a otra nación y al imperialismo daría razón de su lucha como naciones «contra la opresión, contra la explotación por parte de la sociedad nacional colombiana y el imperialismo norteamericano». En 1982 retomó la definición de los indígenas como «Nacionalidades Minoritarias» en lugar de minorías nacionales señalando secundaria su condición de minoría y destacando el sentido derivado de nación24, proceso que no excluiría la asimilación, división, conquista y diversificación bajo distintas formas de desarrollo socio-económico. La nación colombiana construida con base en una nacionalidad mayoritaria, negaría la existencia de otras nacionalidades, vale decir, su carácter multinacional: «mientras los colombianos se hacen nación y crean un estado nacional propio, las nacionalidades indígenas son transformadas, como un resultado del mismo proceso, en nacionalidades minoritarias, es decir, en nacionalidades dominadas, explotadas y, sobre todo, negadas, condenadas a dejar de ser y, como consecuencia, minoritarias, muchas al borde de la extinción». Las nacionalidades minoritarias no son –afirmó- sociedades independientes y autónomas sino que implican la relación con la nación colombiana. Es por ello que «hay indígenas campesinos, obreros, comerciantes, artesanos (ya hasta algunos gamonales o terratenientes), es decir, que hacen parte de la estructura de clases de nuestra sociedad». Pero «…los indígenas luchan no contra la nación colombiana... sino, al contrario, por el derecho a formar parte de ella como nacionalidades iguales en derechos a la colombiana...»; su lucha es: «Por una nación colombiana pluriétnica, plurinacionalitaria, de la cual formen parte todas las nacionalidades en un plano de igualdad incluida, por supuesto, la colombiana…». En un nuevo artículo de 1989, el profesor Vasco definió de manera sucinta las nacionalidades de acuerdo con ciertas características compartidas que los diferencian de otros25 enfatizando el criterio subjetivo de auto-identificación pero, sobre todo, su historicidad una de cuyas características es su dependencia de la estructura económica colombiana: «Son, por una parte, nacionalidades, sociedades distintas, pero, por otra parte, están parcialmente integradas a la sociedad colombiana, sus miembros comparten el carácter de clase de nuestra sociedad. Por eso no es posible comprender a los indígenas de hoy sin considerar su ubicación, su papel, su relación con la estructura de clases de la cual participan de forma creciente» (Vasco, 1989:10-11).

Etnias y política de reconocimiento

Hacia los años 80, el Estado ya se había convertido en el interlocutor del movimiento indígena y creando oficinas de gobierno especializadas inició el acopio de información sistemática, particularmente sobre la propiedad territorial. Son conocidas las labores jurídico-políticas de reconocimiento de territorios indígenas promovida por la Oficina de Tierras y Resguardos del INCORA, la política de participación comunitaria indígena en el Ministerio de Salud y la que llevaría al reconocimiento de la etno-educación en tal Ministerio. Los compendios de normas jurídicas que los abogados reconocieron como «fuero indígena», la instrumentalización de acciones en diferentes sectores gubernamentales, con UN programa nacional (PRODEIN) y el fortalecimiento del movimiento indígena, propiciaron la apertura hacia la formulación de nuevas leyes de protección y de «reconocimiento» de sus derechos, que el profesor Friede había demandado desde 1957.

En 1985, Myriam Jimeno y Adolfo Triana publicaron el libro Estado y Minorías Étnicas en Colombia, en cuyo primer capítulo Jimeno introdujo la definición de los indígenas como etnia26, explicando que las presiones de asimilación podrían reforzar la solidaridad étnica y las diferencias culturales asumirían significación mayor pues se articularían con demandas políticas «en presencia de diferencias y desigualdades en la distribución de recursos». La relación entre diferencias de clase y diferencias culturales dibujarían un panorama complejo que redundaría en el carácter relacional del concepto de minoría étnica, formaciones socioculturales minoritarias que subordinadas y sujetas al colonialismo, generan: «movimientos políticos de las formaciones étnicas [que] desbordan la realidad meramente étnica y se aproximan a los movimientos nacionales reivindicativos, oscureciendo la frontera entre etnia y nación». Los movimientos de las minorías étnicas – agregaba - crean realidades políticas con nuevas respuestas que tocan los fundamentos ideológicos del estado-nación en la coyuntura política moderna. En las sociedades indígenas o etnias, la tierra y la fuerza de trabajo están reguladas por la comunidad y no por el mercado, obstaculizando el acceso libre y la propiedad privada. Pero «la comunidad cerrada quedó atrás y existen múltiples vínculos mercantiles con la tierra, los productos y la fuerza de trabajo», formas jurídicas como el resguardo garantizarían el predominio propio, «ajeno al poder central, continúa siendo un obstáculo para adelantar las funciones económicas estatales» (Jimeno 1985:18-19). Diez años más tarde, Jimeno (1993) destacaría que la etnicidad en cuanto «categoría explicativa» sólo puede entenderse como proceso de identificación «referido a un medio social de oposiciones y relatividades, donde se sobreponen variedades de identidades que se modifican en espacio y tiempo sociales». La identidad étnica como categoría relacional, desde vínculos sociales y no continuidades culturales, puede entenderse como «un conjunto cambiante de normas de pertenencia y autoidentificación de un grupo social, sustentadas en un real o atribuido origen y conjunto, también cambiante, de tradiciones culturales». Por ello, afirmó, que la identidad étnica no se sustenta en rasgos culturales sino «en relación con una herencia que se transforma en la historia vivida… en la recreación de una identidad social, de una adscripción particular y distintiva que se ancla en la tradición cultural, inclusive con sus modificaciones por el contacto colonial». En las tres décadas anteriores, marcadas por la consolidación de las organizaciones indígenas conformadas por diversos pueblos con rasgos culturales semejantes (idioma, vestido, formas de producción, tecnología agrícola…), los indios colombianos habrían construido «nuevas categorías de identificación colectiva» de contenido político que, ligadas al movimiento: «recrean, reinterpretan y hacen operativa la noción de pertenencia étnica y minoría nacional, que reclama el derecho a la existencia cultural propia dentro del estado nacional…». Por ello, concluía, la reivindicación actual es «la lucha por el reconocimiento de una identidad social genérica pero distintiva: la india y no algún rasgo cultural específico».

El concepto de etnia para caracterizar a los pueblos indígenas también había sido enfrentado por Carlos V. Zambrano (1989). Partió de considerar que al hablar de identidad se tendría en cuenta que: 1) no existe una sola identidad sino varias identidades de acuerdo con ciertos niveles de participación social, económica, cultural, política o religiosa de individuos o de grupos; 2) estas identidades son históricas y son contemporáneas, por tanto cobran sentido en la modernidad y no en el pasado; y, 3) en la medida en que son partícipes de procesos actuales son luchadas y conquistadas por los sujetos de un movimiento social, es decir tienen una dimensión política27. Las identidades son atributos de todo ser social y «un mismo individuo o grupo puede participar de varias identidades». En Colombia habría tres expresiones: las identidades étnicas tradicionales posteriores a la intervención española28; las identidades étnicas haciendo tradición, que aún cuando han perdido algunos elementos de su identidad básica mantienen ciertas tradiciones en proceso de recuperación y luchan por ser reconocidos como etnias; y, las identidades étnicas en formación que conforman casos particulares en el país (negros, indígenas y colonos) que comparten «costumbres, formas de gobierno, sistemas de trabajo y medios de acceso a la tierra, como si fueran todos indígenas…». En todos los casos, las características que le sustentan corresponden a procesos económicos, sociales y políticos y, aunque vinculados con la memoria histórica, adquieren sentido y eficacia en el presente. Siguiendo a Bonfil Batalla concluyó que lo indígena aparecería: «como una categoría supra-étnica que no denota ningún contenido específico de los grupos que abarca, sino a una particular relación entre ellos y otros sectores del sistema social global del que los indios forman parte». Mientras que lo étnico «hace referencia a las características distintivas de esos grupos y no a su posición dentro de sociedades globales de las que forman parte…». Aunque en Colombia existen más de 80 etnias, «se soslaya que muchas de ellas no existen como etnias, sino como comunidades dispersas y a veces hostiles unas a otras. La homogeneidad es un deseo del estado, de líderes o de antropólogos, pero no la realidad de ellas».

En la década de los 90, el movimiento indígena, que había alcanzado un alto nivel de organización, logró cristalizar en la reforma constitucional de 1991 algunas de las reivindicaciones que ya tenían antecedentes jurídicos producto de una larga historia de lucha, aunque algunos lo interpretan como nuevo mecanismo de integración al Estado29. Al tiempo que se imponía el proyecto neoliberal de la «apertura» del mercado a la competencia transnacional y la privatización de empresas y servicios como panacea del desarrollo y el crecimiento económico, la descentralización política que se cristalizaría en la reforma constitucional de 1991 promovería el fortalecimiento del estado, el realinderamiento de los partidos y las negociaciones de paz con la guerrilla, incluyendo sectores paramilitares, agudizadas por su asiento en economías «ilícitas», la concentración de capitales y de tierra, el incremento del desplazamiento, el desempleo, la depresión de los sectores más pobres y la violación de derechos humanos. El debate sobre la transnacionalización económica y la diseminación del capital en los flujos financieros, la hegemonía imperial, la globalización de las comunicaciones y la translocalización del consumo, y el lugar de la cultura en el capitalismo tardío, ha estado acompañada por la resonancia de la crítica europea al proyecto de modernidad cuya crisis se acomoda en las ciencias sociales bajo la eventual alternativa de la postmodernidad.

Alteridades no esenciales

Además de los trabajos entre las poblaciones coyaima y natagaima del sur del Tolima, de los coconucos del Cauca, de los zenú de las praderas cordobesas, de los chami de Cañamomo y Lomaprieta o de los kakuamo de los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta, el trabajo de Zambrano entre los yanacona del macizo colombiano destacó la importancia de los procesos de des-identificación indígena cobrados por los 500 años de impacto de la sociedad nacional que, sin embargo, apelaban a procesos de re-etnización debido a las transformaciones jurídico-políticas nacionales. Ese dudoso concepto explicaría la reactualización de identidades étnicas que, a la postre, buscarían el reconocimiento de derechos en el nuevo contexto del capitalismo. Al tiempo, conceptos como los de hibridación, comunidades imaginadas o negociación de identidades, fueron introducidos para reinterpretar recientes discusiones étnico-políticas que pondrían en tela de juicio identidades indígenas que en Colombia supuestamente habrían sido esencializadas.

María L. Sotomayor (1998), argumentó la «negociación» de la identidad indígena en el contexto de la modernidad y globalización. Haciendo un recuento sobre estos temas y la nueva propuesta neoliberal en Colombia, presentó un caso del Cauca colombiano en el que la población podría ser distinguida según aquellos que, desde la década del 90 acordaron, que «el criterio político, social y cultural que debe guiar las acciones del cabildo es “ser indígenas”» según lo cual es: «algo muy movible que se relaciona entonces con dos hechos fundamentales: la tenencia colectiva de la tierra bajo la forma de resguardo y la organización en un cabildo» y que dan contenido a lo étnico. Y los que, en cambio, aceptan el mestizaje, los quizgueños, quienes no sólo aceptan el mestizaje sino que a diferencia de la definición como etnia: «les posibilita… la articulación más o menos independiente con todos los demás estamentos de la sociedad… [con quienes]… logran tener relaciones directas y viables con todo su alrededor, y una factibilidad política al interior de su propia comunidad». Sotomayor analiza, adicionalmente, la relación con el territorio: mientras que para ser indígena la relación con el territorio es esencial, para los segundos la territorialidad es «ante todo “reconocimiento” de los otros: el Estado, los resguardos, otras etnias, las organizaciones de todo tipo, etc.» De lo que concluye que el discurso político da cuenta de una «comunidad imaginada», cuyo imaginario popular invisibiliza su ascendencia campesina. Mientras que en los líderes responde al mundo global y las demandas locales producen una «hibridación» como «coexistencia, la convivencia de dos conceptos, en apariencia excluyentes…».

La autora considera que es el hecho político de mayor interés puesto que el «proyecto cultural» de los líderes pretende el logro de la homogeneidad cultural: «Un mapa territorial, una lengua, unos valores comunitarios; en fin, todo un conjunto de elementos de lo “indígena” que se logrará a través de recuperaciones que parten del hecho de que alguna vez existieron, es decir, hacen un llamado a la esencia de lo indígena». Concluye que el concepto de indígena tiene un contenido cultural construido culturalmente con elementos «creados y apropiados» con un sentido político.

Ahora bien, en una reciente compilación de artículos publicados por el ICANH (2000), María V. Uribe y Eduardo Restrepo realizaron una introducción que adquirió la forma de manifiesto pues, al tiempo que auguraron el futuro de la Antropología hacia lo que denominaron la «relocalización del proyecto antropológico en la modernidad», pretendieron ajustarle cuentas a sus 60 años de ejercicio. Suponen, en primer lugar, que en el contexto de la globalización, la Antropología, desde su interior, se «habría erosionado y derrumbado gracias a la disolución o redefinición de sus objetos de estudio»: los indios y la cultura. Los primeros habían implicado una «indiologización» de la Antropología colombiana, según lo cual «el “indio” genérico se convirtió en el objeto antropológico por antonomasia» y «un antropólogo era sinónimo del estudio del parentesco, del ritual o del mito». De allí habrían derivado modelos, «categorías y metodologías… en términos esencialistas», que transfirieron a nuevos objetos de estudio, como los campesinos y los negros. Y que tales modelos habría soportado: «una noción objetivada de cultura y como orden que, fundado en una dicotomía nosotros/ellos, ha permitido la definición de unidades explicativas autocontenidas que son naturalizadas en narrativas del tipo “cultura emberá” o “cultura yukuna”»30. Todo lo cual demandaría redefinir el objeto de la Antropología hacia el examen de: «...cómo se constituyen y operan las diferentes modalidades de la alteridad y, del otro, exotizar las modalidades de lo mismo». La «exotización de la mismiedad» no sólo significaría «renunciar definitivamente a la ecuación antropología = estudios de grupos indígenas», sino apelar a una redefinición que buscaría: «…cuestionar una irreductible lógica binaria para entender los matices y la pluralidad tanto de las alteridades como de las mismiedades». Concluyen, entonces, que la Antropología no se restringe a lo indio, sino que su objeto es el estudio de las alteridades; y que el concepto de cultura difiere de aquella estereotipada, esencializada y autocontenida, pues se trata de «una construcción discursiva».

Consideraciones

Esta última postura argumenta que la globalización, o la «modernidad», habría erosionado los fundamentos de la Antropología debido a la transformación de su objeto de estudio: lo indígena y la cultura. Pero, aunque buena parte de la historia de la antropología colombiana ha concentrado su análisis social y cultural en la población indígena, una vez recorridas diferentes formulaciones en distintas épocas lo que nos devela es que la cultura y lo indio son categorías de análisis sometidas a la historia de las transformaciones de la sociedad. Por otra parte, que dichas categorías no pueden ser confundidas con la realización social y cultural y que dicha realización no puede ser reducida a la especificidad de su cultura que no permitiría explicarlas ni, por supuesto, convertirlas en modelo explicativo de la sociedad misma. También parecen confundirse ciertas ideas, como la presunta erosión de la Antropología, con el resultado del prolongado ejercicio de la antropología colombiana por más de media década. De acuerdo con lo anunciado en la introducción de este texto dedicaré estos últimos párrafos a recoger los hilos de la argumentación que puede ser derivado de la lectura de los textos de los antropólogos colombianos sobre su propia posición y la de los indígenas en la sociedad. Por otra parte, y como puede observarse, las argumentaciones de los antropólogos colombianos no pueden reducirse a diferencias a la mera asimetría de las condiciones académicas o cognitivas «nacionales» en la producción del conocimiento que arraigaría «estilos nacionales». La producción de sus conocimientos teórico-metodológicos desbordaron los límites de la disciplina debido a la realidad nacional que enfrentan adquiriendo expresiones políticas.

Empezaré por señalar que el término de «modernidad» ha sido recurrente en la historia de la antropología colombiana y empleado en diferentes momentos para acuñar las progresivas transformaciones del capitalismo. Su sentido, sin embargo, ha sido diferente: los pioneros se referían al progreso encarnado en el estado nacional; generaciones posteriores en el imperio del capitalismo; y, últimamente en la difusa y neutral «globalización». Los fundadores de la antropología colombiana propusieron «incorporar» las poblaciones indígenas a los beneficios de la modernidad salvando el impacto negativo del capitalismo; los segundos, propusieron su autonomía al interior de un proyecto de sociedad diferente; mientras que últimamente se sugiere el estudio de tales como alteridades que conviven al interior de la expansión del capitalismo. No obstante la diferencia de los enunciados, puede sostenerse que los antropólogos colombianos construyeron ciertos referentes epistemológicos dominantes que no sólo tuvieron en cuenta las relaciones asimétricas en las que descansa el capitalismo sino que se posicionaron a su interior a cuyo recuento dedicaré estas consideraciones.

Estas posturas abrieron la prolongada discusión sobre la identidad del antropólogo y su participación en la transformación social, que se remonta hasta nuestros días. Algunos consideraron que su ejercicio debería restringirse a la investigación básica, que fue respondida demandando su activo «compromiso» en los procesos de cambio social. Los primeros explicaron que correspondía a dos distintas tareas, concebidas como fases sucesivas, investigación y acción que, incluso, estarían localizadas en diferentes instituciones del Estado. En cambio, quienes argumentaron la «responsabilidad social» del antropólogo, la hicieron descansar en su vínculo con los procesos de transformación de la sociedad que comprometía diferentes sectores sociales. Esta discusión entre la neutralidad científica y la activa participación, entre la investigación y su aplicación, sentó las bases de la tensión entre la exclusividad de la ciencia y las implicaciones de la producción del conocimiento.

La crítica al indigenismo oficial se fue radicalizando hacia fines de la década de los sesenta alentados por los efectos de la revolución cubana y china y por el auge de los procesos de descolonización africanos y asiáticos, cuando los movimientos contra el imperialismo se expandieron por el Tercer Mundo y, en Colombia, propulsaron la movilización de obreros, maestros, campesinos y estudiantes. Irrumpieron, con mayor fuerza, diferentes corrientes del marxismo y con ellas la caracterización de la sociedad como capitalista y/o con rezagos precapitalistas que auspiciaron el análisis del imperialismo, la dependencia, el neocolonialismo y el colonialismo interno. Por lo mismo, la transformación de las relaciones sociales se comprendió indisolublemente ligada a las relaciones internacionales. La acción social ya no se limitaba al estado colombiano y su proyecto de unidad nacional, sino al estado del capitalismo. De dicha caracterización dependía el camino de la transformación a una nueva sociedad y la posición de los distintos agentes sociales, entre ellos los intelectuales. Ahora se trataba de la construcción de una nueva sociedad que desharía la explotación económica y se articularía a un proyecto político que democratizaría las relaciones sociales. La desventajosa posición de los indígenas al interior del capitalismo no podría resolverse meramente atendiendo a las dinámicas internas sino en el espacio de la transformación de la sociedad misma.

Adicionalmente, la sociedad a alcanzar comprometía a todos sus miembros en un proyecto común que buscaba la transformación de las relaciones sociales y, a diferencia del objetivismo positivista que pretendía separar la producción del conocimiento de sus implicaciones, académicos e investigadores destacaron su ilusoria separación, demandando el explícito compromiso con la interpretación y transformación de la sociedad. Pero fueron más allá. No sólo acompañaron las organizaciones y la movilización social sino que ingeniaron procedimientos para la construcción de conocimientos colectivos, incluyendo a los intelectuales y sectores populares que los producían para la actuación conjunta que debía conducir a la radical transformación de las asimétricas relaciones sociales. Los científicos sociales, entre ellos antropólogos, no discutían meramente el lugar de la ciencia, de las Ciencias Sociales o la Antropología, sino la caracterización de la sociedad y el camino para la transformación de las condiciones del capitalismo, del cual el antropólogo participa y, en consecuencia, debería tomar parte de manera que el cotidiano «trabajo de campo» se transformó en «acción social» para construir las relaciones que auguraban la sociedad futura.

Ello desafió formulaciones anteriores: en primer lugar, el análisis del modo de producción y las formaciones sociales develó la fragmentación de la sociedad en clases echando por tierra la ideología de la unidad nacional que respaldaba la concentración de los beneficios del desarrollo en una élite que, dependiente del imperio hegemónico, controlaba el poder negando la participación de vastos sectores de la población, entre ellos indígenas, afrodescendientes, obreros, campesinos y otros sectores populares. En segundo lugar, les convocó a tomar en sus manos la construcción de la futura sociedad que les relacionaría en un estado verdaderamente democrático. La crisis del modelo de desarrollo y del crecimiento progresivo del capitalismo, de una parte; y, de otra, la crítica del control del poder en pocas manos, contribuyeron a precisar la evolución multilineal y la utopía de socializar el poder. Los conceptos de explotación, dominación, subordinación y opresión reemplazaron los de aculturación, deculturación, despersonalización cultural y la reducción de los indígenas a meras culturas. Antropólogos argumentaron la autodeterminación de los pueblos indígenas para escoger el camino de su futuro y el reconocimiento de sus derechos colectivos para garantizar su propia reproducción socio-cultural, incluyendo la participación en las decisiones que interviniendo desde la sociedad nacional encarnada por el Estado, afectaran su futuro.

La crisis del modelo de unidad nacional agudizó la crítica del estado-nación develando su composición en clases sociales y en segmentos sociales y culturales distintivos que reivindicaron la histórica fragmentación de la sociedad, promoviendo la autonomía de los movimientos sociales que auspiciaría el reconocimiento de la sociedad nacional clasista, pluriétnica y multicultural. A principios de la década de los setenta, el CRIC se separó de la Asociación de Usuarios Campesinos y empezó a aglutinar miembros de diferentes grupos indígenas del país que, desde el Cauca, una década más tarde, alcanzaría su nacionalización en la ONIC. La construcción de un modelo de desarrollo propio apoyado en la movilización social, como la recuperación de tierras, no sólo condujo al fortalecimiento del movimiento sino, además, a la apertura de diferentes espacios de participación gubernamental para que estas organizaciones adecuaran sus programas a las especificidades de la población indígena que propugnaban por el derecho al territorio, a sus propias formas de educación y salud, a su propia cultura. Ello re-orientó el ejercicio de las agencias institucionales directamente relacionadas con programas de desarrollo indígenas pero, también, de entidades que como el ICAN que se habían encargado de la investigación y la defensa del patrimonio cultural de la nación. Debe resaltarse que el reconocimiento de derechos civiles colectivos había sido respaldado por diversos intelectuales que, egresados de la universidad, a partir de la década de los sesenta se habían vinculado al Estado desde donde sustentaron argumentaciones que se plasmaron en normas jurídicas y programas de gobierno para el reconocimiento de la diversidad, entre ellas la socio-cultural.

Mi lectura, concentrada en la conceptualización de lo indígena ha resaltado cómo ésta ha dependido de la sociedad y sus transformaciones, que ha implicado inscribirlas históricamente, al tiempo que da razón de la historicidad de los conceptos. Pero, por cierto, la realización de las relaciones sociales se proyecta en espacios precisos que se hayan confrontados con otros proyectos nacionales y sus articulaciones internacionales. El territorio, desde inicios de la antropología colombiana se resaltó como factor decisivo de las relaciones sociales y con la sociedad nacional, para caracterizar a los pueblos indígenas. De hecho, no sólo ha ocupado lugar predominante en las reivindicaciones indígenas, sino que ha sido el factor de mayor confrontación con la sociedad nacional y ha concentrado la mayor parte de las reglamentaciones del Estado. A su consideración como medio de producción se agregó la relación distintiva como medio de producción y reproducción material, social y cultural, derivada de experiencias y conocimientos indígenas, que al interior del capitalismo adquiere especial significación política de la reivindicación de su identidad.

La inscripción de las reivindicaciones indígenas en el contexto del Estado-Nación afianzó la identidad del movimiento y las organizaciones indígenas como entidades políticas. Dicha expresión de la identidad socio-cultural empezó a ser reconocida bajo la categoría de etnia o pueblo, construcción conceptual sobre las relaciones sociales, económicas y culturales expresadas en el dominio de la política. No obstante, la cultura compartida sería el pivote de la solidaridad indígena, la identidad étnica se convirtió en expresión de un proceso de producción socio-cultural que, progresivamente, se expresó políticamente en relación con otras colectividades y el Estado. Enfatizaron, pues, su carácter relacionante, manifiesto en contextos precisos y, por ende, sometidos a la historia. Esta formulación de las identidades indias dependió, por supuesto, del fortalecimiento político del movimiento indígena que ya había logrado cierta apertura jurídica y política del Estado y que cristalizaría en el reconocimiento de los derechos que fueron consagrados en la reforma constitucional del año de 1991.

Así, la antropología colombiana no sólo ha estado sometida a la historia de las transformaciones de la sociedad sino que debe actualizarse constantemente manteniendo una permanente crítica sobre su proyecto de construcción de sociedad. No obstante los cambios en la conceptualización sobre los indígenas, desde tribus consideradas marginadas hasta etnias de las que se enfatiza su carácter político, en todo caso la antropología colombiana ha insistido en señalar las particularidades culturales de los indígenas en las que se apoyan sus demandas políticas, su participación en la construcción de la sociedad nacional y el derecho a decidir su propio futuro. No es necesario estar de acuerdo con las diferentes caracterizaciones de los pueblos indígenas, con los caminos propuestos para la transformación social ni con los procedimientos para alcanzarla, algunas de cuyas posturas no comparto, para observar cómo han argumentado que su situación no puede entenderse aisladamente de las relaciones con otros de sus miembros que les articulan a la sociedad nacional e internacional y, por supuesto, con las relaciones de poder que las intervienen. Tal relación no ha sido reducida meramente a lo cultural sino que ha argumentado su articulación con relaciones económicas, sociales y políticas; los pueblos indígenas, aunque eventualmente enfatizan ciertas relaciones más que otras, son totalidades sociales de manera que sus relaciones internas y externas involucran diferentes aspectos de la sociedad. Por otra parte, dichas relaciones dependen tanto de la dinámica interna al interior de las etnias como de sus relaciones con otros que son contextuales e históricas. Finalmente, y no obstante la cultura compartida es el pivote sobre el que se ha argumentado se apoyan dichas relaciones, lo que los antropólogos colombianos han enfatizado es cómo se traducen en expresiones de poder que priman en su relación con otros nacionales y con el Estado.

El centro de atención de la antropología colombiana no ha sido, entonces, la disciplina misma, la construcción de «alteridades», ni tampoco la cultura por sí misma, como últimamente se nos quiere hacer creer aclimatando ciertas orientaciones que pretenden hacer caso omiso de la historia. Lo que leemos en diferentes posturas de los antropólogos colombianos es cómo, no obstante su concentración en las poblaciones indígenas, el argumento dominante ha sido la construcción de un proyecto de sociedad. De hecho, su participación en dicho proyecto estableció la ruptura con respecto de la conceptualización de los indios como el «otro», al tiempo que resquebrajó la pretendida objetividad científica, el divorcio entre la producción de conocimientos y sus implicaciones sociales. La vinculación de la producción y la acción científicas en búsqueda de las transformaciones de la sociedad, quebrantaron la pretendida neutralidad de la ciencia con respecto de la práctica social y la asepsia del tratamiento de la sociedad según alteridades que pretendió invisibilizar al sujeto con respecto de las relaciones sociales en las cuales participa.

Es verdad que el desarrollo de la disciplina se despliega sobre la tensión de nuevas orientaciones teórico-metodológicas y procedimientos para el análisis pero, sobre todo, desde su confrontación con las transformaciones sociales que reorientan permanentemente las anteriores. Los referentes enunciados no son, pues, mero discurso, sino producto del vínculo entre la experiencia social y la producción del conocimiento que, insistiré, siempre está sujeto a las transformaciones sociales. Es por ello que la interpretación de los indígenas ha dependido de la forma de entender su posición en la sociedad, su articulación con otros, la transformación de sus condiciones de vida al interior del país y, para parafrasear el habla reciente, del lugar desde el cual se lo enuncia. Aunque pueden reconocerse influencias de paradigmas internacionales, una vez confrontados con la situación nacional han producido referentes empíricos y conceptuales que no dependen, meramente, de la ciencia o las disciplinas, sino de los resultados de la experiencia de cara a la sociedad y sus transformaciones. Tales referentes se han ido perfilando como argumentos epistemológicos que constituyen parte de los hilos de la memoria del ejercicio de la Antropología en Colombia.

En este resumen he buscado resaltar cómo desde los años 40, la antropología colombiana ha ido construyendo dicho referente epistemológico que se manifiesta en un corpus de principios identitarios de la disciplina. Pero, por supuesto, tenemos mucho trecho por recorrer; lo que no significará hacer caso omiso de tal legado que, producto de experiencia y conocimiento, debe someterse al análisis, a la confrontación y a la posibilidad de su proyección que, como toda «teoría», alimenta nuestro trabajo futuro.

Concluiré retomando el enunciado de la introducción a este artículo según el cual las antropologías no pueden ser distinguidas, meramente, por las condiciones académicas y los estilos cognitivos en los cuales parecieran descansar «estilos nacionales». Las características del ejercicio de la antropología colombiana sobrepasaron las fronteras disciplinarias porque sus objetivos no han dependido de problemas de conocimiento propios de las ciencias sociales o de la Antropología, sino de las sociedades y culturas en las cuales se inscriben. En segundo lugar, debido a las características en las cuales participan los sectores sociales con los que los antropólogos colombianos se relacionan, su ejercicio no se ha limitado a develar las diferencias sociales y culturales sino, precisamente, cómo se hallan inscritas, cuando no son producto, de la asimetría social y cultural que caracteriza el capitalismo y las relaciones de poder que intervienen sus relaciones sociales y culturales. Por otra parte, y en consecuencia, dicha asimetría no es mero resultado de las relaciones sociales y culturales «locales» sino que reproducen y/o son producto de relaciones «globales». Es por ello que la antropología colombiana no se ha limitado a resolver problemas de la producción de conocimientos disciplinarios y, menos, del interés autoral del antropólogo. Desde sus primeras elaboraciones supo que las condiciones asimétricas que signan la participación de indígenas en el contexto nacional forman parte de las relaciones sociales y culturales en las cuales el científico social participa. Por ello no pudo limitarse a la observación, el testimonio o a la mera denuncia sino que, sabiendo que su conocimiento interviene las relaciones sociales y culturales, debió tomar posición propendiendo por la transformación de la sociedad en su conjunto. Así, la antropología colombiana ha estado marcada por el posicionamiento de sus prácticas y discurso frente a la característica asimetría del control del poder de las relaciones sociales y culturales del capitalismo.


1 Profesor Titular, Departamento de Antropología.

2 Gerholm T & Hanners U. 1982; ver también Stocking, 1982. En América Latina ver Ramos, 1990; Cardoso de Oliveira, 1990; 1999; Krotz, 1997; Jimeno, 2005, entre otros.

3 Ver al respecto Marzal, 1981; Leite Zarur, 1990; Arizpe y Serrano Comps. 1993.

4 La bibliografía sobre estos temas, como siempre, es enorme aún en el campo de la Antropología pero, en aras de la brevedad sugeriré algunas lecturas fundacionales: La Interpretación de las Culturas de Clifford Geertz de 1973, traducido por Gedisa en 1987; la compilación en 1986 de J. Clifford y G. Marcus Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, de la University of California Press; del mismo año La Antropología como Crítica Cultural de George Marcus & Michael Fisher traducido por Amorrortu en el 2000; la compilación de Carlos Reynoso El Surgimiento de la Antropología Posmoderna, publicada por Gedisa en 1992; y el excelente artículo de George Marcus “Past, present and the emergent identities: requirements for ethnographies of late twentieth-century moderniny worldwide”, publicado en Modernity & Identity, editado por Scott Lash & Jonathan Friedman en 1992 en Oxford Press, que resume las propuestas básicas de las transformaciones epistemológicas de la antropología postmoderna.

5 Las expresiones antropológicas de estas tendencias en Correa, 2005.

6 Alicia Dussan de Reichel, 1965, en el que desarrolló, con proyecciones mayores, el texto de Gerardo Reichel-Dolmatoff de 1959, en el que listaba una serie de grupos étnicos que aunque «retenían sus lenguas aborígenes y mucho de su cultura nativa» estaban «amenazados por la extinción o el rápido cambio cultural», que justificaban la necesidad de urgentes investigaciones.

7 Pues contribuiría a «salvar valores que no son exclusivos de estos grupos, sino que pertenecen a la humanidad y a todas las ramas del conocimiento que se han preocupado al género humano» (Dussan de Reichel , 1965).

8 «Un plan de acción en términos de modificaciones de la economía, la estructura social, el nivel de salud, etc.., está condenado al fracaso, si no se fundamenta en un conocimiento previo y detallado de las instituciones y pautas de la cultura en cuestión, de sus tradiciones y su sistema de valores» (Dussan de Reichel , 1965).

9 «¿Por qué no reconocer entonces que otras culturas también hayan creado riquezas, sus obras de arte, inspirados por otras antorchas, por otros credos, pero por eso no menos valiosos como logros del espíritu? ¿No es una sólo familia humana? Es el conjunto de estas obras lo que constituye el capital más hermoso de la humanidad, lo que constituye la verdadera riqueza…las obras más bellas son los objetos vivos, las pequeñas culturas, cargadas de larga tradición, llenas de una profunda nobleza, culturas cuyo conocimiento y cuyo contacto pueden significar un gran enriquecimiento para nuestra propia civilización» (Reichel-Dolmatoff, 1969).

10 «Debemos darles servicios sanitarios, debemos darles semillas y herramientas; debemos ayudarles a cultivar y conservar sus tierras, a educar sus niños; a vivir una vida más llena, más sana, participando de lo bueno y lo positivo, material y espiritual, que nuestra civilización puede ofrecerles..» (Reichel-Dolmatoff, 1969).

11 «de manera aislada, como islotes culturales, sin referencia a la dinámica de sus relaciones de dependencia administrativa, económica y política de la sociedad mayor colombiana» (Friedemann, 1971).

12 «…el estudio de tales comunidades como componentes de la sociedad colombiana, en un enfoque que permita relacionar las estructuras de la comunidad con las correspondientes de la sociedad mayor en sus varios niveles regionales o nacionales», que «abandone la presentación como comunidades aisladas de los contextos socio-culturales en que realmente se desenvuelven» (Friedemann, 1971).

13 En 1976, el Departamento de Antropología de la Universidad del Cauca publicó el periódico mimeografiado La Rana en el que Roberto Pineda Camacho, Horacio Calle, Myriam Jimeno, Luis G. Vasco y Héctor Llanos, entre otros, discutieron la imposible neutralidad de la ciencia, la del estado aún amparado en la Antropología Aplicada y el compromiso científico y político de la intervención del antropólogo.

14 Este concepto, también derivado de la Antropología mexicana que en la década de los 80 concentró su atención en la población campesina, en Colombia no logró consolidar tal campo social del análisis del país (para México ver por ejemplo José Manuel Del Val, 1993. Para Colombia ver Néstor Miranda Ontaneda, 1984.

15 Darío Fajardo, 1972 y 1975.

16 «Estos elementos configurarían entonces “áreas de frontera” y su población estaría básicamente definida en función de las condiciones en las que se obtiene su subsistencia y de las que caracterizan sus relaciones con la estructura socio económica nacional. Esta definición reconocería entonces el hecho de una integración negativa y desculturizadora pero real, en la cual la tendencia predominante con respecto a la población aborigen es la de la absorción física y cultural por parte de la sociedad mayor» (Fajardo, 1975:32).

17 Se entendieron por indígenas aquellos individuos que: 1) convivieran en agrupaciones a pesar de que éstas no presentaran los rasgos típicos de la interacción social que caracteriza a las comunidades; 2) que elementos de la cultura prehispánica predominasen, tomándose como principales la lengua, pero en caso de haber desaparecido ésta, se incluirían otros indicadores v. gr. vestimenta, artesanías festividades, alimentación, etc.; 3) que su estructura económica estuviera dentro de una economía de autosubistencia; 4) que expresaran una conciencia de pertenencia a un grupo étnico, o de lo contrario, que fuera notoria la descendencia de ésta; y 5) que su hábitat se encontrara en la misma zona o muy próxima a la de su hábitat prehispánico (DANE, 1972).

18 «Para efectos censales, se entiende por indígena la persona: Que se identifica o se reconoce a sí misma como perteneciente a un grupo étnico determinado, con tradición cultural anterior a la conquista española, y que vive en comunidad, es decir, en el territorio que ocupa su comunidad o grupo» (DANE, 1985).

19 «por medio de la cual se propone aclarar al indígena qué es la cultura nacional, cómo funciona y cómo la pueden confrontar». La investigación indagaría: «sobre las relaciones interétnicas y el proceso de deculturación y aculturación de los grupos indígenas...» (Hildebrand, 1975).

20Soto Holguín, Álvaro. 1975. Esta Revista incluía como Anexo la resolución 626 bis que generó acres discusiones por cuanto pretendía regular la investigación extranjera, traduciéndola en inversiones económicas.

21 Afirmaba Felipe Paz que: «Las antiguas discusiones bizantinas sobre el carácter científico de alguna rama de las humanidades han sido rebasadas por la historia. Este es el tiempo de la acción, y la acción sólo puede ser eficaz en la medida en que se abandonen las charlas de escritorio y el conocimiento adquiera su verdadero sentido: la transformación de la realidad. Ese es nuestro papel en este momento. La ciencia pura, la ciencia por la ciencia esta siendo desplazada por la imperiosa necesidad de plantear nuevas alternativas, nuevas salidas a la humanidad en su conjunto» (Paz Rey, 1978).

22 Para una reflexión crítica ver Oostra Menno 1990-91. Más adelante, Alberto Rivera (1983) siendo director de ICAN propondría su retorno a la investigación básica.

23 «La cuestión indígena se enmarca en un contexto general y la lucha “liberadora” del indígena debe articularse a la lucha general para que pueda llegar a algún lado: a la creación de una nueva sociedad de todos y para todos. Aquí hay una propuesta estratégica que supone de un lado la conservación (autonomía), para del otro lado alimentar la integración a una utópica formación social (utópica en cuanto no es una realidad, no es una concreción» (Henao, 1983:580).

24 «…viviendo su propia historia, transformando ambientes diversos, aislándose o relacionándose, etc, distintas sociedades fueron caracterizándose por un territorio, una lengua, una economía, una organización socio-política y una cultura propias y específicas, elementos que, en su conjunto, basaban la identidad entre los miembros de cada una de ellas, al mismo tiempo que las diferenciaban entre sí... De esta manera se formaron, a lo largo de los siglos, las nacionalidades» (Vasco, 1982).

25 «Podemos, pues, decir, que una nacionalidad es un grupo social que se ha formado a lo largo de un proceso histórico cuyo resultado hace que sus miembros presenten una comunidad de lengua, de organización socio-política, de economía, de cultura, todos ellos sobre la base de un asentamiento en un territorio propio común y, finalmente, una autoidentificación étnica, alrededor de la cual sus miembros se consideran como una unidad y con base en la cual, al mismo tiempo, se diferencian de otros grupos sociales de la misma naturaleza» (Vasco, 1989:7).

26 «Como etnia se entenderá aquí un conjunto social relativamente cerrado y durable, enraizado en un pasado y rasgos socio-culturales comunes que los diferencian de sus vecinos. Vinculadas por una persistente solidaridad colectiva, las etnias resisten la asimilación, interfiriendo con los patrones políticos de un orden mayor; y este orden es en la escena contemporánea, el Estado-Nación» (Jimeno, 1985:18).

27 Esta adscripción contextual incluiría el surgimiento de nuevas identidades históricas. La etnicidad depende de diferentes órdenes (nacional, regional, étnico o clasista...), de la temporalidad (permanencia de elementos contrastantes), la historia (permanencia o surgimientos nuevos), y los proyectos políticos (las identidades sociales y culturales no siempre son políticas). Y agregó: «la construcción de identidades corresponde, y ha correspondido, siempre a un proyecto político histórico y anti-hegemónico que se pronuncia sobre el futuro y que es respaldado por un movimiento social que pretende crear un orden sociopolítico alternativo».

28 Representadas por «idioma, vestido, costumbres y tradiciones contrastantes; además desarrollan procesos políticos para fortalecer sus instituciones y su cultura y luchan por hacer efectivos sus derechos» (Zambrano, 1989).

29 Para la discusión ver entre otros: Víctor Daniel Bonilla, sf, y 1988; Sánchez, E y Roldán R. 1992. Francois Correa, 1993. Guillermo Padilla, 1993. Vasco L. Guillermo, 2002. Virginia Laurent, 2005.

30 «Pretendemos cuestionar la concepción estereotipada de cultura como la suma de rasgos particular[es] a un grupo humano, o como un “orden”, ya sea como estructura, organismo o sistema, que determina la vida y obra de los sujetos…», como un «campo autocontenido», una «entidad pura»… «una “cosa” separada y subordinada a otras “cosas” de diferente naturaleza: la economía, la sociedad, la religión, etc…» (Uribe y Restrepo, 2000).


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