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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.62 Bogotá July/Dec. 2006

 

Reubicación y restablecimiento en la ciudad. Estudio de caso con población en situación de desplazamiento1

Relocation and Reestablishment in the City – Case Study of a Displaced Population

Jefferson Jaramillo Marín

Pontificia Universidad Javeriana (Colombia) jefferson.jaramillo@javeriana.edu.co

Recibido: 14 de julio de 2006 Aceptado: 29 de agosto de 2006

 


Resumen

El artículo explora, a partir de un estudio de caso, algunas de las dinámicas e impactos sociales que tienen en el tejido social los procesos de reubicación urbana. En el análisis se observan las implicaciones de un proceso temporal y uno definitivo en un grupo de familias víctimas del desplazamiento forzado en el municipio de Tuluá (Valle del Cauca). Se problematiza el tema del restablecimiento en la ciudad para estas poblaciones y se señala cómo en el proceso de reubicación definitiva, emergen representaciones que determinan formas de clasificación e identificación social entre la población desplazada y los pobres históricos.

Palabras Clave: Desplazamiento forzado, reubicación urbana, restablecimiento, tejido social, marginalidad urbana.

 


Abstract

This article presents a case study of some of the dynamics and social impacts of two different processes of urban relocation. The article analyzes the implications of a temporary relocation process and a definitive establishment of a group of families, victims of forced displacement in the municipality of Tuluá (Valle del Cauca, Colombia). The research discusses the issue related to the urban reestablishment process for people that are victims of displacement and how this process produces representations that generate forms of classification and social identities among displaced and historically poor segments of the population.

Key words: forced displacement, urban relocation, reestablishment, social net, urban marginality.

 


Introducción

En las dos últimas décadas, el desplazamiento forzado representa una de las expresiones más dramáticas del conflicto interno en Colombia. Diagnósticos recientes así lo confirman, al señalar que en el territorio nacional han sido desplazadas 3.662.842 personas (CEC2 y CODHES3, 2006). Sin embargo, aunque los registros no oficiales de población desplazada documentan el problema desde mediados de la década de los ochenta, éste sólo comienza a ser objeto de debate académico y de política pública, en la década de los noventa4. Desde entonces las interpretaciones sobre la problemática han sido numerosas, siendo importante revisar genealógicamente lo que hasta ahora se ha «enunciado» alrededor de ella, es decir lo que se ha dicho, ocultado, privilegiado o legitimado desde los discursos académicos, oficiales o hegemónicos (Cfr. Suárez, 2004).

Una de las cuestiones que sobre la temática amerita hoy una revisión crítica, es la relacionada con los impactos sociales, políticos y económicos que producen los procesos y dinámicas de desplazamiento sobre las trayectorias biográficas5, las identidades de los sujetos afectados y la capacidad de agenciamiento de los mismos6. En tal sentido, este artículo se interesa por los efectos sociales y culturales que para las personas en situación de desplazamiento tienen los procesos de inserción e integración en contextos urbanos, especialmente en los tejidos relacionales y en los historiales biográficos de las familias. Se destacan, de otra parte, cómo los procesos de reubicación temporal y de asentamiento definitivo en la ciudad, son representados y vivenciados por los sujetos implicados.

Para lograr este objetivo, el artículo aborda dos experiencias de reubicación a partir de un estudio de caso, en el municipio de Tuluá (Valle del Cauca). La primera, corresponde a un proceso de reubicación de 73 familias en un sitio conocido como Albergue Campesino o Rayadora de Yuca, ocurrido entre el año 2000 y el 2004. La segunda, se relaciona con el asentamiento definitivo de 113 familias (las provenientes del Albergue y otras dispersas7) en la Urbanización San Francisco, en el segundo semestre del 2004. Un dato a tener en cuenta, para propósitos analíticos posteriores, es que las familias reubicadas en este espacio van a convivir con otras poblaciones vulnerables, señaladas en el artículo como «pobres históricos», es decir habitantes urbanos, cuya característica central es la de provenir de asentamientos marginales, con exclusiones laborales y escolares de más largo aliento en sus trayectorias biográficas, diferentes a las ocurridas en la región por desplazamiento, entre 1999 y 2001.8

En el primer caso, el artículo señala, desde algunas entrevistas, cómo el Albergue se convierte por varios años, en un «espacio de convivencia forzada» (Cfr. Jiménez Ocampo et al, s.f.), modificando el sentido de las trayectorias familiares de los asentados allí, pero también en un escenario que demanda y exige a los individuos una posición crítica frente a la administración y la política oficial de restablecimiento, entendida aquí como el conjunto de medidas que buscan la recuperación total e integral de los derechos fundamentales de las poblaciones desplazadas, en este caso, a través de programas y proyectos de restablecimiento mediante la reubicación urbana (Cfr. Decreto 250 de 2005).9

En el segundo caso se muestra cómo, tras la reubicación en la urbanización, se agudizan las limitaciones del proceso de restablecimiento, en tanto la administración lo concibe a partir del traslado físico y la entrega de la vivienda, mientras que para la gente entrevistada, se asume como un proceso integral de reconstrucción del tejido social, es decir, de recuperación de las relaciones, dispositivos y redes sociales (institucionales y no institucionales) que les permiten a ellos de nuevo, tejer vínculos significativos en espacios locales, sean estos familiares, comunitarios, laborales o ciudadanos (Cfr. Chávez y Falla, 2004; Romero, 2006).

Se destaca finalmente, con la reubicación en la urbanización, cómo el restablecimiento urbano se complejiza, al emerger una serie de representaciones sociales, entre unos agentes que reclaman para sí un estatuto de marginalidad diferencial (desplazados–reubicados) y otros que son estigmatizados (pobres históricos). Aquí el concepto de representación social es entendido como ese sistema de valores, categorías, ideas y prácticas discursivas que permiten a un sujeto construir simbólicamente su mundo social, su relación con el otro y establecer marcos de referencia y acción con en el espacio social. En nuestro estudio de caso, se utiliza esta categoría para denotar los códigos con los cuales, tanto los desplazados del albergue, como los dispersos y pobres históricos son nombrados y clasificados, a partir de lo que significan y traducen sus biografías particulares de exclusión en los espacios urbanos10.

Un breve contexto de lo ocurrido en el municipio de Tuluá: 1999-2005

La problemática del desplazamiento forzado no es nueva en la región del centro y norte del Departamento del Valle del Cauca. Esta zona, compuesta por diecinueve (19) municipios y ubicada en las zonas planas y medias de la cordillera central, sufrió los rigores de la «Violencia» y la expulsión de población desde los años cincuenta, con particular intensidad y crueldad en zonas rurales y cabeceras municipales de Tuluá, Sevilla y Riofrío. Sin embargo, la agudización militar, así como la repercusión social y económica de la misma, se revela alarmante en los años noventa, especialmente en 1999, con el ingreso del Bloque Calima de las AUC11.

Esta agrupación proveniente de las regiones de Córdoba y Urabá, llega a la región con el objetivo de enfrentar los grupos guerrilleros (sexto frente de las FARC y la agrupación Bateman Cayón) con presencia y dominio militar en la zona. El resultado que producen sus incursiones se resume en el éxodo, entre el 31 de julio y el 3 agosto de 1999, de más de 460 campesinos, provenientes de los corregimientos de La Moralia y Monteloro (zona rural de Tuluá), y Ceylán, Tetillal, Galicia y Chorreras (zona rural de Bugalagrande). Estos campesinos llegan a los cascos urbanos de los municipios de influencia (Bugalagrande, Buga, San Pedro y Tuluá) donde son albergados en condiciones bastante críticas12. En menos de un mes, los pobladores asesinados por las AUC en la región, asciende a 51 personas.

Las poblaciones que llegan al municipio de Tuluá son albergadas de «emergencia» en el Coliseo de Deportes «Benicio Echeverri»13. Luego de tres meses, son trasladadas al Coliseo de Ferias y, en abril de 2001, a la antigua Rayadora de Yuca, conocida como Albergue Campesino. Se calcula que al municipio llegaron 1020 familias desplazadas, de las cuales sólo 180 tenían albergue; las restantes se dispersaron por la ciudad. El albergue, es una bodega, de 9.516 m2, de los cuales 3.500 m2 son ocupados por tres pabellones rodeados de «cambuches» o módulos, con áreas de 15 y 24 m2, fabricados con cartón, guadua y estopa. Está dotado de baterías sanitarias, de guardería y zona de recreación. Entre los años 2000 y 2002 el sitio llegó a recibir más de 180 familias, sin embargo, el número se reduce entre 76 y 80 en el 2004, debido al retorno de muchas de ellas, por hacinamiento y las constantes amenazas14.

Dos años después (2001) de la llegada de los primeros desplazados a Tuluá, ocurre un nuevo éxodo de 200 lab riegos, provenientes de las zonas de Monteloro, Puerto Frazadas, La Moralia, San Rafael, Ceylán y Barragán15. La situación se torna crítica para los del albergue, ya que a las 400 personas que lo habitan, se unen los recién llegados. Además, la situación interna del sitio es tensa por las amenazas sobre sus habitantes, consumándose éstas, con el asesinato de Andrés Robledo, máximo líder de la comunidad y el secuestro de la líder Nidia Correa16. El efecto es devastador en la población, que se siente «presa fácil» de las AUC por su condición de refugio.

Las amenazas sobre la población, así como el reclamo de los líderes del Albergue para que se les garantice un restablecimiento integral, obliga a que la administración municipal, con el apoyo económico de entidades como RSS, OIM, USAID, CHF, dé a conocer a finales del 2002, su intención de reubicar en seis meses, y con carácter definitivo, a 229 familias en la Urbanización San Francisco, ubicada en la periferia urbana en el Corregimiento de Aguaclara17. Entre ellas estarán 75 familias del Albergue, 45 familias desplazadas dispersas y 110 familias «pobres históricas», provenientes de asentamientos como La Balastrera, Sabaletas y La Santa Cruz. Finalizando el 2003 se realiza el sorteo de las unidades. Sin embargo, aunque la reubicación está pensada para realizarse en enero de 2004, sólo se lleva a cabo en julio, con la entrega oficial de las viviendas18. La demora en la entrega, lleva a que algunas familias, que no soportan las condiciones de vida del albergue, se trasladen a la urbanización meses antes de ser oficialmente inaugurado el proyecto.

Dos meses después del traslado a la urbanización, algunos de los representantes de las 115 familias desplazadas – reubicadas, denuncian la ausencia de claridad en la gestión y organización del restablecimiento por parte del municipio. Las denuncias van en dos sentidos: El primero, relacionado con la promesa incumplida de convertir los lotes anexos a la vivienda, en huertas caseras y poder así generar mayores ingresos; y, el segundo, con la inconformidad, en un sector considerable de desplazados, frente a la decisión institucional de reubicarlos con población de otros asentamientos del municipio. A pesar de que el ambiente se carga de sospechas y acusaciones sobre estos pobladores, la administración no responde con claridad frente a las quejas de la población. Un año y medio después de la inauguración del sector son entregados finalmente, por el Fondo Nacional de Vivienda, los subsidios para mejoramiento de la unidad19.

El impacto de la reubicación temporal.

El caso de los albergadosLas personas afectadas por el desplazamiento forzado en la región, entre 1999 y 2001, muchas de las cuales llegan al municipio de Tuluá, atraviesan inicialmente una larga diáspora entre sus lugares de origen y la inserción urbana. Este proceso está marcado por una interinidad de varios meses en el Coliseo de Deportes y en el Coliseo de Ferias, culminando en su primera fase con la reubicación en el Albergue. Para conocer ¿quiénes son estas personas? y ¿cómo viven dicho proceso de inserción urbana? aportaremos algunas pistas a partir de las entrevistas para luego señalar los impactos que sobre las familias tiene el asentamiento en el Albergue.

Las entrevistas nos muestran individuos que en sus historiales previos al desplazamiento, tienen vínculos muy fuertes y culturalmente significativos con los territorios de origen. Muchos de ellos porque son propietarios de tierra, otros porque ejercen actividades de jornaleo y oficios relacionados con el hogar, y, algunos, por las actividades de liderazgo desarrolladas en veredas y corregimientos.

Estos individuos y familias manifiestan haber vivido la mayor parte de sus vidas por fuera o al margen de las lógicas de la guerra, pero bajo circunstancias no esperadas ni deseadas, observan como sus biografías son marcadas abruptamente por el destierro. Eso se traduce en un tránsito rápido y sin retorno inmediato hacia escenarios citadinos, proceso que implica dejar atrás lugares e historias. En el fondo, dejar los territorios que los definen y sostienen como sujetos, para enfrentar espacios que desconocen, o que resultan «distantes» pese a conocerlos, y a los cuales se arriba con el recuerdo de lo que se tuvo o de lo que se pudo llegar a tener en la zona de origen; tal y como lo refleja este testimonio:

«vivíamos humildemente pero muy tranquilos, todo iba bien hasta que empezaron a llegar los paramilitares y comenzaron las amenazas y a matar gente; vea a uno le da mucho miedo eso… nos tocó venirnos y dejar gran parte de nuestras vidas. Sólo nos trajimos la ropa y la memoria de lo que quedó» (Desplazada de Puerto Frazadas20).

La consecuencia inmediata de dicho proceso es, como lo han reconocido Meertens (1999; 2004), Naranjo (2004), Chávez y Falla, (2005), una inserción precaria, a la «brava», a dinámicas urbanas que resultan complejas de codificar para estas familias, tanto en sus dimensiones socioculturales como económicas. En tal sentido, desde el fragmento anterior se nos revela cómo el sujeto en situación de desplazamiento, es obligado a volverse extranjero de su territorio, o como bien lo ha destacado Bauman (2005) para el caso del refugiado, en «epítome de una extraterritorialidad», es decir, en un extraño de sus dispositivos identitarios socialmente adquiridos. Esa pérdida de morada, o ese despojo a través del miedo y el terror generalizado al cual se somete al individuo, como bien lo expresa Nieto (2005), está atravesado por la desterritorialización:

«Mire cuando él vivía [el esposo] trabajaba para nosotros dos (mi hijo y Yo) y luego quedar solos y desubicados en una ciudad que uno no conoce es bastante cruel, todo se deteriora, todo se pierde...» (Desplazada de San Lorenzo).

Entre tanto, el tránsito a la ciudad lo realizan muchos con la intención de no retorno. Especialmente las mujeres, quienes son muy enfáticas en el tema, ya que aunque hayan dejado atrás tierra, vivienda y enseres, reconocen que es mejor no «jugársela» a la muerte, es mejor asumir con entereza lo que hay por delante (Chávez y Falla, 2005). Aquí la representación de las mujeres frente al retorno, según Palacio (2004), resulta significativa, ya que ellas perciben en sus trayectorias familiares una temporalidad distinta, que articula su vida hacia adelante y no hacia atrás; caso contrario a lo que puede suceder con los hombres a la hora de decidir si quedarse o salir.

Ahora bien, la inserción urbana de esta población también refleja una enorme fragilidad tanto de la política nacional de atención de la problemática, así como de la gestión de la administración municipal entre los años de 1999 y 2000, para enfrentar integralmente la situación de los que llegan por desplazamiento masivo y son albergados, y de los que se insertan «anónimamente» a la ciudad a causa del desplazamiento individual.

En el caso de los desplazamientos masivos sucedidos entre julio de 1999 y febrero del 2000, la administración municipal, así como los organismos de cooperación y ayuda nacional e internacional, enfrentan la problemática a través de la ayuda de emergencia dotando albergues temporales, primero en el Coliseo de Deportes, luego en el Coliseo de Ferias y, finalmente, en la Rayadora de Yuca. Sin embargo, el asunto se torna complejo, en tanto estos albergues terminan por convertirse en espacios de interinidad, donde las trayectorias biográficas se resienten por su falta de adherencia histórica. Si bien no defendemos aquí la idea de los albergues temporales como lugares en los cuales se construye identidad – además no tienen porque serlo en tanto se suponen soluciones transitorias dentro de una lógica de ayuda humanitaria - lo que si preocupa es que con el tiempo terminan confinando y haciendo residuales muchos de los proyectos familiares de inserción en la urbe. El problema es que como institucionalmente se legitima un imaginario de «transitoriedad» del Albergue, estas personas esperan motivadas por dicho imaginario salir rápido de ese confinamiento. Sin embargo, las 80 familias deberán plegarse a ellos, por varios años, debido a la precaria respuesta institucional.

De todas formas, un poco más adelante volveremos sobre el tema y especialmente para mostrar cómo, desde estos espacios, también emerge una capacidad de agenciamiento importante en estos sujetos, lo que les permite revertir en sus proyectos biográficos el asunto del «confinamiento». Por ahora veamos qué pasa con aquellos que enfrentan el desplazamiento de forma individual.

Para los que enfrentan el desarraigo de forma individual, «gota a gota», o espaciadamente (como muchos de los desplazamientos que comienzan a suceder a partir del año 2000 en esta región, muchos de los cuales caen bajo la ignominia del subregistro o la negación institucional) la inserción es bastante precaria y la política de atención para otorgar soluciones integrales lo es más aún. El traslado a la ciudad se caracteriza por ayudas materiales parciales y, sobre todo, por diásporas intraurbanas permanentes. En el mejor de los casos, cuando se cuenta con suerte, se logra la «simple llegada» donde amigos o familiares, con historiales biográficos laborales, posiblemente también precarios.

En general, diríamos que el proceso de inserción urbana de los que llegan por desplazamiento masivo al municipio de Tuluá, se caracteriza, por la atención de emergencia que termina haciendo perversamente funcional la permanencia temporal de las familias en los albergues; y, para los que llegan por desplazamientos individuales, se caracteriza por la dispersión urbana y el anonimato ante la administración municipal y los organismos de atención; sumándose gradualmente este grupo de desplazados, en su carrera por encontrar una inserción digna en la ciudad, a los llamados «pobres históricos» (Bello y Mosquera, 1999).

De todas formas, en ambos casos dichas poblaciones tendrán que enfrentar una inserción cargada de estereotipos derivados provenientes de aquellos que se consideran legítimamente «establecidos», para utilizar la categoría referenciada por Elias (1998) o Bauman (2005) al momento de hablar de esos migrantes o refugiados que llegan a los centros urbanos; para nuestro caso serían las comunidades receptoras, que fácilmente excluyen y estigmatizan al desplazado por su condición de «extraño» o «sospechoso». Sin embargo, lo que esto expresa según Naranjo y Hurtado (2004:11) es una actualización de las viejas estrategias de infrareconocimiento y señalamiento, ejercidas desde esa especie de violencia simbólica, encarnada por el propio Estado y por las representaciones que, desde el sentido común, se configuran en las ciudades sobre los que intentan ganar un derecho a la ciudad21.

Ahora bien, volviendo al tema de los albergues, hay que decir que para algunos de los entrevistados, la estadía en estos lugares se percibe desde una situación de confinamiento de sus expectativas vitales. A estos sitios se les considera «poco íntimos», impregnados de teja, cartón y esterilla. No hay nada que los aferre a ellos, ya que allí se hace más evidente la «desnudez social» que les ha producido el evento del desplazamiento. De todas formas y pese a la resistencia a vivir en tales espacios, las circunstancias de precariedad laboral terminan haciéndolos ceder, como lo refleja una de las entrevistadas:

«Nos vinimos para Tuluá en una camioneta que nos descargó en el Coliseo de Ferias, allí vendimos los cerdos que traíamos, nos dieron por ellos como $300.000 pesos. Aunque sabíamos que valían mucho más nos tocó aceptar por la necesidad. Pero no quisimos quedarnos allí, [en el Coliseo] porque eso allí no había privacidad y había mucha gente; nos fuimos a pagar arriendo en la Cruz…luego la plata se nos acabó, aunque estuve trabajando haciendo colchones, entonces nos tocó que venirnos a vivir acá a los cambuches del Albergue…» (Desplazada de Puerto Frazadas).

Así mismo, las percepciones frente al Albergue son diferentes entre las personas que antes del desplazamiento eran propietarios y aquellos que eran arrendatarios. Para los primeros, el Albergue es un «purgatorio», un lugar de tránsito forzoso, mientras esperan que el gobierno cumpla y les restituya lo que perdieron, cuestión bastante incierta para ellos; para los otros, es un lugar que no cambia mucho su anterior situación, a no ser por la convivencia con «desconocidos» o los riesgos biológicos y sociales que los «cambuches» representan para sus hijos. En ambos, sin embargo, existe la sensación de vivir confinados, haciéndolos flanco fácil para el terror y las amenazas.

De todas formas, aunque para muchos de los entrevistados, el albergue expresa un modelo de vida ilusoria; también es cierto que para otros, es en éste lugar donde ellos, como sujetos activos, comienzan a experimentar una capacidad de agenciamiento que se ve reflejada en el deseo de «volver a tener algo». Esto se traduce, aspecto observado por Pérez (2004) en el caso de los desplazados asentados en Altos de Cazuca en el municipio de Soacha (Cundinamarca), en la necesidad de salirle adelante en nuevos escenarios a las propias penurias, especialmente a través de rápidos aprendizajes urbanos y otras alternativas de vida y sobrevivencia acordes con los contextos. En tales casos, según Bello (2003), Chávez y Falla (2004) las familias habrán de aceptar que, a pesar de las pérdidas y desarraigos familiares, lo más indicado para sus proyectos familiares y la reconstrucción del tejido social, es redefinir sus estrategias de vida en la ciudad.

Estos procesos de adaptación y redefinición de trayectorias en la ciudad, especialmente desde el Albergue, obligan a estas familias no sólo a asegurar la vivienda sino también el empleo y el ingreso, en la mayoría de los casos escaso o precario, para los hombres y las mujeres; y, además, el traslado al albergue, supone tener que garantizar la educación de sus hijos como un dispositivo para insertarse en la ciudad. Con el tiempo, también exigirá la reestructuración de los ciclos familiares deteriorados con el desplazamiento.

Aquí los relatos de las mujeres se tornan interesantes en relación con esa capacidad de agenciamiento, en tanto ellas comienzan a ver y sentir la ciudad, pese a todas las exclusiones, a través del futuro educativo de su familia. Ellas asumen cada año que pasan en la ciudad y en el albergue, como un año más para educar y ver crecer a sus hijos. Es más, la añoranza de lo que se dejó atrás sigue existiendo, pero el recuerdo se convierte en punto de partida para volver a empezar y luchar por reconstruir una vida como la que tenían; incluso mucho mejor, más aún, si son los hijos los que articulan dicho proceso (Cfr. Cifuentes, 2004).

Una de las expresiones significativas de la capacidad de agenciamiento de estas poblaciones se relaciona con las exigencias a la administración municipal y a las entidades de cooperación internacional y nacional, para que el restablecimiento del tejido social y la recuperación de los derechos vulnerados, no se quede sólo en soluciones habitacionales como las de los albergues. Las familias exigen mecanismos de reasentamiento definitivo, así como estrategias de ingreso y empleo estables y sostenidas en el tiempo que les permitan asegurar una inserción integral a la vida urbana.

Sin embargo, el restablecimiento urbano pensado y prometido desde la Administración Municipal, a través del nuevo proyecto de vivienda, no es tan claro para muchos de los entrevistados. De hecho, se evidencian dos clases de incertidumbre. Una, la expresada en el temor a perder la condición de desplazados y su capacidad de negociación frente al Estado y las entidades de ayuda, después de la obtención de la vivienda; la otra, manifiesta en la desconfianza frente a las entidades oficiales, de ser invisibilizados y desconocidos como sujetos de atención, al momento de «exigir la vivienda». El temor de estos últimos, es no poder hacer uso del dispositivo jurídico que les permita su visibilización ante la ley, como «desposeídos», como realmente «despojados»; recelo que queda reflejado en el siguiente fragmento:

«Yo abrigo la esperanza de que nos van a dar una casita, eso allá está quedando bonito. Pero tengo temor pues cuando nos pasen allá dejaremos de ser desplazados, y nos hacen a un lado… las entidades nos hacen a un lado»….Aquí también hay mucha gente que no sabe realmente si va a recibir o no su casita (Desplazada de la Veranera).

De hecho, varios de los habitantes del Albergue entrevistados en el 2004, al final no lograron ser beneficiarios del proyecto. Las razones de la otrora Red de Solidaridad y la administración municipal estuvieron básicamente centradas en que estos pobladores no «probaron» oficialmente su condición de desplazados. A mediados del 2005 algunos de ellos seguían reclamando su derecho a ser visibilizados en su condición, viviendo en el antiguo Albergue hasta tanto no se solucionara su situación. Incluso muchos de ellos, resistiendo de nuevo un destierro, ya no por las amenazas de los grupos armados sino por la representación que de su condición tenían y legitimaban los organismos del Estado.

De todas formas, frente a esto último es interesante observar cómo para muchos (as) la condición de desplazado (a) se activa o visibiliza unas veces, pero se oculta otras. Se activa en cuanto dispositivo político, al momento de hacer exigibles sus derechos frente al Estado, más aún, cuando está de por medio la adjudicación de una vivienda. Incluso, para varios de los entrevistados a través de un conocimiento vasto de la ley y de los marcos normativos que los amparan. Pero se oculta al momento de comprender la relación de la persona desplazada con el otro «establecido»; aquí el término «desplazado» es algo que les disgusta que sea nombrado; buscando ocultar desde el discurso y la rutina diaria, eso que para ellos es una denominación «estigma», la cual los sitúa en desventaja en la ciudad.

Ahora bien, este aspecto de la estigmatización, resulta importante para comprender la dificultad que encierra la reconstrucción de tejido social para las poblaciones que llegan y se insertan en las dinámicas urbanas. El tema, que ha sido estudiado por Bello y Mosquera (1999); Agier y Hoffmann (1999); Meertens (1999); Naranjo (2004) y Villa (2005), evidencia cómo la localización de las familias desplazadas en ciudades receptoras como Bogotá, Cali o Medellín, coloca en circulación una serie de representaciones sobre el «otro» desplazado, una de las cuales pasa por asumirlo como «alguien de no fiar». Alguien cuya trayectoria está marcada por una historia que no se desea compartir, o como bien lo ha interpretado Bauman (2005: 186 – 189), para el caso de los refugiados, por una biografía cruzada por «la guerra y el hedor del hogar arrasado» desnudando con ello, el temor de los establecidos (las comunidades receptoras), a ser quebrado o destruido el capullo de su rutina familiar.

Sin embargo, con el tiempo, las familias se darán cuenta que el estigma de ser desplazadas no es nada en comparación con los nuevos procesos de segregación residencial que tendrán que enfrentar en la Urbanización San Francisco, cuando convivan con otros excluidos, los «pobres históricos» que también han salido favorecidos con el programa de vivienda y que reclaman su derecho a la vivienda, el empleo y la educación. Allí comenzarán a darse cuenta de que las luchas simbólicas por reestablecerse, no se libran tan sólo frente a las representaciones y acciones de las autoridades municipales o las comunidades receptoras, sino también frente a otros pobres, e incluso frente a otros desplazados que tienen o que se asumen con estatutos distintos,«los del albergue» y los «dispersos», en ambientes cargados de imágenes, en los que unos y otros se ven y representan como «intrusos», «competidores», «indeseables» u «oportunistas» (Cfr. Osorio, 2004; Naranjo, 2004). De ese nuevo proceso, caracterizado por la búsqueda del restablecimiento, en el que también están en juego las formas de identificación y clasificación de los «otros» en un espacio como la urbanización, intentaremos dar cuenta a continuación.

El asentamiento en San Francisco y el proceso de restablecimiento

Numerosos son los autores e informes que dan cuenta de lo restringidos que han resultado en Colombia algunos marcos normativos y los programas, planes y políticas nacionales de atención de allí derivados, al momento de garantizar la integralidad en la atención a la población desplazada y, por ende, procurar el restablecimiento de sus derechos22. Al respecto, se ha señalado la parcialidad de los enfoques allí consignados para comprender las complejidades internas del proceso de desarraigo, así como las dinámicas mismas del desplazamiento (la prevención del fenómeno, la atención de emergencia, los mecanismos de registro de la población) y, más aún, lo referente al enfoque de restitución de los derechos de la población, especialmente cuando llegan a la ciudad y experimentan procesos de reubicación temporal o definitiva23.

Ahora bien, la complejidad del proceso de restablecimiento, así como sus limitaciones, se revela interesante en el caso del municipio de Tuluá. Como hemos visto, cientos de familias a lo largo de varios años transitan por situaciones de inserción urbana inconclusas o truncadas. Sin embargo, la decisión institucional de reubicar en la Urbanización San Francisco, tanto a la población que vive en el Albergue (75 familias), como a un sector de población dispersa por el municipio (45 familias), llevará a que las familias emprendan una lucha por el reconocimiento de un lugar, desde su condición ya no de víctimas sino de agentes que reclaman el derecho a restablecerse en la ciudad.

Ese proceso de agenciamiento frente al restablecimiento estará, sin embargo, atravesado por dos dinámicas bastante significativas para las poblaciones desplazadas reubicadas en la Urbanización. La primera, en función de la reorganización de los proyectos familiares y expectativas de vida a través de la apropiación de una nueva vivienda; la segunda, mediada por el proceso de convivencia conflictiva, en un mismo espacio, con habitantes provenientes de distintos procesos de desarraigo, así como historiales biográficos disímiles, lo que pondrá en escena un juego de representaciones sobre quiénes realmente tienen o no derecho a habitar ese espacio. A continuación se analizarán esas dos dinámicas.

La vivienda: obtenerla no garantiza el restablecimiento

Inicialmente, tanto la Administración Municipal, como las entidades que apoyan el proceso de construcción de las viviendas en la urbanización y las mismas poblaciones beneficiarias, parecen concebir el proyecto habitacional de San Francisco como una solución al problema de reubicación y restablecimiento. Sin embargo, más allá de la premura administrativa por una «solución material» se percibe, desde las entrevistas, cómo para las familias es más importante luchar por pensar y construir colectivamente (entre ellos y la administración) un lugar en el que se tengan en cuenta los aprendizajes de esos cuatros años de interinidad locativa que han vivido, tanto los albergados como la población dispersa. Ello queda bien evidenciado en estos dos relatos:

«Con la casa digamos que nos ha mejorado la vida porque es que vea uno ya no tiene que pagar arriendo y entonces tiene un poquito más de solvencia para las cuestiones del hogar…» (Desplazada-reubicada, Urbanización San Francisco).

«todos los de acá (la familia) nos vinimos desde el momento en que nos dieron la casa…y aunque nos tocaba que turnarnos para ayudar en la construcción y que el tenerla fue muy duro, la casa ha sido lo mejor…de nuevo tenemos un techo nuestro donde meternos» (Desplazada-reubicada, Urbanización San Francisco).

Es decir, más allá de la simple relocalización o traslado, lo que está en juego para estas familias es la construcción de un lugar con arraigo cultural para sus proyectos vitales. Más allá de los «sitios de ocupación» o de «llegada» está la necesidad de volver a sentir que hay identificación, intimidad, familiaridad con un territorio propio. En ese sentido, tal como lo han señalado, Partridge y Mejía (2000) y Bello (2005), reubicar no es simple y llanamente el traslado de un lugar a otro, o el «confinamiento artificial» como diría Bauman (2005) para el caso del refugiado. Esto, por supuesto, lo entienden muy bien los entrevistados, en tanto para ellos no es suficiente la reubicación y que la institucionalidad diga que están reparados, restituidos sus derechos y reintegrados definitivamente a la sociedad nacional. Para ellos la vivienda no es sólo una estructura física que ocupa un espacio en un complejo o en una unidad territorial, sino lo que Bachelard (1975) había denominado «el lugar donde se moldea la psique y donde encuentra arraigo en el mundo» y, que en palabras de una de las entrevistadas, es percibida como la morada o el «techo donde meternos».

Lo que está en juego para estas poblaciones con la llegada a la urbanización, no es sólo la vivienda como equipamiento material, sino el proceso mismo de restablecimiento que la atraviesa y que se caracteriza por la posibilidad de volver a construir un territorio íntimo (Cfr. Jaramillo, 2003) caracterizado por la recuperación de la seguridad familiar, del mundo privado y, por supuesto, de la dignidad como sujetos.

Aún más, estas poblaciones son conscientes que no basta con que se les entregue oficialmente la casa. Perciben y sienten que la administración municipal y los organismos de atención nacionales quieren librarse, de una vez por todas, de las responsabilidades que implica realmente el restablecimiento. Sienten que se les delegan y transfieren una serie de responsabilidades con la vivienda, que para nada se ven respaldadas por la capacidad económica de sus grupos domésticos para asumirlas.

Allí está la casa, y eso no lo niegan (incluso con la fe puesta en que más adelante se les certifique legalmente por escrito que es de ellos), pero también están las necesidades de su sostenimiento, la premura del ingreso, y, en general, la ausencia de proyectos productivos familiares. En el fondo, perciben un cierto afán administrativo que está orientado a garantizar la reparación, el cual pasa por alto o, incluso niega, los demás procesos de inclusión y restitución social al territorio que implican además de la vivienda, la apertura de nuevas oportunidades de desarrollo laboral. Para estas familias ello representa un síntoma más del divorcio entre la reubicación espacial y el restablecimiento integral, como bien lo revelan estos fragmentos de entrevistas:

«Mire las casas han sido para nosotros una bendición enorme, pero no hay suficientes garantías pues no hay trabajo y además no nos han dado un papel que diga que esto es de nosotros y de nadie más. Pero bueno no hay que ser desagradecidos ya que al menos tenemos donde dormir y resguardarnos del frío» (Desplazada-reubicada, urbanización San Francisco).

«Desafortunadamente las entidades del Estado nos trajeron, nos dieron la vivienda, pero hasta ahí quedó la ayuda» (Desplazada-reubicada, urbanización San Francisco).

Incluso, la reubicación en tanto implica algo más que el traslado, supone para estas familias un anhelo de movilidad social, «el estar mejor que antes». Dicha pretensión las va a situar en una confrontación directa con la representación Institucional, o bien por los materiales utilizados en su construcción (para los desplazados dispersos y pobres históricos - casas de madera y lona; para los albergados – casas en material), o bien por los inconvenientes surgidos en el proceso de construcción, o por la decisión de ubicarlos con otras poblaciones:

«por una parte estamos felices porque tenemos el terrenito, pero por otra parte no, porque la casa no la han hecho, está toda inconclusa y ya llevamos tres años desde que empezó su construcción; por otra parte, no estoy de acuerdo porque nos revolvieron con los de la Balastrera y nosotros los desplazados no estamos acostumbrados a vivir en revoltura» (Desplazada-reubicada, urbanización San Francisco).

Finalmente, lo que nos arrojan las entrevistas es que la llegada a la urbanización y la adquisición de la vivienda juegan un papel fundamental en el proceso de restablecimiento de sus proyectos y derechos. Sin embargo, también evidencian lo difícil que es el salto cualitativo hacia los espacios urbanos para los desplazados; y lo precario que puede resultar un proceso de reasentamiento y de restablecimiento cuando se hace bajo las racionalidades y temporalidades administrativas. Al punto, como se verá a continuación, de trascender el espacio doméstico, situando el restablecimiento en dinámicas de conflicto que van a implicar valoraciones y percepciones sobre los «otros» que conviven en la urbanización.

La construcción de representaciones en la Urbanización

En la introducción del artículo se señaló, desde Chávez y Falla (2005: 276 - 277) y otros autores, cómo la representación social cumple la función de «estructura simbólica» en tanto le permite a los sujetos dotar de sentido a su realidad, definir comportamientos y articular lazos de convivencia con otros. En nuestro caso, esa noción sirve para comprender la forma como las personas en situación de desplazamiento, al enfrentar la reubicación definitiva en la urbanización, construyen la convivencia con «otros» excluidos igual que ellos, en este caso «pobres históricos», e incluso, cómo operan las relaciones entre los mismos desplazados que tienen trayectorias biográficas muy disímiles (los albergados y los reubicados). En tal sentido, a continuación se mostrará cómo opera esa construcción simbólica del otro, y el tipo de relaciones y conflictos que se tejen en la urbanización en el marco de un proceso de restablecimiento en el que unos se consideran con más derechos y a otros se les percibe y siente ajenos y extraños.

La reubicación definitiva en la urbanización, tanto de la población desplazada como de los pobres históricos, se convierte rápidamente en un escenario de conflicto. En tal sentido, la lucha de las poblaciones desplazadas por lograr ante la administración un restablecimiento que vaya más allá del traslado físico, y el afán de los pobres históricos por acceder a mejores condiciones de vida, agudizan las contradicciones entre uno y otro sector. Estas contradicciones a su vez, son incorporadas a la vida cotidiana en la Urbanización, estructurando las relaciones, así como las imágenes y representaciones que se construyen entre los que habitan una misma vecindad y se asumen con derechos sobre ella.

Ese proceso de construcción simbólica del otro en escenarios como la urbanización engloba un aspecto importante para el caso de la persona desplazada ya que su condición se convierte en un dispositivo estratégico de reclamo o confrontación frente a la institucionalidad. Esto deriva, según se pudo constatar en las entrevistas, de un discurso de «marginalidad o vulnerabilidad especial», que a su vez es reproducido desde una visión muy cercana al enfoque de «discriminación positiva», que supone para la administración y las políticas públicas, la visibilización de la problemática, así como del sujeto de atención y del tipo de ayuda diferencial que se puede recibir, dada esa situación particular de vulneración de derechos. Este dispositivo puede ser usado por el desplazado, para acceder a recursos institucionales, movilizar la capacidad organizacional; o, incluso, para diferenciarse respecto de otros desplazados y de los pobres históricos en contextos de reasentamiento, más aún cuando lo que está en juego es el derecho a la ciudad.

Ahora bien, desde las entrevistas se logran evidenciar al menos dos representaciones sociales sobre los que habitan la urbanización. La primera, agenciada desde los albergados y los dispersos alrededor de la toma de posición de cada uno, frente al proceso de restablecimiento; y, la segunda construida desde los desplazados–reubicados sobre aquellos que no lo son, pero habitan el mismo espacio. Ambas imágenes se materializan en tipos diferenciales de vínculos. Entre los primeros hay tensiones por sus actitudes y posiciones frente a lo que significa su condición de desplazados y el papel que asumen frente a la institucionalidad, aún así se convive y se comparte el espacio y la condición con ellos. A los segundos se les evita, se les estigmatiza y segrega, con ellos no hay una condición de vulnerabilidad compartida. Veamos esto con más detalle.

En el caso de algunos desplazados dispersos se percibe como muchas familias provenientes del Albergue han terminado por aprovechar «estratégicamente» su misma condición de vulnerabilidad, al punto de «profesionalizar» su función de víctimas, solicitando ayuda y dependiendo absolutamente de la ayuda institucional.

«Hay mucho desplazado que se ha acostumbrado a vivir del sustento que le da el gobierno, se han enseñado a vivir de que todo se lo tienen que llevar a la puerta y luchan poco por conseguir lo que ellos tienen, es que ya vienen acostumbrados [desde el Albergue] pues hay muchos que les hace falta como un poquito de amor propio por ellos mismos» (Desplazado – reubicado (a) urbanización San Francisco.).

Esto último es bien llamativo ya que proviene de una entrevista sostenida con uno de los líderes de la Junta de Acción Comunal de la Urbanización, quién desde su posición de activismo comunitario y su trayectoria biográfica de desplazado disperso, asume que el desplazado debe pasar de la situación de víctima a la de «actor político» ya que ello podría garantizarles dentro de la Urbanización una mayor posibilidad de maniobra en la gestión comunitaria y en la negociación de sus intereses frente al Estado. De todas formas, esa misma imagen también la encontramos en algunas entrevistas con mujeres, para quienes la actitud del desplazado ante la Administración, no debe ser la de una persona que «espera pasivamente la ayuda», sino más bien la un sujeto con visión «emprendedora» en los procesos comunitarios.

Sin embargo, también nos encontramos con las imágenes de los desplazados provenientes del Albergue sobre los dispersos. Los primeros defienden y legitiman su posición frente al Estado, en tanto consideran que éste debe asumir su responsabilidad en la restitución total de lo que perdieron. Para ellos los dispersos terminan por «hacerle el juego al Estado», al no exigir realmente lo que les corresponde, aceptando ser partícipes con el tiempo, de una asimilación de su condición de vulnerabilidad especial, a la de pobres históricos. Esto último, sitúa de manera significativa, la discusión sobre el dilema que implica el reconocimiento de una vulnerabilidad específica o la adopción de un enfoque que garantice derechos a estas poblaciones, no por ser desplazados sino por ser simplemente ciudadanos (Cfr. Villa Martínez, 2005; Bello, 2005).

No obstante, ambas posiciones manifiestan complejos procesos de representación en los que aparecen, por una parte, las imágenes que se han encargado de reproducir los marcos normativos y las disposiciones administrativas, que como bien dice Villa (2005) nombran y leen al «otro» desplazado o bien como «víctima» o bien como «agente»; y, adicionalmente las codificaciones y transformaciones realizadas por el «desplazado» que a través de ellas y con visiones también instrumentales, nombra, interpreta y juzga su condición y la de los otros.

En cuanto a las representaciones que se construyen sobre los que no son desplazados, específicamente sobre aquellos habitantes provenientes de la Balastrera24, las entrevistas colocan al descubierto cómo el desplazado evoca al «pobre histórico» a través de un dispositivo de distinción social que le garantiza mantener y reafirmar su derecho diferencial, sobre aquel que le resulta poco familiar e incomprensible. El problema, sin embargo, es que el desplazado reubicado deriva de dicha representación, relaciones caracterizadas por la estigmatización, la supresión del diálogo y el contacto con el «otro» dentro de la misma urbanización. Lo paradójico es que si bien a estas poblaciones como «pobres históricas» les asiste también el «derecho a la ciudad», para algunos entrevistados, en la medida en que son personas con estilos de vida «poco recomendables», provenientes de lugares asumidos y reproducidos en el imaginario de la ciudad como «ollas», se les asume como peligrosos, viciosos, indeseables:

«Aquí [en la urbanización] se vive bueno excepto por los reubicados ya que de ese lado [otras manzanas] se ve mucho vicio, y la tienen contra nosotros, que porque recibimos ayudas, pero imagínese que niños metiendo marihuana y sus padres también. Eso a mí me da mucho miedo por mis hijos, es más por ese lado les tengo prohibido pasar y yo tampoco paso para allá… la verdad no me gusta vivir cerca de ellos» (Desplazada-reubicada, urbanización San Francisco).

En el fondo, esos códigos de identificación del «otro» lo que reflejan también es la ambivalencia en la construcción de tejido social en contextos donde se supone por parte de la racionalidad administrativa, se propenderá por el restablecimiento de los vínculos y la generación de lazos, pero donde realmente el proceso es truncado por la diferenciación, la clasificación, la separación. Desde luego, lo preocupante aquí es que el restablecimiento se experimente a través de la construcción y legitimación de unas liminalidades dentro de espacios marginales, con sujetos a los cuales les asisten derechos, pero donde el territorio es declarado como abierto para unos y cerrado para otros; donde unos se consideran «más» excluidos que otros, o más «decentes», o de «mejor procedencia», tal y como lo evidencia este fragmento:

«las cosas aquí [en la urbanización] no son del todo buenas, realmente me siento muy incómoda porque muchos hubiéramos querido que el barrio fuera de solo desplazados porque entre campesinos nos entendemos más» (Desplazada-reubicada, urbanización San Francisco).

Finalmente, si bien esas representaciones construidas alrededor de los desplazados y los no desplazados conllevan a la creación de unas clasificaciones y separaciones entre los habitantes de la urbanización, y al fortalecimiento de unas geografías imaginadas, no hay que negar, que desde algunas entrevistas, se descubren también las expectativas de varias familias por fortalecer los vínculos vecinales y las redes de apoyo, cualquiera que sea el vecino. Es decir, pese a los límites imaginados existe la preocupación por negociar, y no sólo negar la relación con el otro, en un espacio en el que la forma de enfrentar un restablecimiento precario es uniendo esfuerzos.

Observaciones Finales

Así como el desplazamiento forzado es una realidad que exige miradas complejas desde las ciencias sociales y la política nacional de atención, también los procesos de reubicación y restablecimiento urbano lo demandan hoy. En tal sentido el artículo ha señalado cómo la persona en situación de desplazamiento no es simplemente aquella que llega y trastorna el orden urbano; todo lo contrario, es aquella que desde su trayectoria biográfica recoloniza ciertos espacios, especialmente los marginales, de los municipios receptores, modificando también con ello los imaginarios de ciudad que se hayan o se estén construyendo.

En el caso del municipio de Tuluá, la problemática de desplazamiento forzado que el municipio comenzó a vivir desde el año de 1999, así como las estrategias de reubicación temporal y definitiva emprendidas desde el año 2000 hasta hoy, nos están revelando que las ciudades intermedias se han convertido en escenarios para la reconstrucción de proyectos de vida para algunos desplazados, pero no necesariamente de restitución o reparación completa de sus derechos violentados. En Tuluá, la reparación y reconstrucción de tejido no han concluido con el traslado de estas personas a la Urbanización San Francisco. Incluso quedan muchas familias por fuera de este beneficio, tanto desplazadas como pobres históricos. Además los procesos de reparación del tejido social se han visto seriamente afectados por las condiciones de vida actuales de los desplazados–reubicados frente a manifestaciones de exclusión social y laboral e, incluso, frente a la poca continuidad y seguimiento de los procesos de reconstrucción de tejido en la urbanización.

De otra parte, es evidente desde los datos presentados, que las exclusiones y conflictos no terminan con el desplazamiento y la llegada a las ciudades, sino que comienzan a partir de los procesos dramáticos de inserción y territorialización forzada de ciertas zonas, marcadas continuamente por la marginalidad de las poblaciones, cuya expresión más sentida es la confinación, para muchos, de la vida y de sus sueños, primero en los cambuches de un Albergue y luego, en una urbanización. En ambos, sin embargo, numerosas familias comenzarán un proceso de agenciamiento caracterizado por una carrera contra el tiempo, que es a la vez el tiempo de sus hijos y en general el de sus proyectos familiares, por construir procesos de identificación y restablecimiento de sus derechos, como ciudadanos.

Finalmente, la inserción en la Urbanización, así como la búsqueda de reconstrucción del tejido social en un espacio de reasentamiento definitivo son asuntos complejos que trascienden las visiones administrativas. Uno de esos aspectos a tener en cuenta como parte de la política pública de atención de la problemática en el municipio, es precisamente el que coloca en situación de competencia a muchos excluidos, los cuales pretenden restablecer sus proyectos individuales y familiares en ciudades que ofrecen algo de empleo, de subsidios, de oportunidades, pero lamentablemente no con condiciones de equidad para todos.

 


1 Este artículo analiza algunos de los resultados cualitativos obtenidos en el Proyecto de Investigación «Impacto del Desplazamiento forzado y los procesos de reubicación en el tejido social y las dinámicas familiares de un grupo de familias reasentadas en la Urbanización San Francisco del Municipio de Tuluá en el período 2003-2005». Se realizó en el grupo de Investigación Salud y Sociedad de la Facultad de Salud de la Unidad Central del Valle. Agradezco a los jefes (as) de hogar que colaboraron con información sobre su situación dentro de El Albergue, donde se realizaron diecinueve (19) entrevistas en profundidad, y en la Urbanización, donde se realizaron ocho (8) entrevistas y se ampliaron datos de las realizadas en el Albergue. Las entrevistas se realizaron entre noviembre de 2003 y octubre de 2004 y entre octubre y diciembre de 2005. En ellas se indagó básicamente por trayectorias familiares, proceso de desplazamiento, inserción laboral y educativa en la ciudad, movilidad residencial, percepción del proceso de reubicación, recomposición del tejido familiar, e imágenes sobre otros desplazados y otras poblaciones en condición de vulnerabilidad (pobres históricos).

2 CEC: Conferencia Episcopal Colombiana.

3 CODHES: Consultoría para los derechos humanos y el desplazamiento.

4 Muchos autores e informes así lo demuestran, entre ellos, Conferencia Episcopal Colombia (1995); CEC y CODHES (2006); Lozano y Osorio (1999); Palacio (2004); Pecaut (2001); Pérez (2002); PNUD (2003).

5 Se entiende por «trayectoria biográfica» el conjunto de itinerarios y eventos biográficos más significativos que un individuo y su familia experimentan a través del proceso de desplazamiento y la inserción en los espacios urbanos. A partir de ella se asume que los desplazamientos no son únicamente físicos, sino socialmente significativos tanto en la esfera familiar, como en la ocupacional, la educativa, la territorial, etc. Cfr. Jaramillo (2003).

6 Destacan, entre otros, los trabajos de Bello (2004a, 2004b, 2005); Cifuentes (2004); Meertens (1999,2004); Osorio (2004); Palacios (2004); Molano (2001);Naranjo (2004); Chávez y Falla (2004, 2005); Jiménez et al. (s.f.).

7 Personas que llegaron al municipio desplazados de sus zonas de origen por grupos armados, pero cuya inserción la hicieron de forma individual – gota a gota - o escalonadamente donde amigos o parientes. Algunos vivieron en albergues, pero decidieron luego vivir en arriendo en distintos barrios de la ciudad.

8 Es necesario aclarar aquí que la administración municipal y en general las poblaciones desplazadas nombraban a estas personas al momento de la llegada a la Urbanización San Francisco como «reubicadas», así se les conocía y se les diferenciaba de las desplazadas. De todas formas, consideramos que el término estaba mal utilizado por cuanto personas en situación de desplazamiento y pobres históricas al ser beneficiarias del proyecto de vivienda fueron reubicadas igualmente. De otra parte, el término «pobres históricos» ha sido criticado en su acepción por analistas como Fernando Medellín, ya que no explica completamente la lógica de las exclusiones urbanas. Cfr. Defensoría del Pueblo (2004). De todas formas consideramos que es el término apropiado para dar cuenta de las marginalidades estructurales en la conformación de las ciudades modernas.

9 En la política pública de atención integral a PSD se reconoce el derecho a que se le restablezca y reparen las condiciones de vida a las poblaciones vulneradas, a través de procesos de reubicación o retorno y la generación de diversas estrategias integrales de estabilización socioeconómica. Aquí nos interesa una parte de esta reparación, específicamente la relacionada con los programas y proyectos de vivienda. No obstante, veremos más adelante que ello implica enlazar otras estrategias integrales de reparación como la generación de ingreso, el fortalecimiento del tejido social, etc, elementos que siguen siendo el talón de Aquiles de la política nacional.

10 Sobre el concepto de representaciones sociales han sido útiles en nuestro caso los trabajos de Doise, Clemente y Lorenzi (2005), Duveen y Lloyd (2003) y Chávez y Falla (2005).

11 La agrupación declara «oficialmente» su desmovilización el 18 de diciembre de 2004. No obstante, ONG´s han denunciado su nuevo accionar, al parecer con el rearme a través de desertores de las guerrillas, ex - integrantes de otros bloques de las AUC y nuevos reclutados, con el objetivo de recuperar el control de la región. Cfr. UN. 2006. «Informe de la Sala de Situación Humanitaria». http://www.colombiassh.org (27 abril 2006).

12 Diario El País. Cali. Agosto 1, 5, 6 de 1999.

13 Diario El País. Cali, Septiembre 16 y 30 de 1999.

14 Uno de estos episodios de retorno ocurre en septiembre de 2001, cuando 30 familias retornan hacia Monteloro, Puerto Frazadas, Barragán y otros corregimientos. Cerca de 100 familias se reubicarán en ciudades capitales. Cfr. Diario El País. Cali. Septiembre 15 de 2001.

15 Entre 1999 y 2001, la zona rural del municipio disminuye su población en un 15%, es decir, uno de cada seis habitantes se desplaza hacia el casco urbano, siendo la tasa más alta registrada para el Valle (Cfr. Salcedo, 2002). En el año 2000 el municipio ocupará el segundo puesto a nivel del Departamento en recepción de desplazamientos individuales, con 825 hogares (equivalentes a 3.550 personas) y el puesto número veinte a nivel nacional.

16 Diario El País. Cali. Mayo 20 de 2002.

17 Este sector del municipio inicialmente era considerado como zona rural, pero a inicios de los años noventa fue incorporado al perímetro urbano. Rápidamente el sector experimentó un incremento de asentamientos humanos sin ningún control y con algunos problemas de saneamiento básico como falta de redes de acueducto y alcantarillado y debilidades en infraestructura vial. Sin embargo, la zona cuenta hoy con equipamientos educativos, recreativos y de salud importantes. Es en esta zona donde se ubicó el lote para la construcción del proyecto de vivienda San Francisco. El lote fue adquirido por el Municipio en $189 millones. En el proceso de construcción, la Alcaldía entregó en total $642.200.000 representados en la compra del terreno y obras de infraestructura básica. La Red de Solidaridad, aportó $234 millones para obras de acueducto y alcantarillado. A su vez, USAID (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) con presencia en Colombia desde el año 2000, contribuyó con un hogar infantil y con $165 millones para la construcción de las viviendas de los desplazados del albergue. Por su parte, la OIM aportó $150 millones, para los pobres históricos, con el fin de construir una unidad básica de vivienda (en madera) y un espacio para parcela. Organismos como CHF (Comunidad, Hábitat y Finanzas) contribuyeron con dinero para las viviendas de los desplazados dispersos.

18 Diario El País. Cali. Julio 31 de 2004.

19 La entrega de estos subsidios sería posible luego de meses de espera, tensiones entre los pobladores y un enorme manto de duda sobre la gestión institucional. Las tensiones se presentaron entre familias del Albergue a las cuales se les construyó casa en material con una habitación con la población dispersa y pobre histórica a la cual se les otorgó viviendas en lona. Los tipos de construcción de todas formas tenían que ver en parte con el monto de las donaciones de las entidades de Cooperación.

20 Omitimos específicamente, por confidencialidad de nuestros informantes, quien o quiénes son los autores del relato.

21 Definimos aquí el derecho a la ciudad a partir de la Carta mundial del derecho a la ciudad, plataforma que se viene discutiendo desde el Primer Foro Mundial Social realizado en Porto Alegre, Brasil, 2001. Allí se concibe como «el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad y justicia social, se entiende como un derecho colectivo de los habitantes de las ciudades, en especial de los grupos vulnerables y desfavorecidos, que les confiere la legitimidad de acción y de organización, basado en sus usos y costumbres, con el objetivo de alcanzar el pleno ejercicio del derecho a un patrón de vida adecuado». http://www.choike.org/nuevo/informes/2130.html (22 septiembre 2006).

22 Entre ellos, Bello (2005); CEC y CODHES (2006); Forero (2004); Naranjo (2004); Romero (2006); Vidal (2004) y Villa (2005).

23 De todas formas aunque reconocemos que Colombia es uno de los pocos países en el mundo que cuenta con una ley específica para la protección y atención integral a la población en situación de desplazamiento: la ley 387 de 1997, así como reglamentaciones posteriores (Decreto 2569 de 2000, Ley 589 de 2000), Planes de Atención Integral a nivel nacional (Decreto 173 de 1998; Decreto 250 de 2005), documentos Conpes (2924 de 1997, 3057 de 1999, 3115 de 2001, 3218 de 2003, 3400 de 2005), marcos interpretativos generados desde la Corte Constitucional ( Sentencia T-602 de 2003; Sentencia T-025 de 2004), lo que estamos cuestionando aquí es el carácter restringido de representación de la política de atención y la generación de discursos que no se corresponden muchas veces con la realidad específica de las poblaciones. Más aún cuando lo que está en juego son categorías tan complejas como las de integralidad, reparación, restitución y restablecimiento de los derechos vulnerados

24 Franja poblacional ubicada al margen de la carrilera en el corregimiento de Campoalegre – Tuluá. Un grupo de familias habitantes allí resultó beneficiario del proyecto en la Urbanización. El trabajo de campo no incluyó entrevistas con esta población.


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