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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.62 Bogotá July/Dec. 2006

 

De Jack el Destripador al síndrome de Scarface -Representaciones Sociales, «Real T.V» y Tele-fisiognómica-

From Jack the Ripper to the Scarface Syndrome – Social Representations, “Real T.V.” and “Tele-Physionomics”

Fernando Rivera

Universidad Nacional de Colombia1 fariverab@unal.edu.co

Recibido: 09 de junio de 2006 Aceptado: 03 de agosto de 2006

 


Resumen

El artículo explora las características de la tele-fisiognómica a partir de la teoría de las representaciones sociales entendidas como registros de cognición social, de las estructuras de tecno-mitificación, de la topología de los textos culturales, de las gramáticas y dinámicas de espectacularización mediática, y de las modalizaciones inscritas en el cuadrado semiótico, rastreando las formas y lógicas de la tele-construcción de identidades corporales, relacionando la yuxtaposición de juicios éticos, estéticos, formales y tímicos a propósito de los tele-concursos de «cirugía plástica».

Palabras clave: Representaciones sociales, tele-fisiognómica; espectacularización mediática.

 


Abstract

This article explores the characteristics of tele-physionomics based on the theory of social representations understood as registers of social cognition, structures of techno-mystification, topology of cultural texts, grammars and dynamics of media spcectacularization. It analyzes the modalizations inscribed in the semiotic quadrant, touching on the forms and logics of the tele-construction of bodily identities, relating the juxtaposition of ethical, aesthetic, formal and thymic considerations in televised plastic surgery contests.

Key words: Social representations, tele-physionomics, media spectacularization.

 


«¿Qué es lo que se oculta detrás de este mundo embrutecido?
¿Otra forma de inteligencia, o una lobotomía definitiva?»
(Baudrillard, 1996:175).

Las representaciones sociales

Son múltiples las huellas del concepto de representación social que se pueden rastrear en la Sociología, la Antropología, la Historia y la psicología. Ya desde Las Reglas del Método Sociológico (1895), Emile Durkheim dibujó las fronteras de la psicología colectiva al definir los fenómenos sociales objetivamente, como «cosas» o «hechos sociales», independientes de la voluntad o intención individual: «son maneras de hacer o de pensar, y son reconocibles por la particularidad de que son susceptibles de ejercer sobre las conciencias individuales una influencia coercitiva» (Durkheim, 1999:26).

La recurrencia de estos fenómenos, formuló, es una regularidad estructural expresada en normas sobre las que se basa el orden social; y trátese de ideas, rituales o protocolos, los hechos sociales son representaciones (yuxtaposiciones de sentimientos y razones) que dibujan la «conciencia colectiva» y se corporizan en símbolos (emblemas, banderas, ritos, etc.) que perpetúan el orden social. «Las formas colectivas de obrar o pensar tienen una realidad exterior a los individuos que, en cada momento concreto, se adaptan a ella. Son cosas que tienen su existencia propia. El individuo las encuentra completamente formadas y no puede hacer que no sean o que sean de otra manera» (Durkheim, 1999:28).

Desde la misma óptica, Marcel Mauss (Ensayo sobre el don) interpreta el «hecho social total» en cuanto interdependencia de lo individual y lo grupal, buscando el sentido subterráneo de lo colectivo en la esfera simbólica y en los procesos de comunicación. Como dice Jean Cazenueve, refiriéndose a la lectura que hace Mauss de las relaciones entre el «temperamento de cada sociedad» y su relación con los «momentos de la vida social»: «Es necesario, por otra parte, en las relaciones entre fenómenos sociales generales y la vida psicológica, considerar que existen, por un lado, hechos de psicología individual de origen colectivo, como por ejemplo los elementos imaginarios e intelectuales de orden simbólico; y, por otro, hechos de psicología colectiva de origen individual, como las invenciones, la formación de lideres, ciertos estados gregarios» (Cazeneuve, 1970:27).

Esta coercitividad del hecho social permea, en primera instancia, la interacción comunicativa y se expresa en la «Lengua», definida por Saussurre en términos de institución social («la parte social del lenguaje»), como perteneciente a la esfera determinativa de lo colectivo sobre lo individual y entendida en cuanto operación mental, lo que supone la inclusión de la «semiología», encargada del estudio de lo signos y los sistemas de significación, en el marco analítico de la psicología general: «Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social. Tal ciencia sería parte de la Psicología social» (Saussurre, 1989:60).

Es este sentido subterráneo o «profundo» de lo social el que enfoca Lévi-Strauss (Lenguaje y Sociedad), al definir la cultura en tanto artefacto comunicativo transmitido inconscientemente y configurado por una estructura lógica de oposiciones y correlaciones, constitutiva de taxonomías referenciales (Lévi-Strauss, 1977:52). «El lenguaje aparece también como condición de la cultura en la medida en que ésta posee una arquitectura similar a la del lenguaje. Una y otra se edifican por medio de oposiciones y correlaciones, es decir, de relaciones lógicas. De tal manera que el lenguaje puede ser considerado como los cimientos destinados a recibir las estructuras que corresponden a la cultura en sus distintos aspectos» (Lévi-Strauss, 1977: 63).

En una perspectiva histórica, y como respuesta a la historia política -enfocada más en lo individual que en lo social-, hacia 1900 Karl Lamprecht propone una historia cultural definida como la expresión socio-psicológica del «pueblo»2; contexto en el que Henri Berr (Revue de Synthese Historique), traza una nueva frontera de investigación: la Psicología Histórica o Colectiva.

Por su parte Johan Huizinga, en el Otoño de la Edad Media (1919), estudiaba las actitudes colectivas, la historia de los sentimientos y las formas de pensamiento (influido por la Psicología social de Wilhelm Wundt, su maestro), formulando, en su conferencia de Utrecht de 1926, la tarea de la historia cultural: «estudiar las figuras, motivos, temas, símbolos, conceptos, ideales, estilos y sentimientos» (Burke, 2000:233).

De otro lado, Lucien Febvre y March Bloch -investigadores emblemáticos de la «nueva historia», y fundadores de Annales d’histoire économique et sociale3-, perfilan los contornos de la «Psicología histórica», abordando la Psicología de las creencias. Febvre, enfatiza en el entorno, al desarrollar una visión probabilística de la «geografía histórica», proponiendo el concepto de outillage mental (aparato conceptual o equipo mental)4 (La civilización cotidiana, El Problema de la Incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais). Bloch, por su parte, aplica el método «retrogresivo»5 que relaciona comparativamente «hechos sociales» y «representaciones colectivas»6, las que entiende como modos de sentimiento y de pensamiento, implementando la matriz de su «psicología histórica» con las categorías de conciencia colectiva, memoria colectiva o representación colectiva [Los Reyes Taumaturgos; La Sociedad feudal]. Pero corresponde a Georges Lefebvre proponer el enunciado de historia de las mentalidades colectivas, a partir de su estudio de la lógica de las acciones de las masas, en El Gran Terror de 1789.

Las mentalidades colectivas

Relacionando la conciencia y el pensamiento a partir de esquemas representativos, internalizados y condicionantes, que operan como repertorio referencial de representaciones y sistemas de valores, el enfoque socio-estructural de corte Durkheimiano influirá también en las investigaciones de la tercera generación de Annales (lo cuantitativo en el tercer nivel), entre las que se puede señalar en primer lugar, la lectura de la mediación de las «estructuras mentales», de Jacques Le Goff (Tiempo de los mercaderes y tiempo de la Iglesia en la Edad Media, El Purgatorio), quien define la mentalidad de un individuo como un referente inconsciente y compartido por otros individuos de su misma época: «el nivel de la historia de las mentalidades es el de lo cotidiano y automático, es lo que escapa a los sujetos individuales de la historia al ser revelador del contenido impersonal de su pensamiento» (Chartier, 1992:23); en segundo lugar, la historia de las ideologías, de la reproducción cultural y de la imaginación social, desde la perspectiva de Georges Duby (Los tres órdenes); en tercer lugar, la identificación de la historia de las mentalidades con la psicología histórica y la historia intelectual, de R. Mandrou (La cultura popular en los siglos XVII y XVIII), para quien la noción de mentalidad abarca «tanto aquello que se concibe como lo que se siente, tanto el campo intelectual como el afectivo» (Chartier, 1992:23); en cuarto lugar, la propuesta de Dupront (1969. Congreso internacional de ciencias históricas) de una historia de la «Psicología Colectiva» -lo mental colectivo- que cubra la historia de los valores, las mentalidades, las formas, lo simbólico, los mitos, a partir del concepto de «ideas-fuerza», que resume y circunscribe los rasgos generales de las fuerzas colectivas que determinan una época específica. «Allí desemboca la tradición de Annales, tanto en la caracterización fundamentalmente psicológica de la mentalidad colectiva como en la redefinición de aquello que debe ser la historia de las ideas reconvertida en una exploración de conjunto de lo mental colectivo» (Chartier, 1992:23-24).

Esta nueva óptica discrimina categorías psicológicas esenciales, que tienen que ver con la circulación de modelos espacio-temporales, con las percepciones sociales y la producción de lo imaginario, como se rebautizó al repertorio de «representaciones colectivas». Se trata, en otras palabras, de la valoración de ideas-motrices que fundamentan psicológicamente la mentalidad colectiva, y de su carácter automático y repetitivo, susceptible de cuantificación.

Frente al concepto de las mentalidades como un «tercer nivel», Roger Chartier y Jacques Revel han reaccionado argumentando que las relaciones económicas y sociales son ellas mismas campos de práctica y producción cultural que no se pueden explicar con referencia a experiencias extraculturales. «La relación así establecida no es una dependencia de las estructuras mentales de sus determinaciones materiales. La representación del mundo social es ella misma constitutiva de la realidad social» (Hunt, 1988:7).

Así, se pueden definir varios rasgos distintivos de la «historia de las mentalidades»: su preocupación por las actitudes colectivas, el «pensamiento cotidiano», la «razón práctica», y particularmente por la estructura de las creencias, además de su contenido. Para la tradición francesa la mentalité es colectiva en el sentido de que es compartida. «Para los franceses (y aquí me atrevo a sentir empatía con ellos), es igualmente evidente que el término “mentalité” no se utiliza para describir una cosa o una fuerza, sino para caracterizar la relación entre creencias, que es lo que las convierte en un sistema. Las creencias son “colectivas” sólo en el sentido de que son compartidas por individuos, no de que estén fuera de ellos» (Burke, 2000:216). Igualmente, estos rasgos diferencian la «historia de las mentalidades» (que tratan los sistemas de creencias como si fueran relativamente autónomos e independientes), de la «historia de las ideologías», que considera el pensamiento como configurado por las fuerzas sociales, enfatizando en los artificios mediante los que se determina cierta concepción del mundo.

A principios de los ochenta Michel Vovelle, centrado en la historia de las creencias, propone la interacción dialéctica de los dos vectores analíticos, las condiciones objetivas de la vida y su expresión vivencial y narrativa. «En este nivel, se esfuman las contradicciones entre las dos redes de nociones cuyos aspectos se han confrontado: ideología por una parte, mentalidades por la otra. La prospección de las mentalidades, lejos de ser un camino mistificador, se convierte en una ampliación esencial del campo de investigación. No como un territorio extranjero, exótico, sino como la prolongación natural y el punto final de toda historia social» (Vovelle, 1985:19).

Imaginarios y Cosmovisiones

A partir de los sesenta el concepto de mentalidades es reemplazado por el de «representaciones» e «imaginario colectivo» (‘l’imaginaire social’), y buscará explicar el cambio en los sistemas de mentalidades como efecto de tensiones de intereses, esto es, pertinente a la relación de las creencias con la sociedad. «Los conflictos de intereses hacen lo inconsciente consciente y lo implícito explícito, conduciendo así al cambio» (Burke, 2000:223). Además, el término de representación se enfocará en el análisis de categorías, esquemas, fórmulas, estereotipos y paradigmas, esto es, pertinente a la relación de las creencias entre sí. «Las categorías y esquemas son formas de estructurar el pensamiento. Sin embargo, no son neutrales. Pueden estar asociados con intereses, con el intento de un grupo de controlar los demás, como han sugerido los sociólogos que desarrollaron la “teoría del etiquetamiento”. Califica a alguien de bruja y puedes quemarla. Es esencial que una historia de las mentalidades reformada o reformulada combine ambos enfoques» (Burke, 2000:229-230).

Estas tendencias analíticas focalizan las estructuras mentales de una época dada, reguladas por las «evoluciones socio-económicas que organizan tanto las construcciones intelectuales como las producciones artísticas, tanto las prácticas colectivas como las ideas filosóficas» (Chartier, 1992:18). De tal manera se plantea el entrecruzamiento de soportes lingüísticos, conceptuales y afectivos, reguladores de las formas de pensamiento, y diferenciadores de las mentalidades de los grupos sociales. En otras palabras, la interpretación de los sistemas de creencias, valores y representaciones, característicos de una época o de un grupo, en un momento histórico determinado.

Paralelamente a la óptica de Febvre, pero sin mutuas influencias, Erwin Panofsky –en el terreno de la historiografía artística-, elabora los conceptos de costumbres mentales o habitus, y de fuerza forjadora de costumbres (habit-forming force) que permiten capturar el espíritu de la época (Zeitgeist), por ser un conjunto de esquemas inconscientes y de principios interiorizados que otorgan unidad a las modalidades de pensamiento de una época determinada; enfatizando en la importancia del llamado motivo precursor (tan caro a la «historia de las ideas»), y en la explicación de convergencias en la producción intelectual o artística desde la perspectiva de las «imitaciones» y las «influencias» (categorías básicas de la «historia intelectual»). Así, el núcleo central del análisis de Panofsky, dice Chartier, son «los mecanismos por los cuales unas categorías fundamentales de pensamiento se convierten, dentro de un grupo concreto de agentes sociales, en esquemas interiorizados inconscientemente, estructurando todos los pensamientos o acciones particulares» (Chartier, 1992:22).

Lucien Goldmann también reformula las relaciones entre los pensamientos y lo social, a través del conjunto de visión del mundo, entendido como tejido de aspiraciones, sentimientos e ideas alrededor de las cuales se articula un grupo determinado. «Hemos dicho que esta estructuración interna de las grandes obras filosóficas, literarias y artísticas viene del hecho de que expresan, al nivel de una coherencia muy avanzada, actitudes globales del hombre ante los problemas fundamentales que plantean las relaciones interhumanas y las relaciones entre los hombres y la naturaleza, actitudes globales (las hemos llamado “visiones del mundo”)...la actualización de ésta o aquella visión del mundo en ciertas épocas precisas resulta de la situación concreta en la que se encuentran los diferentes grupos humanos en el curso de la historia» (Goldman, 1968:64).

Pero, simultáneamente, el concepto de «visión del mundo» posibilita la articulación de la significación inmanente de los sistemas ideológicos, y de los contextos socio-políticos que llevan a un grupo o clase, en un momento específico, a compartir conscientemente, o no, tal tramado ideológico.

«La identificación de estereotipos, fórmulas, lugares comunes y temas recurrentes en los textos, imágenes y representaciones, así como el estudio de su transformación, se han convertido en una parte importante de la historia cultural» (Burke, 2000:237-238).

La Cognición social

A partir de los aportes en Psicología social de Moscovici, Abric y Jodelet, entre otros, el estudio de las representaciones sociales ha constituido una adecuada herramienta para abordar los mecanismos socio-cognitivos que intervienen en el pensamiento social, determinando «la actividad mental desplegada por individuos y grupos con el objetivo de fijar su posición en relación con situaciones, acontecimientos, objetos y comunicaciones que les conciernen» (Jodelet, 1986:473).

En primera instancia, tales representaciones pueden definirse como formas de conocimiento social, condensadas en categorías de «sentido común» (esquema cognitivo socialmente caracterizado), e instrumentalizadas con dos propósitos: por un lado, regular identidades y posiciones sociales; por otro lado, definir programas conductuales derivados o concomitantes. Comprometen, entonces, lo que Berger y Lukmann llaman la «construcción social de la realidad».

En segunda instancia, son variantes del conocimiento práctico que se inscriben y resuelven en circuitos comunicativos, determinando la comprensión y control del entorno social, lo cual, a su vez, determina la sintaxis de sus contenidos, de las operaciones mentales que compromete y de los procesos lógicos que desarrolla.

En cuanto densidad significante la representación está caracterizada, como todo signo, por una dialéctica sustitutiva y manifestativa. En un sentido, está «en lugar de» algo; en otro sentido, re-presenta, «hace presente» algo en la mente de alguien. Además, toda representación social es inter-referencial: configura y determina un referente específico (aquello que se representa), pero también «es la representación social de un sujeto (individuo, familia, grupo, clase, etc.), en relación con otro sujeto» (Jodelet, 1986:475).

La gramática configurativa de las representaciones sociales manifiesta dos procesos matriciales: la objetivación y el anclaje.

La objetivación consiste en la traducción estructurante de conceptos a un soporte perceptual. «La representación permite intercambiar percepción y concepto. Al poner en imágenes las nociones abstractas, da una textura material a las ideas, hace corresponder cosas con palabras, da cuerpo a esquemas conceptuales» (Jodelet, 1986: 476).

La objetivización implica, primero, la selección y descontextualización de los elementos constitutivos de lo representado; y segundo, su esquematización estructurante a través de un núcleo figurativo que traduce la estructura conceptual en que consiste lo representado, y lo «naturaliza», dotándolo de «realidad» perceptual (Moscivici, 1976). Esta esquematización estructurante tiene una finalidad social, es una construcción selectiva subordinada a valores sociales. «Un juego de enmascaramiento y de acentuación de los elementos que constituyen el objeto de la representación produce una visión de ese objeto marcada por una distorsión significante (...) un conocimiento elaborado para servir a las necesidades, valores e intereses del grupo». De tal manera, tres factores convierten a las representaciones sociales en «encuadramientos» perceptivos y valorativos que cualifican la «realidad» socialmente construida: la relativa estabilidad de un núcleo figurativo, su espacialización, y su materialización perceptual (Jodelet, 1986:484-486).

Y son precisamente estos rasgos los soportes de la función de anclaje de las representaciones sociales, a partir del significado y utilidad que se les atribuye, consistente en su asimilación y transformación al interior de un campo de conocimientos socialmente sancionado: la «integración cognitiva del objeto representado dentro del sistema de pensamiento preexistente» (Jodelet, 1986:486).

El proceso de anclaje articula las tres funciones básicas de la representación: cognitiva o integradora de la novedad; interpretativa de la realidad; y orientadora de las conductas y las relaciones sociales, o pragmática.

Al conferir significado al objeto representado, las representaciones yuxtaponen una jerarquización valorativa que no sólo cualifica lo referido, sino que articula rasgos de pertenencia al referenciar sistemas de pensamiento y colectividades interrelacionadas con ellos, mediante una matriz de significados que las posiciona socialmente y las evalúa como hecho social, asociándolas con ciertos grupos, expresando relaciones intergrupales, y configurando sistemas de valores o contravalores... «El grupo expresa sus contornos y su identidad a través del sentido que confiere a su representación» (Jodelet, 1986:486).

En otras palabras, las representaciones sociales proyectan y se proyectan en eventos y procesos colectivos y precisamente por ello, la categorización social en que consisten es axiológica por definición, evaluativa y valorativa (Moscovici, 2001), y se concreta en la formación de «estereotipos» de carácter histórico y sociopolítico (Agoustinos y Walker, 1995).

Además, las representaciones sociales son configuraciones estructurales que jerarquizan elementos periféricos alrededor de un núcleo articulador cuya doble función social y cognitiva –inscriptor de identidad y referencia colectiva- (Abric, 1993), permite inferir las relaciones sociales de distribución y poder presentes en la interacción comunicativa caracterizada ideológicamente, es decir, como legitimación de estructuras socio-políticas y manifestación discursiva de una lucha y un poder simbólico expresado en una gramática oculta/implícita específica.

Es decir, las representaciones son herramientas de lo que llama Bourdieu, distinción simbólica, al conectar campos, o estructuras posicionales socio-económicas, con hábitus o categorías y registros perceptuales, simbólicos, interpretativos y conductuales específicos. «El habitus es a la vez, en efecto, el principio generador de prácticas objetivamente enclasables y el sistema de enclasamiento (principiumn divisionis) de esas prácticas. Es en la relación entre las dos capacidades que definen el habitus –la capacidad de producir una prácticas y unas obras enclasables y la capacidad de diferenciar y de apreciar estas prácticas y estos productos (gusto) -donde se constituye el mundo social representado, esto es, el espacio de los estilos de vida (...) estructura estructurante, que organiza las prácticas y la percepción del mundo social, el habitus es también estructura estructurada: el principio de división en clases lógicas que organiza la percepción del mundo social es a su vez producto de la incorporación de la división de clases sociales» (Bourdieu-Wacquant, 1995:169-170).

En ese sentido, en las representaciones sociales convergen capitales sociales, económicos, culturales (o informacionales, que pueden estar incorporados, objetivados o institucionalizados), y simbólicos, «que es la modalidad adoptada por una u otra de dichas especies cuando es captada a través de las categorías de percepción que reconocen su lógica específica (...) que desconocen el carácter arbitrario de su posesión y acumulación (...) El capital social es la suma de los recursos, actuales o potenciales, correspondientes a un individuo o grupo, en virtud de que estos poseen una red duradera de relaciones, conocimientos y reconocimientos mutuos más o menos institucionalizados, esto es, la suma de los capitales y poderes que semejante red permite movilizar» (Bourdieu-Wacquant, 1995:81-81).

De tal manera, la función de anclaje también permite a las representaciones instrumentalizar el saber al configurar sistemas de interpretación del mundo social, y marcos e instrumentos de conducta, «los elementos de la representación no sólo expresan relaciones sociales, sino que también contribuyen a constituirlas» (Jodelet, 1986:487). Esta dimensión pragmática de las representaciones, en tanto reguladoras conductuales, puede leerse como una bitácora prescriptiva, un «programa narrativo», esto es, una implícita reglamentación interpretativa o guía de lectura que, a partir de una «generalización funcional», estatuye una teoría referencial de la realidad social, un sistema de interpretación de carácter taxonómico y pragmático: la relación señalada por Abric entre las representaciones sociales y las conductas que inducen (Abric, 1976). «El sistema de interpretación tiene una función de mediación entre el individuo y su medio, así como entre los miembros de un mismo grupo. Capaz de resolver y expresar problemas comunes, transformado en código, en lenguaje común, este sistema servirá para clasificar a los individuos y los acontecimientos, para constituir tipos respecto a los cuales se evaluará o clasificará a los otros individuos y a los otros grupos. Se convierte en instrumento de referencia que permite comunicar en el mismo lenguaje y, por consiguiente, influenciar» (Jodelet, 1986:488).

El anclaje tiene igualmente una función integradora, asimila la «novedad», familiariza lo extraño, inscribiéndolo en un sistema de representación preexistente, que manifiesta lo que Moscovici (1982) llama la «polifasia cognitiva» de las representaciones sociales, esto es, su oscilación entre la transformación y el estatismo, el ser dinámicas y permanentes, aunque al final prevalezcan las estructuras antecedentes, lo conocido. Este sistema de representación pre-existente se puede leer como la enciclopedia del sujeto, individual y social, el repertorio registrado de todas las interpretaciones, concebible objetivamente como la biblioteca de las bibliotecas. «Todo intérprete que deba interpretar un texto no está obligado a conocer la enciclopedia completa sino sólo el fragmento de enciclopedia necesario para la comprensión de dicho texto (...) la enciclopedia es una hipótesis regulativa sobre cuya base –en la interpretación de un texto (ya se trate de una conversación en una esquina o de la Biblia)- el destinatario decide construir un fragmento de enciclopedia concreta que le permita asignar al texto o al emisor una serie de competencias semánticas» (Eco, 1995:133).

La «familiarización de lo extraño», caracterizada por una lógica oposicional, compromete categorizaciones, etiquetajes, redes clasificatorias y denominativas articuladas por lógicas concretas y sistemas interpretativos.«Nombrar, comparar, asimilar o clasificar supone siempre un juicio que revela algo de la teoría que uno se hace del objeto clasificado. En la base de toda categorización, un sustrato representativo sirve de presuposición» (Jodelet, 1986:492).

Este sustrato representativo funciona como un tipo referencial o prototipo, un «miembro de una categoría, que se convierte en una especie de modelo para reconocer a otros miembros que comparten con él algunas propiedades que se consideran sobresalientes» (Eco, 1999:226-227), consistente en una matriz icónica de rasgos cualificativos (inscritos y prescritos socialmente) con respecto a los cuales el nuevo objeto es valorado positiva o negativamente. «Al permitir una rápida evaluación de las informaciones disponibles, el anclaje autoriza así conclusiones rápidas sobre la conformidad y la desviación con respecto al modelo. Procede por un razonamiento en el que la conclusión ha sido planteada de antemano y ofrece al objeto clasificado una matriz de identidad en la cual puede quedar fijo» (Jodelete, 1986:492). Tal valoración positiva o negativa está determinada por registros de expectativas y coacciones que reiteran los rasgos previamente asignados al prototipo. «De esta forma el anclaje garantiza la relación entre la función cognitiva básica de la representación y su función social. Además, proporcionará a la objetivación sus elementos gráficos en forma de preconstrucciones, a fin de elaborar nuevas representaciones» (Jodelete, 1986:492-493).

En ese sentido, es necesario diferenciar entre varias interpretaciones de la dinámica reproductiva. Primero, el prototipo en tanto «modelo-tipo», tomado como espécimen referencial «ideal» cuyas propiedades sirven para identificar su relación con un nuevo objeto, lo que implica la referencia a un menor número de rasgos compartidos, los considerados «característicos», los «rasgos no tachables» necesarios para asignar su pertenencia. Segundo, el estereotipo, entendido como un esquema o haz de rasgos de «valor medio» (Violi, 1997), esto es, un modelo correspondiente ya no a un tipo ideal sino a un tipo promedio (lo que implica una mayor cantidad de rasgos referenciales seleccionados), configurado por causas e intenciones sociales, y con ello normativas. Tercero, el prototipo definido como una serie de requisitos proposicionales para predicar la pertenencia a una categoría. (Eco, 1999:227-228).

En la tercera fase de su investigación, Eleanor Rosch (1978:174) propone que el prototipo no es ni el miembro de una categoría, ni una estructura mental precisa, sino la dinámica de una hipótesis que desarrolla juicios sobre grados de prototipicidad, o acumulación de rasgos cualitativos. «Qué significa grado de prototipicidad? Se obtendría una identificación de prototipicidad cuando al miembro de una categoría se le asigna el mayor número de atributos que tiene en común con los demás miembros de la categoría» (Eco, 1999: 230).

Mitos

Frente a la entonces llamada desacralización del mundo occidental, ya desde los sesenta Gillo Dorfles (Nuevos mitos, nuevos ritos) planteaba la emergencia de nuevas morfologías míticas y nuevos procesos «mitagógicos» en la sociedad contemporánea que, aunque cumplían su misma función, reemplazaban las desvanecidas dinámicas de los mitos tradicionales, definidos por Mircea Eliade como el relato de una historia sagrada acontecida en «un lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos» (Eliade, 1968:18).

Los mitos actuales consistirían, entre otras cosas, en representaciones sociales manifiestas tanto en el mundo de los sueños y la memoria colectiva, como en los procesos sociales repetitivos, las experiencias cotidianas, las dinámicas de consumo y particularmente las iconósferas, como llamara Gilbert Cohen-Séat7 al entorno imaginístico derivado de las innovaciones tecno-visuales y mediáticas a partir de la socialización cinematográfica. Una iconósfera articulada por la estrategia de la seducción y la lógica publicitaria. «No obstante la vigencia de la propaganda, el espacio propio por donde se desenvuelve hoy más cómodamente el mundo de las representaciones colectivas, de los imaginarios sociales, es en la publicidad. Es el ámbito por donde circulan más libre y descaradamente los mitos» (Sánchez Prieto, 1996:257).

La publicidad funciona como entorno implícito y cíclicamente reiterativo de la maquinaria tecno-comunicativa y tele-narrativa que produce y reproduce la actual mitología mediática. Un entorno cohesivo y articulativo, «cuyo funcionamiento intersticial no debe ocultarnos su carácter central. Se trata a la vez de una pausa entre las distintas unidades de la grillé programática y de un cemento que cohesiona las diferencias que existen entre las mismas, igualando todos los contenidos, todos los estilos, a partir de su eterno retorno, lapsos de tiempo cada vez más pequeños» (Zunzunegui, 1995:202).

Arcaicos o contemporáneos, los mitos narran, y ese carácter narrativo de lo mítico ha sido central desde los análisis de Vladimir Propp (Edipo a la luz del Folklore, Las raíces históricas del cuento) y Lévi-Strauss (Lo crudo y lo cocido, Mitológicas), al considerarlos como organizaciones simbólico-comunicativas, inscritas en una «historia» relatada, cuyo sentido depende de la sintaxis combinatoria de sus elementos. «El mito es lenguaje, pero lenguaje que opera en un nivel muy elevado y cuyo sentido logra “despegar” si cabe usar una imagen aeronáutica, del fundamento lingüístico sobre el cual había comenzado a deslizarse» (Lévi-Strauss, 1977:190). Así como también ha sido central en el enfoque de Roland Barthes, aplicado a manifestaciones mitológicas modernas de la cotidianidad, para quien «el mito es un sistema de comunicación, es un mensaje», que puede proyectarse en cualquier «unidad o síntesis significativa, sea verbal o visual» (Barthes, 1957:215-217).

Esta definición del mito como relato ya se encuentra desde la oposición entre mythos y logos, planteada por Platón, donde particularmente se enfatiza en su carácter legitimador, «los mitos como relatos que ilustran, que justifican del alguna manera, digamos, unos principios, unas proposiciones filosóficas (...) sirven para explicar el presente, para legitimar, en definitiva, valores» (Juaristi, 1996:241).

Igualmente, el mito en tanto representación tiene un carácter teatral, una manifestación escénica. «El mito es ante todo representación, en todo su sentido, incluso teatral (...) Un mito puede ser enunciado con la ayuda de un concepto. Pero ese concepto no es mito más que si viene acompañado de una o varias imágenes simples y fuertes. Las imágenes del lenguaje, imágenes mentales o imágenes-recuerdo, cargadas siempre de significaciones» (Sánchez-Prieto, 1996:252). Estas imágenes antes contenidas en el imaginario verbal o en la complicidad somática de lo teatral, son ahora mediáticas y se reproducen tejiendo gran parte de lo que Régis Debray llamara la «videosfera» (Debray, 1994).

Así mismo, en la medida en que son relatos legitimadores de sistemas de interpretación y taxonomías evaluativas, esto es, marcadores de distinción simbólica, los mitos constituyen referencias identitarias que «dan sentido», orientando y regulando la interacción grupal, constituyendo redes de pertenencia social. Son instrumentos de estructuración, clasificación y comprensión de la realidad social «Los mitos otorgan al grupo su cohesión cultural y su coherencia moral, son el código de identidad del grupo, el patrimonio común de un grupo humano con relación a los otros, al Otro. (...) El mito es memoria y guía para la acción. Agrupa, unifica y moviliza» (Sánchez-Prieto, 1996:252).

Se puede definir el mito como una estructura texto-discursiva compuesta por «mitemas» o relaciones oposicionales de sentido. «Por tanto, entenderemos como mítico aquel discurso formado por un conjunto de oposiciones binarias de haces de relaciones» (Paramio, 1971:19). Los haces de relaciones así determinados se caracterizan referencialmente por su segmentación y estilísticamente por la acumulación de acontecimientos repetitivos. «La iteración de relaciones de un mismo tipo, la existencia de variantes o repeticiones de cada relación o cada secuencia del mito, se revelan de esta forma como un mecanismo estilístico de semantización» (Paramio, 1971:20-21). Así que el mito es un relato de unidades narrativas recurrentes, un sistema caracterizado por su altísima redundancia interna. «La macroestructura del mito contiene una repetición, una reiteración del mismo mensaje» (Juaristi, 1996:241-242). Y es precisamente en esta reiterabilidad donde se manifiesta la estructura mítica. «La repetición cumple una función propia, que es la de poner de manifiesto la estructura del mito» (Lévi-strauss, 1977:209).

La segmentación referencial señalada tiene que ver con la emisión discreta de sus contenidos (a través de múltiples mensajes), que hace funcionar lo mítico de una manera puntillista, ofreciendo fragmentariamente registros referenciales recurrentes específicos, cuya cohesión y sentido depende de su reiteración en la estructura perceptual del receptor. «Lo que aparenta ser una serie de mensajes continuos es, en realidad, un mismo mensaje emitido en segmentos discretos; por lo menos actúa como un mensaje único en la memoria del receptor, por lo que éste acumula los acontecimientos de un mismo tipo según haces entre los que pueden aparecer relaciones binarias de oposición» (Paramio, 1971:24).

De otro lado, la identidad social es resultado de una interlocución en la que los interlocutores se escenifican unos a otros, se representan y representan al Otro a partir de cualificaciones y juicios valorativos. He ahí el sedimento ideológico de los mitos. «Toda ideología –lo ha subrayado Ricoeur-, parece ligada a la necesidad que siente un grupo cualquiera de darse una imagen de sí mismo, de representarse, en el sentido teatral del término, de ponerse en juego y en escena. Quizá no haya grupo social ni político sin esa relación indirecta a su ser propio a través de una representación de sí mismo. Las grandes mutaciones políticas no pueden hacerse sin ciertas condiciones simbólicas. Tal vez tenga razón Lévi-Strauss cuando afirma que el simbolismo no es un efecto de la sociedad, sino la sociedad un efecto del simbolismo» (Sánchez-Prieto, 1996:253).

En cuanto esquemas de visibilidad colectiva y referencia de mutuo reconocimiento, las representaciones condensan anclajes constitutivos de las identidades sociales y políticas, filigranados por dispositivos de poder, que son, entonces, dispositivos de formación identitaria, generadores de modelos normativos de percepción/interpretación y auto-percepción/auto-interpretación. «El deseo de ser deseado demanda el reconocimiento por el Otro, relación en la que se produce la adquisición de las identidades» (Landi, 1981:183). El reconocimiento del Otro, y el ser reconocido por el Otro, de tal manera, son el resultado de una proyección interpelativa que parte de la categorización de los interlocutores, su clasificación cualificatoria. «Lo que otorga a una formación discursiva su unidad interna específica es el sistema de interpelaciones que contiene: las maneras en que son nombrados los diferentes destinatarios de los discursos» (Landi, 1981-184). Dichas interpelaciones, así, sedimentan diferentes identidades a través de los agentes sociales en el orden de las formaciones sociales.

La densidad y constante circulación del entorno televisivo inscribe un simulacro identitario de base, la escenificación narrativa de un discurso centralizado que se presenta como si fuese repertorio fragmentando e incoherente, y la «escenificación» discursiva de un espectador autónomo que lo compone y armoniza en un mosaico. «Es precisamente ese flujo imparable el que da origen al peculiar efecto sujeto de la televisión que parece instituir al telespectador como ordenador único de la catarata visual, denegando la existencia de un sujeto de la enunciación. Falacia final de un discurso que más que ser hablado por el espectador lo habla y lo constituye como mero reflejo especular» (Zunzunegui, 1995:203-204).

En su dimensión de soportes y articuladores de una iconosfera cada vez más saturada, los medios tecno-comunicativos formalizan un juego de selección y exclusión que construye una imagen de lo «público» a través de mediaciones simbólicas y de mediaciones pragmáticas.

Las primeras son mediaciones cognitivas que tienen una función integradora y asimilativa, «orientada a lograr que aquello que cambia tenga un lugar en la concepción del mundo de las audiencias, aunque para proporcionarle ese lugar sea preciso intentar la transformación de esa concepción del mundo» Así pues, la mediación cognitiva, al operar sobre los relatos socializando modelos de representación social, «resuelve» el conflicto entre acontecer y creer, produciendo mitos (Martín Serrano, 1997:139-140).

De otro lado, la manipulación de los soportes comunicativos y su consecuente re-configuración texto-discursiva inscribe no sólo modelos de producción comunicativa, sino que instaura gramáticas específicas de la recepción, la interpretación y el consumo, es decir, mediaciones estructurales que resuelven el conflicto entre acontecer y prever, produciendo rituales (Martín Serrano, 1997:140-141).

Si la relación entre el mito y el rito es, en gran medida, una representación escénica, las mediaciones estructurales de los medios ritualizan sus mediaciones cognitivas, implicando que tal ritualización lo es de las gramáticas y soportes de la emisión, circulación y recepción comunicativa. «De ahí que el mito se transmita en contextos fuertemente ritualizados, que los transmisores del mito sean especialistas en la transmisión del mito (...) A veces el rito mismo es el modo de transmisión del mito. Es decir, el rito no deja de ser una teatralización del relato, una teatralización del mito» (Juaristi, 1996:241).

La contemporánea densidad tecno-comunicativa hace de esta puesta en escena una teatralización mediática, que configura estructuras míticas y regula consumos mitagógicos, consumos audiovisuales de la realidad tele-mitificada. «En nuestra época el goce estético ha descendido para la mayoría hacia el goce mitogénico, una amalgama hedónico-ficcional que ha encontrado potentes altavoces mediáticos en nuestra cultura de masas» (Gubern, 2000:43).

Topología de los Textos Culturales

Iuri Lotman formula la meta-categoría de semiósfera (por analogía con la de «biósfera» de Vernardsky,) como un entorno y un tejido al interior del cual adquieren significación los hechos, sucesos y sujetos sociales. «Continuum semiótico, completamente ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y que se hallan en diversos niveles de organización. La semiósfera es el espacio semiótico fuera del cual es imposible la existencia misma de la semiósis» (Lotman, 1996:24). A partir de ello, Omar Calabrese, para quien «las mentalidades son reconocibles por cuanto son redes de relaciones entre objetos culturales», define los fenómenos culturales en tanto textos (esto es, caracterizados por una lógica interna e inter-relacional que les otorga especificidad y significación), buscando caracterizar la «pos-modernidad», por él llamada era (o carácter cultural) «neobarroca».Con tal propósito discrimina la duración y dinámica de las recurrencias texto-culturales, o morfologías subyacentes, relacionadas con sistemas axiológicos y categorías de valor que son «atribuidas» bien reflexivamente por cada manifestación discursiva, o bien externamente por metadiscursos de valoración (Calabrese, 1994:23-24). «Un juicio estético se acompaña casi siempre por un juicio ético o pasional o morfológico y viceversa (...) Cada individuo, grupo o sociedad no sólo atribuye determinados valores, sino también homologaciones entre diversas polaridades de valoración» (Calabrese, 1994:39).

Según Calabrese, las últimas décadas del siglo veinte se caracterizaron, además de por configuraciones como la inestabilidad y la metamorfosis, el desorden y el caos, el nudo y el laberinto, la complejidad y la disolución, la distorsión y la perversión, por tres morfologías dinámicas recurrentes: el ritmo y la repetición; el límite y el exceso; y el detalle y el fragmento.

La estética de la repetición es una dinámica de reproducción cultural que se manifiesta en tres morfologías inscritas en la producción, en el texto y en el consumo. Primero, como producción estandarizada y serial de réplicas a partir de una matriz prototípica, mediante un proceso de individualización y ensamblaje de los componentes. Segundo, como mecanismo estructural de generación de textos que pueden obedecer a la lógica de la variación de un idéntico o de la identidad de varios diversos; se puede hablar de repeticiones de guiones-tipo o motivos narrativos recurrentes, en cualquier caso lo que se repite a nivel discursivo es cierta configuración, cierta lógica relacional que fragmenta y codifica los componentes de un texto, inscribiendo sistemas de invariantes. Tercero, la repetición como cualidad de consumo de los productos culturales, que puede ser, o bien estereotípico (estandarizado), proyectado en comportamientos y consumos rutinarios del mismo modelo de objeto cultural multiplicado en series y tipos (del mismo espectáculo y del mismo esquema narrativo), a su vez determinados por contextos de fruición reiterativos que producen «hábitos» de consumo [demanda/oferta de satisfacción], llamado consumo «consolatorio» por Eco, «porque afianza al sujeto haciéndole hallar lo que ya sabe y a lo que está acostumbrado» (Eco, 1972); o bien el consumo «cultual» de un mismo objeto cultural (de un mismo modelo) en el que el consumidor aporta elementos, es activo, generando consumos productivos; o finalmente, el consumo cadencioso (rítmico), reconfigurado de acuerdo con los contextos de percepción ambiental, generando una repetición re-orientada, de la cual la tele-navegación con el control remoto o zapping es buen ejemplo (Calabrese, 1994:51).

Límite y exceso son dos tipos de acción cultural relacionados con un sistema socio-simbólico que se proyecta perimétricamente. El concepto de «semiósfera», además de plantearse en cuanto organización de sistemas culturales, espacializa la configuración de los mismos, posibilitando que una mirada topológica discrimine tanto sus perímetros, confines o límites, como sus tensiones, presiones, y excesos (Lotman, 1996:61-67). Así enfocado, el límite se entiende como «llevar a sus extremas consecuencias la elasticidad del contorno sin destruirlo». Esta tendencia a manipular los límites se manifiesta recurrentemente en distintos registros culturales contemporáneos y se proyecta «poniendo a prueba un conjunto a partir de sus consecuencias extremas» (Calabrese, 1994:66-67).

Tales rasgos se reconocen a nivel narrativo, en la composición de relatos a partir de la re-combinatoria de grandes porciones de significado, la dinámica palimsestual o inter-textualidad, esto es, la convergencia enunciativa de textos diferentes en un texto cualquiera, la «relación de copresencia entre dos o más textos (...) la presencia efectiva de un texto en otro» (Genette, 1989:10). Pero se reconocen también a nivel perceptual, reconfigurado por la ampliación de los umbrales espacio-temporales, entre cuyos límites se modula la visibilidad mediática: la segmentación «analítica» de la cámara lenta y la condensación «sintética» de la cámara rápida [expresada en el síndrome del pulsador, en los video-juegos, y en el video-clips], proyectada a nivel narrativo por los cortes temporales o elipsis (cuatro días después, dos semanas después, etc.). Esta gramática se traduce en nuevas formas de consumo televisual como el zapping, «menos atento a la lectura de textos completos que a una recepción cuasi impresionista derivada de la absoluta fragmentación a que puede someterse el discurso audiovisual. Lo que se produce a partir de esta práctica, no es el consumo sucesivo de varios textos sino la creación, a través de una especie de collage temporal, de un texto único fabricado según retazos aislados y constituido en función de intereses puntuales y permanentemente cambiantes» (Zunzunegui, 1995:203).

Y se traduce también en la continua segmentación de la instantánea fotográfica. La segmentación analítica, la búsqueda de un instante cada vez más pequeño, conduce a la condensación metonímica, representada por una «poética del instante acmé» de la acción, una narrativa del clímax. Segmentación y condensación, así, se traducen, a nivel tele-narrativo, en una tendencia al sensacionalismo.

La superación de los umbrales de percepción produce nuevas visiones de mundo, como el desplazamiento de la verificabilidad de lo real. «No es la visión directa del partido de fútbol la que da la ilusión de verdad, sino su re-visión de la TV. a cámara lenta. La técnica de representación produce objetos que son más reales que lo real, más verdaderos que lo verdadero» (Gubern, 2000:71). Más reales que lo real, porque no son lo real sino lo imaginario, permeado en el entorno televisivo de tal manera que se hace cotidiana e irreversiblemente verosímil. «El problema no es, después de todo, que el espectador conceda la misma o mayor realidad a las imágenes televisivas que a las reales, no mediadas, sino que les concede un estatuto de otro tipo: lo que sale en televisión no es real, es. Es algo de un orden más pregnante que el real: es mundo televisivo, imagen, look, mundo imaginario» (González Requena, 1995:138).

Si la trasgresión del límite de un sistema cultural se define como un exceso, entonces se pueden diferenciar tres de sus manifestaciones cuantitativas en los circuitos tecno-comunicativos: El exceso inscrito como contenido que, a su vez, representa categorías de valor, morfológicas, éticas, tímicas y estéticas; como estructura de representación, en las formas y estructuras discursivas; y como cualidad de consumo, en los protocolos rituales obsesivos y los comportamientos cultuales. Tal tendencia a la desmesura y la excedencia es también cualitativa, expresándose en el virtuosismo y la super-especialización de la fruición (Calabrese, 1994:75-76).

Las lógicas del «detalle» y del «fragmento» ilustran dos tipos de estrategias analíticas e interpretativas y de estrategias de producción de sentido, que se diferencian por la clase de relación entre la parte y el todo, y que han sido llamadas por Calabrese la «práctica del asesino» y la «práctica del detective» (Calabrese, 1994:85).

De un lado, ésta relación puede ser de co-presencia y co-existencia, lo que determina la simultaneidad de presencia o funcionamiento entre el elemento y el sistema en que se constituye como tal, asociado con un corte preciso, una «ampliación» que define la parte detallada y cuya configuración depende de la óptica (lugar, dirección y velocidad del detallar) del observador (quien actúa explícitamente sobre el objeto), tal la lógica del detalle.

Esta dimensión constructiva y dinámica del detalle manifiesta las huellas discursivas de la enunciación (el yo-aquí-ahora), la espacio-temporalidad enunciativa inscrita en el movimiento de aproximación al detalle, las variantes de velocidad del zoom (cámara lenta o cámara rápida) y las variantes del plano-detalle o primerísimo-primer plano [focalización puntual que puede ser descriptiva y explicativa (planos fisiológicos, moleculares, «clínicos» y hasta radiográficos), o bien interpretativa, emotiva y expresiva (las lágrimas, los temblores y crispamientos de manos, las miradas desorbitadas o desmadejadas, etc.). De cualquier manera el detalle re-constituye la totalidad, la enriquece, ofrece más rasgos, incrementa y densifica sus cualidades, su propósito es la alta fidelidad y la alta definición. Así, en primera instancia, el detalle supone al sujeto. El detalle explica al objeto mediante un trayecto epistemológico hipotético-deductivo y en la medida de su reflexividad (que permite enriquecer el sistema) manifiesta la sobrevaloración de su potencial significativo, una tendencia a la excepcionalidad (Calabrese, 1994:87/88-93).

De otro lado, esta relación puede ser esquemática y estática, una relación de inferencia que relaciona una parte presente con un todo ausente, asociada con una irrupción, una ruptura o fractura de bordes irregulares, exigiendo la re-construcción hipotética del todo a partir de la parte. Tal la lógica del fragmento, que supone en primera instancia al objeto. El fragmento es explicado mediante una aproximación inductiva o una abducción. Y en la medida de su potencialidad virtual para reconstruir la totalidad, implica una tendencia hacia la normalización del sistema (Calabrese, 1994:93).

El espectáculo de lo íntimo

Si se define el espectáculo en su dimensión topológica, que establece la distancia espacial entre quien mira y lo mirado, y en su dimensión exhibitiva, que supone el mostrarse de algo o alguien para la mirada de otro, la ilusión de una convergencia entre lo exhibido y quien lo contempla, entonces se puede describir la actual dinámica televisual como una estrategia escénica y narrativa que manifiesta características diferenciales frente a las morfologías conocidas de lo espectacular, susceptibles de tipificarse básicamente en tres esquemas y procesos. El modelo carnavalesco, que instaura una escena abierta, dinámica, excéntrica y fragmentaria, en la que se intercambian constantemente las polaridades de quien mira y quien es mirado. El modelo circense, que define una escena cerrada, configurada alrededor del espectáculo y por ello excéntrica con respecto al espectador. Y el modelo de la escena italiana, donde el espectáculo se configura con respecto a un centro óptico exterior, y se re-presenta concéntricamente con respecto a un observador ideal, clausurando definitivamente la escena.

Frente a estas variantes, el espectáculo televisivo densifica la óptica concéntrica, otorgándole una total capacidad poliscópica que converge en el espectador la mayor cantidad de ángulos y puntos de vista, una información sintética y una visión absoluta, el espectáculo total (González Requena, 1995:72-73). «En el discurso televisivo dominante la comunicación (la transmisión de información) existe, pero sólo como epifenómeno, puntual, marginal, por lo que en él domina es la articulación de una relación espectacular que genera una decodificación aberrante de cada uno de los programas que contiene» (González Requena, 1995:52).

Dentro de la multiplicidad de ofertas tele-narrativas, la llamada televisión testimonial no sólo ejemplifica la tendencia a la espectacularización de lo privado, sino que se inserta en un circuito semiótico-cultural más amplio que compromete la nueva visibilidad mediática contemporánea, caracterizada por la exacerbación de la toma en directo (rasgo que por demás diferenciara la naciente televisión de su antecesor, el cine) y la recepción simultánea, expresadas en una omnímoda vigilancia tecno-comunicativa, convertido paulatinamente el espacio público-social en una «máquina de visión» determinada por el entrecruzamiento de lo transtextual y lo transvisual, que «produce la ubicuidad instantánea de lo audiovisual, a la vez teledicción y televisión, última transposición que pone en cuestión definitivamente la antigua problemática del lugar de formación de las imágenes mentales y de la consolidación de la memoria natural» (Virilio, 1989:16).

En tanto testimonial esta narrativa es, por la tanto, la exhibición de lo biográfico. «La televisión que desde su origen ha estado al servicio de un poder moral y estético dictado por los grupos de poder se encuentra con la obligación de arreglárselas para hacer escuchar las biografías de aquellos que la miran» (Vilches, 1993:57). El mecanismo de escenificación desarrollado es, consecuentemente, una docu-dramatización, «la conversión del drama íntimo en exhibición para la mirada del espectador» (González Requena, 1995:144).

Por ello el programa narrativo de lo testimonial emerge en la tensión entre lo público y lo privado, configurando un circuito productivo que empieza a sedimentarse con los Talk show «intimistas», para cristalizar finalmente en los Reality TV o «Televisión Real», cuyo origen se remonta a la emisión holandesa de Big Brother en 1999, a partir de la cual se han multiplicado en todo el mundo, fermentando en Colombia una extensa parrilla de programación desde hace cuatro años, y reproduciendo las ya tipificadas temáticas internacionales, desde la casa estudio para actores, pasando por el inquilino forzado, el soltero millonario y el aprendiz de gerente, hasta los concursos musicales y las competencias de agilidad y supervivencia.

Tal programa narrativo no consiste en otra cosa que en la tele-visibilización del anonimato social y en la espectacularización mediática de lo cotidiano y lo íntimo. «El precio de esta omnipresencia, de esta cotidianización del espectáculo, es su desacralización. (...)La desacralización del espectáculo, la exclusión del rito como portador de un determinado trabajo, se manifiestan así como condiciones necesarias para que el nuevo espectáculo, multiforme, permanente y desacralizado, invada la cotidianidad hasta fundirse en ella» (González Requena, 1995:82).

El principal objetivo de la televisión testimonial es la búsqueda de identificación emocional con el receptor, por lo que su estrategia comunicativa no se enfoca en el mensaje sino en el receptor, ofertado escénicamente como «ejemplar» representativo del hombre común, «al que convierten en sujeto y objeto de los programas» (Vilches, 1995:58). Por ello son programas que espectacularizan lo íntimo, descomponiendo lo biográfico en una articulación narrativa de carácter melodramático. Este hombre «sin atributos», promedio, se convierte en material moldeable cuyos rasgos diferenciales e identitarios, así, son determinados en gran parte por las representaciones sociales mediáticas. «A quien veo soy yo y al mismo tiempo es otro; es un sujeto virtual –una especie de espectador-modelo- que permite todas las identificaciones, un espectador común, un “hombre sin atributos”» (Vilches, 1995:60). Y el espectáculo mismo configura un entorno ecológico televisivo, su familiarización y su internalización. «Tanto el carnaval como la ceremonia, la intimidad como la relación estética parecen verse excluidas progresivamente de un universo cultural monopolizado por el espectáculo electrónico» (González Requena, 1995:81).

De un lado, los tele-personajes generan identificación por empatía o antipatía. El receptor se identifica positivamente con quien valora y cualifica positivamente, y viceversa, filtrado bien por núcleos argumentativos localistas/regionalistas [de pertenencia a un grupo], sexual-anatómicos [anclados en la oferta de una cierta tipología corporal], temperamental-emocionales o actitudinales [comprometiendo una «adecuada actitud», por ejemplo el adecuado desempeño del concursante en una prueba, el esfuerzo, el sacrificio, etc.]. Esa identificación marca consecuentemente grados de pertenencia a uno u otro referente. Esta interacción produce anclaje y cohesión identificatoria.

De otro lado, el Talk Show intimista hace explícita una jerarquía axiológica, actúa como ejemplo de los comportamientos permitidos y sobre todo de las consecuencias que se derivan en el caso de no adoptar éstos, es decir, inscribe un «modelo cívico» o «moralidad pública», entendida como construcción histórica de un sistema de valores que orienta campos y tipos de actividad. «La moral pública es un sistema de usos, de costumbres: formas de acción y relación dotadas de sentido» (Escalante, 1993:41).

Al desarrollar una lógica de ejemplificación negativa, estos programas confesionales, por regla general, articulan relatos trans-normativos, en las periferias de la «moral pública», centrífugos en cuanto presionan los límites de lo permitido colectivamente. Los «invitados» son un catálogo de «desviaciones», así valoradas desde una antinomia explícita, sexo bueno-institucionalizado/sexo malo-estigmatizado, son «excéntricos», y como tal sancionados e inscritos colectivamente mediante la retórica de la moraleja y la escenificación del arrepentimiento público. En otros casos se espectacularizan historias de las víctimas de quienes no han respetado las reglas del juego social. De cualquier manera el propósito es la explicitación de los valores a seguir, filigranados por los sistemas de exclusión discursiva que ya señalara Foucault en El Orden del discurso: lo «moral» («la palabra prohibida»), lo «verdadero» («la voluntad de verdad») y lo «racional» («la separación de la locura»). «En toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad» (Foucault, 1987:11).

En ese sentido, y acudiendo a la clásica distinción planteada por Iuri Lotman, entre culturas textualizadas y culturas gramaticalizadas, estos programas funcionan con una lógica textualizada, esto es, se comportan modélicamente, utilizando series de ejemplos considerados prototípicos como referente interpretativo, actitudinal y pragmático. «Tanto los héroes culturales como los dioses-fundadores se dividen en dos grupos en correspondencia con el carácter de las culturas que ellos fundan: unos enseñan determinada conducta, muestran, dan modelos; otros traen reglas. Los primeros fundan la cultura como suma de textos; los segundos dan metatextos. En el primer caso las prescripciones tienen un carácter de autorizaciones; en el segundo, de prohibiciones» (Lotman, 1998:125).

Gramática de la espectacularización

En cuanto dispositivo cultural generador y reproductor de representaciones sociales, un rasgo fundamental de la televisión es la espectacularización de lo emocional y la enunciación sensacionalista. «En nuestra cultura, la televisión es prevalentemente una máquina productora de relatos audiovisuales espectacularizados –en diversos géneros y formatos- portadores de universos simbólicos, diseñados y difuminados para satisfacer las apetencias emocionales de su audiencia» (Gubern, 2000:23).

En general, la oferta televisual está caracterizada por la Ley del Mínimo Esfuerzo psicológico e intelectual del público y explota lo que los que los etólogos llaman la «mirada preferencial» de los animales: «cuanto más excitante es un estímulo visual básico para una especie –estímulo sexual, nutritivo, antagónico, etc.-, más probabilidades tiene de atraer la mirada animal» (Gubern, 200:27). El consumo que genera esta oferta es fragmentario y emocional, determinado por identificaciones imaginarias más que por interacciones simbólicas. «Consumir a trozos, consumir trozos: el consumo televisivo no es comunicativo, sino escópico, gira todo él en torno a un determinado deseo visual (...) el discurso televisivo, tal y como existe en las sociedades que se autodenominan democráticas, conoce sólo un criterio para la elección de los materiales –los fragmentos– que lo articulan: la satisfacción del deseo audiovisual del espectador medio» (González Requena, 1995:52).

Se puede rastrear una dinámica arqueológica del consumo audiovisual que, paradójicamente, fecunda la lógica de la exacerbación y el clímax como estilema macronarrativo de la televisión. La gramática de la «video-grabación», que desplaza la percepción pasiva y determinada por los horarios de emisión hacia una percepción regulada por el consumidor audiovisual, quien puede manipular un temporalizador de grabación, para luego ver lo grabado en un diferido reproducible y personalizado. En esta selección de lo «importante» por parte del consumidor se encuentra ya implícita la narrativa del crispamiento.

El video permite la manipulación artesanal del material grabado y, con ello, la «intervención» de la imagen, la devolución, el avance, la detención plano a plano, lo que entreteje una discursividad temporal segmentativa: en la recepción el lector fragmenta y transfigura el material, borra o añade secuencias icónico-narrativas que alteran la continuidad, la lógica narrativa de lo grabado, su textualidad referencial. Esta manipulación permite todo tipo de trucajes con la popularización de la video-cámara casera, transformando el «foto-álbum» familiar en «video-álbum» familiar: por un lado, repertorio «íntimo» de escenas «privadas» que registran cotidianidades, rituales y eventos celebratorios grabados también para hacerse públicos, para ser mostrados; por otro lado, repertorio virtual de videos caseros «catastróficos», tipo accidentes y situaciones o reacciones imprevistas, en los que se convertirán ellos mismos en temática de programación, antecediendo a la «Televisión Real».

La fragmentariedad perceptiva y texto-discursiva tiene un referente modelo en la circulación masiva y reiterada del video musical Thriller (1983) de Michael Jackson –cuando aún era negro–, con más de cincuenta millones de copias vendidas en el planeta, al mismo tiempo prototipo de una nueva gramática perceptiva y narrativa: la del «video-clip», caracterizado por la velocidad expositiva de fragmentos secuenciales que construyen unidades narrativas de ritmo galopante y referencia inter-textual. «A una cultura del relato se superpone en cierto modo una cultura del movimiento, a una cultura lírica o melódica se superpone una cultura cinética basada en el impacto y el diluvio de imágenes, a la búsqueda de la sensación inmediata y la emoción de la cadencia sincopada (...) En el clip las imágenes sólo son válidas en el momento, sólo cuentan el estímulo y la sorpresa que provocan» (Lipovetsky, 1990:240). Y caracterizado también por la tensión pulsional con que pretende capturar la espacialidad del espectáculo en vivo, como en general todo artificio tecno-comunicativo, simultáneamente dispositivo pulsional, (como lo de-construyeran Deleuze y Guattari en el Antiedipo). «Antes que lenguaje, antes que sentido, los objetos culturales son expresión de un dispositivo inconsciente de fuga de energía del sujeto y, a su vez, de un dispositivo socio-cultural de reproducción social; la ley de orden, la regularidad que remite al poder» (Del Villar, 1997:48).

La sobre-exposición satura el circuito comunicativo con una concentración narrativa metonímica, articulando una lógica de la condensación, lo que orienta la tensión textual, por un lado, hacia la tensión estimular y sensorio-perceptual: el efectismo, el destello, la impresión, la espectacularidad; por otro lado, hacia la tensión argumentativa y narrativa: los núcleos, la concentración, el clímax. El impacto del primer plano, la efervescencia del detalle y la fijación esquemática de polaridades dramáticas, el exceso decorativo del deslumbramiento espectacular. La completa iluminación y la «alta fidelidad» «La espiral extremista, el refinamiento del detalle por el detalle, sin otro objetivo que la estupefacción y las sensaciones instantáneas» (Lipovestsky, 1990:205).

La sobre-estimulación se relaciona con la lógica de la repetición, es decir, con la frecuencia estimular. Si la velocidad de desplazamiento por las señales y la multiformidad de su sobre-exposición determinan la condensación narrativa, entonces los mensajes transmitidos deberán reiterarse para persistir, su inscripción dependerá de su insistencia, de su reproducción.

Segmentatividad episódica y saturación definen tendencias a la hiper-codificación estimular, referencial, texto-discursiva y narrativa. Una narrativa desbordante y saturada: a nivel de sus lógicas gramaticales en cuanto ensamblaje de fragmentos sobre-codificados, y a nivel de sus tramas y argumentos en cuanto desarrollo narrativo de episodios nucleares limítrofes, tensiones hacia el clímax. Programa narrativo que caracteriza el relato «crónica roja», bien como explotación amarillista de prontuarios patológico-delictivos, o bien como escenificación en ritmo de noti-drama de hechos de sangre y sus tragedias psíquico-emocionales correlacionadas. «En el cine, en el teatro, en la literatura, asistimos en efecto a una sobrepuja de las escenas de violencia, violencia “hi-hi” hecha de escenas insoportables de huesos triturados, chorros de sangre, gritos, decapitaciones, amputaciones, castraciones. De este modo la sociedad cool corre paralela con el estilo hard, con el espectáculo ficticio de una violencia hiperrealista» (Lipovetsky, 1986:205).

Esta lógica narrativa, apoyada en la interpolación de lo «documental» y lo «melodramático», ofrece un tejido escénico insistentemente verosímil, donde la evidente espectacularización del acontecimiento se difumina tras el énfasis sobre lo real de lo relatado, esto fue así, realmente. Sobre-focalización reforzada por la lógica nuclear que articula el tele-relato: selección de puntos extremos, catastróficos o de ruptura. En última instancia la oferta no es el relato de un acontecimiento, sino la tensión emocional involucrada en el clímax del acontecimiento, apoyada por su verosimilitud referencial, el fragmento-emotivo. «El sensacionalismo –la efímera sensación que cosquillea los sentidos- tiende a imponerse, empujado por las urgencias competitivas, sobre el percepctualismo, concibiendo a la percepción como forma de conocimiento de la realidad, superior a la sensación» (Gubern, 2000: 28).

La polarización de estas tramas tecno-comunicativas se visibiliza también en los programas de «video aficionado», donde la focalización anecdótica llega a su máxima expresión: selección y des-contextualización de unidades catastróficas, cuya única función texto-narrativa es la repetición del desequilibrio producido por puntos límite de un proceso cualquiera, lo que los define en cuanto colección de núcleos situacionales imprevistos, inesperados o accidentales, (excéntrico/excesivos), tipológicamente diferenciables por el «marco» o «fondo» contextual del que son seleccionados, de acuerdo con dos macro-estructuras texto-narrativas –igual que la pornografía-, video-soft o «accidente blando» y video-hard o «accidente duro».

Al primer tipo corresponde un extenso espectro configurado por las crestas accidentales de situaciones cotidianas, casi siempre rituales domésticos o celebratorios –que generalmente forman parte del video-álbum familiar-, desarrollados a partir de la lógica del resbalón y el porrazo, llámese juego al bate del niño de tres años que termina con roletazo testicular contra el papa-tío-hermano camarógrafo; aparatosa caída y remate con posición impúdica de la agasajada, durante el vals quinceañero; o cantinflesco corte de torta matrimonial, derrumbe de la mesa, caída de la novia de cara sobre el pastillaje y caída del novio sobre las vértebras cervicales de la novia.

El segundo tipo presenta a su vez tópicos configurados oposicionalmente en torno al eje accidente natural o accidente generado por un entorno artificial. La categoría accidente natural configura una mirada catastrófico-testimonial registrando las secuencias de fenómenos geológico-atmosféricos devastadores como erupciones volcánicas, tifones, inundaciones, terremotos, tormentas, maremotos, huracanes, etc; y la mirada clínico-testimonial que registra los ataques de animales a hombres, donde a la secuencia temblorosa, cámara al hombro, del manotazo osuno fracturando el cráneo del desprevenido boyscout, la literal trompada del elefante a su entrenador, o la tarascada certera del tiburón en el costado del adolescente bikini, siguen los estables y editados primeros planos descriptivos de los efectos del ataque: el muñón cicatrizando, los trescientos puntos, la lenta reconstrucción del tejido facial.

Al tópico accidente artificial pertenecen los eventos especializados de alto riesgo, entiéndase competencias deportivas de todo tipo, desde saltos en paracaídas que no se abren y choques múltiples en carreras automovilísticas, hasta peleas colectivas durante los partidos de fútbol y ganchos a la quijada del referí en combates de boxeo, pasando por desnucamientos con rampas de patinaje, artefactos gimnásticos o plataformas de clavados, caídas de aviones acrobáticos y estrelladas de cometas delta, y todos aquellos mega-accidentes producidos en el entorno artificial, generalmente por incompetencia o fallas humanas, en una especie de contrición audiovisual cuya connotación ejemplarizante queda velada por la gramática de lo espectacular. Una especial categoría del video-hard, puntualmente sádica y disfrazada de «documental etológico» es la de cacerías animales, secuencias de breves segundos de persecución que finalizan con la dentellada certera, en el mejor de los casos.

La gramática del video-accidente tiene otra manifestación, la que explora lo accidental en su sentido trans-normativo, lo que transgrede las regularizaciones en que consiste la norma, lo «ilegal». Esta escénica policíaca desdobla su punto de vista en dos temáticas testimoniales, que manifiestan una enunciación distanciada, en tercera persona.

La mirada-espía, representada por hechos delictivos grabados generalmente sin el conocimiento de sus protagonistas-delincuentes, como asaltos a bancos, tiendas, supermercados y estacionamientos, generada por la artificialidad «cautelativa» de las video-grabadoras en cajeros de corporaciones, esquinas peligrosas, centros comerciales, recepciones de edificios y conjuntos residenciales. La mirada-espía, o estrategia de grabación sin el conocimiento de los sujetos grabados, articula también los programas basados en el registro «subrepticio» de las reacciones ante situaciones artificiales sorpresivas, creadas intencionalmente para generar estupefacción. Y la mirada punitiva, representada por las persecuciones y arrestos video-grabados desde los helicópteros o automóviles de los perseguidores.

En el otro extremo del circuito una enunciación deíctica y emblemática, la «cámara subjetiva», cuando el agente de la acción graba él mismo. Las agresiones-transgresiones realizadas por los autores del acontecimiento grabado, cuya posterior circulación clandestina recorrerá un doble circuito: prueba legal para castigarlos, y/o mercado subterráneo y clandestino que dinamiza el llamado género snuff («tajetear», «trocear»), donde se producen situaciones reales de violencia criminal para ser miradas y comercializadas, particularmente violaciones, torturas y asesinatos. Esta modalidad de visibilización total de la violencia se reproduce en múltiples medios y actualmente forma parte de tácticas de terrorismo mediático en Internet, como lo ilustran siniestramente las emisiones de prisioneros degollados en Irak, o los videos de sangrientas tomas de poblaciones (Las Delicias, Tokio) producidos por «FARC Films» («El Tiempo», Domingo 23 de Abril 2006).

«A veces se tiene la falsa impresión de que la cultura del snuff es una cuestión de delincuencia común, de perversión clandestina y de represión policial. Nada más falso. Desde abril de 1992, con la ejecución de Robert Alton Harris en California, transmitida por la televisión en directo, la cultura del snuff entró en el ámbito de las costumbres públicas y respetables. Se dirá que una ejecución es una muerte legal, sancionada por los tribunales de justicia. Pero la curiosidad o el placer morboso de la audiencia televisiva poco tiene que ver con estas justificaciones formales y la fruición y vivencia de sus espectadores al contemplarla eran poco distintas de las que sintieron los espectadores del Coliseo romano» (Gubern, 2000:186).

Y también el snuff emocional, caracterizado por la espectacularización de intimidades con alta carga emotiva que son tele-reveladas en directo, exponiendo dramas generalmente sexuales, representados por los Talk-show confesionales: Develamiento melodramático y carnavalesco de intimidades familiares a partir de una doble lógica. Por un lado, la exhibición de dramas personales que explora una presentadora apoyada por «especialistas», para culminar con una tele-terapia pedagógica que incluye consejos psicológicos y recomendaciones terapéuticas. Por otro lado, la exhibición de dramas que explota y manipula la presentadora, donde un protagonista, siempre calificado como «culpable», se entera frente a la cámara de cualquier situación que invertirá su papel, sometiéndolo al castigo y el escarnio público con una intención moralizante y moralizadora.

De cualquier manera, un encuadre del «punto de quiebre» y de la condensación emotiva, una narrativa visual espásmica y del espasmo. «Las investigaciones sobre audiencias potenciales de cine snuff revelan, en efecto, que el momento más excitante de la muerte para sus mirones reside en el espasmo corporal, en el calambre somático, en la sacudida física que desorganiza la resistencia muscular y se convierte en metáfora letal del orgasmo» (Gubern, 2000:186).

Talk show y Televisión Real

La «Televisión Real» coagula una lógica tensionada entre el «snuff periodístico-testimonial» y el «snuff emocional». Bajo una negociación pre-establecida, el concursante se convierte en intimidad tele-transmitida y siempre confrontada con su capacidad límite de asimilación, ya sea poniendo a prueba su resistencia física o su resistencia emocional. O como cuando simplemente debe soportar la constante vigilancia de la cámara, o sobrevivir en condiciones mínimas de oportunidad, o sometido a situaciones de temor, angustia o sobre-excitación, siempre expuestos por el indiscreto tele-objetivo, constantemente espectacularizado, inscrito en la lógica del «concurso», una narrativa de la peripecia: «No importa, pues, el trayecto, la aventura narrativa, sino el carácter espectacular de las peripecias que contiene. Desaparece, por lo demás, trama alguna, pues su único deseo se manifiesta a través de los obstáculos que afronta» (González Requena, 1995:120).

La «Televisión Real» inscribe una mitologización mediática donde el personaje llega a confundirse con el actor y el concursante con el personaje. En el reality, el concursante y el personaje simulan ser el mismo (se parte de ello), en un proceso inverso al del star-system, algo así como un anybody-system: un sistema del individuo corriente, promedio, el «tipo común», aparentemente indiferenciado, cualquiera, uno del montón, caracterizado por el anonimato y la invisibilidad social, hasta su aparición mediática.

La «Televisión Real» parte de yuxtaponer una lógica documental y una lógica melodramática y sensacionalista, caracterizada a nivel visual y narrativo por la manipulación de tomas/segmentos altamente emotivos cualificados referencialmente como acontecimientos reales, esto es, simuladamente verdaderos, verosimilizados y emocionalizados. «La emoción pasional autentificada de los “reality shows” ha desbancado la tradicional emoción pasional de las telenovelas» (Gubern, 2000:28). Esta emoción pasional obedece a la lógica del plano-detalle, su contrapunto estilístico, y del primer plano, su unidad sintáctico-narrativa fundamental, eje del artilugio cultual con el que la industria cinematográfica generara el star system, retomado por el reality en cuanto estrategia de inscripción del «tipo corriente» en el circuito de la tele-existencia. «El primer plano facial, al magnificar la presencia icónica de los intérpretes, permitió al público reconocer y familiarizarse con los actores y actrices más fotogénicos y atractivos y no tardó en aparecer un fenómeno de identificación emocional con ellos y su consiguiente culto colectivo, con su secuela de imitaciones de vestimentas, conductas, etc. (...) La televisión heredó del cine este capital semiótico y mitogénico» (Gubern, 2000:52).

Si bien la cámara en tanto artefacto y dispositivo enunciativo se comporta en general como una óptica testimonial, su densidad interlocutiva posee un importante rasgo diferencial, que modula los niveles y modalidades de identificación del espectador con los invitados-concursantes convertidos en tele-personajes y, por ello, espectacularizados.

El Talk show tiene un alto componente oral, después de todo es una «conversación», si bien orientada hacia el «interrogatorio» valorativo lo que, de entrada, define su enfoque prescriptivo. El espacio interpelativo del personaje-victimador es el conductor del programa, es a él a quien se dirige, incluso cuando confronta o es confrontado por los invitados-víctimas. La cámara, entonces, se inscribe en el circuito como un testigo ajeno e invisible. El presentador dosifica y modula no sólo la interacción entre el victimador y las víctimas, sino también las proyecciones identificatorias tanto del público como de la audiencia con los distintos invitados; así como dosifica y modula, sobre todo, la información que enuncia dramáticamente cuando el involucrado menos lo espera.

Se perfila una narrativa del conflicto relatado, del conflicto no visto pero escuchado, que funciona como invisible marco de referencia, cuyo propósito escénico no es el conflicto en sí sino sus consecuencias emocionales en los Invitados, a partir de enterarse de «algo», la comprometedora «verdad» que había estado oculta hasta el momento. Esta estrategia narrativa es consecuente con el propósito moralizante del Talk show intimista: explicitar un «deber ser» a partir de la recriminación, cualificación de los excesos y de la provocación. La cámara, entonces, se concentra en los primeros planos faciales desarrollando un premeditado plan escénico basado en la lógica de la reacción y el sobre-dimensionamiento de las actitudes de los invitados, el conductor y el público.

En el Talk show intimista, todo está encaminado a la controversia entre diferentes relatos de la misma historia, distintos puntos de vista, uno de los cuales es privilegiado de antemano con la legitimación instaurada por el conductor mediante la manipulación del etiquetaje victimario/víctima, bueno/malo, oscilación de roles constantemente reacondicionados a las variantes argumentativas de una matriz fundamental: la cualificación moral de la sexualidad. Es una polivalencia conflictual, un programa narrativo polémico dosificadamente consecuencializado, cuyo clímax no sólo es narrativo, (el acontecimiento sancionado que sale a luz, iluminado escenográficamente), sino ante todo la tensión del hacer enunciativo, crispado por la constante inminencia de su transformación en un hacer agresivo: normalmente el victimador no sólo es golpeado por su víctima o víctimas al ingresar al set, sino que la reacción física es siempre probable durante todo el programa, manteniéndose el suspenso de cuándo en efecto sucederá.

El victimador es primero castigado físicamente y luego moralmente, en un ritual confesional y ejemplarizante orientado a la condena del escarnio público, la total visibilización de la falta, convertida en dinámica espectacular melodramática, y con ello la socialización de la norma y la prohibición sexual transgredida, cuyas variantes temáticas convergen siempre en torno a la sanción moral de los comportamientos sexuales: bien la fidelidad versus la infidelidad, la monogamia versus la poligamia, la continencia versus la promiscuidad, ejes oposicionales que definen la oposición sexo bueno/sexo malo, o las temáticas «diferencia de edades entre los amantes», o «develamiento de una falsa paternidad».

En el reality, en cambio, se «muestra» el conflicto, simulando así una visibilidad total. El motivo escénico no es una consecuencia sino un suceso, los sucesos, todos los sucesos. La cámara siempre se mimetiza con el entorno. Si el desarrollo escénico-narrativo del Talk show está pre-diseñado para generar reacción emocional, el reality está prediseñado para generar acción y reacción emocional. Esa polaridad los acerca y los aleja. La sensación de impostura del Talk show deriva de ello, del escamoteo de la acción para sobredimensionar la reacción. El reality, en cambio, declara implícitamente su veracidad apoyándose en la continuidad de su presencia y en la simulación de una testificación en «tiempo real». Por ello su cámara está siempre expectante, a la espera del conflicto, de lo incidental, o en todo caso, del acontecimiento emocional. Y su narrativa de lo cotidiano enfatiza la motivación ligada a la acción, enfocándose en su carácter exhibitivo.

Sin embargo, existe una dimensión interlocutiva que caracteriza al reality, más incluso que su aparente continuidad perceptual. Cuando el concursante supuestamente deja de «concursar» y habla a la cámara, interpelando con ello al espectador, explicando, argumentando, justificando aquella situación, aquella reacción, aquel silencio, desnudando su intimidad, sus deseos y sus frustraciones, su calidoscopio emocional exhibido para ser visto, como toda exhibición. El clímax de la espectacularización de lo privado, sostenido por la mirada del concursante a la cámara, instaurando una imaginaria co-presencia que convierte al espectador en interlocutor pasivo, confesor y voyeur.

La «Televisión Real», de tal manera, marca el punto cero del circuito de espectacularización de lo íntimo: lo íntimo público (propósito y esencia del papparazzi). Y dentro del género, «Cambio Extremo», (reality emitido el segundo semestre del 2005 al que se presentaron 40.000 candidatos), cuya trama es la cirugía plástica de los concursantes, ilustra un punto de cierre del circuito de las representaciones mediáticas y mercadotécnicas del cuerpo: el de la suplantación radical. «La liquidación del Otro va acompañada de una síntesis artificial de la alteridad, cirugía estética radical, de la cual la cirugía de la cara y la del cuerpo no son más que el síntoma. Pues el crimen sólo es perfecto cuando hasta las huellas de la destrucción del Otro han desaparecido (...) Con la modernidad, entramos en la era de la producción del otro. (...)Ya no es un objeto de pasión, es un objeto de producción» (Baudrillard, 1996:156).

En el reality «Cambio Extremo» la dimensión confesional del protagonista no desencadena un castigo o una recriminación como en el Talk show intimista porque su estructura discursiva no es punitiva sino simuladamente paliativa. El protagonista exhibe su propia condición trágica (determinada por referentes normativizados colectivamente), que opera como justificación causal de las transformaciones corporales a que se somete. Pero el desarrollo argumentativo está encaminado no a una escénica confrontación, sino a una bondadosa colaboración que se apoya en la «solidaridad». No hay castigo, sólo ayuda y colaboración, una velada «caridad». La condición trágica del protagonista de Talk show es argumentada-causada por otro-culpable, el trasgresor. La condición trágica del protagonista de «Cambio extremo» es argumentada-causada por la anatomía misma, por el injusto destino. Su indefectible sino común ancla emocionalmente en un horizonte compartido por el espectador, lo solidariza. Entonces, como en el Talk show intimista, «Cambio Extremo» también ofrece un programa narrativo prescriptivo. El primero explícitamente moral; y, el segundo, simulando ser explícitamente físico, yuxtaponiendo lo estético y lo ético, porque si se correlacionan juicios fisiognómicos con juicios valorativos, repertorios actodinales y referencias identitarias.

Identidades y diseño corporal

Si la esencia de los reality es convertir al concursante en tele-personaje, resulta entonces pertinente identificar los resortes de la identificación que la audiencia establece con ellos. En primera instancia una identificación analógica con su flujo biográfico; en segundo lugar, las características mismas del medio televisivo, que se cotidianiza en el espacio doméstico y privado, proyectándose y configurando la iconósfera íntima-privada del espectador. «El personaje como presencia hogareña, como un familiar más, en virtud de su carácter habitual en el espacio doméstico» (Gubern, 2000:37); y, finalmente, la esquematización de una representación identitaria, esto es, «la estereotipación caracteriológica del personaje, como un arquetipo estable y reconocible fácilmente por el público, mediante situaciones y efectos recurrentes, como los que eran usuales en el viejo teatro del melodrama y en la novela de folletín» (Gubern, 2000:38).

El núcleo emocionalista que articula esta tele-narrativa se caracteriza por el desdoblamiento proyectivo del espectador [una «catarsis» en el sentido aristotélico], cuya relación identitaria está determinada por cualificaciones atractivas o repulsivas, el espectador «se siente solidario y se identifica con el personaje positivo, en quien ve a su semejante, digno de su simpatía, mientras que libera sus frustraciones y sus ansias destructivas a través del personaje malvado, del trasgresor moral. Al fin y al cabo, en todo telespectador coexiste el doctor Jekyll y un Mr. Hyde, esas plasmaciones del superego y del ello» (Gubern, 2000:38-39).

La tele-jerarquización de acontecimientos y personas está directamente relacionada con la partitura misma del medio televisivo. En la medida de su fugacidad y heterogeneidad la imagen mediática (como en general la imagen pública) es «tonal». De un lado, configurativa y compositiva, «pone en escena»; de otro, «frecuencial», definida por la intermitencia y periodicidad de su circulación y de su consumo.

De tal manera, la televisión genera representaciones sociales sobre su propio valor, que se proyectan en la jerarquización de lo importante a partir de la densidad de su circulación comunicativa. «Es evidente que la televisión establece entre los hechos y las personas una jerarquía meritocrática que no depende de la sustancia de tales hechos o personas, sino de la frecuencia e intensidad de sus apariciones. Más apariciones equivalen a más valor, independientemente de la valía intrínseca del sujeto, y esta presión mediática es responsable de la inducción de la iconofilia o iconomanía en las audiencias, impregnada frecuentemente de componentes libidinales, pivotada en la admiración y celebración del sujeto comunicador» (Guber, 2000:53).

Así, al reatroalimentar el simulacro de «realidad» referencial que la define, la imagen televisiva es la que confirma la veracidad de los hechos, llegando incluso a producirlos, previamente diseñados para su espectacularización. El discurso televisual estatuye una realidad auto-referencial, auto-afirmativa. «El referente de un discurso no es, como a veces se dice, la realidad, sino su realidad, es decir, lo que elige o instituye como tal» (Ducrot, 1981:703). Esta auto-referencialidad se proyecta en la inscripción de lo que Roman Gubern llama en Eros Electrónico una «iconocracia» mediática. «Aquello que se ve existe y cuanto más se ve más existe y más importante es. Y de las exigencias de la iconocracia deriva la lógica del estado-espectáculo, con sus liturgias y sus ritos públicos, destinados a mantenerlo perpetuamente focalizado por parte de los medios de comunicación» (Gubern, 2000:53).

La «iconocracia», constituida por quienes más circulan en el medio, sedimenta «líderes mediáticos» que terminan fermentando patrones de comportamiento en la audiencia. Configuran, entonces, representaciones sociales articuladas como repertorios de referencia identificatoria que despiertan el deseo de reproducir las conductas de los modelos jerarquizados, dinámica identificatoria llamada en antropología «mímetismo de rango», difundiendo así programas de comportamiento y esquemas de conducta y visibilidad social: actitudes, protocolos y modalidades escénicas como el vestuario, el look, determinados modelos fisiognómicos, tipos anatómicos y representaciones del cuerpo, «aunque es bien sabido que cuando los modelos se popularizan y banalizan son abandonados por las élites. El acatamiento de un modelo jerárquico implica una admisión de la ejemplaridad de quienes los difunden. Y las gentes se peinan, se visten y hablan como sus ídolos, para sentirse copartícipes vicariales de su élite privilegiada» (Gubern, 2000:46). Consecuentemente, dinámica de exhibición y visibilización a partir de la reproducción de un tipo-ideal. «Esto es el look. Ser imagen, poseer valor de cambio, cotizarse en el mercado visual. Una vez más, he aquí el mecanismo publicitario, modelo rector del mundo electrónico. Ser es ser imagen seductora, ser deseado por la mirada del otro» (González Requena, 1995:137). Una búsqueda de lo corporal que, sin embargo, lo niega, no sólo en su propia desmaterialización tecno-comunicativa, sino también en tanto la propia fisiognomía queda supeditada a su regularización con respecto a los modelos mediáticos. «Entre la imagen televisiva (allí donde lo corporal se evapora) y el supermercado (lugar donde lo corporal se oculta para ser ignorado) median infinitos lugares donde los cuerpos reales combaten histéricamente por obtener las cualidades de la imagen electrónica o del plástico: se trata del ámbito de la cultura ligth: cuerpos que para exhibirse elásticos y ligeros buscan denodadamente descorporeizarse, negar su olor y su peso, disfrazar su textura y sus arrugas, identificarse en suma con los fantasmas plástico-electrónicos» (González Requena, 1995:137).

La difusión de los modelos fisiognómico-corporales mediáticos propone una interminable oferta de posibilidades transformativas encaminadas a una nueva representación del cuerpo, articulada en torno a los conceptos de reconstrucción y diseño corporal, basados en la modelación anatómica y el efectismo inter-personal. «Basta una incitación mediática para que se imponga determinado modelo de diseño corporal, aunque carezca de una funcionalidad biológica» (Gubern, 1995:44).

Toda una propedéutica narcisista, en el sentido planteado por Lipovetsky, que cubriendo desde el fisiculturismo y la preocupación dietética hasta la mercadotécnica del look, la estética corporal y la cirugía plástica, manifiesta la obsesión por la salud, la juventud y el hedonismo, filtrados en la oferta masiva de consejos dietéticos, estéticos, deportivos, eróticos y psicológicos. Una cultura del bienestar caracterizada por la proliferación de normas, informaciones técnicas y científicas que estimulan el «autocontrol» y la auto-reconstrucción (Lipovetsky, 1994).

La reiteración de estereotipos fisiognómicos, proyectados por los líderes mediáticos y los programas de diseño corporal, terminan germinando en el espectador dinámicas patológicas como las «dismorfostesias», o formas de preocupación morbosa y obsesiva acerca de la apariencia corporal que, en casos extremos, llegan a la «dismorfofobia», descrita desde 1886 por E. Morselli como una «fobia cuasidelirante, por la que el sujeto que la padece está persuadido de su fealdad y de tener un cuerpo anormal o deforme» (Gubern, 2000:49).

La fisiognómica

Si el «juicio» es la subsunción de un objeto en un concepto, de lo particular en lo general mediante la esquematización, asignación y predicación de ciertas propiedades o cualidades (esquema trascendental), entonces éste consiste en una dinámica clasificatoria generada por reglas que permiten la identificación categorial (Kant, 1977:64-68). De tal manera, todo juicio lo es con respeto a un tipo-ideal que se proyecta en la representación de prototipos ejemplares convertidos en modelos proyectivos. «Desde los grandes mitos homéricos, babilonios e hindúes sabemos que todas las sociedades han creado arquetipos humanos ejemplares y fantasiosos para identificarse con ellos o para proyectar sobre ellos sus deseos, angustias o frustraciones. En este sistema mitológico, los héroes y heroínas eran indefectiblemente personajes atractivos, porque su belleza física reflejaba metonímicamente sus virtudes morales» (Gubern, 2000:43).

El prototipo fisiognómico, de tal manera, se instaura como un referente interpretativo y conductual, un «texto-código» que regula la producción de las representaciones corporales. «Un rasgo característico de la cultura de orientación mitológica es el surgimiento de un eslabón intermedio entre el lenguaje y los textos; el texto-código. Se puede tomar conciencia de este texto como modelo ideal y ponerlo de manifiesto como tal (...) El texto-código es precisamente un texto» (Lotman, 1996:95). El cuerpo-texto código, entonces, es un architexto, en el sentido por Louis Marin, «el texto original de todo discurso posible, su “origen” y su medio de instauración» (Genette, 1989:9).

Además de materializarse en modelos canónicos de belleza, la conexión entre formas físicas, tipos anatómicos o fisonómicos, cualidades estéticas y virtudes morales ha sido objeto de estudio de la «fisiognómica» o «fisiognomónica», definida bien como una «ciencia que estudia la relación del carácter y el aspecto físico de los individuos y especialmente el carácter y los rasgos de la cara», o bien como un «arte de adivinar el carácter de acuerdo con los signos exteriores» (Caro Baroja, 1988:21).

La caracterización fisionómica se remonta a los orígenes de la literatura occidental. Ya la Iliada lo hace con Tersites en quien se asocian las malas pasiones con la cabeza puntiaguda, la calvicie, la bizquera y la cojera. Igual está presente en la plástica griega especializada en el retrato y la caracterización, según Plinio originada en Parrasio. Y de la misma manera se expresa en la escultura heroica y mitológica, abundante en la elaboración de arquetipos que asocian expresiones, caracteres, pasiones y situaciones de ánimo, fijación o cristalización expresiva, que tiene un origen escénico que se condensa de manera particular en la máscara teatral. Igualmente, la caracterización fisionómica era el «método» empleado por Pitágoras para seleccionar a sus discípulos y constituyó el cuerpo interpretativo «sintomático» de la medicina hipocrática.

La relatividad de los modelos referenciales se ilustra con la célebre anécdota del fisiognomista Zopyro, para quien Sócrates compendiaba los rasgos de la escasez de inteligencia; matriz categorial igualmente aplicada por Filemón a Hipócrates. De cualquier manera, en su Analítica Primera, Aristóteles afirma que «es posible juzgar el carácter del hombre por su apariencia física». Sexto Empírico definía el cuerpo como una expresión del alma, premisa que determina también las observaciones de Galeno y Polemón de Laodicea. Estas caracterizaciones se encuentran igualmente en la literatura astrológica y sus «tipos naturales» relacionados con una «fisiognomía etnográfica»: Manilio (Astronómica), Ptolomeo (Tetrabiblos) y Posidonio, quienes crean una tradición que converge con la «fisiognómica» a partir del siglo XVII, manifestada emblemáticamente en la obra de Gian Battista della Porta, el «príncipe de los fisionomistas» (Tratado de Fisiognómica).

En el medioevo los sistemas fisiognómicos se difunden por el mundo árabe y cristiano y se rastrean entre otros en Avicena (De animabilus), Averroes (Methereológica), Frahr al-din al-Razi -el más citado fisiognomista islámico-, Ibn Arabi, Ali Ben Ragel, Alberto Magno y Michael Scoto. En el Renacimiento los sistemas de caracterización están filtrados por la episteme descrita por Foucoult y articulada alrededor de las premisas de la semejanza, la vecindad, y la analogía (Las Palabras y las Cosas), con célebres representantes como el filósofo hermético Bartolomeo della Roca o Cocles, Ionannes de Indagine y Agrippa de Nettesheim. Siguiendo la tradición de Della Porta, en la corte de Luis XIV, Charle Le Brun publica sus ‘Coférences sur l’expression des différents caracteres des passions” y el ‘Traité de la Physionomie ou sur les rapports de la Physionomie de l’homme avec celle des animaux’. En el siglo XVIII, alcanzó gran popularidad la obra de «Lavater», Johann Caspar. También de este siglo data la «cranioscopia» de F.J. Gall quien más tarde escribe a cuatro manos una voluminosa obra donde se exponen y sustentan los axiomas fundamentales de la «frenología», así llamada por el coautor, J.G Spurzheim «las formas de la cabeza y del cráneo repiten, en la mayoría de los casos, las del cerebro, de suerte que permiten descubrir las cualidades, facultades y defectos de las personas, porque el cerebro por su parte se compone de tantos órganos particulares, como sentimientos y facultades diferentes tiene el ser humano» (Caro Baroja, 1988:237). En la segunda mitad del siglo XIX, el interés por la fisiognómica se concentra alrededor de la antropología criminalística italiana con la obra de Humert Lauvergne, la «fisiognómica de los asesinos» de Caspar, y la antropometría y fisiognómica criminal de Lombroso, cuyas afirmaciones se sustentan en la observación de 5.907 casos.

En definitiva, la aplicación de la fisiognómica a la identificación de la criminalidad es la resolución final del tejido de juicios éticos, estéticos, formales y tímicos con que se han validado modelos morales, emocionales y anatómicos, pero también la estrategia discursiva fundamental para descalificar cualquier manifestación excéntrica con respecto a tales arquetipos. «Desde época remota los griegos y los latinos, en sus piezas oratorias, sobre todo cuando atacaban, utilizaban argumentos fisiognómicos, para hacer desagradables, ridículos u aborrecibles a sus enemigos, describiendo los defectos de su cuerpo y su cara, comparándolos con animales o con gentes de razas que les parecían extrañas e inferiores» (Gubern, 2000:36).

La fisiognómica de lo ideal, de la misma manera que la «teratología», o análisis de lo monstruoso (entendido como irregularidad y/o excedencia frente al tipo-ideal), se termina orientando hacia una disciplina moral, basada en los sistemas de valores estabilizados históricamente en la sociedad. Y esto es así porque el conocimiento social (permeado siempre por la circulación y las densidades del Poder) establece homologaciones entre tipologías de juicios y tipologías de categorías de valor.

Estas categorías son construcciones socio-semióticas y por ello taxonomías relativas a las circunstancias históricas concretas del sistema social en que se definen. Sin embargo, se puede aventurar la reiteración de dos tipos de ellas, relacionadas a su vez con juicios valorativos construidos a partir de cualificaciones positivas o negativas, nucleadas en torno a las macro-referencias del bien, lo bello, la forma y la emoción. Categorías apreciativas, éticas y estéticas, que se mueven entre el elogio y la desaprobación, formulando juicios morales sobre lo bueno y lo malo, y juicios de «gusto» sobre lo bello y lo feo. Y categorías constatativas, morfológicas y tímicas, referidas a la verificalidad de lo «real», que formulan juicios formales sobre lo conforme y lo deforme, y juicios pasionales sobre lo eufórico y lo disfórico (Calabrese, 1994:108).

Los juicios expresivos, entonces, homologan distintas polaridades valorativas mediante estrategias discursivas susceptibles de interpretar en su dimensión axiológica. «La homologación no se verifica siempre de la misma manera. La construye el discurso; discurso que, por tanto, procede también a poner en orden los términos de categoría, partiendo normalmente de uno de ellos (...) Son pues, al mismo tiempo, las diferentes homologaciones y las diferentes perspectivas las que permiten construir diversas tipologías de sistemas axiológicos» (Calabrese, 1994:42).

El cuadrado semiótico

Greimas formula una estructura elemental de la significación llamada cuadrado semiótico8, consistente en una jerarquía relacional de meta-términos tal que el de mayor densidad sémica y menor nivel de generalidad determina y especifica al otro, configurando relaciones de contrariedad (el elemento y su contrario), de contradicción (el elemento y su negación) y de presuposición, implicación o subcontrariedad (si...entonces), llamadas «relaciones de primera generación».

Desde estas categorías canónicas se puede enfocar el relato como una secuencia de acciones o «enunciados de hacer» que modifican los «enunciados de estado», definidos como la convergencia o divergencia de un sujeto y un «objeto», o característica que lo cualifica. La actuación supone un «hacer ser» que produce un estado (o un cambio de estado, o una prevención de un estado nuevo) y se denomina «decisión», si se encuentra en la dimensión cognitiva del discurso; o, «ejecución», si se encuentra en la dimensión pragmática (Greimas, 1973:185-218).

Interpretar el relato como representación semiótica de las acciones, es decir, en su dimensión inter-accional, permite, por un lado, discriminar las modificaciones que las acciones producen en los estados de los sujetos y, por otro, definir la competencia previa y requisitoria de tales acciones. Esa competencia previa a la acción se analiza textualmente definiendo las «modalidades» como un abanico de relaciones entre el sujeto y el texto: relaciones del sujeto con su enunciado (modalidad como expresión de la actitud del hablante), con su hacer (modificación de los enunciados de hacer por los de estado y viceversa), con el objeto (objeto de valor modal) y, con los otros sujetos (circulación de valores modales intercambiables). Permite también este enfoque leer toda producción de enunciados como una forma de interacción social y todo enunciado como articulado por la intención de quien enuncia, buscando la transformación del estado de sus interlocutores (Lozano, 1993:56-62).

El entrelazamiento de una serie de estados y transformaciones a partir de la relación sujeto-objeto (y sus modificaciones) se denomina «Programa Narrativo» o «modelo de cambio de estado», constituido a nivel de la sintaxis narrativa de superficie por la unidad sintáctica mínima de un «enunciado de hacer» que rige un «enunciado de estado». Los programas narrativos se pueden discriminar según la naturaleza de la función transformativa (conjunción o disyunción, adquisición o privación, «fabricación» o «destrucción» de objetos-valores), según el valor asimilado al «objeto» (modales, descriptivos –pragmáticos, cognitivos-) y según la naturaleza de los sujetos que interactúan (los sujetos pueden ser distintos y asumidos por actores autónomos; o pueden estar presentes en un solo actor) (Greimas-Courtes, 1991:201-204).

La acción del sujeto está previamente determinada por su constitución bien como sujeto del querer hacer o del deber hacer, principios que lo instauran y regulan como sujeto competente. Si lo que hace ser es la competencia previa al hacer, comprende entonces los presupuestos y condiciones que posibilitan la acción y la actuación. De tal manera, la «competencia modal» consistirá en un complejo de modalidades jerarquizadas, determinativas del hacer del sujeto: el querer-hacer o el deber-hacer que determinan el poder-hacer o el saber-hacer (Greimas, 1973:164).

Greimas discrimina el complejo de las modalizaciones narrativas en tres niveles, formando dos de ellos la competencia del sujeto: modalidades virtualizantes del querer y el deber (hacer) que constituyen la estructura profunda y, modalidades actualizantes del poder y el saber (hacer) que constituyen la estructura semionarrativa; el tercero, materializa la actuación del sujeto en las modalidades realizantes del hacer y del ser que constituyen las estructuras discursivas de superficie (Lozano, 1993:75). De tal manera, las mutuas combinaciones de las polaridades canónicas definen cuatro procesos distintos: la actuación, la competencia, la veridicción y las modalizaciones factitivas9.

Las modalizaciones veridictivas caracterizan los enunciados de estado, esto es, la relación entre el sujeto y su «objeto» cualificativo. A lo largo de una secuencia narrativa los estados del sujeto pueden definirse de acuerdo con su «manifestación» (lo visible, comprensible e interpretable del estado del sujeto) expresada por el esquema parecer/no parecer, o de acuerdo con su «inmanencia» expresada por su esquema opuesto y complementario, ser/no ser. La veridicción es el resultado de la correlación de los esquemas de la manifestación y de la inmanencia.

Ser y parecer no son valores ontológicos o metafísicos, sino modalidades del «enunciado de estado», clasificaciones modales inscritas en la estructura misma del discurso. Así, la correlación entre sus esquemas dibuja cuatro figuras: la verdad, lo que es y parece; el secreto, lo que es y no parece; la mentira (ilusión), lo que parece y no es; la falsedad, lo que no parece ni es (no es). (Greimas-Courtes, 1991:64-65). La producción discursiva de «lo verdadero», de tal manera, es una operación cognitiva realizada por el enunciador, consistente, «más que en producir discursos verdaderos, en generar discursos que produzcan un efecto de sentido, al que podemos llamar “verdad”» (Lozano, 1993:75).

La veridicción, o hacer parecer verdadero es efecto de un contrato «mediante el cual destinador y destinatario manipulan estados de veridicción». De tal manera, el hacer persuasivo es un hacer cognitivo, está basado en un hacer creer (verdad) siendo por lo tanto su objeto la organización discursiva de la verdad, la falsedad, la mentira o el secreto (Greimas-Courtes, 1991).

El hacer hacer de las modalidades factitivas, por su parte, define la manipulación inscrita en el eje de la comunicación, donde se instaura el intercambio de objetos cognitivos o saberes entre enunciador y enunciatario, a partir de un «contrato fiduciario» que asigna (propone y reconoce) valor a lo intercambiado. Un contrato que el destinatario, inicialmente, tiene la libertad de aceptar o no, en cuyo caso puede ser conducido a no poder no aceptarlo, esto es, manipulado. La manipulación, entonces, tiene una faceta contractual que coexiste con su dimensión factitiva expresada en cuatro posibilidades: la intervención definida por un hacer hacer; el «impedimento» por un hacer no hacer; la no intervención o no hacer hacer; y el dejar hacer o no hacer no hacer (Lozano, 1993:81-82).

Esta configuración discursiva, contractual y modal, correlaciona la manipulación, la sanción y la acción, y supone la inscripción de las modalizaciones actualizantes del poder y el saber, «encaminadas a que el programa del destinador manipulador consiga que el destinatario manipulado haga». Cuando se basa en el poder puede ofrecer un don negativo, amenazando e intimidando al destinatario; o bien un don positivo, tentándolo. Cuando se articula en el saber puede provocarlo, ofreciéndole una imagen negativa de su competencia («es incapaz de hacerlo....»); o seducirlo reforzándola positivamente. Consecuentemente, el destinatario manipulado puede estar modalizado por un deber-hacer motivado por la intimidación o por la provocación; o por un querer-hacer que lo tentará o lo seducirá (Lozano, 1993:82-83).

Cambio Extremo

De acuerdo con lo señalado se puede interpretar una doble dimensión narrativa en el reality «Cambio Extremo». Por una parte, el relato mediante el cual se pone en escena la «historia» del concursante-personaje, su narrativa biográfica nucleada por el correlato emocional siempre negativo de su tipo fisiognómico-anatómico, y relatada como una acumulación de clímax cuya saturación final produce una transformación de la identidad, un cambio extremo. En términos generales, la sintaxis de esta narrativa articula tópicos diferenciables pero reiterativos, que podrían llamarse «programa retórico-narrativo», en cuanto están enfocados en «justificar» la intervención quirúrgica: presentación de los casos fisiognómico-anatómicos (dramatizados por la narración de un locutor Invisible) mediante una sinopsis de la situación del concursante/héroe-trágico; anclaje argumentativo de las motivaciones personales del concursante y de las descripciones-justificaciones del entorno socio-familiar, representado por la «pareja», los «hijos», los «padres», «los hermanos», «el mejor amigo», etc., lo que podría llamarse la esfera emocional íntima del concursante; mosaico de planos «médicos»: vendajes, hematomas, inflamaciones, etc.; y, en casos extremos de cambio extremo, como «¿Quieres tener una cara famosa?», (actualmente emitido por MTV), planos quirúrgicos con profusión de cortes, incisiones, tallados óseos, perforaciones, inserciones y toda una gama de fluidos y grasas que convierten el quirófano en una pasarela literalmente «descarnada». Así mismo se dan otros tópicos como: inserción de monólogos intimistas con el concursante/personaje llorando frente a la cámara, en primer plano, lo que instaura la conexión emocional con el tele-vidente; los planos «emotivos» intercalados de las distintas reacciones del «circulo privado familiar»; escenificación de la presentación del resultado de la cirugía, con estrategias retóricas de «suspenso» y dilatación narrativa como los primeros planos expectantes del circulo íntimo familiar; y, finalmente, iluminación del «clímax» mediante la combinatoria de primeros planos lloriqueantes y sonrisas desfiguradas con el abrazo melodramático que señala un final feliz. Y al siguiente se socializa el tras bambalinas del concurso, cerrando el bucle de la estrategia de familiarización con la yuxtaposición del Talk show (señalando de paso la matriz narrativa donde todo comenzó): el concursante exhibe su autoestima recién liposuccionada relatando el éxito social conseguido con el implante y agradeciendo a los cirujanos y, por supuesto a la programadora, porque no sólo le cambiaron la cara y el cuerpo, le cambiaron la vida. Ahora es otro.

Por otra parte, el cuerpo del concursante como objeto de una secuencia de transformaciones (adquisición/eliminación de atributos) marcadas por el «antes» y el «después» de la intervención re-constructiva del cirujano (la misma lógica de los info-comerciales de re-modelación anatómica), cuya motivación y causalidad se anclan en la conexión entre juicios estéticos, éticos y emocionales. Se da entonces una convergencia entre la temporalidad del personaje del relato y la temporalidad biográfica del concursante.

En la medida en que se inscribe textualmente el cuerpo mismo convertido en soporte y forma enunciativa, las modalidades discursivas de los «enunciados de estado» se yuxtaponen con valores ontológicos y con valores simbólico-sociológicos. Se construye así una narrativa en la que el concursante se estatuye en tanto sujeto a partir de similarizarse con un modelo estereotípico. «Cambio Extremo» relata la dinámica de una transformación corporal articulada con una transformación identitaria: la internalización en el sujeto- personaje de una identidad completamente exteroceptiva y centrípeta, construida mediáticamente a partir de una equivalencia axiomática implícita: belleza = autoconfianza = reconocimiento social = felicidad. «El cuerpo social condiciona el modo en que percibimos el cuerpo físico. La experiencia física del cuerpo, modificada siempre por las categorías sociales a través de las cuales lo conocemos, mantiene a su vez una determinada visión de la sociedad. Existe pues un continuo intercambio entre los dos tipos de experiencia de modo que cada uno de ellos viene a reforzar las categorías del otro» (Douglas, 1978:89).

En primera instancia, se hace explícito un cuadrado categoríal específico que regula la transformación corporal: una relación de contrariedad o de oposición , mediante la cual la presencia de una categoría remite a su contrario y viceversa (Feo/Bello); una relación de contradicción que supone la relación entre un categoría y su negación (Feo/No Feo; Bello/No Bello); y, finalmente, una presuposición que implica la subcontrariedad o conectividad consecuencial de las categorías (si bello, entonces no feo; si no bello, entonces feo, etc.).

«Cambio Extremo» maneja una peculiar conexión lógica entre las categorías, a partir del eje semántico belleza (connotado con el campo semántico «éxito/felicidad»). Así, el ser feo no remite a su contradicción lógica como resultado de la transformación (feo/no feo), sino a una relación de contrariedad tal que no se pretende (luego de la intervención quirúrgica) ser no feo, sino ser bello. Dado que el modelo referencial de esta transformación es una construcción mediática mercadotécnica, la fealdad misma no importa como referente argumentativo (en tanto no se implica con su contradicción, ser no feo, sino con su contrariedad, convertida así en eje referencial, ser bello). Y en cuanto esa categoría de belleza no tiene que ver con la proporcionalidad antropométrica de cada participante, sino con su hacer parecer, o «reduplicar» un cierto modelo «colectivo» (y abstracto) de belleza, el concepto mismo de sujeto adquiere otra dimensión, queda «sujetado» a un referente identificatorio excéntrico con respecto a su propia individualidad, un Otro socialmente mediatizado que termina desplazando el yo subjetivo, individual y diferencial. La inmanencia queda encubierta por la apariencia. Triunfa así la lógica del simulacro.

En el caso de «Cambio Extremo» la manipulación contractual que rige la transformación del concursante/personaje (discursiva y, en efecto, física) se basa en un doble anclaje soportado en la ecuación señalada: bello=feliz; feo=infeliz. Se amenaza con la invisibilidad social y personal si se continúa siendo feo, y se seduce con la contraoferta que, mágicamente, resolverá toda la problemática melodramática que se ha espectacularizado. Es decir, la lógica persuasiva está regida por la dialéctica intimidación/provocación, donde se privilegia el simulacro a partir de la advertencia del don negativo que marcará al sujeto de no aceptar acomodarse reduplicativamente al «modelo»: la muerte social (la soledad, la invisibilidad, la infelicidad).

Desarrolla también Greimas la categoría de «anti-sujeto» como un actante funcional que establece una relación de contrariedad con el sujeto y se antropomorfiza en forma de conflicto. «La relación de presuposición recíproca, simétrica, conflictiva, que caracteriza a la pareja sujeto/anti-sujeto permite dar una representación más adecuada de las relaciones intersubjetivas hechas de conflicto y tensiones» (Greimas-Courtes, 1991:21).

El anti-sujeto es inscrito por un acto cognoscitivo de reconocimiento por parte del sujeto, quien, primero, identifica sus competencias a partir de la representación que de él hace en su espacio cognoscitivo, el simulacro del otro, caracterizado por una configuración pasional estereotipada (celoso, valiente, colérico, etc.); y, segundo, asume un registro de sus propias competencias para evaluar con respecto a ellas la competencia presumida al otro (amenaza, aliado, etc.). «La evaluación que hace el sujeto muestra que este acto de reconocimiento consiste también en reconocerse a sí mismo, en asumir las competencias modales del poder-hacer y del no poder-hacer» (Greimas-Courtes, 1991:21).

Establecida la ecuación entre ser y parecer, a partir de la estigmatización de lo feo como rasgo diferencial del «protagonista», éste determina su poder-hacer con respecto al supuesto poder-hacer asignado al modelo prototípico: «tales rasgos posibilitan tales acciones». Pero, en tanto su propio tipo fisiognómico-anatómico es una desviación, por exceso o por carencia, del estereotipo (presentado como prototipo), implica un no poder hacer y con ello un obstáculo para su poder-hacer. Él mismo como obstáculo para converger con su objeto de valor: ser bello. Se yuxtapone así su competencia con la del modelo ideal y el concursante se convierte en su propio anti-sujeto, lo cual justifica circularmente la transformación del ser en parecer, dado que se ha partido precisamente de tal equivalencia.

El reality, entonces, es un generador de mitificaciones mediáticas construidas alrededor del efecto de familiaridad y articuladas con la intención de justificar el cambio extremo por la desdichada situación del protagonista, cuya «fealdad» lo ha sumido en la soledad y la frustración. «Cambio Extremo» teje una fabulación mitagógica en torno a estereotipos corporales. En su «programa narrativo» la mediación cognitiva semantiza la felicidad personal y el éxito económico como resultado de la posesión de ciertos atributos físicos, correspondientes a rasgos estereotípicos de un modelo mediático mercadotécnico, cuyos espacios paradigmáticos son los reinados, las pasarelas, el ecosistema publicitario y, por supuesto, el propio medio televisivo.

Los info-comerciales disfrazados de Talk-show tipifican esta trama narrativa preponderante, la constante referencia a un modelo de cuerpo, estereotipo de lo deseable-comercial, cuerpo-mercancía esculpido para la cámara, anatomía idealizada y fantasiosamente accesible mediante el consumo de la abrumadora oferta de productos, métodos, mecanismos y adminículos ofrecidos para conseguir una figura espectacular y espectacularizada, desde las pomadas dermoactivas, la gimnasia pasiva con descargas eléctricas para reducir peso sin sudar y los múltiples aparatos nomádicos que funcionan como gimnasio, hasta las plantillas energéticas, las pastillas eliminadoras de grasa y una infinita variedad de dietas, pasando por diseño de sonrisas, programas de gimnasia controlada, aeróbicos, cámaras de bronceado, implantes de todo tipo y lipoesculturas. La constante retroalimentación de imaginarios mediáticos donde lo anatómico es correlato de lo mercadotécnico y el cuerpo un «producto», en todos los sentidos de la palabra. «En los rasgos del rostro, en el sexo, en las enfermedades y en la muerte, la identidad está perpetuamente alterada; se trata del cuerpo como destino, que debe ser conjurado a cualquier precio en la apropiación del cuerpo como proyección de uno mismo, en la apropiación individual del deseo, de la apariencia, de la imagen: cirugía estética en todas las direcciones. Si el cuerpo ya no es lugar de alteridad, sino de identificación, entonces es preciso urgentemente reconciliarse con él, repararlo, perfeccionarlo, convertirlo en un objeto ideal. Cada uno de nosotros (...) lo asume como fetiche, convirtiéndolo en objeto de un culto autista, de una manipulación casi incestuosa. Y la semejanza del cuerpo con su modelo es lo que se convierte en fuente de erotismo y de seducción blanca –en el sentido en que se practica una especie de magia blanca de la identidad, en oposición a la magia negra de la alteridad» (Baudrillard, 1996:168).

Los juegos de luces y las anatomías de quirófano, los video-clips y los compendios de fisico-culturismo y liposucción, el imperio de las reinas-modelos-presentadoras de silicona, sedimentación final de la oferta de cuerpos estereotípicos, prefabricados o reconstruidos, «implantados» y excesivos, moldeados y modelados para su consumo y reproducción, variación regular de las ofertas anatómicas y proliferación de modelos y series, las mismas lógicas que determina la «alta costura» (Lipovetsky, 1994). La cirugía plástica como panacea y la estereotipación anatómica-fisiognómica, actitudinal y conductual como cualidad. En este circuito «Cambio Extremo» es el último paso de la lógica del info-comercial sobre re-modelamiento del cuerpo.

Prescrito en el cuerpo

Si se interpreta el cuerpo-texto del concursante como manifestación de un exceso en el contenido, en la estructura de representación y en la cualidad de consumo, ello dibuja una condición limítrofe del registro identificatorio del sujeto, que interrelaciona un carácter formal a nivel anatómico-fisiognómico, un registro caracterológico a nivel psicológico, y un registro valorativo, jerarquizante y simbolizante a nivel sociológico.

Por un lado, la transformación de los límites de la equivalencia identidad=tipo fisiognómico, en la yuxtaposición del ser y el parecer, el parecer ser otro. Por otro lado, la identidad interpelativa del sujeto, su «ser reconocido como», su visibilización social, son forzados al límite de desvanecer sus rasgos particulares, distintivos, asimilados a un modelo fisiognómico corporal estereotípico, homogéneo, duplicativo. Esta fragmentación, sin embargo, se articula y núclea alrededor de una intencionalidad comercial. El modelo está configurado con un propósito (y un origen) publicitario, mercadotécnico.

Existe una «trama», un drama que se resuelve al final, cuando el «personaje» ha sido transformado a «imagen y semejanza» del modelo ideal, siempre reconstruible en la anatomía del concursante pero completamente indecible en tanto totalidad de lo «bello». Esta categoría de belleza se articula a partir de rasgos «mercadotécnicos», nucleada en la afectación tímica (incertidumbre, malestar) del protagonista consigo mismo. Es debido a su inseguridad identificatoria (no se siente bien con su propio cuerpo), a su baja autoestima, apoyada en una inseguridad frente a su rol colectivo y a su ser percibido colectivamente (no se siente bien porque no le gusta a los «otros»), que los participantes buscan una identidad «reconocida positivamente a nivel social»; reconocimiento, por demás, inscrito en la red modélica de lo publicitario y retocado mediante artilugios efectistas: iluminación, encuadre, photoshop, edición digital, etc., el cuerpo-mercancía convertido en cuerpo-anzuelo. Es decir, el «protagonista» trata de identificarse no con lo que supuestamente le gusta a él sino con lo que cree que le gusta a los «otros», al Otro. Pero un Otro anónimo y abstracto, un referente simbólico diseñado, una construcción mediática de representaciones colectivas.

Se parte, entonces, de un modelo invisible y abstracto, apoyado en un tipo antropométrico nunca explicitado, de acuerdo con cuyas características cada individuo será manipulado y retocado para aproximarlo al esquema ideal; y, de una supuesta intencionalidad del concursante, quien «libremente» elige ser objeto de transformaciones. El concursante «desea» ser alguien distinto. Ya no quiere ser quien es, quiere ser otro. Se argumenta de tal manera la intencionalidad del concursante para «dejar de ser», para ser otra identidad reconfigurando su tipo fisiognómico. Esa intencionalidad se resuelve en su posibilidad de escoger los cambios que quiere. El concursante elige entre tipos de fragmentos con los que se ensamblará su nuevo tipo fisiognómico y con ello una nueva identidad (se supone, es lo que se semantiza y mistifica): tipos de narices, tipos de senos, tipos de párpados, tipologías de estereotipos, por demás, reproducidos serialmente. Su ensamblaje no es otra cosa que un reiterado y siempre fallido circuito de estandarización fisiognómica.

La diferenciabilidad expresada por los rasgos individuales, los que hacen a cada quien irrepetible, se difuminan en rasgos estereotípicos, previstos, pre-visualizados y pre-diseñados en el modelo, que acerca así lo individual-diferencial al tipo-ideal, convirtiendo el exceso en límite absorbible, homogeneizado, borrado en su identidad, evanescido.

El tipo-ideal referencial es construido analíticamente, a partir de fragmentos normativos y normatizados que constituyen el referente de iconicidad de cada fragmento (la nariz perfecta, los ojos perfectos, la boca perfecta, los senos perfectos, etc); y es encarnado constantemente en los líderes mediáticos, que terminan condensando metonímicamente un juicio cualificativo, un repertorio de ejemplos que materializan cada fragmento ideal (aquel tiene la sonrisa perfecta, esta otra la elegancia perfecta, o la sensualidad, etc.) La naturaleza fragmentaria de tal tipo-ideal hace igualmente fragmentaria su transmisión mediática, aunque recurrente e insistente, lo que termina configurando la idealidad del modelo.

Sin embargo, en la medida de su abstracción, en la medida de su intangibilidad, la suplantación siempre será incompleta, inacabable, susceptible de incrementar y densificar cada vez más los grados de inconicidad (su con-formidad con el modelo), susceptible de perfeccionar cada vez más la nariz, los glúteos, el vientre. El líder mediático, así, ilustra el modelo ideal a partir del supuesto de proyectar esa «densidad» referencial: la mayor cantidad de rasgos modélicos que acumula; es decir, a partir de su supuesta cualidad «prototípica» y de su alta gradación de «prototipicidad» (en muchos casos simple simulación efectista mediante estrategias de iluminación y retoque, el plano adecuado, el mejor ángulo, el maquillaje, etc.).

Pero el proceso no es otro que una acumulación de fragmentos modélicos. Cuando hablamos de fragmentos o piezas que se reproducen para ensamblar, entramos a la esfera de la producción serial y la estandarización. Si un prototipo es un modelo que contiene los rasgos fundamentales que permiten distinguir un individuo o espécimen como miembro de una categoría, clase o especie, la acumulación de la mayor cantidad de rasgos en el espécimen es todo lo contrario, una saturación de características que sobremodula lo prototípico, desviándolo hacia el artificio decorativo de lo accesorio: un estereotipo ornamental, para el caso, de origen mercadotécnico y publicitario, articulado alrededor de la exaltación y sublimación de lo definido como cosustancial, lo que Péninou llama a propósito de la semiótica publicitaria, la esencia. «Encargados de manifestar la cualidad primordial, la perfección intrínseca, la indisoluble fusión de valor y objeto, pretenden expresar, no la vida, sino la esencia, es decir una exención intemporal de toda contingencia: escenario, paisaje, anécdota. Al buscar la manifestación de esa cualidad consustancial al ser, reclaman la extirpación total del marco, la captación absoluta del Ser por el objeto» (Peninou, 1976:116).

Por demás, bajo la idea de la cirugía «correctiva» como «retoque» se instaura una peculiar dinámica que interpola las lógicas del fragmento y el detalle. Se retoca el detalle (la nariz torcida, la escasez de senos, los glúteos caídos, el volumen de los labios, etc.) pero a partir de referentes fragmentarios, los de cada tipo ideal del rasgo. El mentón, la nariz, los pómulos, supuestamente se inscriben en la proporción adecuada de los diferentes componentes fisiognómicos o corporales (operando entonces con la relación detalle-totalidad presente), pero lo hacen a partir de esos componentes tomados idealmente (ausentes), la nariz perfecta, el mentón perfecto, los pómulos perfectos; es decir, en tanto fragmentos estereotípicos. Se intercala el pedazo, se inserta, se incrusta y, muchas veces, se enquista.

La inscripción del modelo en el cuerpo no supone la reproducción integral de los rasgos referenciales sino una repertorio de intervenciones puntuales, integradas por la lógica del detalle a nivel de intervención, pero ambiguamente también por la lógica del fragmento, dado que se trata de «reproducir» una matriz referencial ausente, a través de la manipulación del detalle, mutado así en fragmento. La dinámica re-constitutiva del detalle se disuelve entonces en la dinámica re-constructiva del fragmento.

«Cambio Extremo» es un compendio de ejercicios sobre el tema de un modelo fisiognómico-anatómico que parte de la anatomía del concursante-personaje como «encarnación» de una excedencia o una carencia de los detalles del modelo-tipo, un repertorio de desviaciones, intervenidas como manipulación de fragmentos con intenciones re-constructivas respecto al modelo ideal y de cuya abstracta referencia el cirujano es un estilista, en todo el sentido de la palabra y, el concursante, la superficie maleable sobre la que ejecuta la partitura de sus variaciones de estilo.

Desde el nombre del reality, «Cambio Extremo», se explicita su intencionalidad discursiva: forzar los límites de la identidad estableciendo la oscilación entre el reconocimiento de la «matriz fisiognómica» del sujeto y su modulación o adecuación a los parámetros formales de una categoría antropométrica pre-determinada como regla acumulativa de rasgos anatómicos, un «estereotipo». Entendida, entonces, tal re-configuración como una «corrección» frente a la «desviación» del modelo. Tales parámetros visibilizan por lo menos dos referentes:

El cuerpo intervenido/modificado, como producto reconstruible, materia prima de ensayos estereotípicos que reproducen las características del modelo, su posibilidad transformativa y su carácter de collage, la transitoriedad, fugacidad y evanescencia del «tipo fisiognómico» (entendido como matriz referencial-identificatoria del sujeto), su difuminación en la simulación -o mejor, en el simulacro-; un modelo maleable del cuerpo hecho de fragmentos que simulan ser detalles, un cuerpo-mosaico, impregnación de lo que Moles llamara, en «Sociodinámica de la cultura», una «cultura mosaico».

Y la propia identidad, en tanto duplicación del modelo, «copia» y con ello difuminación. La exaltación del parecido al modelo como garantía de «reconocimiento» social (metonímicamente condensado en los macrosemas del «éxito» económico y la felicidad), esto es, la exaltación de un principio de «serialidad» como argumento de la visibilidad social, a partir de una dinámica de simbolización que funciona como una presión hacia el límite de la propia identidad, en la que lo «artificial-accesorio» se proclama como referente ejemplar y, por supuesto, mecanismo de distinción simbólica. Y la exaltación de un principio de «formalidad» tal que la «apariencia» atraviesa las esferas de lo público (mediática y físicamente construido) y, lo privado, no sólo espectacularizado, sino además estigmatizado y convertido en justificación del proceso de duplicación. La desgraciada vida personal y social del individuo amerita una solución, su adecuación, su con-formación.

El hiperrealismo del exceso espectacularizado, la sobre-estimulación, la sobre-exposición, la sobre-codificación, se ilustran paradigmáticamente en, «¿Quieres una cara famosa?», donde el «personaje» sometido a la cirugía va más allá (¿o más acá?) del modelo ideal abstracto y lo metonimiza en el líder mediático mismo. Su propósito no es sólo ser bello sino ser bello como Otro. Ser, en resumidas cuentas, no sólo distinto a quien era, sino «igual» al líder mediático escogido como modelo concreto. No ser para ser Otro, negación de identidad, excedencia de mimesis, suplantación ilusoria ejemplificada al límite por la concursante que se «hace» labios, senos, pómulos, nariz y liposucción para quedar «igual» a Breatney Spear porque se dedica a imitarla en shows teatrales y quiere ser su doble «más parecido», su «mejor doble».

De cualquier manera un cuerpo hecho de retazos de cuerpos, un cuerpo ensamblado a partir de pedazos multi-referenciales, un cuerpo desmembrado y constantemente recompuesto, intermitente, episódico y transitorio, porque siempre podrá perfeccionarse más, aún a pesar de que se soporte sobre la radiación de fondo del colapso de la internalización de lo exógeno: el rechazo del implante, la filtración de la prótesis, la infección masiva, en el mejor de los casos, el «derretimiento» de lo modelado con el consiguiente efecto deformativo, lo que ilustra cómo tras lo bello ideal habita la inminencia de lo monstruoso, la negación de lo somático a ser artificialmente absorbido.

Y la muerte como resultado final de la estupidez, porque a fin de cuentas ello no sucedería si las personas se pusieran en «buenas manos», porque son procedimientos que no pueden ser ejecutados por cualquiera sino por los especialistas, los «reconocidos» (no casualmente los más costosos). Muerte o deformación, aún a pesar de que le suceda con escandalosa frecuencia a los «expertos», efecto irreversible minimizado con la misma retórica en la que se engendró el artificio: lo accidental. Pero después de todo, reza el metatexto, tal es el riesgo de estar vivos. Siempre podrá emerger lo inesperado y no por ello hemos de satanizar las bondades de los resultados. Que la liposucción sea total y exprima hasta el último aliento, no importa. Sean positivos, recuerden que la mayoría no muere.

Fantasía eufórica para la pasarela del quirófano electromagnético, el cuerpo ideal construido y transmitido por el entorno tele-publicitario, del cual «Cambio Extremo» constituye una variante in extremis, es desmesurado pero fragmentado, espectacular pero irreal, impactante pero efímero, seductor pero pre-fabricado y obsolescente. El cambio extremo termina siendo incandescente y efímero, instantáneo pero transitorio, accesorio y furtivo como los filamentos del flash, como la moda misma, su contexto y su finalidad. Y «Cambio Extremo», una re-fabulación perversa y comercial del «patito feo», inscripción de un desacralizado travestismo que imposta la identidad en el circuito de la imagen mediática: de Jack el Destripador al síndrome de Scarface. «Sometida su programación al riguroso cómputo de sus audiencias, cualquier iniciativa de desorden cultural tiende pronto a ser domesticada por la rentabilidad, como ocurrió con los reality-shows, que convirtieron a las tragedias cotidianas de la vida, autentificadas pasionalmente por la sangre, las lágrimas y el semen, en espectáculos de masas. Hubieran podido ser escenificaciones críticas de las frustraciones de la vida cotidiana, pero se transmutaron en vertederos de las peores pulsiones del ser humano» (Gubern, 2000:57).


1 Profesor Departamento de Lingüística, Comunicador Social, Maestría en Sociología, Candidato a Doctorado en Historia, Universidad Nacional de Colombia.

2 «Popular. Con frecuencia utilizado como adjetivo encargado de calificar algunos objetos de la “nueva historia” (por ejemplo, la literatura, la religión, o la cultura popular). La palabra, bajo la forma de un sustantivo (lo popular) ha venido a designar un conjunto cultural particular por sus condiciones de producción, de circulación o de consumo. Dos hechos han influido fuertemente para concentrar la atención de los historiadores, pero también (y a menudo antes que ellos) de los etnólogos y los sociólogos, sobre formas culturales situadas fuera o al margen de los modelos cultos y letrados: por un lado, el surgimiento de una cultura de masas sostenida por la escolaridad casi universal y el triunfo de los medios de comunicación, y por el otro lado, la voluntad de duplicar la descripción de las diferenciaciones socioeconómicas por las desviaciones culturales» (Roger Chartier (‘La Nouvelle Histoire’), citado por Bolléme, 1990:62).

3 Su primer número se publicó el 15 de Enero de 1929.

4 Categoría también empleada por Antoine Meillet, antiguo maestro de Febvre.

5 Lectura del pasado a partir del presente, hacia atrás, no desde atrás. Método así llamado por F.W Maitland.

6 Además de la influencia del concepto de «representaciones colectivas», Durkheim está presente en cuanto al método comparativista.

7 Fundador del Instituto de Filmología de París.

8 A partir de la teoría general de los sistemas de Christopher Zeeman, que esquematiza en la noción de «fenómeno crítico» la teoría de la «catástrofe» de René Thom (A.J.Greimas.J.Courtés, 1991:163-69); y de la lectura del hexágono lógico de Blanché y Brondal (Ducrot y Todorov, 1979:139-142).

9 Enunciados de hacer modalizando enunciados de ser configuran la actuación; enunciados de ser modalizando enunciados de hacer configuran la competencia; enunciados de ser modalizando enunciados de ser configuran modalidades de veridicción o veridictivas; y, enunciados de hacer modalizando enunciados de hacer configuran modalidades factitivas.


Bibliografía

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