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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.63 Bogotá Jan./June 2007

 

Cuerpo personal y cuerpo político. Violencia, cultura y ciudadanía neoliberal1

Personal and Political Body, Violence, Culture and Neoliberal Citizenship

Corpo Pessoa e corpo político. Violência, cultura e cidadania neo-liberal

Myriam Jimeno2

Universidad Nacional de Colombia msjimenos@unal.edu.co

Recibido: 15 de enero de 2007 Aceptado: 30 de marzo de 2007

 


Resumen

El artículo se pregunta por las relaciones entre experiencias en la esfera privada y el comportamiento en la vida pública. El punto conceptual de partida es la proximidad posible entre el cuerpo personal y el cuerpo político. En particular se plantea de qué manera se afecta la acción como ciudadanos de las personas que han experimentado violencia personal. Como lo plantea Federico Neiburg, las visiones normativas descalifican la combinación entre política y conflictos personales tratándolos como sobre vivencias de un pasado premoderno y describiéndolos como espectáculo. La buena política es imaginada «como el dominio de hombres y mujeres racionales y abstractos, libres de lazos personales». Justamente en la exacerbación del modelo neoliberal de individuo racional, aislado, se hace más difícil apreciar la forma en que ciertas experiencias de construcción de significado en la vida privada se proyectan sobre la pública. Por ello este texto se orienta a discutir algunos lugares comunes con los que asociamos la acción violenta, pues nos permiten sobrepasar, en lo posible, una estrecha concepción de ciudadanía, individualista, economicista o minimalista.

Palabras clave: ciudadanía, violencia doméstica, acción pública.

 


Abstract

This article asks questions about the relationship between private experiences and the behavior in public life. The conceptual point of origin is the possible proximity between the personal and political body. Particularly, the question is asked in which way the actions of citizens that have experienced violence are affected. As Frederico Neiburg proposes, normative visions disqualify the combination of politics and personal conflicts, treating them as survival of a premodern past and describing them as a spectacle. Good politics is imagined “as the dominion of rational and abstract men and women, free of personal connections.” Exactly in the exacerbation of the neoliberal model of the isolated, rational individual it is more difficult to appreciate how certain experiences of constructing meaning in private life are projected onto public life. That is why this text is oriented at discussing some commonplaces with which we associate violent action, because they allow us to go beyond, whenever possible, a narrow conception of individualist, economicist or minimalist citizenship.

Key words: citizenship, domestic violence, public action.

 


Resumo

O artigo pergunta-se pelas relações entre experiências na esfera privada e o comportamento na vida pública. O ponto conceitual de partida é a proximidade possível entre o corpo Pessoal e o corpo político. Em particular se expor de que maneira afeta-se a ação como cidadãos das pesoas que tem tido experimentado a violência Pessoal. Como expor Federico Neiburg, as visões normativas desqualificam a combinação entre política e conflitos pessoais tentando-os como sobre vivências dum passado pré moderno onde se descreve como um espectáculo. A boa política é imaginada «como o domínio dos homens e das mulheres racionais e abstratos, livres de laços pessoais». Justamente na exacerbação do modelo neo-liberal do individuo racional, isolado, se faz mais difícil apreciar a forma em que certas experiências de construção de significado na vida privada projetam-se na pública. Por isso este texto orienta-se a discutir alguns lugares comuns con os que associamos a ação violenta, pois permitem-nos superar, no possível, uma estreita concepção de ciudadanía, individualista, economicista o minimalista.

Palavras chave: cidadania, violência doméstica, ação pública.

 


Presentación

Hace algunos años conversamos con un número importante de individuos de bajos recursos en Bogotá y en un área rural colombiana sobre la experimentación o no de situaciones que las personas juzgaban como de violencia. Sin mayores sorpresas, constatamos que tanto los hombres como las mujeres que afirmaron haberlas vivido consideraron que las más significativas eran los malos tratos en su hogar, bien en el de su niñez o el actual (Jimeno et al., 1996; 1998). Las evocaron de manera vívida y las narraron con detalles desgarradores. Lo llamativo en sus relatos fue que entre los efectos más importantes de esa experiencia mencionaron la desconfianza. Luego dijeron que eludían las relaciones con sus vecinos por temor a verse envueltos en conflictos, y finalmente respondieron sobre una marcada desconfianza en la autoridad encarnada en las instituciones de protección ciudadana: policía y sistema judicial. Es decir, su participación ciudadana y su recurso a la autoridad institucional, por ejemplo bajo la forma de denuncias por agresión, y otras formas de participación se veían limitadas por su experiencia doméstica previa. A partir de allí, me he preguntado sobre las relaciones entre experiencias en la esfera privada y el comportamiento en la pública, por la proximidad posible entre el cuerpo personal y el cuerpo político. En particular, si se encuentra tal relación, ¿de qué manera es afectada la acción como ciudadanos de las personas que han experimentado violencia personal?

Como lo plantea Federico Neiburg, las visiones normativas descalifican la combinación entre política y conflictos personales, tratándolos como sobrevivencias de un pasado premoderno y describiéndolos como espectáculo. La buena política es imaginada «como el dominio de hombres y mujeres racionales y abstractos, libres de lazos personales» (Neiburg, 2003:1). Precisamente en la exacerbación del modelo neoliberal de individuo racional, aislado, se hace más difícil apreciar la forma en que ciertas experiencias de construcción de significado en la vida privada se proyectan sobre la pública. Por ello, este texto se orienta a discutir algunos lugares comunes con los que asociamos la acción violenta, pues nos permiten sobrepasar, en lo posible, una estrecha concepción de ciudadanía, individualista, economicista o minimalista.

Tomo la acepción corriente de ciudadano como un sujeto de derechos políticos y sociales que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del país, para contrastarla con las implicaciones de las experiencias de violencia doméstica. Considero que la visión neoliberal minimalista y reduccionista de ciudadano, con su obsesión con la razón y la racionalidad (Comaroff y Comaroff, 2004), ignora la experiencia de violencia como una experiencia emocional y cognitiva que trae consigo efectos sobre la forma en que apreciamos e interactuamos con otros y participamos en la acción en la sociedad. Propongo que la pieza central de las experiencias cognitivo-emocionales de violencia en la intimidad –y tal vez en lo público– es una arraigada desconfianza en la capacidad mediadora de la autoridad en los conflictos. La autoridad es reconocida sólo por sus atributos coercitivos y no por los persuasivos. Esto supone un retraimiento de las personas en sus propias capacidades de solución de conflictos y recelos múltiples frente a la participación colectiva. De esta manera, el abordaje neoliberal a la violencia doméstica desprecia sus efectos sociales y contribuye al enclaustramiento social de las víctimas en su condición de lesionadas.

Mentes enfermas

Desde el sentido común prevaleciente, se entiende la violencia como una anomalía personal, como una enfermedad. En octubre del año 2001, Colombia fue sacudida por la muerte de la ex ministra de Cultura Consuelo Araújo a manos de una columna guerrillera que la había secuestrado. Una inteligente columnista del diario más importante del país escribió que este crimen mostraba que:

Las guerrillas, como los paramilitares, ya atravesaron las barreras éticas más elementales [...] Los argumentos políticos, la palabrería no importan: el hecho es que se han convertido en movimientos que atraen psicópatas y que, con sus formas de obrar, con sus instrucciones y sus argumentos, estimulan actos psicopáticos (El Tiempo, 2001; énfasis propio).

Y continuó, «por supuesto, la psicopatía tiene causas». Para ella, sin duda, los culpables son la miseria y la exclusión, que favorecen la reproducción de la violencia mediante la familiarización de los niños con «actos de horror». Estos factores también le sirven de disculpa para que «unos cuantos psicópatas armados nos representen».

En noviembre de 2003, a raíz del atentado contra dos bares en Bogotá atestados de jóvenes en rumba de viernes por la noche, El Tiempo tituló en grandes letras su comentario editorial: «Mentes enfermas» (2003). Un lector desprevenido pensará que aquel no fue un acto de frío cálculo, con la intención específica de producir miedo, avasallar a la población civil y desmentir al gobierno en sus pregonados triunfos antisubversivos. Pensará que fue el resultado de un psicópata y no el producto de una elección intencional de alguien que opta por usar la violencia entre un repertorio de otras posibilidades, justamente por su alta eficacia expresiva y su capacidad de atemorizar y subyugar.

Por todos lados encontramos afirmaciones que dan como verdad cierta que la violencia nada tiene que ver con nuestras relaciones cotidianas y nuestros aprendizajes, sino que proviene de la lejana entraña de tierras salvajes y de manera imprevista nos asalta. Se suele pensar que esas furias también residen dentro de nosotros mismos, en la forma de instintos primitivos o de la enfermedad o locura de una persona o un grupo social. Así, la violencia se asemeja a las erinias, aquel personaje-grupo que según Esquilo era el viejo brote de un antiguo pasado. Conformadas por mujeres provenientes de la entraña de la tierra, nacidas para el mal, las erinias perseguían a los culpables de crímenes horrendos sedientas de venganza. Encono de mortales y de los dioses, eran el numen vengativo que tenía una misión fatal: aniquilar al culpable. Tal como las erinias, se supone que la violencia está fuera de la sociedad y la cultura, pero al mismo tiempo proviene de lo íntimo de nosotros, de una entraña enferma o culpable. Al verla así, poco nos queda por hacer, excepto refugiarnos bajo la protección de alguna Atena. Justamente la expansión del sentido común neoliberal, con su redefinición de la idea de ciudadanía y participación ciudadana de manera estrictamente individualista, evita considerar a la violencia como un tipo particular de acción social, así como tampoco considera las implicaciones sociales en quienes la sufren. Contribuye así a reforzar la vieja idea de la violencia como una falla individual o una anomalía inmemorial.

El argumento que exploro aquí es la existencia de una cierta correspondencia entre lo que le sucede al cuerpo personal y al cuerpo político (Herzfeld, 2001), tanto en quienes ejercen la violencia, como en aquellos que la sufren. La naturaleza de la violencia es su capacidad instrumental, como lo demostró con tanta lucidez la filósofa Hannah Arendt hace más de tres décadas (1970). Su uso se multiplica, no por la enfermedad de sus empleadores, sino porque, salvo casos raros y extremos, obedece a la implacable claridad de que sirve para destruir o someter al individuo. Puede ser puesta en marcha de manera fría, calculada y planificada, de manera burocrática, por personas de la mayor normalidad (Arendt, 1970), en procura de romper de manera simultánea la psiquis personal y los lazos de cohesión y confianza en otros que sostienen la participación ciudadana.

La muy frecuente adjudicación de los actos de violencia a razones por fuera de la sociedad y la cultura, su reducción a un acto demencial de ciertos individuos o grupos sociales, desestima el examen de los contextos sociales de su producción (Jimeno et al., 1996; 1998) y puede utilizarse para estigmatizar y aun criminalizar a personas y grupos sociales. Incluso, puede servir de soporte a políticas extremas de eugenesia. Es por esta razón que encuentro de importancia reiterar que el empleo de la violencia se realiza en medio de ciertas representaciones –creencias, valoraciones– y asociaciones afectivas que clasifican y delimitan situaciones y condiciones que permiten o inhiben el uso de la violencia.

Un segundo aspecto de mi argumento, ya esbozado atrás, es que la violencia usada en la intimidad altera la forma en que nos vemos a nosotros mismos en relación con los demás, es decir, afecta nuestra acción social. Al desatender las implicaciones sociales de la violencia en la esfera privada, tanto quienes se han visto afectados por ella como quienes han sido sus agentes –el caso de un padre o una madre que maltrata a sus hijos– quedan atrapados en su condición de víctimas individuales o de victimarios malvados o locos.

También me parece importante debatir la creencia de la violencia como una furia primitiva, por su determinismo, porque se tiende a comprender a la sociedad como si fuera el producto de fuerzas incontrolables y oscuras. Esta perspectiva pierde de vista que la sociedad es resultado de un juego múltiple, puesto en marcha por agentes sociales que actúan y transforman la conciencia social. Esta manera de entender la sociedad se potencia en la actualidad con la concepción neoliberal que ha resignificado la noción de ciudadanía. No se trata sólo de que entiende al ciudadano como un individuo competitivo que busca oportunidades globalizadas sin lealtades de grupo. Lo más importante es que la matriz cultural neoliberal supone como elemento central lo que Bourdieu llamó, en un pequeño artículo de prensa, una formidable abstracción de las condiciones y condicionamientos sociales en los que se desarrollan las decisiones individuales. Para nuestro caso esto implica, como ya lo he mencionado, un reduccionismo en su abordaje. Por otra parte, el menosprecio neoliberal por una realidad social más allá del individuo oculta la relación entre la acción individual y las valoraciones, motivaciones y jerarquías sociales.

Para discutir las propuestas anteriores, acudiré a presentar dos grandes tipos de violencia en la intimidad. Sin embargo, me parece necesaria una aclaración previa. No propongo que existe una homología simple ni una analogía mecánica entre la agresión personal y la agresividad de grupo, como por ejemplo en la muy socorrida imagen empleada para referirse a la sociedad colombiana como producto de algo llamado una cultura de la violencia que se inicia desde el hogar y se extiende hasta los grupos insurgentes. En cambio, creo que para tomar en cuenta las repercusiones de las experiencias de violencia es preciso trascender la concepción neoliberal de ciudadanía y participación ciudadana. Evelina Dagnino (2004) discute el proceso político por el que la participación ciudadana en el Brasil posterior a la dictadura militar fue apropiada y modificada por la expansión de un sentido común guiado por la idea neoliberal de ciudadanía. ¿En qué consiste esta? Básicamente, se trata de la reducción del significado colectivo de ciudadanía a una estrictamente individualista y economicista de esa noción. El ciudadano sería aquel que se integra a las redes de mercado como productor y consumidor. En esa concepción también se evapora la dimensión política, entendida como la capacidad de actuar en conjunto en torno a propósitos comunes de orden público. Dagnino concluye que la redefinición de la ciudadanía neoliberal opera no sólo como un proyecto de estado mínimo, con minimización de las responsabilidades públicas, sino también con una visión minimalista tanto de la política como de la democracia. Este minimalismo de la política restringe la participación y el campo de acción de los sujetos.

Violencia y vida íntima

Entre 1993 y 1996 tuve oportunidad de coordinar un equipo multidisciplinario de investigación sobre acciones y representaciones de la violencia entre sectores de bajos ingresos en Colombia (Jimeno et al., 1996; 1998). Los trabajos pretendían comprender el significado psico-cultural de las experiencias de violencia entre personas del común. Una primera conclusión fue que los actos de violencia discriminan personas, escenarios y sistemas de creencias. No consisten en un fatum inexorable e indiscriminado.

¿Qué personas, en qué escenarios sociales? De los adultos entrevistados en Bogotá, la mitad de los hombres y el 44% de las mujeres experimentaron actos de violencia a manos de sus padres cuando eran niños. Las madres fueron las principales causantes del maltrato, pero en castigos brutales, sobresalieron los padres. Los niños de ambos sexos, algo más los varones, son los blancos principales de la violencia doméstica. En segundo lugar, el 72% de las mujeres casadas de este sector social dijo haber sido víctima de malos tratos por parte de su cónyuge. Para las mujeres, el principal sitio de agresión fue su propio hogar, mientras para los hombres la experiencia más significativa de violencia había ocurrido fuera de él. Poco menos del 60% de los hombres había sufrido atracos (robo con armas) en la ciudad y la gran mayoría nunca realizó una denuncia ante la justicia. La gran mayoría identificó agresiones por parte de figuras institucionales de autoridad, en especial por la policía.

En la violencia doméstica contra quienes eran niños al recibirla, las personas identificaron desencadenantes tales como la desobediencia y la incapacidad para cumplir con las tareas asignadas. Un 37% no pudo identificar un motivo claro, y dijo «no sé», «por nada», «no me lo explico». Atribuyeron las razones del agresor a que él mismo había sido maltratado, era irascible, «malvado», «nervioso», «malgeniado», estaba enfermo, o debido a su «ignorancia» o a que ese era el estilo de corregir en otro tiempo. Recordemos que estudiamos adultos, algunos con más de setenta años, y que se estaban refiriendo a sus experiencias infantiles. Entre otros factores, señalaron la tensión generada por las condiciones de pobreza. En las mujeres casadas, la infidelidad del marido y su consumo de alcohol estuvieron estrechamente asociados a escenas de celos y maltrato. En el momento del estudio (1995) las denuncias la violencia doméstica eran todavía relativamente bajas, en buena medida por la marcada desconfianza en las garantías de obtener justicia y protección. Vale la pena decir que su número se ha incrementado en los últimos años y que nuevos marcos legales buscan mejorar la confianza en la protección institucional.

Las personas emplearon una distinción cognitiva entre la violencia instrumental, que se usa para obtener ciertos fines, y la violencia emocional, entendida como aquella en la cual los sentimientos y relaciones entre las personas determinan el curso de las acciones. Usaron las palabras violencia y maltrato para distinguir la intensidad del acto. El centro semántico de las nociones utilizadas por las personas es la idea de que el acto tiene la intención de causar daño al otro; también contiene la noción de que el uso de la violencia es ilegítimo. La inmensa mayoría propuso como alternativa para resolver las tensiones y conflictos el «diálogo». Pese a sancionar abiertamente el uso de la violencia, las personas encuentran explicaciones para comprender –aunque no aprobar ni justificar– el comportamiento de sus padres y cónyuges. Las explicaciones se centraron alrededor de dos nociones: la de que los padres y maridos buscaban corregir un comportamiento indeseable o prevenirlo; y la de que buscaban asegurar el debido respeto hacia ellos. Estas dos ideas nos introducen en un sistema de creencias según el cual, pese a que el maltrato significó sufrimiento y daño físico y moral, obedeció a una intención correctiva, alterada o desmedida por ciertas creencias o circunstancias. Estas creencias permitieron entender la aparente contradicción de la mayoría de las personas maltratadas. Por un lado, se reconocieron a sí mismas como sujetos de una experiencia de violencia en su hogar y la juzgaron como dolorosa e injusta, e incluso muchos no pudieron identificar un desencadenante claro para el maltrato. No obstante, estas mismas personas consideraron que sus padres o cónyuges los amaban.

En este esquema cognitivo, las nociones de respeto y corrección operan como mediadores, como claves para resolver la contradicción entre la experiencia dolorosa y el vínculo de afecto con el agresor, y también sirven para mitigar los efectos emocionales de la violencia. El exceso en el castigo se puede entender, por lo tanto, como un desvío de una buena intención debido a situaciones particulares como la pobreza, el desempleo o la enfermedad, o por el carácter de la persona (irascible, nervioso, etc.). Estos desvíos no son moralmente aceptables para las personas, pero hacen comprensible el acto. Su principal efecto es integrar la experiencia dolorosa, pero al hacerlo, la integran en un código cognitiva y emocionalmente ambivalente. Respeto es amor y miedo simultáneamente y en la memoria de las personas estudiadas estos sentimientos se encuentran encadenados, contradictorios. Las figuras de autoridad son así asociadas con sentimientos ambivalentes. Por un lado se les teme, por el otro se las requiere. No es entonces nada extraño que esta concepción sobre el ejercicio de la autoridad sirva como modelo para juzgar y actuar frente al conjunto del ejercicio de la autoridad en la sociedad. La autoridad, en vez de percibirse como medio para detener o interceder en los conflictos interpersonales, se percibe como un agente temible por lo imprevisible y potencialmente destructivo. Las personas expresaron de manera explícita de su desconfianza en los medios institucionales de resolución de conflictos, hablaron sobre la inutilidad de realizar denuncias y lo peligroso que podía resultar acudir a las autoridades frente a un conflicto. También narraron cómo eludían las relaciones con el vecindario y la participación en actividades fuera del hogar como medida para «no meterse en líos» (Jimeno, 1998).

Según este sistema de creencias, el ejercicio de la autoridad está dirigido a mantener el control de las personas que, de no ser así, se saldrían del cauce como un torrente impetuoso desbordado. La autoridad paterna y marital estaría encaminada a garantizar que no ocurriera el descontrol, el desenfreno. Es decir, en este modelo subyace la idea de que la autoridad está permanentemente amenazada y que es vulnerable al descontrol, a menos que se reafirme por medio de la violencia. Numerosas acciones de los agentes institucionales de autoridad, desafortunadamente, sirven para confirmarlo. Un ejemplo son las experiencias de violencia callejera, que afectan principalmente a los hombres. Pero no sólo fueron víctimas de robo y atraco, sino también de actos de violencia por parte de las propias autoridades. Más de la mitad de los hombres entrevistados afirmó haber recibido maltrato por parte de autoridades, representadas principalmente por la policía y el ejército y, en menor medida, por parte de profesores y jefes inmediatos. Puede decirse que una de cada tres personas se ha sentido maltratada de alguna manera por parte de alguna autoridad.

La implicación más sobresaliente de esta concepción es que la autoridad es concebida como poco fiable e incluso potencialmente peligrosa. Es tan sólo asimilada a sus aspectos de sanción y represión y no se la reconoce en los de protección o mediación. La autoridad es confundida con la coacción. Este sustrato cultural favorece el uso de la violencia en las interacciones sociales en la medida en que inhibe las funciones protectoras de la autoridad y propicia la resolución directa de los conflictos, sin la mediación institucional. En el campo emocional, auspicia el miedo, la prevención y desconfianza, todos ellos obstáculos en la afirmación de vínculos sociales solidarios y una ciudadanía activa. También socava la confianza personal en el entorno y la fiabilidad, que es el sustrato de las relaciones en las sociedades contemporáneas, puesto que están caracterizadas por rupturas espacio-temporales (Giddens, 1994). La fiabilidad es la que permite que las personas esperen una adecuada actuación institucional y tengan una confianza relativa en los principios colectivos. La fiabilidad es un reanclaje de las personas en los sistemas impersonales y abstractos que caracterizan las sociedades actuales (Giddens, 1994). Esa confianza empieza por casa.

Un segundo ejemplo, el crimen pasional

Con este segundo ejemplo de violencia en la intimidad busco recabar en torno a la propuesta de comprender la experiencia de violencia, ante todo, como una experiencia emocional, construida y alimentada por ciertas nociones compartidas que operan en un contexto histórico y cultural. Este contexto potencia la idea moderna de la violencia como una acción loca de algunos individuos, trastornados gracias –debería poder decirse desgracias– a sus impulsos emocionales. Como en la violencia antes examinada, la acción privada tiene repercusiones públicas, especialmente sobre la manera de enjuiciar y penalizar un tipo de homicidio: el llamado crimen pasional. El encuadre jurídico es una resultante del encuadre sociocultural de las relaciones y jerarquías de género; de los modelos ideales de hombre y mujer; del papel del amor en esos modelos; del lugar de las emociones en la conformación de lo que se considera como un sujeto.

¿Qué relación guarda todo esto con el neoliberalismo? Una misma matriz cultural que concibe al sujeto como un individuo eminentemente racional, y como tal responsable de sus actos. Este sujeto, sin embargo, tiene su otra cara en las emociones que, ocultas en el interior de la mente, pueden dar al traste con su pensamiento racional y conducirlo por el sendero del crimen. Así, el crimen no tendría nada que ver con las relaciones y conflictos de pareja y con la vida social, sino que sería el producto de un individuo enloquecido de emoción. Veamos.

Cuando Joseph Conrad escribió El corazón de las tinieblas empleó un paralelo entre el viaje a tierras salvajes del corazón de África y el viaje a nuestro interior, donde habitan las fuerzas oscuras del miedo, la cólera y la pasión. Entre la fuerza incontenible de estas emociones acontece el crimen. La emoción es entendida como el lado oscuro de todo ser humano, como tinieblas en el corazón. Un efecto de esta categorización cultural es que, dado que la fuerza tenebrosa de nuestras emociones se concibe como un atributo de la condición humana, cualquiera puede ser asaltado por ellas y merece una comprensión particular de parte de la sociedad. Pero lejos de pertenecer a una condición humana universal, el crimen pasional, como en general los otros actos humanos, adquiere sentido sólo ligado a un determinado contexto cultural, como lo he venido subrayando. Si bien el centro de la acción humana violenta es su calidad instrumental, de manera inextricable expresa y delinea diferencias sociales tales como las étnicas, las de identidad y género, y construye ideas, por ejemplo, sobre la sexualidad (Whitehead, 2000). Eso hace que el acto de violencia sea irreducible a meras patologías individuales o a la condición social de pueblos o personas bárbaros.

Una peculiaridad de la cultura occidental moderna que ha permeado nuestras sociedades latinoamericanas con su ideología individualista y racionalista fue el concebir a la persona como un ente psicológico (Dias Duarte, 1986). Este ser psicológico se entiende como dividido en dos partes, una que da cuenta de su capacidad de razonar, y la otra, de sentir. La noción del ser psicológico, dice Dias Duarte, implica que dentro de nosotros existe «un espacio interior, desconocido y poderoso, de donde emergen las “perturbaciones” del “carácter” y de la vida mental, debido a la acumulación y fermentación de ideas y pasiones» (Dias Duarte, 1986: 34; énfasis en el original). Durante el siglo XIX se consolidó esta concepción que definía las emociones como parte de la psicología de cada persona, para lo cual fueron fundamentales las contribuciones de Sigmund Freud y William James, por un lado, y la de Charles Darwin, por otro (en especial, James, 1884; Darwin, 1872; ver Oatley, 1999). Todos ellos, cada cual con propuestas y énfasis diferentes, colaboraron en la consolidación del campo de las emociones como independientes de otros aspectos de la vida mental y asociándolas a desórdenes en el comportamiento por experiencias de trauma y conflicto que minan la capacidad racional.

Ahora bien, esta manera particular de entender a la persona como escindida en dos tiene un efecto sobre la forma en que se conciben y enjuician los crímenes pasionales en nuestras sociedades. La vieja concepción del crimen por honor de la tradición ibérica le ha cedido el paso a un ideal de amor de pareja que sirve para medir el éxito o fracaso personal. El honor se ha transformado en un sentimiento de la dignidad individual, y sentimiento y pensamiento se ven como contrapuestos y con vida propia en el interior oscuro de la persona. En los casos de crimen pasional que estudié entre 1998 y 1999 en Brasil y Colombia sobresalieron tres formas discursivas de encuadrar este homicidio (Jimeno, 2004):

• los sujetos no tienen plena responsabilidad, pues allí intervino la emoción (amor, celos, ira);

• el amor está recubierto de una capa almibarada de sentimentalismo;

• la acción se atribuye a cierta actividad mental perturbada o loca.

En cuanto a lo primero, se entiende al criminal pasional como si no fuera peligroso para la sociedad. Esto obedece a que se lo caracteriza como si actuara fuera de sí, sin mediación de la conciencia racional, poseído por una intensa emoción. De allí se deriva su no responsabilidad plena y, por tanto, su castigo atenuado. El lenguaje ordinario es elocuente cuando designa como crimen pasional aquel homicidio que acontece en razón de los vínculos amorosos y en medio de un arrebato sentimental. Esto lleva a entender la acción violenta como surgida de repente, en forma inesperada, y como el producto inevitable de una alteración que somete al sujeto.

En la segunda forma discursiva se entiende la acción pasional como debida a un exceso de amor. Este exceso de amor, si bien se ve como enfermo, es poetizado, casi vuelto amor sublime. Así lo resaltan circuitos culturales de amplio recibo (crónica periodística, poesía, literatura, telenovelas, cine, canciones populares, etc.). El crimen pasional es visto como un acto poético extremo de sentimiento amoroso. La acogida de este exceso del amor tiene que ver con la sentimentalización del amor de pareja en las sociedades modernas y con su exaltación como condición de la autorrealización del individuo, tal como lo ha mostrado Niklas Luhman (1991). Esto implica que el éxito en la relación de pareja hace parte de la identidad social adulta y del modelo socialmente deseable. En ese sentido, es un decantado histórico de la configuración social moderna, en la cual los patrones de conducta y sentimiento individuales guardan relación con la estructura de relaciones de la sociedad en su conjunto (Elias, 1987).

El tercer elemento es la psicologización, como la llama Luiz Fernando Dias Duarte (1986). Consiste básicamente en la concepción de la persona como compuesta por dos partes, una mente y un cuerpo, una capacidad cognitiva y otra afectiva, que conformarían la psicología universal del ser humano. Sobre esta forma de representación de la persona compiten en las sociedades modernas versiones populares, del sentido común, y las que buscan su fundamento en el conocimiento especializado. En correspondencia con ella existe una marcada propensión a entender esta acción violenta como producto de la locura. La psicologización sirve para que la ambigüedad y debilidad del castigo al criminal se sustenten sobre pretensiones de objetividad. Otro efecto es que el crimen no se entiende como un desenlace de los conflictos de la pareja; las interacciones conflictivas y violentas que lo preceden se tienden a ignorar en aras del crimen como un acto imprevisible.

Las tres formas discursivas confluyen en un castigo atenuado de los criminales. Su resultado son penas menores, alrededor de tres años efectivos de prisión en los casos estudiados en los dos países. Incluso existen intentos exitosos por parte de la defensa para conseguir la inimputabilidad del criminal por su exaltación emocional.

Los tres dispositivos apuntan a ocultar los resortes culturales en la acción denominada crimen pasional, y la presentan como natural debido a la disociación entre emoción y razón en la psicología humana. Así, el crimen es atenuado como acto antisocial, y también queda encubierto su soporte en las jerarquías y relaciones de fuerza simbólica y real entre los géneros. Al situarlo fuera de la cultura y psicologizarlo, se desestiman los aprendizajes y énfasis culturales que le dan un papel especial al uso de la fuerza masculina en las relaciones jerárquicas de género. Los conceptos de honor familiar y honor masculino se modificaron a lo largo del siglo XX y fueron privados de su sentido ancestral como un bien que podía perderse por la acción deshonrosa de las mujeres adscriptas al varón. Se redefinieron como sentimiento de dignidad personal y conservaron el significado de expresión afectiva. Con la redefinición, se aminoró la tolerancia social hacia este crimen mayoritariamente masculino, pero se mantuvo una gran ambigüedad frente a su castigo como crimen emocional.

Violencia y ciudadanía

Hasta aquí, he empleado el examen de dos tipos de violencia en la intimidad para destacar algunas ideas centrales sobre los actos de violencia: la primera, que el acto de violencia, al igual que los otros actos humanos, ocurre como parte de la vida social y sus contradicciones, jerarquías y conflictos. Que como todo acto social, está cargado de significados culturales. Establecemos relaciones con nuestro entorno empleando modelos aprendidos de pensamiento que tienen asociaciones afectivas de lo deseable y lo indeseable. Cuando actuamos, siempre lo hacemos evocando ciertos esquemas que orientan nuestras acciones y les dan un sentido específico. Hemos incorporado estos esquemas a través de nuestra vida social con otros, en nuestro círculo íntimo y en el más amplio. Son estos los que confirman la justeza y sentido de nuestras acciones. Por ello, las acciones humanas, y las acciones violentas entre estas, sólo pueden entenderse en relación con un contexto social particular. La labor de los investigadores y los planificadores y gestores de política pública es escudriñar los componentes de este contexto sociocultural sin dejarse llevar por la tentación de sacarlos del entorno para volverlos actos anormales.

La segunda idea es que la violencia es un instrumento atractivo por su capacidad de incidir en la confianza de las personas en su entorno y en sí mismas y que la concepción neoliberal de ciudadanía menosprecia los efectos sociales de esa experiencia individual. Esto puede resultar más claro con los actos de violencia política o de escala masiva, como los ocurridos en Colombia en las décadas pasadas. Un magnicidio, un atentado público, una masacre, sacuden la conciencia social de una manera tan fuerte, que los actos de la intimidad parecen sin mayor importancia social. No obstante, argumento que los actos de violencia en la intimidad tienen repercusiones públicas, específicamente a través de las ideas que proyectan sobre lo que puede esperarse de los otros, de sus más cercanos y de los demás. Esto es así porque las personas otorgan gran importancia a las experiencias de violencia doméstica frente a otras experiencias violentas. El estudio de estas experiencias sugiere que la piedra angular de las implicaciones cognitivas del empleo de la violencia doméstica es la representación, con asociaciones emocionales, de la autoridad como una entidad arbitraria, temible, indigna de confianza. Esta representación descansa en las nociones según las cuales el papel de la autoridad familiar (padre, madre, cónyuge varón) es corregir y asegurarse el respeto de la familia. Esta representación de la violencia en la vida doméstica se extiende a las interacciones sociales en las que acontecen conflictos, y ello se evidencia en la altísima desconfianza de las personas estudiadas en Colombia en las formas de autoridad institucional en la sociedad, lo que retroalimenta el uso de la violencia frente a situaciones de conflicto.

El concepto central que se vuelve problemático es el de la autoridad, pues quienes han sufrido actos de violencia doméstica la entienden como una entidad arbitraria, lo que socava su confianza en el ejercicio de la ciudadanía. Si los interlocutores o instituciones de autoridad pueden hacer gala en cualquier momento de arbitrariedad o excesos, las acciones individuales o de grupos cívicos parecen peligrosas, insuficientes o insignificantes. Es decir, se favorecen la pasividad, el aislamiento y el derrotismo frente a las condiciones sociales, pues el individuo, eje de la ciudadanía moderna, queda devaluado frente a la autoridad. Ya Hannah Arendt nos advertía sobre la destrucción de la individualidad como el gran efecto de la violencia nazi. Ahora Susan Sontag (2003), al discutir las imágenes de guerra –o más ampliamente, la práctica de representar sufrimientos atroces–, recuerda que la dimensión homicida de la guerra destruye lo que identifica a la gente como individuos. Hablamos de los extremos, de la atrocidad del sufrimiento. Pero, ¿no será que, en general, el efecto de los actos de violencia es justamente afectar profundamente la acción ciudadana?

Una individualidad devaluada frente a la autoridad favorece el aguardar de una entidad, persona o grupo poderoso, la solución de los problemas sociales. Se espera que ese agente resuelva los problemas sociales como requisito previo para emprender cambios en el curso de las acciones individuales Así, el correlato es dejar la participación ciudadana para aquellos que se proponen como los verdaderos agentes de la transformación total. Esto significa que el centro ideológico de la sociedad se desplaza de la esperanza que se finca en los esfuerzos acumulados y sostenidos de sus miembros por cambiar situaciones de injusticia o desigualdad, hacia la esperanza en la redención total que sólo personas y grupos poderosísimos pueden realizar. Creo que específicamente en el caso de Colombia, esto es combustible para alimentar la violencia: si somos víctimas y no actores que luchan en la sociedad, los medios poco importan.

Los medios cobran independencia y se desprenden de sus fines, y se supone que si la causa es justa no importan ni los medios ni los costos humanos. El empleo de la violencia encuentra aquí su esquiva legitimidad.

Si bien el principal efecto cognitivo de las acciones de violencia es forjar un concepto de la autoridad como arbitraria y socavar así la confianza en la acción ciudadana, el efecto emocional de la violencia apunta en el mismo sentido. Es posible afirmar que la acción violenta raramente deja insensibles a quienes afecta (ver por ejemplo, Das y Kleinman et al., 2000; Das, 1995). Por ello, las personas que sufren este tipo de acto se ven forzadas a poner en juego imágenes, pensamientos y sentimientos complejos para explicarlo, afrontarlo, y para recobrar su seguridad personal. También la inmensa mayoría de quienes ejecutan estos actos tienen propósitos e ideas relativamente definidas que provienen del habitus de su grupo social. Veamos un ejemplo.

En París, Dominique Dray (1994) investigó casos de mujeres víctimas de ataques delictivos, principalmente violación y atraco. Encontró que las víctimas narraban su experiencia como una experiencia principalmente emocional. Pese a que las emociones suelen ser desestimadas en favor de las creencias o representaciones, Dray constató que los relatos de las víctimas tenían tal carga de emotividad que la envolvían a ella misma. El choque emocional se expresaba mediante un persistente silencio, o también por medio de expresiones corporales como el temblor, el llanto, caminar o alejarse. Dray señala que la experiencia violenta se vuelve un elemento esencial de la representación que las víctimas tienen de sí mismas y de su entorno social. La agresión pone en entredicho el deber de protección social que une a los miembros del grupo entre sí. Como evento traumático, emite el mensaje de un desorden en el grupo social. Así, un intento de violación o un atraco ponen en duda la seguridad psíquica de la persona agredida, pero afectan también el medio inmediato familiar. Este medio social cercano entra en lo que ella llama un exceso (surplus) de emoción, que lleva a la necesidad de que cada persona despliegue una actividad psíquica especial para recobrar el orden interior. La fuente de exceso emocional es el desorden social y cognitivo que provoca el acto de violencia, pues lo conocido ya no es más lo confiable.

El crimen pasional, el otro ejemplo empleado aquí, recuerda que la violencia como acción intencional de causar daño a otro no puede entenderse como el producto de estados de alteración emocional, sino que en su empleo inciden, inseparablemente, sentimientos y creencias, percepciones y valores de origen histórico-cultural. Y que en el uso de la violencia entran en jugo las jerarquías sociales, para afirmarse o ponerse en cuestión.

Conclusiones

La acción violenta tiene la capacidad de transmitir la idea de un quiebre en el orden de la civilidad y de alterar la seguridad de las personas, y hace dudar de la confiabilidad del entorno y la protección que ofrecen los vínculos solidarios. El primer impacto es sobre la percepción del entorno social y, en particular, las seguridades sobre las cuales las personas sostienen su vida cotidiana. Por ello, la acción violenta desencadena enormes complejidades: invita al aislamiento, a la negación de lo ocurrido y provoca emociones muy contradictorias. Se puede afirmar que la acción violenta resulta un instrumento atractivo justamente por esa capacidad de producir impacto. Por eso quienes la padecen se ven en la imperiosa necesidad de desarrollar mecanismos múltiples para afrontarla y poder retomar el hilo de sus vidas. Esta es la razón por la cual hoy existe un renovado interés en los estudios socio y psico-culturales que buscan comprender mejor la variedad de acciones materiales y simbólicas que las personas adelantan para explicar la violencia y manejar sus efectos traumáticos. Dado que sus efectos más importantes son la segregación de las víctimas, la imposición del silencio y la desconfianza en el entorno, son necesarios mecanismos deliberados que los contrarresten.

Es también cada vez más claro que la violencia se experimenta de manera diferencial según la cultura local. Precisamente a la cultura local, a ciertas manifestaciones que tienen significación para el grupo, a lo que se suele echar mano para expresar el dolor, la rabia o el miedo provocado por la violencia. Como quedó dicho atrás, uno de los efectos emocionales de la violencia es el de provocar un aislamiento de las víctimas por la inseguridad en sí mismas y en la protección o la solidaridad que otros le proporcionan. La expresión de las emociones puede volverse un vehículo social importante para romper esa tendencia. La expresión emocional suele adoptar formas culturalmente apreciadas que van desde actos ritualizados, como la ceremonia de una misa. Otras prácticas están diseminadas en la actividad cotidiana, como cuando la persona agredida narra una y otra vez su historia o insiste en lo peligroso del entorno. Dejar hablar y escuchar se vuelven, así, mecanismos útiles para recobrar la confianza perdida.

Acudir a los conjuros tradicionales, a la música o a marchar, son todas formas que encuentran sectores de la sociedad colombiana para lidiar con el peso de la confrontación violenta. Pese a que en el medio colombiano existe una cierta desconfianza en las garantías estatales para la expresión pública de protesta, crecen lentamente. Estos son medios que tienen una cierta similitud con los que emplean las víctimas de la violencia doméstica para salir de su condición de víctimas y recobrarse como sujetos activos. Ello permite manejar el impacto emocional de la violencia y encontrar medios para retomar el día a día sin caer en la derrota anímica. Algunos echan mano de antiguos mecanismos, en los que el castigo mágico del criminal permite expresar el dolor y la rabia, al tiempo que se restituye un orden pacífico. Las comunidades indias y negras, por largo tiempo menospreciadas en la sociedad colombiana, encuentran en sus raíces la fuerza para nuevos empeños. Ellos, tanto como los que se expresan en las calles, contradicen en la práctica el discurso derrotista de la supuesta «indiferencia» colombiana. Necesitamos valorar esa multitud de pequeñas expresiones solidarias y multiplicarlas para reparar la confianza en los otros.

Los colombianos solemos hablar y volver a hablar sobre los incidentes de violencia, y a menudo esa expresión lamenta la indiferencia y el olvido de los otros colombianos. Pero los otros suelen hacer algo muy similar: repetir una y otra vez el último incidente y lamentar la impotencia a la que nos somete el acto violento. Por todo ello es problemática la afirmación de la indiferencia colombiana, pues no toma en serio el habla cotidiana como expresión de un apremio psíquico. Es sorda ante la enorme cantidad de acciones individuales y colectivas que los colombianos realizan para sobrepasar el efecto trastornador de la violencia. También oculta las múltiples acciones de protesta contra la violencia y la búsqueda de alternativas diferentes o las formas de expresar dolor.

Una consecuencia perturbadora del ocultamiento y desprecio por estas acciones sociales es propagar la idea de que somos un pueblo proclive a la violencia. De allí, es fácil pasar a concluir que nos merecemos lo que nos pasa, que pagamos por nuestra propia maldad. Fabricamos así un estigma que no sólo lleva al fatalismo, sino que además oculta las responsabilidades diferenciales en lo que ocurre. Me pregunto si no es un medio por el cual ciertos sectores sociales se esfuman del escenario y se convierten en espectadores críticos de la supuesta barbarie de su pueblo.

Sería necesario que las políticas públicas sobre violencia doméstica dejaran atrás su concepción apolítica y meramente individualista del fenómeno; también es preciso salir del enclaustramiento que provocan los enfoques de la violencia como enfermedad, en busca de consolidar modelos no violentos de acción personal y colectiva y recobrar en el ciudadano la confianza en la capacidad mediadora y disuasiva de la autoridad. Valorar los conjuros, tradicionales y nuevos, que recobran un lugar social para las víctimas nos permite a todos responder al desorden social y psíquico que instauran las acciones violentas. Tiene trascendencia reconocerlos en vez de ignorarlos, pues rompen la opresión del silencio y el aislamiento.


1 Este artículo es producto de las investigaciones realizadas por un equipo interdisciplinario de antropólogos, psiquiatras y estadísticos entre 1993 y 1999 en  la línea de investigación Cultura y violencia. Esta línea hace parte del  Grupo de investigación «Conflicto social y violencia» vinculado al  Centro de Estudios Sociales CES de la Universidad Nacional de Colombia.

2 Doctora en Antropología, profesora titular del Departamento de Antropología e investigadora asociada del Centro de Estudios Sociales (CES) de la Universidad Nacional de Colombia.


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