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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.63 Bogotá Jan./June 2007

 

Los Veteranos truchos de Malvinas: la autenticidad como competencia metacomunicativa en las identidades del trabajo de campo1

“Fake” Malvinas Veterans: Authenticity as metacommunicative competence in fieldwork identities

Os veteranos Truchos das Malvinas: a autenticidade como competência metacomunicativa nas identidades de trabalho de campo.

Rosana Guber2

CONICET- IDES (Argentina) guber@arnet.com.ar

Recibido: 18 de febrero de 2007 Aceptado: 01 de marzo 2007

 


Resumen

El engaño y la mentira continúan preocupando a los investigadores sociales. Ya se que se utilicen herramientas cuantitativas o cualitativas (incluso etnográficas), los investigadores creemos que recaudos metodológicos como la triangulación, la re-entrevista o desarrollar un buen rapport, sirven para eliminar la distorsión que introducen los informantes, y obtener afirmaciones y categorías más auténticas de nuestros sujetos sociales. En este artículo describo un episodio de «mentira identitaria» (o identidad trucha) que me ocurrió mientras trabajaba en 1992 con veteranos del conflicto anglo-argentino por las Islas Malvinas (1982). Al comparar las identidades de los veteranos y de la mía como antropóloga, muestro que las mentiras son parte de las competencias metacomunicativas con que los veteranos y yo aprendemos a hablar sobre «Malvinas». Con este giro reflexivo descubro que los informantes engañosos desafían nuestros supuestos metodológicos no porque alteren la confiabilidad de nuestros relatos, sino porque iluminan aspectos nodales de nuestras propias identidades en el campo.

Palabras clave: etnografía, reflexividad, competencia metacomunicativa, trabajo de campo, Malvinas/Falklands, identidad.

 


Abstract

Lies, accounts and performance aimed at deceiving the audience, always haunt the researcher’s mind. Whether one chooses quantitative or qualitative (even ethnographic) means, researchers come up with methodological devices (triangulation, re-interviewing, being there, rapport) as ways to eliminate distortion from researchers and respondents, and to get true statements and categories from our social subjects. In this paper I take advantage of an “identity lie” (or a fake identity) which came up while I was working with Malvinas war veterans in Buenos Aires (1992). By comparing veterans’ identities to my own identity as an anthropologist in the field, I show that lies are part of metacommunicative competences by which both vets and I learn to talk and act about “Malvinas”. By means of this reflexive twist, deceptive informants appear to challenge our methodological assumptions, not just because they alter the reliability of our accounts, but rather because they illuminate the very core of our identities at work.

Key words: ethnography, reflexivity, metacommunicative competence, fieldwork, Malvinas/Falklands, identity.

 


Resumo

O engano e a mentira continuam preocupando os pesquisadores socias. Seja que se utilicem as ferramentas quantitativas e cualitativas (mesmo as etnógraficas), os pesquisadores achamos que os arrecados metodológicos como a triangulação, a re-entrevista ou o desenvolver um bom rapport, servem para apagar a distorção que introducem os informantes, e obter afirmações e categorias mais autênticas de nossos sujeitos sociais. Neste artigo eu descrevo um episódio de «mentira identitaria» (ou identidade Truta) que me ocorreu enquanto eu trabalhava em 1992 com veteranos do conflito anlgo-argentino pelas ilhas Malvinas (1982). Ao comparar as identidades dos veteranos da minha como antropóloga, mostro que as mentiras São parte das competências metacomunicativas com o que os veteranos e eu aprendemos a falar sobre «Malvinas». Com este giro reflexivo descubro que os informantes enganosos desafiam nossos supostos metodológicos não porque alterem a veracidade de nossos relatos, senão porque alumiam aspectos nodais de nossas próprias identidades no campo.

Palavras chave: etnografia- reflexividade-competência meta comunicativa- trabalho de campo-Malvinas/Falklands-identidade.

 


La mentira ha sido uno de los eternos nudos metodológicos de las ciencias que estudian la sociedad. Las Ciencias Sociales han contribuido a desenmascarar «falsedades» de distinta índole, a trascender el plano de lo aparente, para conocer cómo la gente «realmente» vive, piensa y actúa, y a superar las ficciones estereotípicas que teje el saber popular, el prejuicio interesado de ciertos sectores o la mistificación ideológica de origen estructural. En este marco, la voluntad y la confiabilidad de aquéllos a quienes estudiamos suele aparecer como un límite al verdadero conocimiento, una condena perpetua al engaño de seres que, maliciosamente, parecen distorsionar las leyes que la ciencia intenta formular. Y esto no sólo por la necesaria distancia entre lo que la gente dice que hace y lo que hace realmente. Los informantes manipulan la información, o la ocultan, o no nos dicen la «verdad», y entonces los investigadores nos abocamos a la ardua tarea de remediar la falsedad. En los cursos tradicionales de metodología sociológica se sugieren distintas vías -la re-entrevista, la triangulación, la re-visita, un buen rapport-. Con ellas el investigador se tranquiliza creyendo que las técnicas y la empatía, que sólo dan el tiempo y la sistematicidad, garantizarán el acceso más directo y menos distorsionado al campo (Holy, 1984) y a la naturaleza humana. Sin embargo, esa tranquilidad puede ser vana e ilusoria; las mentiras, sin eufemismos, impactan en nuestra persona académica cuestionando la validez del conocimiento y de nuestra propia práctica.

Ese impacto sentí ni bien llegué a la movilización que habían organizado algunos centros de veteranos de guerra de Malvinas frente al Ministerio de Defensa y Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Proyecto gestado por las primeras organizaciones de ex-combatientes entre 1982 y 1984, la Ley 23.109 de beneficios sociales y pensiones a ex-soldados conscriptos había sido presentada durante el gobierno de Raúl Alfonsín, pero bajo su sucesor, Carlos Menem, la sanción seguía pendiente. Mi presencia era parte de mi trabajo de campo con hombres autoadscriptos como protagonistas directos del conflicto bélico entre la Argentina y Gran Bretaña por las islas del Atlántico Sur (2 de abril-14 de junio, 82). Mi objetivo era desentrañar los usos del pasado en la constitución de identidades nacionales en la Argentina.

En la concentración encontré a algunos conocidos, entre ellos a Miguel3. Vestido con su uniforme de infante, gallardo como siempre y exhibiendo sus condecoraciones, se me acercó y en tono de pésame me confesó su reciente descubrimiento: «-Tengo una mala noticia para vos: Pascual era un trucho. Lo siento...». Me llevó aparte para contarme que lo habían descubierto, que «los chabones4 casi lo linchan», «¡¡¡le dieron5!!!», por qué no lo había dicho antes, y que era un «movilizado» al Sur pero nunca había «cruzado el charco6» a Malvinas, ni entrado en combate. Pascual había usurpado una identidad cara a los veteranos y, para colmo, en los últimos desfiles nacionales había encabezado la comitiva del centro. La sombría expresión de Miguel me conmovió más que la suerte de Pascual, porque sus palabras estaban dirigidas a mí, compadeciéndose quizás de mi credulidad, de mi confianza.... Si Pascual había logrado engañar a sus camaradas, ¡cuánto más lo había logrado conmigo! De no haber sido por ese encuentro con Miguel y su oportuna advertencia, yo hubiera analizado la información surgida de nuestras conversaciones como la de un veterano de guerra más. Debí pensar cuántos Pascuales tenía yo en mis notas.

Como antropóloga venía desarrollando una investigación de tipo etnográfico basada en la observación participante, la entrevista no dirigida y la conversación. La mentira de Pascual podría ser leída como una derivación de mi incapacidad para corroborar la información, para elegir la muestra, o bien como un traspié insignificante que compensarían tarde o temprano testimonios «más genuinos» o confiables. Estas cuestiones suelen considerarse pecados crónicos de los métodos cualitativos. Según algunos «positivistas» e «interpretativistas»7 las técnicas no cuantitativas permiten recolectar datos más genuinos porque el investigador no interfiere en el campo con sus valores socio-céntricos, o porque las técnicas cualitativas son los únicos instrumentos viables en ámbitos exóticos al investigador.

La Antropología nació, creció y se consolidó tras el propósito de dar evidencia concreta de la unidad del género humano en la diversidad cultural. En este marco, los investigadores de campo nos hemos empeñado más en idear procedimientos técnicos para esquivar, suprimir o controlar la distorsión intencional de nuestros informantes, que en establecer su validez contextual y así indagar en la información que ella nos provee. Así, hemos adoptado explícita o implícitamente la postura filosófico-moral absolutista8 de que toda mentira es esencialmente inmoral e injustificable;9 quizás ella se debe a la desconfianza que aún inspira un extraño, un blanco, un colonizador en potencia.

Pero la mentira está presente en toda sociedad humana y por eso está sujeta a sus peculiaridades socio-culturales: lo que merece ser mentido, lo que se considera «mentira», y los contenidos y formas en que una mentira se profiere y recepciona, varían según el sector social, la cultura y el contexto de interacción. Poco ganamos uniformando los hechos bajo una misma definición general -un enunciado o actuación con el fin premeditado de engañar a una audiencia-.10 Decir que «Pascual mintió» no esclarece los contextos relevantes, sus posibles agentes e interlocutores, y los objetos significativos de la mentira; sólo advierte una pretensión del tipo de conocimiento al que aspiramos los antropólogos y los científicos sociales. Es probable que esta postura se funde en la imposibilidad de controlar la naturaleza de la información suministrada, y en el consiguiente temor a que las evasivas y distorsiones minen nuestra autoridad científica (Nachman, 1986). Pero con esta explicación defensiva perdemos de vista que el investigador opera con una doble lógica según la cual el trabajador de campo intenta penetrar una realidad evadiendo las lógicas locales que permean sus relaciones sociales. ¿Con qué derecho? ¿Y a qué costo? El investigador accede a un mundo donde cuanto suceda con él dice acerca de cuanto allí sucede. En efecto, y como veremos, que Pascual me haya engañado habla de un aspecto del mundo de los veteranos.

En estas páginas mostraré que mi mejor instrumento para obtener un conocimiento «genuino» fue incluir la mentira en el contexto de campo. Por eso, cómo interpretaron Miguel y sus camaradas el engaño de Pascual, decía más de mí y aportaba más a mi investigación que imaginar vías o coartadas «metodológicas» para evitar la mentira de una vez por todas. En las páginas siguientes presento estas dos caras de la «mentira» de Pascual: la mentira según los veteranos de guerra, y la mentira en la relación entre veteranos/informantes y yo/investigadora. Finalmente intentaré puntualizar las diferencias y similitudes entre la producción de identidades sociales en el campo y en el mundo de los veteranos.

La delimitación de campos identitarios.

Conocí a Pascual frente a las placas del «Monumento Nacional a los Caídos en el Atlántico Sur»,11 tras una misa realizada con motivo del 10 de junio, día de la Reafirmación de los derechos argentinos sobre las islas del Atlántico Sur y el Sector Antártico, instituido como feriado nacional en 1984. Pascual me llamó de lejos y me preguntó qué hacía yo ahí. Le respondí que era antropóloga y que me interesaba la memoria de los argentinos sobre Malvinas. «-Vení, yo te voy a ayudar», me dijo y me pidió que encendiera el grabador que llevaba conmigo para registrar el acto. Bajo un sol radiante, me contó de su servicio en una unidad aerotransportada, como lo atestiguaba una insignia prendida en su boina roja de paracaidista. En sus casi 30 años se delineaba un perfil que ya había encontrado en otros militares. Dijo ser suboficial retirado, estar orgulloso de la gesta de Malvinas, y participar de un centro de veteranos, algunos de cuyos miembros merodeaban por la plaza. Volvimos a encontrarnos en el hall de la estación de trenes adonde solía reunirse con Miguel y otros camaradas para vender «calcomanías».12 Allí los acompañé en algunos viajes, simulando ser una pasajera. Otras veces íbamos a almorzar y contaban sus más recientes peripecias. Excepto cuando Pascual trataba infructuosamente de encontrarme a solas, esa fue una hermosa etapa de mi trabajo de campo.

Pero todo pareció derrumbarse ante la confidencia de Miguel, quien al calificar a Pascual de «trucho» introducía una distinción entre lo falso y lo verdadero, lo genuino y lo adulterado. Esta categoría, que Miguel supuso yo entendería y por eso no se esforzó en explicarme, denunciaba su familiaridad con dos problemas: primero, la facilidad con que algunos jóvenes impostaban su identidad haciéndose pasar por «veteranos de guerra» y, segundo, la necesidad de los genuinos veteranos de neutralizar a estos simuladores. Al decirme que a Pascual «casi lo linchan», Miguel también aludía a una infracción que podía castigarse severa y sistemáticamente y de la cual Pascual había participado en ocasiones anteriores, según él mismo me lo había confiado. Esa pauta revelaba que los ex-soldados debían estar en permanente alerta y que la identidad de veterano debía ratificarse continuamente ante la porosidad de sus límites.

La «comunidad» de malvineros considera veterano de guerra a quien estuvo en el teatro de operaciones; como el conflicto del 82 no se extendió al continente, ser veterano era haber «cruzado el charco» -la masa oceánica entre continente e islas-13 en algún momento entre el 2 de abril, fecha de «la recuperación argentina del archipiélago de Malvinas tras 149 años de usurpación inglesa», y el 14 de junio, día de la rendición argentina ante las fuerzas británicas. Todo veterano de guerra de fuerzas terrestres, navales o aéreas consta en los registros de la unidad a la que sirvió en 1982, sea como conscripto -predominantemente de las clases 62 y 63- o como profesional en los rangos de suboficial y oficial.14

Sin embargo, pese a su aparente obviedad, la identificación de propios y extraños distaba de ser sencilla. Empíricamente, los ex-soldados no se conocían entre sí. Como en toda guerra moderna los contingentes son numerosos, de variadas procedencias, y actúan en distintas localizaciones en el teatro bélico. ¿Cómo reconocer a cada uno de los 10.000 hombres que pasaron por las islas? Ni siquiera era posible familiarizarse con las caras de quienes «cruzaban» con uno, ya que algunos regimientos pasaron incompletos, mientras la otra parte permanecía en las bases patagónicas a la espera de instrucciones. La procedencia continental de las unidades y de los conscriptos era variada y distante;15 la mayoría de las provincias estuvieron representadas en las tropas. Además, después de la baja, los ex-soldados se sumaron a las migraciones desde los interiores provinciales a los centros urbanos regionales, y desde las provincias a la Capital, en busca de trabajo, vivienda y tratamiento médico.

Para identificar a los desconocidos, especialmente a aquéllos que como Pascual deseaban participar en un centro de veteranos, sus camaradas escuchaban su presentación, observaban y hacían preguntas, y comparaban datos con los padrones de las Fuerzas Armadas y con las referencias de los veteranos conocidos. El recién llegado iniciaba su presentación como lo haría ante una unidad militar, dando su rango o clase, y su localización geográfica y militar en Malvinas. Los truchos podían ponerse al descubierto errando el suyo por un regimiento o compañía que no había «cruzado». Cuando un joven aseguraba haber estado en «el monte» de Malvinas (no en «un monte» como el Williams o el Longdon), o haber hecho leña de los árboles, quedaba claro que el «protagonista» jamás había puesto un pie en esas islas barridas por vientos de hasta 100 kms./hora, donde ni árboles ni monte subtropical son posibles.

Pero éste era sólo el principio. Quien se sumara a la causa de Malvinas debía aprender a pensarla y a sentirla como sus camaradas. Esta causa, sin embargo, no nació en el teatro sino de la postguerra cuando ex-soldados, suboficiales y oficiales retirados, dados de baja o en actividad, comenzaron a recrear formas argumentativas para narrar su experiencia. Había varias razones para que estas formas se desarrollaran después del 14 de junio. Como ocurre en toda guerra, el personal de campo contaba con una perspectiva restringida sobre el cuadro bélico. Además, fijos en los puestos asignados a sus respectivas unidades en una guerra que del lado argentino se caracterizó por la relativa inmovilidad, la mayoría de los conscriptos de infantería sólo podía saber cuánto ocurría en sus posiciones.16

Pero además, una narración no es nunca el hecho que ella refiere sino una nueva creación con un nuevo sentido. Como en la historia, la novela realista, el parte periodístico, la obra sociológica y este artículo etnográfico, la narrativa de los veteranos, aún la del más «genuino», no se corresponde directamente con «los hechos» que recuerda, ordena y dispone, pues se formula desde una nueva situación y, por lo tanto, con nuevos sentidos. Una argumentación que diera sentido a la guerra no podía surgir de la «experiencia» lisa y llana, entendida comúnmente como «lo vivido y atestiguado por uno mismo», sino de la ardua tarea de construir una narración creíble (Barthes, 1991; Portelli, 1981; Trouillot, 1995).

Y en este punto los veteranos debían afrontar un gran desafío: los aires posteriores a la derrota tornaron insuficientes tanto el sentido común escolar que compartíamos todos los argentinos -las Malvinas son argentinas- como el sentido común militar que los veteranos habían aprendido en la conscripción -habían ido a Malvinas para defender a la patria-. Haber estado allí y haber sido un blanco posible, haber conocido a los ingleses en sus trajes de fajina y a las Fuerzas Armadas argentinas en operaciones contra un enemigo externo, podían constituir un pasado fuerte, violento, excepcional, pero hacer de él una causa de unidad y cohesión militante demandaba otros esfuerzos. Había que trabajar intensamente para forjar una historia plausible de la guerra y de la propia participación en ella, una forma de hablar de Malvinas que revirtiera el signo de la rendición, el sinsentido de la muerte del camarada y, sobre todo, la incredulidad de la población civil, tan alejada física e informativamente del teatro de operaciones, tan disgustada por el entusiasmo beligerante que comunicaban los medios masivos,17 en fin, tan deseosa de dar vuelta a la página de una vez por todas. Esa elaboración resultó en una narrativa donde lo personal avalaba experiencialmente lo nacional y donde la derrota podía revertirse.

Pero para esto era necesario construir una comunidad de personas en lo que hasta fines de junio había sido sólo una organización burocrático-militar: personal conscripto y de cuadros que estuvo en las Islas. La integración jerárquica al interior de cada sección o grupo, entre soldados, suboficiales y oficiales subalternos- y en contados casos de oficiales medios y superiores18 -imperó en el campo de batalla. La asociación horizontal entre conscriptos de diferentes unidades y fuerzas, cuyas experiencias eran sumamente dispares, sobrevendría después. Además, no todas las unidades entraron en combate; algunas fueron blanco de hostigamiento naval y aéreo; otras fueron marginales al conflicto. Asimismo, las vivencias variaban según la fuerza y el arma.19 Para que los ex soldados, que habían ocupado el último peldaño de la escala militar, pudieran transformarse en legítimos defensores de una reivindicación caída en el descrédito y la indiferencia (producto de la «desmalvinización» o apatía hacia esta causa de nacionalismo territorial, promovida por las sucesivas administraciones), Malvinas debía adquirir el status de una causa espiritual unificadora, trascendente y altruista. Por eso en sus relatos los ex soldados siempre recuerdan los aportes de la población civil, el carácter nacional y soberano de los derechos argentinos, y la sorpresa de los británicos al descubrir que los soldados argentinos «peleábamos gratis» sin cobrar un sueldo o sólo con un sueldo simbólico.

Los truchos les molestaban precisamente porque, según ellos, usaban su falsa identidad para obtener beneficios materiales -pensión, atención médica, una vivienda- y honoríficos -participar de un desfile, recibir un diploma, etc.-. Los truchos eran, además, una seria competencia para los vendedores de «calcos» en el transporte público, y trastocaban la imagen del «veterano» en la de un vendedor ambulante lindando con la mendicidad (cargo que también alcanzaba a veteranos genuinos que acometían esta actividad). Además, habían fundado «centros truchos» para ganar el favor de los políticos locales y uno que otro subsidio. En suma, ser veterano de guerra parecía haberse convertido en un trabajo o, peor aún, en un negocio. Y aunque muchos de los veteranos genuinos trabajaban en las organizaciones, utilizaban redes personales nacidas en el campo de batalla, en la conscripción o en los mismos centros para conseguir empleo, o vivían de la venta ambulante de objetos alusivos a la guerra («calcos» o «calcomanías», periódicos, etc.), se suponía que el propósito de defender la causa no era la obtención de bienes con destino individual.

Si el trucho fingía haber estado allí para sacar beneficios, el soldado genuino había estado allí por una causa justa. Identificar truchos era contribuir a mantener la espiritualidad de una causa nacional que, por varias razones, particularmente ligadas a la conducción militar, había sido descalificada. Era necesario construirla, defenderla y purificarla, en un trabajo constante donde la construcción de la causa era paralela al uso de técnicas de conocimiento que eran, a su vez, mecanismos identificatorios.

Todos participaban para observar. Miguel se incorporó al centro donde conoció a Pascual años después de su regreso en el 82. Allí aprendió un discurso básico para vender «calcos» en los trenes, pero su sensibilidad era un obstáculo: debió aprender a retener el llanto porque, decían sus camaradas, despertaba lástima en vez de admiración. Y cuando al poco tiempo logró afirmarse en un discurso lineal, duro y combativo, modificó también su propia experiencia y sus memorias del 82, intentando moldear la memoria de sus interlocutores, los pasajeros de trenes u ómnibus. Complementariamente, todos observaban para participar.

Sus fuentes de información eran las anécdotas y charlas informales con otros camaradas, y las exposiciones de profesionales de las armas; leían publicaciones de divulgación y militares, y veían películas sobre esta y otras guerras, todo lo cual iba permeando un discurso informado más que por los contornos desordenados de la experiencia, por la evaluación estratégica militar.

Más aún: los veteranos, especialmente quienes residían en contextos urbanos con medios de difusión propios, aprendieron rápidamente las dimensiones de la entrevista por radio, televisión y medios gráficos. Así fueron dándose cuenta de que el periodismo tenía una batería estandarizada de preguntas -«mataste-tuvistehambre-tuvistefrío»- que alojaba el sentido de la entrevista en un eje que contribuía al rating sensacionalista, pero también exhibía indisimuladamente los supuestos del periodismo, la opinión pública y algunos sectores partidarios: los ex-soldados cumplían con el estereotipo de los «chicos de la guerra»,20 pobres mocosos que fueron llevados al sur por la fuerza, que pasaron hambre y frío, que fueron estaqueados por sus superiores y que, para peor, fueron tan perdedores como ellos. Los veteranos que conocí odiaban esas preguntas no porque remitieran a un pasado distinto en sus contenidos, sino porque los estigmatizaba como víctimas de un gobierno y su aventura. Hubieran preferido que los dejaran desplegar su saber, sus secretos de campaña, que los tomaran como testigos en el juicio a los comandantes de la guerra, y les permitieran ensayar su argumentación como defensores de la Patria.

Paradójicamente, en esto había residido buena parte del éxito, siquiera temporario, de Pascual y otros truchos como él. Ellos también observaban, hacían preguntas, imitaban y participaban en reportajes. Ellos también podían acceder a la elaboración de una experiencia común, manifiesta en una práctica y un discurso «plausibles» para los veteranos genuinos, para los militares profesionales y para los civiles; participaban del mismo aprendizaje, recurrían a las mismas técnicas y abrevaban en las mismas fuentes que los veteranos militantes. Pascual participaba para observar cuando en el castigo a un trucho consolidaba la categoría de su identidad ficticia, y observaba para participar cuando asistía a charlas, conferencias, leía revistas y comentaba películas. Una vez fue entrevistado por una radio y, contra lo previsto por el periodista, dijo que gracias a Malvinas los argentinos teníamos democracia... Sus «camaradas» estuvieron de acuerdo.

Afirmar que los conocimientos sobre Malvinas de «genuinos» y «truchos» eran similares no es ignorar sus diferencias fácticas; significa desplazar el énfasis desde una autoridad dada hacia el proceso de construcción de dicha autoridad. Si la presencia de los truchos en una organización de genuinos era posible por un tiempo, siquiera en forma de engaño, era porque aquéllos habían logrado captar algunas claves de una pertenencia identitaria que se había forjado no en la guerra de 1982 sino en el presente, y por lo tanto arrostrando el desafío ya no de los británicos sino de la sociedad civil y la política nacional. Muchos ex-soldados, en especial los activistas de los centros, suelen argumentar que «la postguerra fue más dura que la guerra». La dificultad, originada según ellos en el exitismo de «los argentinos», se fue acrecentando con la indiferencia de los gobiernos y la sociedad civil. Pero agregan además, que desde el regreso su identidad debió competir en atención y simpatía con otros personajes que adquirieron notoriedad en el discurso político de la transición democrática, particularmente los desaparecidos, los partidos políticos, los ex-comandantes, y los oficiales rebeldes de 1987-90 bautizados por el periodismo como «carapintadas».

Pero mientras los truchos captaban la clave identitaria de los veteranos genuinos para apropiársela «indebidamente», a la vez que contribuían a su difusión desde su identidad ficticia, otros auténticos veteranos fracasaban en el intento. Con la ayuda de los medios y el cine de guerra, algunos ex-soldados se atribuían episodios heroicos que no habían protagonizado -el cruce de líneas enemigas, el salvataje de un soldado agonizante en pleno bombardeo, etc.-. Sus camaradas los llamaban despectivamente «Rambos», por el veterano de guerra de Vietnam que encarnaba Sylvester Stallone en la película homónima, porque les molestaba su exageración, que minaba la credibilidad pública del grupo hacia afuera, y su adscripción a un grupo de iguales hacia adentro. La exageración de los «Rambos» mostraba en extremo la lógica de la autenticidad (Handler & Saxton, 1988), pues se pretendían más genuinos que los genuinos.

En suma, la identidad de los veteranos de Malvinas estaba minada por impostores de fuera -los truchos- y de adentro -los Rambos-. Algunos tenían una experiencia auténtica, otros fingida; los beneficios de algunos debían considerarse justos, los de otros injustos. Pero todos por igual debieron construir una experiencia en las nuevas circunstancias. Haber conocido una forma particular del horror, la guerra, podía transformarse en un don o una condena. Todo dependía de cuál fuera el sentido que sus protagonistas dieran a esa historia.

Antropólogo y mujer

Mi tarea como antropólogo frente a la confesión de Miguel debía ser revelar el sentido de estas luchas por dirimir lo genuino de lo trucho en torno de Malvinas. Para ello partía de una tradición académica comprometida con la autenticidad de la experiencia etnográfica, «estar ahí», «embarrarse», con la población en estudio.

Los fundadores del trabajo de campo etnográfico provenientes de la escuela antropológica inglesa y de la sociológica de Chicago, sostenían que el investigador podía conocer mejor y más fehacientemente las prácticas sociales de los sujetos compartiendo con ellos su vida cotidiana. Bronislaw Malinowski postulaba que, a fuerza de su tenaz presencia y prolongada convivencia en el campo, el investigador tiende a transformarse en «un mal necesario» que ya no merece demasiada atención de parte de los nativos, quienes comienzan a actuar naturalmente.

Esta premisa tiene varias implicancias. Una es que «estar allí» significa comparecer en el ámbito habitual de los nativos; otra, estrechamente vinculada, es que el conocimiento de una cultura o una sociedad dadas, es paralelo a la creación de los instrumentos de recolección de datos. El caso ejemplar es el aprendizaje de la lengua indígena, que permite ingresar en lo que Malinowski llamaba «la mentalidad» (1922/1961). El corolario de esta premisa -no formulada explícitamente por el fundador del trabajo de campo moderno- es que los medios de conocimiento que emplea el investigador son básicamente los mismos que usan los sujetos en estudio para producir su propio conocimiento.21 El acceso más genuino a la realidad es, en términos de la etnografía clásica, recuperarla tal como es vivida por los sujetos, desde la lengua en que se lleva a cabo la investigación hasta las prácticas a que se ve arrastrado y a las que debiera sumarse el investigador. Para ciertas vertientes interpretativistas involucrarse con la participación es el medio privilegiado de conocimiento porque permite rescatar plenamente la subjetividad de los actores. Para las corrientes objetivistas la participación es la única vía para conocer contextos que de otro modo serían inaccesibles. Para ambas, el aspecto empático y el participativo es inherente a la metodología etnográfica. Este supuesto tiene su fundamento.

Como en otras ciencias sociales, el etnógrafo depende siempre de los sujetos de estudio porque ellos son su objeto de conocimiento pero, además, porque esos sujetos co-delimitan los contextos y términos de sus investigaciones. Las ciencias sociales no pueden describir y explicar formas de vida, pensamiento y acción prescindiendo de los sentidos que dan sus actores. En etnografía los términos e interpretaciones de sus protagonistas ocupan un lugar dominante en el objeto de estudio (Runciman, 1983). Haber «estado allí» era para los veteranos de guerra, la prueba de legitimidad de su identidad genuina. Para mí, como antropólogo, significaba compartir un camino al corazón de su cultura que debía culminar en un texto que expresara la autenticidad de ese mundo que yo había adquirido por una experiencia igualmente auténtica, la mía con ellos, en mi trabajo de campo. Sin embargo, esta reivindicación de autenticidad etnográfica requiere una precisión sobre qué significaba para mis interlocutores haber «estado allí».

Por mi género, era obvio que yo no había estado en Malvinas, una guerra de hombres. Las mujeres permanecimos en el continente y salvo algún personal médico sumamente reducido, no pasamos a las islas ni a los campos de batalla ni a las dependencias civiles. Al regreso, soldados, oficiales y suboficiales se reunieron con sus mujeres parientes -madres, esposas, hermanas, novias e hijas- y con mujeres profesionales -enfermeras y médicas, psicólogas, asistentes sociales y damas de caridad-. Yo no pertenecía a ninguna de las dos categorías, y sólo una antropóloga me había precedido en 1985 (Menéndez & Romero, 1988).

Pero «yo estaba ahí», haciendo mi trabajo de campo. Como profesional, esto es y como vengo escribiendo, como «antropólogo», podía suponerse que mi interés en Malvinas estaba avalado por un título universitario y que mis propósitos eran serios, esto es, no tenían que ver con la búsqueda de diversión de una mujer en un mundo de hombres. Pero esta era tan sólo mi propia ficción. Que yo era mujer y no sólo profesional-antropólogo era notorio y evidente en mis caras y preguntas que denunciaban mi casi absoluta ignorancia en materia bélica. Por eso, muchos se tomaban la misión de enseñarme «a mí», no como antropólogo sino como mujer -según ellos una característica intrínseca, que me hacía ignorante de la cuestión militar- algunos fundamentos de táctica y estrategia. Pascual era uno de ellos: «-Vení, yo te voy a ayudar». Que tuvieran algún éxito podía evaluarse en mi creciente familiaridad con su argumentación, con los veteranos y con las preguntas que yo era capaz de formularles.

Cuando Miguel me dio su «pésame» difícilmente se dirigía a mi persona profesional; se orientaba a mi nacionalidad y a mi carácter de ciudadana contemporánea e identificada con el conflicto, pero sobre todo se dirigía a mi género, a mi carácter de amiga y de bocado apetecido por Pascual.

Ante cada uno de estos aspectos Miguel presentaba sus disculpas. Diciendo ser quien no era y valiéndose de la autoridad que confiere la veteranía de Malvinas, Pascual me había engañado con falsa información. Yo no podría utilizar «sus datos», ni podría confiar más en él. Pascual había empleado un prestigio usurpado para seducirme y Miguel era en parte responsable porque no había sabido detectarlo a tiempo y porque, como mujer admitida en un área masculina, yo estaba a su cargo.

De este modo, mis maestros en campo me convencieron que yo podía aprender su base argumentativa y me la enseñaron, o dejaron traslucir, participando para observar, como cuando fingía ser una pasajera para verlos vender sus «calcos», y observando para participar, asistiendo a charlas, leyendo revistas o viendo películas de Malvinas con ellos. Mis entrevistas fueron bien pocas. Era evidente que yo no era periodista; no usaba grabador, ni estaba preocupada por registrar textualmente lo que decían. Mis preguntas eran más bien aclaratorias porque se sucedían en el marco de conversaciones espontáneas y casuales. Aquí el frío y el hambre surgían como críticas a la mala administración y logística militar en Malvinas, no como padecimiento de chicos inexperimentados, a menudo como anécdotas graciosas y como ironía, o individualmente en tono de confesión.

En suma, los contextos distaban de las situaciones estructurales académicas o profesionales. Se ubicaban, más bien, en una posición intermedia entre la camaradería y el noviazgo informal. Por eso una vez Miguel me contó que solía referirse a mí como «la chabona», femenino de «chabón» («piba», chica, muchacha). En ese marco mis «técnicas de conocimiento» eran básicamente las mismas, al menos, que otras mujeres cercanas a la causa.

Distintas competencias de dos «mentiras» identitarias.

Aunque yo me empeñara en seguir los dictados de los padres fundadores del moderno trabajo etnográfico, toda apelación de mi parte a un conocimiento «auténtico» a la vida vivida y pensada de los verdaderos veteranos, estaba mediatizada por mi género. ¿Afectaba esta condición el carácter «auténtico» de mis datos, y el de mi investigación?22

Pensar en términos de autenticidad como garantía de calidad sólo confirma nuestro propio punto de vista, no nos lleva a su análisis. La autenticidad es una categoría que los ex soldados usan para dar legitimidad a su presente y futuro a través de su pasado. Esta argumentación penetra la vida diaria y mi propio trabajo de campo en términos de competencia metacomunicativa, esto es, como la habilidad de los hablantes para captar el sentido de la situación y producir contextos significativos hacia sus comunidades de habla (Briggs, 1986). De modo que aprehender las distintas competencias en juego, requiere aprender las formas en que los nativos definen las situaciones comunicativas, los contextos de transmisión adecuados e inadecuados, los signos de jerarquía y poder, vocalidad y silencio, etc. Eludir este aprendizaje nos llevaría a superponer distintas competencias, no a articularlas ni a examinar y forjar su mutua inteligibilidad.

Por eso es tan habitual que al encarar trabajos con quienes no pertenecen a nuestro universo social y/o cultural (y a veces incluso con quienes sí pertenecen a él), es probable que tratemos de imponer a los datos nuestros sistemas de competencia comunicativa, creyendo que las acciones que se nos muestran y las respuestas que se nos dan, corresponden a nuestras categorías de observación y a nuestras preguntas. La definición de la situación y los sentidos plausibles, pueden ser divergentes y hasta opuestos. Ante los primeros indicios de incomprensión los investigadores solemos aplicar nuestra autoridad y forzar a la otra parte a cumplir con nuestras expectativas... al menos en la versión escrita (Guber, 1994).23

Que los veteranos y yo empleáramos los mismos procedimientos técnicos para conocer no significa que compartiéramos la misma competencia metacomunicativa. La observación, la participación y la conversación que yo usaba para conocerlos a ellos, eran instrumentos que ellos también aplicaban para conocer a sus camaradas, a los truchos y a mí misma. Pero mis técnicas usadas meta-comunicativamente como «trabajo de campo» de mi actividad profesional, eran descifradas por mis interlocutores como parte de un proceso permanente de construcción de identidades del cual yo no estaba excluida. Las normas subyacentes a la competencia meta-comunicativa de estos veteranos revelaban, efectivamente y como ellos siempre dicen, el estallido de la guerra en la postguerra, la guerra contra los impostores y la des-malvinización, y la lucha por el reconocimiento de quienes fueron soldados en el Atlántico Sur. Pero en esta nueva etapa el escenario bélico es eminentemente interno, la lucha es política y los actores no están limitados por la operatoria militar. Como en toda guerra, también aquí hay caídos. Por eso Miguel me dio el pésame y aunque me dijo dónde podría encontrar el cuerpo vivo de un Pascual desenmascarado, nunca me animé a ir.

En esta lógica, mi competencia meta-comunicativa como antropóloga sería sometida, tarde o temprano, a las mismas normas de mis interlocutores. Creemos, como dicen los manuales, que el rapport se logra con el tiempo y «haciendo buena letra» hasta que se nos tome como «un mal necesario». Al comenzar mi trabajo de campo la mayoría de los ex-soldados dudaba de mi verdadera identidad: gracias a ellos publicaría un libro y me haría millonaria, o conseguiría mi doctorado y ganaría dinero, o pretendía simplemente espiarlos y vender la información. Después de aprender sus pautas había llegado a comunicarme tan fluidamente con algunos que no necesitaba preguntar sino sólo «estar allí». Pero esto no me sería permitido indefinidamente. Tal era la diferencia con «¡ser nativo!». Mi habitualidad fue dejando atrás mi perfil profesional, o mejor dicho, lo que ellos entendían de él, y al no ver «resultados» materiales ni mi asociación a sus actividades, la usurpación de identidades volvió a ser plausible. Al retomar viejas acusaciones -yo ya tenía suficiente información para vender- ratificaban sus principios de clasificación entre genuinos y truchos, pero aplicados a la figura desconocida del antropólogo, percibiendo la amenaza de la misma forma: yo obtendría beneficios materiales gracias a ellos y a su justa causa. Recuperar mi perfil profesional me ponía ante un dilema difícil de resolver: desde su perspectiva mi interés en Malvinas debía responder al amor desinteresado por la causa o al interés material que ella me redituaría. Que yo fuera una verdadera antropóloga era secundario; lo importante era si yo era una usurpadora de identidades (trucha) o una militante nacional (simpatizante genuina).

Esto es, no llamativamente, lo que Pascual pensaba y me dejó saber al mes de conocerme. Por eso, cuando Miguel me dio el pésame, sentí una ofensa retroactiva: ni más ni menos que «Pascual el trucho» había dudado de mis propósitos y de mi identidad. Ningún lugar estaba totalmente a salvo y que yo pudiera producir una pizca de conocimiento dependía de aprender a caminar en un campo minado por la sospecha, en un país de crueles guerras intestinas que no inauguraron los veteranos de Malvinas... (Guber 1995, 2004).

Este contexto definía las interpretaciones y usos posibles de mi metodología etnográfica. Porque contra la trampa típica en que solemos caer quienes la practicamos, pensando que los datos de primera mano son más «verdaderos» y «genuinos», éstos son siempre construcciones situacionales y nuestro «acceso» a ellos siempre intersubjetivo (Aull-Davies, 1999; Guber, 1991/2004, 2001; Nordstrom & Robben, 1995). Aprender cómo esas situaciones se integran en competencias meta-comunicativas, a veces muy diversas, es parte de nuestra tarea. Por eso tanta literatura reciente se pregunta, globalización mediante, por qué los investigadores sociales seguimos empeñados en presentar nuestros respectivos «campos» como extensiones mansas y acotadas, pobladas por identidades genuinas, y en creer que la identidad de «investigador», así, en masculino neutro, será algún día redimida del cálculo y la incomprensión, quedando a salvo de los engaños y de la suspicacia lega (Amit, 2000).

Haber reducido el episodio de Pascual a la mentira y a la categoría de información desechable no me hubiera permitido detectar el arduo proceso por el cual los veteranos de guerra intentan definir los límites de su identidad social y de su lugar en la Argentina de posguerra -una posguerra que no fue sólo de Malvinas-. Para encontrar la significación del «trucho» como sujeto de la «mentira» no debía desterrar a Pascual de mi trabajo, sino interrogarlo como parte del mundo social que le daba sentido. Sin embargo, ese análisis me permitió al mismo tiempo ver cómo se percibía en ese mundo mi competencia profesional, y cómo nuestras respectivas «autenticidades» entraban en conflicto.

La pretensión de «autenticidad» de algunos grupos sociales que reclaman la legitimidad de identidades genuinas, inmanentes y originales no es nueva en la literatura antropológica. La manipulación de identidades ha sido tan estudiada por la última generación de investigaciones sobre la etnicidad, la nacionalidad, la historia y la tradición, que en más de una ocasión hablar de «identidades imaginadas» y de «invención de tradiciones» ha sido interpretado -no sin la ayuda de algunos autores- como una forja de mentiras instrumentales.24 Sin embargo, esto no debe hacernos perder de vista su gran aporte: si las identidades sociales son siempre construcciones ellas requieren un trabajo, tienen lugar en procesos y no se ligan con esencias inmanentes.

Igual que los étnicos y nacionales, los procesos identitarios resultan cruciales para penetrar las competencias metacomunicativas implícitas en nuestras metodologías de investigación, en nuestra persona de investigador y en el perfil social de nuestra tarea investigativa.


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por la autora sobre el conflicto anglo-argentino por las Islas Malvinas. Versiones previas de este artículo fueron presentadas en el I Congreso de Investigación Social. San Miguel de Tucumán, Universidad Nacional de Tucumán, Argentina (1995), y en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Estocolmo, Suecia (2006). Otra versión anterior fue editada como apuntes universitarios, en Cuadernos de epistemología de las ciencias sociales, compilado por Beatriz Kalinsky y Morita Carrasco (Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1998). Agradezco especialmente los comentarios críticos de mi colega Carolina Feito y de los miembros del Grupo Taller de Etnografía y Trabajo de Campo del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), y de los investigadores latinoamericanistas de la Universidad de Estocolmo, especialmente de Susan Ullberg y Mona Rosenthal.

2 Rosana Guber, Ph.D y M.A. en Antropología (Johns Hopkins University, Estados Unidos) y máster en Ciencias Sociales (FLACSO, Buenos Aires). Investigadora del CONICET-Argentina, directora del Centro de Antropología Social del Instituto de Desarrollo Económico y Social IDES, Argentina, y coordinadora académica de la Maestría en Antropología Social IDES/IDAES, Universidad Nacional de General San Martín.

3 Todos los nombres que aparecen en este artículo han sido modificados.

4 En jerga «porteña» o capitalina de Buenos Aires, los muchachos, los chicos.

5 «Le dieron como en bolsa»: le pegaron, lo castigaron.

6 Charco es un pequeño espacio de agua, generalmente formado después de la lluvia en las veredas y calles de tierra o piedra. Se puede llamar «charco» a cualquier extensión de agua entre dos tramos de tierra, convirtiendo dicha extensión en un cruce habitual y vecino, al evocar «charco» una imagen de pequeñez y familiaridad (los niños aman «saltar los charcos» después de la lluvia, y sus madres ¡lo odian!). El Río de la Plata, supuestamente el «más ancho del mundo» según los porteños y que separa al Uruguay de la Argentina, es llamado «charco». En 1982 se llamaba charco al tramo sudatlántico entre la costa patagónica y las Islas Malvinas.

7 Esta distinción presentada por Ladislav Holy (1984) observa cierto correlato con los «metodistas» y «realistas» de Martyn Hammersley (1992).

8 Santo Tomás de Aquino, San Agustín e I. Kant planeaban entre otros esta perspectiva (Nachman, 1986).

9 En vez, por ejemplo, de una «relativista» como Sidgwick y Bentham, donde la mentira es moralmente neutral y sólo sus consecuencias permiten establecer su signo (Nachman,1985:538).

10 No me refiero aquí al problema relacionado y con numerosas estribaciones, de la búsqueda filosófica y semiótica de la transparencia. Si uno se pusiera purista, la vida de los humanos sería una sucesión de engaños donde nada en el reino de la cultura y la significación quedaría a salvo de la multivocidad. Algunas teorías sociales, como la de Erving Goffman, sostiene que la sociedad es un escenario donde todos intentamos a la vez simular y develar personajes investidos, cumplir papeles y persuadir a los demás de su autenticidad. Algunos críticos han sostenido que para Goffman la sociedad está compuesta por mentirosos y que la esencia humana estaría subyaciendo por debajo de estas actuaciones pretenciosas.

11 Este monumento nacional inaugurado en junio de 1990, recuerda a todos los muertos en aire, mar y tierra del Teatro de Operaciones del Atlántico Sur, entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982. El monumento es un cenotafio donde se exhiben 24 placas de mármol negro con la inscripción de los apellidos y los nombres de los caídos, sin observar orden aparente.

12 Calcomanías alusivas a Malvinas y al centro u organización de ex soldados.

13 Ello comprende Malvinas y Georgias del Sur. Las Sandwich del Sur, también con soberanía reclamada por la Argentina, no fueron escenario bélico en 1982.

14 Los contadísimos civiles que participaron en el teatro de operaciones lo hicieron como personal de la empresa desmanteladora de factorías balleneras del Sr. Constantino Davidoff (en Georgias), en tareas especializadas en servicios de las islas -correo, vialidad, abastecimiento petrolífero- (en Malvinas), como periodistas gráficos y televisivos (fundamentalmente en Puerto Argentino) y como personal de dotación de naves de guerra (el Crucero ARA General Belgrano) y buques mercantes (Isla de los Estados, Narwal, etc.), además del único rabino que accedió al archipiélago. El personal eclesiástico católico tenía rango militar y se desempeñaba en las distintas capellanías de las unidades de guerra y las Fuerzas Armadas.

15 Grupo de Artillería Aerotransportada, de Córdoba; Brigada III de Infantería, del Sur correntino; Regimiento 25 de Infantería, de Chubut, Regimiento 7 de Infantería Mecanizada, de La Plata, Provincia de Buenos Aires; Regimiento 1 de Infantería «Patricios», de la Capital Federal, Batallón de Infantería de Marina 5, de Río Grande, Tierra del Fuego, etc.

16 Algo similar sucedía con el personal asignado a los buques y, más aún, al que tripulaba naves aéreas. Aquí también vale el razonamiento recíproco. Cada soldado, cada aviador, cada marino, contaba con información detallada sobre lo sucedido en su puesto, a la cual no podían acceder «vivencialmente» los altos mandos ni los estudiosos de la guerra.militares» con importantes puestos en el gobierno de entonces.

17 Después del conflicto, la población y algunos sectores partidarios atribuyeron la sorpresa de la rendición al engaño intencional de la propaganda oficial. Ello estaba parcialmente justificado por algunos exabruptos no sólo periodísticos sino, también, por las consideraciones de «expertos militares» con importantes puestos en el gobierno de entonces.

18 Tal es el caso del Batallón de Infantería de Marina n.5, o en el del Grupo de Artillería Aerotransportada 3.

19 Entre el personal de marinería y el de infantería de la Armada, entre los pilotos cazadores y transporteros, por un lado, y el personal afectado a las bases aéreas de las Islas, por el otro, o entre los artilleros y los infantes del Ejército.

20 El título de una temprana película de ficción de Bebé Kamín (1984), sobre libro de Daniel Kon (1982), acerca de la experiencia de los ex-combatientes.

21 Este principio ha sido uno de los conceptos centrales enunciados por los etnometodólogos desde Harold Garfinkel (1967).

22 El hecho de que los etnometodológos hayan trabajado predominantemente en los contextos socioculturales de los investigadores probablemente haya oscurecido la necesidad de establecer algunas precisiones que sí señaló la sociolinguística y la etnografía.

23 Este es uno de los puntos mejor logrados por la crítica llamada «postmoderna» en Antropología, algunas de cuyas expresiones más interesantes, aunque diversas, pueden verse en Clifford, 1983; Dwyer, 1977; Rosaldo, 1989; Marcus & Fischer, 1986. Desde otra óptica, Pierre Bourdieu (1993) hace su propia crítica al señalar una tercera dimensión de la reflexividad: la necesidad que tenemos los investigadores sociales de auto-criticar la perspectiva de la lógica práctica como un espectáculo para la teorización.

24 Las investigaciones sobre manipulación de identidades suponen un nutrido sustrato de estudios que data de fines de los años 50, donde el foco de atención deja de estar en los rasgos propios e intrínsecos, para desplazarse al plano de las relaciones inter-étnicas, y donde la etnicidad es entendida como una construcción organizativas manipuladas situacionalmente a los fines de la interacción (Barth, 1976). Trabajos más recientes procedentes del campo de la Historia, como el volumen de Eric Hobsbawm & Terence Ranger The Invention of Tradition, aparecen -al menos- como afines a aquellas vertientes antropológicas donde la etnicidad sería un elemento crucial para negociar poder y articularse en sistemas políticos (tal como enseñaron E.Leach, F.Barth y A.Cohen). Es interesante que aún cuando distingue entre tradiciones genuinas y espúreas o inventadas, Hobsbawm también introduce un sector frecuentemente ausente en las etnografías antropológicas, y actor crucial en la gestación de las identidades nacionales, el Estado (1983).


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