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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.63 Bogotá Jan./June 2007

 

El mapa de lo invisible. Silencios y gramática del poder en la cartografía1

The Map of the Invisible: Silences and the Grammar of Power in Cartography

O mapa do invisível. Silêncios e gramática do poder na cartografia

Vladimir Montoya Arango2

Universidad de Antioquia (Colombia) vmontoyaarango@yahoo.es

Recibido: 20 de octubre de 2006Aceptado: 19 de febrero de 2007

 


Resumen

El presente artículo es producto de una reflexión acerca de la manera en la que la cartografía se constituye en un/el discurso espacial y produce una imagen política del territorio que proyecta las nociones de poder imperantes. El énfasis en el mapa en cuanto discurso busca introducir la pregunta por las implicaciones ético-políticas de la cartografía y sus conexiones con las interpretaciones del territorio y el comportamiento espacial de los individuos y los colectivos sociales. Un acercamiento a la historia de la cartografía sirve como dispositivo detonante de la reflexión, para revisar luego los planteamientos de la cartografía crítica y plantear las posibilidades de los «mapas cognitivos» para la confección de cartografías con las comunidades locales. Finalmente se plantean los retos para la construcción de una cartografía colaborativa y dialogante.

Palabras clave: cartografía crítica, mapa cognitivo, conocimiento situado, cartografía social.

 


Abstract

This article reflects on how cartography constitutes of a unique spatial language, which produces a political image of the territory that illustrates prevailing power concepts. The emphasis on the map, for this discussion, tries to introduce a question about the ethical and political implications inherent in cartography and open a door to explore the connections between cartography, social representations of the territory and spatial behavior of individuals and social collectives. The article begins with a brief review of the history of cartography, and then turns its attention to critical cartography and the possibilities of using “cognitive maps” as a methodology to execute cartographical exercises with local communities. Some crucial challenges for a collaborative and interactive cartography are suggested at the end.

Key words: critical cartography, cognitive maps, situated knowledge, social cartography.

 


Resumo

Este artigo é produto duma reflexão acerca da maneira na que a cartografia constutui-se num discurso espacial e produze uma imagem política do território que projeta as noções de poder imperante. O ênfase no mapa enquanto o discurso procura introduzir a pergunta pelas implicações ético-políticas da cartografia e suas conexões com as interpretações do territorio e o comportamento especial dos indivíduos e os coletivos sociais. O acercamento á história da cartografia serve como dispositivo detonante da reflexão, para revisar o que plantea a cartografia crítica e plantear as posibilidades dos ‘mapas cognitivos’ para a confecção das cartografias com as comunidades locais. Finalmente apresentam-se os retos para a construção duma cartografia cooperativa e interativa.

Palavras chave: cartografia crítica, mapa cognitivo, conhecimento situado, cartografia social.

 


Paisaje y espacio son siempre una especie de palimpsesto donde, mediante acumulaciones y substituciones, la acción de diferentes jerarquías se superpone. El espacio constituye una matriz sobre la cual las nuevas acciones substituyen las acciones pasadas. Es, por lo tanto, presente, porque es pasado y futuro (Santos, 2004: 104).3

Comparado con lo temprano de la aparición de los mapas, el término cartografía y sus implicaciones como ciencia dedicada al estudio de éstos y de las técnicas necesarias para su realización es bastante tardío. Así pues, aún aunque ya en la Grecia Antigua se puede referir un uso sistematizado de los mapas, sólo hasta el siglo XIX apareció el término cartografía, acuñado por el historiador portugués Manuel Francisco de Barros y Sousa. Situarnos desde ahora en las consideraciones políticas que se derivaron de la Modernidad en Occidente y del proyecto de expansión colonial que le es inherente, permite intuir el por qué de la tan oportuna aparición de una ciencia dedicada a «representar el mundo», esto es, a traducirlo en una imagen compiladora/productora de la «realidad espacial».

La aparición de los mapas parece incluso preceder a la escritura, pues tempranamente comenzaron a confeccionarse con una finalidad primigenia de tipo instrumental, utilizados en particular para la determinación de las distancias, el establecimiento de rutas y recorridos o la identificación de emplazamientos y localizaciones que facilitaran el desplazamiento. Sin embargo, frente a ese carácter práctico emergió prontamente la idea del mapa como figuración de lo real, por lo que ya desde las primeras etapas de su desarrollo se puede hablar de dos categorías de clasificación: el «mapa instrumento», de carácter informativo y práctico y, el «mapa imagen», el cual alberga una abstracción, un esfuerzo intelectual de construcción de un instrumento con fines prácticos pero revestido también de un carácter intangible como imagen, lo que lo convierte en una representación que integra las interpretaciones cosmológicas, políticas o religiosas, centradas en el mundo de aquel que lo dibuja. Como ejemplo del primer tipo de mapas podemos señalar la evidencia dejada por los habitantes de las Isla Marshall en el sur del Océano pacífico, consistente en una cartografía realizada en un entramado de fibras de caña, dispuestas de modo que muestran la posición de las islas. Con respecto al segundo tipo –mapa imagen-, ya para una fecha tan temprana como el año 2300 a.C se refiere la existencia del primer mapa realizado en Babilonia. Los mapas babilonios eran realizados en tablillas de arcilla y representaban el mundo de manera circular, correspondiendo al panorama natural del horizonte visible. Aunque consistían mayormente en mediciones de tierras, estos mapas tenían una finalidad político-administrativa enfocada al cobro de impuestos, de donde se deriva la aparición del punto del punto de vista del dibujante. También se han encontrado en China mapas regionales fechados en el siglo II a.C y realizados mediante la pintura sobre seda, tales como los que fueron hallados en una tumba de la dinastía Han, en Ma-wang-tui, en la ciudad de Chang-sha, en la provincia de Hunan. Estos mapas son manuscritos y de los que se han logrado reconstruir resalta uno de tipo militar y otro topográfico que muestra alrededor de treinta ríos, veinte caminos, muchas cordilleras e identifica por su nombre más de cien puntos. Así como en el lejano Oriente, también en las tempranas civilizaciones mediterráneas se produjo la emergencia de los mapas-imagen. En el caso de Egipto, las evidencias arqueológicas encontradas en Tebas y fechadas en el siglo XVII a.C muestran inscripciones de tipo geográfico compuestas por figuras etnográficas, tipos de hombres y de seres colocados en el orden de su posición geográfica y acompañados de señales indicadoras de los pueblos. El desarrollo de los mapas egipcios se impulsó a la luz de los asuntos catastrales que propiciaron la elaboración de representaciones del territorio sobre ladrillos o tablas y representaban el mundo conocido tomando a Egipto como el centro de tierra (Proyecto Nereida Canarias, 1999).

Posteriormente, fue en el mundo griego clásico donde se produjo la efervescencia de los mapas como representación. El filósofo griego Anaximandro realizó en el siglo VI a.C un mapa que representaba el mundo conocido de forma circular y con centro en el Mar Egeo, rodeado todo lo demás por el Océano. Para Anaximandro, la noción de mundo conocido aparece como el principio de articulación y su centralidad en el Mar Egeo privilegia políticamente a Grecia con respecto al horizonte de pueblos por descubrir. Para el año 200 a.C, Eratóstenes realizó otro mapa del mundo conocido, incluyendo a la hoy Gran Bretaña al noroeste, la desembocadura del río Ganges al este y la actual Libia por el sur. El mapa de Eratóstenes incluyó como novedad una serie de líneas paralelas transversales, de separación irregular y arbitraria, que señalaban los puntos situados en la misma latitud. También en tratamientos menos «racionalizados» del tema aparece la preocupación griega por los mapas. En el poema épico Los Argonautas se narra que los egipcios ya tenían, desde tiempos remotos, tablas grabadas que señalaban los caminos de la Tierra con los límites de los continentes y de los mares. Igualmente el poeta Eustacio al comentar el poema del Universo de Dionisio, comenta que Sesostris dio a los egipcios tablas donde estaban representados sus viajes. Para el siglo II d.C. se produjo la que fue la obra cartográfica más influyente del mundo helénico: la Geographia del sabio Tolomeo, fechada alrededor del año 150 d.C. En sus mapas, Tolomeo utilizó de manera sistemática el saber matemático e introdujo un método de proyección cónica, pero su obra estaba llena de imprecisiones, como por ejemplo la desmesurada extensión que asignó a la placa continental euroasiática. No por ello se desconoce el hecho de que fue el primero en introducir el uso apropiado de la división en paralelos y meridianos (Piccolotto, 2004). En los mapas de Tolomeo aparecerá el primer gran dilema político de la cartografía: la situación de paralelos y meridianos como referentes para la medición. Si bien el paralelo de latitud cero se asumió en el Ecuador de acuerdo a la división más «natural» del globo terráqueo, el meridiano cero ha sido movido arbitrariamente de acuerdo a los intereses de los cartógrafos -o de los poderes que representan. Es así como mientras que Tolomeo situó dicho meridiano en la Isla de Ferro, en las actuales Islas Canarias, correspondiendo con el punto más al oeste conocido en su tiempo. Posteriormente ha sido desplazado en varias oportunidades, pasando arbitrariamente por las Islas Azores, Roma, Copenhague, Jerusalén, San Petersburgo, Pisa, Paris y Filadelfia entre otros, hasta llegar a ser adoptado convencionalmente en Londres, de acuerdo al Observatorio de Greenwich (Piccolotto, 2004).

Como en el mundo helénico también para los romanos los mapas fueron fundamentales para la expansión y mantenimiento del poder imperial, pues fue con la proyección cartográfica que la idea de frontera o límite iniciaría su ascenso como elemento preponderante de la representación espacial de la soberanía estatal. Los romanos aplicaron la agudeza de sus conocimientos en ingeniería a la elaboración de proyecciones planas del territorio, sin embargo, tras la caída del Imperio la cartografía desapareció casi completamente en Europa y durante la época medieval se convirtió en un ejercicio reservado a los monjes, preocupados especialmente por asuntos teológicos. En estos mapas medievales se representaba a Jerusalén como el centro del mundo, la exactitud geográfica no era un motivo de preocupación esencial y la organización del mapa gravitaba en torno a la jerarquía primordial de la religión católica. Sólo hasta el siglo XV, cuando se produjo en Europa la impresión y estudio de los mapas de Tolomeo, se despertó de nuevo el interés sistemático por la precisión en la cartografía, inspirado esto por el auge de la expansión marítima.

Contrario al «enclaustramiento» de los mapas europeos, en el mundo no occidental ocurrió un proceso contrapuesto para la misma época. Los navegantes árabes realizaron y utilizaron cartas geográficas de gran exactitud, tal y como lo muestra el hecho de que hacia 1154, el erudito árabe Al-Idrisi realizó un mapa del mundo de gran precisión para los conocimientos geográficos de entonces. Los aportes de los navegantes árabes del Mediterráneo al desarrollo cartográfico fueron de gran importancia, ya que desde el siglo XIII preparaban cartas de navegación conocidas como «mapas portulanos», las cuales, si bien no contenían una división en paralelos y meridianos, trazaban unas líneas que señalaban la dirección y rutas entre los puertos más importantes. Así también en el que luego sería el distante «Nuevo Mundo», los incas, en el siglo XII, trazaban mapas que representaban las tierras del Imperio y algunas referencias similares indican que sucedía lo mismo con el pueblo Maya (Proyecto Nereida Canarias, 1999).

A pesar de los desarrollos descritos, el conocimiento cartográfico no alcanzó grandes dimensiones y desarrollos –técnicos e ideológicos- sino hasta después de la expansión marítima de la Europa continental. Con el mapa colonial se fundó Occidente y se inició el proceso de asignación de un sentido cardinal a la diferencia/subalternidad. La rápida expansión del «mundo conocido» marcó el inusitado interés en la representación precisa de los horizontes hacia los cuales dirigir el ímpetu conquistador, mientras que la tensión política inherente a la expansión colonial de las potencias marítimas europeas encontró en la cartografía un escenario esencial de expresión. El desarrollo de mapas precisos que describieran con exactitud la forma, el tamaño y la ubicación de los territorios descubiertos y que a la vez permitieran inferir y diagramar los potenciales recursos e intereses del poder colonial en su estabilización, integración y dominio, convirtieron a la cartografía en un saber estratégico y con un gran peso en la determinación de las relaciones multilaterales de poder. Podríamos afirmar entonces que es en ésta época –la expansión colonial de Europa- en la que la cartografía irrumpió como un saber geopolítico determinante, tanto por la importancia de los conocimientos cartográficos en el ámbito militar, como por el carácter estratégico que el dominio cartográfico adquirió en la delimitación, establecimiento y sustentación de la soberanía estatal. Es importante anotar también que fue a partir del siglo XVI cuando se produjeron los mayores avances técnicos en la confección de los mapas, tanto a nivel de metodologías como de creación de instrumentos para su elaboración.4

El colonialismo que se derivó de la expansión marítima europea a partir del siglo XVI marcó un derrotero geopolítico fundamental en la configuración espacial del mundo conocido. Como señala Mignolo (2000), es a partir de esa expansión que se cimentó la conformación de un «sistema mundo moderno/colonial», caracterizado por la estructuración de una economía planetaria y la formación del discurso de la «modernidad». Dado que dicho discurso de la modernidad asumió como horizonte la universalización de los parámetros del pensar racional con cimientos cartesianos, el saber cartográfico se erigió en un baluarte fundamental en su discursiva. Según advierten algunos autores poscoloniales latinoamericanos, la colonialidad atravesó, más allá de la instauración de una presencia física y de un control territorial hegemónico, gracias a la instauración de una visión de mundo, eurocéntrica, católica y blanca, comportando un proceso sistemático de sumisión de otras lógicas interpretativas y apelando al conocimiento como instrumento fundamental del poder.5 Determinando ampliamente la realidad factual de la dominación, sobre los pueblos conquistados aterrizó el imperativo de la asimilación al pensar y actuar europeo, de manera que dando un giro geopolítico de índole espacial a los asuntos de carácter teológico de la salvación de las almas, se acuñaron las estructuras de validación de la superioridad étnica/política/epistémica del colonizador. La Europa continental erigió a las colonias como su periferia, los bordes necesarios para argumentar su centralidad, simples extensiones de una geometría implosiva y centrípeta. En este proceso de subalternización, la «colonialidad del poder» a la que se refiere Aníbal Quijano (2000), apeló como recurso de validación a la generación de un revestimiento de objetividad y universalidad superpuesto al conocimiento científico. En adelante, el saber científico se convertiría en un dominio inobjetable, no sólo porque la racionalidad sería don y virtud del colonizador sino además porque la lógica cartesiana se erguiría como el principio explicativo único.

La incidencia de la cartografía en este proceso fue fundamental. Según apunta Santiago Castro-Gómez (2005), Walter Mignolo en su obra The darker side of the Renaissance, muestra cómo la cartografía fue esencial en la construcción del imaginario científico moderno, al punto en que la emergencia de la epistemología moderna tendría como una de sus claves interpretativas la «separación que los geógrafos europeos realizaron entre el centro étnico y el centro geométrico de observación» (Mignolo, 1995: 233). En casi todos los mapas conocidos hasta el siglo XVI, «el centro étnico y el centro geométrico coincidían» (Castro-Gómez, 2005: 61). Como ya señalé más arriba, en los mapas antiguos de Grecia, Roma, Egipto o el mundo árabe, el orbe conocido gravitaba en torno al centro desde el que el observador realizaba la representación, por lo que la novedad geopolítica de la cartografía moderna es justamente la mutación de esa correspondencia. Según señala Castro-Gómez (2005:62):

con la conquista de América y la necesidad de representar con precisión los nuevos territorios bajo el imperativo de su control y delimitación, empieza a ocurrir algo diferente. La cartografía incorpora la matematización de la perspectiva, que en ese momento revolucionaba la práctica pictórica en países como Italia. La perspectiva supone la adopción de un punto de vista fijo y único, es decir la adopción de una mirada soberana que se encuentra fuera de la representación. Con otras palabras, la perspectiva es un instrumento a través del cual se ve, pero que, a su vez, no puede ser visto; la perspectiva, en suma, otorga la posibilidad de tener un punto de vista sobre el cual no es posible adoptar ningún punto de vista. Esto revoluciona por completo la práctica de la cartografía. Al tornarse invisible el lugar de observación, el centro geométrico ya no coincide más con el centro étnico. Por el contrario, los cartógrafos y navegantes europeos, dotados ahora de instrumentos precisos de medición, empiezan a creer que una representación hecha desde el centro étnico es precientífica, pues queda vinculada a una particularidad cultural específica. La representación verdaderamente científica y «objetiva» es aquella que puede abstraerse de su lugar de observación y generar una «mirada universal» sobre el espacio.

Esta ausencia de punto de vista, premisa por antonomasia de una objetividad fundada en la separación entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, sería el principio fundacional del pensamiento científico occidental, forma de conocimiento que el autor citado refiere como hegemónico y pretenciosamente universal. En su sentido más cercano esto implicaría para nuestro contexto la superposición de la episteme occidental sobre las otras formas de conocer, catalogadas como mágicas y supersticiosas, además de ser relegadas al campo de lo folclórico, lo costumbrista y por extensión geopolíticamente devueltas al ámbito de lo pre-racional, abandonadas de la razón y propias del saber pre-lógico. La diferencia epistémica se convirtió así en argumento de la subalternidad y la validación de la ocupación y hegemonía espacial que operó como gradación temporal en la que los colonizados aparecieron apenas como una anterioridad, un «hijo pequeño» en evolución, en proceso de civilización y de conversión en alma de dios y ciudadano del estado-nación. El desarrollo que posteriormente hicieron las ciencias sociales y humanas de los planteamientos de aquellos cartógrafos tempranos fue de especial significación en aquel proceso. No en vano y con gran infortunio, aún hoy la separación entre el investigador y el objeto de estudio sigue articulando el principio de «objetividad» desde diversas posturas.

El mapa como discurso. Articulaciones entre representación y dominio

La historiografía de la cartografía es insuficiente para la revisión crítica que aquí nos interesa, además de que no permite por sí sola la asunción de una postura y el establecimiento de referentes interpretativos para adentrarnos en el significado de los mapas y en el papel que han cumplido en la configuración espacial del estado, tanto en la diacronía como en la contemporaneidad de su accionar. Por ello, es necesario abordar los desarrollos de la cartografía crítica, para ello nos resulta esencial la referencia a la obra de John Harley (2001). Este pensador anglosajón realizó una revisión de la cartografía que es insoslayable a la hora de pensar en recomponer los modos de interpretación del significado de los mapas.6 El punto de partida de Harley es justamente el distanciamiento del pensamiento positivista, racionalista y objetivista; propiciando un cambio de enfoque en la historiografía convencional que dirige a la cartografía hacia una ruptura con esa epistemología univocal para considerar el mapa como una «construcción social», ubicando al cartógrafo en el contexto de su época, como un miembro de la sociedad en sentido amplio. El cartógrafo es un sujeto social, sumido en la red de intereses políticos que configuran la realidad social de su tiempo, su conocimiento no es neutro ni imparcial, está inserto en las tramas del poder y su conocimiento es instrumentalizado por aquel. Para acercarse a ésta imbricación con el poder, Harley profundiza en la distancia entre realidad y representación utilizando como acercamiento el análisis deconstructivista propuesto por Derrida y Foucault. También aplica el análisis del discurso a los mapas para acercarse a su significado, sustentado en los tres niveles utilizados por el historiador del arte Erwin Panofsky y transplantados a la cartografía: signos convencionales, elementos pictóricos y componentes retóricos. Este análisis se aplica a todos los elementos del mapa: su tamaño relativo, el lugar establecido como centro, el color, los textos, las nominaciones y, especialmente, los espacios dejados en blanco y las ausencias deliberadas de información. En su sentido más profundo, Harley propone entender el mapa como un producto cultural –del conocimiento/poder-, de manera que es posible entenderlo más como un texto que como una imagen fiel de lo real, ello nos indica que el mapa «monumentaliza» y establece intencionadamente intervenciones o hitos del paisaje como referentes. La imagen-documento del mapa establece ciertos marcadores visuales y signos que arbitrariamente «naturalizan» las relaciones espaciales, operando a la manera de un correlato de la ciencia histórica tradicional que, según señala Foucault (1996:10): «se dedicaba a “memorizar” los monumentos del pasado, a transformarlos en documentos y a hacer hablar esos rastros que, por sí mismos, no son verbales a menudo, o bien dicen en silencio algo distinto de lo que en realidad dicen».

En la propuesta de Harley resalta lo valioso de considerar el estudio de los mapas con una perspectiva diacrónica –el mapa como producción histórica-, exigiendo al mismo tiempo que se contemplen tres aspectos diferentes para su interpretación: el contexto del cartógrafo, el contexto de los otros mapas y el contexto social. La consideración de éstos contextos permite introducir en el análisis del mapa la incidencia de los distintos actores, las técnicas y las herramientas, la intencionalidad del autor y los modos de llevarla a cabo, las agencias financiadoras y sus influencias sobre el mapa, el impacto del público al que se dirige, el estudio comparativo de los demás documentos que se ocupan de entornos espaciales similares y, de manera fundamental, remarca el hecho de que el mapa es un producto cultural, confeccionado en un lugar y un tiempo determinado y al interior de un cierto orden social establecido. Es de un análisis de este tipo que resulta evidente para Harley que la cartografía histórica anglosajona está impregnada de un estricto ordenamiento colonial, pues destacaba los asentamientos y la nomenclatura de la sociedad mayoritaria, al tiempo que ocultaba el mundo indígena. Análisis similares pueden hacerse para el caso de nuestras propias cartografías coloniales.

En lo que se refiere a la imbricación de la cartografía y el poder, la propuesta de Harley nos permite descubrir que la representación cartográfica está impregnada de valores, ya que el mapa es una forma de lenguaje que porta una carga simbólica y, como una forma de conocimiento, siguiendo a Foucault, es una forma de poder. Lo interesante de ésta vía de análisis es que permite descomponer las variables políticas implícitas en los mapas, pues aún las distorsiones, imprecisiones o desviaciones, más que asuntos técnicos son características políticas de la producción del mapa. Por lo tanto, son las censuras del pensamiento cartográfico las que matizan la rigidez geométrica y la hacen tan flexible como el poder requiere, mientras tanto se introducen vacíos, silencios que la técnica podría saldar pero que el filtrado de orden político no permite. Es por esto que en la sociedad moderna los mapas fueron establecidos como documentos esenciales en la determinación de los derechos territoriales y de propiedad, de manera que su manipulación adquirió un carácter estratégico y las omisiones y silencios intencionados permitieron solventar los proyectos militares del estado y los intereses comerciales para el establecimiento de monopolios del mercado. Sin embargo, existen otros silencios, quizás no intencionados, que según Harley no son ordenados por el poder, sino que son más bien derivados de las taras culturales del cartógrafo y se convierten en el mapa en la presencia de ciertos detalles que no encajan en consideraciones políticas o técnicas. Esto manifiesta que en últimas el cartógrafo no puede mirar más que desde su cultura y la apropiación de la perspectiva hace de su ejercicio de representación una imagen hegemónica que no reconoce otras formas de imaginar/vivir el espacio. Por lo tanto, el reconocimiento del mapa como un mensaje social, implica una labor de descomposición de la retórica y las metáforas cartográficas y un alejamiento del pensamiento positivista para adentrarse en la teoría social, prescindiendo por principio de la «neutralidad» y la «objetividad» con que se ha revestido hasta ahora el saber científico. Esta desmitificación del mapa como producto científico objetivo es la que redirecciona la interpretación histórica de los mismos, sacando la discusión del campo de la técnica hacia la deconstrucción (re-construcción diría yo) epistémica que tiene como requisito una interdisciplinariedad éticamente fundamentada. Visto de ésta manera, no es vano el que nuestro interés por la geopolítica contemporánea, abogue por el reconocimiento de la necesaria mirada interdisciplinaria, partiendo en este caso, de ponderar críticamente las implicaciones políticas del conocimiento y convocar desde allí una revaluación de los contenidos hegemónicos de una epistemología fundada hasta ahora en la negación de la jerarquía asignada a ciertos lugares y tiempos de enunciación cartográfica y/o discursiva.

En concordancia con el debate poscolonial latinoamericano introducido por autores como Walter Mignolo, en el contexto de los estudios contemporáneos brasileros ha emergido una importante crítica a la historiografía cartográfica convencional. Esta vertiente de interpretación promueve el entendimiento del mapa como un producto cultural, situado geopolíticamente y enunciado epistémicamente desde el poder. Es esto lo que ha llevado a los autores brasileros contemporáneos a distanciarse del lenguaje cartográfico convencional y a proponer la lectura de sus vacíos, de las tramas de sentido y de la orientación cardinal que hegemónicamente postula. Así por ejemplo, la lectura que de la posmodernidad hace Boaventura de Sousa Santos (2003) desemboca en la crítica a las escalas y jerarquías que desde el lenguaje cartográfico se han traslapado al mundo de lo social. El mapa ha reclamado la realidad que tuviera por objeto representar y se requiere de un esfuerzo de deconstrucción epistémica de su discurso como principio esencial para la formulación de un modelo integral del conocer. Tal y como señala Laura Padilha (2005), los sujetos coloniales de Angola o Brasil, llamados subalternos y periféricos –por extensión de los demás confines coloniales-, deberían poder escribir su propia biografía identitaria, localmente articulada, para, partiendo de ella, proponer nuevas representaciones cartográficas. La apuesta que postula es la recuperación del modo ancestral de contar, reconociendo que la producción ficcional refuerza la propia cultura, mostrando su diferencia. Según señala, es en la oralidad donde los espacios de la alteridad se tiñen de colores identitarios fuertes y en coherencia con esto, los estudios africanos de los últimos veinte años han buscado generar cartogramas que se guíen por ese nuevo mapeamiento del saber poscolonial, en el caso de Angola para pensar la ficción angolana y volver sobre su propia espacialidad física y cultural, sus paisajes geográficos y culturales (Padilha, 2005).7 Así mismo, otros autores brasileros postulan la importancia de la deconstrucción discursiva del mapa, aunque asumen posturas teóricas distintas. Es el caso de Beatriz Piccolotto (2004), quien se ocupa del estudio de los mapas dejados por los ingenieros portugueses del siglo XIX, tomando como referencia la metodología de deconstrucción propuesta por Christian Jacob, según la cual los mapas son objetos culturales en los que coexisten y se yuxtaponen diferentes estratos y códigos figurativos, de manera que: «las particularidades gráficas revelan determinadas escuelas culturales, concepciones de mundo, estado del conocimiento científico y convenciones cartográficas –medidas, códigos de figuración, paleta cromática, grafismos, ornamentos- propios de cada período» (Piccolotto, 2004: 194)8. Esta autora insiste en el hecho de que los mapas están lejos de ser una reproducción fiel de lo real, y constituyen en cambio una representación, marcada por la transposición al papel de los levantamientos de campo mediante códigos y convenciones, de forma que los mapas se caracterizan por ser una «trama ortogonal» –cartesiana decimal diría yo- en la que se encuentra representada una «visión del mundo» en dos dimensiones. Con su sobredeterminación geométrica, «los mapas trazan una realidad nueva, abstracta y simbólica, según convenciones sociales validadas por el uso, que hacen que en una cierta época y sociedad se reconozca el mundo en el cual se vive en una determinada configuración gráfica» (Piccolotto, 2004:195). Esta configuración gráfica será entonces la que determine el sentido de lo real, haciendo que el mapa se superponga al territorio y anule la posibilidad de observación. Según infiero, el mapa, más que una bitácora, es un obituario. La supresión de sentidos divergentes de lo real hecha por el mapa es también identificada por Piccolotto, quien afirma que el espacio y el territorio no son equivalentes, pues éste último es una construcción histórica, producto de una acción humana que le asigna contornos y límites definidos:

Mapear significaba conocer, domesticar, someter, conquistar, controlar, contradecir el orden de la naturaleza. En los mapas se producía un territorio limitado y continuo sobre una naturaleza discontinua e ilimitada. En los mapas, naturaleza e indio fueron progresivamente relegados a ornamentaciones en las molduras de títulos y leyendas, imperando una representación de lo real pautada en códigos y convenciones abstractas (Piccolotto, 2004: 230).

Por lo tanto, el mapa no sólo representa el territorio, lo produce. En este sentido, la cartografía en su carácter de versión fiel de lo real, neutro y científico, cumple una función mistificadora, transformando su carácter de instrumento en artefacto cultural de construcción del territorio. El mapa cumplirá entonces no sólo la función de familiarizar al sujeto con el entorno sino también aquella más profunda de «naturalizar» el orden de las relaciones que le son permitidas con el espacio, cumpliendo una función ideológica que hasta ahora no hemos señalado. Según muestra Rogata Soares (2003), sustentada en los planteamientos de Bakhtin, para el caso del Estado nación brasilero, el mapa cumple una importante función ideológica, separando lo interno –considerado homogéneo a pesar de las diferencias regionales, étnicas o de clase- de lo externo –aún cuando hallan continuidades o semejanzas-. Por supuesto no cuesta mucho trabajo inferir lo constante de ésta función ideológica en el contexto de los demás Estados nación modernos, incluido el nuestro. La recurrencia de Rogata Soares a los planteamientos de Bahktin es particularmente interesante, ya que permite enlazar la deconstrucción del discurso con las implicaciones ideológicas del mapa. Siguiendo a Soares, si el mapa es reconocido como producto cultural, es fundamental considerar que de acuerdo con los planteamientos de Bakhtin:

en cada etapa de desarrollo de la sociedad se encuentran grupos de objetos particulares y limitados que se vuelven objetos de atención de cuerpo social y que, a causa de esto, toman un valor particular. ¿Como se puede determinar este grupo de objetos «valorizados»? Primero, es indispensable que estén ligados a las condiciones socio-económicas esenciales del grupo referido, lo que concierne, de alguna manera, a las bases de su existencia material. En otras palabras, no puede entrar en el dominio de la ideología, tomar forma y echar raíces sino aquello que adquiere un valor social (citado en Soares, 2003:49).9

La relación de la cartografía con la ideología es la consecuencia esencial del conocimiento/poder que señaláramos más arriba. Indudablemente, el recurso a la dominación ideológica es prerrequisito fundacional del estado y para ello la elaboración de mapas revierte un escenario privilegiado en el que disponer las ordenaciones trazadas por el dominio político y geométrico del espacio. En la revelación del carácter ideológico del mapa, Rogata Soares va aún más allá y muestra como éste se pretende indiscutible y el saber estratégico que contiene desaparece del debate, al tiempo que los sentimientos de pertenencia y fidelidad al estado nación que promueve movilizan fuertes identificaciones, más fuertes aún que las de la clase social. Esta ideologización del mapa opera mediante la reconversión de los fenómenos espaciales en una representación acrítica y atemporal en la que se da la impresión de que el orden cultural representado siempre existió. Así pues, más que un instrumento de la dominación, el mapa es el artificio de la identidad nacional, su función es la de reforzar la construcción del orden, cometido esencial del Estado que impone al espacio que le preexiste, una clasificación y disposición bajo la idea de «territorio nacional». Según nos ilustra Zygmunt Bauman (2005:33): «Abandonado a su suerte, no iluminado por los focos del cuento y antes de la primera sesión de montaje con los diseñadores, el mundo no es ni ordenado ni caótico, ni limpio ni sucio. El diseño humano es lo que hace aparecer el desorden junto con la visión del orden, la suciedad junto con el proyecto de pureza». Por esto, la constitución del orden recurre a la figuración discursiva/cartográfica del mundo, un artificio ideológico que es complementado con otras estrategias que caracterizan la construcción del estado nación como un proceso violento.

Lo importante de puntualizar aquí es que la violencia como principio estructurante del Estado nación moderno, encontró en la cartografía una justificación, un refugio en el que consagrar el ejercicio territorial en un acto soberano, santificado por el consenso impuesto en el pacto fundacional del Estado. Es justamente sobre ésta violencia en la que recae la atención de la geopolítica anglosajona contemporánea. Bajo esta perspectiva, el imperativo territorial del estado moderno es asociado al ejercicio de la violencia, la cual aparece justificada en una raison d’état, que define los límites de lo permitido y establece desde los poderes hegemónicos el uso legítimo de la violencia y sanciona el que aparece catalogado como terrorismo. Según puntualiza Mark Neocleous (2003:419):

Etimológicamente la concepción del mapa es tanto un arreglo de cosas como una representación de la superficie de la tierra. La violencia del estado en la cartografía ayuda a definir qué o quien existe y en que orden. Los mapas significan así colonización psíquica y control conceptual, involucrando tanto un paradigma cognitivo y también unos significados prácticos de administración política.10

De esta manera, la cartografía ejerce una violencia simbólica que refuerza la violencia física con la que se establecen las relaciones jerárquicas al interior del Estado. Si establecer un orden social implica la homogenización, el mapear el territorio se constituye en el vehículo para alejar las contrariedades. Es por esto que el violento proceso socio-político por el que se produce la erección de las fronteras territoriales es llevado a la cartografía que contribuye a fortalecer los límites al tiempo que crea la realidad socioespacial que queda contenida en su interior. Como bien apunta Mark Neocleous (2003:418), «el geo-cuerpo es literalmente creado en el papel».

Del papel al recorrido. Cognición y comportamiento espacial.

Tal y como espero haber podido transmitir hasta aquí, la cartografía dista en mucho corresponder con la realidad espacial que experimenta el individuo en su cotidianidad y mucho más aún con la manera en la que se la auto-representa. Para 1966, Peter Gould descubrió los que llamó «mapas mentales», los cuales serían de una influencia descollante en la geografía anglosajona subsiguiente. El ejercicio de Gould consistió en el trazado de isolíneas sobre los mapas de

Inglaterra y Estados Unidos de acuerdo con las preferencias establecidas por sus informantes. Estas preferencias revelaban la existencia de un «mapa mental» según el cual el individuo se representa el mundo (Castro, 1999). Sin embargo, el ejercicio de Gould asume que es posible el vaciado de dichas preferencias en un mapa convencional, lo que hoy, según las consideraciones múltiples que hiciéramos en el apartado anterior, dista mucho de ser tomado como cierto. Posterior a los planteamientos de Gould, en la década de los años setenta se produjo la irrupción del término «mapa cognitivo», producto de la conexión de la geografía con la ecología ambiental, cuyo origen puede situarse en los trabajos pioneros de David Lowenthal. Bajo los lineamientos de aquel enfoque se produjeron en los años siguientes una gran cantidad de investigaciones que, tomando distancia de la noción del mapa mental, postularon el mapa cognitivo como un mapa dentro de la mente, que alude a una interioridad mental que guía el desplazamiento y estructura el comportamiento espacial del individuo. Según enfatiza Castro (1999:4), una vez que entran en escena los mapas cognitivos:

El nuevo impulso que recibe la geografía se traduce en tomar nota pormenorizada y registrar los comportamientos en el espacio urbano. Por supuesto no se trata de detenerse en una mera descripción de los comportamientos. Estos mantienen un doble juego: por un lado obedecen a una plataforma perceptual que los inspira y por otro contribuyen en un proceso de retroalimentación a robustecer el esquema perceptual.

El estudio del mapa cognitivo es entonces la búsqueda de los modos en que surge y la estructura que adopta la representación cognitiva del espacio cotidiano. Como en el caso de la cartografía convencional, el mapa cognitivo estará también inserto en intrincadas tramas de sentido, en juegos de poder que pugnan y sobredeterminan sus contenidos y sus parámetros de estructuración. Puedo afirmar desde ya que el mapa cognitivo se construye en una tensión dinámica entre el imperativo espacial derivado de la existencia física del individuo y su posición al interior del colectivo social en el que vive. Por esto, la definición que aporta Constancio Castro (1999:6) del mapa cognitivo como «un dispositivo mental que nos orienta a diario en nuestra navegación urbana», resulta de la mayor sugerencia, pero insuficiente para los propósitos que aquí se persiguen. La noción del mapa cognitivo como un «dispositivo mental», asumido como un intangible, un vericueto mental en el que se acumula información indispensable para la resolución de los problemas espaciales cotidianos, es para mí de una gran relevancia operativa, pero no por ello expresa la integralidad del proceso mediante el cual se negocian la representación del espacio y el espacio mismo. Asumir esta perspectiva permite conectar la geografía con la cotidianidad y brincar la esmerada frontera que la cartografía convencional había erigido para separar el saber científico del saber pre-lógico del individuo de a pie. En su sentido más próximo, el mapa cognitivo alude a las resoluciones que cualquier individuo realiza cotidianamente para su problema existencial más recurrente: el desplazamiento. Recorrer el territorio es dotarlo de significación y es un ejercicio perceptual precedido por el sentido de orientación del desplazamiento, pero es también y ante todo, dotar al espacio con las determinaciones del poder: el territorio es el poder espacializado y la espacialización del poder. El mapa cognitivo será entonces estructurado por y estructurante del comportamiento espacial. De aquí deriva la seguridad y automatismo con el que solemos recorrer los ámbitos conocidos y la necesaria introspección y vigilancia requerida al adentrarnos en lugares antes no recorridos e innombrados. ¿Pero como acercarnos al mapa cognitivo si éste consiste en información espacial de carácter mental no desplegada sobre un plano o una imagen gráfica convencional? Es éste un reto metodológico de serias implicaciones para la ciencia social y no son pocas las vías de exploración abiertas para su abordaje. Yo mismo, en algunas investigaciones anteriores, he adelantado aventuras empíricas en busca de encontrar las mejores representaciones de los mapas cognitivos de los individuos con los que interactué. En una de ellas, ocupada de reconocer la significación que algunos habitantes del Barrio Moravia asignaban a ciertos lugares, construimos unas cartografías con base en el vaciado sobre un plano del barrio de las «impresiones» que las personas tenían acerca de los lugares. Se trataba de que cada quien asignara según sus criterios emocionales ciertos valores a los lugares tales como «seguridad», «encuentro», «soledad» o «rumba». Sin embargo, ahora reconozco que éste ejercicio dista en mucho de lograr un acercamiento certero a los mapas cognitivos del Barrio. En primer lugar, porque el vaciado sobre la trama ortogonal del plano desconoció la habitual relación de los sujetos con su entorno, marcada por una lógica vivencial y una semiótica de la proximidad articulada en una gramática emocional y no racional. En segundo lugar, porque las categorías proporcionadas para la expresión de los sentimientos despertados por los lugares reducían ostensiblemente la amplitud de significaciones que los confines espaciales revisten en la experiencia espacial del sujeto. En un tercer sentido fundamental, el ejercicio erraba al pretender producir un mapa cognitivo en las condiciones de aislamiento contextual al que eran sometidos mis interlocutores durante los talleres. En estas condiciones, la hegemonía de la imagen/representación terminó por nublar las posibilidades ofrecidas por el recorrido/experimentación e imponiendo de nuevo una lógica cartesiana según la cual todos los individuos deberían reconocer su espacio vital en una trama de sentido ortogonal y vaciar sobre ella su experiencia de manera automática. En últimas, un ejercicio de cartografía construido de ésta manera termina sometido por las convenciones de poder que intenta subvertir.

Kevin Lynch, en la importantísima obra La imagen de la ciudad (1998), intentó desarrollar una metodología para acercarse al mapa cognitivo tal y como lo elaboran los habitantes urbanos consistente en la aplicación de métodos experimentales para acercarse a la imagen visual que la gente tiene del espacio.11 La secuencia de ejercicios realizados por Lynch es la siguiente: en primer lugar, aplicó cuestionarios dirigidos a la captura del escenario medioambiental, a describir viajes por la ciudad y los lugares más distintivos. En segundo lugar, propuso a los entrevistados el dibujo de un croquis de la ciudad. En tercer lugar, a un grupo de los motivados en el ejercicio anterior se les proveyó de fotos de la ciudad seleccionadas intencionadamente y se les solicitó que las identificaran exponiendo los criterios, así como que las reordenaran de acuerdo a un mapa imaginario de la ciudad. En cuarto lugar, se hizo un recorrido por la ciudad en el que se pedía que el entrevistado actuara de guía, exponiendo las razones para elegir la ruta, la sensación de seguridad y lo resaltable que encontrara en el recorrido. En quinto lugar, durante el recorrido se formularon preguntas a los transeúntes sobre direcciones. Como sexto y último ejercico, Lynch realizó la contrastación con expertos, partiendo de la clasificación de las formas físicas de la ciudad en «sendas», «mojones», «bordes», «barrios» y «nodos». Como en las objeciones que planteara para mi propio ejercicio, puede objetarse a Lynch el hecho de que la imagen visual no es sólo geometría, además de que no definió con claridad cual era el ámbito del mapa cognitivo, su escala y su alcance. No por esto deja de ser importante la metodología propuesta de combinación de distintas maneras de suscitar mecanismos de exteriorización del mapa cognitivo y la proposición de vías alternativas para su expresión distintas al grafismo en papel. Esto puede minimizar de manera significativa los «ruidos» y distorsiones inducidas al exigir a un individuo a que convierta su representación mental del territorio en un diagrama inteligible para un observador universal.

En un desarrollo posterior a los planteamientos de Lynch, el geógrafo español Constancio de Castro propone que para acercarse al mapa cognitivo se parta de considerar la unidad fundamental mente/cuerpo, interiorización/exteriorización. El cuerpo constituye la experiencia espacial más próxima y es el instrumento de acercamiento o alejamiento del entorno. En el mapa cognitivo prima la percepción, por tanto no es medible, lo cual lo hace esencialmente distinto de la cartografía convencional en la que prima la racionalidad y su lenguaje se estructura a partir de lo mensurable. Con base en ello, Castro propone que para construir los mapas cognitivos se atienda en especial a: la preeminencia de los recorridos peatonales; los entornos de familiaridad (marcados por los ciclos de vida del individuo); los procedimientos de encuesta y los relatos de recuerdos en los que se analice que hitos se establecen. La memoria del desplazamiento es central para el mapa cognitivo, por esto en su modelo la narración desplaza al dibujo (Castro, 1997). Aún cuando es un modelo bastante sugerente, hace falta pensar en los matices que se introducen al considerar los elementos diacrónicos que configuran ese saber espacial práctico. Lo que podríamos denominar una «memoria geográfica», cargada como la memoria toda de una potencia selectiva y militante, inserta el mapa cognitivo en los vaivenes con los que el poder atiza la autonomía del sujeto. Por ello, es necesario adicionar a las propuestas mencionadas el recorrido como estrategia fundamental de elaboración cartográfica, no únicamente como un desplazamiento espacial, sino incluso como un viaje temporal en el que los lugares son recorridos en su contemporaneidad y en las capas de recuerdo con que están inscritos en la memoria. En este sentido, el recorrido permite no sólo la evocación, sino la actualización de los sucesos que han determinado la realidad espacial del individuo y su colectivo social.12

El recurrir a los mapas cognitivos como metodología permite abrir un horizonte importante de posibilidades a la cartografía, empezando por el hecho de que posibilitan el reconocer y reflexionar en el espacio como una tensión de múltiples territorialidades, reventando el isomorfismo pretendido antes con la instauración de los mapas oficiales.13 Es así como los mapas cognitivos, incorporados a ejercicios sociales de planeación del territorio, pueden introducir una perspectiva diacrónica que usualmente escapa a la mirada del cartógrafo y que desmonta ciertas visiones hegemónicas del espacio al develar que en medio de una sociedad jerarquizada no todos los colectivos sociales han participado en igualdad de condiciones en los procesos de institucionalización del orden espacial/temporal. Frente a los vacíos dejados por la cartografía oficial, los mapas cognitivos posibilitan la emergencia de una toponimia local que más allá de meros indicativos y nominaciones, introduce las valoraciones del espacio y las formas de agregación social que se han tejido en él, reconociendo que en el acto de nombrar es donde primeramente se manifiesta el poder y posibilitando el que se reconstruyan los procesos de tensión entre las distintas territorialidades que históricamente se han yuxtapuesto/confluido. Adicionalmente, los mapas cognitivos aproximan la visualización de los efectos que en el individuo y en los colectivos sociales han tenido las políticas de ordenamiento y manejo del espacio, con lo cual podrían plantearse revisiones críticas de los conceptos que las fundan, tales como las nociones de desarrollo, bienestar social, progreso o crecimiento económico. En este sentido, los mapas cognitivos ofrecen como posibilidad la visibilización del saber espacial local, lo que debería conducir a la interpelación de la acepción/representación convencional del territorio mediante los mapas y a la revisión de ciertos atributos instituyentes que le fueron endilgados: fronteras, jurisdicciones, límites, rutas, monumentos, paisajes, marcadores o hitos. En últimas, la indagación en los mapas cognitivos puede postular una noción de territorio de amplio dinamismo y consciente de las múltiples tensiones inmersas en la territorialización, apuntalándose en una gramática espacial que apela al conocimiento compartido y que conduce a la desnaturalización del concepto secular de territorio promulgado en las cartografías oficiales, reconociendo que éste es tan artificioso como otros instrumentos de instauración del poder.

Trazos por descubrir. Los horizontes de una cartografía geo-culturalmente equitativa

Lo que después de éste discurrir debe ponerse en claro es que la importancia adquirida por los mapas cognitivos, o por otras expresiones de representación espacial de orden local, geosituadas en contextos de enunciación no hegemónicos, están desestabilizando la univocalidad del discurso cartográfico y contraponiéndole estrategias sociales de movilización y reclamo de haceres y saberes espaciales propios, que se piensan y defienden ahora como argumentos políticos válidos para una recomposición de las jerarquías espaciales hasta ahora impuestas. Como ocurrió en el campo textual/etnográfico, la cartografía convencional se ha confrontado con el hecho de que aquellos «otros», a los que se relegó antes su saber espacial, no están dispuestos a que se les continúe representando impunemente. El reclamo de «cartografías sociales», construidas desde un ejercicio de descentramiento epistémico/político que haga socialmente pertinente el saber geográfico es una manifestación palpable de la agenda de movilización social contemporánea. Por una parte, el ímpetu renovador al interior de la propia cartografía occidental ha hecho que los métodos cualitativos desestabilicen la primacía de la lógica objetiva fundamentada en la precisión técnica y, como contrapartida, los esfuerzos ingentes de gestación de una cartografía sustentada en el saber local, geo-culturalmente situada, manifiestan el protagonismo de los movimientos poscoloniales en el contexto contemporáneo. De otro lado, cada vez son más las presencias de metodologías de trabajo conjuntas, que reconocen que en la memoria social se alberga un conocimiento esencial para el entendimiento del espacio. Es así como en lo que se refiere a la incursión de la metodología cualitativa en la confección de los mapas, Suchan y Brewer (2000) distinguen varios métodos cualitativos de investigación. Por un lado reseñan los métodos relativos a los datos verbales, caracterizados por los cuestionarios, las entrevistas, los grupos focales, la entrevista focalizada, la historia oral, los protocolos verbales, el protocolo de pensar en alto y el protocolo retrospectivo. Por otro lado, recogen los métodos relativos a los datos directos, que se caracterizan en cambio por la observación directa, la etnografía y la observación participante. Por último, señalan los métodos referidos al estudio de documentos escritos o imágenes. Según estas autoras, la combinación de estos métodos permite abandonar la pretendida neutralidad del investigador y construir los mapas en conexión y colaboración con sus usuarios finales, lo cual aparece como la manera más coherente de atender a lo planteado por Raymond Kulhavy y William Stock (1996) cuando señalan que el aprendizaje sobre el espacio se produce simultáneamente por experiencia directa y/o por el estudio de los mapas. A mi entender, su llamamiento aboga por una ciencia cartográfica interactiva, aunque no presupone la ruptura con la autoridad del cartógrafo en el mapa. Mientras siga siendo así y sea sólo aquel quien representa y dibuja, aunque parta de los testimonios de los «otros» –subalternos-, el centro del mapa seguirá siendo étnicamente blanco, geopolíticamente metropolitano y epistemológicamente occidental. Por lo tanto, la tarea necesaria es la construcción de una cartografía geoculturalmente localizada que reconozca, tanto en términos técnicos como políticos, la enunciación social del territorio y postule la diversidad cultural como potencia creativa que alberga distintos mundos posibles. En esto la contribución de las antropologías periféricas resulta fundamental, más aún cuando se considera que es a través de la expresión y conexión de las hablas subordinadas y supeditadas por la lógica del discurso oficial/formal, como podría emprenderse tal tarea. Indudablemente no es ésta una labor fácil, pues involucra tantos los lineamientos metodológicos como las posturas éticas del investigador, quien pasará de ser el detentador único de la autoridad textual/gráfica, a ser un interlocutor en un proceso de mediación continua de significaciones y representaciones que se articulan en el debate de construcción del mapa. Esta autoridad dispersa, manifiesta en la posibilidad de expresión de puntos de vista dispares, permitiría la emergencia de saberes y prácticas espaciales que han permanecido ocultas y que, en últimas, son lo invisible en el mapa actual del poder.

La composición de una cartografía colaborativa y dialogante, reflexiva y crítica frente al poder, enfrenta distintos retos de orden metodológico y político, derivados de las distintas escalas geopolíticas en las que su irrupción introduciría preguntas hasta ahora ignoradas. Así por ejemplo, en lo metodológico dicha cartografía se enfrenta al reto de subvertir una lógica racional de representación ortogonal del espacio, respaldada desde los lineamientos técnicos y los instrumentos de georreferenciación, lo que implica la encrucijada del cómo equiparar los conocimientos colectivos con una cartografía que se construye con puntos, líneas y polígonos compuestos en capas que permiten un acceso rápido y «eficaz» a la información. El reto aquí no es solamente hacer de los sistemas de información geográfica un instrumento de sistematización de las cartografías sociales, tal y como lo han planteado algunos ejercicios (Andrade y Santamaría, s.f.), sino el trazar modos de encuentro entre lógicas de representación del espacio que pueden resultar no necesariamente convertibles a un modelo único. También a nivel metodológico se presenta el reto de la participación de las comunidades locales en los procesos de construcción de la cartografía, lo cual no sólo obedece a la necesaria apertura ético/epistémica que deberá adoptar el cartógrafo y que señalamos más arriba, sino que da cuenta de lo difícil que es bajo los actuales modos de concebir la investigación, adelantar procesos de construcción de conocimiento que consideren la validez de los saberes situados y que en lugar de buscar legitimarlos mediante el rótulo académico, encuentren la complementación entre los mundos culturales de los que son partícipes. El desafío aquí consiste en recomponer el sentido de la «participación» y abrir espacios para una interlocución permanente durante todo el proceso investigativo, aún durante la fase de interpretación y mucho más allá de los momentos de acopio de información. Es así como frente a la primacía del discurso del desarrollo en los procesos de planificación, la irrupción de esta mirada cartográfica renovada deberá enfrentar la concepción de la participación como forma de validación de las representaciones hegemónicas del ordenamiento espacial/temporal, para postular en cambio la participación como una forma de imbricación entre técnicos y comunidades, generando un proceso dialógico en el que se aporta y se recibe al tiempo que se favorece la construcción colectiva de los mapas. Adicionalmente, el proceso de construcción de esta nueva cartografía anclada en el saber social sobre el espacio, deberá enfrentar el ocultamiento del punto de vista del cartógrafo que, como vimos, devino de la aplicación de la perspectiva a la cartografía, para lo que se deberá apuntar a la reflexión sobre el lugar de enunciación y la posición en el entramado de fuerzas que pugnan por el control del ordenamiento espacial. Esto último exigirá que la cartografía social se reconozca no únicamente como un instrumento para conocer la realidad, sino como un argumento para transformarla, es decir, como una forma de movilización de los saberes y las gentes relegadas a escalas geopolíticas subalternas, que puede vincularse a otras formas de acción colectiva para contribuir desde allí a la construcción de una sociedad incluyente y políticamente equitativa. Del enfrentar estos retos depende la posibilidad de que aparezca el «mapa de lo invisible» que pueda descubrir las nominaciones, sucesos, marcadores, mojones y registros que, aunque hasta ahora no vistos, son parte de la memoria social de una Latinoamérica geopolíticamente y geohistóricamente sobredeterminada.


1 Este artículo es producto del proyecto de investigación «Bitácora del Oriente Antioqueño: Memoria, conflicto y territorio», adelantada por convenio entre PRODEPAZ y la Universidad de Antioquia.

2 Antropólogo Universidad de Antioquia, candidato a doctor en Antropología Social y Cultural, Universidad de Barcelona.Docente Instituto de Estudios Regionales -INER- Universidad de Antioquia.

3 Citado por Padilha, 2005:141. La traducción es mía.

4 Para un acercamiento exhaustivo sobre los desarrollos de la cartografía en los distintos momentos históricos referidos se recomienda la atención al texto de Thrower (2002). También puede verse una reseña crítica de dicho texto en Capdevila (2002).

5 A este respecto puede verse el texto La poscolonialidad explicada a los niños de Santiago Castro-Gómez (2005), en el cual se hace una revisión importante de los principales autores poscoloniales latinoamericanos como Dussel, Mignolo o Quijano.

6 Una importante colección de ensayos es la publicada en Harley (2001), a la cual hacen referencia los comentarios incluidos en este texto.

7 Espero que el lector haga sus propias inferencias acerca de la importancia de un proceso similar en nuestro contexto.

8 La traducción del portugués original es mía. También lo serán las demás traducciones que aparezcan de este texto.

9 Es mi traducción del original en portugués.

10 Son mías las traducciones de éste texto.

11 Para una revisión detallada de la obra de Lynch véase el texto de Castro (1997).

12 Una metodología complementaria para «activar» la memoria es la propuesta por Claudia Zamorano (2004) en su estudio sobre la transformación espacial de la vivienda y el barrio en ciudad de México, donde recurrió de manera especial a planos y fotografías aéreas.

13 En este sentido resulta muy ilustrativo el ejercicio realizado por Martha De Alba (2004) en ciudad de México, en el cual construyó mapas mentales del Distrito Federal con residentes de distintos lugares del área metropolitana y propone a partir de ellos una metodología para el análisis de las imágenes espaciales.


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