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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.64 Bogotá July/Dec. 2007

 

Desafíos participativos en la planificación urbano-ambiental: el aporte antropológico1

Participatory Challenges in Urban-Environmental Planning: The Anthropological Contribution

Desafios participativos na planificação urbano-ambiental: a contribuição antropológica.

Ariel Gravano2

CONICET ICA - FFL - UBA, Argentina gravano@ciudad.com.ar

Recibido: 23 de marzo de 2007 Aceptado: 31 de mayo de 2007

 


Resumen

Se aportan reflexiones sobre el aporte antropológico a procesos institucionales de «participación comunitaria» en la planificación urbano-ambiental metropolitana. El caso presentado es el de una participación impuesta por ley, sus dificultades y oportunidades, desde las diferentes y asimétricas racionalidades en juego. Ante una demanda concreta desde el Estado, se analizan posibilidades metodológicas de abordaje a un proceso de transformación efectiva, mediante la facilitación de la gestión de la cultura organizacional.

Palabras clave del autor: participación, planificación, antropología urbana, cultura organizacional.

Palabras clave descriptores: particpación comunitaria Antropología urbana Cultura corporativa.

 


Abstract

This essay offers reflections on the anthropological contribution to institutional processes of “community participation” in urban-environmental planning in a metropolitan setting. The case presented is of a participation imposed by law, its difficulties and opportunities, from the different and asymmetrical rationalities in the game. Faced with a concrete demand from the State, we analyze methodological possibilities for adopting a process of effective transformation, through the facilitation of organizational culture issues.

Key words author: participation, planning, urban anthropology, organizational culture.

Key words plus: community participation, urban anthropology corporate culture.

 


Resumo

O artigo reflete sobre a contribuição antropológica aos processos institucionais da participação comunitária na planificação urbano-ambiental metropolitana. O caso apresentado é o da participação imposta pela Lei, suas dificuldades e oportunidades, a partir das diferentes e assimétricas racionalidades em jogo. Perante uma demanda concreta do Estado, analisam-se as possibilidades metodológicas da abordagem de um processo de transformação efetiva, mediante a facilitação da gestão da cultural organizacional.

Palavras chave: participação, planificação, antropologia urbana, cultura organizacional.

 


Contextos

¿Es posible llevar a cabo desde el Estado un verdadero proceso participativo en la Argentina de hoy (2007)? Si la respuesta fuera afirmativa, ¿cuáles serían sus condiciones, sus parámetros, las formas de garantizar su perdurabilidad y efectividad, sus desafíos, limitaciones y proyecciones? Si la respuesta fuera negativa, ¿cómo podrían establecerse las bases para que algo de la situación actual se revirtiera? ¿O la imposibilidad es inherente a este Estado? Y, en consecuencia, ¿no se puede pensar en otro Estado? Si así fuera, ¿cómo se podría lograr, entonces?

Acercaremos respuestas a algunos de estos interrogantes, acotándolas a las posibilidades concretas de una acción estatal en un contexto de planificación urbano-ambiental metropolitana y los desafíos que plantea un proceso participativo impuesto por ley. Lo haremos desde una situación concreta de demanda –de parte del Estado– del aporte antropológico para la facilitación de ese proceso.

El Plan Urbano Ambiental (PUA) de Buenos Aires «tiene competencia en el ordenamiento territorial y ambiental» de la ciudad, en su dimensión físico-espacial, «como soporte del planeamiento y gestión como política de Estado, a partir de la materialización de consensos sociales sobre los rasgos más significativos de la ciudad deseada e ir transformando a esa ciudad real, tal como dé respuesta, cada vez más acabada, al derecho a la ciudad... » (Ley 71). Es una instancia de planeamiento que se diferencia del Plan Estratégico de la Ciudad en que el PUA debe convertirse en ley y, como tal, regir las políticas de Estado en cuanto a las normativas urbanas y ambientales y a las obras públicas. Debería haberse aprobado como Ley desde su impulso inicial en 1999, para lo cual la Constitución local establece la obligatoriedad de llevar a cabo un «proceso participativo» correspondiente. Los recursos de amparo presentados ante la Justicia por parte de algunas ONG, por considerar que ese proceso participativo no se había desarrollado, produjeron –hasta principios de 2007– la parálisis de la aprobación del plan como ley-marco específica, elemento crucial para su ejecución.

A partir del contexto de necesidad planteado por una demanda expresa del Consejo del PUA (CoPUA), a cargo de la elaboración del Plan, diseñamos un plan de trabajo que incluye como propósito la facilitación del proceso de gestión participativa, tomando como elementos clave de la tarea la cultura organizacional y los imaginarios urbanos de los actores en juego.

El eje de nuestro trabajo es el concepto de transformación y las posibilidades o alternativas que se plantean en torno a él en situaciones de demanda de actores concretos acerca del proceso participativo, que se constituyen en un desafío teórico y práctico. Esto nos impulsa a introducirnos en un contexto de formulación que incluye la sistematización de las categorías con las que abordamos la cuestión y el estado del arte de la temática.

La primera dimensión de este contexto tiene como referente la situación y la agenda hegemónica mundial respecto a lo urbano-societal-ambiental, caracterizada por la post-modernización de las relaciones espaciales y sociales (Borja y Castells, 1998; Eagleton, 1997; Harvey, 1989; Sassen, 2003), la mundialización dominante (Amin, 1999; Chomsky y Dieterich, 1999) y el reinado –ya bastante cuestionado– del neoliberalismo como receta pretendidamente única (Bourdieu, 1998), con sus secuelas en las relaciones de dominio y las condiciones sociales de vida (García Canclini, 1995; Portes, Castells y Benton, 1989; Portes y Roberts, 2005; Roberts y Portes, 2005), nuevas territorializaciones (Caudo e Piccinato, 2004) junto a la desterritorialización globalizadora (Martín-Barbero, 1994) y, sobre todo, un cambio en la perspectiva acerca de los movimientos sociales y la dinámica determinante de los dramas humanos vividos principalmente en las grandes ciudades.

Una segunda dimensión coloca en el debate la contradicción entre los avances de la vida democrático republicana representativa occidental hasta comienzos del último cuarto del siglo XX –contenida en los llamados «grandes relatos» de la historia y su paradigma moderno de raíz iluminista– con las crisis de las gestiones de esos movimientos políticos, tanto de los que habían accedido al poder del Estado y los que aspiraban cercanamente a obtenerlo desde las organizaciones políticas específicas, cuanto de los que desde los sindicatos adquirían una fuerza que también los colocaba en ese camino, nítidamente concentrado en la identidad de clase, de nación y de ideales universales acordes. La implosión del campo socialista es el indicador que marca la crisis de ese modelo. Se le emparejan la derrota del Estado de Bienestar en aras del poder de los «mercados» y la crisis del sistema representativo, paradójicamente surgida, en nuestro subcontinente, luego del retiro de las dictaduras y su reemplazo por las «transiciones», cuya capacidad para restablecer el dominio económico multinacional las convalidó como objetos de «mejora» y ya no de transformación.

Surge, dentro de este contexto, la gestión –el modo de hacer las cosas– como variable central de esa «mejora», junto a conceptos como identidad y cultura, como claves para comprender lo que en el paradigma clásico había resultado oculto o no necesario de ponderar –en el que la clase, el pueblo, el poder central, la puja en la esfera de la producción y los valores universalistas bastaban para marcar el rumbo de la transformación–.

Los procesos participativos emergieron desde reivindicaciones de grupos y organizaciones concientes de las limitaciones de las estructuras representativas y también como resultado del interés por fortalecer un control de parte de los verdaderos poderes, inalteradamente mantenidos con las democracias débiles o incluso fortalecidos por ellas –esa situación es la que más representa lo acontecido en la Argentina de Menem, quien ató al país a un grado de dependencia económica que tres dictaduras no habían podido lograr–. En síntesis, la crisis de representatividad fue abordada desde el impulso y la reivindicación de la «participación de la sociedad civil» y sus correspondientes institucionalizaciones como entes «consultivos» (Reilly, 1994), distantes de las decisiones directas pero dentro de los cauces deliberativos y de aparente «control» del Estado. La crítica más recurrente recibida por estos impulsos fue que, en realidad, servían para mantener inalterados los resortes de las verdaderas decisiones, eran un «como si» de transformación con participación.

Desde la teoría se han acercado voces que parten de tipologías de la participación (De Piero, 2005; Riqué y Orsi, 2005), sus principios, contradicciones y resultados a partir del eje del poder (Ansart, 1992; Lapassade, 1986; Lourau, 1988; Leeds, 1973; Tomasetta, 1975), la historización y modelización de procesos urbanos (Arteaga Basurto, 2004; Braun y Giunta, 2003; Friedmann, 2004; García Delgado y Silva, 1985; Graham, 2004; Poggiese, 1986 y 2000; Sirvent, 1984) y su problematización (Ceirano, 1995; Murillo, 2005), que pueden relacionarse con los modelos de gestión de instituciones, organismos y empresas, partiendo de la unidad dialéctica entre rigidez y flexibilidad y sus efectos concretos tanto en las realidades objetivas cuanto en las perspectivas teórico-ideológicas: desde la estructuración clásica del taylorismo y el fordismo hasta las tecnologías «blandas» de mejora continua (Gravano, 1992). El vínculo más saliente de estas modelizaciones se focalizó entre la sociedad civil y el Estado –que en nuestro caso se referencia en el espacio urbano, entendido como sistema de problemas y servicios que hacen a la producción-reproducción– y las posibilidades de su transformación efectiva. En forma más específica, nos interesa la reflexión sobre los procesos de planificación (Althabe, 1984; Borja, 2003; Bozzano, 2000; Buthet, 2005; Clichevsky, 1996; Consejo de Planificación Urbana, 1989; Coraggio, 2004; Cuenya, 2004; Curtit, 2003; Gravano, 2006: 132-143; Herzer, 2004; Herzer y Pírez, 1989; Kullock, Cattenazzi y Pierro, 2001; Lege, 1984; Lojkine, 1979; Portillo, 1991; Roze, 2005; Topalov, 1979).

El caso de la ciudad de Buenos Aires y su Plan Urbano Ambiental contempla referencias analíticas que se deben sistematizar (Coraggio, 2004a; Cerrutti y Grimson, 2005; Gorelik, 2004; Leveratto, 2005; Lacarreiu, 2005; Plan Urbano Ambiental, 2000; Rodríguez, 2005; Velázquez, 2005), no tanto sobre los contenidos específicos del Plan, sino de lo que hace al proceso de participación, sobre todo apuntando a asumir la planificación y el protagonismo en torno a ella como alternativas y posibilidades de reinscripción real de una agenda que contenga las necesidades de transformación caras a los sectores populares, tal como lo hemos procesado en trabajos anteriores.3

El valor asignado a los imaginarios urbanos –como conjunto de imágenes con referente en el espacio urbano– puede verificarse en una serie de nuestros trabajos vinculados a procesos de registro, objetivación, gestión y planificación (Gravano, 1995, 1998, 1999, 2000, 2004, 2004a, 2005 y 2006a) y en otros aportes (Alburquerque e Iglesia, 2001; Gorelik, 2002; Mons, 1992; Silva, 1992). De la misma manera, podemos situar los conceptos de facilitación y cultura organizacional –definida como el sistema de representaciones y prácticas -valores, creencias, ritos, símbolos- puestas en juego en procesos de acción colectiva e institucional en pos de objetivos específicos en contextos particulares, lo que algunos sintetizan como «el modo de hacer las cosas aquí»– en nuestra producción (Gravano, 1992, 1997a, 2000a) y su abordaje desde la Antropología Organizacional (Abravanel et al., 1992; Aguirre Baztán, 2004; Czarniawska-Joerges, 1992; Wright, 1994).

Y es necesario destacar la importancia que para los procesos participativos adquiere la cuestión del poder, en sus distintos niveles, en relación con la gestión como objeto de intervención analítica por los mismos actores, algunos de cuyos antecedentes reconocen diversas posturas para tener en cuenta (Balestra M., 1996; Carrion, Hardoy, Herzer y García, 1986; Castells, 1987; Coraggio, 1991, 1998; Crenson, 1983; Evers, Müller-Plantenberg y Sepessart, 1982). Con lo que nos colocaremos necesariamente en torno al debate sobre las potencialidades y opciones que un proceso participativo tiene en el contexto de la planificación, para lo cual el del PUA en particular sirve de referente empírico.

Desafíos

Como desafío teórico se nos presenta la aplicación de nuestro enfoque crítico a los enfoques homeostáticos –que parten de un supuesto equilibrio integrativo de los procesos socio-institucionales– desde la teoría del conflicto y el modelo circular de gestión, tal como lo pautamos en otro caso de planeamiento estratégico (Gravano, 2006a) y proyectaremos ahora al caso del PUA. Como desafío práctico, el tener que abordar un proceso de participación impuesto por ley y sus paradojas consecuentes. Como desafío metodológico, el hecho de investigar no sólo el proceso participativo en sí, sino la misma facilitación de ese proceso como instrumento de transferencia, lo que colocará nuestro propio accionar como objeto y que constituye un campo de acción no tradicional en la Antropología.

Estos desafíos se presentan como dificultades y oportunidades, desde las diferentes y asimétricas racionalidades en juego. En concreto, ¿cuáles fueron o son –para los distintos actores– las barreras de la participación, sus obstáculos más importantes? ¿Y sus posibilidades más «reales»?

Para el primer interrogante, las respuestas dependen de los actores. En el CoPUA se expresa que las ONG que presentaron los recursos de amparo lo hicieron para provocar el conflicto «por cuestiones de poder» y, un tanto más subterráneamente, como forma de competir con los miembros del Consejo, incluso para «acomodarse» entre el funcionariato público, ya que algunos de ellos «lograron» que los nombraran asesores de legisladores. Los amparistas, por su parte, expusieron en sus propios reclamos que «no hubo participación» y, por esa razón, se vieron obligados a presentar sus recursos jurídicos. Estas dos versiones son las que desde un principio enmarcaron la situación, ante la demanda del Consejo para hacernos cargo del proceso. Esa solicitud fue hecha en la mañana del 30 de diciembre de 2004.4

Puntualicemos ahora cinco desafíos de nuestra labor.

1. Representatividad y significatividad en la participación. Como dijimos, los sistemas de participación fueron impulsados con el propósito de «mejorar» el funcionamiento del sistema democrático formal, en el que predomina la regla del número y cuya variable principal es la unidad compuesta por la ecuación «un ciudadano = un voto», lo que finalmente marca el carácter de representatividad de las autoridades ejecutivas y legislativas. La problemática determinada por el «uso» transversal5 del sistema en una sociedad desigual y el extremo desprestigio de las instituciones republicanas –principalmente los partidos políticos tradicionales– fue plasmado en el «que se vayan todos», emergente como emblema «diseminado»6 de la crisis de finales de 2001. Sin embargo, en Argentina, un fenómeno de mayor alcance ha sido la estigmatización de lo político, que tiene como raíz viejas asunciones antiliberales y fascistas7. Ante este panorama, la participación –la llamada «democracia participativa»– aparece como un intento de «completar» los intersticios deficitarios del sistema representativo, en lo que adquiere una significatividad, dada por la pertenencia a cierto campo de saber y práctica específicos que conforman la importancia cualitativa de los actores protagonistas de ella, en este caso: el campo de lo urbano-ambiental. Es lo que se refleja en el texto de la Ley 71, que impone el proceso participativo del PUA, donde se pondera la convocatoria no al ciudadano en general, sino a organizaciones que se ocupen de lo urbano-ambiental, con el objetivo de completar el valor de representatividad del CoPUA, compuesto por consejeros nombrados por los partidos políticos de la Legislatura y el Ejecutivo. El desafío, en consecuencia, estaría determinado por este entrecruce entre lo significativo, que involucra en forma directa a sólo ciertos actores, y lo representativo, que involucra a la totalidad.

2. Alcances y reglas de la participación. La Ley establece que, para desarrollar el proceso participativo, esas organizaciones conformarán una «Comisión Asesora permanente honoraria», y que «participará en la elaboración, revisión, actualización y seguimiento del PUA». El Consejo del Plan, por su parte, es el responsable de la elaboración del Plan. De esto se deriva que debe ser el Consejo –técnicos nombrados por los poderes Ejecutivo y Legislativo, con la coordinación del Secretario -hoy Ministro- y la presidencia del Jefe de Gobierno– el que impulse la participación y la conformación de la Comisión Asesora –organizaciones académicas, profesionales y comunitarias– (Plan Urbano Ambiental, 2000: 15) y el que elabore el Plan con ese asesoramiento específico. Cuando se desata el conflicto –por el cual algunos miembros de la primera Comisión Asesora presentan los recursos ante la Justicia, cuya consecuencia es que la Legislatura «paró» la aprobación del documento elaborado para transformarlo en ley–, se pone en el tapete la cuestión de si los asesores deben «elaborar» o no el Plan, esto es: aparece una interpretación de la letra de la Ley desde la racionalidad de que la participación debe ser «desde cero», no una mera expresión de opiniones sobre lo que el Consejo elabore previamente –un documento base–. Este desafío es, en consecuencia, el que se considera como «traba» para el proceso que debía culminar con la aprobación de los contenidos del Plan. Pero subyace otro, que es la responsabilidad del Estado de garantizar y sostener que se efectivice el proceso participativo, ya que esto no está en manos de las organizaciones ni de los ciudadanos en general –y, por eso, los recursos fueron presentados en el Poder Judicial–. Paradójicamente, al no existir la Ley PUA, se carecía de una normativa que estableciera taxativamente el funcionamiento efectivo del proceso de participación y sus alcances, roles y reglas –no es casual que una de las medidas tomadas por la inicial Comisión Asesora cuando se distanció del Consejo fue redactar un «reglamento» para su propio funcionamiento–.

3. A quién se convoca . El Plan tiene una especificidad –lo urbano-ambiental–, un acotamiento espacial –que si bien se da dentro del contexto metropolitano, se limita, en términos institucionales, a la ciudad de Buenos Aires– y una pertinencia, dada por el necesario enfoque técnico de sus contenidos. Pero también tiene destinatarios: los habitantes y usuarios de la ciudad, que se constituyen en una categoría que atraviesa las tres variables mencionadas y hace a la dinámica del Plan mismo en cuanto al valor de la voz de esos destinatarios o, si se quiere, a la ciudad misma como destinataria del Plan. Es sabido que la ciudad no es un actor sino la sinfonía urbana mumfordiana compuesta por varios, heterogéneos y antagónicos autores y compositores, que está bastante lejos de toda idealización homeostática. El desafío es, entonces, quiénes de esos autores deben participar más cercanamente de la elaboración del Plan. La ley impone que sean los académicos –específicos–, los profesionales y la comunidad, lo que en los hechos implica el «todos» de la invocación ciudadana y la asunción de fondo de la ciudad como un derecho. Decimos «más cercanamente» en términos fácticos, porque se puede cantar polifónicamente, tocar el piano a cuatro manos, pero no se puede escribir «a varias manos» y mucho menos con la totalidad de las manos interesadas en los contenidos del Plan. Por lo tanto, un desafío crucial es, primero, a quiénes se convoca para las distintas instancias de la elaboración, ya que lo establecido y dado es que el que convoca es el Estado local. Y la opción estará entre los auto-arrogados más en ser autores de la ciudad –profesionales del diseño, de la construcción, grupos corporativos específicos– y en aquellos que se sitúan en ser más actores –organizaciones sociales, barriales, comunitarias–.

4. Con qué métodos . El modo de gestión social8 de los procesos institucionales es un desafío para la efectividad de la participación tanto en sus resultados cuanto en el proceso mismo. La debilidad más saliente del proceso anterior puede haber sido el no haber sistematizado o propuesto sistematizar en forma profesional este componente que entendemos crucial.

5.Quién evalúa . Este es el desafío de mayor importancia, dado que implica asumir la autoridad del planificador como única capaz de evaluar su producto o bien problematizar la linealidad de los procesos de planificación sobre-entendidos cómo únicamente para entendidos y abrir la opción de tener en cuenta la representación evaluativa de los destinatarios.

Mostraremos ahora cómo abordamos estos desafíos de acuerdo con los principios metodológicos de la facilitación organizacional desde el aporte antropológico.

Principios (de la facilitación organizacional) y el aporte antropológico

En principio se nos solicitó una propuesta por escrito con los lineamientos acerca de lo que debía hacerse para generar una participación efectiva que posibilitara la aprobación del Plan como ley. Las condiciones de esta solicitud, efectuada por quienes habían formado parte del proceso anterior, hizo que problematizáramos la demanda misma y que incluyéramos dentro de esta problemática a los mismos demandantes como agentes ejecutores de ese proceso. La revisión de lo actuado la supusimos como insumo necesario pero no suficiente para la elaboración de una propuesta. En efecto, sería la reflexión sobre la práctica concreta del nuevo proceso la que podría producir las rupturas decididas por los mismos actores, tanto en lo conceptual cuanto en sus propias acciones organizacionales. La propuesta, en consecuencia, la deberían diseñar los actores y nuestro rol sería el de facilitadores del nuevo proceso participativo.

Cuando hablamos de aporte antropológico, entonces, apuntamos al trabajo con la cultura organizacional o modo de gestión vigentes. Nuestro punto de partida fue contrario al de pretender que «antes» de llevar a cabo un proceso efectivo se tuviera que cambiar la «mentalidad» –como dicen algunos de los participantes– o la cultura, sino que se debía trabajar precisamente con la cultura vigente y desde allí facilitar la emergencia de rupturas que hicieran posible el cumplimiento de los objetivos del proceso.

La facilitación organizacional consiste en el seguimiento activo del proceso de gestión con los actores, mediante el cual se plasman las acciones planteadas en el Plan. Implica desarrollar una metodología de gestión efectiva y circular, caracterizada por la evaluación permanente por parte de los actores, asignándole un papel específico a la cultura organizacional. Ésta la definimos como el conjunto de prácticas e imaginarios tomados como «sistemas significantes» (Williams, 1982) en general y dentro de instituciones u organizaciones en particular. Los imaginarios9 son los sistemas de representaciones con los cuales los actores interpretan, se identifican y textualizan su pasado, presente y principalmente la visión de lo que aspiran a lograr en el futuro. Desde la cultura organizacional en acción y sus relaciones con las visiones de los actores, relacionamos la gestión con los imaginarios.

La principal hipótesis que tomamos como punto de orientación fue que el «fracaso» del proceso anterior se había producido por la cultura organizacional con que se había gestionado éste desde el Estado y, por lo tanto, la clave del nuevo intento debía tomar como base un cambio en el modo de gestionar el proceso. Pero, como parte de la misma hipótesis, también establecimos que las organizaciones académicas, profesionales y comunitarias, y la ciudadanía en general compartían en mayor o menor medida esa cultura, hegemónicamente compuesta por una racionalidad reactiva y, por lo tanto, opuesta en el fondo a la participación efectiva.

La opción estratégica consistiría, entonces, en trabajar con ambos actores –Consejo y organizaciones–, pero en principio con quienes jugaban el rol de mayor responsabilidad desde el Estado –consejeros del Plan–. El concepto de cultura organizacional nos serviría de instrumento táctico para tratar, desde la facilitación, de fortalecer el trabajo organizativo en torno a la participación, pero siempre en la arena del conflicto dado por las contradicciones y transversalidades en juego, sin pretender «esconderlas debajo de la alfombra». Nuestro propio objetivo transversal, en el fondo, era el de transferir parte de la metodología de gestión y que, desde allí, los mismos actores fueran quienes condujeran el proceso. El obstáculo inicial por superar fue el de vencer la asunción de que debía ser este consultor el que liderara –y se hiciera responsable por– el proceso con «su» propuesta. La propuesta debía ser de ellos o no sería.

Concreciones en la arena de los imaginarios

El sistema instalado y hoy en funcionamiento forma parte de la documentación pública difundida por el Plan. El Foro Participativo Permanente del PUA está en plena acción10: se realizaron 78 talleres de tres horas cada uno, con 136 organizaciones y 327 personas físicas en un año, y como resultado de este proceso de deliberación se culminó en septiembre de 2006 con la redacción del documento que en febrero de 2007 fue presentado por la Jefatura de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires como proyecto de ley para su debate y aprobación en la Legislatura.

Pero las condiciones de esta concreción reconocen un nuevo desafío por afrontar, para lo cual es necesario caracterizar algunos de los imaginarios urbanos y racionalidades organizacionales que se expresaron en el Foro y en las movilizaciones de vecinos. En efecto, el envío del Plan por parte del Ejecutivo a la Legislatura resultó paradójico, ya que fue una salida de emergencia ante una coyuntura política dada por el reclamo vecinal –incluidos recursos de amparo que paralizaron las obras– contra los edificios en torres en barrios tradicionales y no la consecuencia de una visión estratégica.

Durante todo el último proceso de participación (2005-2007), la Jefatura de Gobierno de la Ciudad –que ocupa, por mandato constitucional, la presidencia del Plan Urbano-ambiental–, fue criticada por consejeros y organizaciones por no poner la suficiente enjundia en el impulso a la aprobación del documento como ley. Esto fue igual para Aníbal Ibarra y para Jorge Telerman –su sucesor cuando fue destituido–.

Este último mandó el proyecto de ley recién cuando se desató la llamada «crisis de las torres», constituida por los reclamos de vecinos de algunos barrios por el auge de construcción de edificios que, argumentaban, constituían meros negocios inmobiliarios que hacían peligrar el abastecimiento de servicios de infraestructura a «todo el barrio» y, además, le cambiaban la fisonomía a las identidades barriales. Luego de decretar una veda de 90 días para la continuidad de dichas construcciones, el gobierno vio en el Plan una forma efectiva de encauzar esos reclamos y esa pareció ser la razón del envío del documento a la Legislatura. La racionalidad de fondo adjudicada tenía como base la pretensión de «calmar» esas reivindicaciones y protestas.

El imaginario barrial se asocia, por otra parte, con el más abarcativo de lugar, de «mi» lugar, y se expresa en el fenómeno caracterizado en Estados Unidos como NIMBY –not in my back yard; literalmente: «no en mi patio trasero», y más específicamente: no en «mi» lugar–, que implica el deseo individual de que ciertos servicios o equipamientos que sirven para la totalidad de la ciudad no estén cerca del lugar propio, básicamente la vivienda. Esto cabe para cementerios, estaciones de transporte público, bomberos, plantas de energía, hospitales, depósitos y demás equipamientos, pero también se manifiesta respecto a viviendas de altura (por ejemplo, torres) y a comercios (por ejemplo, los espacios con proliferación de restaurantes –en Palermo Hollywood, Buenos Aires– o los negocios de indumentaria de la Avenida Avellaneda en el barrio de Caballito).

En otros trabajos hemos demostrado (Gravano, 2003) que las identidades barriales –de determinados barrios en particular– y más precisamente la ideología de lo barrial, asociada a ciertos valores como el arraigo y la relacionalidad primaria, se invocan cuando la identidad y esa producción ideológica se hallan en riesgo. Esto fue corroborado en el proceso de participación, con las asunciones de «defensa» de las identidades barriales tradicionales, morfológicamente referenciadas en las viviendas de baja altura: «nos están cambiando el barrio», «queremos que nuestro barrio siga siendo lo que es», «está bien el progreso, pero XXX [nombre del barrio] no puede cambiar para cualquier cosa, debe mantener su identidad», «estamos en contra del suicidio del barrio».

Los mega-emprendimientos inmobiliarios, los equipamientos, las vías rápidas –autopistas–, los hiper-comercios, conforman un imaginario del «cambio» y hasta del «progreso», que formalmente es reconocido como «positivo», pero que se prefiere lejos de «mi lugar» y, además, es vivido como ajeno a esas identidades, por no haberse controlado las condiciones de existencia y producción de esos componentes urbanos. Esta última es la hipótesis que más hemos verificado en nuestras investigaciones. Es como si lo barrial y la identidad del barrio actuaran como dispositivos simbólicos ante la oposición a los cambios no controlados, no propios, equivalentes a un destino con agente ajeno. La prueba es que cuando se ha demostrado una satisfactoria provisión de servicios de infraestructura en los barrios donde se erigen las torres, los vecinos apelan a la defensa barrial como una especie de argumento de reserva.

Este imaginario barrial contiene en sí mismo a su opuesto: el del negocio inmobiliario, corporizado en las grandes edificaciones, el que se ve referenciado en una racionalidad concreta de intereses asociados a esos emprendimientos y al auge de la construcción típico de la Argentina de estos últimos años. Para esos intereses, la veda gubernamental fue calificada de «corralito», invocando la imagen del cepo bancario que diera lugar a la crisis financiera de 2001, cuando a los ahorristas les fueron confiscados de hecho sus depósitos. Lo encepado, en este caso, sería la capacidad de desarrollar la industria de la construcción. Por un lado, entonces, los vecinos propietarios, castigados por las alturas que les quitan sol e identidad; por el otro, los constructores y profesionales e incluso los trabajadores de la construcción, que también salieron a la calle a reclamar.

La ciudad de Buenos Aires no tiene una tradición de manejo administrativo descentralizado. Apenas tienen dos décadas los paradójicamente llamados «Centros» de Participación y Gestión (CGP), esparcidos por el territorio con el fin de descentralizar los trámites pero no el poder político. Por fin, en el último año se diseñaron las comunas, en número de 15. Pero el imaginario sobre las comunas parece ser exclusivo de los sectores militantes. De hecho, no existe un imaginario previo territorial al cual la ley de comunas se haya adaptado, sino que es por ahora un acotamiento administrativo y político que precisamente entra en colisión con las identidades barriales, ya que la subdivisión ha tenido en cuenta las variables de densidad de población y ciertos ingredientes electorales.

En el proceso participativo se lo vinculó numerosas veces, pero en un nivel abstracto, como el que impone un tema casi ni vislumbrado por la ciudadanía masiva del distrito. Esta vinculación es más declamativa de parte de algunas organizaciones o especialistas y menos por los consejeros, aunque desde instancias de gobierno se avanza en ocasiones con el tema. El colofón invocativo lo constituyó el texto del decreto post-veda, que incluyó a las comunas como uno de los objetivos territoriales para abordar desde el mismo PUA: «también hay que desarrollar los Planes Comunales, que darían marcos y visiones particulares dentro de un enfoque integrativo, y esto es tarea del Consejo del Plan», según palabras del subsecretario de planeamiento –coordinador del PUA–, en enero de 2007.

Aquí nuevamente aparece la relación de escala entre la totalidad-ciudad y las partes barriales-comunales, si bien las comunas no han «respetado» las identidades e imaginarios barriales. Y el debate mayor está entre quienes establecen la prioridad de tener aprobado un plan general para la ciudad y quienes apuran la particularización local de la planificación, atentos al futuro mapa político comunal.

El gobierno mismo impulsó el desate más que el debate de esta cuestión, al proponer el Foro Participativo del Plan como ámbito de las demandas vecinales, incluida la proyección hacia las comunas, cuando –paradójicamente– venía retaceando el impulso al propio plan y un presupuesto acorde con el desarrollo del proceso participativo a escala barrial. A la par de enviar el proyecto de ley a la Legislatura, estableció por decreto que el FPP debía encargarse de los planes comunales y, de hecho, de la coyuntura de dar respuestas a los reclamos «contra las torres» en defensa de la eficiencia de servicios y de las identidades barriales.

Podría caracterizarse esta medida como exclusivamente compensatoria y coyuntural, y opuesta a una concepción de la planificación estratégica. Como «tirar la pelota para adelante» y «que pase lo que pase», para apelar a la imagen futbolística, si bien suelen escucharse –de parte de consejeros del Plan– racionalizaciones como: «Las demandas de algunos sectores suelen ser ambiguas, poco integrales, fragmentarias. Podrían ser parte de la discusión de la planificación a mediano plazo e integral, de estar aprobado el Plan». Por otro lado, se escuchan posiciones como: «los decretos son soluciones de emergencia, tácticas, que si estuvieran consolidadas instancias de planeamiento como el Plan Urbano-Ambiental, estos sectores podrían ir al Foro Participativo Permanente y ahí plantear modificaciones al Código (que regule las edificaciones)».

En consecuencia, estamos ante una situación de una especie de imaginario fantasma de expectativas sobre supuestos cambios en la normativa y la regulación de la obra concreta que el decreto no produce de por sí y el Plan no establece en forma explícita, salvo en la generalidad de términos como «mantenimiento de la diversidad funcional y de fisonomías del hábitat residencial: promover una diversidad no compartimentada en zonas residenciales (...) tipologías edilicias que no den lugar a situaciones de segregación social ni a disrupciones morfológicas, preservar los sectores urbanos de baja y media densidad poblacional que manifiestan características singulares de valor y buen grado de consolidación (y) promover actividades que fortalezcan las identidades barriales» (Documento del Plan enviado a la Legislatura, p. 36).

Esto lo sintetizan algunas expresiones de organizaciones que forman parte del proceso participativo: «El riesgo es abordar la ciudad de a cachitos [fragmentos] y no en forma integral, con conciencia de planeamiento, y de ahí la necesidad de la aprobación del Plan... se están creando falsas expectativas acerca de que en el PUA se resolverá ‘qué ciudad queremos’ en términos de lo que quieren los vecinos, y eso ya lo realizó el Plan Estratégico...». Pero, además, «se corre el riesgo de que se espere que la política de la ciudad la dicte un conjunto de vecinos de un barrio, sobre la base del principio individualista de oponerse a lo que sienten como ajeno por estar próximo a su domicilio (equipamientos, servicios, torres)», con el agregado del auge de los amparos judiciales, que implica «el riesgo que la ciudad la legislen y planifiquen los jueces sin idea específica sobre los temas».

Estas manifestaciones, volcadas por numerosas organizaciones profesionales interesadas –por lo demás– en el «desarrollo» inmobiliario, implica contemplar los resortes de las concepciones del poder que manejan los distintos actores y los imaginarios correspondientes en términos de expectativas y certezas sobre el modo de hacer las cosas, tanto «desde el llano» de la «ciudadanía» cuanto desde los cargos públicos y partidarios y, sobre todo, desde las organizaciones que suelen concurrir a los procesos de participación cívica.

Salvo escasísimas excepciones, comparten una misma cultura organizacional, caracterizada por posiciones reactivas respecto al poder central, y funcionales en el fondo a la actitud compensatoria de ciertos estamentos de gobierno, que visualizan a la participación como un dique o encauce de las movilizaciones. Coinciden también en la paradoja de estigmatizar lo político y compartir la necesidad de posicionarse ante la administración gubernamental para seguir manteniendo su carácter de movimientos sociales.

En nuestro rol de facilitadores del proceso, hubimos de actuar con esta cultura y no contra esta cultura. Por eso, las concreciones que importa destacar encuentran como indicador el contraste entre las primeras evaluaciones hechas por los propios protagonistas referidas al anterior proceso y al nuevo. Así se expresaron ante las primeras convocatorias del nuevo proceso participativo, con nítida referencia al anterior proceso:

Nuestro trabajo fue rechazado, no reconocido, no se le dio bolilla [importancia] a la Comisión, no hubo ida y vuelta, no se tuvo en cuenta el trabajo en los barrios, no se tuvo en cuenta nuestra participación.

¿Qué van a hacer con nuestra participación, con lo que aportemos?

¿Convocan al Foro sólo para cumplir con la Ley?

¿Esto es para los tontos? ¿Es un jardín de infantes?

¿Es preliminar? ¿Es permanente?

Queremos recibir respuesta por cuatro años de trabajo.

Queremos definir los alcances de la participación.

¿Qué se hace con lo que está hecho, cómo se recupera?

¿Cómo vamos a trabajar? ¿Cómo se articulará? ¿Seremos escuchados?

Que se tengan en cuenta y aparezcan en los documentos nuestros aportes.

Los vecinos y las organizaciones tienen propuestas. Es necesario tenerlas en cuenta.

Y este es el texto del mensaje que al año hicieron público los miembros de la Comisión Asesora ante la Legislatura y el Poder Ejecutivo de la ciudad de Buenos Aires: «1. Todos estamos de acuerdo en que se apruebe este documento del Plan Urbano Ambiental de Buenos Aires y se lo lleve adelante. 2. La ciudad necesita ser parte de su propio futuro. 3. Todo lo que se haga en la ciudad debe integrarse a esta Ley marco, que compatibilice todas las necesidades, acciones e intereses que se mueven en la ciudad de Buenos Aires y la clave es compatibilizar, no dominar. 4. La participación en la producción de este documento fue legítima. La convocatoria fue masiva y pública. Todos los que quisieron participar así lo hicieron. 5. Este Plan es conciso y claro, ocupa el lugar que le corresponde; está en sintonía con los lineamientos que los ciudadanos redactaron en el Plan Estratégico y abre la puerta al desarrollo de futuros planes que pudieran quedar comprendidos dentro de las competencias comunales. Por todo esto es imprescindible la aprobación de este Plan» (15 de marzo de 2007; firman el Centro Argentino de Ingenieros, la Sociedad Central de Arquitectos, el Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo, el Consejo Profesional de Ingeniería Civil, el Centro Argentino de Meteorólogos, la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de Gral. Sarmiento, la Asamblea de Pequeños y Medianos Empresarios, la Asociación Civil Pompeya de Pie, el Centro Ambiental Argentino, la Coordinadora de Villas, la Federación de Comercio e Industria de la Ciudad de Buenos Aires, el Instituto Argentino de Ferrocarriles y la Fundación Ciudad).

Las concreciones constituyen un término de la relación dialéctica con las barreras o debilidades por superar mediante la potencialidad que el mismo proceso va desatando, a medida que los actores construyen opciones respecto a la temática específica del Plan y sobre todo respecto a su propia participación. Y desde esta matriz se constituyen los abordajes a los desafíos que se alistaron en la primera parte de este trabajo. Incluimos en ella la visión con que los mismos actores conciben la relación entre barreras y potencialidades de estos imaginarios y racionalidades que hemos mostrado.

La primera barrera para sortear fue cuando en el mismo seno del Consejo hubo quienes se opusieron al sistema del Foro porque mostraba «débil nivel académico» (sic), con objeciones sobre la utilidad de ese espacio y modalidad, cuando, en última instancia, lo importante era la aprobación de la Ley y, por lo tanto, «no se necesita esto que estamos haciendo para lograrla... basta con apuntar a los mecanismos habituales de aprobación de la Legislatura, encarando a legisladores clave». Otros no entendían o no estaban de acuerdo con que un documento de un consultor no expusiera la fórmula de qué hacer. Los consejeros que constituyeron el grupo junto con este facilitador fueron quienes defendieron el nivel académico e hicieron hincapié en que la propuesta del Foro era el resultado del proceso de ese grupo, y que lo habían realizado en forma participativa.

Una barrera dentro de los actores participantes surgió ante el «vedettismo» de algunos representantes de organizaciones –dicho esto por los mismos participantes– y la consecuente opción de establecer una reglamentación que posibilitara la efectividad y fluidez de las deliberaciones del Foro.

Y concerniente al gobierno, las barreras más recurrentemente señaladas fueron su gestión atomizada, el no cumplimiento de promesas atinentes al Plan y el hecho de que fuera «atrás de los acontecimientos», contradiciendo los principios mismos del planeamiento. «Existe desarticulación entre las áreas de Gobierno, desconocimiento de la normativa, y cuando concurren a ámbitos de diálogo van a la defensiva, sin poder de decisión».

Entre las potencialidades del proceso podemos enumerar la firmeza de las organizaciones y consejeros en cuanto a la necesidad de impulsar «la aprobación legislativa del Plan y la continuación del proceso participativo para contrarrestar el cortoplacismo y poder transformar mediante esta herramienta, trabajando en paralelo para su actualización y perfeccionamiento».

Respecto al «localismo» de los vecinos, una opción fue difundir el «sentido de responsabilidad y la conciencia de las consecuencias de las actividades globales para beneficio de la totalidad», a la vez que se planteaba «la convocatoria a especialistas en la temática de pertinencia del Plan –incluidos funcionarios– a concurrir al Foro Participativo Permanente e incluir reclamos y visiones de los vecinos y organizaciones como insumos de la actualización del Plan. No es lo mismo un Plan que tenga en cuenta estas visiones de la problemática concreta que un Plan que las desconozca». «Es necesario contrarrestar, en consecuencia, el fenómeno pero partiendo de la base que no tiene una exclusiva solución que pueda satisfacer a la totalidad de vecinos, sin una visión de la totalidad-ciudad» (declaraciones de las organizaciones participantes).

En síntesis, un gran avance en términos de nuestra propuesta –en los inicios del proceso participativo actual– de distinguir entre el Plan como documento y el Plan como proceso que involucra a una constelación de actores –con distintos intereses y racionalidades– en una situación de conflicto estructural e imaginario permanente, referenciado en el espacio urbano y la problemática ambiental. Esta proactividad de organizaciones y agentes estatales coloca al Plan como un servicio público más, apuntando a necesidades colectivas, tanto en su dimensión local-particular cuanto universal, reivindicando al Estado como instrumento de transformación y como desafío permanente.

 


1 Este artículo presenta resultados del proyecto de investigación «Facilitación organizacional de procesos de gestión participativa en contextos de planificación: cultura organizacional, imaginarios urbanos y lo popular como clave de la transformación», del Consejo Nacional de Investigaciones Tecnológicas y Científicas (CONICET) de Argentina, Plan 2006-2007, que el autor del trabajo desarrolla en forma independiente, como investigador de Carrera.

2 Doctor en Antropología Social (Universidad de Buenos Aires), investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y profesor titular de Antropología Urbana en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.

3 En efecto, lo popular ha sido tomado en nuestros trabajos no sólo como una producción simbólico-material concreta, sino como clave de comprensión de procesos socioculturales referenciados en espacios urbano-barriales (Gravano, 2003: 268-276, «Lo barrial como cultura popular y alterna») y organizacionales de ciudades medias (Gravano, 2005: 159-176, «Imaginarios urbanos, gestión social y la cuestión de lo popular en la ciudad media»; Gravano, 2006a: «Imaginarios regionales y circularidad en la planificación, el caso del TOAR»), siguiendo las orientaciones de M. Bajtin y A. Gramsci, sobre todo en su carácter de eje dialéctico de oposición y rupturas con lo dado-hegemónico.

4 En la noche de ese mismo día morían asfixiadas casi doscientas personas en el local Cromanón, suceso a partir del cual fue luego enjuiciado y destituido el Jefe de Gobierno de la Ciudad Aníbal Ibarra, presidente del Plan Urbano Ambiental, por lo que la credibilidad de las instancias de gobierno se vio abruptamente debilitada.

5 «Transversalidad» implica el fin oculto de todo sistema institucional; el concepto, clave en el análisis marxista de las instituciones, ha sido sistematizado por autores ya citados como René Loureau y Georges Lappassade y Pierre Ansart (1992).

6 El concepto de «diseminación» proviene de la idea de Antonio Gramsci de concebir los contenidos ideológicos apropiados por un espectro de sectores sociales mucho más amplio que el originario de una clase o sector.

7 En lo que hace a los procesos participativos, esto queda nítidamente expuesto en la historia del movimiento vecinalista, para el que «aquí no hacemos política» cifró una huella para nada borrada de su grosor ideológico (Gravano, 2003: 70-71).

8 Por gestión entendemos «el conjunto de prácticas organizativas de los grupos, instituciones y movimientos, puestas al servicio del cumplimiento de objetivos de acción. No se reduce a la actividad administrativa o formal, sino a la totalidad del proceso de llevar a cabo la cooperación social» (Gravano, 2006a).

9 El imaginario incluye las representaciones referenciadas en el espacio –tal como lo define Armando Silva: «uso e interiorización de los espacios y sus respectivas vivencias dentro de la intercomunicación social» (1992: 15)– y sus relaciones con las prácticas, valores y predisposiciones de habitus –como lo enunciara Pierre Bourdieu– que conformarían la cultura y sus distintas formas de construir identidad. Es parte de lo que se construyera como objeto de estudio apto para proyectarse en el planeamiento (Gorelik, 2002; Harvey, 1977; Lynch, 1966).. Coincide con el concepto amplio de ideología, tomado como «sistema de ideas», impulsado por el mismo Williams, para diferenciarlo del sentido estricto que lo asocia con el concepto de «falsa conciencia» –en particular lo desarrollamos en Gravano (2003) para la producción simbólica de la vida urbana–.

10 La documentación sobre estos talleres consta en www.buenosaires.gov.ar/copua.

 


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