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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.66 Bogotá July/Dec. 2008

 

Las Universidades Públicas en el Siglo XXI. Grandes expectativas, algunas promesas y muchas incertidumbres1

Public Universities in the 21st Century - Great Expectations, Some Promises and A Lot Of Uncertainty

As Universidades públicas no século XXI. Grandes expectativas, algumas promessas e muitas incertezas

Gustavo E. Fischman2
Arizona State University, USA
fischman@asu.edu


1Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor sobre Universidades públicas, educación e investigación en la Universidad de Arizona.
2Profesor Asociado, College of Education en Arizona State University. Ph.D. en ciencias sociales y educación comparativa, Universidad de California, Los Ángeles.

Recibido: 4 de noviembre de 2008, Aceptado: 24 de noviembre de 2008



Resumen

En este ensayo se analiza la noción de «crisis» de las Universidades Públicas de Investigación (UPIs) en diferentes contextos, examinando inicialmente la historia del modelo institucional así como el modo ideal que se consolidó a mediados del siglo veinte. Luego se explorará si las demandas contemporáneas a las UPIs reflejan la «crisis» de su modo de «funcionar» o responden más bien a cuestiones relativas a su identidad institucional. Finalmente, se indagará si la crisis (real o percibida) es referida a las universidades públicas per se o al estado de las instituciones públicas en general.

Palabras clave: universidades, crisis, «público» (noción de).


Abstract

This essay analyzes the notion of "crisis" among Public Research Universities (PRUs) across different eras and national cultures. To clarify the contemporary state of the PRU and its critics, the history of PRUs is examined, both as a model and an ideal that crystallized in the middle of the twentieth century-and then seemingly began to falter. Next, this essay explores whether the demands made to PRUs reflect a "crisis" of its functionality or its identity, and concludes by asking whether the real or perceived crisis is in fact about public universities per se or about the state of public institutions more broadly.

Key words: Universities, crisis, notion of "public".


Resumo

Neste ensaio, analisa-se a noção de crise das Universidades Públicas de Investigación (UPIs) em diferentes contextos, examinando inicialmente a história do modelo institucional e o modo ideal que se consolidou em meados do século XX. Depois, explorar-se-á se as demandas contemporâneas às UPIs refletem a «crise» de seu modo de «funcionar» ou respondem a questões relativas à sua identidade institucional. Finalmente, indagar-se-á se a crise (real ou percebida) faz referência às universidades públicas per se ou ao estado das instituições públicas em geral.

Palavras chave: universidades, crises, «público» (noção de).


1. Introducción

La universidad fue concebida como una institución «especial», durante buena parte de los más de 500 años de su historia. En particular, así fue entendido el modelo de universidad dominante en Occidente: la universidad pública de investigación (que denominaremos UPI).3 El carácter especial de ese modelo fue el resultado de una combinación de diferentes factores: amplios márgenes de autonomía institucional, legitimidad, prestigio, honores y beneficios materiales. A esto se sumó que la UPI contaba con fuertes consensos sociales acerca de su potencial para contribuir al desarrollo social, económico y cultural (Clark, 2006).

En el pasado, entonces, las universidades eran consideradas instituciones especiales con connotaciones casi sagradas, que gozaban de privilegios importantes y que en virtud de su nombre eran «inmunes a restricciones de cualquier naturaleza» como sostenía el Cardenal Newman a mitad del siglo XIX (Newman, 1853: 1). En cambio, en la actualidad, desde diferentes perspectivas se plantea que han entrado en «crisis» y se han convertido en una organización más entre otras y, por tanto, sujetas a las mismas variables que la época impone a todas las organizaciones del siglo XXI: globalización, mercantilización, masificación, digitalización (Zubiría Samper, 2007).

La discusión acerca del estado actual y el destino de las UPIs debe atender, sin duda, a las particularidades de cada contexto, pero la mayoría de quienes analizan y estudian su historia coinciden en que, en términos globales, las universidades públicas de investigación están abandonando rápidamente el modelo que surgiera a principios del siglo veinte y que se consolidara en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Este proceso multifacético de diferenciación de aquel modelo, que con nostalgia Hobsbawm (1994) bautizó como la «edad de oro» de la UPI, configura según Philip Altbach un escenario tormentoso:

    La educación superior está experimentando un cambio dramático en todas partes. Parece ser que el principio del siglo XXI se configura un escenario de «tormenta perfecta»4 entre presiones externas y respuestas internas. El período actual puede proporcionar una oportunidad de reforma y cambio significativos, aunque las presiones podrían abrumar a las, ya muy exigidas, instituciones académicas (Altbach, 2007: xv).

En este ensayo se analiza la noción de «crisis» de las UPIs en diferentes contextos, examinando inicialmente la historia del modelo institucional así como el modo ideal que se consolidó a mediados del siglo veinte. Luego se explorará si las demandas contemporáneas a las UPIs reflejan la «crisis» de su modo de «funcionar» o responden más bien a cuestiones relativas a su identidad institucional. Finalmente, se indagará si la crisis (real o percibida) es referida a las universidades públicas per se o al estado de las instituciones públicas en general.

2. Los cambios en la misión de las universidades públicas

Una de las dificultades para analizar las universidades públicas de investigación es que el modelo institucional no es singular sino plural, ya que a lo largo de su historia ha ido adoptando, y adaptando, diversas formas y denominaciones: «napoleónica», «humboldtiana», «Land Grant», «de investigación», y «mega-universidades», entre otras. Con diferentes grados de consistencia, la UPI contemporánea se nutre de rituales, estilos y normas originados en modelos universitarios muy distintos entre sí, como medieval de escuelas profesionales, el de la educación liberal de Oxford, o el propuesto por Wilhelm Von Humboldt para la Universidad de Berlín que proponía conectar las tareas de investigación con la formación universitaria. A los precedentes se pueden agregar la concepción escocesa de accesibilidad y servicio social, la idea de investigación aplicada y educación práctica que caracteriza las universidades Land Grant en Estados Unidos, las aspiraciones democratizadoras asociadas con la reforma de 1918 en Córdoba y el modelo soviético de estructurar la educación superior para alcanzar metas tecnológico-industriales determinadas por la planificación estatal (Johnstone, 2002; Ordorika y Pusser, 2006).

Si bien cada uno de estos modelos pueda considerarse una manifestación nacional única, todos ellos se han influenciado mutuamente, fusionando ideales, normativas, estructuras y tradiciones institucionales en distintos tiempos y lugares. Por ello, reconociendo la imposibilidad de capturar todos los detalles y las variaciones, a continuación se intentará bosquejar una narrativa cronológica general que de cuenta de las tendencias y patrones transnacionales más representativos de las UPIs.

2.1. La «edad dorada» de la UPI

A pesar de la confluencia de diferentes modelos históricos, cada uno con sus tradiciones e inflexiones locales, la mayoría de las UPIs contemporáneas están organizadas alrededor de la producción y distribución de conocimientos a través de actividades de investigación, enseñanza, y extensión.5 Esta sistematización y consolidación de funciones de la UPI comenzó a crearse conjuntamente con la construcción de los Estados-nación. En ese proceso las universidades tuvieron asignadas tres funciones y misiones prioritarias: nacionalizar, democratizar y servir a la sociedad (Scott, 2006).

Durante casi cinco siglos estas tres misiones se manifestaron de modos muy distintos según los contextos regionales. Por ejemplo, mientras que servir al Estado fue un principio establecido con claridad por las universidades europeas a comienzos de la época moderna, la idea de servir al «individuo» surgió inicialmente en las universidades norteamericanas a principios del siglo XIX y recién casi medio siglo después comenzó a pensarse en el objetivo de servir a la sociedad (esbozado en la legislación Morrill de USA en 1862 y 1890 y consolidada en el modelo «Wisconsin» de la asociación de universidades estatales de USA en 1904). Scott también afirma que «otras misiones tales como la de vincular la enseñanza universitaria al trabajo de investigación se superpusieron a los objetivos previamente definidos de organizar la institución en torno a las misiones de nacionalización, democratización, y servicio público (2006: 4).

De este modo, puede afirmarse que la superposición de funciones y misiones resulta una característica casi tan antigua que se remonta a la existencia de la universidad misma. (Ehrlich, 2000; Readings, 1996). Para algunos investigadores, como Clark (1993) y Burrage y Torstendahl (1990), esta superposición de funciones estimuló la creación de una institución «moderna» que contenía múltiples y contradictorias promesas acerca de su potencial. En un repaso rápido las UPIs eran consideradas centrales para:

- fortalecer las identidades de los Estados nacionales

- impulsar procesos de modernización económica, social y cultural

- formar élites

- generar conocimientos científicos

- generar conocimientos prácticos

En este primer período, las UPIs comenzaron a desarrollar prácticas institucionales para distinguirse de otras instituciones productoras de conocimiento (iglesias y congregaciones religiosas, museos, tertulias, salones literarios y sociedades científicas). En paralelo, inician la búsqueda de su propio lugar o nicho social, a través de la actualización de planes de estudio, la generación de nuevas áreas de estudio, disciplinas, y la sistematización de procedimientos de investigación científica. En los Estados Unidos, por ejemplo, se estableció un «contrato social» implícito entre el gobierno y las universidades, que otorgó a estas últimas, un grado inédito de autonomía, de libertad académica y de financiamiento público a cambio de proveer la educación necesaria para formar ciudadanos «informados» y crear una fuerza de trabajo competitiva (Slaughter y Leslie, 1997).

Durante la primera mitad del siglo XX las UPIs no se convirtieron en instituciones de masas pero crecieron en número, cantidad de profesores y alumnos, y de funciones. Entre 1900 y 1945 en Europa, América del Norte y del Sur, Oceanía y, en menor medida, en Asia y África los sistemas de educación superior se expandieron fuertemente. Este crecimiento no sólo se debió a las expectativas puestas en los dividendos económicos que producirían, sino también a la convicción de que las universidades desempeñaban un rol central al servicio del nacionalismo cultural y político.

Al mismo tiempo que los gobiernos reforzaron el papel de la educación superior como factor determinante en proyectos económicos y políticos de desarrollo nacional, las propias instituciones comenzaron a buscar maneras de expandir su influencia, si bien la gran expansión de la matrícula estudiantil. En Europa Occidental y Estados Unidos esta expansión se consolida como parte del surgimiento del Estado de bienestar «keynesiano» y sus metas de estabilidad y progreso socioeconómico, acceso democrático a los programas y servicios estatales, desarrollo industrial masivo, competitividad internacional y movilidad social tanto individual como grupal.

En este período la educación superior asume una nueva centralidad en la sociedad moderna. Según Clark Kerr, rector de la Universidad de California, Berkeley -una de las UPIs más emblemáticas en el mundo universitario de esta etapa-, las promesas de las universidades eran percibidas y aceptadas por la población en general. Kerr afirma que «una generación completa está tocando a las puertas y exigiendo admisión» porque «apenas estamos percibiendo que uno de los productos invisibles de las universidades -el conocimiento- puede ser el elemento más poderoso en nuestra cultura, que afecta el auge y la caída de las profesiones e incluso de las clases sociales, de las regiones y de las naciones» (Kerr, 1963: vii).

La confianza social en el potencial transformador de la UPI se hizo más fuerte aun luego de 1945, al fin de la Segunda Guerra Mundial. Los programas de investigación y desarrollo orientados por nociones de contribución al progreso nacional y el bien público, jugaron un papel importante en la transformación de las UPIs durante esta época por cuanto la investigación especializada y la «gran ciencia» redefinieron muchas de las misiones propias de las universidades. Como retribución por priorizar los descubrimientos y publicación de los resultados, la investigación científica disfrutó no solo del patrocinio gubernamental, sino también de la autonomía académica. Así, en muchas naciones, las universidades se volvieron casi enteramente dependientes del financiamiento de los gobiernos federales.

Ciertamente, las universidades eran percibidas con un grado mayor de compromiso con la construcción de la nación y, especialmente, con las metas de los Estados relacionadas con el desarrollo nacional, militar, económico y de «modernización» industrial. En el llamado «Tercer Mundo» las universidades jugaron un papel protagónico en la creación y en la legitimación política, administrativa, económica y cultural de las instituciones estatales, y en la formación del personal necesario para el funcionamiento del aparato burocrático.

Aunque con diferentes niveles de desarrollo y velocidades, el crecimiento de las UPIs se estaba acelerando alrededor del mundo. Unos cuantos ejemplos ilustran esta convergencia global alrededor de un rol nacional esencial, nuevo, para las UPIs en el período de la posguerra. En las primeras décadas del siglo XX, en los Estados Unidos tomó forma el vínculo «militar-industrial-académico». El trabajo científico y social de las universidades financiado por el gobierno cobra aun más impulso después de la Segunda Guerra Mundial. Durante la Guerra Fría se profundiza una asociación entre el establishment científico y el Estado que se había consolidado con la producción de la bomba atómica (Leslie, 1992; Lowen, 1997; Schrecker, 1996).

De manera similar, al otro lado de la «cortina de hierro», la Unión Soviética priorizó dos funciones para las universidades públicas, ambas relacionadas con las metas más urgentes de la nación: entrenar profesionales y técnicos (de acuerdo con los objetivos establecidos en los planes quinquenales del gobierno central) y preservar el marxismo-leninismo como la ideología dominante.6 Conforme con estas prioridades, las universidades se volvieron esenciales como instituciones de enseñanza mientras las actividades de investigación, propiamente dichas, eran realizadas mayormente en las «academias» (Calhoun, 2006). Desarrollos similares tuvieron lugar en los países de Europa oriental que permanecían bajo el régimen soviético.

En Europa Oriental las antiguas instituciones autónomas pasaron a formar parte de un ministerio de educación centralizado. Alrededor de 1953, «la educación superior en la región se aproximó completamente, a la variante Soviética», con énfasis en las metas nacionalistas y de entrenamiento de la mano de obra para el Estado.

También en Asia la educación superior se consustanció con los proyectos nacionalizantes. Por ejemplo, en China, a partir del siglo XIX y principios del XX, las universidades fueron siguiendo patrones muy diversos; las hubo autóctonas como otras que siguieron el modelo occidental, según los diversos objetivos ya fuesen éstos la formación clásica de académicos hasta la certificación de los funcionarios públicos. A partir de 1949, el liderazgo comunista impuso cambios significativos acordes con el modelo soviético: cerró las puertas a la educación superior privada y, después de 1952, reorganizó la educación. Esta revisión estuvo «diseñada para lograr las necesidades especiales de una economía central planificada» y desató el resentimiento estudiantil por la «brecha entre sus expectativas heredadas y las nuevas e impuestas necesidades de construcción nacional» (Pan y Yaomei, 1999: 242; Pepper, 1996: 179). El gobierno estableció dos metas ligadas a las reformas político-ideológicas: elevar «el nivel cultural de los ciudadanos» y entrenar trabajadores para un «trabajo de construcción nacional» (Hayhoe, 1996: 75). En palabras del Ministro de Educación Superior: la «construcción educativa debería servir a la construcción económica» esto es, a la industria pesada, la agricultura y la defensa nacional. Se creía que sólo un «sistema totalmente planificado,7 sería posible producir el número requerido de personas entrenadas para los requerimientos específicos de cada grado y nivel en todas las especialidades requeridas para el desarrollo económico» (Pepper, 1996: 181-187).

En Japón los estrechos vínculos entre la educación superior y las metas estatales datan de 1868, con la Restauración Meiji. Efectivamente, treinta años antes, el gobierno de Shogunate había determinado que el sistema de la universidad moderna era un medio fundamental que permitiría a la nación enfrentar «el nuevo reto extranjero» (Okada, 2005: 32). Pero la clave de la transformación en el sistema educativo del Japón de la post guerra provino de una fuente diferente: las fuerzas de ocupación de Estados Unidos, que impusieron a su enemigo vencido en la guerra un programa de democratización, desmilitarización y descentralización. Con esto se impulsó el acceso a las universidades y se fortaleció la valoración de su capacidad de modernizar a la sociedad japonesa. Aún después de que se revisaron algunas de estas reformas, persistió el énfasis en la educación como una herramienta para el desarrollo político y económico del Estado, a través de la formación de «mano de obra» y de «capital humano», lo que justificó la expansión del sistema (Okada, 2005: 39-40).

En América Latina, importantes universidades también eran consideradas cruciales para los proyectos estatales. Como argumentan Ordorika y Pusser, instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad de Buenos Aires podrían ser consideradas como «universidades constructoras del estado», responsables en gran medida de asegurar las «condiciones materiales para la expansión y la consolidación de sus respectivos Estados y así mismo de garantizar la legitimidad intelectual y social de esos Estados». Nuevamente, este papel era relativamente reciente. Aunque la historia de la UPI era larga en la región, fue recién a partir de mediados del siglo XX que adquirió estas cualidades específicas. Durante esos años, «la fuerza y la claridad del propósito» de las UPIs de Latinoamérica estaba «profundamente conectado a su centralidad en los proyectos de desarrollo estatal» (Ordorika y Pusser, 2006: 1, 3).8

En África poscolonial las esperanzas puestas en el poder transformador de las universidades y los vínculos entre el destino nacional y la educación superior pública fueron más fuertes. El continente había sido visto surgir unas de las instituciones de aprendizaje superior más viejas del mundo: el museo-biblioteca de Alejandría, establecida en el siglo III a.C. Pero las nuevas universidades del modelo europeo fueron establecidas por los gobiernos coloniales británicos y franceses durante y luego de la Segunda Guerra Mundial. Estos cambios respondían a la nueva soberanía, a las necesidades de la elite nativa y a las demandas constantes que desde los años veinte los pueblos africanos y sus movimientos nacionalistas hicieran en pos de mayor cantidad de instituciones de educación superior. (Cowan, 1965; Lulat, 2005; Ajayi et al., 1996). La independencia aumentó las expectativas y sentó las bases para el gran crecimiento del sistema de educación superior. Paralelamente los estudiantes africanos se manifestaban a favor de «una universidad del desarrollo», haciendo oír sus reclamos en importantes conferencias como la de Tananarive en 1962 y la de Accra en 1972 (Lulat, 2005: 473). Las universidades coloniales eran «semilleros de la agitación nacional para la independencia» y, ciertamente el ideal de, «la universidad moderna africana es producto del nacionalismo africano» (Zeleza et al., 2004: 598-599).9

En todos estos casos, las universidades públicas no crecieron simplemente por decisiones unilaterales de los estados sino que lo hicieron como resultado de las exigencias de la ciudadanía para la expansión de la matrícula.10 Durante los años 60, muy visiblemente en Europa y en América Latina, las presiones por la expansión de las universidades se manifestaban en grandes protestas a nivel local, hechas por estudiantes y diversos movimientos políticos. El resultado fue que «un gran número de mujeres, ancianos y personas pobres [...] concurrieron masivamente a las universidades que hasta ese momento eran en su mayoría instituciones para las elites masculinas de los jóvenes privilegiados» (Schwartzman, 1997: 45). En la última mitad del siglo el logro más destacado de las universidades latinoamericanas fue el rápido crecimiento en la matrícula: de medio millón a siete millones de estudiantes en las últimas tres décadas. Asimismo, el tipo de instituciones surgido para satisfacer este volumen de demanda se diversificó rápidamente (Levy, 1997: 3).

También en China, de acuerdo con Hayoe (1996, 96), «la expansión en el número de instituciones de educación superior y de las matrículas fue fenomenal». Entre 1957 y 1960 el número de universidades creció de 229 a 1.289 y la matrícula de 441 mil a 961 mil estudiantes. Al mismo tiempo, se produjo un importante crecimiento de la proporción de estudiantes pertenecientes a la clase trabajadora y campesina, que pasó del 36.3 al 49%. Este aumento estuvo acompañado de una disminución en los estándares de admisión y también de un rápido aumento de la participación de las mujeres en la vida universitaria, en calidad de estudiantes y profesoras (Hayhoe, 1996: 96-97; Pepper, 1996).

Las universidades africanas también tuvieron un crecimiento exponencial en la segunda mitad del siglo veinte, como resultado de las presiones ejercidas tanto por las élites de ciudadanos nativos como por las poblaciones nacionales. Antes de los años 60 existían 42 universidades localizadas en su mayoría en el norte y sur de África; la matrícula de estas instituciones estaba en el orden de los diez mil estudiantes. Durante las dos primeras décadas de independencia, el empleo en las universidades y los títulos universitarios tuvieron gran demanda en la medida en que las instituciones se fueron haciendo más accesibles a los ciudadanos, de aquellos que eran preparados para los cargos gubernamentales de alto rango. A fines de los años 90, existían más de 400 universidades africanas, con una matrícula de 3.5 millones de estudiantes (Zeleza, 2004: 47; Zeleza et al., 2004; Ajayi et al., 1996).

Es fácil multiplicar los ejemplos de esta demanda de educación superior pública. En los Estados Unidos, la aprobación de la ley G.I. Bill, en 1944, abrió las puertas de la universidad para muchos individuos provenientes de la clase trabajadora y para los veteranos de guerra de clase media, haciendo de la educación universitaria un derecho ciudadano clave. Y en el Japón, los años 60 vieron un «masivo e inédito entusiasmo por la expansión del sistema educativo» (Okada, 2005: 39-40).

Este modelo de expansión de la matrícula no duró mucho y su debilidad se hizo más evidente y explosiva en varias regiones, en particular durante las crisis económicas (tal como en la del petróleo de 1979, en la crisis de la deuda, de 1982), cuando las tasas internacionales de interés crecieron dramáticamente y muchos gobiernos no pudieron hacer frente a los pagos por los servicios de las deudas incurridas tanto nacional como internacionalmente. Esta dificultad asociada a los cambios económicos y, conjuntamente, con la intensificación de los conflictos políticos, sociales y culturales, en algunos casos relacionados con la democratización política (como en el Cono Sur) o las independencias nacionales (Nicaragua e Irán) coincidió con la consolidación de movimientos sociales y ONGs como nuevos e importantes actores políticos. Principalmente, tales procesos se centraron en el reconocimiento de los derechos de la mujer, de los grupos étnicos y las minorías, y condujeron a conflictos intensos que, a menudo, tenían a las universidades como una las principales arenas de la confrontación (Sousa Santos, 2005).

La expansión de las UPIs fue algo común para estados que compartían poco en términos de historia, recursos, infraestructura educativa u orientaciones ideológicas y políticas. Las universidades públicas jugaron un papel importante para las ambiciones de descolonización de naciones africanas, los nuevos regímenes comunistas en Europa Oriental y China y los movimientos sociales en América Latina. También tuvieron la misión de planificar la defensa nacional durante la Guerra Fría tanto en la Unión Soviética como en Estados Unidos. Y estuvieron unidas, por último, al desarrollo de los movimientos estudiantiles alrededor del mundo (Fischman y Stromquist, 2004).

En definitiva, en diferentes contextos nacionales las promesas ofrecidas por las UPIs parecían expandirse velozmente. Los Estados y los ciudadanos de la post-guerra parecían estar de acuerdo en que las retribuciones científicas, sociales, políticas y cívicas serían mayores con la expansión de los sistemas de educación superior pública. Las universidades se convirtieron en instituciones «redentoras», de las que se esperaba que resolvieran o mediaran en toda clase de problemas sociales. Ellas hicieron cargo de colaborar en la planificación de la «defensa, salud, el desarrollo energético, el programa espacial y el crecimiento económico de la nación» como también del objetivo menos tangible de la equidad social (Geiger, 1993; Jencks y Riesman, 1968; Thelin, 2004; Scott, 2006: 28). Para estas tareas las universidades contaban con financiamiento de los gobiernos nacionales y estaban a cargo de distribuir o hacer público ciertos bienes considerados socialmente relevantes y vinculados con la preservación, búsqueda, producción y distribución del conocimiento considerado valioso.

Puesto que tales actividades tenían como finalidad «el bien común», se consideraba que debían ser ejercitadas por individuos que pasaran por sistemas de acreditación académica que fueran «públicos» y que, además de sus credenciales formales y científicas, manifestaran «vocación de servir al bien público» más que una voluntad de procurar beneficios personales. La financiación pública y las nociones (no siempre ejercitadas de manera integral) de autonomía institucional y libertad académica eran consideradas bases sólidas que debían permitir a los docentes e investigadores de las UPIs promover conocimientos científicos relevantes, no solo en sus respectivos campos de conocimiento, sino que debería ser significativo socialmente, manifestándose en las nuevas destrezas adquiridas por los estudiantes que eventualmente lograrían mejoras individuales y sociales. Estos objetivos estuvieron conectados con modelos económicos y sociales de desarrollo nacional y social y de solidaridad, bajo el reinado del supuesto de la inexistencia de competencia entre esfera pública y equidad social.

2.2. La transformación del modelo de la «edad dorada» de la UPI

Si hubo una sorpresiva convergencia en las aspiraciones de universidades nacionales en el mundo entero durante el período post guerra, la desilusión compartida de los años 70 y 80 fue aún más notable. Las crisis del petróleo de la mitad de los años 70 y la creciente aceptación de las políticas económicas impulsadas por los gobiernos de los presidentes Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña, conjuntamente con los programas de ajuste estructural del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional en los 80, tuvieron efectos negativos a largo plazo sobre la financiación estatal de las universidades. El efecto fue tan poderoso como el que durante los años 60 tuvieron los movimientos sociales y el radicalismo cultural surgidos en los campus universitarios, que habían impulsado —y en muchos casos logrado— la incorporación de grupos sociales hasta entonces excluidos de la universidad.

Grandes esperanzas y ambiciones de expansión marcaron los sistemas universitarios alrededor del mundo desde los años 40 hasta los 60. En las décadas siguientes, la decepción y las limitaciones financieras y políticas fueron nuevamente un punto en común. A pesar de los diferentes actores sociales, regímenes políticos, objetivos y condiciones específicas propias de las universidades en cada región surgió un sentido relativamente uniforme y global de «crisis». En buena medida esta percepción de crisis estuvo asociada con el hecho de que la universidad se había convertido por primera vez en su larga historia en una institución «masiva».

Por supuesto, ese sentido de crisis fue diferente según los contextos. En China «las decepciones y desánimos (en las universidades) ocurrieron en paralelo con la ausencia de reformas económicas y políticas» en otras esferas de la sociedad (Hayhoe, 1966: 120). En ese contexto, después de 1978, aquellas metas de antaño de educar a los trabajadores y campesinos como «el cuerpo principal de la nación y creador de la riqueza de la sociedad» (Pepper, 1996: 183) abrieron paso a políticas que promocionaron la inversión extranjera y el desarrollo tecnológico. Entrados los años 80, la inflación hizo disminuir dramáticamente los salarios de los profesores y el apoyo gubernamental escasamente podía cubrir los costos operativos de las instituciones de educación superior. Aunque históricamente las escuelas y las universidades habían sido financiadas por el gobierno, el aumento de la matrícula y la escasez de recursos condujeron que el gobierno promoviese la participación del sector privado. Mientras que en los años 80 sólo existía un puñado de instituciones privadas de educación superior, en 1999 ascendían a 1.270 y superaban en más de cuatrocientas a las universidades públicas. Según estimaciones recientes, cerca de un cuarto y un tercio de las instituciones educativas son privadas, aunque sólo unos 40 mil estudiantes se formaban en programas reconocidos por el Ministerio de Educación (Cao y Levy, 2005; OECD, 2005).

Las UPIs de Japón también fueron proclamadas inestables y en «crisis» (Amano, 2005). En este caso, la desilusión generalizada en las instituciones nacionales de educación superior ha tomado la forma de un ataque de la derecha política que critica los bajos estándares y la mediocridad del sistema. Algunos argumentan que la intervención del gobierno y el financiamiento a la educación debería eliminarse completamente (Okada, 2005).

África y América Latina fueron las regiones donde el diagnóstico de crisis de la universidad fue más generalizado. En buena medida esos diagnósticos se relacionaron directamente con la aplicación de programas de ajuste estructural impulsados por el FMI y el Banco Mundial y otras condiciones asociadas a los procesos de negociación de las deudas externas. Estos programas impusieron una reorientación de recursos, que fueron transferidos del nivel superior al básico, afectando a las universidades en aspectos tan esenciales como la compra de libros y equipos de investigación. Estos procesos también tuvieron impacto en los procesos conocidos como «fuga de cerebros» cuando los estudiantes partían masivamente a las grandes ciudades de los antiguos poderes coloniales para su formación de grado y posgrado. Otro de los fenómenos visibles y resonantes que surgieron a causa de las presiones y las críticas que cuestionaron las universidades públicas se reflejaron en la tendencia global a la «comercialización» o «managerialismo» con el consiguiente desplazamiento de las visiones cívica y social del lugar central que habían ocupado en la configuración de las universidades a mediados del siglo XX.

En Latinoamérica la acelerada expansión de las universidades en la década del 90 no siempre fue evaluada positivamente, en particular porque se la asoció con procesos de privatización y de desigualdad educativa, a través de la consolidación de circuitos diferenciados y segmentados. La expansión del sector privado se evaluó como un recorte directo sobre rol prominente que tenían las universidades nacionales, cuestionando las políticas de acceso y sobre todo la calidad de la educación superior.11

A pesar de que la matrícula se expandió notablemente y de que se incorporaron grupos históricamente excluidos de la universidad existieron fuertes críticas de este proceso de expansión y segmentación, en especial por parte de los sectores que trabajaban en las UPIs, y que tenía mayor prestigio. En buena medida las críticas apuntaban a que los incrementos de matrícula no fueron acompañados por presupuestos adecuados y a las formas de funcionamiento institucional. Pero, además, estos sectores también reaccionaron frente a la pérdida del privilegio y las posiciones de distinción que las había caracterizado en el pasado, como describe el reporte del Instituto de Investigación para la educación superior de América Latina y el Caribe (IESALC, 2007):

La ampliación de la matrícula a sectores antes relegados ha llevado a incluir en la universidad a un número importante de personas con capital cultural desventajoso, dificultades en sus biografías académicas y expectativas de futuro relativamente más inciertas. En esos casos, grupos de profesores y alumnos conviven con fenómenos agudos de discriminación asociados a la más compleja multifuncionalidad adoptada por los centros de estudio, dando lugar a desiguales apreciaciones valorativas de las distintas actividades académicas, al manejo simbólico de los privilegios de los campos profesionales consagrados por la costumbre y al reparto de distinciones y beneficios materiales en función de juicios de naturaleza estamental y corporativa. Todo ello se traduce reiteradamente en arreglos institucionales desequilibrados y en la propensión a la compartimentación de la vida universitaria en una plétora de instancias internas escindidas, con escasas afinidades, distanciadas e incomunicadas, sin puentes abiertos a la movilidad entre ellas, lo cual deriva en la ausencia de un horizonte común armónico y estable para el conjunto de sus actores (IESALC, 2007: 5).

En las naciones africanas sucedió algo similar. Desde los años 80, de acuerdo con Donald Ekon, secretario general de la Asociación de Universidades Africanas, la situación de la educación superior africana «se puede describir como una crisis, caracterizada por el declive del financiamiento y del consecuente deterioro de la infraestructura para la investigación y la docencia, mientras que, al mismo tiempo, se ha incrementado la demanda para la admisión» (Ngara, 1995: X). Considerando el declive en la calidad de la enseñanza y la investigación, el menor impacto de las universidades en el desarrollo y en el ambiente intelectual general, Ekon dice: «un ambiente de frustración o al menos de incertidumbre sobre el futuro parece estar presente en toda la educación superior en el continente» (citado por Ngara, 1995: x).

Incluso las comparativamente ricas universidades de los Estados Unidos también han experimentado recortes presupuestarios e incremento en la demanda, presionando a los sistemas de universidades públicas. La Universidad de Michigan es un claro ejemplo. Entre 2002 y 2005 la financiación del Estado a la universidad cayó casi en un 15% mientras que la matrícula estaba creciendo. Esto resultó en un descenso de la inversión estatal por más de mil quinientos dólares por estudiante. En esta situación, en el 2005 la universidad incrementó el costo de la matrícula para residentes del Estado en un 12.3% y para los de fuera del estado en un 5.7% hasta llegar a la suma de 27.601 dólares, lo que convierte a esta universidad pública en la más cara del país. (U-M Budget, 2005). De tal modo, que el aporte del Estado al costo operativo de la Universidad descendió del 70% en 1960 al 7% en 2005.12

No deja de ser notable que las UPIs en un período relativamente corto hayan dejado de ser consideradas como una institución «especial» para pasar a funcionar con escasa capacidad institucional y poco control (Malagón Plata, 2005). ¿Cómo explicar que se hayan generalizados discursos críticos y cambios tan similares en contextos tan disímiles y distantes geográficamente?

En primer lugar, en esta visión sombría confluyeron una crítica profunda sobre lo que las UPIs «ofrecían» y las propuestas para transferir los recursos hacia el sector privado. El incremento de la demanda de educación superior resultó tanto en una masificación de las instituciones ya existentes (en su mayoría universidades públicas) junto a la creación de numerosas instituciones (en su mayoría privadas).

En segundo lugar, estas expansiones estuvieron acompañadas de un cambio más general en la consideración social acerca de quienes eran los beneficiarios de la educación superior. El nuevo diagnóstico de que los estudios superiores favorecían menos a la sociedad en su conjunto y más a los individuos particulares significó, también, la pérdida de confianza en los efectos democratizadores de los títulos universitarios.

Es muy probable que el aparente repliegue de las UPIs de los espacios públicos esté relacionado con menores niveles de apoyo social. Efectivamente, la expansión de las UPIs en este período fue marcada por severas restricciones en el apoyo financiero para instituciones públicas, de acuerdo con la lógica de los modelos neoliberales de educación superior (Fischman et al., 2003).

Tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo, durante el período de mayor legitimación de la globalización neoliberal, la presión ejercida por las instituciones financiadoras y por los grupos locales beneficiados por esas políticas produjeron los cambios más significativos en las políticas para el sector de la educación superior. Las restricciones en el financiamiento gubernamental, y la necesidad de un campo de acción más amplio para las instituciones de educación superior, provocaron que fuese necesario estimular al sector privado para que asumiese un papel mayor en la provisión de educación superior (World Bank, 1999).13

En África, por ejemplo, «se les pidió a las universidades que generaran fondos y los gobiernos fueron urgidos a promover a las universidades privadas» (Ajayi et al., 1996: 13). La falta de inversión estatal basada en las bajas tasas de retorno (Zeleza, 2004: 48) llegó en el momento en que la capacidad de muchas naciones africanas se estaba debilitando y después de un largo período de problemas económicos.14 Sin embargo, en la medida en que los servicios de la deuda externa aumentaban y los recursos se desvanecían, las obligaciones en las universidades se intensificaban ya que la población y la educación secundaria aumentaba. Todo esto llevó a una creciente tensión entre las UPIs y los gobiernos nacionales. Hacia finales de los años 80 la mayoría de las universidades africanas estaban en problemas, con excepción de las de Namibia y Eritrea, donde los gobiernos nacionales continuaron promoviendo universidades y su potencial para el desarrollo (Ajayi et al., 1996: 143).

En las décadas de los ochenta y de los noventa, muchos países de Asia, África y América Latina la universidad «del desarrollo» de los años 60 y 70 estaba abriendo camino a la universidad del «mercado» (Zeleza; 2004: 43). A pesar de las vastas diferencias entre los sistemas universitarios de África y América del Norte existe un diagnóstico compartido de este proceso. Por ejemplo, Zeleza et al. argumentan que los cambios en la educación superior africana en las últimas décadas «reflejan la descomposición del viejo contrato social entre la universidad, el Estado y la sociedad en la que la educación superior fue valorada como un bien intelectual y público que, además, se añadió a las visiones de la construcción nacional y al desarrollo nacional» (Zeleza et al.; 2004: 3).

Finalmente, una característica notable de este período está dada por los cambios en las condiciones profesionales del cuerpo académico. En las universidades de menor prestigio, los profesores a menudo eran contratados a tiempo parcial. Los salarios parciales implican múltiples empleos y con ello se reduce el compromiso en la enseñanza y las posibilidades de que los docentes participar en proyectos de investigación, con lo cual se perpetúa el bajo estatus de esas instituciones.

En otras palabras, la reducción de presupuestos estimuló la creación de formas de empleo flexibles, que a menudo se tradujeron en la contratación de profesores/as e investigadores/as de tiempo parcial y en la jubilación prematura de profesores con muchos años de experiencia, que fueron reemplazados por docentes de tiempo parcial o simplemente que no fueron reemplazados. En muchos países, los profesores solo pueden mejorar sus salarios si entran en programas de incentivos y sus proyectos de investigación son aprobados por los consejos nacionales de investigación. Más aún, esos incentivos se asignan según los índices de eficiencia que han forzado a algunos investigadores a cambiar sus líneas de trabajo para hacerlas más congruentes con los gustos y preferencias de los evaluadores o para investigar tópicos que son considerados más comerciales o que tienen mayor probabilidad de producir resultados económicos o aplicaciones industriales inmediatos Estos investigadores obtienen bonificaciones que no forman parte de los salario y que mayormente deben utilizarse para los gastos de la investigación.

En este escenario, algunos campos y disciplinas -en especial los conectados directa y claramente con la producción de bienes y servicios demandados por el mercado- adquieren mayor importancia que otros. Así, por ejemplo, serán priorizados los campos ligados a la tecnología, como la ingeniería y las ciencias médicas. De igual modo, ganarán importancia las áreas relacionadas con los servicios requeridos por la nueva economía global, tales como el derecho, la contabilidad, la administración de negocios, etc. En cambio, las tradiciones humanísticas y estéticas probablemente se verán desfavorecidas y así emergerá una mayor desconexión entre la educación crítica y la formación avanzada.15

En suma, parece existir el valor social y cívico de las universidades públicas que está siendo fuertemente cuestionado y no importa si las universidades están en Kenia, Francia, Argentina o en los Estados Unidos.

3. ¿Están las universidades públicas de investigación en crisis?

La decepción ante las supuestas incumplidas promesas de las UPIs no sólo sugiere una «falla», sino que también es necesario considerar las colosales expectativas depositadas en estas instituciones durante la primera mitad del siglo veinte. Como hemos visto, este patrón general es dominante en África, América Latina, Asia, Europa y Norte América. De allí que la percepción de la «crisis» de las UPIs sea algo verdaderamente global, aun cuando exista información que leída de manera muy diferente. Las observaciones de Simon Schwartzman sobre América Latina en los noventa son una buena ilustración de esta tendencia:

    A grandes rasgos, mucha más gente ha accedido a la educación, el currículo tradicional fue abierto a nuevas alternativas y a experimentación y, en algunos países y lugares, la enseñanza y la investigación de tiempo completo fueron introducidas por primera vez en la educación superior. El sentimiento general, sin embargo, es de deterioro y pérdida de calidad y una idealización del pasado (Schwartzman, 1997: 46-47).

Durante la mayor parte de su historia las UPIs fueron reguladas por las agencias del Estado y apoyadas con el dinero público. Para importantes sectores de la sociedad debían continuar la misión establecida de servir al interés público. Esa misión hizo que el público considerara a las UPIs responsables del bien social y no sólo a las autoridades estatales o a los burócratas de los programas educativos. Las UPIs fueron vistas, de esta manera, como instituciones sociales clave que merecían protección especial para asegurar que la enseñanza y la investigación iban a beneficiar la «misión pública» en formas autónoma, independientemente de los intereses particulares tanto del gobierno de turno como de los distintos grupos sociales. Sin embargo, en forma creciente, las UPIs están perdiendo este estatus protegido, separándose de su «contrato social» inicial, para encontrarse a la deriva entre el mismo mercado y las fuerzas gerenciales como cualquier otra empresa moderna (ver, por ejemplo, Trow, 1993; Clark, 1998; Deem, 1998; Marginson y Considine, 2000; Enders, 2004; Slaughter y Rhoads, 2004).

Los elementos que se combinan y refuerzan mutuamente y que forman parte de la mayoría de los informes sobre esta crisis a nivel internacional incluyen el reducido financiamiento y apoyo estatal, el incremento de la expectativa popular para acceder a una educación universitaria, el pedido de rendición público de cuentas, de eficiencia y responsabilidad a un amplio grupo de implicados (instituciones económicas, comunidades locales, intereses políticos y estudiantes individuales); un ethos expandido de reformas del mercado o cuasi mercado.16 La modificación de los modelos de contratación de la fuerza laboral de la universidad como por ejemplo puestos de docentes titulares son reemplazados por personal de medio tiempo, violaciones a la autonomía de los departamentos universitarios y de investigación; críticas al conocimiento académico (considerarlo como opuesto al conocimiento aplicado) como irrelevante para los estudiantes y para la sociedad en general; y, la competencia de instituciones de enseñanza no tradicionales, tales como las universidades virtuales, junto con los crecientes y heterogéneos procesos de internacionalización y jerarquización a través de rankings mundiales de universidades.17

La expansión global del acceso a universidades con marcadas diferencias de estatus y prestigio pareciera que simplemente elevó la competencia educativa en los niveles más altos de escolaridad. La expansión de la matricula se hizo en muchos casos sin tomar en cuenta, la necesidad de modificar los contenidos curriculares y sin revisar las estructuras tradicionales que resultaban en procesos de discriminación basados en dinámicas de género, raza y clase. Los comentarios de Carlos Tunnermann al respecto son elocuentes:

    Una de las grandes debilidades de la educación latinoamericana ha sido la poca atención que en el pasado se otorgó al diseño curricular. El currículo, concebido tradicionalmente como plan de estudios o listado de asignaturas, no era considerado como pieza clave de los procesos de reforma académica. Hoy día sabemos que el currículo es donde las tendencias innovadoras deben encontrar su mejor expresión. Nada refleja mejor la filosofía educativa, los métodos y estilos de trabajo de una institución que el currículo que ofrece. El currículo debe hacer realidad el modelo educativo que la institución promueve (2007: 231).

Hay que reconocer el logro notable de una mayor incorporación de las mujeres en las instituciones terciarias, aunque este hecho no minimiza el problema de que, las mujeres (así como las minorías raciales, étnicas y religiosas en diferentes estados nacionales) siguen siendo relegadas a posiciones secundarias. Aun con todos los cambios analizados, es bastante notable que las universidades y sus campos de estudio no tienden a eliminar las ideologías de género, raza y etnicidad sino más bien a reforzarlas (Kenway, 1998).

En duro contraste a los días de Newman, cuando la universidad era casi sacrosanta, aparentemente intocable por fuerzas externas, o aquellos días de la «era dorada», cuando la universidad pública de investigación estaba entre las instituciones más queridas y distinguidas de una nación, la UPI, hoy, se ha convertido en un espacio para la controversia e incluso para la confusión como también en un caso de depreciación organizacional y frustración. Como señala Fallis, las UPIs son «solo tan fuertes como lo sea la comprensión de la opinión pública acerca de lo que las universidades deben hacer y tan fuertes como lo sea la voluntad pública para apoyar su misión. Hoy, el apoyo disminuye, la crítica aumenta y la confusión persiste, una pérdida de confianza impregna la universidad y los escritos sobre ella» (Fallis 2004, 3-6).

Las universidades públicas de investigación ciertamente están cambiando, pero como afirma Christine Musselin, es urgente desarrollar herramientas conceptuales y empíricas para «medir» las dimensiones de las permanencias y las transformaciones que permitan sortear los errores introducidos por el espejismo del mito de la «era dorada» (Musselin; 2006: 4) que conducen a pensar que toda universidad del pasado fue mejor.

Con una mirada más escéptica podríamos preguntar por qué el lenguaje sobre la crisis de las universidades públicas se ha vuelto tan agudo. ¿Este lenguaje representa una percepción exagerada o es una descripción acertada de la realidad? ¿Qué tendencias históricas, políticas e ideológicas componen esta percepción? ¿Nos estamos recuperando de la crisis o estamos entrando en ella? ¿Es esta crisis interna o externa a la UPI, o ambas? ¿De quién es la crisis?

4. Reflexiones finales

Muy a menudo el término «crisis» es utilizado en debates sobre educación desde una perspectiva más propia de la clínica individual, como si se tratara de casos de salud y de enfermedad. Desde esa perspectiva, la manifestación de una «crisis» es usada para describir el punto en el que el paciente puede tener dos salidas posibles: o mejora o muere. En estos casos de crisis, y dada la gravedad de la situación, se requiere la utilización de recursos extraordinarios, frecuentemente tan drásticos que no se justificarían en situaciones de «no-crisis» (Berliner y Biddle, 1995; Klein, 2007). Desde esta perspectiva cuasi-médica el carácter de una «crisis» social se reduce o condensa en un momento puntual que marca un antes y un después de un cambio determinado.

Al contrario de la concepción clínica, y siguiendo a Antonio Gramsci, se puede entender que una crisis es una manifestación de fuerzas en conflicto dentro de un sistema donde una estructura previa está desapareciendo pero una más nueva no es lo suficientemente fuerte para reemplazarla. En ese sentido, cuando una crisis ocurre, puede durar décadas. Esta duración excepcional significa que contradicciones estructurales son reveladas con toda su fuerza y han alcanzado la madurez, que, a pesar de esto, las fuerzas políticas que luchan por conservar y defender la estructura existente están haciendo todos los esfuerzo posibles dentro de sus limitaciones para curarlos y superarlos (Gramsci: 1971, 178).

Boaventura de Sousa Santos (2005), uno de los autores que analiza los cambios en la educación superior como una crisis en el sentido gramsciano, observa que la «universidad pública» es una institución y una noción que opera globalmente bajo las mismas expectativas de mejoramiento de su eficiencia, calidad y acceso. En el análisis de Sousa Santos, la universidad está enfrentando tres crisis fundamentales: una crisis de hegemonía porque ya no es la única institución que ofrece altos niveles de conocimiento, una crisis de legitimidad porque ya no es aceptada por consenso como la única que provee los más altos niveles de educación y una crisis institucional porque no puede asegurar su propia reproducción. Amaral y Magalhães (2003, 239) coinciden en ese diagnóstico de «crisis triple», a la que le suman el colapso del Estado de bienestar y el surgimiento del neoliberalismo que han transformado a la UPI de una «institución social» por excelencia a una simple «organización social».

En forma simultánea a la «crisis» de la UPI surgieron críticas respecto a una imagen nostálgica de la «edad dorada». Estas críticas apuntaban a que con pocas excepciones, la mayoría de las universidades estaban originalmente estructuradas de un modo ciertamente elitista, patriarcal y discriminatorio que solo gradual -e incompletamente- abrieron sus puertas a las minorías, a las mujeres y a la clase trabajadora. De hecho, la UPI de la «edad dorada», si es examinada cuidadosamente, ofrece un modelo de exclusión y elitismo difícil de defender y al cual muy pocos desearían volver.18 Asimismo es importante notar la existencia de muchos actores sociales que le dan la bienvenida a las dinámicas cambiantes de las UPIs contemporáneas (Brint, 2005).

Es difícil negar que las UPIs del siglo veintiuno son, por muchos indicadores, mucho más inclusivas que a mediados de los sesenta. Como ya se ha escrito, en el último siglo, la demanda por la educación superior tuvo un aumento sostenido y la matrícula creció exponencialmente, sobre todo a partir de los años 60. De acuerdo con Wolf (2002), la educación superior en todas partes ha sufrido un expansión meteórica y países tan alejados como China (Cheng, 1996), los Estado Unidos (Franzosa, 1996), Australia (Yerbury, 1997) y Sudáfrica (Naidoo, 1998) han desarrollado políticas para incrementar el cupo (Naidoo, 2003). Desde mediados de los 60, el número de estudiantes universitarios a nivel mundial ha aumentado diez veces, de 13 millones a aproximadamente 115 millones en 2004. Como observa Joaquim Tres, director ejecutivo de la Red Universitaria Global para la Innovación, en setenta países (de ciento once) este crecimiento en el número de estudiantes de educación superior ha sido acompañado por aumentos sustanciales en las cuotas de la educación superior como porcentaje del total del gasto público en educación (GUNI, 2006). Si bien este incremento en el gasto público en educación superior no ha provenido únicamente de los recursos estatales, entre 1997 y 2002 aumentó el promedio total de los gastos gubernamentales destinados a la educación superior.19

Sin embargo, y tal como se ha venido discutiendo en este texto, estas transformaciones son generalmente entendidas desde otra perspectiva:

    La Universidad de Buenos Aires, la institución de educación superior más grande y prestigiosa de Argentina, ha implementado un modelo educativo que, de una manera perversa, presenta lecciones para las políticas de educación superior a nivel mundial. Es una institución que cuenta con más de 180.000 estudiantes. Fue modelada por las ideas educativas de la reforma de Córdoba de 1918, que se han calcificado en una política rígida. El estudio en la UBA se fundamenta en el principio darwiniano de la ley del más fuerte-todos pueden ingresar, pero solamente una pequeña minoría de los estudiantes que se inscriben logran al final obtener sus títulos- y a menudo, lo logran por pura persistencia (Altbach, 1999: 47).

¿Cuáles son las ideas educativas que parecen haberse calcificado en políticas rígidas? En una primera lectura aparecen los principios de la reforma de Córdoba, la cual estipulaba que las universidades públicas debían ser intelectual, política y científicamente autónomas; debían estar organizadas democráticamente y co-gobernadas con la participación de profesores, estudiantes y graduados; y debían tener tres misiones fundamentales, la enseñanza, la investigación y el servicio a la comunidad. ¿Es posible que los ideales y promesas de una universidad pública de investigación, democrática y autónoma hayan perdido vigencia? ¿O que su implementación produzca resultados insatisfactorios en cuanto a la producción, distribución y aplicación de conocimientos?

Tal vez Altbach estaba en lo correcto en su referencia a «la ley del más fuerte», pero quizás la «lección» de la UBA no sea que los ideales y promesas de una universidad pública de investigación, democrática y autónoma se «calcificaron en una política rígida» y para entender este punto sea preciso situar a esta institución en su contexto.

En 1918, la Argentina tenía la séptima economía más grande del mundo, una población que comenzaba a concentrarse en los centros urbanos, con ciertas expectativas económicas y de progreso social. El acceso a la educación pública (secundaria y universitaria) era en la mayoría de los casos uno de los caminos más seguros para conseguir un trabajo en el sector público y además eran considerados modos seguros de ascenso social. En la ciudad de Buenos Aires vivían aproximadamente dos millones de personas y la UBA estaba organizada en seis facultades con 8.634 estudiantes y 1.400 catedráticos titulares.

En el año 2005, poco después del diagnóstico hecho por Altbach, la Argentina tenía la sexagésima séptima economía más grande del mundo y estaba aún sufriendo las consecuencias de la debacle financiera del 2001. La población expresaba pocas esperanzas acerca del progreso económico y niveles fuertes de desconfianza acerca de la imparcialidad y la eficiencia del sector público, y aún sobre el sistema educativo, que reportaba un mayor índice de analfabetismo en 2005 que en 1960. En la UBA existían once mil docentes (37% del total) que trabajan sin recibir compensación económica y sin participar formalmente en el gobierno de la Universidad (Lorca, 2005).

Puede ser el caso, entonces, que la UBA y tantas otras UPIs, como algunos conocieron y muchos las imaginan, no existan más. Pero también, puede ser el caso, que los cambios de orden demográficos, tecnológicos, políticos, económicos, sociales y culturales que afectan fundamentalmente a las nociones y las conceptualizaciones de lo que debe ser y como debe ser «lo público», sean mucho más relevantes para entender que es lo que sucede con las UPIs de la actualidad (Perry y Rainey, 1988; Hacker, 2002). Si esta noción es correcta, entonces, sería más pertinente dedicar mayores esfuerzos en dar respuestas concretas acerca de que es «lo público» en el siglo XXI y en particular lo que debería ser una entidad educativa pública en las sociedades contemporáneas, en vez de interrogar si «la universidad pública de investigación está en ruinas» como hacen tantos.20

Para concluir, en vista de las perspectivas presentadas a lo largo de este trabajo, se hace urgente explorar porqué y cómo se establece esta noción de «crisis» en relación a la UPI, en particular su expansión y su diversificación, pero tomando en cuenta que esa exploración se debería hacer sin recurrir a perspectivas redentoras y plagadas de nostálgicos recuerdos sobre un pasado dorado, que ni fue tan glorioso, ni tan democrático.


Pie de página

3Es importante reconocer que existen importantes variaciones internacionales, y aún intranacionales, entre las instituciones que podrían clasificarse como «universidades públicas de investigación». No es el objetivo de este trabajo analizar todas estas variaciones sino identificar y conceptualizar las dinámicas generales que afectan a las UPIs. En este sentido se consideran como UPI a las universidades que están financiadas (de manera significativa) por el Estado, en las que el personal académico es considerado «empleado público» y cuyas tareas deben involucrar la enseñanza, la investigación y la extensión
4Es importante destacar que mientras las condiciones que están creando un escenario de «tormenta perfecta» en el campo de la educación superior suponen de igual manera cambios en el sector privado, estas transformaciones no son percibidas con el mismo nivel de preocupación
5Es importante recordar que la enseñanza y la investigación, como aspectos centrales de la tarea universitaria, son funciones que preceden tanto a la creación de la UPI como a la constitución de los estados nacionales modernos. Las universidades coloniales y nacionales florecieron entre 1500-1800 desde Rusia a Perú, transformándose en forma gradual, de instituciones escolásticas medioevales a centros humanísticos de aprendizaje. A finales del medioevo tanto en la Universidad de Bolonia como en la de París se ofrecían servicios de docencia y graduaciones. La noción de que la universidad debía centrarse en investigación básica y aplicada con financiamiento gubernamental se confirmó como misión central en la Universidad de Berlín a mediados del siglo XIX, aún antes de la unificación de Alemania.
6El Partido Comunista estableció «enlaces muy firmes entre las educación de los estudiantes y las necesidades de la economía planificada. Esto se vio reflejado en el rápido crecimiento del entrenamiento técnico especializado y en los intentos de subordinar la vida de los estudiantes a la planificación». La centralización nacional del currículo cambió la naturaleza misma de la educación universitaria, de tal manera que «en el clímax del estalinismo todos los campos académicos estaban sujetados a demandas de conformidad ideológica» (Connelly, 2000: 142).
7También en la era post Mao «la educación tuvo un papel instrumental al respaldar las políticas del liderazgo nacional» (Alegasto y Adamson, 1998: 2).
8En los años 40 y 50, por ejemplo, la UNAM fue la responsable de desarrollar el diseño «de innumerables dependencias y oficinas gubernamentales», «educando y acreditando la formación universitaria de los empleados que trabajaban en esas oficinas» y también de promover «la producción de conocimiento, la movilidad social y la conciencia política» (Ordorika and Pusser, 2006).
9En palabras de otro observador, «cuando muchos países africanos ganaron control del poder político en los 60s, ellos consideraban a las universidades, igual que a las aerolíneas nacionales, como indicadores del estatus que ningún país podía darse el lujo de no tener» (Ngara, 1995: xiii).
10Por ejemplo, en los Estados Unidos, la legislación, como el Acta de los Derechos civiles de 1964 y el Título IX de la Enmienda de la Educación Superior, de 1972, expandió la definición de los derechos de la mujer con consecuencias importantes en términos de aumento del acceso a la educación superior y a becas.
11Tyler et al. afirman que «No hace mucho, preguntas clave en la educación superior en Latinoamérica podían ser dirigidas sin una referencia sostenida a una distinción privada-pública». De veinte países, anotan, sólo dos tenían universidades privadas con anterioridad al siglo veinte, y sólo cuatro tenían un sector privado desde 1940. Pero para mediados de los 70 todas las naciones de América Latina -excepto dos- tenían sector privado. En su conjunto, de 1955 a 1975 «la dimensión de la privatización era impresionante» (Tyler et al., 1997: 18-19). En Brasil, aunque había habido una fuerte presencia de instituciones privadas desde los años 40, el número de estudiantes de grado en instituciones de educación superior privadas se incrementó en un 84% desde 1998 y en la actualidad el sector privado cuenta con un 70% del total de la matrícula, generando 4 billones de dólares al año (INEP, 2003).
12Reflexionando sobre esta situación, el presidente emérito James Duderstadt ha descrito a la universidad como «una institución que ha recorrido un camino desde la financiación total por parte del Estado, luego pasó solo a estar vinculada a él, con posterioridad fue solo una universidad localizada en un Estado y por último - con campus en Europa, Asia y Latinoamérica- solo nos queda una universidad fastidiada por el estado «dado que, irónicamente, cuanto menor es el apoyo estatal mayor es la presión de regulaciones invasivas por parte de el Estado sobre la Universidad» (Duderstadt, 2005: 7-8).
13Durante los años 80 y 90 el FMI y el Banco Mundial ejercieron una presión considerable con la premisa de que la educación universitaria en los países en desarrollo era «ineficiente e inequitativa» pues la mayoría de los que se beneficiaban de la educación superior pública provenían de las clases media y alta. (Banco Mundial, 1994). Varios documentos (Kapur et al., 1997; Banco Mundial, 1999) discuten la perspectiva de estas agencias que indican que sin equidad en el acceso a la escuela primaria, el desarrollo de las economías del Tercer Mundo se vería fuertemente afectadas (Rodríguez-Gómez y Alcántara, 2003). Por tanto los gobiernos que no invertían eficientemente en este capital humano estaban «retrasando» su ingreso a las nuevas economías globales y «afectando» su capacidad para funcionar bajo las nuevas condiciones que gobiernan el mundo. Uno de los argumentos más efectivos para sostener estas políticas se derivó de la metáfora de la «torre de marfil». Si la educación superior era solo para élites, continuaba el argumento, entonces lo que era verdaderamente democrático, y más económicamente eficiente, era la inversión en escuelas primarias que tenían una mayor tasa de retorno en comparación con la educación superior (Fischman y Stromquist, 2004).
14Sobre este punto es importante citar a Steve Klees en extenso: «Después de veinte años de quejas de los países en desarrollo sobre la miopía de las políticas del Banco Mundial sobre la educación superior, esta institución cambió completamente su posición sobre la eficiencia relativa de la inversión en educación superior. En un análisis conjunto de la UNESCO, en 1999, el Banco dice esencialmente que esta política estaba equivocada en los últimos veinte años. El informe, y el presidente mismo, admitieron que la tasa de retorno de la educación superior se calculó sobre datos no válidos (Comité de Trabajo sobre Educación Superior, 1999). En particular, el informe argumenta que en el pasado, las decisiones basadas en tales tasas de retorno habían ignorado las muchas externalidades que la educación superior genera, incluyendo desarrollo tecnológico, descubrimientos e invenciones, innovaciones del sector privado, todo ello estableció un clima que condujo a que la inversión, los flujos de capital y el crecimiento que promueven una competitividad global, el desarrollo de nuevos procesos productivos, un mejor gobierno y un funcionamiento democrático, etc. (Comité de Trabajo sobre Educación Superior, 1999)», (Klees, 2006: 9).
15Rowley et al. (1998), quien defendía fuertemente el cambio en las universidades señalaba que oposiciones entre las disciplinas y las profesiones, entre las ciencias y las humanidades, entre los estudios de pregrado y de posgrado, y entre la educación a distancia y la presencial, eran las consecuencias inevitables en la transición de las universidades hacia un nuevo esquema.
16La definición de que configura la crisis es muy variada. Por ejemplo Rhoads y Torres describen la crisis en términos de «marketización» de las universidades (Rhoads y Torres, 2006), mientras que Lieberwitz, (2005) y Gentili y Levy (2005) entienden estos procesos combinados en términos de «privatización». Otros autores notan que lo que está pasando en la educación superior se puede describir mejor como «McDonalización» (Hayes y Wynyard, 2002) o el triunfo de un modelo de «capitalismo académico» (Slaughter and Rhoades, 2004).
17Axel Didriksson ofrece comentarios muy pertinentes acerca de la necesidad de reflexionar «con sumo cuidado el tema de la internacionalización y de la influencia de los indicadores mundiales, que han venido cobrando gran prestigio. Se trata de comparaciones que toman como perspectiva "ideal", o como "modelos" a las universidades que están destacando por su influencia en la producción y transferencia de nuevos conocimientos y tecnologías, por sus innovaciones y sus relaciones exitosas en el mercado global. Ello está generando una jerarquía que poco comprende los contextos diferenciados y los esfuerzos que llevan a cabo universidades e instituciones de educación superior de los países en desarrollo, y son sólo algunas que son consideradas en tales jerarquías, comúnmente denominadas rankings, desde una clasificación que las ubica como "world class universities"» (2007: 24).
18Ylijoki habla de la «nostalgia académica» referida a la noción de la «edad de oro» en la universidad finlandesa. «El sentimiento nostálgico por la edad de oro revela las tensiones y dilemas a través de los cuales se construye el ideal de pasado. La pregunta crucial es, por tanto, qué propósitos y qué funciones tiene la nostalgia en este momento, y qué dice o propone acerca de la presente situación» (2005: 561).
19Con relación al aumento del gasto en la educación superior, Sanyal (2006) señala que contrario a la creencia general, la mayoría de los países han tratado de mantener o aún aumentar la participación financiera en la educación superior, pero existe una enorme variación entre los países al respecto: «La participación el presupuesto nacional varió 13,66% en Sur África hasta el 40% en Rumania, acorde con la reciente encuesta de la UNESCO. Sin embargo, la expansión masiva condujo a una enorme variación en la disponibilidad de recursos por estudiante; desde 220 dólares estadounidenses en Madagascar a 13.224 en Suecia. El gasto público por estudiante también cayó significativamente en todo el mundo debido, entre otros factores, a la expansión. En África este disminuyó de 6.300 dólares en 1980 a 1.241 en 1955 y en el Reino Unido la caída fue del 50% durante la última década» (Sanyal, 2006: 6).
20La definición de lo público siempre ha sido problemática y trabajar sobre esa definición excede los límites de este trabajo, pero es posible notar al menos cuatro perspectivas sobre el concepto que se aplicaron frecuentemente en relación al campo universitario. El primer significado de lo público alude directamente al concepto de «patronazgo público» en el sentido legal o jurídico del gobierno, implica la consideración de una dicotomía entre el estado proveedor y el sector privado (David, 1993). Una segunda interpretación tiene que ver con la idea de un «bien público» en el sentido económico de uso libre y sin competencia. Desde este punto de vista, la idea de lo público aplicado a las universidades se refiere a unos servicios y bienes que no están en competencia con otros y son no-exclusivos (Samuelson, 1954). Una tercera articulación de lo público se relaciona con la noción de «interés público» y la idea de una política que debe contribuir al bienestar colectivo en vez de promover ventajas o beneficios individuales (Mansbridge, 1998). El último concepto de lo público se refiere a la idea de «responsabilidad pública». Cuando opera en la esfera pública, una organización debería, necesariamente, reconocer al público como la primera entidad a la que le deber confianza y credibilidad (Ku, 2000). Aunque estas caracterizaciones de lo público no son exhaustivas, sirven para ilustrar el sentido cambiante de lo que la «P» significa en UPI.

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