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Universitas Humanística
Print version ISSN 0120-4807
univ.humanist. no.66 Bogotá July/Dec. 2008
Sobre intelectuales y activistas indígenas: dos trayectorias interculturales posibles1
About Indigenous Intellectuals and Activists: Two Possible Intercultural Trajectories
Sobre intelectuais e ativistas indígenas: duas trajetórias interculturais possíveis
Universidade de Brasília, Brasil
silviamonroy@gmail.com
1 Este artículo es fruto de los seminarios teóricos preparatorios para la aprobación de la investigación conducente al título de Doctor en Antropología Social de la autora en la Universidad de Brasília (UnB).
2 Antropóloga. Doctoranda en Antropología Social (Universidade de Brasília, UnB). Becaria de doctorado CAPES-PROEX (Brasil).
Recibido: 13 de octubre de 2008
Aceptado: 30 de Noviembre de 2008
Resumen
Este artículo analiza las trayectorias de dos líderes del movimiento indígena del Cauca (Colombia), Manuel Quintín Lame -indígena nasa- y Juan Gregorio Palechor -indígena yanacona-. Se trata de enmarcar la discusión en una visión crítica de la geopolítica del conocimiento a partir de la cual se contemplen posibles salidas en pro de la consolidación de pensamientos latinoamericanos autónomos. Se realiza, específicamente, una revisión de las categorías intelectual indígena e indígena militante, mostrando que esta división es una herencia ético-epistemológica a ser cuestionada. En el fondo, el debate consiste en mostrar trayectorias interculturales que, de hecho, han construido comunidades políticas y, por eso mismo, reivindican una interdependencia entre ciencia y política, dicotomía propia de un pensamiento fundamentalmente eurocéntrico.
Palabras clave: Interculturalidad, comunidades políticas, intelectual indígena, activista indígena, Manuel Quintín Lame, Juan Gregorio Palechor.
Abstract
This article analyzes the trajectories of two leaders of the Cauca (Colombia) indigenous movement, Manuel Quintín Lame from the Nasa people, and Juan Gregorio Palechor from the Yanacona people. The text tries to frame this discussion inside a critical vision of the geopolitics of knowledge, from which possible solutions are contemplated in favor of consolidating autonomous Latin American thoughts. The work specifically realizes a revision of the categories "indigenous intellectuals" and "indigenous militants," showing that this division is an ethical-epistemological heritage that needs to be questioned. Fundamentally, the debate consists of showing intercultural trajectories that, in fact, have constructed political communities, and because of that, revindicate interdependence between science and politics, a proper dichotomy of fundamentally Euro-centric thought.
Key words: interculturality, political communities, indigenous intellectual, indigenous activist, Manuel Quintín Lame, Juan Gregorio Palechor.
Resumo
Este artigo analisa as trajetórias de duas lideranças do movimento indígena do Cauca (Colômbia) - Manuel Quintín Lame, indígena nasa, e Juan Gregorio Palechor, indígena yanacona. Trata-se de enquadrar a discussão em uma visão crítica da geopolítica do conhecimento a partir da qual sejam contempladas possíveis saídas em prol da consolidação de pensamentos latino-americanos autônomos. Realiza-se, especificamente, uma revisão das categorias intelectual indígena e indígena militante, apontando que tal divisão é uma herança ético-epistemológica a ser questionada. O debate consiste, no fundo, em mostrar trajetórias interculturais que, de fato, têm construído comunidades políticas e, por isso mesmo, reivindicam uma interdependência entre ciência e política, dicotomia própria de um pensamento fundamentalmente eurocêntrico.
Palavras chave: Interculturalidade, comunidades políticas, intelectual indígena, ativista indígena, Manuel Quintín Lame, Juan Gregorio Palechor.
¿A qué le tengo miedo? A caerme de mis propios pies. No he
sentido miedo porque me he confiado de mi trabajo. Cada paso
lo he pensado...
Juan Gregorio Palechor. Indígena yanacona
(Jimeno, 2006:192).
Las propuestas de autores como Mignolo (2001, 2007), Dussel (1993), Castro-Gómez (2007) y Chakrabarty (2000) están fundamentadas en una crítica al capitalismo y a las nuevas formas de colonialidad global. Por colonialidad se entiende la contra-cara de la modernidad y ambos procesos, a su vez, están ligados a la expansión del capitalismo por medio de la búsqueda de control de las diferentes experiencias coloniales y, sobre todo, de las memorias y las formas de construcción del conocimiento que se derivan de dichas experiencias. Este tipo de enfoque aboga también por el análisis de procesos de larga duración enmarcados, de por sí, en una visión crítica de la geopolítica y, por lo tanto, de la distribución diferenciada del poder a partir de los ejes raza, clase y género (Quijano, 1993; 2007), fundamentalmente.
Los marcos de este tipo de propuesta son más amplios que los usados por una crítica más localizada, más particularista, propia de la antropología -por ejemplo-. Es quizás por esta razón, entre otras, que autores como los citados propenden deliberadamente por una integración entre historia y política a fin de dar cuenta de macro-tendencias y no de micro-eventos; integración que la antropología suele olvidar cuando el énfasis recae en la localización: ¿De qué micro-cosmos estamos hablando? ¿Cuál aldea inspira nuestras conclusiones? ¿A cuáles nativos circunscritos estamos haciendo referencia? De ahí el parpadeo rápido y extrañado de quien sumergido en los detalles etnográficos lee a Mignolo (2001), Dussel (1993) o Quijano (2007), autores que hablan de la importancia de fundar una geopolítica del conocimiento, concebida como un análisis de larga duración que abarca la evaluación y revisión de bloques de tradiciones de pensamiento y que contempla, de igual manera, los lugares de enunciación teórica como estando marcados geopolíticamente. La identificación de esos lugares teóricos de enunciación aparece, entonces, como el primer paso para la constitución, sino rescate, de pensamientos autónomos re-localizados, fase del proceso en la cual la antropología es, en mi opinión, insistentemente llamada a intervenir.
Teniendo en cuenta lo anterior, me pregunto si es posible contemplar la consolidación de «pensamientos autónomos», como lo propondrían Dussel (1993) y Quijano (1993, 2007), o el propio Mignolo (2001, 2007), para el caso de Latinoamérica yendo más lejos, ¿será que la interculturalidad, proyecto engendrado inicialmente en procesos de autonomía política indígena en Ecuador (De la Cadena, 2004), es una herramienta eficaz para canalizar esas formas de pensamiento autónomo? ¿Es posible concebir las propuestas que nacen en el seno del proyecto intercultural como críticas dirigidas a epistemologías eurocentradas, o hegemónicas? Si lo son, ¿será que dicho tipo de crítica epistemológica puede contribuir con una fusión de elementos correspondientes a la ciencia y a la política, campos pensados tradicionalmente como independientes -desde una perspectiva weberiana, inclusive- y cuya separación ha sido base fundamental de las pretensiones ético-epistemológicas del pensador social «occidental»? ¿Es ese el tipo de interpelación que se puede alcanzar? ¿Será que la interculturalidad se constituye en una contribución central en la medida en que está genuinamente basada en un diálogo resultante de la comparación transcultural, fundamento no apenas metodológico de la antropología sino legado por ésta a las Ciencias Sociales, en general (Madan, 1982)? ¿Son las figuras del intelectual indígena o del indígena militante construcciones que hablan sobre un legado ético-epistemológico que debería desafiar nuestros propios marcos disciplinares? Es en esta dirección que me pregunto cuál es la relación entre el proyecto intercultural que se declara abiertamente en pro de la creación de comunidades políticas, y la dificultad de reconocer la antropología -en nuestra situación particular- como parte de campos e interacciones sociales y políticas más complejas, como propone Ribeiro (2005) al hablar de una cosmopolítica3? ¿Será que proyectos histórico-políticos contemporáneos como el de los nasa en el suroccidente colombiano (Rappaport, 2005) se enmarcan en la perspectiva intercultural llegando a canalizar el objetivo colocado por Mignolo (2001) de hacer historia no desde la exterioridad y sí desde un interior que contemple epistemológicamente un «para sí» y no únicamente un «para ser» y un «para los otros»?
Aspiro, por medio de este escrito, explorar en estas cuestiones mediante el análisis de varios personajes ligados a la historia y consolidación del movimiento indígena del departamento del Cauca (Colombia). Pretendo discutir, en particular, las figuras del intelectual indígena y del indígena militante o activista, trayendo a colación los relatos de los líderes -categoría que voy a usar deliberadamente sólo en esta parte del ensayo- Manuel Quintín Lame -nasa- y Juan Gregorio Palechor -yanacona-, principalmente. Haré referencia también a otros actores que, en gran medida, aparecen en el análisis de Jimeno (2006) y Rappaport (2000), textos que me dan la base para construir una exégesis que, vale la pena reiterar, considero aún bastante inicial.
De Manuel Quintín Lame y la interculturalidad: la categoría que faltaba
Decidí comenzar con el análisis de la figura de Manuel Quintín Lame justamente por ser una piedra angular en las formas de construcción político-histórica que han dado como resultado un proyecto de movilización en pro de la autonomía indígena sin precedentes en el contexto colombiano, más aún si se tiene en cuenta que la sociedad colombiana es mayoritariamente mestiza -sólo un 2% de la población es indígena- y no una sociedad con porcentuales elevados de población indígena como sería el caso de México, Perú, Bolivia o Ecuador. Esto sumado a la pobre incidencia y/o consolidación de movimientos populares en la historia colombiana que puedan constituirse en elementos fundamentales de una cultura política que, desde mi perspectiva, está atada a estructuras jerárquicas y es víctima de la infiltración de lógicas patriarcales que han derivado, entre otras cosas, en la perpetuación del clientelismo, el populismo y el caudillismo. Todos estos procesos se derivan de una «presencia diferencial del Estado»4 como característica común de las democracias latinoamericanas.
Mencionar el nombre de Quintín Lame trae a la mente de un lector desprevenido la denominación de uno de los bloques armados de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) o se piensa también en la guerrilla surgida en el departamento del Tolima hacia 1984 y que entró en proceso de negociación con el gobierno en 1991, lo cual dio como resultado su extinción. Para el caso que me ocupa, pretendo discutir por qué Manuel Quintín Lame (1880-1967), figura central en las meta-narrativas del movimiento indígena del Cauca y, en especial, del CRIC (Consejo Indígena Regional del Cauca), puede ser considerado un intelectual indígena -o ha sido visto como tal por autores como Rappaport (2000)- y, en ese sentido, busco mostrar de qué forma lo que él representa -lo que explicaría inclusive las referencias de sentido común- coincide con ciertos presupuestos del proyecto intercultural latinoamericano (De la Cadena, 2004).
Manuel Quintín Lame, oriundo del Cauca, era un terrajero5 de Polindara, población cercana a Popayán. Considerado nasa, a pesar de no hablar nasa yuwe y ser monolingüe en español, migró desde Tierradentro hacia las proximidades de Popayán antes de establecerse en el departamento del Tolima, donde fue asesinado en 1967, en la población de Ortega, luego de haber encabezado un movimiento multiétnico compuesto por indígenas nasa, guambianos, coconucos y por otros grupos de los departamentos de Tolima y Huila (Rappaport, 2000).
Uno de los puentes entre las trayectorias locales de estos líderes6 y la idea de nación que los inspiró fue su participación en las guerras civiles de Colombia haciendo parte, en los dos casos, de las fuerzas militares del establecimiento. Lame fue soldado durante la Guerra de los Mil Días (1899-1902); sirvió en Panamá aunque luego fue transferido al Cauca para ayudar a controlar el orden público en dicha zona (Castrillón7, citado por Rappaport, 2000: 139). Aunque se declaró conservador, organizó entre 1914 y 1918 la campaña de movilización indígena en el Cauca, previo nombramiento como representante de más de cinco cabildos. Fue preso entre 1917 y 1920, año en el cual retomó sus operaciones dirigiéndose hacia los departamentos de Huila y Tolima, que en ese período eran fortines liberales y foco de acciones del Partido Comunista. Vale la pena recordar que fue en esta misma región -un poco más al sur, coincidiendo con el actual departamento de Caquetá, donde surgió la llamada «república independiente» de Marquetalia, originalmente un asentamiento de colonos con justicia propia, creado en el contexto de las «columnas de marcha» de los años cincuenta. Luego de la toma por parte de militares en 1964, en ese mismo lugar dos años después nacerían oficialmente las FARC como movimiento insurgente.
Es claro que las demandas del CRIC, cuya fundación se remonta a febrero de 1972, coinciden en gran medida con las demandas de los líderes de la Quintinada, o sea: (1) la defensa del resguardo contra los intentos por dividirlo -tierras comunales correspondientes a uno o varios grupos étnicos-; (2) la consolidación del cabildo como eje de la autoridad política del resguardo; (3) la recuperación de tierras usurpadas por terratenientes; (4) el no pago de terraje, y (5) la reafirmación de valores culturales indígenas, junto con el rechazo a la discriminación racial y cultural (Rappaport, 2000). En este punto pretendo que mi comentario sobre la participación de Lame en la Guerra de los Mil Días tenga sentido, al relacionarlo con la lista de propuestas citada, puesto que ambos aspectos retratan cómo estos personajes, adelantándose a los procesos de etnogénesis característicos en América Latina durante las dos últimas décadas del siglo XX -luego de la declaración de estados y naciones multiculturales- actúan como bisagras entre un mundo mestizo -homogeneizado «a secas» bajo la categoría campesino, propio de las fases post-independencia centradas en la unidad nacional, por lo menos en lo que atañe a los países bolivarianos- y otro mundo basado en la diferenciación étnica. De hecho, la articulación de las peticiones del movimiento liderado por Quintín Lame con las demandas del Partido Comunista, sólo para dar un ejemplo, ilustra la dificultad de asumir esa subjetividad de frontera, doble conciencia o conciencia mestiza en los términos usados por Mignolo (2007) cuando analiza el caso de Waman Poma de Ayala en Perú.
Uno de los grandes debates en el contexto de las ligas campesinas en los años 30 y 40, y durante las campañas lamistas, fue la oposición entre los indígenas agrupados en resguardos -como los nasa y algunos yanacona, como veremos en el caso de Palechor- y los indígenas desposeídos, incorporados al régimen hacendatario en calidad de terrajeros. De cierta manera, el Partido Comunista hizo énfasis en las demandas de los terrajeros, lo cual terminó siendo poco estratégico -políticamente hablando- para los indígenas organizados en resguardos (Rappaport, 2000) y ocasionó, a la postre, divisiones internas en los resguardos y oposiciones de diferente índole frente a la movilización promovida bajo la modalidad de las ligas campesinas.
De todas maneras, no deja de ser interesante el papel desempeñado durante estos años por el Partido Comunista ya que el intento de formar una inteligentzia, como proyecto que pretendía salir del ámbito regional, derivó en publicaciones con un tono militante que contaban con una audiencia importante en sectores rurales. Fue así como Quintín Lame escribió en periódicos que propagaban noticias ligadas a la celebración de asambleas y congresos del partido en diferentes localidades. El rótulo de intelectual indígena, no obstante, proviene del manuscrito Los pensamientos del indio educado en las selvas colombianas, escrito en 1939 y publicado póstumamente en 1971, y que fue resultado de largos dictados de Lame a su secretario, también indígena.
Concuerdo con Rappaport (2000) cuando afirma que las memorias de Quintín Lame retratan el momento de una nación que convirtió en fetiche la palabra escrita, más aún en medio de un reinante analfabetismo; sin embargo, no creo que la actividad política de Lame haya estado tan determinada por ese fetiche. Lo que yo considero importante destacar, más bien, es su posición fronteriza, plasmada incluso en el hecho de no ser completamente analfabeta ni letrado sino «semianalfabeta». Su identidad fronteriza es pieza fundamental para entender el proceso de construcción de una historiografía étnica propia -como lo es para el caso de los nasa-, en la cual la figura de Manuel Quintín Lame ha sido empleada para confirmar que es posible crear -a corto plazo- y consolidar -a largo plazo- otras formas de ser indio. Maneras que, inclusive, se adelantan al tiempo -visionarias- y que en su contexto original de enunciación se presentan como escogencias identitarias -en concepción y acción- inusitadas8, sin precedentes. Es por esto, como bien reconoce Rappaport (2000), pero en otra línea de raciocinio, que el manuscrito de Lame parece estar destinado a los indígenas del futuro y no a los nasa que le eran contemporáneos: en aquel momento muchos de ellos monolingües y analfabetas, y agrupados bajo el rótulo genérico de campesinos indígenas, prestes para intervenciones progresistas y, posteriormente, desarrollistas.
En este punto de la explicación, considero válido traer a colación el análisis de De la Cadena (2004) sobre Demetrio Rendón Wilka, personaje de la novela de José María Arguedas Todas las sangres (1964), escrita durante el apogeo de la «cholificación», es decir, la transformación de los indios en mestizos como estrategia modernizadora y modernizante de la nación peruana, que buscaba -en últimas- una integración en las formas de ser y conocer occidentales. El asunto, como bellamente narra el autor, es que Rendón Wilka es en sí mismo una contradicción, es un imposible para su época al representar una reivindicación híbrida. Es un mestizo que propone con altivez una forma de ser indígena, una manera indígena de relacionarse con el mundo. El carácter decolonial del relato, usando el término acuñado por Mignolo (2007), es que la forma de ser indígena propuesta va más allá de la persistencia de una imagen estereotipada pre-moderna -primitivista-, riesgo en el cual podría caer un autor que como Arguedas escribe en la era de la modernización nacio-estatal.
Si bien el manuscrito de Lame se organiza en torno a reflexiones filosóficas, está construido para ser utilizado como una herramienta organizativa; engendra formas de ser indio que pueden parecer estereotipadas y esencialistas, sólo si se examinan a partir de una óptica forjada en una era post-multiculturalista. El autor contempla tres períodos que va alternando, sin respeto a un estricto orden cronológico: salta del pasado precolombino al período de opresión europea y funda las bases de una futura salvación como pueblo (Rappaport, 2000). De ahí que algunos enfaticen en el carácter mesiánico de su discurso -a partir de análisis centrados en una perspectiva religiosa- y otros pongan de relieve -como Rappaport (2000)- una doble articulación: la de intelectual indígena, que funda un proyecto político de largo aliento, y la de caudillo en el contexto de la modernización de la nación colombiana -décadas 30 y 40-, cuando se consolidó la estructura a partir de la cual se dio la transformación de un país eminentemente rural en otro urbano -en la décadas de los 60 y 70-.
Así como Arguedas reivindica una postura no tan «estrictamente» política en relación con su visión del socialismo al afirmar que éste «no mato en mí lo mágico» (De la Cadena, 2004), Lame crea un relato que es simultáneamente multi-ontológico y nacionalista -como el discurso de Rendón Wilka creado por Arguedas- porque contiene una concepción mítica del pasado inspirada, según él, en los libros de la naturaleza: de los cuatro vientos de la tierra, del sol, del reino animal, del susurro de las quebradas del bosque, del idilio, del amor, de la agricultura, de la ganadería, de la higiene, de la metafísica, de la ontología y la lógica. Basta con detenerse en el carácter de cada una de estas influencias de Lame para comprender la amalgama de valores indígenas viabilizadores de reivindicaciones fundamentales para el movimiento como es el caso de la tierra -territorio en su acepción más contemporánea-, por ejemplo, y la aceptación -inicialmente tácita- de un acuerdo moderno (higiene, metafísica, ontología y lógica), relacionado con el modelo estado-nación. Esto sin contar con las sucesivas menciones a la nación colombiana en un sentido patriótico y, por ello, vuelvo aquí a insistir en la importancia de la participación de Lame en el ejército.
Respecto al carácter multi-ontológico (De la Cadena, 2004), Lame crea un modelo basado en cinco generaciones a partir del cacique guerrero Juan Tama hasta llegar a él mismo: un caudillo, un líder -un mesías- pero nunca un cacique, como muestra Rapapport (2000) ¿Por qué? Precisamente por la misma razón que pienso que un proyecto como el ideado por Quintín Lame contiene el germen que la interculturalidad busca reproducir: la creación de comunidades políticas en red (De la Cadena, 2004) que puedan, hasta cierto punto, trascender, la figura de líderes locales transitorios. Es por esto que considero que interculturalidad es la categoría que faltaba -que se requería- para nombrar la complejidad de una agenda, político-histórico-epistemológica como la legada por Quintín Lame. En este sentido, no es siquiera suficiente decir que él, como bien afirma Rappaport (2000 : 158):
- [...] intentó unir varias franjas de territorio y las gentes que en ellas vivían dentro de un movimiento político centralizado que se extendía desde Popayán a Tierradentro y llegaba a Tolima y Huila. Es decir, su cacicazgo era aún más grande que el propio territorio nasa, internándose en áreas que habían sido ocupadas por los pijaos en la época de invasión española. Lame es comparable a los caudillos del siglo XIX en el hecho de que intentó crear una unidad política allí donde no existía legalmente. A diferencia de sus predecesores del siglo XIX [...] antepuso las demandas del grupo indígena por encima de las que lo beneficiarían a él mismo y a la élite dirigente [...]
Es claro que su proyecto, localizado en la frontera entre oralidad y escritura, entre nación mestiza y movimiento indígena independiente, permite pensar que Manuel Quintín Lame es una suerte de intelectual-activista. Al usar esta categoría soy consciente, de todas maneras, que ella muestra cómo la separación entre ciencia y política es, quizás, una de nuestras formas modernas de conciencia más enraizadas, y demuestra que hay preceptos epistemológicos hegemónicos como ese, justamente, que determinan nuestras aproximaciones a fenómenos que son interculturales a todas luces. El relato de Lame, basado en diversas pruebas -propio de alguien que también tuvo un contacto importante con abogados- y fuentes -petroglifos, cementerios indígenas, documentos del Archivo Nacional, informes judiciales, y visiones y experiencias personales (Rappaport, 2000)-, refuerza la idea de que es posible sustituir la mencionada separación ciencia-política por una ontología no estrictamente occidental.
A propósito, y concordando plenamente con Rappaport (2000), la identidad fronteriza de Lame -campesino-indígena, semianalfabeta, intelectual-activista, categorías acuñadas por mí y no por Rappaport- demuestra que en el marco de la realidad colonial, así como también en el caso de las experiencias decoloniales contemporáneas, la palabra escrita no es una herramienta suficiente para la obtención del poder político en un país como Colombia. Por ello, los grupos étnicos se localizan en una interfase entre lo oral y lo escrito, aunque tiendan más a consolidarse como tal en el ámbito de la oralidad, criterio más corriente para pensar en la vigencia de construcciones cosmológicas y ontológicas diferenciales.
Es en este mismo sentido que De la Cadena (2004) afirma que la re-escritura de historias nativas puede expresar esencialismos y faccionalismos de meta-narrativas que buscan ser universalizables y que, de hecho, se localizan a medio camino entre narrativas de indianidad y políticas indígenas de la heterogeneidad, lo cual está más relacionado con la recuperación de sentidos identitarios que con el anhelo de una totalidad cultural que, en gran medida, se deriva de presupuestos epistemológicos de carácter hegemónico. En estos casos, por ejemplo, el paradigma científico tendría una propensión por la consecución de un pacto en torno a categorías humanas universales -inclusive renovando la cuestión de los universales culturales- y no por un debate en torno de norteadores éticos, que bien podrían surgir de la interculturalidad, entendida como una renovada tecnología para la construcción de Estado y para la producción de otros tipos de conocimiento.
Ahora, volviendo con la dificultad de analizar, sin caer en polarizaciones estériles, una figura doble como la del intelectual-activista, la cuestión radica en que nos cuesta aceptar que esa doble articulación es simultánea y que no se trata, como podría ser más cómodo pensar, de dos caras que se manifiestan contextualmente de forma separada: «El indio es indio cuando le conviene y ciudadano nacional cuando le interesa», otra sentencia bastante conocida e interiorizada en el sentido común latinoamericano. Considero que Rappaport (2000) está parcialmente cierta cuando generaliza que todos los historiadores nasa, incluyendo en el mismo paquete a Juan Tama y a Julio Niquinás9 son activistas políticos por haber creado nuevas y poderosas imágenes al moverse con facilidad a través del aparato burocrático del Estado. Este argumento me parece un tanto precipitado en la medida en que el papel del intelectual termina por ser reducido al hecho de detentar ciertas habilidades, técnicas y lenguajes ligados al Estado -el Derecho como idioma primordial del estado-nación, por ejemplo-, como si éste no pudiera ser interpelado a partir de procesos interculturales como ha ocurrido en el Cauca. Varios líderes del movimiento indígena del Cauca han ocupado cargos políticos de envergadura nacional; Lorenzo Muelas -indígena guambiano- fue uno de los constituyentes encargados de elaborar la nueva carta en 1991; posteriormente, fue elegido senador por voto popular y, en la actualidad, es el único indígena que conforma la «comisión de sabios» que respalda la conmemoración de los 200 años de la independencia de Colombia. Por su parte, Floro Tunubalá, también guambiano, fue elegido gobernador del departamento del Cauca en el año 2000, después de haber sido senador en el período entre 1991 y 1994.
Es claro que existe una dificultad en aceptar la historicidad de los relatos no occidentales y, como bien asegura Rappaport (2000), la contextualización más común de los mismos -inclusive desde la antropología- reduce las posibilidades de comprensión de procesos político-históricos a comparaciones entre la estructura del relato y la estructura social de dichos grupos étnicos. Esta dificultad que he mencionado de aceptar otras formas de historicidad que fusionan historia y política la sumaría al listado de presupuestos ontológicos de occidente que Chakrabarty (2000) invita a re-localizar, ya que son rasgos específicos del pensamiento político europeo y no determinantes de cualquier pensamiento político -o político-histórico, como he venido afirmando hasta este punto-: (1) El humano existe como estando enmarcado en un tiempo secular-histórico que puede eventualmente llegar a contemplar otras formas de tiempo, y (2) los humanos son ontológicamente singulares y, por lo tanto, dioses y espíritus pueden ser casi exclusivamente concebidos como hechos sociales, es decir, lo social se presenta como la condición sine qua non de su surgimiento. Aquí la crítica recae claramente en el racionalismo francés, en su vertiente durkheimiana de la teoría de las representaciones.
En contra de este último precepto a ser derrocado podríamos destacar el énfasis de los relatos históricos nasa, a cargo de un «historiador contemporáneo» como Julio Niquinás (Rappaport, 2000) en la medida en que fundan una geografía sagrada que tiene el potencial de expandirse en la mente de oyentes, indígenas y no indígenas. Ésta sería la forma de situar el relato en una topografía específica, que no tiene precedentes en formas coloniales de «hacer historia». Es por ello que Rappaport (2000 : 203), adelantándose al proyecto intercultural10, afirma que ese tipo de relatos muestra que la «verdadera historia es un diálogo, una interpretación del pasado dentro de un contexto social particular, no una simple repetición de hechos. Esto se hace especialmente claro en el conjunto de historias concernientes a la invasión española. Al igual que Lame, Niquinás se vale del uso de modelos dialogados para convencer al interlocutor dando vida a héroes y villanos [...]».
Ya para terminar este fragmento, voy a destacar dos elementos en común entre el legado de Quintín Lame y el carácter de la obra de Waman Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen Gobierno -escrita en el siglo XVII- desde la óptica de Mignolo (2007), quien ve en el caso de Waman Poma, concretamente, el reflejo de un pensamiento decolonial o fronterizo, propio de sujetos que habitan en «la herida colonial». Considero que en ambos casos, los relatos históricos incluyen una crítica ético-política que, en el texto de Manuel Quintín Lame, corresponde a lo que he denominado político-historia, justamente porque es iluso pensar que en este tipo de meta-narrativa se puedan aislar consideraciones y cuestionamientos éticos. Sería como retornar a la división vocacional de ciencia y política, en el seno de la cual un autor como Weber (1967) afirma que el científico debe saber distinguir entre asumir una posición política práctica y analizar «científicamente» las estructuras políticas y las doctrinas de los partidos. Subyace, en el primer caso, un temor a que los llamados juicios de valor desvíen una «verdadera» comprensión de los hechos, propia de alguien que está del lado de la experimentación racional como única alternativa para poder controlar la experiencia -esto también según Weber-. Lo que me llama más la atención es que, desde esta perspectiva, el intelectual-científico -el periodista, por ejemplo, está fuera de esta clasificación- es investido de una autoridad exclusiva y excluyente: la de hacer notar a las personas el sentido último de sus propios actos para poder, así y sólo así, ayudarlas en consecuencia del principio científico establecido. Ahora, si el intelectual es fruto del «desencantamiento del mundo» y de ahí su poder esencialmente apolítico, el político -profesional o no- está preso de una pasión que sólo los aventajados podrán controlar mediante el ejercicio de la responsabilidad y el sentido de proporción. ¿Dónde queda un espacio para la utopía, entonces? Según Weber (1967 [1919]), única y exclusivamente en el arte. A mi modo de ver, la interculturalidad nos hace otra invitación, como aparece en el texto más reciente de Rappaport (2005), puesto que muestra que la cultura es un medio para negociar la diversidad y ésta, a su vez, está enmarcada en un imaginario político más amplio que responde a un proceso político-histórico -en mis términos- en el cual, por ejemplo, se dio el tránsito de una identidad genérica -indio- para un identidad étnica específica. Lo más interesante es que se busca superar una idea que se ha tornado lugar común por la propia labor de la antropología que es pensar que la cultura es una especie de bóveda que cubre procesos económicos, sociales y religiosos -entre otros-. Vista desde el prisma de la interculturalidad, la cultura aparece como un componente de un campo político más amplio, es decir, constituyendo una cosmopolítica (Ribeiro, 2005).
Volviendo al contraste entre Waman Poma de Ayala y Quintín Lame, podría decirse que el contenido de las propuestas se re-inscribe en lo que Mignolo (2007) denomina el espacio desplazado; de ahí la importancia otorgada a los valores relativos a tierra y territorio -a manera de una geografía sagrada- como mencioné anteriormente para el caso de los intelectuales indígenas del Cauca. En este punto hago eco de la propuesta de Gómez (2000), quien asegura que mientras en el ámbito de las discusiones de los derechos indígenas y sus reivindicaciones, los problemas se presenten como desprovistos de lugar y sí centrados en una concepción de tiempo occidental, la brecha entre racionalidades será cada vez más amplia. Para él, los grupos indígenas recurren a una mnemoctenia guardada en los lugares o en lo que puede ser recordado gracias a ellos, mostrando la inmanencia de la relación entre memoria y espacio. Postula que mientras la sociedad letrada, y sus respectivas memorias oficiales, sacrifican nociones como las de espacio y territorialidad por un énfasis excesivo en el tiempo, las sociedades nativas amerindias enfatizan en la relación memoria-espacio-territorio. En muchos casos, centrarse en el espacio y no tanto en el tiempo cronológico es una estrategia que busca realzar las marcas del estigma o de la exclusión para evitar, como bien explora Gómez (2000) para el caso de lo que denomina memoria social nasa, una estrategia característica del historicismo hegemónico: la desterritorialización de la historia que, por mi parte, veo también como una forma eficaz de aislar el componente político.
Lo anterior pone de presente un otro tipo de utopía, como apunta Mignolo (2007), que se opone a aquella primordialmente occidental que se localiza en el no espacio del futuro secular. Si para este autor, el buen gobierno diseñado -recreado por Waman Poma de Ayala- fue el lugar en el cual se superó la diferencia colonial, podríamos pensar que el manuscrito de Quintín Lame también fue liberador, sobre todo porque en él se vislumbran dos ejes fundamentales para la articulación de un pacto social de varios grupos étnicos del Cauca, pacto construido a lo largo de varias décadas y que, en gran medida está relacionado también con la evolución del CRIC: la defensa de la figura del resguardo11-las demandas que hoy en día se colocan en términos de la defensa del territorio- y la educación. En este último caso, los actuales proyectos de educación intercultural han sido catalogados por Rappaport (2005) como un laboratorio social controlado por indígenas, donde se evidencian las asimetrías en relación al poder dentro de las comunidades y de la organización.
Estos dos ejes conforman la plataforma que busca la superación de la «herida colonial» y es, precisamente, teniendo presente dicha plataforma que pretendo analizar la figura del activista indígena, intentando mostrar de qué manera está integrada a un proyecto político-histórico más amplio que no la escinde de la figura del intelectual o, por lo menos, fue en ese sentido que discutí varias ideas respecto a la figura del intelectual indígena, específicamente.
Juan Gregorio Palechor y un activismo de frontera
El relato en el cual fundamento mi análisis es resultado de una colaboración entre Juan Gregorio Palechor y la antropóloga Myriam Jimeno. La idea de hacer un libro basado en la historia de vida de este líder yanacona -una de las cabezas dirigentes del CRIC en la época de su fundación (1972)- surgió poco después de que Palechor y Jimeno se conocieran en 1976. Fueron realizadas varias sesiones de grabación hacia 1980, pero el proyecto fue dejado de lado, en buena parte, por la tensión ocasionada por las acusaciones de proximidad colaborativa entre el CRIC y la guerrilla del M-19.
La autora intentó retomar el texto a comienzos de los noventa, inclusive antes de la muerte de Palechor en 1992, y fue en ese momento que construyó buena parte de su análisis aunque, como ella misma apunta, algunos editores consideraron que el escrito no despertaba tanto interés como para ser publicado. Por esta razón, volvió a quedar archivado hasta el año de 2005 cuando fue revisado y se procedió a su publicación. El orden del relato que aparece en el libro es el mismo que fue discutido con Palechor en vida; fue una decisión conjunta hacer énfasis en su actividad política, aunque él fue cuidadoso a la hora de hacer menciones a la historia del CRIC. Esto, en gran medida, porque la expansión nacional del movimiento sobrepasó, como afirma Jimeno, la visión autodidacta de las leyes de líderes como Palechor por medio de una discusión jurídica de profesionales.
El texto está dividido en dos partes; en la primera, Jimeno (2006) realiza una discusión sobre las autobiografías como herramienta antropológica y señala algunos aspectos de la conformación del movimiento indígena del Cauca. La segunda es el relato de Palechor, sobre el cual centraré mi análisis respecto a la figura del militante o activista indígena.
En primer lugar, debo decir que al leer la reflexión en torno a las autobiografías tuve sentimientos encontrados puesto que Jimeno parece agrupar -sin ser demasiado enfática en dicha cuestión- a Palechor dentro del concepto de intelectual indígena, esbozado por Rappaport (2000), explicado y discutido párrafos atrás. De cierta manera, Palechor es encajado en dicha categoría porque cumple con el papel de destacar ciertos elementos del pasado en función del presente y porque actúa, al igual que Lame, como una especie de puente entre estructura y evento, entre un mundo cambiante y una interpretación dinámica del pasado. En realidad, este tipo de inclusión discursiva puede llegar a reproducir una falta de comprensión en relación con trayectorias que juntan elementos que pensadores de formación occidental nos empeñamos en separar, esto pese al carácter interpelador de experiencias como la de Palechor.
No basta con afirmar que Palechor tuvo una experiencia de vida esencialmente multicultural (Jimeno, 2006) por el hecho de haber tenido relación con partidos y movimientos políticos de cobertura nacional. Su identidad también es fronteriza, tiene una conciencia mestiza y una identidad de frontera (Mignolo, 2007) porque asume la inserción en la historia nacional, y toma partido en la construcción de la nación, repensando constantemente su visión de lo que es ser indígena. Este aspecto es desconsiderado, hasta cierto punto, por Jimeno cuando dice que Palechor es un líder rural involucrado en la actividad política, declarado liberal, activista del MRL (Movimiento Revolucionario Liberal, cuya actuación se dio entre 1959 y 1966), defensor en la fase final de su vida de no vinculaciones partidistas en pro de la defensa de los derechos étnicos. Es como si, a diferencia de cualquier político local, tuviera un atributo -idea de por sí bastante anacrónica para el análisis cultural- que lo distingue: una identidad indígena histórica, en palabras de Jimeno (2006).
Aquí, a mi modo de ver, es latente una vez más el peligro de la separación de aspectos que hacen parte de una identidad étnica que debe ser entendida como una amalgama intercultural que fusiona historia y política. Se oculta un hecho fundamental y es que tal identidad sólo tiene sentido para los propios actores en el contexto de la construcción de comunidades políticas, rasgo distintivo de la interculturalidad como ya señalé varias veces. Tal vez es por esta incomprensión que Jimeno reconoce que para intelectuales colaboradores del CRIC durante la década de los 70 no era del todo comprensible el empeño de los líderes indígenas del CRIC en no tornar el movimiento clandestino, pese a las amenazas, desapariciones y asesinatos. En mi opinión, este ejemplo demuestra que el pensador occidental es más proclive a desistir de proyectos de creación de comunidades políticas; su espectro de actuación está construido en torno a su figura solitaria. De ahí la importancia asignada a la conformación de asociaciones y el incentivo a antropologías mundiales post-imperiales que, como afirma Ribeiro (2005), puedan desenvolverse a través de la actividad política y no sólo por medio del ejercicio de la crítica, creando redes para discutir iniciativas heteroglósicas en respuesta a dinámicas propias de la globalización que, de igual manera, afectan las formas de práctica e imaginación antropológica. ¿Por qué no traer a colación un lamento del propio Weber (1967 [1919]: 51) cuando afirma que los costos de la racionalización, intelectualización y desencantamiento del mundo llevaron a que los intelectuales -y no sólo ellos, pues es un aspecto que abarca y trasciende la formación de sujetos políticos en Occidente- se auto-excluyan de la vida pública y de la fraternidad de las relaciones directas y recíprocas entre individuos ahora aislados-?
Es claro que, a diferencia de los nasa, el proceso de etnogénesis de los yanacona12 es reciente y fue cobijado por las transformaciones de la Constitución de 1991. El propio Palechor reconoce la transformación de la identidad y los motivos de la lucha en este contexto:
- Los yanaconas, nosotros, nos reivindicamos como indígenas porque a pesar de perder la lengua, todavía tenemos el cobijo indígena: nos gobierna el cabildo y estamos en resguardo, bajo la Ley 89 de 1890 [...] De niño nunca se hablaba sino de que éramos indígenas; era cierto porque estábamos bajo la Ley 89 de 1890, pero no se decía ningún nombre de grupo étnico, no había conocimiento de la sobrevivencia de otros grupos étnicos, no sabíamos del Putumayo, de los paeces o de los guambianos. La gente en comienzos de siglo se dedicó a la producción y no conocí nada más. Entre los resguardos del Macizo sí nos conocíamos, pero las reuniones se hacían en cada resguardo (Jimeno, 2005: 189).
No obstante, el punto clave es que esa transformación a la que hace alusión Palechor nos obliga a concebir la historia como política y la política como la conjunción de procesos históricos de recreación continua de identidades sociales, y no como una sucesión o sustitución. Éste sería el caso de Jimeno (2006: 65) cuando afirma que Palechor «pasó de habitante de un resguardo remoto a ser un activista y luego un dirigente indio». ¿Acaso no es éste el mismo dilema que enfrentamos los antropólogos cuando intentamos concebirnos como antropólogos-ciudadanos (Jimeno, 2005; Guber, 2008)? Sólo que en este caso la separación de los ámbitos político e intelectual es más propicia, más efectiva, para el ejercicio de identidades dispares, que pueden exhibirse y usarse contextualmente. El asunto se torna más complejo cuando alguien «pone el dedo en la llaga» al hablar de la validez de las interpretaciones del antropólogo nativo.
En ese caso, se trata de reconocer que la posibilidad metodológica del «auténtico outsider» está basada en un concepto cristalizado y homogéneo de cultura, así como en una visión de la sociedad como siendo no diferenciada (Narayan, 1993). Por lo tanto, esta «posibilidad» se torna inviable a la hora de definir los límites de la autoridad etnográfica. A pesar de que la idea de Narayan del antropólogo como detentor de una identidad multiplex podría parecer una salida fácil por medio de la cual se reafirma que toda identidad es contextual, la autora hace de esa cuestión algo más complejo al establecer que el antropólogo debe estar en capacidad de evidenciar en el texto antropológico los planes de identificación que operan durante su experiencia de campo y que responden, como mínimo, a un mundo académico y al propio universo de la cotidianidad etnográfica.
Este debate nos aproxima vívidamente, nos torna más sensibles, a entender por qué la división entre intelectual y activista es más producto de una proyección epistemológica que una herramienta de comprensión de dinámicas identitarias complejas. Como bien señala Rappaport (2005), en un texto iluminador, para entender de qué forma el interculturalismo opera dentro de la organización indígena nasa -específicamente- es necesario, a nivel metodológico, analizar las redes activistas y no grupos discretos. Sólo de esa forma podrían superarse visiones radicales como las que ven el movimiento indígena como resultado de la manipulación de agentes externos -cabezas pensantes externas- o, en otro extremo, como un movimiento separatista fundado en una cultura primordial.
Una de las partes más interesantes del trabajo de Jimeno (2006), que considero se puede articular con la separación del intelectual y el activista que he discutido, tiene que ver también con una diferencia importante entre Quintín Lame y Palechor: éste ultimo construyó su trayectoria basado en un poder de oratoria característico de un líder con sentido nacional de la política; no de otra forma su trabajo como activista local comenzó en las filas Jorge Eliécer Gaitán, caudillo liberal asesinado el 9 de abril de 1948, día de violencia colectiva conocido como «El Bogotazo». Palechor militó en la disidencia del partido liberal, el MRL, que defendía la bandera de la reforma agraria y los sistemas de fomento y crédito rurales, entre otras. Más allá de eso,
- ¿Cómo cambié mi forma de pensar en lo político? Cuando se perdieron las elecciones del 46, luego asesinan a Gaitán, viene la persecución. Luego el golpe de Rojas y él tampoco hizo nada por el pueblo. No dio nada Laureano Gómez, ni Rojas Pinilla. Cuando predicaron la política del Frente Nacional yo estuve en contra. ¿Cómo nos hacían creer dos personas, Laureano Gómez y Lleras Camargo, que había que olvidar la sangre y echarle tierra a trescientos mil muertos liberales? El Frente Nacional era como el reparto de la marrana. Ya en ese momento había analizado qué hicieron los partidos, cuál su administración, había estudiado el problema de López Pumarejo. En el 60, caí en lo del MRL. Las palabras eran bonitas, hablaban de cambiar el estado colombiano. López Michelsen estaba contra el Frente Nacional y así lo creíamos todos. Me interesaba la política del cambio para enderezar los daños de la política conservadora. Darle un vuelco a la política. Estuve del 60 al 66. Lo que hice fue aceptar estar en la dirección municipal y fui concejal cuatro años en La Sierra. (Jimeno, 2006: 147).
Su forma de hacer política, aunque marcada por un conocimiento fluido del español y de la legislación nacional, recordemos que trabajó en calidad de «tinterillo», demuestra la efectividad de una identidad político-histórica o fronteriza (Mignolo, 2007) que se localiza a medio camino entre la capacidad de oratoria y la posibilidad de saber leer y escribir. El «tinterillo» es una figura que ha existido en las comunidades rurales colombianas y en los barrios populares de las grandes ciudades. Son una suerte de abogados autodidactas que permiten hacer los puentes entre sociedades locales y una sociedad nacional. Para Jimeno (2006), aquí encontraríamos el tránsito de un intelectual campesino a un intelectual político. La autora me deja en ascuas sobre esa transición. ¿Cuál sería el rasgo distintivo de un intelectual campesino? Y cuál sería el rasgo que marcaría la diferencia de este intelectual en relación con un intelectual político? A mí modo de ver, Jimeno reproduce la misma polaridad que he intentado «denunciar» a lo largo de este ensayo, y es Chakrabarty (2000) quien muestra nuevas perspectivas analíticas para resolver esa cuestión. Para este autor, la historia y la naturaleza de política en un país como la India, poblado mayoritariamente por ciudadanos subalternos, plantea dos tipos de situaciones: de una parte, quien es educado, es decir, quien es incorporado por el sistema educativo, pertenece al tiempo del historicismo. Por otro lado, quien no pasó por un proceso de educación formal y, no obstante, es legalmente ciudadano está prácticamente fuera del espectro historicista. Cuando la nación está fundamentada en este tipo de desigualdad, es posible distinguir -como Hommi Bhabha lo hace, según Chakrabarty (2000)- dos aspectos relativos a una tendencia nacionalista: un aspecto pedagógico -ligado a quien ha sido incluido dentro del historicismo- y otro performativo, relacionado más con aquel ciudadano que no ha sido contemplado en su totalidad por el sistema educativo y, por lo tanto, no está cobijado por una visión estrictamente historicista.
En los dos personajes analizados, detentores de identidades de frontera, estos dos polos son evidentes; sin embargo, en el caso de Palechor, es la educación uno de los puntos reiterativos de su discurso. No la ve como una forma de alcanzar una ciudadanía plena sino que busca demostrar que es posible hacer de la educación una herramienta primordial para un proyecto histórico-político o, propiamente, intercultural. De este modo,
- [...] para una lucha reivindicativa hay que educar a su grupo étnico; por una parte, una sola persona, si lesiona intereses, lo asesinan o la encarcelan, todo se acaba. Fue el caso de Manuel Quintín Lame. En cambio, si se educa y se organiza y no está comandado por un caudillo, todos conocen lo que se hace, cuando asesinan un líder o lo encarcelan, la lucha sigue de todas maneras [...]
Párrafos atrás dije que el lugar de superación de la herida colonial en el caso de Lame y Palechor podría ser visto a través de dos ejes: el resguardo y la educación. Estas fueron las dos banderas empuñadas por Palechor; como bien afirma Jimeno (2006: 80), «la actividad pública, previa y dentro del CRIC, está alrededor de la defensa del dominio del resguardo. En eso seguía un patrón de acción de larga tradición social [...]». Y es interesante porque apelar discursivamente a esta «tradición social» posibilita, inclusive, la formulación de críticas a los intelectuales occidentales y a su falta de malicia en la arena política, en respuesta -claro está- a la separación que me he empeñado en analizar. A continuación voy a reunir dos fragmentos del relato de Palechor, en el primero identifico la crítica a la falta de visión política del intelectual occidental y, en el segundo caso, quiero hacer notar como existe un proceder político que es elevado a condición sine qua non de una identidad indígena forjada en un proceso político-histórico o auténticamente intercultural. Digo que es auténticamente intercultural en la medida en que supone, como afirma de De La Cadena (2004), un tipo de relación social que viabiliza la producción de una comunidad política, y suele tornarse prácticamente una ontología. El primer fragmento al que me refiero es el siguiente:
- Como estuve en el Concejo, allí aprendí muchas cosas, que de toda la tramposería de los politiqueros y de la política del Frente Nacional. Toda esa vaina me hizo seguir hablando, aunque en principio, los intelectuales y alguna clase fanática principiaban a burlarse (...) Entonces quiere decir que esa gente intelectual también, es decir, algunos intelectuales carecen de capacidad política, porque uno a pesar de ser ignorante, cómo se va a estar entregando de patas y manos a un político de esos, sabiendo que esa es la forma de engañar a la gente ...] (Jimeno, 2006: 140, 186).
Y en el segundo apartado, que inclusive cierra el relato de Palechor, aparece:
- De mí mismo creo que soy una persona que primero pienso. Veo primero dónde está el daño y dónde la componenda. Después habló y me siento que cumplo el liderazgo de enseñar. Soy pasajero y el mundo sigue caminando. Pero hay que dar buena orientación, para no andar para atrás. Si me hubieran enseñado algo, hubiera podido hacer más. Por eso reclamo al gobierno; esa es la rabia de Palechor [...]» (Jimeno, 2006: 192).
Para Rappaport (2008)13, la trayectoria del CRIC debe entenderse como el cruzamiento de formas interpersonales de hacer política y el legado intercultural -e interétnico- de un proceso histórico de larga duración. Para mí, el pacto social que respalda el movimiento indígena del Cauca -con todas las diferencias y divisiones «internas»- tiene que ver con una visión de mundo en la cual no se hace una distinción entre política e historia. Identidades sociales de frontera van siendo modeladas en el marco de dicho pacto social que busca la reproducción de una comunidad política, como podríamos hablar desde el marco que nos proporciona la interculturalidad. En este sentido, retomo las palabras de Bartolomé (2006) cuando afirma que la comunicación intercultural no sólo depende de una disposición para el diálogo de la parte estatal, sino que está más relacionada con la capacidad de los movimientos indígenas de asumir y defender posicionamientos que supongan una cuota de poder adicional. De ahí que el llamado de atención de Palechor a los intelectuales me parezca más que pertinente.
Volviendo con los dos aspectos apuntados por Chakrabarty (2001) en relación con ciertas actitudes nacionalistas, considero importante mostrar algunas de las actuales articulaciones político-históricas entre los nasa. No voy a entrar en la discusión de categorías analíticas que, sin embargo, parecen tener una clara correlación con categorías nativas, según mi lectura del trabajo realizado por Rappaport (2005). De acuerdo con esta autora, existen entre los nasa activistas locales («nasa que piensan como nasa»), activistas regionales («aquellos que se mueven como nasa») y «nasa que viven activamente como nasa».
Como ya fue insinuado a lo largo del texto, la autonomía del cabildo puede ser vista como evidencia de la existencia de una continuidad político-histórica; de hecho, es una de las peticiones incluida en el manuscrito del propio Quintín Lame, como señalé párrafos atrás. Pues bien, para el caso de los activistas regionales, aquellos que se «mueven como nasa» y que se caracterizan por estar distantes del cabildo local, parece confirmarse la efectividad de dicha continuidad. De ahí su denominación y su encuadramiento, por parte de «los nasa que piensan como nasa» en una frontera externa, aunque localizada dentro de los límites internos de las redes sociales nasa.
Lo que me parece más interesante es que la autora muestra que los activistas locales privilegian el componente político sobre el pedagógico, yo diría el aspecto performativo por encima del pedagógico en términos de la explicación de Chakrabarty (2000) que traje a colación páginas atrás. Entre tanto, los discursos de los activistas regionales tienen un carácter más tecnocrático y es con ese sesgo que son analizados los contenidos pedagógicos y las metodologías de enseñanza. Me pregunto hasta qué punto este tipo de divergencias internas no tiene que ver, justamente, con la forma como es concebida la comunidad política en la actualidad? Será que allí se encuentran algunas de las posibles fracturas del proyecto intercultural? Rappaport (2005) muestra que los activistas de frontera, generalmente profesores que pasaron por un proceso de profesionalización, tienden a considerarse y actuar como sujetos nacionales; esto como resultado de una segunda fase del proyecto educativo en la región -a partir de los años 80- cuando la etnoeducación se tornó un asunto nacional, de carácter oficial, para los diferentes grupos étnicos del país. La educación, ese polo pedagógico que para Palechor tenía sentido a partir de una postura política y performativa -es decir una postura que no enfatiza en un encuadramiento historicista del discurso- en la actualidad tiende a aislarse, en gran medida, por una internalización menos crítica del discurso pedagógico. De nuevo, me pregunto si será que estamos ante una nueva incursión de postulados epistemológicos y separaciones ontológicas hegemónicas ¿Por qué la primera fase del proyecto educativo -en los 60 y 70- estaba fundamentada en la apropiación crítica de los métodos pedagógicos y el propio movimiento educativo era resultado de una organización política? ¿Por qué, entonces, se fue tornando más radical la separación entre objetivos políticos y estrategias pedagógicas? Es claro que no espero resolver ninguna de estas cuestiones. Mi idea tampoco es que al plantear este tipo de interrogantes en relación con las estructuraciones locales-nacionales y supra-nacionales de un proyecto, que yo misma he considerado intercultural, ellas parezcan fallidas. Es por esta razón que decidí terminar este ensayo reafirmando la centralidad de la «relación intercultural» -como diría De La Cadena (2004)- y considero que en el caso nasa, específicamente, ésta puede ser encontrada en los diálogos, acuerdos y prácticas en torno a la categoría de «lo propio». Según Rappaport (2005), «lo propio» implica la transformación de la cosmovisión en vivencia por la vía de la experiencia educativa, como un paso posterior -diría yo- a la aceptación de la posibilidad de transformación de los componentes culturales. Dichas transformaciones, en muchos casos, son reafirmadas por subjetividades de frontera... como lo fueron, y continúan siendo en el seno de una comunidad político-histórica, las de Manuel Quintín Lame y Juan Gregorio Palechor.
Pie de página
3 Ribeiro (2005) considera que la antropología es una cosmopolítica sobre la alteridad de origen occidental. De ahí que afirme que su validad depende de la consagración por parte de una comunidad de argumentación que es una comunidad cosmopolita. Este último concepto está relacionado con un intento por superar la «ignorancia simétrica» que, a su vez, se manifiesta en dos fenómenos, a saber: (1) el provincianismo metropolitano que sería la ignorancia que los centros hegemónicos tienen de la producción de los no hegemónicos, y (2) el cosmopolitismo provinciano que puede ser definido como la importancia asignada al conocimiento de la producción de los centros hegemónicos por parte de los no hegemónicos, lo cual puede derivar, entre otras cosas, en un desconocimiento de otras producciones internas o de aquellas provenientes de otros centros no hegemónicos.4 La presencia diferencial del Estado se puede definir como la combinación de un estilo burocrático, impersonal y tecnocrático de administración pública con prácticas que expresan los poderes regionales y las relaciones asimétricas de lealtad y poder de las clientelas tradicionales. Lo anterior se suma a la lucha por el control del territorio de áreas no integradas a la nación, en las cuales no se han consolidado formas internas de regulación, y al control por parte de algún actor armado que no tiene un carácter permanente (González et al., 2002).
5 También pueden ser conocidos como terrazgueros. Son los desposeídos de tierras que deben pagar un terrazgo de arrendamiento de un pedazo de tierra a un propietario, generalmente latifundista. En algunos casos, se cobra terrazgo para trabajar en las tierras de la propia hacienda.
6 Veamos el comentario de Juan Gregorio Palechor al respecto: « (...) pero también lo que vi [en el ejército] me sirvió mucho y todavía me está sirviendo, pues adquirí el conocimiento de que había clases, es decir, que el país como era Colombia, estaba compuesto de varias clases sociales; que lo componía la clase media, la clase más alta y que la clase más alta era la poderosa y digamos que no estaba de acuerdo porque la misma crianza de mi papá me decía que todos debíamos tener derecho como personas a las cosas» (Jimeno, 2006: 127).
7 Diego Castrillón. 1973. El Indio Quintín Lame. Bogotá: Tercer Mundo Editores.
8 Este comentario fue inspirado por el siguiente pasaje de un diario de campo de Alcida Ramos, citado por ella misma: «A semente do estranhamento pode ser plantada por missionários e outros agentes de mudança, mas o antropólogo, estranhador por excelência, em seu afã de descortinar o implícito, não está excluído desse processo, perguntando o imperguntável, duvidando do que é tido como certo. Ao se destacar daqueles agentes de mudança, o etnógrafo projeta uma maneira de 'ser branco' que não tem precedente nem nexo para os indígenas. O próprio respeito e emulação que demonstra pelos costumes passam a ser fonte de questionamento para seus anfitriões» (Ramos, 2007: 18).
9 Nacido en Tierradentro (Cauca) antes de 1893 -aproximadamente-. Participó en la Guerra de los Mil Días y fue secretario de Lame; juntos fueron arrestados en 1917 después de hechos marcantes como la masacre de indígenas nasa ocurrida en Inzá (Cauca) en 1916 (Rappaport, 2000).
10 No obstante esta afirmación, considero que la autora se embarca en un esfuerzo infructuoso al buscar encontrar una secuencia simétrica en las narrativas de Niquinás, especialmente. Con ello, dice pretender mostrar que existe una historia central cuyas variaciones son solamente episódicas. De ahí también su insistencia en querer analizar «la estructura del pensamiento histórico nasa». Es claro que mi crítica remite a un texto escrito hace ya casi dos décadas pero que es central para desarrollar mi argumento. Más adelante, incluiré elementos de elaboraciones más recientes (Rappaport, 2005) que incorporan el concepto de interculturalidad.
11 En este punto concuerdo con Rappaport (2000 ) cuando afirma que una característica en común de los intelectuales indígenas del Cauca es la selección de los medios políticos para la expresión de concepciones históricas, aunque todos coinciden en el resguardo como punto de partida. En el siglo XVIII, el resguardo se consolidó como el medio para establecer límites fronterizos en el marco de la ideología expansionista del momento; en el XIX, se constituyó en la piedra angular de la creación de una unidad militar y, en el siglo XX terminó siendo el componente fundamental de un cabildo pan-indígena.
12 El macizo colombiano ha tenido una historia de contacto desde el siglo XVII; cuando la población disminuyó en el siglo XVII, los sobrevivientes de la población pre-hispánica fueron juntados otros indígenas, provenientes de otras provincias que la administración colonial reubicó (Jimeno, 2006).
13 Entrevista realizada por el doctorando en Política Internacional y Resolución de Conflictos Miguel Barreto de Sousa Henriques (Faculdade de Economia, Universidade de Coimbra-Portugal) durante el primer semestre de 2008 y cedida para fines de este artículo.
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