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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.67 Bogotá Jan./June 2009

 

PRESENTACIÓN: EL ESTUDIO DE LA VIOLENCIA MÁS ALLÁ DEL ESPECTÁCULO DE LA SANGRE

PRESENTATION: STUDYING VIOLENCE BEYOND THE BLOODY SPECTACLE MARCO JULIÁN MARTÍNEZ

APRESENTAÇÃO: O ESTUDO DA VIOLÊNCIA ALÉM DO ESPETÁCULO DO SANGUE


Marco Julián Martínez
Carlos José Suárez
Antropólogos
Centro de Estudios Sociales
Universidad Nacional de Colombia


En este número 67 de la Revista de Antropología y Sociología Universitas Humanística se continúa la exploración del horizonte en las investigaciones sociales que analizan de manera crítica fenómenos de violencia relevantes en diversos contextos de la sociedad. Los artículos que se presentan conducen a una reflexión que invita a superar posiciones maniqueas, para preguntarse sobre la fenomenología de aquellas acciones que se salen de la razón, el orden y las explicaciones políticamente correctas, complejizando la realidad para entender los juegos de poder que igualmente la configuran.

Una posición crítica en la investigación social hace de la violencia un concepto muchas veces difícil de aprehender, analizar e interpretar, pues para entender sus manifestaciones debe recurrirse a las motivaciones, expectativas, sentimientos e historicidad de las agencias involucradas en los conflictos. Por supuesto, esta posición puede llegar a ser incómoda para sectores sociales que consideran que su razón es legítima, justa y benéfica, llegando incluso a calificar estas propuesta analíticas como excesivamente relativistas, subversivas o irracionales, lo cual impediría tener o respaldar horizontes encaminados a la integración social alrededor de una u otra teoría política. Por el contrario, consideramos que los estudios sociales que buscan entender el marco de referencia y de normalidad desde el cual las personas, instituciones y diversas agencias sociales actúan, tienen una preocupación por cambiar órdenes que deshumanizan, procurando dar pistas para garantizar la dignidad de las personas.

Sobre este punto, el Padre Germán Guzmán Campos, coautor del clásico texto La Violencia en Colombia: Estudio de un Proceso Social, junto con Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna (1962), entre las razones que lo llevaron a participar en la Comisión Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Violencia en el Territorio Nacional de 1958, menciona lo siguiente:

    [...] la violencia no debe indagarse solamente en las salas de los gerentes ni en el despacho de los gobernadores, ni en las cuentas bancarias. La violencia está en las diversas esferas y también en los campos. Hay violentos en las ciudades y los montes. Partamos de una verdad aparentemente trivial: para cazar tigres es necesario ir adonde haya tigres. Si queremos investigar y frenar la violencia, vamos adonde están los violentos y hablemos con ellos donde sea (Guzmán, 1991: 47).

Estudios socioculturales, violencia y nación

Precisamente el libro resultante de la Comisión de 1958 marcó un hito en cuanto a publicaciones porque fue el primer intento de una comisión que buscaba la verdad en el país, describiendo lo acontecido y reconociendo la responsabilidad de los sectores y actores que participaban en el conflicto. Así, los autores describieron la participación de las elites dominantes, los campesinos, la policía y fuerzas armadas, las autoridades eclesiásticas, entre otros, en la generación y reproducción del conflicto. Igualmente, este libro fue la primera propuesta de análisis diacrónico y regional del fenómeno de la llamada Violencia en la recién nacida Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia. De esta manera, afirma la antropóloga Catalina Villamil (2007), La Violencia en Colombia se inscribe en la constitución de un discurso nacional enmarcado en un espacio académico y apoyado por la validez científica.

Para finales de la década de 1980 el gobierno nacional convocó una Comisión de estudios sobre la violencia que integró a académicos con el fin de describir y analizar fenómenos de violencia y las posibilidades para «frenar su inquietante avance» en el país1. El informe de esta Comisión resalta los cambios estructurales en la configuración de la violencia política, señalando la importancia analítica y política de otras modalidades de violencia: sociopolítica, sociocultural y sobre los territorios (las cuales se reproducen a través de la familia, la escuela y los medios de comunicación), que hacían más difícil una salida pacífica al conflicto del país. Los investigadores de la comisión consideraron que los últimos gobiernos nacionales habían prestado demasiada atención a la violencia política y al narcotráfico, subvalorando otras modalidades de violencia que generaban más víctimas y afectaban de manera más cercana el diario vivir de los colombianos. Ya en este momento, la Comisión convocaba a la integración de la sociedad nacional en la democratización de las relaciones sociales y a la defensa de los derechos humanos, entendiendo la complejidad de la dinámica de la violencia (Comisión de estudios sobre la violencia, 1989).

Tras la Constitución Política de 1991, donde se reconoce igualmente el carácter diverso de la sociedad nacional, el interés por develar la complejidad en la configuración de la violencia hace que los estudios sociales aborden aspectos cada vez más contextuales de la realidad vivida por personas y agrupaciones en las diferentes regiones del país, sobrepasando el énfasis que hasta el momento parecían obvios, como la ausencia institucional o la lucha de clases (Arocha et al., 1998). La descripción y análisis cultural cobra una importante relevancia en la producción antropológica alrededor de los discursos, prácticas, simbolismos, estructuras, sensibilidades, representaciones y relaciones que configuran los contextos -históricos y contemporáneos- de la violencia política, familiar, hacia las mujeres, regional, urbana, étnica, juvenil, etc.

Antropología y compromiso social

De manera particular para la antropología, la violencia y el conflicto no han sido temas nuevos; no obstante, en los últimos veinte años los estudios antropológicos en Colombia muestran cómo la violencia es vivida e interpretada desde marcos culturales que legitiman las acciones de las agencias involucradas en conflictos, matanzas, peleas, robos, tomas, formas de corrección entre otras situaciones. De este modo, antropólogos y antropólogas construimos horizontes de interpretación histórica y cultural del diario vivir de personas y comunidades comunes. Además, contribuimos a la construcción de narrativas que asignan coherencia y sentido a las experiencias traumáticas, teniendo en cuenta el testimonio de las víctimas, los discursos de las instituciones nacionales e internacionales que circulan a través de los medios de comunicación y la academia (Ortega, 2008).

Al tiempo que contribuimos a construir el discurso nacional sobre la violencia, también somos críticos a su establecimiento como historia política hegemónica que explica el conflicto y la violencia en el país desde la confrontación entre el Estado y la insurgencia, la cual se manifiesta con distinta intensidad y mecanismos en todos los niveles de la sociedad nacional. En este sentido Elsa Blair, Marisol Grisales y Ana María Muñoz en su artículo «Conflictividades Urbanas vs. "Guerra" Urbana: otra "clave" para leer el conflicto en Medellín» proponen interpretar el conflicto urbano en Medellín de acuerdo a factores locales, con una historicidad propia, que imprimen la dinámica y las relaciones entre los actores armados de una comuna en Medellín. Las autoras describen los diferentes momentos de ingreso de actores armados, ligados a la economía ilegal del narcotráfico y el paramilitarismo, sus interacciones con los actores locales y con la misma ciudad. Además, ahondan en la reconstrucción del territorio desde la perspectiva de las víctimas de las masacres, considerando aspectos significativos para los residentes de los barrios analizados, los cuales otorgan múltiples acentos a la representación de actores armados así como los vínculos generados entre ellos.

Por otro lado, investigar en un país «signado por la violencia» implica que estamos inmersos en un contexto donde investigadores y sujetos de estudio hacemos parte de la misma sociedad, donde las diferencias socioculturales nos ofrecen el suficiente extrañamiento para estudiar diferencias e historicidades, aunque para el resto del conjunto nacional no sean más que expresiones folclóricas que explican y naturalizan la violencia. Ante esta situación, el investigador no puede llamarse totalmente nativo, mas tampoco es un perfecto extraño. El trabajo constante y metódico del etnógrafo, ya se sabe, puede llegar a superar la empatía, el rapport, cuestión que es explorada en el artículo de Nicolás Espinosa, «Etnografía de la violencia en la vida diaria. Aspectos metodológicos de un estudio de caso».

Espinosa describe las condiciones de vida de los campesinos de la Serranía de la Macarena, quienes, además del temor constante, han adoptado estrategias y gramáticas sociales para poder superar esta situación. Códigos al hablar, silencios forzados dentro de las conversaciones, y de nuevo, la rutinización de la violencia como algo normal, son las formas de evitar problemas con los actores armados de la región. Este cuadro es el contexto donde el autor destaca que el compartir la vida diaria es diferente en medio del conflicto, la armonía que rompía el etnógrafo clásico con su irrupción a la aldea del nativo ahora se ha transformado en la convivencia con el coterráneo. La posición política que adopta el antropólogo no es la del inspector de colonias, ya que se supone que un lazo más estrecho nos debe unir como conciudadanos. Se tienden entonces lazos emocionales intensos entre el investigador y su sujeto de estudio, que giran alrededor de una asociación en medio del miedo a la muerte.

Esta preocupación por interpretar a la violencia y muchas veces vivir en medio de ella denota la relación de compromiso entre la producción teórica de la antropología del país y las sociedades participantes en las investigaciones. De acuerdo con Myriam Jimeno, «la vecindad sociopolítica entre los sujetos de estudio y los antropólogos se ha traducido en una producción teórica con una vocación crítica, pues busca dar cuenta de la presencia perturbadora de Otros» (Jimeno, 2005: 46). Con ello se busca, además de comprender al Otro, contribuir a la construcción de nación y ciudadanía (Jimeno, 2005). Los trabajos antropológicos sobre violencia tienen entonces una responsabilidad ética de suma importancia ante el conflicto y la violencia.

La relación entre los ciudadanos y el Estado es de gran importancia para la investigación antropológica de los últimos años, pues sirve para revertir el conocimiento generado en recomendaciones y procesos de intervención que buscan garantizar el deber del Estado como garante de derechos. Para referencia, en una investigación sobre sexualidad en jóvenes de la calle en siete ciudades de Colombia (Barrios et al., 2006) se mostró cómo no era suficiente la acción medicalizada del Estado para controlar a esta población indomable y problemática para las políticas sociales de salud sexual, control de la familia y establecimiento de la paz. Ante todo, se determinó la alta incidencia de la violencia intrafamiliar para el abandono de los hogares, así como episodios de drogadicción en estos jóvenes, que desatan eventos criminales. Con ellos se llegó a recomendar a instituciones del sistema de bienestar familiar que la apuesta no es el confinamiento de lo abyecto, sino el desarrollo de herramientas para la transformación de los contextos de violencia que expulsaban a estos jóvenes. Así, se buscaba articular las acciones estatales con el trabajo en comunidad, alejándose de la medicalización centrada en el paciente, el doliente o el vulnerable.

Desde la perspectiva de la antropología médica, César Abadía y Diana Oviedo (2008, 2009) hacen una crítica del sistema de salud colombiano, cuyas acciones transitan desde la absoluta negligencia hasta la «tortura» psicológica. A través del estudio de la vivencia de la enfermedad y los itinerarios de las personas a través de la burocracia estatal, donde se establece la relación entre agencia y estructura, se devela un andamiaje estatal que se expresa en violencia por el sistema de salud colombiano regido por el mercado. Abadía y Oviedo señalan cómo el sistema legal colombiano niega la atención, propiciando el abandono hacia los pacientes más pobres que deben, en casos de vida o muerte, exigir de manera rotunda su derecho a la salud. Lo anterior no hace más que prolongar el sufrimiento.

Violencia legítima y democratización

El deseo por entender el orden social para procurar la dignidad de las personas y grupos partícipes en las investigaciones sobre violencia ha llevado a la crítica del estado moderno como ideal de organización social pacifista. El énfasis analítico se centra en los procesos de democratización y transformación del régimen político, los cuales han sido acompañados por un aumento en los índices de criminalidad, el conflicto armado, el desorden social y la injusticia, como sucede en Sudáfrica, Brasil, Venezuela y Colombia. De manera implícita, se cuestiona el uso de la violencia «legítima» por parte del Estado, como la mejor manera de regular poblaciones dentro del territorio, y las posiciones morales donde las acciones de los estados son necesariamente buenas.

Desde la historiografía, el norteamericano Charles Tilly (1985) al analizar la genealogía de los modernos estados europeos, particularmente Francia e Inglaterra, muestra las poderosas relaciones entre la violencia, el control de los territorios y la capacidad de extracción de riquezas en la edificación de estas naciones, desde las monarquías absolutistas de los siglos XV y XVI. Para este autor la capacidad de los señores para mantener los medios de producción y de esta manera preservar un ejército de reserva constante, y asimismo la capacidad del señor para administrar la seguridad en las rutas de mercados, garantizaba la dominación violenta y coactiva de sus enemigos. Lo anterior concuerda con lo dicho años más tarde por Jean y John Comaroff (2004), quienes consideran que la violencia es una operación lícita para lograr el estado de derecho y mantener el mercado.

Por su parte, el trabajo de Iris Marion Young (2000) sobre la justicia se centra principalmente en el análisis de los conceptos de opresión y dominación en la sociedad actual, tomando el caso particular de las luchas y reclamos de los movimientos sociales en los Estados Unidos. La opresión como relación entre grupos, cuenta para esta autora con cinco aspectos centrales: explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y violencia. Esta última la define como «una práctica social, un hecho social reconocido que todos saben que sucede y que volverá a suceder» (Young, 2000: 108), mencionando que la tolerancia de la violencia es el paso a su legitimación, como la herramienta coercitiva de los gobernantes para mantener su poder.

A esta se le suma la concepción de Catherine Lutz y Donald Nonini (2005) sobre las relaciones entre las formas de violencia y las de la política económica, particularmente como importantes elementos de análisis de las investigaciones antropológicas. Ellos no ven a la violencia como un fenómeno aislado de los procesos económicos, sino como una narrativa con fuerza institucional. Al hacer una definición de violencia, esta

    tiene formas legitimas e ilegitimas (guerra y terrorismo), patrocinadas por el estado e individuales (pena de muerte o asesinato), física o simbólica (golpes a la esposa o humillación de clase), y la antropología tiene una larga historia de detallada atención en alguna de ellas (Lutz y Nonini, 2005: 74).

El proceso de democratización está acompañado de la instauración del miedo y la institucionalización de la seguridad; también de la complicidad entre actores legales y e ilegales, quienes se necesitan para mantener el orden del Estado. Lo anterior remite al estudio de las culturas políticas en relación a su uso de la violencia como forma de gobierno. Achilles Mbembe (2004) analiza la concomitancia entre la democratización y la informalización de la economía y las estructuras del estado en Sudáfrica después del régimen del Apartheid. Existe para el autor desde el inicio de este proceso una escasez de las condiciones materiales necesarias para que el Estado ejerza plenamente su poder coercitivo. Adicionalmente señala una excesiva privatización de los agentes estatales que amenaza la solvencia del erario. La diferenciación de los ejércitos y su pauperización es fuente de desorden público en muchos países, señala Mbembe. Dentro de estas condiciones, la tropa tiene además la capacidad de requisar ilegalmente y realizar incursiones para la confiscación y usurpación de pertenencias a los civiles. El militarismo que se presenta como cultura política, separa cada vez más al Estado de la sociedad. Así, el poder es infinitamente más brutal que durante los períodos autoritarios. La guerra se configura como única forma de gobernabilidad, mediante discursos que la legitiman, fundados en la manipulación violenta de las utopías, donde la guerra aparece como una enorme terapia litúrgica.

El contexto para el análisis de Rosalind Morris (2004) es una zona minera de Suráfrica donde existen tensiones de poder que se revelan sobre los cuerpos. Para este caso la violencia sexual es vista como el corazón de la crisis criminal y es leída como la falla en la conformación de la esfera pública y de la restauración de instituciones dañadas como la familia. Pero además la violencia sexual es reconocida como un modo de violencia política y como la falla del establecimiento del Estado de derecho. En este marco, las relaciones entre la ley y la violencia, el deseo y el lenguaje se reescriben. Sin embargo, es la violencia sexual que se da en el ámbito doméstico la que se criminaliza en el discurso. La casa, afirma Morris, aparece así como el lugar imaginario donde la violencia sexual se normaliza y criminaliza. Cuando esta violencia es perpetrada contra niños y ancianos, aparece un llamado al Estado para que se restablezca la función del hogar, pues se reconoce que la familia es incapaz de contenerla. La violencia sexual consigue así su máximo poder comunicativo dentro de la violencia misma, superando su pretensión de mimesis de la guerra.

Para Jean y John Comaroff (2004) la ficción criminal conjura una moral compartida y personifica una existencia que va más allá de la ley y que es al mismo tiempo imponente y sublime: los grandes criminales, dicen los autores parafraseando a Benjamin, inspiran una secreta admiración en el público. La figura del gran criminal parece tener funciones similares en varios lugares, sirviendo de base sobre la que una metafísica del orden, de la nación como una comunidad moral resguardada por el estado, puede ser celebrada y aun demandada. La violencia se convierte así en algo sumamente productivo, en tanto son los crímenes más llamativos públicamente, pues usurpa la representación, revela los límites del Estado y justifica el monopolio del mismo sobre los medios de coerción.

Poder, violencia y gobierno

Acerca de las relaciones entre la legitimación y la espectacularización de la violencia, Leon Litwack (2004) nos ofrece el ejemplo de los linchamientos a negros en Estados Unidos, que se dieron principalmente entre 1880 hasta 1960 en los estados sureños. A pesar de ser condenas sumarias y extrajudiciales, estas ejecuciones se llevaban a cabo como una escena familiar, donde se convocaba a las personas de diferentes condados mediante anuncios de prensa. Incluso, el autor anota la banalización de este fenómeno cuando los padres compraban a sus hijos los recuerdos del linchamiento: cenizas, dedos, ropa del condenado. La longitud de la tortura servía en este caso sólo para la complacencia de la multitud voyerista. Tales actos, como marcas, estaban inscritas en la dualidad propia del negro: por un lado debía ser dócil mientras fuera esclavo, pero ya liberto, se convertía en una amenaza al orden al ser vistos por los blancos como salvajes y lujuriosos.

Otro estudio de segregación y sometimiento, pero en una escala distinta es el expuesto por Liisa Malkki (2004) al exponer el simbolismo en los actos violentos de los tutsi contra los hutu. Los primeros, los perpetradores, son elegantes y perezosos, altos y erguidos, quienes desprecian a los hutu, bajos y torpes, mal hablados y narizones. En los actos violentos, se busca simbólicamente introducir el cuerpo del estirado tutsi dentro del rechoncho hutu: el empalamiento con una vara de bambú, con referencias sexuales, es la tortura más común para los hombres, feminizados con esta violación. Las mujeres embarazadas son obligadas a devorar sus fetos en un acto de autofagia que niega la vida. Para 1995, tras el genocidio y el desplazamiento forzado, los tutsi seguían siendo considerados los forasteros, quienes rompían la armonía de Burundí.

De otro lado, la investigadora costarricense María del Carmen Araya nos presenta otra forma de espectacularización de la violencia, más sutil, pero no menos efectiva: la utilización del miedo como política. En su artículo «El miedo asecha y el consumo seduce. Dos caras del modelo psicológico dominante en tiempos de globalización», incluido en esta publicación, Araya analiza la instauración del miedo a través de los medios de comunicación de Costa Rica para imponer sensaciones de terror, nerviosismo e inseguridad de una sociedad otrora ejemplo de paz para el resto de América Latina. Esta conformación de una cultura del miedo es una forma de gobierno para presionar la integración social alrededor de la conveniencia de firmar un tratado de libre comercio para el país, el cual es visto por algunos sectores sociales del país como una nociva arma de dominación. De este modo, considera que la intención del Estado es la de mantener estos pánicos morales como marcadores de las conductas que pueden ser reprochables para la sociedad, marcando así un límite para los parias urbanos en la ciudad.

Para el caso colombiano Juliana Molina analiza el fenómeno del desplazamiento forzado como noticia circulante en los diarios del país, cuya complejidad social es fragmentada, espectacularizada y homogenizada, impidiendo que la sociedad nacional se integre alrededor del sufrimiento y reconozca la singularidad de los diversos eventos de destierro en el país. En el artículo «La representación social del fenómeno del desplazamiento forzado en la prensa colombiana», la autora analiza la representación de víctimas y agresores y plantea la discusión sobre la responsabilidad social de los medios de comunicación en la configuración de este fenómeno. Además menciona que a la persona desplazada se le excluye en la construcción del discurso de representación de ella misma, considerando que sólo la prensa escrita tiene el poder discursivo de ordenar, regular y controlar el discurso en la escala nacional. De este modo el sujeto es convertido en objeto, lo cual termina siendo poco significativo para movilizar a la sociedad a favor de la protección de las personas desplazadas.

El estudio del miedo, las estrategias de terror y la deshumanización por distintos actores sociales, tienen en cuenta las emociones y sensaciones que envuelven la teatralidad del momento disruptivo y sus huellas en la memoria, resaltando el drama humano y los testimonios. Helka Quevedo (2008), tras sus investigaciones forenses al servicio del sistema judicial colombiano, expone claramente un ejemplo de esta situación por medio de las «escuelas de la muerte» en Colombia: lugares de entrenamiento de guerreros en donde se prueba la fidelidad al grupo armado con el asesinato sedicioso de familiares o vecinos para establecer la ley en regiones del país por fuera del orden civil. Diana Taylor (1997) describe la feminización que requiere el cuerpo de hombres torturados durante el régimen militar en Argentina. Mediante un performance ejecutado por el Estado, que representa el padre ordenador, éste toma posesión del cuerpo descarriado de la nación y, por medio de la tortura y la muerte, le devuelve la gloria del pasado a una sociedad que no puede existir sin vigilancia. Detrás de toda esta teatralidad se banaliza la crueldad de la violencia y de los actos del Estado.

Por otro lado, Elsa Blair (2005) menciona que el exceso y la teatralidad en las masacres en los jóvenes sicarios de Medellín y en las innumerables masacres ocurridas en Colombia. De igual manera Góngora y Suárez (2008) explican los modus operandi de diversas bandas de delincuentes del centro de Bogotá, quienes marcan los cuerpos de sus enemigos muertos. Las Pirañas, una antigua banda, enterraba radios de motocicletas con puntas en el corazón de sus víctimas para que sea reconocido sin lugar a dudas el perpetrador. Los policias rematan a quienes traspasan los límites de la moralidad, por ejemplo, maniatando a los niños de la calle, asfixiándolos con boxer y luego disparando en estómago y cabeza, imponiendo marcas territoriales a los comportamientos no aceptados dentro de la sociedad cuando ubican estos cuerpos en lugares específicos de la ciudad.

Al respecto, las descripciones que hizo María Victoria Uribe en el año 2008 durante la serie de conferencias Las fuentes del Mal2 sobre la década siguiente al Bogotazo, no dejaron de impregnar con un escalofrío a los oyentes: el miedo y el dolor gestados desde el nacimiento, cuando las madres cortaban los cordones umbilicales con culos de botella, el horroroso sonido del cuerno de venado anunciando la llegada de la chusma liberal, dispuesta a matar y quemar y la motosierra que ya en esos años se usaba como indispensable elemento de tortura. En fin, ya la policía encarnaba lo más salvaje y lo más miserable para los testigos de esos días. Indefectiblemente, aparece de nuevo la asociación entre los desmanes de las instituciones del Estado con el mal. Sin embargo, los actos de esos años, tan presentes ahora, fueron cubiertospor un manto de oscuridad para las personas que los viveron.

Las políticas de lo correcto y los nuevos criminales

En el proceso de instauración del miedo y el terror que acompaña los procesos de democratización devienen nuevos actores sociales que resultan potencialmente peligrosos para la instauración de un nuevo orden ciudadano, en contraposición a órdenes sociojurídicos considerados tradicionales, históricos, patriarcales o locales, entre otras denominaciones. Entonces, actores institucionales, representantes de la ley, el orden o el Estado, identifican y estigmatizan sujetos que ven cuestionadas sus creencias, forma de vida y autoridad, considerándolos obstáculos para consolidar la utopía humanista y democrática. El abordaje etnográfico de esta relación entre ley y orden ha permitido entender la distancia de la norma como ideal y como práctica cotidiana, así como entre el discurso de los derechos y su puesta en acción (Jimeno et al., 2007); también el andamiaje cultural de sistemas jurídicos que se encuentran en el ejercicio de la ciudadanía, en el encuentro entre la burocracia estatal y las comunidades por fuera de la democracia (Martínez, 2003, 2007).

Dentro de ciertas concepciones sociales, la violencia y la maldad se encarnan en ciertos tipos de comportamientos y sectores sociales, estudiados por Teresa Caldeira (1996) en el Brasil. Ella menciona que la representación del delincuente es principalmente la del «hombre joven y pobre», que además es promiscuo, consumidor de drogas y vive en las villas de miseria en la periferia de la ciudad. Dentro de la sociedad brasilera el aumento de la delincuencia se encuentra asociado con la debilidad de la autoridad, ya sea en la familia, el colegio, la policía, la Iglesia o el sistema de justicia estatal. Se establece así que existe un contagio del mal, que no es una metáfora sino una explicación social que justifica la violencia del Estado: el mal se propaga hacia los más débiles, como una enfermedad, es decir a estos jóvenes pobres, con la mente confundida debido a las drogas. Este mal, sin embargo, ya instalado en el individuo no puede ser expurgado, y por eso la única solución es la muerte.

Para México, Susana Reguillo (2000) muestra cómo el miedo es una construcción social que parte del paradigma actual del riesgo y la fragilidad constante, categorías utilizadas en el discurso oficial para caracterizar y controlar poblaciones vulnerables. Este miedo construido está representado en la sociedad mejicana de finales de siglo por tres figuras paradigmáticas para la gente del común. En primer término el narcotraficante, cuyos atributos son la violencia, la ilegalidad y la contaminación, corruptor absoluto del orden social. Al militar le corresponde la imagen bondadosa, quien protege y salva al país en medio de la incertidumbre. Finalmente aparecen dos figuras de la abyección: los homosexuales y los indigentes; sus atributos se relacionan directamente con los «vicios»: corrupción, engaño, trasgresión, depravación, egoísmo, inconformismo y amoralidad. La única solución para estos últimos resulta clara: la aniquilación, desaparecerlos, confinarlos o matarlos. El miedo, dice ella, «se libera de su vergüenza y parece constituirse en la única emoción capaz de acercar la salvación» (Reguillo, 2000: 187).

Otros trabajos se centran la posición de quien es estigmatizado como criminal, aquel sujeto responsable de la inestabilidad social, donde se resalta la posición en el contexto social de los sujetos y la valoración de su subjetividad para entender los conflictos y su relación con el orden socialmente legitimado por la ley. En su trabajo de campo, Philippe Bourgois (2003) desciende al Hades de los vendedores de droga portorriqueños en Nueva York, donde presencia violaciones y oye oscuras historias de muertos. Afirma que estos expendedores pretenden la imposición de una modelo de masculinidad, la autocracia perdida de los abuelos, que se expresa tanto en sus hogares como en la vida pública. Lo anterior Bourgois lo relaciona con una cultura de la calle «ilegal» dominada por la zozobra y el miedo, que se resiste a la explotación económica y de la denigración cultural.

En este último enfoque Javier Pineda y Francisco Quiroz nos ofrecen en este volumen su artículo «Subjetividad, identidad y violencia: masculinidades encrucijadas». En él los autores describen el discurso de los perpetradores de la violencia intrafamiliar en Bogotá y analizan elementos de la subjetividad e identidad masculina a partir de entrevistas a hombres de estratos medios y bajos que fueron denunciados por sus parejas ante Comisarías de Familia en Bogotá. De este modo tenemos oportunidad de entender tensiones entre las prácticas cotidianas de representación de sí con las codificaciones sociales y culturales que los inscribe comos sujetos activos de violación de derechos. Además, nos permite entender las justificaciones y «tácticas argumentativas» para justificar su uso de la violencia, al igual que el tono exculpatorio sus discursos, en donde se condensan tanto la «simplicidad del crimen [como] la complejidad de la trama social en la cual acontece» (Jimeno, 2003a: 110).

Por otro lado, el trabajo de Norma Castillo en el artículo «¿Por qué razones distintas a la filiación política nos matábamos los colombianos en los años 50?» nos presenta la identificación de los contenidos culturales del código del honor aceptados como causa del homicidio entre parejas, los cuales fueron asumidos por el sistema judicial colombiano de la época de La Violencia como argumento para la rebaja de penas del victimario. A través del análisis del discurso de las noticias del semanario Sucesos entre 1956 y 1962, la autora argumenta que las creencias y los valores relacionados la norma de género es el sustrato que legitima dichas acciones de violencia contra las mujeres. Además menciona que este tipo de investigaciones sirven para entender la historicidad de problemáticas relevantes para la sociedad actual como es la violencia de género.

Debatiendo la «cultura de la violencia»

Si bien la perspectiva de los trabajos mencionados suele ser criticados por sectores académicos y de movimientos sociales de defensa de los derechos humanos, pues los consideran faltos de compromiso político o excesivamente relativistas, consideramos que ellos debaten nociones del sentido común que suele asignar a la cultura la causa de la violencia en la sociedad o la indiferencia o falta de solidaridad hacia los otros. La riqueza analítica permite develar los marcos de referencia de origen histórico y cultural que moldean y legitiman ciertas formas de violencia (Jimeno et al., 2007). Por el contrario, esta postura en la investigación es crítica a la investigación sociojurídica asistencial, causal y paternalista que subvalora

    la comprensión de los mecanismos propios de cada expresión de violencia y [así] se confunda la explicación de los sucesos violentos que ofrecen los actores de la violencia y los mecanismos culturales de superación del sufrimiento, con indiferencia y hábito (Jimeno et al., 1998).

De este modo, estas investigaciones plantean tanto retos como alternativas de investigación e intervención de la violencia enfocada al restablecimiento del tejido social.

Esta es precisamente la perspectiva de las investigaciones de Myriam Jimeno y varios de los investigadores del grupo Conflicto Social y Violencia alrededor de la violencia doméstica (Jimeno et al., 1996, 1998 y 2007) donde se argumenta que el uso de la violencia en la familia también tiene consecuencias sobre la seguridad de las personas en el entorno social. La violencia deja huellas emocionales y cognitivas en quienes la han sufrido, produciendo desconfianza en el entorno, sobre todo en quienes representan la autoridad, pues son temibles e impredecibles (Jimeno, 2003b). Esta perspectiva debate argumentos donde se asume a la violencia como un ciclo que condena a la repetición a las personas del medio social donde se ejerce. Las implicaciones cognitivas y emocionales de la violencia sobrepasan la replicación de la violencia por algunas personas, incluyendo incluso a quienes no la reproducen, pues quien la vive se ve afectado en su manera de concebir las relaciones con los otros y en su percepción sobre la autoridad en la sociedad.

Los actos de violencia están inscritos en valores, orientaciones, motivaciones, creencias, que se aprenden en la vida en sociedad. Por ello, la violencia, como acto social, es moldeada por la cultura particular donde sucede y sucede dentro de relaciones específicas entre las personas y grupos sociales. Desde esta perspectiva, la cultura se entiende como el sistema de referencia que otorga sentido a los actos cotidianos, a las prácticas y discursos, que cambia con la sociedad y la historia del grupo (Jimeno, 1998). Esta es la perspectiva psicocultural que vale la pena explorar a los estudios para no restringirse a las evidencias empíricas de los efectos de la violencia en la familia, ayudando así a formular mejores políticas públicas en este campo (Jimeno et al., 2007).

En este breve panorama, para la antropología la violencia ha sido un significante que se inscribe en el cuerpo y deja marcas en la memoria; así como un acto expresivo para ejercer efectivamente la autoridad, que al pasar de los tiempos se convierte en un cronótopo, hito fundacional o acontecimiento. También ha constituido una marca social para quienes se rebelan contra el statu quo, a la vez que un dispositivo moral que sanea los comportamientos desviados. Se la ha interpretado como desintegradora del orden, caos que contamina y desestructura las comunidades y las personas, generando un trauma en quienes le sobreviven; igualmente, como un ingrediente activo del cambio social, instrumento de control y gobierno, mercancía política utilizada por las demagogias, marca de los niveles de enajenación de los individuos dentro del sistema o metáfora que ayuda a separar de la racionalidad del embrujo, la afección de la mente, la descomposición de la sociedad, que ayuda a perder totalmente la cordura.

Este recorrido además nos muestra cómo estas investigaciones se encuentra en una tensión política, pues por un lado se plantea una crítica al estado de cosas vigente, que estructura la violencia, mientras se defiende al Estado moderno y democrático como organización y sistema con posibilidades para procurar la dignidad de las personas y grupos sociales.

Con todo, no sobra señalar el papel político de antropólogos y antropólogas y los riesgos que enfrentan en sus trabajos de campo y el cuidado en el lenguaje para evitar interpretaciones equivocadas que comprometan la seguridad de los autores y de las comunidades que nos comparten sus experiencias y recuerdos (Bourgois, 2003). Ante esto, David Arias (2006) nos recuerda que el quehacer antropológico transita entre lo legal y lo ilegal, entre la complicidad y la autocensura para proteger la vida. En estas condiciones se rompe la noción clásica del nativo y del informante, ya que el investigador que se encuentra inmerso en el conflicto de su propia sociedad no puede apartarse de una obligatoria «toma de partido». Entonces, dentro del contexto de violencia que estudia el antropólogo, la politización de la investigación se hace inevitable. Dejamos planteado el interés en sistematizar y reflexionar aún más sobre la incidencia política del quehacer antropológico en la construcción de nación y sociedad, en el reconocimiento de la diferencia y la singularidad en contextos sociopolíticos cada vez más polarizados y dogmáticos.

Para finalizar, agradecemos a los y las autoras que participaron en los números 66 y 67 de esta revista y a los lectores que contribuyeron al exigente proceso de refinamiento de los artículos. Igualmente queremos reconocer la amable invitación para participar como editores a la directora de la revista Consuelo Uribe Mallarino, al editor general Leonardo Montenegro y al Comité Editorial, así como el agradecer el siempre grato trabajo de coordinación y seguimiento con Héctor García.


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1Esta comisión estuvo integrada por Gonzalo Sánchez, Jaime Arocha, Álvaro Camacho, Darío Fajardo, Álvaro Guzmán, Carlos Eduardo Jaramillo, Carlos Miguel Ortiz, Santiago Peláez, Eduardo Pizarro y el General (r) Luis Alberto Andrade.
2Coordinado por el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia.


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