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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.68 Bogotá July/Dec. 2009

 

Los Derechos Humanos como campo de luchas por la diversidad humana: Un análisis desde la sociología crítica de Boaventura de Sousa Santos1

Human Rights as a Battle Field for Human Diversity: An Analysis Based on the Critical Sociology of Boaventura de Sousa Santos

Os Direitos Humanos como campo de luta pela diversidade. Uma análise a partir da sociologia crítica de Boaventura de Sousa Santos

Antoni Jesús Aguiló Bonet2
Universitat de les Illes Balears, España
toni.aguilo@uib.es


1 Este artículo es producto del proyecto de investigación doctoral «Hegemonía y contrahegemonía en la era global», financiado por el Ministerio español de Educación a través del programa de becas de Formación del Profesorado Universitario (FPU) y está enmarcado, de manera más amplia, en las líneas del proyecto de investigación «Globalización, legitimidad democrática y sostenibilidad» (SEJ204-04197) del grupo de investigación Política, Trabajo y Sostenibilidad de la Universidad de las Islas Baleares.
2 Investigador FPU del Ministerio de Ciencia e Innovación. Miembro del grupo de investigación Política, Trabajo y Sostenibilidad, del Departamento de Filosofía de la Universidad de las Islas Baleares (España). Licenciado en Filosofía por la Universidad de las Islas Baleares y Máster oficial en Evolución y Cognición Humana (especialidad Antropología y Globalización), Universidad de las Islas Baleares.

Recibido: 20 de abril de 2009 Aceptado: 09 de julio de 2009



Resumen

La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos. Sin embargo, existen muchas y poderosas razones para cuestionar la supuesta universalidad atribuida a los derechos humanos. El objetivo principal de este artículo es el de realizar una crítica a la concepción universalista de los derechos humanos a la luz de las aportaciones de la sociología de Boaventura de Sousa Santos. Este autor plantea, a partir de diálogos interculturales sobre las diferentes concepciones de la dignidad humana, una reconstrucción cosmopolita y emancipadora de los derechos humanos que sea capaz de evitar sus actuales sesgos eurocéntricos y responder a las exigencias de nuestras sociedades culturalmente pluralistas y democráticas.

Palabras clave: derechos humanos, globalización hegemónica, globalización contrahegemónica, diálogo intercultural, emancipación social.


Abstrac

The Universal Declaration of Human Rights establishes that all human beings are equal in dignity and rights. However, there are many and powerful reasons to question the supposed universality attributed to human rights. The principal objective of this article is to carry out a criticism of the Universalist conception of human rights under the light of the contributions of the sociology of Boaventura de Sousa Santos. This author proposes, based on intercultural dialogues about the different concepts of human dignity, a cosmopolitan and emancipatory reconstruction of human rights that is capable of avoiding its current Eurocentric slants and responding to the demands of our culturally pluralist and democratic societies.

Key words: human rights, hegemonic globalization, counterhegemonic globalization, intercultural dialogue, social emancipation.


Resumo

A Declaração Universal dos Direitos Humanos estabelece que todos os seres humanos são iguais em dignidade e direitos. No entanto, existem muitas razões poderosas para questionar a suposta universalidade atribuída aos Direitos Humanos. O objetivo principal desse artigo é fazer uma crítica à concepção universalista dos Direitos Humanos à luz das contribuições da sociologia de Boaventura de Sousa Santos. A partir dos diálogos interculturais sobre as diferentes concepções de dignidade humana, este autor propõe uma reconstrução cosmopolita e emancipada dos Direitos Humanos capaz de evitar seus atuais vieses eurocêntricos para responder às exigências das nossas sociedades culturalmente pluralistas e democráticas.

Palavras-chave: Direitos Humanos, globalização hegemônica, globalização contrahegemônica, diálogo intercultural, emancipação social.


No se debe defender ni el universalismo ni el relativismo,
sino más bien el cosmopolitismo, es decir, la globalización de
las preocupaciones morales y políticas y las luchas contra la
opresión y el sufrimiento humanos
Santos (2000: 273)

Introducción: una sociología crítica y emancipadora

Con sus reflexiones filosófico-políticas sobre el problema del mal y la violencia totalitaria Hannah Arendt nos enseñó la importancia que la actividad de pensar autónomamente tiene a la hora de prevenir o evitar el enorme daño que unos seres humanos son capaces infligir a otros. Al acuñar el concepto de «banalidad del mal», la filósofa política alemana denunció cómo la «pura y simple irreflexión» (Arendt, 2004:418) sobre lo que uno mismo está haciendo puede bloquear la capacidad humana de sentir horor e indignación ante cualquier manifestación pública de terror y monstruosidad. Según Arendt, fue justamente este déficit de pensamiento reflexivo la razón principal que llevó al criminal nazi Adolf Eichmann a adoptar un asombroso y cómplice automatismo como pauta de comportamiento. Tal y como lo describe la propia Arendt, que en 1961, cubriendo la noticia para el rotativo New Yorker, presenció en Jerusalén el juicio contra el que fuera Teniente Coronel de las ss, éste no era un hombre con motivaciones especialmente perversas ni ambiciones demoníacas, sino una persona normal, «totalmente corriente» (Arendt, 2002:30), que incluso demostraba una actitud ejemplar hacia su familia y cumplía escrupulosamente con su función dentro del engranaje nazi: la de gestionar la deportación de miles de judíos hacia los campos de exterminio. ¿Cuál fue entonces el mal que cometió? No haberse atrevido a pensar por sí mismo mediante un juicio reflexivo sobre el por qué y el para qué de sus actos. Mientras desempeñó sus responsabilidades, Eichmann ejecutó siempre con obediencia ciega los imperativos de un régimen político y social que consideraba legítimo e incuestionable, se limitaba simplemente a aplicarlos con lealtad, sin poner nunca en causa su contenido. Se sumió así en una atrofiante, estúpida y cómoda pereza mental que le hizo abdicar del ejercicio de pensar libremente y, en consecuencia, de criticar el mal banal y absurdo causado con su actitud.

Convencido como está de que la capacidad de espanto, de indignación moral y de inconformismo social frente a lo establecido constituyen el ethos necesario para combatir la inercia mental, la indiferencia y el comodismo, o lo que es lo mismo, la irresponsable «ausencia de pensamiento» denunciada por Hannah Arendt (2002:31), Boaventura de Sousa Santos ha manifestado en reiteradas ocasiones la urgente necesidad que tienen las sociedades contemporáneas de desarrollar un pensamiento crítico y emancipador capaz de anular el impacto que sobre la frágil condición humana provocan la brutalidad y la violencia trivializadas.

El concepto epistemológico central que Boaventura de Sousa Santos (2003:44; 2005a:152) elabora para referirse a la ausencia del pensamiento reflexivo que según él se ha instalado no sólo en la vida social e individual contemporánea, sino también en muchas de las teorías y prácticas metodológicas de las actuales ciencias sociales occidentales, es el de «razón indolente», que recupera de los escritos del filósofo alemán Gottfried Leibniz. Esta idea le sirve de fundamento para construir todo su aparato teórico y conceptual. Con ella el sociólogo portugués se refiere a una forma específica de racionalidad que aparece en el contexto del paradigma sociocultural configurado en la Europa Occidental a partir del siglo xv, más conocido como modernidad occidental y que se vuelve dominante a partir del siglo xviii, con fenómenos como las revoluciones industriales, el desarrollo del capitalismo industrial urbano, la consolidación en Europa y América del Norte del Estado liberal-burgués y el auge del colonialismo y el imperialismo europeos.

La razón indolente posee una doble y simultánea condición: es perezosa y olvidadiza. Es perezosa porque es una razón cargada de arrogancia y narcisismo que tiende a evitar el ejercicio de autocrítica. Es propensa, por tanto, a rechazar el cambio de rutinas y hábitos cayendo en una autocomplacencia conservadora que no se toma en serio el trabajo de imaginar nuevas y mejores alternativas para la sociedad, sino que, en su pasividad, es partidaria de mantener e incluso radicalizar el presente para que todo permanezca tal y como está. Es olvidadiza porque reduce su comprensión del mundo a la comprensión occidental del mundo, no reconociendo más experiencias que las que obedecen a parámetros occidentales. A este respecto, una manifestación particular de la racionalidad indolente es la que Santos (2005a:153) llama «razón metonímica», aquella que, tomando una parte de la realidad por el todo, se autoproclama una razón completa y definitiva, poseedora de la verdad universal y absoluta. El resultado de estas consideraciones es una racionalidad apática y excluyente que produce no existencia masiva, es decir, invisibiliza, margina y desperdicia fragmentos de experiencia social y cultural, así como a los grupos humanos que los producen.

Para combatir los efectos del modelo hegemónico de racionalidad el sociólogo portugués declara su propósito de construir una nueva una sociología, que califica de «crítica». Por «sociología crítica» Santos entiende, literalmente:

    Toda sociología que no reduce la «realidad» a lo que de hecho existe. La realidad, cualquiera que sea el modo como es concebida, es considerada por la sociología crítica como un campo de posibilidades y, precisamente, la tarea de la teoría que informa nuestro análisis consiste en definir y analizar el ámbito de variaciones y de potencialidades más allá de lo que está empíricamente dado (Santos, 2001a:3).

En consecuencia, la sociología crítica de Boaventura de Sousa Santos consiste en la elaboración de un conjunto de enunciados epistemológicos y métodos de investigación que trata de transmitir información sobre lo que existe, pero muy especialmente, sobre lo que no existe. Esta operación epistemológica, que puede definirse como una ampliación del campo de observación empírica de las ciencias sociales, de sus fronteras y métodos, Santos la realiza no sólo con la intención de rescatar alternativas que el pensamiento indolente lanzó al cubo de la basura cultural, sino también, y fundamentalmente, para examinar sus potencialidades de emancipación. Su proyecto teórico, en pocas palabras, puede concebirse como un intento de ofrecer una interpretación de la realidad que evite el reduccionismo y el etnocentrismo, actitudes que acotan todo a un solo punto de vista considerado correcto y rechazan la consideración positiva de una de las características esenciales de la especie humana: la antropodiversidad, la diversidad cultural y humana.

Sin dejar de ser rigurosa en la aplicación de técnicas de investigación que proporcionen un tratamiento adecuado de su objeto de estudio, la sociología crítica de Santos rehusa aceptar las nociones positivistas de neutralidad e imparcialidad axiológicas. En su lugar, permite que el investigador o filósofo social, como ciudadano que es, adopte una posición política explícita y asuma un fuerte compromiso ético ante el malestar humano provocado por los problemas políticos, sociales y económicos heredados de la modernidad occidental. Se trata, dadas estas condiciones, de una sociología orientada a la transformación social progresista, pues no se limita a aplicar procedimientos e instrumentos para realizar un análisis de las estructuras de poder, dominación, alienación, exclusión y desigualdad enraizadas en la realidad social contemporánea, sino que también elabora conceptos y metodologías destinadas a fundar una nueva racionalidad social que ponga las bases para el establecimiento de un modelo social alternativo. Este nuevo modelo de racionalidad transformadora, que Santos (2005a:153) llama «racionalidad cosmopolita», pretende valorar la experiencia social de los grupos explotados y oprimidos poniendo el énfasis en la recuperación de los valores de la solidaridad y la emancipación social. El primero, en su teoría social y política, hace referencia al reconocimiento recíproco de la alteridad; el segundo, por su parte, apunta a la creación de relaciones sociales más democráticas, es decir, más libres, justas e iguales.

El principal procedimiento epistemológico-político que Boaventura de Sousa Santos diseña para llevar adelante su proyecto de transformación social emancipadora es la «sociología de las ausencias» (2005a:160). Consiste en un método de investigación «que intenta demostrar que lo que no existe es, en verdad, activamente producido como no existente, esto es, como una alternativa no creíble a lo que existe» (Santos, 2005a:160). Siendo así, la sociología de las ausencias tiene el cometido fundamental de rescatar y hacer visibles aquellos conocimientos y prácticas sociales destruidas, desacreditadas o marginadas por la racionalidad indolente. Aunque estos conocimientos y prácticas subalternas se encuentran en una gran cantidad de áreas sociales diversas, Santos (2005a:172-73) sintetiza en cinco los ámbitos en los que opera la sociología de las ausencias. El primero es el ámbito de las experiencias de conocimientos, referido a conflictos y diálogos posibles entre formas distintas de conocimiento, como el diálogo entre el conocimiento indígena y el conocimiento científico. El segundo lo constituyen las múltiples experiencias de desarrollo, trabajo y producción alternativas al modo de producción capitalista dominante. El tercer ámbito de acción está formado por las experiencias de reconocimiento, que trata formas de reconocimiento alternativas a los sistemas dominantes de clasificación social, basados en la etnia, la clase social y el sexo, entre otros. El cuarto lo componen las experiencias de democracia, entre las que la sociología de las ausencias valora versiones de democracia diferentes al sistema político predominante, la democracia liberal representativa. En quinto y último lugar, está el ámbito de las experiencias de comunicación e información, que remite al diálogo entre los medios de comunicación globales y medios alternativos e independientes.

Teniendo en cuenta estas premisas, en este artículo pretendo reflexionar sobre la producción social de ausencias en uno de los mayores elementos constitutivos del ámbito de las experiencias de reconocimiento: los derechos humanos. Al ser aplicada a los derechos humanos, la sociología de las ausencias nos permite reflexionar sobre cuál es la apropiación y el uso interesado que la razón indolente hace de ellos, revelando una serie de ausencias significativas. Así, asumo como hipótesis de partida la idea según la cual el aparente consenso sobre la universalidad de los derechos humanos disfraza, en realidad, el hecho de que éstos constituyen un campo3 de luchas materiales y simbólicas, un espacio de tensión y conflicto atravesado por relaciones sociales e intereses divergentes. En consecuencia, entiendo el campo de los derechos humanos como un espacio social complejo en el que compiten entre sí agentes con posiciones socialmente diferenciadas que son portadores de diversos presupuestos epistemológicos, ontológicos, antropológicos y axiológicos que contienen maneras distintas de conocer, sentir, actuar e interpretar el mundo, el ser humano y la vida social. Así, por un lado, los derechos humanos son utilizados por algunos de los agentes en conflicto como estrategias homogeneizadoras para imponer las ambiciones hegemónicas de determinadas formaciones culturales, constituyendo, en este caso, fuerzas colonizadoras, un instrumento más de dominación sobre los miembros de los grupos culturales subalternos. Pero también, por otro lado, los derechos humanos se revelan como una categoría emancipadora capaz de inspirar constelaciones de luchas políticas democráticas que les permitan a los pueblos y grupos subalternos visibilizar sus prácticas de resistencia, agrupándolas bajo una misma bandera.

Sostengo que bajo la actual fase del capitalismo global puede identificarse la existencia de dos grandes concepciones rivales de los derechos humanos cuya relación de oposición puede plantearse en términos de hegemonía y contrahegemonía.4 La primera, que llamo derechos humanos celebratorios, es la actual concepción hegemónica o dominante. Está guiada por la razón indolente y se caracteriza básicamente por realizar una comprensión que, a pesar de sus pretensiones de universalidad, es parcial y selectiva, es decir, eurocéntrica y monocultural. Margina o excluye, de este modo, categorías epistémicas que no sean las propias de la cultura occidental y asume la convicción de que los derechos humanos están bien tal y como están, instrumentalizándolos, en ocasiones, de cara a la satisfacción de sus intereses político-económicos. Se trata, por tanto, de una actitud conformista y conservadora.

El modelo opuesto o contrahegemónico, que llamo derechos humanos de oposición, está fundado en la racionalidad cosmopolita de Santos. Impugna los sesgos etnocéntricos de la concepción hegemónica y propone reinventar los derechos humanos desde un ideal progresista y emancipador que recupera los valores de la solidaridad, la igualdad, la justicia, la autonomía y el respeto a la diversidad. Es un ideal que tiene en cuenta las voces histórica y culturalmente silenciadas: las de las mujeres, las de las minorías étnicas y sexuales, las de los empobrecidos y la de la naturaleza, entre otras, y establece como principio normativo el respeto por la diversidad antropológica del mundo.

Razón indolente, derechos humanos e «imperialismo humanitario»

La modernidad occidental, orientada por la lógica de la razón indolente, fue, al mismo tiempo, un proceso cargado de tensiones y contradicciones. Por un lado desplegó un impresionante y vasto arsenal de términos y conceptos aparentemente destinados a promover la autonomía o «mayoría de edad» de la razón humana, según la expresión de Kant (1999:63). Ideas como dignidad humana, igualdad, libertad, fraternidad, tolerancia, democracia, ciudadanía, paz, progreso y secularización, entre otras, apuntan hacia esta dirección liberadora y emancipadora. Sin embargo, y simultáneamente, la modernidad occidental también desarrolló un conjunto de poderosos dispositivos sociopolíticos y culturales de control y dominación: el colonialismo, el imperialismo, el orientalismo, el racismo, el patriarcado heterosexista moderno, la esclavitud y la explotación capitalista son algunos ejemplos. Ya lo dejó escrito de manera brillante el filósofo alemán Walter Benjamin (1982:182), cuando, destacando la estrecha conexión que existe entre cultura y brutalidad, declaraba que «jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie».

Formalmente, éstas y otras prácticas sociales de subordinación han sido condenadas con el paso del tiempo por los diversos tratados y legislaciones nacionales e internacionales. Este hecho sucedió de manera sistemática a escala internacional tras la Segunda Guerra Mundial, cuando en 1948 la Organización de Naciones Unidas (onu) reconoció jurídicamente y políticamente los derechos humanos, un conjunto significativo e inalienable de derechos y libertades propias de toda la humanidad, independientemente de las condiciones de vida cada individuo y de la voluntad de aplicación de los Estados soberanos. Desde entonces y hasta ahora, los derechos humanos se han convertido en unos de los pilares fundamentales del sistema de relaciones internacionales, gozando entre la comunidad internacional de una amplia aceptación fundada en un consenso aparente sobre su validez y universalidad. En su discurso de apertura de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, celebrada en Viena en 1993, el ex Secretario General de la onu, Boutros Boutros-Ghali (1993), declaraba con orgullo que los derechos humanos constituían el «lenguaje común de la humanidad», haciendo de ellos la bandera de un proyecto común mundial.

Puede afirmarse, por tanto, que desde hace seis décadas vivimos inmersos en la cultura de la proclamación, institucionalización y reconocimiento, al menos formal, de los derechos humanos. No obstante, y al mismo tiempo, formamos parte de una cultura que los viola de manera constante y sistemática, muchas veces con la complicidad silenciosa de los organismos internacionales supuestamente encargados de velar por su cumplimiento. Existe, pues, una fuerte «discrepancia entre principios y prácticas» (Santos, 2008a:186) que atraviesa los derechos humanos. Esta distancia se expresa hoy día de diferentes modos: invocación de valores ampliamente compartidos, como democracia, derechos humanos, guerra contra el terrorismo y paz internacional, para invadir un país y establecer su ocupación militar con el pretexto de estar defendiendo dichos valores; violación de derechos civiles para combatir el terrorismo; imposición de bloqueos económicos y violación de derechos sociales; agravamiento de los procesos estructurales de desigualdad y exclusión social y consecuente disminución de la calidad de vida para la mayoría de la población mundial debido a la concentración creciente de la riqueza en pocas manos.

Durante los primeros años del siglo xxi, aunque es un hecho que también puede observarse desde finales de la década de 1990, a raíz de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center de Nueva York, la hasta ahora principal potencia hegemónica mundial, Estados Unidos, con el apoyo de los países aliados, se ha servido en repetidas ocasiones de una retórica humanitaria para justificar y legitimar acciones militares -técnicamente conocidas como «intervenciones humanitarias»5- en aquellas áreas o zonas de la geografía mundial que supuestamente pretende pacificar. Los bombardeos de Kosovo en 1999 sin la autorización previa del Consejo de Seguridad de la onu por parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), capitaneada por las fuerzas estadounidenses, el lanzamiento en 1992 de proyectiles contra Somalia, la lluvia de misiles en 1998 sobre presuntos objetivos terroristas en Sudán y Afganistán en respuesta a los atentados contra embajadas estadounidenses, la intervención armada en Afganistán (2001) y la todavía hoy duradera ocupación militar de Iraq por las tropas estadounidenses son ejemplos emblemáticos del oxímoron llamado «militarismo humanitario». El resultado de estas «guerras humanitarias» cometidas en aras de la democracia y los derechos humanos es de sobra conocido: un catálogo espeluznante de crímenes, asesinatos masivos, torturas, terrorismo, desplazamientos forzados y «efectos colaterales» sobre la sociedad civil. Darfur, Abu Ghraib o Guantánamo son una muestra representativa.

Una idea común y ampliamente aceptada en la teoría de las relaciones internacionales es aquella según la cual el principio de humanidad, una especie de «imperativo humanitario» que exige la obligación moral de prevenir o cesar violaciones de derechos humanos en cualquier parte del planeta, indiscriminadamente de la nacionalidad, la religión, el sexo o cualquier otra condición social o cultural de las víctimas, está basado en una supuesta neutralidad en virtud de la cual es posible separar las preocupaciones humanitarias de las cuestiones políticas. Según este razonamiento, el militarismo humanitario no se fundamenta en acciones con intereses políticos concretos, sino que responde a fines meramente humanitarios orientados por los principios loables como la paz, la seguridad y la justicia.

No son pocos, sin embargo, los teóricos actuales de las ciencias sociales que han adoptado un punto de vista crítico radicalmente diferente según el cual los casos de intervención «humanitaria» como mecanismo de supuesta protección de los derechos humanos, la paz y la seguridad internacional guardan relación con la persecución de algún interés estratégico de las grandes potencias mundiales. El sociólogo estadounidense James Petras (1986, 2000) habla de la existencia de un nuevo y reciente imperialismo mundial cuyo principal ejecutor es el Estado imperial de Estados Unidos. Según Petras, el sistema imperial que gobierna el mundo puede definirse como un conjunto de procesos a través de los cuales las agencias del gobierno estadounidense, por medio del ejercicio de la coerción, la represión y la fuerza, favorecen la entrada y el establecimiento del capital en determinados países, normalmente pertenecientes a la periferia o semiperiferia del sistema mundial. Desde esta óptica, el estado imperial estadounidense es concebido por Petras (1986:19) como «el conjunto de agencias y órganos ejecutivos encargados de promover y proteger la expansión del capital, más allá de las fronteras estatales, por la comunidad corporativa multinacional cuya sede se encuentra en el centro imperial». La principal función política del Estado estadounidense es la de crear a escala mundial las condiciones favorables para la acumulación de capital. Para Petras (2000:246), la globalización capitalista en desarrollo desde las últimas décadas del siglo xx es la manifestación más actual y descarada del imperialismo contemporáneo. De hecho, una estrategia clave de la que se sirve este mecanismo de poder y dominación es la globalización de las intervenciones militares «humanitarias».

También el geógrafo social británico David Harvey, desde otros parámetros de análisis, habla en sus estudios de un nuevo fenómeno imperialista. Harvey (2004:39) atribuye la expansión global del poder estadounidense a una forma particular de imperialismo, el «imperialismo capitalista», caracterizado por la fusión de dos lógicas de poder que, aunque diferentes, se entrelazan de forma compleja: la lógica capitalista y la lógica territorial o geopolítica. La primera, preeminente, se refiere a los procesos de acumulación a través de los cuales volátiles flujos de poder económico recorren el espacio y el tiempo de áreas geográficas, mientras que la segunda hace referencia al conjunto de estrategias ideológicas, políticas, diplomáticas y militares que los Estados utilizan para llevar a término sus intereses y mantener o aumentar su hegemonía en el sistema mundial. Harvey (2004:116 ss.) analiza el funcionamiento del imperialismo capitalista desde el fenómeno que llama «acumulación por desposesión», una reformulación del concepto marxista de acumulación primitiva del capital. Se trata de un proceso a través del cual el gran capital privado promueve su expansión a escala global empleando antiguos y nuevos métodos e instrumentos para difundir la violencia, la explotación, el pillaje, el fraude y la subordinación. Todo ello en nombre de los intereses corporativos de grupos económicos privados que buscan penetrar e interferir en la dinámica de otras sociedades, así como mercantilizar derechos sociales consagrados, como la salud, la educación y la vivienda pública, entre otros. Privatización de los bienes públicos comunitarios, mercantilización del conocimiento, la tierra y las relaciones sociales, financierización de la economía y redistribución estatal desigual son los rasgos básicos de la acumulación capitalista por desposesión.

La acumulación por desposesión de Harvey es uno de los principales mecanismos utilizados para el establecimiento del nuevo orden capitalista mundial configurado tras el final de la Guerra Fría. Éste se caracteriza fundamentalmente por el paso del capitalismo regulado al capitalismo global neoliberal (Riutort, 2001:47-54). En términos generales, el neoliberalismo puede definirse como una ideología economicista traducida en un conjunto de políticas públicas y reformas institucionales que cobran dimensión mundial a partir de la década de 1980, al ser adoptadas por muchos de los países centrales, aunque también por gran parte de los países periféricos y semiperiféricos. Su principal objetivo es el de convertir al libre mercado en el principal y casi único generador de interacciones humanas. El llamado Consenso de Washington (1989) y su homólogo europeo, el Tratado de Maastricht (1992), reflejan con nitidez la ortodoxia neoliberal: énfasis en la liberalización y globalización de mercados, desregulación de la economía, privatización, minimalismo estatal, desmantelamiento del Estado del Bienestar, individualismo social y preeminencia de los derechos individuales de propiedad privada.

De este modo, en el escenario mundial de finales del siglo xx y principios del xxi, los derechos humanos y junto a ellos, la paz y la democracia, han sido frecuentemente utilizados como un instrumento ideológico más al servicio del poder económico y militar hegemónico, que los convierte en un mecanismo para legitimar el avance social mundial del neoliberalismo y las múltiples opresiones que este sistema produce. El filósofo y analista político belga Jean Bricmont (2008) ha calificado este fenómeno como «imperialismo humanitario».

La apropiación neoliberal de los derechos humanos hace que éstos se ven despojados de todo su sentido ético, antropológico y emancipador a favor de una fundamentación puramente económica que privilegia el predominio de los derechos individuales liberales, particularmente el derecho de propiedad privada. La sociedad, en este marco, se concibe idealmente como una sociedad de mercado que reduce al ser humano a las dos dimensiones características del pensamiento económico liberal: el homo oeconomicus, el individuo atomizado que por medio de la razón instrumental persigue el máximo beneficio, y aquello que el psicólogo social Erich Fromm (1980:257) llama homo consumens, el ser humano consagrado no sólo a la posesión, sino sobre todo el consumo individualista creciente.

Ante este estado de cosas, uno de los desafíos más urgentes de la filosofía política y las ciencias sociales contemporáneas es el de analizar críticamente la concepción hegemónica y el uso dominante que los principales agentes de la globalización neoliberal han hecho de los derechos humanos, mostrando la falsa universalidad una concepción impregnada de ecos coloniales, observables en la arrogancia de quien proclama la superioridad moral y cultural de Occidente, alimentando el choque y la rivalidad entre civilizaciones, en la estrecha perspectiva de quienes reivindican unas determinas raíces religiosas sin atender a la pluralidad de raíces culturales y religiosas que tanto han contribuido y contribuyen a construir la cultura de los derechos humanos o en el cinismo de quien los utiliza como argumento para legitimar intervenciones humanitarias de carácter imperialista. A tal efecto, con el objetivo de comprender el lugar y la importancia que la reflexión sobre los derechos humanos ocupa en la teoría social de Boaventura de Sousa Santos, se presta atención a la propuesta teórica de este autor, que critica la visión indolente y conformista de los derechos humanos y elabora un modelo contrahegemónico basado en una formulación cosmopolita y emancipadora.

La concepción celebratoria de los derechos humanos

Con el objetivo de elaborar su modelo contrahegemónico de los derechos humanos Santos realiza un análisis del fenómeno de la globalización. Como presupuesto analítico de partida rechaza cualquier significado único y estático del concepto y asume una concepción dinámica, procesal y multidimensional de la globalización, que tiene aspectos políticos, sociales, económicos, culturales, jurídicos y ambientales articulados de manera compleja. En términos generales, caracteriza la globalización como un proceso «dispar y cargado de tensiones y contradicciones» (Santos, 1998a:56) constituido por relaciones asimétricas de poder entre grupos dominantes y grupos dominados. A partir de aquí, Santos (1998a, 1998b, 2001, 2005a, 2006) distingue cuatro modos diferentes de producir globalizaciones en el mundo contemporáneo.

El primero de ellos es el localismo globalizado, el proceso a través del cual un determinado fenómeno local -una producción cultural, un cierto estilo de vida, idea o valor- expande con éxito su ámbito de influencia original pudiendo alcanzar una expansión transnacional. Literalmente, define esta forma de globalización como «un proceso cultural mediante el cual una cultura local hegemónica se come y digiere, como un caníbal, otras culturas subordinadas» (Santos, 1998:202). La característica distintiva de este proceso de globalización es que el localismo que se globaliza es elevado a la categoría de universal, es decir, se lo considera válido independientemente del contexto social y cultural concreto en el que va a ser implantado. De tal forma, detrás de un localismo globalizado se pueden ocultar situaciones de neoimperialismo cultural. Como ejemplos de localismos globalizados pueden citarse el caso de la globalización de la comida rápida y de la música pop anglófona, la transformación del inglés en lengua franca, la actividad económica de las empresas transnacionales o la generalización de los modos y estilos de vida del star system de Hollywood: cigarrillos, whisky, brillantina, jeans, chicles y rock'n roll.

El segundo tipo es el globalismo localizado. Es la cara inversa del proceso anterior. Consiste en el impacto que producen en el ámbito y las condiciones locales las nuevas prácticas socioculturales impuestas por los localismos globalizados. Por lo general, la huella local de estas prácticas transnacionales suele ser negativa, pues el resultado más habitual que producen es la destrucción de las condiciones locales originarias o su integración subordinada en el marco del localismo globalizado imperante. Así, los países en los que se instalan se ven obligados a modificar sus estructuras sociales, políticas y jurídicas, sus modos de vida, en definitiva, de acuerdo a las nuevas reglas impuestas. Algunos casos de globalismos localizados son las zonas de libre comercio, la explotación de los recursos naturales para costear la deuda externa, la comercialización de tesoros, artesanía indígena o lugares sagrados y el paso de la agricultura de subsistencia a la agricultura de exportación bajo la presión de los Planes de Ajuste Estructural del Fondo Monetario Internacional impuestos a los países empobrecidos.

Estos dos primeros modos de producción de globalización comprenden aquello que Santos (2005a: 281) designa de diferentes maneras: globalización hegemónica, globalización neoliberal o globalización desde arriba, que consiste en un proyecto ideológico de dominación global, económica, cultural y política, sostenido sobre el principio de libre mercado y la democracia representativa liberal.

La tercera forma de globalización es el cosmopolitismo, concepto que en la teoría política de Santos (2005a:232) adquiere un significado muy particular al identificarlo con las prácticas y discursos globales de redes, regiones subalternas, Estados-nación, agrupaciones y movimientos organizados de víctimas que luchan contra la desigualdad y la exclusión económica, política, social y cultural que provoca la globalización neoliberal. Por este motivo Santos habla más específicamente de un «cosmopolitismo subalterno» o «cosmopolitismo de los oprimidos» en oposición al internacionalismo neoliberal o, según la expresión del sociólogo alemán Ulrich Beck (2004:44), «cosmopolitismo inauténtico», aquel que instrumentaliza la retórica de la paz, la justicia, la democracia y los derechos humanos con fines hegemónicos. Entre las principales actividades cosmopolitas impulsadas por las redes transnacionales de solidaridad se encuentran movimientos y organizaciones situadas en la periferia del sistema mundial, asociaciones indígenas, ecologistas y de desarrollo alternativo, plataformas mundiales de movimientos feministas y de liberación sexual, redes de solidaridad entre Norte-Sur y Sur-Sur, movimientos literarios, artísticos y científicos de los países periféricos que persiguen valores no imperialistas, organizaciones transnacionales de derechos humanos, redes internacionales de servicios jurídicos alternativos, ong's transnacionales de signo anticapitalista y organizaciones obreras mundiales.

En cuarto y último lugar, con el patrimonio común de la humanidad, Santos plantea la existencia de lugares, recursos o bienes materiales e inmateriales que, debido al alto valor que tienen para la supervivencia humana sobre la Tierra, resultan inapropiables y deben ser gestionados por la comunidad internacional.

Estos dos últimos procesos de globalización son conceptualizados por Santos en forma de globalización contrahegemónica, solidaria o globalización desde bajo, un movimiento de alcance mundial guiado por los principios de solidaridad, democracia participativa y emancipación social. Son manifestaciones de ello fenómenos políticos como el Foro Social Mundial o iniciativas como los presupuestos participativos, la tasa Tobin, la democratización de las instituciones financieras internacionales, la economía solidaria, la lucha contra la degradación ambiental y la búsqueda de una cultura de paz que rechace la militarización de los conflictos, entre otras.

El modelo contrahegemónico de derechos humanos de Santos (1989, 1997, 2004a) parte de la asunción crítica según la cual los derechos humanos no poseen una verdadera matriz universal. La razón de ello es que, según el sociólogo, cuando el adjetivo «universal» se aplica a los derechos humanos esconde, en verdad, unas marcas culturales muy concretas: las de la tradición cultural occidental. Así, a la hora de explicitar los presupuestos filosóficos que asume la concepción hegemónica de derechos humanos, detecta los siguientes:

    Hay una naturaleza humana universal que puede ser conocida por medios racionales; la naturaleza humana es esencialmente distinta de, y superior a, el resto de la realidad; el individuo tiene una dignidad absoluta e irreducible que debe ser defendida de la sociedad o el Estado; la autonomía del individuo requiere de una sociedad organizada de manera no jerárquica, como una suma de individuos (Santos, 1998b:353).

A los presupuestos detectados por Santos puede añadirse, sin embargo, otro más que el sociólogo no señala. Pienso en la concepción baconiano-cartesiana de la naturaleza, que la reduce a materia pasiva y extensa, un objeto que debe ser estudiado y dominado a partir de leyes y principios matemáticos. Este dualismo radical entre el ser humano y la naturaleza, dominante desde la modernidad occidental, ha contribuido a que sólo los seres humanos sean declarados sujetos titulares de derechos, menospreciando tradiciones teóricas que reclaman una ampliación de la comunidad moral para reconocer la dignidad de la naturaleza o los derechos de los animales no humanos. Así, pues, la concepción antropocéntrica que atribuye derechos exclusivamente a los seres humanos no es una verdad cultural universalmente compartida.

Dadas estas condiciones, los derechos humanos carecen de legitimidad cultural global ya que los presupuestos de los que parte son claramente «occidentales y liberales» (Santos, 1998b:353). La fundamentación liberal de los derechos humanos puede observarse en los siguientes aspectos. En primer lugar, en el predominio de la concepción individualista occidental de dignidad humana, anclada en filosofías y conocimientos occidentales. La idea de naturaleza humana en la que se inspira la concepción celebratoria de los derechos humanos está basada en el individualismo atómico de la modernidad europea, cuya formulación canónica puede encontrarse en los postulados de la filosofía política de Hobbes. Según esta concepción, las personas actúan a la manera de átomos aislados que, movidas por sus intereses egoístas, chocan y polemizan entre sí, no existiendo, por tanto, la figura del otro como referente significativo.

El reconocimiento exclusivo, en segundo lugar, de los derechos individuales, tan defendidos y aclamados por el liberalismo, salvo con la única excepción del derecho colectivo a la autodeterminación, limitado a los pueblos objeto del colonialismo europeo.

En tercer lugar, la prioridad otorgada a los derechos civiles y políticos, cuyo origen ideológico se encuentra en el liberalismo burgués moderno, sobre los derechos económicos, sociales y culturales. Mientras que los primeros suponen una barrera frente al poder de intervención del Estado sobre la vida, la libertad y la propiedad privada individual, los segundos, por su parte, tienen como finalidad promover la igualdad socioeconómica de los ciudadanos, inscribiéndose históricamente en el programa de políticas sociales de los Estados del Bienestar.

En cuarto y último lugar, el reconocimiento y la globalización del derecho a la propiedad privada individual, visto como primer derecho económico fundamental. A este respecto, resultan oportunas las palabras del economista alemán Franz Hinkelammert cuando afirma que:

    La actual estrategia de la globalización entiende los derechos humanos como derechos del poseedor, del propietario. [...] Se trata de derechos humanos que se ubican dentro de un mundo pensado a partir del mercado. [...] Piensan éste como un ámbito de libertad natural. Por consiguiente, jamás reclaman y pueden reclamar derechos humanos frente al mercado. Se orientan a derechos frente al Estado. Pero, de esta manera, resultan derechos humanos que no son exclusivos de los seres humanos. Se trata de derechos que se refieren tanto a personas jurídicas como a personas llamadas «naturales» (Hinkelammert, 1998:30).

Como ha señalado Ramón Grosfoguel (2007:65), sociólogo puertorriqueño y teórico de los estudios poscoloniales, el concepto de universalidad predominante en la filosofía occidental moderna es el «universalismo abstracto» propio de racionalidad cartesiana, una racionalidad incorpórea y descarnada. Es abstracto en dos sentidos. El primero, en cuanto a los enunciados, pues es un conocimiento que elude cualquier condicionamiento espacio-temporal y se sitúa en el plano de la eternidad. El segundo, en cuanto al lugar de enunciación del conocimiento, ya que al sujeto empírico que lo produce le es expropiado su propio cuerpo -«puesto que los sentidos nos engañan a veces» (Descartes, 2000:107)- y es desanclado de su localización histórica y geográfica.

Recurriendo a esta engañosa y sesgada noción de universalismo, la razón indolente maquilla valores occidentales de carácter individual y liberal a fin de promover su expansión mundial. La pretendida universalidad de los derechos humanos, por tanto, no hace sino disimular un particularismo occidental globalizado o, en palabras del sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein (2007:13), un «universalismo europeo», aquella falsa forma de universalismo creado a partir de una concepción cultural específica que refleja las realidades del universo ilustrado y burgués de la modernidad occidental. Es una forma de universalismo que establece jerarquías culturales e impone, como afirma Pierre Bourdieu (2005:11), el «imperialismo de lo universal» que bajo el argumento humanitario de la liberación manifiesta su voluntad de poder por la vía de la intervención política, cultural y militar contra los más débiles.

Hacia unos derechos humanos de oposición

El objetivo de Boaventura de Sousa Santos es el de elucidar bajo qué condiciones los derechos humanos, en el contexto de la globalización hegemónica y el neoliberalismo contemporáneos, pueden pasar de ser un localismo globalizado a una forma de globalización contrahegemónica de modo que se conviertan en el emblema liberador de la resistencia articulada bajo la forma del cosmopolitismo subalterno. Este contramovimiento social transnacional manifiesta su resistencia de dos maneras complementarias. En primer lugar, con la oposición explícita a la postura que, aunque asume una perspectiva universalista, en realidad convierte los derechos humanos en un producto monocultural. Para el cosmopolitismo subalterno este modelo provoca ausencias y exclusiones que impiden realizar un diálogo intercultural simétrico. En segundo lugar, mediante luchas orientadas a la construcción o recuperación de alternativas epistémicas y sociales capaces de resignificar el dañado valor de la emancipación social, que garantiza una mayor inclusión e igualdad social.

Dado que el cosmopolitismo subalterno es todavía un proyecto global en fase embrionaria, Santos (2005a:167), inspirándose en la filosofía de la esperanza de Ernst Bloch, plantea la necesidad de desarrollar una «sociología de las emergencias». Al igual que la sociología de las ausencias, consiste en un procedimiento epistemológico-político, sin embargo, a diferencia de aquél, su tarea principal es la de «identificar y ampliar los indicios de las posibles experiencias futuras, bajo la apariencia de tendencias y latencias que son muy activamente ignoradas por la racionalidad y el conocimiento hegemónicos» (Santos, 2005b:38). A través de su fuerza visionaria, la sociología de las emergencias capta, por tanto, aquellas expectativas de innovación social que se mueven en el horizonte de la transformación social emancipadora.

La transformación teórico-práctica que otorgaría verdadera legitimidad global -y simultáneamente local- a los derechos humanos se sostiene, según Santos (1997, 2004a), sobre dos ejes fundamentales.

El primero consiste en la transformación de los derechos humanos en un instrumento efectivo de redistribución social. El predominio de los procesos estructurales de exclusión y desigualdad social generados en las últimas décadas por la globalización neoliberal constituye un serio problema para la pretendida universalidad de los derechos humanos. Su alcance universal se ve cuestionado por los millones de seres humanos que, privados de las garantías que ofrece el contrato social, viven en estados de naturaleza hobbesianos en los que imperan la inseguridad, la hostilidad y la ausencia de paz. Hasta ahora los derechos humanos no han dado suficiente cuenta de la desigualdad y la injusticia social estructural que produce el modelo hegemónico de globalización. Esto es así debido a su carácter marcadamente individualista. Este sesgo hace que los derechos humanos colectivos, referidos a pueblos y grupos, como los derechos ambientales, el derecho al agua o al territorio, entre otros, nunca hayan tenido prioridad.

Por otro lado, otra dificultad propia del modelo hegemónico de los derechos humanos que impide su efectividad está en el hecho de operar con una concepción estatocéntrica en el contexto de los procesos de globalización. En efecto, la concepción hegemónica se centra básicamente sobre el Estado-nación y sus instituciones, pero raramente actúa sobre actores estatales y no estatales que también cometen violaciones de derechos humanos, como las instituciones financieras internacionales (fmi, bm, omc), las corporaciones transnacionales, los medios de comunicación, instituciones religiosas y organizaciones vinculadas a ellas.

El segundo eje para la construcción de unos derechos humanos realmente cosmopolitas pasa por convertirlos en un medio eficaz para el reconocimiento de las diferencias. Ello implica que sean reformulados a partir de un «multiculturalismo emancipatorio» (Santos y Nunes, 2004b) cuyo principio rector es el diálogo intercultural y sus conceptos satélite: pluralismo, mestizaje y polifonía cultural.

«Multiculturalismo» es, para Santos, un término polémico y cargado de tensiones que se refiere a la coexistencia de grupos considerados culturalmente diferentes en el ámbito de las sociedades modernas. Aunque existen diferentes formas de enfocar el fenómeno multicultural, el sociólogo distingue básicamente aquellas versiones que tienen un sentido conservador y las tendencias animadas por una intención progresista y emancipadora. Así, el multiculturalismo conservador, cuya versión más extrema es el multiculturalismo colonial, reconoce en cierto modo las prácticas, usos y costumbres de los otros pueblos, pero siempre subordinándolos a los modos de pensar y actuar de la cultura dominante. Es, por tanto, un multiculturalismo jerárquico porque admite la existencia de otras formas y manifestaciones culturales, pero considera que no todas son iguales ya que a unas las juzga inferiores respecto a la cultura propia, autoconcebida como el sistema simbólico de referencia: homogéneo, completo, acabado, adelantado, superior y universal. En la práctica, este tipo de multiculturalismo tiende a adoptar políticas asimilacionistas, normalmente con respecto al modelo de familia, escuela, lengua y la religión. El objetivo de los modelos asimilacionistas es el homogeneizar los hábitos y prácticas de los grupos minoritarios de acuerdo con los patrones culturales de la comunidad dominante.

El multiculturalismo emancipador o progresista que defiende Boaventura de Sousa, en cambio, está basado en el reconocimiento recíproco entre culturas e identidades, sin la necesidad de haber una cultura dominante que amolda, dicta, impone y normaliza los hábitos culturales y las reglas de convivencia. Para ello adopta un punto de vista antiesencialista que considera que las culturas son realidades abiertas, dinámicas y conflictivas. Aspira, pues, a articular una nueva relación entre el principio de la igualdad y el de la diferencia. Así, por un lado, esta versión del multiculturalismo asume el valor de la igualdad política, económica y social como una de las principales metas de la práctica política, que se traduce en una demanda de igualdad de oportunidades y una redistribución social más justa, sobre todo en la esfera económica. Ésta es una de las condiciones imprescindibles para poder desarrollar con independencia el derecho a la propia cultura y, en consecuencia, el derecho a la diferencia, pues éste, si se entiende en un sentido verdaderamente emancipador y progresista, exige una redistribución social de la riqueza.

Por otra parte, el multiculturalismo emancipatorio también es consciente de que la igualdad por sí misma no es suficiente, por eso reclama que el derecho a la igualdad esté bien articulado con el derecho a la diferencia. En virtud de ello, no tan sólo reconoce las diferencias externas entre las culturas, sino también las diferencias internas de cada cultura. Es más, afirma la posibilidad de construir una vida en común más allá de las diferencias por medio de la celebración de diálogos interculturales de conocimiento y reconocimiento a través de los cuales las culturas en diálogo aprendan a respetar las diferentes concepciones de la vida y la dignidad humanas. Desde este punto de vista, Boaventura de Sousa formula el principio ético que debería servir de brújula a todas políticas de la igualdad y la diferencia elaboradas desde los parámetros del multiculturalismo emancipatorio. Es aquello que él mismo llama «imperativo transcultural» y que expresa en los siguientes términos: «Tenemos el derecho a ser iguales cada vez que la diferencia nos inferioriza y a ser diferentes cuando la igualdad nos descaracteriza» (Santos, 2005a:284). De esta manera, si aceptamos los principios del imperativo, estaremos en condiciones de construir relaciones inter e intraculturales en las que las diferencias no sean sinónimas de inferioridad, sino que podremos establecer «diferencias iguales» que permitan «reconocimientos recíprocos».

Diálogo intercultural y derechos humanos

Para transformar los derechos humanos en un proyecto ético guiado por la racionalidad cosmopolita provisto de legitimidad a escala local, nacional y global es necesario superar el enfoque que los convierte en un club restringido a socios varones, blancos, heterosexuales y de ideología liberal-burguesa. Tal y como afirma la filósofa del derecho María José Fariñas Dulce (1997:16), hace falta llevar a cabo una

    Crítica ideológica a la sobreideologización dominante en el ámbito de los derechos humanos, la cual utiliza su propia y unilateral interpretación de la realidad como mecanismo de control y cohesión social, al igual que como medio de dominación política, cultural, económica y medioambiental.

Esto significa, desde los parámetros de la sociología crítica de Boaventura de Sousa Santos, afrontar y corregir el desperdicio de experiencia social y cultural que hoy deslegitima los derechos humanos.

Por esta razón, Santos (1997, 2005a) propone un procedimiento epistemológico llamado «hermenéutica diatópica». Se trata de un ejercicio de diálogo intercultural destinado a crear reciprocidad y inteligibilidad entre culturas de forma que sus aspiraciones, necesidades y prácticas se puedan hacer comprensibles para los participantes. La hermenéutica diatópica, además de promover el encuentro entre universos simbólicos diferentes, permite crear un canal de comunicación y delimitar zonas de contacto interculturales a partir de las cuales identificar preocupaciones compartidas sobre los valores y normas que rodean las diferentes concepciones de la dignidad del ser humano, no siempre expresadas en términos de derechos humanos. Así, a través de este método, se genera un acto creativo, abierto y permeable, cuya finalidad no es la de adaptar un mensaje cultural a categorías mentales ajenas, sino la de identificar y valorar positivamente aquellos elementos y experiencias que pueden contribuir a intensificar la relación dialógica.

El concepto clave sobre el que sostiene la hermenéutica diatópica es la noción de topoi. Son las premisas fuertes de argumentación, evidentes e irrefutables, de una determinada cultura que hacen posible la producción y el intercambio de argumentos. Dicho de otra manera: son los parámetros o elementos estructurantes de la argumentación. No se caracterizan por su verdad o falsedad, sino por estar dotados de una gran fuerza persuasiva, por lo que normalmente constituyen opiniones, lugares comunes o puntos de vista ampliamente aceptados por los miembros de una comunidad cultural. Es sobre ellos que debe recaer el diálogo. La idea fuerte que Santos sostiene en este aspecto es que no se pueden comprender con facilidad las ideaciones y construcciones de una cultura a partir de los topoi de otra. De hecho, cuando los topoi de una cultura son utilizados por una cultura diferente a la que los ha producido, corren el riesgo de perder su condición de premisas de argumentación lógica para volverse meros argumentos.

Ante esta dificultad, Santos establece el principio normativo de incompletud cultural por el que se rige la hermenéutica diatópica. Según este principio, el diálogo intercultural, para que se realice en pie de igualdad, sólo puede ser ejercitado si se acepta de buen grado que los topoi, y la cultura de la que forman parte, son siempre incompletos y parciales. Es una idea costosa de asimilar porque los grupos culturales presentan una cierta tendencia a buscar la completud cayendo muchas veces en el peligro del etnocentrismo, el fundamentalismo cultural o en el error de confundir la parte con el todo, como hace la razón metonímica. El carácter incompleto de las culturas pone de manifiesto que pueden ser enriquecidas con la experiencia del encuentro y el diálogo. Es, de hecho, este sentimiento de incompletud el motor que impulsa al diálogo y a la interacción de culturas. Ahora bien, el objetivo principal de la hermenéutica diatópica, en coherencia con sus principios, no es el de alcanzar la completud cultural a través del diálogo, aspiración imposible, sino promover la permanente conciencia de incompletud estableciendo mecanismos de encuentro y (re)conocimiento que estimulen la complementariedad intercultural.

Santos (1997) considera que la transformación conceptual y práctica de los derechos humanos en un instrumento cosmopolita de lucha contra las opresiones tiene que estar guiada por la observación de cinco premisas epistemológicas básicas. En primer lugar, la superación del falso debate entre universalismo y relativismo cultural. Para el sociólogo, ambas posturas filosóficas son inadecuadas porque hacen inviable el diálogo intercultural. Constituyen dos posiciones radicales que pueden conducir al etnocentrismo o a ver las diferentes realidades culturales como si fueran totalidades cerradas y absolutas. Mientras que el universalismo cultural enmascara un localismo occidental globalizado, el relativismo, por su parte, niega la posibilidad de construir acuerdos culturales, es decir, de diseñar futuros compartidos y se muestra escéptico respecto a la comprensión cultural mutua. Santos critica el espíritu del relativismo con el argumento según el cual todas las culturas, a pesar de su carácter relativo, comparten preocupaciones antropológicas significativas y tienen valores últimos que, en su anhelo de completud, tienden a definir como universales.

La concepción cosmopolita de los derechos humanos defendida por Santos, que aspira a convertirse en una nueva universalidad para los derechos humanos en el siglo xxi, no puede estar fundada en un universalismo monológico y monocultural con pretensiones de imperialismo cultural. Sólo puede ser, por el contrario, fruto de universalismo dialógico e intercultural que ve al otro como a un igual, pero que también reconoce y respeta sus diferencias. Así, «un balanceado mestizaje intercultural de preocupaciones y conceptos es el equivalente multicultural de la universalidad de una sola cultura» (Santos, 2000:270-71).

En segundo lugar, la constatación que todas las culturas poseen concepciones de dignidad humana, aunque no todas ellas las expresen en el lenguaje de los derechos humanos. Pero también, puede añadirse, la constatación de que todas ellas poseen concepciones de justicia, igualdad, libertad y solidaridad que igualmente son expresadas de formas distintas. Así, por ejemplo, los musulmanes pueden fundar sus luchas por la igualdad y el reconocimiento en el concepto de umma -comunidad-; las religiones de la interioridad, como el budismo y el hinduismo, pueden hacerlo por medio del concepto de dharma - armonía cósmica-; muchos africanos las construyen sobre el concepto sudafricano de ubuntu -interdependencia-, plasmado de manera magistral en la máxima «Yo soy si tú eres», del arzobispo sudafricano y Premio Nobel de la Paz 1984 Desmond Tutu; algunos pueblos indígenas de América Latina se apoyan en el concepto quechua de pachakuti, que remite al momento de caos que posibilita transformaciones cósmicas radicales. Dada esta multiplicidad de lenguajes sobre la dignidad humana, uno de los retos más importantes del diálogo intercultural es el de descubrir preocupaciones comunes que sobre ella están presentes en la diversidad cultural humana.

La tercera premisa establece el argumento según el cual todas las culturas son incompletas y problemáticas en lo que respecta a sus concepciones de dignidad humana. Ampliar al máximo su conciencia de incompletud cultural mediante la interacción entre ellas es el mayor desafío para la reconstrucción de una concepción mestiza y emancipadora de los derechos humanos, «una concepción que, en lugar de restaurar falsos universalismos se organice a sí misma como una constelación de significados locales mutuamente inteligibles y de redes que transfieran poder a referencias normativas» (Santos, 1998b:357).

En cuarto lugar, las culturas poseen diferentes versiones de la dignidad humana y la vida digna. Cada una de ellas tiene un mayor o menor grado de amplitud que condiciona su apertura a otras manifestaciones culturales. En razón de ello, entre las diversas concepciones de las que se disponen, hay que identificar aquellas que más aceptan las particularidades de otras culturas, de forma que permiten crear un círculo de reciprocidad más amplio y promueven un mayor reconocimiento de la alteridad.

En quinto y último lugar, todas las culturas tienen tendencia a distribuir a las personas y a los grupos sociales por vía de dos principios competitivos y de pertenencia jerárquica: la igualdad y la diferencia. Así, las personas son divididas socialmente en dos grandes grupos: los iguales, por un lado, y los diferentes, por el otro. Santos no es partidario de distinguir entre políticas específicas de afirmación de la igualdad y políticas de reconocimiento de las diferencias. Más bien, para conseguir una política emancipadora de los derechos humanos los dos principios han de estar estrechamente conectados, lo cual presupone la aceptación del imperativo transcultural anteriormente mencionado.

El diálogo intercultural permitirá la emergencia de una «ecología de saberes» (Santos: 2005a: 163; 2002b:32), concepto epistemológico que hace referencia a una relación de diálogo y convivencia entre saberes de orígenes diferentes, particularmente entre el conocimiento científico y otros saberes, como la sabiduría popular, los conocimientos indígenas o el saber campesino. Con la inclusión en el canon epistémico de prácticas y conocimientos desacreditados o marginados por la racionalidad indolente no sólo se está reconociendo, de hecho, la diversidad epistemológica del mundo, sino que además se está realizando un acto justicia cognitiva global. Dicho de otro modo: se reconoce y repara la situación según la cual existe una desigualdad real entre conocimientos rivales fruto de una relación jerárquica entre ellos. Ésta es una cuestión clave a la hora de forjar una concepción emancipadora e intercultural de los derechos humanos, pues para Santos (2005a:185): «La justicia social global no es posible sin una justicia cognitiva global».

A modo de conclusión: derechos humanos y emancipación social

El concepto de emancipación social, en la teoría política y social de Boaventura de Sousa Santos, hace referencia a «toda acción que busca desnaturalizar la opresión (muestra que ésta, además de injusta, no es ni necesaria ni irreversible) y la concibe como las proporciones en las que puede ser combatida con los recursos a mano» (Santos, 2008b:40). No se trata, por tanto, de una formulación abstracta y desarraigada de sus condicionantes históricos, sino de una concepción esencialmente contextual y relacional que aspira a transformar en democráticas relaciones asimétricas o intercambios desiguales entre las personas.

La vía privilegiada para reconstruir la emancipación social es un conjunto de luchas y procesos que tienen un sentido liberador y democratizador: el de «identificar relaciones de poder e imaginar formas prácticas de transformarlas en relaciones de autoridad compartida» (Santos, 1998b:332). Estas luchas se organizan a partir de iniciativas locales y globales de grupos sociales, pueblos y culturas subalternas que, a través de redes de alianzas y coaliciones cosmopolitas e insurgentes, tratan de resistir las múltiples opresiones, la descaracterización cultural y la exclusión social que la razón indolente causa a través de la globalización hegemónica, poniendo las bases para la construcción de otro mundo posible digno de la condición humana.

Aunque Santos utiliza explícitamente el término emancipación social, en sus escritos políticos y sociales este concepto no es abordado sólo desde una dimensión económica, política y cultural, sino que adopta una perspectiva más amplia que remite a una transformación integral, individual y social. Ésta puede tener lugar si somos capaces de transformar sujetos conformistas e irreflexivos en sujetos inconformistas y rebeldes que excaven en la basura cultural producida por la modernidad occidental. Guiados por el principio de solidaridad, que les empuja a reivindicar la dignidad de la basura, estos hombres y mujeres rebeldes trazan un mapa emancipador consistente en el establecimiento de procesos democratizadores en los distintos espacios de relaciones sociales: la casa, la escuela, el trabajo, el mercado económico, el barrio, la iglesia, entre otros. No hay, por tanto, emancipación, sino emancipaciones. Estos procesos de «democracia sin fin» (Santos, 1998b:340), de democracia radical y participativa, están orientados a fomentar la autonomía personal y la participación directa en la toma de decisiones en la producción y disfrute de las creaciones materiales y simbólicas de la sociedad.

El concepto de emancipación social propuesto por Boaventura de Sousa adquiere, de este modo, la dimensión de una emancipación general que permitirá a hombres y mujeres expresar al máximo su creatividad y capacidades a través de una nueva forma de relacionarse con el mundo y las personas. Conecta, en este sentido, con la concepción marxista de emancipación humana expuesta en Sobre la cuestión judía (1843). En esta obra, el joven Marx (1982:483) afirma que «toda emancipación es la reducción del mundo humano, del mundo de las relaciones, al hombre mismo». Y el ser humano, en la antropología marxista, es un ser social y comunitario que debe liberarse de las limitaciones y constricciones sociales que impiden el pleno desarrollo y autorrealización de sus potencialidades.

Como he tratado de sostener, los derechos humanos constituyen uno de esos campos de lucha social e ideológica para la emancipación humana. Con la crítica a la concepción hegemónica de los derechos humanos lo que está en juego es una batalla por el significado del ser humano y su dignidad. El filósofo del derecho Joaquín Herrera Flores (2000:iv) lo ha expresado de manera excelente al afirmar que los derechos humanos «son el conjunto de procesos (normativos, institucionales y sociales) que abren y consolidan espacios de lucha por la dignidad humana». Uno de los grandes desafíos al que se enfrentan los derechos humanos a comienzos del siglo xxi es la plena asunción de este ideal emancipador y democrático. Los derechos humanos, si realmente quieren convertirse en el «lenguaje común de la humanidad», no pueden estar fundados en la creencia de una epistemología limitada, indolente y colonial según la cual la humanidad occidental es el reflejo de la humanidad universal. La parcialidad, la singularidad y la incompletud de cada cultura no pueden ocultarse por medio de una retórica universalista que destruye la diversidad humana transformando a los demás en nosotros mismos.

Para que los derechos humanos puedan ser el sueño colectivo de toda la humanidad y dar cuenta de la pluralidad de experiencias humanas, es necesario que «nosotros los pueblos», parafraseando el Preámbulo de la Carta de Naciones Unidas (1945), seamos los protagonistas de las políticas cosmopolitas de los derechos humanos. La principal contribución de los pueblos a la cultura de los derechos humanos es su lucha por la dignidad y la diversidad humanas en sus múltiples versiones y lenguajes, que es, en el fondo, la lucha por la justicia social y cognitiva. A través de ella, el universalismo europeo proyectado por la racionalidad indolente sobre los derechos humanos podría ser substituido por un «universalismo universal» (Wallerstein, 2007:13) o, si se prefiere, un «universalismo de contrastes, de entrecruzamientos, de mezclas» (Herrera Flores, 2000:77). A diferencia del universalismo europeo, el universalismo de mezclas está construido desde la solidaridad liberadora, aquella recíproca e interdependiente que genera elementos para la participación conjunta a partir de la cual escuchar la voz del otro, descolonizar los derechos humanos y trenzar, en consecuencia, lazos multicolores para diseñar futuros compartidos más justos y democráticos.


Pie de página

3Tomo el concepto de «campo» de cuerpo teórico del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Se trata de un concepto referido a un espacio históricamente constituido, estructurado y relativamente autónomo de relaciones sociales de fuerza en el que compiten agentes o instituciones con intereses y posturas enfrentadas a fin de imponer el dominio de sus categorías de sentido y representación. Es, por tanto, un espacio social de disputa simbólica y relaciones de poder.
4Un tratamiento exhaustivo de los conceptos de «hegemonía» y «contrahegemonía» requeriría hacer una génesis de estas nociones en la historia de la filosofía política occidental, desde las formulaciones originales de Lenin y Gramsci hasta las de teóricos contemporáneos. Dado que esta empresa supera los objetivos de este trabajo, me limitaré a decir que la hegemonía, tal y como la tematizó Gramsci, engloba aspectos económicos, ideológicos, políticos, culturales y morales. Se trata del liderazgo o la dominación cultural e ideológica de un grupo social sobre otro. La contrahegemonía, por su parte, en términos generales, hace referencia a una colectividad heterogénea de individuos y grupos sociales con un cierto grado de organización que lucha por transformar o alterar en clave liberadora las estructuras sociales dominantes. El hecho de hablar de contrahegemonía, como su nombre indica, señala que ésta no es una mera hegemonía alternativa, sino la respuesta de una colectivo subalterno que expresa su oposición a la hegemonía existente mediante un proyecto social diferente que aspira a convertirse en hegemónico, abriendo espacio a nuevas visiones del mundo.
5Aunque el capítulo VII de la Carta de la ONU no ofrece una definición legal y explícita de este concepto, cabe diferenciarlo de otros con los que podría confundirse, como asistencia humanitaria o auxilio humanitario. Así, mientras que estos últimos son utilizados para referirse a algún tipo de operación no militar, como el envío de medicación o alimentos a zonas en crisis, la intervención humanitaria, en la teoría de las relaciones internacionales suele entenderse, en términos generales, como aquel tipo de acción directa que, con el objetivo declarado de cesar o prevenir graves violaciones de derechos humanos, implica el uso de la fuerza armada o medios coercitivos por parte de un Estado o grupos de Estados más allá de sus fronteras territoriales y sin el permiso del Estado cuyo territorio es objeto de la intervención.


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