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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.69 Bogotá Jan./June 2010

 

Termodinámica, pensamiento social y biopolítica en la España de la Restauración1

Thermodynamics, Social Thinking and Biopolitics in Spain under the Restoration

Termodinâmica, pensamento social e biopolítica na Espanha da Restauração

Stefan Pohl-Valero2
Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia3
spohl@javeriana.edu.co


1Este artículo es un producto parcial de la investigación concluida en octubre de 2007 La «circulación» de la energía: Una historia cultural de la termodinámica en la España de la segunda mitad del siglo XIX, elaborada en el marco del Doctorado en Historia de las Ciencias de la Universidad Autónoma de Barcelona y financiada por la Agència de Gestió d'Adjuts Universitaris i de Recerca (Agaur) de la Generalitat de Catalunya. El artículo también se desprende de la investigación en curso La conformación de los saberes científicos sobre lo social del grupo de investigación Saberes, poderes y culturas en Colombia y financiado por Colciencias para el periodo 2009-2011. Una versión inicial de este texto fue presentada en el congreso El cuerpo: objeto y sujeto de las ciencias humanas y sociales, celebrado en la institución Milà i Fontanals del CSIC (Barcelona, España), enero de 2009. Agradezco a los tres evaluadores anónimos del presente artículo por sus pertinentes observaciones.
2Doctor en Historia de las Ciencias, Universidad Autónoma de Barcelona, España. Ingeniero Mecánico de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.
3Profesor Asistente del departamento de Historia.

Recibido: 23 de febrero de 2010, Aceptado: 15 de marzo de 2010, Documento final recibido: 31 de marzo de 2010



Resumen

En la Europa del último tercio del siglo XIX, la imagen de una máquina térmica, regida por las leyes de la termodinámica, se convirtió en una de las principales metáforas que explicaban el funcionamiento operativo de la sociedad. A finales del siglo XIX, expertos en fatiga, en nutrición y en la fisiología del motor humano buscaron obtener una supuesta solución neutral y objetiva a los conflictos políticos y económicos propios de las ciudades industrializadas, buscando los medios para maximizar la productividad mientras se conservaban las energías de los cuerpos obreros. En este artículo se explorarán algunas de las reformas y proyectos sociales en la España de la Restauración que estuvieron informados por la doctrina del productivismo energético. Se destacará cómo esta doctrina descansaba en una nueva percepción tanto del cuerpo humano como del cuerpo social íntimamente relacionada con un sistema termodinámico, cuestión que a su vez llama la atención sobre la importancia de considerar otros saberes diferentes a los médicos y biológicos en la racionalización y gestión del cuerpo y la población.

Palabras clave: termodinámica, metáforas, hombre-máquina, biopolítica, pensamiento social, España de la Restauración.


Abstract

In the late 19th century Europe, the image of a thermal machine, ruled by thermodynamic laws, became one of the primary metaphors to explain societal operating mechanism. At the end of 19th century, experts in fatigue, nutrition and human motor physiology strove to get a supposedly neutral and objective solution to political and economic conflicts corresponding to industrialized cities, in the quest to maximize productivity while preserving energy within the worker bodies. This paper will explore some of the reforms and social projects in Restoration Spain that were informed by the energetic productivism doctrine. The way this doctrine was based on a new perception of both human body and social body as closely related to a thermodynamic system is highlighted. In turn this point draws attention on the importance of considering other knowledge different to the medical and biological ones to rationalize and manage body and population.

Key words: thermodynamics, metaphors, man-machine, biopolitics, social thinking, Spain under the Restoration.


Resumo

Na Europa do último terço do século XIX, a imagem de uma máquina térmica, regida pelas leis da termodinâmica, tornou-se uma das principais metáforas que explicavam o funcionamento operativo da sociedade. No final do século XIX, especialistas em fadiga, nutrição e fisiologia do motor humano procuraram obter uma suposta solução neutra e objetiva dos conflitos políticos e econômicos próprios das cidades industrializadas, buscando meios para maximizar a produtividade enquanto se conservavam as energias dos corpos dos operários. Neste artigo, aprofunda-se em algumas das reformas e projetos sociais na Espanha da Restauração que foram informados pela doutrina do produtivismo energético. Destaca-se como essa doutrina repousava numa nova percepção tanto do corpo humano como do corpo social, intimamente relacionada com o sistema termodinâmico, questão que, por sua vez, chama a atenção sobre a importância de se considerarem outros saberes, diferentes dos médicos e biológicos, na racionalização e gestão do corpo e da população.

Palavras chave: termodinâmica, metáforas, homem-máquina, biopolítica, pensamento social, Espanha da Restauração.


Introducción

Si al principio de la Ilustración imperó una visión estática y estable del universo, en la que un reloj mecánico era su máxima expresión y representación, durante el siglo XIX una compleja máquina térmica, regida por las leyes de la termodinámica, se convirtió en una de las principales metáforas que explicaban la forma como el universo, la sociedad y el cuerpo humano funcionaban. Propia de la modernidad, la analogía cuerpo-máquina supuso un proceso de cuantificación y matematización intervenida por sucesivos saberes científicos: de la mecánica y la anatomía a la termodinámica y la fisiología.4 Si la máquina del siglo XVIII sólo era capaz de producir trabajo a partir de una acción externa, la máquina del siglo XIX estaba regulada por un principio dinámico interno, convirtiendo combustible en calor y este a su vez en trabajo. Como ha notado el filósofo Michel Serres, la termodinámica sacudió el mundo tradicional y forjó uno nuevo basado en el concepto moderno de energía y calor. Este nuevo mundo reemplazó el universo newtoniano de relaciones mecánicas fijas y de una sociedad agraria de molinos de viento e hidráulicos por una sociedad mediada por la cultura del vapor y el efecto mecánico de la energía cinética (Serres, 1982: 36-71).

Gracias a esta metáfora, las leyes de la termodinámica articularon de forma profunda el pensamiento social de finales del siglo XIX. En el contexto cientifista del siglo XIX -en medio del proceso de profesionalización y especialización de la ciencia- la creciente autoridad científica jugó un papel importante en la configuración y legitimación una compleja variedad de creencias religiosas, políticas y culturales.5 Y es justamente a través de metáforas, alegorías y demás recursos retóricos que el cientifismo opera como un elemento de poder. Este tipo de figuras retóricas son un ejemplo del arsenal de tropos y esquemas que le dan forma y permiten expresar y transmitir las ideas científicas a otros ámbitos de la sociedad. Como han destacado los lingüistas Greg Myers y Bruce Clarke, al estudiar este comercio de recursos retóricos entre la termodinámica y las ciencias sociales y las humanidades, características del mundo social y cultural sirvieron para explicar públicamente los nuevos conceptos de la energía, los cuales, una vez divulgados y asimilados culturalmente, sirvieron para ejemplificar cómo debían funcionar algunos aspectos de la sociedad. Las metáforas son entendidas entonces como poderosos recursos discursivos que le proporcionan estructuras figurativas y fuerza persuasiva a las historias que cuenta la ciencia a través de la comunicación pública del conocimiento (Myers, 1989; Clarke, 2001).

Los historiadores de la ciencia han llamado la atención sobre los recursos culturales presentes en la emergencia de la termodinámica. La cultura y tecnología industrial, la economía política, percepciones y metáforas sociales y teológicas influyeron el pensamiento de los filósofos naturales que formularon las leyes de la termodinámica y que definieron el concepto clave de la física de finales del siglo XIX: la energía (Cardwell, 1971; Kuhn, 1982; Smith, 1998; Wise, 1989-90). Adicionalmente, algunos filósofos, historiadores culturales y críticos literarios han explorado el impacto que generó una imagen de la naturaleza articulada por las leyes de la termodinámica en la concepción moderna de la sociedad, la cultura y la economía (Brush, 1978; Clarke, 2001; Mirowski, 1989; Myers, 1989; Rabinbach, 1992; Serres, 1982). Así como el término «darwinismo social» expresa las influencias e implicaciones sociales y culturales del darwinismo -la interacción entre teorías biológicas y teorías sociales–, y en el que las férreas fronteras entre lo científico y lo social parecen difuminarse (Young, 1985; Bowler, 1993; Paul, 2003; Richards, 2003), igualmente podríamos hablar de la termodinámica social a la hora de explorar el tránsito de sus leyes entre el orden natural y el orden social. Como ha destacado Greg Myers, «la termodinámica, al igual que el darwinismo, ha estado entrelazada con el pensamiento social, influenciada por él e influenciándolo desde su misma emergencia» (Myers, 1989: 307). No obstante, pocos historiadores incluyen en sus narrativas las implicaciones epistemológicas, sociales e ideológicas de la termodinámica. A diferencia del darwinismo y la biología en general, las relaciones entre cultura, poder y física –y en particular los conceptos de la energía- son poco frecuentes tanto en los libros sobre historia de la ciencia del siglo XIX, como en los estudios sobre la forma como el cuerpo humano y social ha sido conceptualizado, representado e intervenido en la modernidad.6

Este artículo explora entonces un caso específico en el que la metáfora de la sociedad y del cuerpo humano como una máquina térmica permitió que las leyes de la termodinámica operaran como un importante recurso discursivo y conceptual en la configuración y legitimación de reformas sociales propuestas por líderes intelectuales de la Restauración española. Esto a su vez, permite señalar nuevas vías de investigación en torno al papel de la física como saber y práctica científica que permitió instaurar nuevas tecnologías de gobierno sobre la población y los individuos.

Metáforas para gestionar la sociedad

Una mirada detallada a la cultura científica del siglo XIX revela un importante paralelo entre el darwinismo y la termodinámica y la forma como estas teorías informaron la gestión y control de las sociedades modernas. Relacionadas con el darwinismo, teorías como la eugenesia se convirtieron en poderosos movimientos sociales en los albores del siglo XX. Para pensadores como Herbert Spencer o Francis Galton las metáforas biológicas informaron y justificaron la forma como debía organizarse la sociedad y gobernar la vida. Spencer argumentaba que la sociedad debía fundamentarse en el principio natural de la «lucha por la existencia». Así, en el contexto inglés de la segunda mitad del siglo XIX, se utilizó la autoridad de la ciencia para justificar una serie de valores propios de una sociedad liberal industrializada, tales como el laissez faire: Si la evolución (como algo progresivo) funcionaba gracias a la selección natural de los individuos más aptos en su lucha por la supervivencia, entonces el progreso social estaría asegurado si se permitía que una lucha semejante seleccionara a los mejores individuos de cada generación. Por lo tanto, el gobierno no debía intervenir en el bienestar e igualdad de los individuos de la sociedad, sino dejar que ellos luchasen por superarse; esa era la mejor forma de lograr el progreso social (Bowler, 1993: 61-69).

A su vez, la eugenesia se basaba inicialmente en la idea neolamarckiana de que los rasgos adquiridos de los seres humanos se heredan de padres a hijos. Así, la debilidad mental, la locura, el alcoholismo, o el pauperismo se heredarían de forma directa. Una vez desarrollada la teoría del plasma germinal y la genética mendeliana, en varios países se adoptó un fuerte determinismo biológico en el que se argumentaba que aunque se mejorara la educación o se cambiara el entorno, lo que realmente determinaba el comportamiento de una persona era su herencia genética. En el ambiente pesimista de fin-de-siècle, el ideal de progreso indefinido estaba siendo cuestionado por una visión de degeneración y retroceso. Por ejemplo, para Galton, primo de Darwin, las sociedades industriales habían evitado que la selección natural siguiera su curso, ya que, además de los adelantos de la medicina, los pobres y «degenerados» se hacinaban y sobrevivían en suburbios donde se reproducían rápidamente y elevaban el nivel de herencia «menos apta» en el conjunto de la población. Galton, fundándose en datos estadísticos, abogaba por implementar un programa de selección artificial en el que se evitara que los individuos «perniciosos» se reprodujeran de forma incontrolada (Kevles, 1997: 3-19). En definitiva, basándose en teorías biológicas y muestreos estadísticos poblacionales, se generó toda una serie de programas para gestionar con eficiencia a la población y así evitar su supuesta degeneración y lograr su máximo progreso y productividad.7 Tal como lo resume Michel Foucault, en la segunda mitad del siglo XIX se articuló de forma profunda un vínculo entre la teoría biológica y el ejercicio de poder:

    En el fondo el evolucionismo, entendido en un sentido amplio -es decir, no tanto la teoría misma de Darwin como el conjunto, el paquete de sus nociones (como jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución, lucha por la vida entre las especies, selección que elimina a los menos adaptados)-, se convirtió con toda naturalidad, en el siglo XIX, al cabo de algunos años, no simplemente en una manera de transcribir en términos biológicos el discurso político, no simplemente en una manera de ocultar un discurso político con un ropaje científico, sino realmente en una manera de pensar las relaciones de la colonización, la necesidad de las guerras, la criminalidad, los fenómenos de la locura y la enfermedad mental, la historia de las sociedades con sus diferentes clases, etc. En otras palabras, cada vez que hubo enfrentamiento, crimen, Iucha, riesgo de muerte, existió la obligación literal de pensarlos en la forma de evolucionismo (Foucault, 1997: 232).

Siguiendo estos planteamientos de Foucault, algunas investigaciones en diferentes contextos geográficos han destacado el tránsito de los discursos intelectuales de la moral, la gramática y la literatura a los de la medicina y la biología en el proceso de diagnosticar y controlar los males de la población y así mejorar la disposición del trabajo de la clase obrera (Vázquez García, 2009; Castro-Gómez, 2007; Pedraza, 2004). Los médicos y los biólogos -y los saberes científicos tradicionalmente relacionados con ellos- parecen ser protagonistas principales en la fuente de recursos para el gobierno de la vida moderna (natalidad, salud, sexualidad, alimentación, vivienda, etc.). En el contexto particular español, la llamada administración biopolítica ha sido caracterizada en la última parte del siglo XIX como una «bioploítica interventora» en la que luego de apostar por una suerte de autorregulación natural de la población y la sociedad civil («biopolítica liberal clásica»), el Estado adoptó una intervención más explícita en los procesos biológicos, económicos y civilizatorios de la población y los individuos, siendo la biología (eugenesia) y la estadística saberes fundamentales en este proceso (Vázquez García, 2009: 16).

No obstante, la idea de gestionar e intervenir con eficiencia los cuerpos de los trabajadores se desprendió adicionalmente de los sistemas fabriles típicos de las sociedades industriales del siglo XIX.8 El sistema fabril, basado en la máquina de vapor y en un régimen de producción estricto, se convirtió en un modelo de regularidad, orden, control y disciplina; en este sentido, también representó una metáfora para la sociedad y sus relaciones (Randall, 1994: 59-60). Pero además del papel de la máquina de vapor como elemento clave en la articulación del sistema fabril como tecnología disciplinaria, el nuevo saber termodinámico que informó el funcionamiento de esta máquina operó igualmente como dispositivo de regulación de la población, como dispositivo biopolítico.9 En otras palabras, además de la teoría biológica, la termodinámica se instauró como un saber fundamental a la hora de pensar las relaciones de poder; un poder-saber que se convirtió en agente de transformación y administración de la vida humana.

En efecto, la idea de optimizar y controlar a la población decimonónica estuvo íntimamente relacionada con la concepción moderna de la sociedad y sus individuos como una máquina térmica regida por las leyes de la termodinámica. Una vez divulgadas y asimiladas culturalmente estas leyes, la analogía cuerpo-máquina adquirió un nuevo significado basado en la nueva ciencia del calor. La productividad y la necesidad de evitar el desgaste del motor humano se convirtieron en una obsesión de la sociedad industrial de finales del siglo XIX y principios del XX, transformando el concepto moderno de trabajo y de sociedad. Para ilustrar lo anterior se expondrá brevemente el desarrollo histórico de la termodinámica y el importante papel que jugó este saber en el gobierno de la vida moderna europea de finales del siglo XIX.

La termodinámica fue una ciencia que se desarrolló a mediados del siglo XIX y que aportó una nueva comprensión sobre el funcionamiento de la máquina térmica. Diferentes fenómenos físicos como el calor, la luz o la electricidad dejaron de ser interpretados como agentes diferentes de la naturaleza -y que anteriormente se habían considerado como fluidos imponderables independientes-, para ser interpretados como diferentes manifestaciones de una misma energía fundamental. A partir de experimentos realizados por filósofos naturales y fisiólogos sobre la transformación de calor en trabajo se articuló la primera ley de la termodinámica. Esta ley le otorgó un estatuto científico al concepto de energía, haciendo posible su cuantificación y definiendo la imposibilidad de su creación o su destrucción. A su vez, la segunda ley de la termodinámica establecía que en los procesos en los que la energía se transformaba, parte de ésta tendía a disiparse en forma de calor. La cantidad de energía disponible para realizar trabajo disminuía inexorablemente en los sistemas cerrados. Este incremento de desorden en un sistema termodinámico fue acuñado por el físico alemán Rudolf Clausius con el término de entropía.10 En resumen, Clausius sintetizó las dos leyes de la termodinámica de la siguiente forma: «La energía del universo es constante. La entropía del universo tiende a un máximo» (Clausius, 1865: 400). El buen funcionamiento de una máquina dependía, entonces, de lograr su máxima eficiencia energética, esto es, que la máxima cantidad posible de calor se transformara en trabajo y que se disipara la menor cantidad posible de energía. Tal como lo destacó el historiador Crosbie Smith, la nueva ciencia de la energía logró una redefinición del mapa disciplinario de la física y de las ciencias de la vida (Smith, 1998: 3), estableciéndose firmemente, a finales del siglo XIX, el principio de la conservación de la energía en el pensamiento biológico.11 La ciencia de la vida, así como la ciencia de las máquinas, quedaron entonces subordinadas a los mismos requerimientos teóricos articulados por la termodinámica (Albury, 1997: 264-265).

Una nueva visión de la sociedad y de sus individuos como una máquina térmica se empezó a consolidar en la mentalidad de los líderes intelectuales de finales del siglo XIX. La optimización del motor humano se convirtió en un objetivo esencial para el progreso de la sociedad. Desde esta perspectiva, la ley de la entropía aplicada a la máquina humana se tradujo en el concepto de fatiga. Si hasta la primera mitad del siglo XIX la resistencia al trabajo era condenable en términos morales relacionados con la pereza, dentro del nuevo paradigma energético, la fatiga representó la principal causa de resistencia al trabajo. La primera ley de la termodinámica parecía demostrar que existían cantidades ilimitadas de recursos energéticos esperando ser utilizados para el progreso indefinido de la humanidad. Pero la segunda demostraba que, en cada proceso de transformación, parte de esa energía dejaba de ser aprovechable. En la medida que el cuerpo humano se identificó como un mecanismo que convertía energía en trabajo, la idea de entropía fue aplicable a la actividad humana. La capacidad de trabajo de las personas estaba restringida por una ley natural y era cuantificable (Rabinbach, 1992; especialmente capítulo 2).

El concepto «fuerza de trabajo» (Arbeitskraft), acuñado por el físico y fisiólogo alemán Hermann von Helmholtz y desarrollado por Karl Marx, reflejó este paradigma termodinámico. El cuerpo era el sitio donde la fuerza de trabajo -una forma de energía- era convertida en la energía requerida para hacer funcionar el sistema fabril de las nuevas ciudades industriales. El médico ucraniano Sergei Podolinsky, seguidor de las ideas socialistas de Marx, reflejaba en la década de 1880 su interpretación termodinámica de la teoría de la producción marxista (plusvalía y la acumulación de capital):

    De acuerdo a la teoría de la producción formulada por Marx y aceptada por los socialistas, el trabajo humano, expresado en el lenguaje de la física, acumula en sus productos una mayor cantidad de energía que la que es consumida en la producción de la fuerza de trabajo de los obreros (Podolinsky, 2004: 61).

Este concepto de fuerza de trabajo se convirtió así en una mera medida energética, en un valor físico completamente separado de los aspectos sociales de las formas y condiciones del trabajo. La llamada «cuestión obrera» pareció entonces un problema solucionable exclusivamente a través de las ciencias naturales. A finales del siglo XIX y principalmente en Alemania y Francia, expertos en fatiga, en nutrición y en la fisiología del motor humano buscaron obtener una supuesta solución «neutral» y objetiva a los conflictos políticos y económicos propios de las ciudades industrializadas (Rabinbach, 1992). Esta aproximación científica buscó los medios para maximizar la productividad mientras se conservaban las energías de las clases trabajadoras. Diversas reformas sociales relacionadas con los programas de higiene social, nutrición, la búsqueda de las formas más eficientes de entrenamiento militar y de la pedagogía, la legislación de accidentes industriales, el sistema de pago a los obreros y la duración del día laboral, estuvieron informadas por la doctrina del productivismo energético (Cullather, 2007; Rabinbach, 1992; Vernon, 2007), la cual uno de sus principales representantes, el químico, industrial y filósofo social belga Ernest Solvay, no dudó en llamar «el equivalente social de la energética» (Solvay, 1879: 21) y que múltiples pensadores sociales integraron a sus marcos conceptuales de análisis.12

Termodinámica social en la España de la Restauración

Aunque enmarcado en el acelerado proceso industrializador propio de países como Alemania o Francia, este productivismo energético se reflejó igualmente en la España de la Restauración. En 1884, el químico español Laureano Calderón expresaba en una conferencia dada en el Ateneo de Madrid, uno de los principales centros culturales españoles de la época, su firme convicción de que la nueva ciencia de la termodinámica aportaba la base fundacional para resolver los apremiantes problemas de la sociedad. Sus palabras reflejaban las implicaciones e influencias que la nueva teoría del calor estaba generando en el pensamiento social de la época:

    Llegará un día en que el fisiólogo podrá predecir al examinar un recién nacido cuáles son los caracteres de aquella complicada máquina, cuáles sus resortes y cuántas sus energías, qué defectos existen en aquel organismo y á qué cualidades morales corresponden; y entonces á la obra hoy colectiva, empírica y brutal de la pedagogía, se sustituirá un trabajo paciente, detenido, con el que se procurará equilibrar en lo posible facultades destinadas á eterna lucha ó á completa inutilidad. La obra del derecho será entonces clara y precisa, y la sociedad, al reconocer la suma de energía de que cada hombre dispone, la proporción en que sus aptitudes se hallan combinadas, el medio en que realiza su existencia, el influjo de la herencia y hasta de las condiciones materiales de su vida; la sociedad, decimos, podrá fijar los límites en que la acción del sujeto haya de desenvolverse, y no exigirá de él responsabilidades que tal, determinado individuo no podrá acaso aceptar jamás. No caerá en el error de pedir á una máquina viciosamente construida la regularidad en la marcha que el principio teórico supone en la máquina ideal, ni cometerá el absurdo de esperar que sanción penal alguna fuera capaz de hacer de Nerón un Marco Aurelio ni de Lais una Lucrecia (Calderón, 1884: 131).

El hecho de que la sociedad y el cuerpo de sus individuos se interpretaran como una máquina térmica sirvió de manera idónea para basar en el nuevo concepto de la energía la forma como se debía estudiar y manejar los problemas sociales. Para la nueva ciencia de la sociología, la física, además de la biología, parecían ser entonces sus pilares fundacionales, cuestión que se reflejó claramente en la pregunta rectora de uno de los debates llevados a cabo en el año de 1883 en el Ateneo de Madrid: «¿Son suficientes la ley de la lucha por la existencia en el individuo, y el principio de conservación de la energía en el organismo social para constituir la Sociología moderna?» (Jiménez García, 1996: 148).

Este tipo de debates demostraba que la mentalidad de los líderes intelectuales españoles de la Restauración empezaban a operar sobre una nueva rejilla interpretativa que no sólo utilizaba las ciencias naturales para legitimar sus discursos sociales y políticos, sino que incorporaba efectivamente en su pensamiento social una concepción energética que vinculaba la productividad y las reformas sociales a través de las mismas leyes naturales de la energía. Como veremos a continuación, debates sobre el liberalismo económico, la «cuestión obrera», las desigualdades sociales, la higiene y, en general, sobre la naturaleza del cuerpo humano y social operaron bajo la idea de que esos cuerpos y esa sociedad eran análogos a un sistema de producción termodinámico y que su progreso era mesurable en términos energéticos.

Energía y economía

Uno de los principales defensores del librecambismo en la segunda mitad del siglo XIX fue el ingeniero, matemático, político y dramaturgo José Echegaray. Ya en la década de 1860, los abanderados de un mercado internacional sin restricciones arancelarias enfilaban sus baterías para convencer a la opinión pública de los beneficios de su doctrina económica. A través de la prensa y de reuniones públicas se procuró «despertar la atención pública del profundo letargo en que yacía [la doctrina librecambista], aguijoneándola para estimular al Gobierno con tan poderoso acicate, a seguir el impulso que todas las naciones ilustradas de Europa han dado últimamente a esta provechosa clase de reformas [arancelarias]» (Pastor, 1863: vi). Dentro de esta estrategia, el Ateneo de Madrid fue un espacio importante de «propaganda libre-cambista» en el que participaron personajes políticos como Emilio Castelar, José Echegaray, Laureano Figuerola y Segismundo Moret, y que tuvo como consecuencia las reformas arancelarias de 1869 (Vicens Vives y Llorens, 1994: 103).

La transformación de los argumentos esgrimidos por Echegaray en el debate librecambista es una clara muestra del papel que jugó la termodinámica en el mundo económico. En efecto, en la década de 1860 Echegaray atacaba el proteccionismo en términos morales: el hecho de que un consumidor tuviera que trabajar más horas para comprar un mismo producto encarecido por las políticas proteccionistas significaba tiempo perdido en su elevación moral. La corriente filosófica del proteccionismo se basada, según Echegaray, en el materialismo «repugnante» de la época, representando en «economía política lo que el materialismo en filosofía» (Echegaray, 1863: 94-96). Pero en la década de 1880, después de que la termodinámica había sido ampliamente divulgada gracias en gran parte a la propia labor de Echegaray (Pohl-Valero, 2006), este ingeniero podía recurrir a unos nuevos valores, basados en la optimización de la energía, para explicar y defender sus posturas económicas. Echegaray explicaba en sus discursos librecambistas que el funcionamiento de cualquier tipo de industria material se debía entender como la transformación de unas energías en otras. Echegaray señalaba cómo la industria moderna había sabido aprovechar al máximo este tipo de transformaciones, logrando transformar de manera eficiente la energía potencial que se encontraba en la naturaleza. El gran logro de la industria moderna, apuntaba Echegaray, consistía en que los hombres, gastando una cantidad mínima de energía, podían producir en su beneficio una gran cantidad de trabajo (Echegaray, 1881).

Para Echegaray era evidente que esta aproximación a la industria moderna como un sistema de transformación y transporte de energía, en el que se buscaba optimizar el uso de la energía potencial que la naturaleza ofrecía, representaba en última instancia la base científica de la escuela económica del libre-cambio. El libre-cambio seguía las leyes naturales, argumentaba Echegaray, en la medida que buscaba «utilizar la mayor suma posible de la energía potencial diseminada en las fuerzas naturales y disminuir en todo lo que se pueda las fuerzas que el hombre haya de desarrollar sacándolas del fondo de su sér» (Echegaray, 1881: 124). En plena Restauración, Echegaray podía hablar sobre el progreso humano, ya no en términos de elevación moral, sino en términos de eficiencia energética.

La respuesta de los defensores del proteccionismo a los argumentos de Echegaray no hacía sino reforzar la visión energética de la sociedad. El mismo año en que Echegaray defendía en términos termodinámicos el libre-cambio, el abogado Pedro Estasen publicó un libro titulado La protección y el libre cambio: consideraciones generales sobre la organización económica de las nacionalidades y la libertad de comercio (1880). En él, Estasen defendía un sistema económico restringido por el Estado y, al igual que Echegaray, buscaba en argumentos científicos la fuente legitimadora de sus posturas económicas. Para tal fin, recurría constantemente a las analogías científicas. Además de presentar el sistema proteccionista como «una lucha por la existencia» –pero no abandonada a sí misma lo cual llevaría, según Estasen, al exterminio económico, sino como una «concurrencia vital» en la que existiera una cualidad o aptitud protectora-, Estasen aludía a la acumulación de energía como el fin científico del proteccionismo. Sus palabras eran una clara respuesta a los argumentos librecambistas de Echegaray, pero compartían, no obstante, el sentido ético que se le otorgaba al adecuado uso de la energía:

    Con la disminución de la resistencia se gastará menos fuerza, se economizará más fuerza, pero no por eso se creará más fuerza. La energía en el mundo material se acumula, recogiéndola de los grandes centros donde está latente. Acumular fuerza y organizar materia, es preparar la función y la vida; es realizar un acto esencial a la vida; remover los obstáculos, es realizar un acto accesorio (Estasen, 1880: 40).

Ya en la década anterior, Estasen había utilizado la termodinámica como la ciencia fundamental sobre la que se basaba su concepción del positivismo y su defensa del proteccionismo. En unas charlas sobre el positivismo que diera en el Ateneo Barcelonés en 1877, Estasen sostenía que el dinero era análogo a la energía y una sociedad en la que todos tuvieran las mismas libertades y la misma cantidad de dinero lo era a la muerte térmica del universo13 (Estasen, 1877: 221-222). Pero sus argumentos para defender el proteccionismo y una sociedad con libertades restringidas, no fueron bien recibidos por los miembros del Ateneo, quienes, no obstante, compartían con Estasen sus posturas económicas y sociales.14 Aunque para Estasen, la conservación de la energía representaba ya en la década de 1870 la «ley general de los fenómenos físicos, de los biológicos y hasta de los psicológicos o sociales», y por lo tanto era posible aplicar las leyes de las ciencias naturales al mundo social (Estasen, 1877: 228), fue sólo en la siguiente década, una vez consolidada la Restauración, que las leyes de la termodinámica operaron efectivamente en el pensamiento social de la época.

En efecto, a partir de la década de 1880, los discursos sociales y políticos empezaron reflejar de forma evidente la incorporación paulatina de una concepción de la sociedad equiparable a un sistema de producción termodinámico, una sociedad que basaba su progreso en el uso eficaz de sus recursos energéticos. Para diversos líderes intelectuales españoles lograr la máxima utilización de la energía que la naturaleza le dispensaba al hombre se estaba convirtiendo en uno de los nuevos valores de la sociedad liberal de la Restauración.

La solución energética a la «cuestión obrera»

La concepción termodinámica de la sociedad se reflejó, por ejemplo, en los discursos que buscaban encontrar soluciones a la creciente inconformidad de las clases obreras. La «cuestión obrera», fruto de las grandes tensiones sociales que se estaban generando durante esa época, se manifestó de forma acusada en el contexto industrial catalán. Al final de la década de 1870 la burguesía catalana, comprometida con la Restauración Borbónica, vivió una «oleada de prosperidad», lo que se reflejó en el desarrollo industrial de la región y en un periodo de «pacificación social». No obstante, la crisis económica de 1886, la reorganización del movimiento obrero -con el surgimiento de la mayoría de los sindicatos obreros catalanes-, la intransigencia de los patrones industriales, entre otros, propiciaron lo que Vicens Vives ha llamado un cambio de mentalidad en el obrerismo catalán (Vicens Vives y Llorens, 1994: 165-168). Cambio que se tradujo en la consolidación del anarquismo y en posturas radicales y violentas por parte de algunos sectores del movimiento obrero (Termes y Abelló, 1995: 162-164).

En medio de este periodo de grandes tensiones entre la clase obrera y los industriales catalanes, el ingeniero industrial Luis Rouvière representaba un excelente ejemplo de una mirada social basada en la nueva ética de la energía, y que comportaba una serie de valores productivistas que buscaban ser transmitidos e inculcados a los obreros industriales. No era de sorprender que Rouvière, por aquel entonces presidente de la Asociación de Ingenieros Industriales de Barcelona, abogara por fomentar el aumento en la producción de las fábricas catalanas. Pero lo relevante consistía en los argumentos termodinámicos esgrimidos para disciplinar una clase obrera que en ese momento, a los ojos de la burguesía industrial, se agitaba peligrosamente a través de huelgas y diferentes disturbios. En un texto presentado en el Ateneo Barcelonés en 1887, y destinado a las clases populares, Rouvière trataba de demostrar termodinámicamente la inminencia de un diluvio universal que sólo sería evitable en la medida que la tierra lograra generar grandes cantidades de calor. Según Rouvière, en la medida que hubiera más combustiones en la superficie de la tierra, éstas irradiarían energía al exterior haciendo que la energía que recibía la tierra -y que de acuerdo a Rouvière, ocasionaría el diluvio universal– se contrarrestaran. Así, evitar tal catástrofe consistía en buscar las formas más económicas y eficaces de desarrollar calor. En otras palabras, había que optimizar el uso de las fuerzas naturales para aumentar el trabajo industrial y con esto aumentar la riqueza (Rouvière, 1887).

Desde la perspectiva de Rouvière, el universo y la sociedad se volvían un sistema de producción industrial en el que su progreso, tanto material como moral, se basaba en su capacidad de generación y optimización energética. Pero a la vez, esa capacidad de progreso se encontraba seriamente amenazada por un futuro apocalíptico. Rouvière realizaba un esfuerzo desesperado por convencer a la clase obrera y a los patrones industriales de que la única manera de alcanzar la prosperidad de las naciones, y a la vez evitar la muerte de la humanidad, consistía en aumentar la capacidad industrial de producción mediante el trabajo disciplinado y abnegado de todos ellos.

La creciente preocupación que los industriales sentían por la agitación social de la clase obrera era compartida por los líderes políticos de la Restauración. No en vano el gobierno central dispuso en 1883 la creación de la Comisión de Reformas Sociales (CRS) que tenía por objetivo «estudiar las cuestiones que directamente interesa[ban] a la mejora o bienestar de las clases obreras, tanto agrícolas como industriales, y que afectan a las relaciones entre el capital y el trabajo» (Pérez, 2002: 320). Aunque la CRS significó el primer intento de institucionalizar en España la problemática social de la clase obrera, igualmente demostró su incapacidad de producir resultados tangibles, inmerso como estaba en las propias contradicciones internas del restauracionismo que la promovía (Calle, 1989; Buj, 1994; Pérez, 2002). Como generalmente se ha interpretado, el resultado de la CRS fue un debate centrado en el higienismo, en las condiciones de salubridad de las viviendas obreras de las nuevas ciudades industriales y en la higiene y alimentación de sus habitantes. Igualmente presente en los debates estaba la necesidad de una «higiene moral» de la clase obrera, cada vez más influenciada por nuevas teorías sociales y apartadas de los valores tradicionales católicos. Como ha comentado Antonio Buj al respecto, estos debates fueron instrumentalizados para imponer la separación de clases a través de la segregación espacial y para «intentar reintegrar en el cuerpo social a amplias masas obreras, desarraigadas por la industrialización y cada vez más autónomas ideológicamente» (Buj, 1994: 84).

El año en que el político liberal Segismundo Moret reemplazó al conservador Cánovas del Castillo como presidente de la CRS, en 1884, el discurso de apertura de las cátedras del Ateneo de Madrid fue impartido por el primero y versó justamente sobre la termodinámica. El discurso de Moret destacaba que el concepto de energía había permitido una nueva visión del mundo, un evolucionismo cosmológico del universo que estaba, no obstante, en armonía con los principios ideales de la religión (Moret, 1884). Moret empezaba su discurso resaltando la importancia del «desarrollo y progreso de la cultura patria» y la preponderancia de las ciencias naturales en ella. El autor, que en ese momento era Ministro de Gobernación, señalaba que el predominio de las ciencias naturales se reflejaba precisamente en el cambio de intereses intelectuales que el Ateneo había sufrido a lo largo de los años. Así como en los primeros años de la institución las ciencias morales y políticas habían acaparado el interés de sus integrantes, en la época actual, apuntaba Moret, las ciencias naturales eran el centro de atención (Moret, 1884: 4).

Moret encontraba en una transformación profunda de la sociedad española este cambio de perspectiva, transformación que conectaba con la modernidad y que no estaba libre de tensiones a la hora de adaptarse al contexto español. El Sexenio revolucionario representaba para Moret un momento decisivo en la evolución de la sociedad española porque había consolidado la afirmación de una doctrina política científica que diera cuenta de los derechos individuales de los ciudadanos (Moret, 1884: 13). Así pues, Moret destacaba la influencia que estaban adquiriendo las ciencias naturales a la hora de pensar en la política y en la sociedad en general. Un proceso cientificista en el que Moret reconocía la importancia de la divulgación y apropiación de las teorías científicas, las cuales, una vez reelaboradas socialmente, pasaban a informar las características de las teorías sociales:

    El hecho, y hecho evidente para todos vosotros, es que la investigación científica á la política aplicada, ha recorrido en España larguísimo camino en breve tiempo, y que, luchando primero para popularizar entre nosotros los conocimientos difundidos ya en otros pueblos, después para adaptarlos al estado del país, y en fin para encontrar su vida y concepto propios, ha realizado extraordinarios progresos. Quizás en ninguna parte se ha producido en más breve plazo una eflorescencia más rica en teorías, ni una exposición más luminosa de cuantos conceptos jurídicos y sociales informan y guían la sociedad moderna (Moret, 1884: 11-12).

El periodo de calma política que la Restauración había permitido significaba para Moret el momento ideal para poner en práctica las teorías sociales que tanto se habían discutido en el pasado. Ya no se debatía la base del sistema parlamentario, señalaba Moret, sino el medio de hacer que la sociedad fuera efectivamente representada. Cuestiones como la posibilidad de la libertad de enseñanza o de expresión habían dejado de ser el centro del debate, y lo importante ahora, apuntaba Moret, era el adecuado manejo científico en la configuración de la sociedad moderna (Moret, 1884: 14-15).

No deja de ser sugerente que en el mismo año y lugar donde el químico Laureano Calderón basara en la ciencia de la energía sus esperanzas para el buen manejo de la sociedad -como hemos visto anteriormente-, el político liberal Segismundo Moret, recién nombrado como presidente de la CRS, impartiera un discurso sobre la termodinámica y su relación con las teorías sociales. Y que el doctor en física y experto en termodinámica, Enrique Serrano Fatigati, fuera designado por la Comisión para elaborar un informe sobre el estudio de la vida obrera en España.

En efecto, como parte de las acciones desarrolladas por la CRS se encontraba un estudio realizado por Serrano Fatigati titulado Alimentos adulterados y defunciones: apuntes para el estudio de la vida obrera en España (Serrano Fatigati, 1883). El trabajo, publicado en 1883 e incluido en los reportes de la CRS, constataba que el índice de mortalidad en las clases obreras en Madrid era mayor que el de otros sectores sociales y proponía, dada la mala alimentación de la clase obrera y las deficiencias sanitarias tanto en sus hogares como en sus lugares de trabajo, que se construyeran barrios obreros en los límites de la ciudad.

Además de articular y legitimar una segregación espacial y una higiene moral, tal como lo hiciera notar Buj, este tipo de estudios -en este caso llevados a cabo por expertos en termodinámica- pueden también entenderse como el embrión de una nueva concepción de la sociedad en la que la preocupación por la higiene y alimentación de los trabajadores podría ser vista como una forma de mejorar su capacidad de producción, de optimizar, en otras palabras, una máquina humana que conviertiera energía en trabajo. El interés en que los obreros tuvieran una vivienda y alimentación adecuada refleja, desde este punto de vista, una preocupación fisiológica del cuerpo que, informada por la termodinámica, buscaba optimizar su capacidad de trabajo conservando sus energías.15

En numerosos textos, Serrano había caracterizado la entropía como la ley que marcaba la dirección de progreso en la continua transformación de energía del universo y de la sociedad (Pohl-Valero, 2009a). Y era justamente esta visón evolutiva y energética la que intelectuales como los químicos Laureano Calderón y José Rodríguez Mourelo utilizaban como la base fundacional para resolver los problemas de la sociedad. Como hemos visto anteriormente, las esperanzas que Calderón depositaba en la ciencia de la energía para el buen manejo de la sociedad y el estudio de sus individuos reflejaban de forma contundente su idea de una termodinámica social. El fisiólogo, el pedagogo, el sociólogo, argumentaba Calderón, deberían basar sus prácticas en un análisis detallado de las energías involucradas en el accionar del cuerpo-máquina para así no caer en el error de pedirle a «una máquina viciosamente construida la regularidad en la marcha que el principio teórico supone en la máquina ideal» (Calderón, 1884: 131).

De forma similar, Rodríguez Mourelo explicaba ante el público del Ateneo de Madrid cómo la energética aportaba un nuevo camino para el estudio de la naturaleza y de la sociedad. Los principios de la energía se debían aplicar no sólo al mundo físico material, sino al mundo biológico abarcando los órdenes sociales y psicológicos. La física social y lo que él llamaba la «psicofísica» debían estar informados por el concepto de energía. Sobre esta generalización de la termodinámica, Rodríguez Mourelo apuntaba:

    Si me interrogáis acerca de lo que pienso sobre la extensión del principio de la persistencia de la energía fuera de las llamadas ciencias naturales, habré de deciros categóricamente que pienso es la tendencia más conforme a razón y a idea y que creo en la evolución de la sociedad, como en la de los individuos. [...] Por esto cuando trate de demostrar la persistencia de la energía, habré de hacerlo refiriéndome, no sólo al orden de los fenómenos naturales, sino al de los sociales y al de los psicológicos [...] (Rodríguez Mourelo, 1883: 57).

Además de las posibilidades que parecía ofrecer la energética para el estudio y manejo de los individuos de la sociedad, el hecho de que esta misma sociedad se interpretara como una máquina térmica, servía de manera idónea para legitimar un orden social liberal que intelectuales como Calderón defendían. En los inicios de la década de 1890, los debates sobre la cuestión obrera seguían ocupando a las elites intelectuales españolas. Por ejemplo, Calderón fue uno de los conferenciantes que habló en el Ateneo de Madrid sobre el tema escogido para debate durante el curso de 1890-91 y que giraba en torno a la «intervención de las ciencias naturales para poder dar la clara solución de la cuestión obrera» (Calderón, 1891: 3).

Calderón, que había ejercido en varias ocasiones como presidente de la sección de Ciencias naturales del Ateneo de Madrid, reiteraba en su charla la posibilidad de aplicar las leyes de la energía a las ciencias sociales. Los individuos de las sociedades, resaltaba Calderón, estaban condicionados por el intercambio de energía con su entorno, y por lo tanto la teoría general de la energía era aplicable a los fenómenos de la vida y la sociedad (Calderón, 1891: 8).

Calderón recogía la visión orgánica y energética de la naturaleza que había expuesto Serrano y resaltaba el carácter progresivo de la transformación de la energía. En los procesos de la naturaleza siempre había una cantidad de energía disipada, siempre había energías aprovechables y energías inútiles. De esto se desprendía, argumentaba Calderón, que «todas las formas de energía no son igualmente utilizables, y además que las energías se consumen, se disipan, sólo mediante un gasto de energías es posible hacerlas adquirir su potencialidad necesaria». Y a renglón seguido afirmaba, «esto mismo es, punto por punto, lo que se produce en la estática social» (Calderón, 1891: 10), haciendo referencia, de este modo, al análisis de la estructura de la sociedad como uno de los campos de estudio de la sociología desarrollada por Auguste Comte (Solé, 1998: 51).

Que la sociedad fuera interpretada como una máquina térmica que necesitaba una diferencia de temperaturas para que fuera posible transformar energía calorífica en energía mecánica -siguiendo las leyes de Carnot-, era la base argumentativa de Calderón para defender un Estado liberal. Estado que Calderón caracterizaba como «constituido bajo el principio de la democracia, regido por leyes liberales, donde cada ciudadano es dueño de aspirar a los más altos destinos por la sola virtud de su propio esfuerzo [...]» (Calderón, 1891: 5).

Calderón argumentaba que así como ocurría en la máquina térmica, en la sociedad era necesario que se dieran diferencias, desniveles, para que ella funcionara. Y esto no era una cuestión de injusticias sociales sino de leyes naturales. «Hacer que esta energía se distribuya por igual entre todos los órganos de la máquina, equivale a suprimir el desnivel, y por tanto, a hacer imposible la función regular de aquella» (Calderón, 1891: 10). Y esta era la razón principal por la que Calderón consideraba irrealizables los propósitos socialistas, así como la actitud proteccionista de los «gobiernos conservadores». Es decir, era imposible la idea de una sociedad donde el Estado lo fuera todo y donde las iniciativas individuales se vieran coartadas por el manto protector de un Estado que pretendía «conseguir nivelaciones tan absurdas como imposibles de establecer» (Calderón, 1891: 5).

Si para el líder intelectual conservador de la Restauración, Cánovas del Castillo, las desigualdades sociales eran una comprobación de una cosmovisión cristiana que defendía un orden jerárquico, inmutable y teológico del universo y de la sociedad, para Calderón dichas desigualdades obedecían a una ley natural. Si Cánovas podía afirmar al inicio de la Restauración que «las desigualdades provienen de Dios, que son propias de nuestra naturaleza y creo supuesta esta diferencia en la inteligencia y hasta en la moralidad, que las minorías inteligentes gobernarán siempre el mundo» (Jutglar, 1969: 51), Calderón, recurriendo a la metáfora de la sociedad como una máquina térmica, podía concluir su intervención sobre la «cuestión obrera» con las siguientes palabras:

    Esperar, pues, que la intervención del Estado o la Religión, puedan establecer estas nivelaciones, sin dar por resultado que la vida social cese por completo, es pensar un absurdo. En la sociedad como en la Naturaleza, el desnivel y el desequilibrio es la primera condición de la vida (Calderón, 1891: 11).

Conclusiones

En los estudios sobre las tecnologías desplegadas para la administración de la vida en el contexto español de finales del siglo XIX y principios del XX, se ha puesto el énfasis en la biología -fundamentalmente teorías evolutivas y de herencia- y en la higiene –como una rama de la medicina– como los saberes científicos que sentaron las bases para desarrollar tecnologías destinadas a poder transformar y optimizar la vida de la población. Tratando de dilucidar entre los términos biopoder y biopolítica, el filósofo español Javier Ugarte Pérez ha señalado, por ejemplo, que:

    Se propone usar biopoder para referirse a los descubrimientos biológicos que se aplican sobre seres vivos, con el objetivo de hacer crecer su número y dominar sus capacidades. El biopoder no sería posible si los progresos de la Medicina y la Biología no hubiesen sentado primero los cimientos de la higiene, es decir si no se hubiese salvaguardado la vida que ya existía. Luego, vino el control de la reproducción de las especies y la creación de nueva vida; por último, se creó la capacidad para potenciar unos rasgos y eliminar otros. [...] la biopolítica culmina unas posibilidades de actuación que el biopoder vuelve reales; de hecho, se puede invertir el orden de los términos sin caer en una contradicción para afirmar que el biopoder es la apuesta de la biopolítica por alcanzar sus fines en la gestión de la vida gracias al uso de los avances en ciencia y tecnología (Ugarte Pérez, 2006: 80-81).

En el reciente trabajo de Francisco Vázquez García sobre el nacimiento de la biopolítica en España, el autor refleja esta concepción restringida de los «avances de la ciencia y la tecnología» que posibilitaron un nuevo tipo de gestión sobre la vida. El trabajo, para el periodo en cuestión, propone un estilo de biopolítica regulado por el Estado en que los programas eugenésicos y de higiene pública son auspiciados por el gobierno central, siendo justamente la Comisión de reformas Sociales la «primera y tímida respuesta» para «paliar la degradación de las condiciones de vida en la clase trabajadora» (Vázquez García, 2009: 202). La emergencia de la medicina social como disciplina y como saber legitimador de reformas sociales es entendido acá como un cuerpo de conocimientos para diagnosticar «las patologías sociales y para estipular las soluciones técnicas más convenientes» (Vázquez García, 2009: 207; Rodríguez Ocaña, 1987). La estadística y las teorías sobre la herencia son presentados como los elementos fundamentales que conforman ese cuerpo de conocimientos.

La física, en estos estudios, es dejada de lado como «ciencia dura» que por sus consecuencias tecnológicas (fundamentalmente construcción de armamento, poder atómico), no se corresponde con la biopolítica en tanto que sus consecuencias son destructivas (quitar la vida) y no sutiles para dar la vida (Ugarte Pérez, 2006: 81-82). No obstante, la física aportó una serie de saberes fundamentales que igualmente informaron y que permitieron racionalizar diversos proyectos higiénicos y de salud pública. Debido, posiblemente, a una mirada fuertemente disciplinar y compartimentada de la historia de las ciencias naturales, al hablar de las «ciencias de la vida» a finales del siglo XIX, se separa tajantemente la biología y la medicina de las llamadas ciencias duras, sin tener en cuenta que fue durante el siglo XIX que las ciencias naturales se profesionalizaron y se especializaron y que las fronteras disciplinares eran mucho más difusas y permeables que en la actualidad.

Este artículo sugiere entonces cómo las leyes de la termodinámica y la renovada metáfora hombre-máquina que esta ciencia articuló circularon a través de las supuestas fronteras entre las ciencias de la vida, la ciencia de las máquinas, las ciencias económicas y las ciencias políticas. Con esto se ha pretendido llamar la atención sobre el papel fundamental que tuvo una conceptualización en términos de optimización de energía en el pensamiento social y en las estrategias biopolíticas de la época. La puesta en marcha de esta «energética social» es evidente, por ejemplo, en la cuantificación, racionalización e institucionalización de aspectos como la nutrición o la educación física. A finales del siglo XIX el carácter subjetivo, cultural e incluso estético de la comida y el ejercicio se convirtieron en fenómenos cuantificables y mesurables en términos energéticos. Las calorías se convirtieron en la medida de energía que especificaba la cantidad de combustible que necesitaba consumir el cuerpo-máquina para su óptimo desempeño y la educación física fue entendida como la actividad fundamental para mantener en las mejores condiciones posibles esa máquina que convertía calorías en trabajo.

Aunque el presente trabajo no se ha adentrado en estas cuestiones, destaca sin embargo, la configuración de una matriz conceptual, en el contexto de la Restauración española, que permitió pensar lo social desde esta óptica energética. De manera general, se podría argumentar entonces que las metáforas de la «máquina social» y el «cuerpo-máquina» parecieron ser tan relevantes como la de la «supervivencia del más apto en la lucha por la existencia» en la configuración del pensamiento social y político de la España de la Restauración. Si las ciencias de la vida -entendidas de forma restringida a la biología y la medicina- fueron una fuente fundamental que alimentó el régimen de representaciones que articularon los discursos y prácticas biopolíticas, habría que tener en cuenta a la termodinámica en el proceso de racionalización y representación el cuerpo humano y social como elemento importante en las dinámicas de poder y en los discursos políticos y económicos propios de la modernidad.


Pie de página

4El sociólogo del deporte Pierre Parlebas ha identificado tres etapas fundamentales en la forma como se ha representado el funcionamiento corporal a la hora de instaurar prácticas deportivas en Francia. Para Parlebas estas tres etapas corresponden a tres modelos de máquinas: las mecánicas, las energéticas y las informáticas, cada una relacionada con un saber específico: cinemática, termodinámica y cibernética. Parlebas periodiza estos modelos en relación con la aplicación de las actividades físicas y deportivas en Francia así: modelo mecánico: hasta 1950-60; modelo energético: desde 1950-60; modelo informacional: desde 1980 en adelante (Parlebas, 2001: 122-123). No obstante, el sociólogo e historiador del cuerpo, Goerges Vigarello, ya había destacado la analogía energética del cuerpo como elemento importante en la configuración de prácticas pedagógicas relacionadas con el ejercicio físico en la segunda mitad del siglo XIX (Vigarello, 1978: 199-214). A este artículo le interesa subrayar, justamente, que en la segunda mitad del siglo XIX la representación del cuerpo como una máquina transformadora de energía intervino en el pensamiento y las prácticas sociales de ese periodo.
5El cientifismo -generalmente entendido como el traslado abusivo de la autoridad científica a otros ámbitos de la actividad social- es abordado acá, por el contrario, como un proceso que comporta tanto desarrollos científicos como culturales. Es un proceso donde existe toda una serie de reelaboraciones creativas de los conceptos científicos que ocurren en varios géneros estéticos y discursivos (Clarke, 2001: 59-65). Para un análisis histórico del desarrollo del cientifismo durante el siglo XIX, véase Hakfoort (1995).
6A modo de ejemplo, véase Bowler y Morus (2005). Aunque el libro incluye un capítulo sobre la conservación de la energía, el capítulo dedicado a ciencia e ideología no hace referencia alguna a la termodinámica, centrándose exclusivamente en la biología. En una reciente colección de ensayos que analizan la historiografía de la ciencia del siglo XIX se refleja igualmente esta situación. El capítulo sobre física destaca que la historiografía de la física ha sufrido un giro en el que las grandes teorías han pasado a un segundo plano y donde los instrumentos, la experimentación y la institucionalización han adquirido mayor importancia. Este ensayo no explora, sin embargo, la interacción entre el pensamiento social y la física, o las implicaciones sociales y culturales de sus leyes como aspectos historiográficos relevantes (Buchwald y Hong, 2003). En cuanto a la conceptualización y representación del cuerpo, si la biología ocupa un lugar central como la ciencia articuladora de estos procesos, y como el saber fundamental en la configuración del poder, la medicina y el cuerpo, la termodinámica brilla por su ausencia. Para un repaso historiográfico del estudio del cuerpo par parte de las ciencias sociales y humanas, véase Ayús Reyes y Eroza Solana (2007-2008) y Porter (2003). Para la relación entre medicina, poder y el cuerpo, véase Jones y Porter eds. (1994).
7Para la eugenesia en España, ver Álvarez Peláez (1988) y Juárez González (1999).
8Para Foucault, las «máquinas disciplinarias», entre la que se encuentran las escuelas, los cuarteles, las prisiones y los talleres, son máquinas que «permiten cercar al individuo, saber lo que es, lo que hace, lo que puede hacer, dónde es necesario situarlo, cómo situarlo entre los otros». En este sentido, las fábricas juegan un papel importante en las técnicas desarrolladas para que «el individuo no escape al poder, ni a la vigilancia, ni al control, ni al saber, ni al adiestramiento, ni a la corrección» (Foucault, 1999: 127).
9Foucault esbozó dos estrategias particulares del biopoder, la anatomopolítica del cuerpo humano y la biopolítica de la población, las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población. Para Foucault son estas dos tecnologías (la anatómica y la biológica) las que articulan la organización del poder sobre la vida, poder que ya no tiene por objetivo matar, sino regular la vida (administración de los cuerpos y gestión calculadora de la vida). Foucault, como muchos de sus seguidores han destacado el vínculo que se articuló entre la teoría biológica evolucionista del siglo XIX y las prácticas del poder, dejando de lado, no obstante, otros saberes científicos (Foucault, 1997).
10Para una historia general de la termodinámica, véase Harman (1990) y Smith (1998). La introducción, apropiación y comunicación de estos conceptos en la España de la segunda mitad del siglo XIX es explorada en Pohl (2006, 2009a, 2009b).
11En la década de 1980, el historiador de las ciencias de la vida y profesor de Michel Foucault, Georges Canguilhem, destacaba de forma general la relación entre fisiología, física y química al identificar el surgimiento, a lo largo del siglo XIX, de un nuevo modelo fisiológico de la medicina, en el que, además del nacimiento de la clínica y de una nueva actitud racional frente a la terapéutica, la fisiología se consolidaba «como disciplina médica autónoma que, librándose poco a poco de su subordinación a la anatomía clásica, se dedica tan sólo a situar sus problemas en el plano del tejido sin sospechar aún que pronto se plantearán en el plano de la célula, y busca por el lado de la física y la química tanto ejemplos como auxiliares» (Canguilhem, 2005a: 74-75). Con respecto a la termodinámica, Canguilhem ha destacado el papel fundamental que tuvieron los mecanismos de autocontrol en las máquinas de vapor (por ejemplo el regulador de Watt), para representar el funcionamiento de los organismos vivos (la economía animal) como un sistema «autorregulado» y «retroeficiente». Las regulaciones orgánicas, menciona Canguilhem, pasaron de ser entendidas como conservación de constantes iniciales a adaptaciones entre el organismo y el medio circundante una vez que «Clausius resucite a Sadi-Carnot» y que los fisiólogos incorporen en el saber biológico las leyes de la termodinámica, concibiendo el «medio interno como reserva energética para las células» (Canguilhem, 2005b: 110 y 122).
12Para un repaso histórico de la incorporación de la energía como categoría de análisis social y para un análisis crítico sobre la interpretación de la energía y el cambio social, ver, respectivamente, Rosa et ál. (1988) y Greenberg (1990).
13Cuando William Thomson, uno de los padres de la termodinámica, publicó su artículo "On a Universal Tendency in Nature to the Dissipation of Mechanical Energy", en el que explicaba la muerte térmica del universo como consecuencia de la tendencia natural de la energía a disiparse en forma de calor, se estaba escribiendo una profecía bíblica con la autoridad de una fórmula matemática (Thomson, 1852). Para muchos intelectuales conservadores, la segunda ley de la termodinámica se convertía así en una confirmación física de una verdad moral (Smith, 2003; Myers, 1989).
14Las charlas de Estasen sobre el positivismo fueron interrumpidas por la Junta directiva del Ateneo Barcelonés, aludiendo que el conferencista estaba tratando temas religiosos, cuestión que la institución tenía prohibido (Méndez Bejarano, 1927: 401; Núñez, 1987: 34-35).
15La consecuencia más evidente de esta percepción energética de la higiene fue, a principios del siglo XX, la emergencia e institucionalización de la «nueva ciencia de la nutrición» que a través de las «calorías» pudo cuantificar y medir las energías que requería un obrero. Para una historia general de la ciencia de la nutrición y su relación con la termodinámica, ver Rosen (1959), Hargrove (2006) y Cullather (2007). En el caso español, la «alimentación higiénica» tuvo su respaldo institucional con la creación, en 1924, de la Escuela Nacional de Sanidad y dentro de ella, de la cátedra de la de Higiene de la Alimentación y de la Nutrición. Una de sus primeras investigaciones fue determinar la cantidad de calorías que en promedio ingería la población obrera española al día. Los resultados señalaban que la alimentación de los obreros era deficiente frente a los requerimientos mínimos energéticos calculados para la actividad obrera. Sobre la historia de la Escuela Nacional de Sanidad, ver Bernabeu-Mestre et ál. (2007).


Bibliografía

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