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Universitas Humanística

versión impresa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  n.69 Bogotá ene./jun. 2010

 

Territorios, identidades y jurisdicciones en disputa: la regulación de los derechos sobre la tierra en el resguardo Cañamomo-Lomaprieta1

Territories, Identities and Jurisdictions at Issue: The Regulation of Land Rights at Reservation Cañamomo-Lomaprieta

Territórios, identidades e jurisdições em disputa: a regulação dos direitos sobre a terra no resguardo Cañamomo-Lomaprieta

Gloria Patricia Lopera-Mesa2
Universidad Eafit, Medellín, Colombia3
glopera@eafit.edu.co


1Este trabajo es resultado del proyecto de investigación «Dinámicas de construcción de derecho propio y fortalecimiento de la identidad indígena: la regulación de los derechos sobre la tierra en el resguardo Cañamomo-Lomaprieta», de la Maestría en Antropología Social, que la autora cursa en la Universidad de Antioquia bajo el auspicio de la Universidad Eafit.
2Doctora en Derecho, Universidad de Castilla - La Mancha, Toledo (España). Especialista en Argumentación Jurídica, Universidad de Alicante, España. Abogada, Universidad de Antioquia, Medellín.
3Candidata a magíster en Antropología, Universidad de Antioquia, Medellín.

Recibido: 03 de septiembre de 2009, Aceptado: 08 de diciembre de 2009, Documento final recibido: 10 de febrero de 2010



Resumen

En este artículo se examinan los vínculos entre territorialidad, construcción de identidad indígena y de instituciones jurídicas propias relacionadas con la tenencia de la tierra, a partir del estudio de caso de la comunidad indígena asentada en el resguardo de Cañamomo- Lomaprieta, ubicado en los municipios de Riosucio y Supía, departamento de Caldas, Colombia. Con tal fin, se explora, en primer lugar, el impacto de las políticas agrarias implementadas durante el siglo XX en Colombia en la re-configuración de identidades y en el régimen jurídico de tenencia de la tierra, para luego ilustrar cómo ellas han dejado una estela de títulos diversos que legalizan la tenencia de tierras, a la vez que evidencian la presencia de distintos actores sociales que movilizan las identidades indígena y mestiza para disputar el monopolio del capital jurídico en el espacio social del resguardo.

Palabras clave: territorialidad, identidad indígena, pluralismo jurídico, derechos sobre la tierra, resguardo Cañamomo-Lomaprieta.


Abstract

In this paper, we discuss ties between territoriality, and the construction of an indigenous identity and their own land-related judicial institutions, based on the case study on the indigenous community settled on reservation Cañamomo-Lomaprieta, located in the localities of Riosucio and Supía, department of Caldas, Colombia. With that aim, first of all, we explore the impact agrarian policies applied during the 20th century in Colombia have had on reconfiguring the identities and the judicial regime of land ownership, to continue to illustrate how they have left a trail of varied titles legalizing land ownership, and give evidence of the presence of distinct social actors mobilizing indigenous and mestizo identities to contest the judicial capital monopoly in the reserve’s social space.

Key words: territoriality, indigenous identity, judicial pluralism, land rights, reservation Cañamomo-Lomaprieta.


Resumo

Neste artigo, examinam-se os vínculos entre territorialidade, construção de identidade indígena e instituições jurídicas próprias relacionadas com o uso da terra, a partir do estudo de caso da comunidade indígena assentada no resguardo de Cañamomo- Lomaprieta, localizado nos municípios de Riosucio e Supia, no estado de Caldas, Colômbia. Com esse fim, aprofunda-se, em primeiro lugar, sobre o impacto das políticas agrárias adotadas na Colômbia durante o século XX na re-configuração identitária e no regime jurídico relativo ao uso da terra. Posteriormente, ilustra-se como tais políticas tem deixado um rastro de diversas titulações que legalizam o uso das terras e, ao mesmo tempo, evidenciam a presença de diversos atores sociais que mobilizam as identidades indígena e mestiça na disp uta pelo monopólio do capital jurídico no espaço social do resguardo.

Palavras-chave: territorialidade, identidade indígena, pluralismo jurídico, direitos sobre a terra, resguardo Cañamomo-Lomaprieta.


El reconocimiento constitucional del derecho de los pueblos indígenas a gobernarse de acuerdo con sus propias normas y procedimientos ha despertado entre los juristas el interés por explorar las relaciones entre la jurisdicción indígena y la estatal. Desde la mirada del Derecho, es usual considerar que el derecho estatal y los derechos indígenas constituyen sistemas jurídicos claramente distinguibles, separados por nítidas fronteras que resultan de las diferencias culturales que median entre la sociedad hegemónica y los pueblos aborígenes, visión que, a su vez, se alimenta de la imagen del indígena como ese «otro», tanto más indígena cuanto más distinto de nosotros, y lo será cuanto más se erija en guardián de la tradición y permanezca dentro de su territorio ancestral. Conforme a esta perspectiva, el resguardo es el espacio donde se confina el ejercicio de la jurisdicción indígena, uno de cuyos rasgos distintivos lo constituye un sistema de distribución de los derechos sobre la tierra basado en la propiedad colectiva, por oposición al derecho civil estatal que se edifica en torno a la noción de propiedad privada4.

Sin embargo, este modelo no captura la complejidad del espacio social que habitan las comunidades indígenas de los Andes colombianos, donde las fronteras entre jurisdicción estatal e indígena se tornan difusas, al igual que la propia distinción entre quién es indígena y quién no lo es. Asimismo los resguardos, en particular los de origen colonial5, no delimitan el ámbito donde las autoridades indígenas ejercen su jurisdicción con relativa autonomía sino que se conforman como «territorios plurales» (Zambrano, 2006), donde concurren una gran variedad de actores sociales que proponen proyectos de territorialidad y construcción de identidad diversos, en los cuales la regulación de los derechos sobre la tierra juega un papel crucial.

Con el fin de proponer herramientas de análisis que capturen dicha complejidad, este artículo pretende, a través de un diálogo entre el Derecho y la Antropología, examinar los vínculos entre territorialidad, construcción de identidad indígena y de instituciones jurídicas propias relacionadas con la tenencia de la tierra, a partir del estudio del caso de la comunidad indígena asentada en el resguardo de Cañamomo-Lomaprieta, situado entre los municipios de Riosucio y Supía, Caldas.

Para llegar a entender cómo los resguardos de origen colonial han devenido «territorios plurales» es preciso rastrear el impacto de las políticas agrarias implementadas durante el siglo XX en Colombia en la re-configuración de identidades y en el régimen jurídico de tenencia de la tierra. A ello dedicaré la primera parte del trabajo para, a continuación, examinar el modo en que esta relación se ha manifestado en el caso del resguardo Cañamomo-Lomaprieta. Luego se destaca de qué manera esta pugna entre identidades indígena y mestiza en Riosucio se relaciona con la lucha por la tierra y por la construcción de territorialidad, dando lugar a la conformación de un «territorio plural», en la que participan autoridades indígenas, estatales, juntas de acción comunal, grupos armados, que de diversos modos intentan hacerse al monopolio del capital jurídico. Seguidamente, se explican los elementos centrales del sistema de regulación de los derechos sobre la tierra en este resguardo, subrayando cómo la noción de «propiedad colectiva» de la tierra es apropiada y resignificada por los líderes indígenas para hacerla compatible con un sistema de apropiación privada de la tierra y sus frutos. Para concluir, se mostrará cómo la dicotomía entre adjudicación o escritura pública escenifica la lucha que en la actualidad se libra entre jurisdicción indígena y estatal por hacerse al monopolio del capital jurídico y cómo esto se relaciona con la afirmación de una identidad indígena o mestiza, respectivamente.

Políticas agrarias y re-configuración de identidades en la Colombia del siglo XX

El siglo XIX se cierra en Colombia con el triunfo de la Regeneración, que unifica la política indigenista en la Ley 89 de 1890. Con un espíritu que conjugaba paternalismo y afán civilizatorio, ésta mantuvo la figura del resguardo, institución de origen colonial, en principio creada para hacer frente al exterminio demográfico de los indígenas, que luego serviría como mecanismo para facilitar el control sobre esta población y evitar el despojo de sus tierras, al sustraerlas del régimen de propiedad privada y de la libre circulación mercantil. Los resguardos, sin embargo, tenían sus días contados, pues la misma ley estableció un término de 50 años para hacer realidad el viejo anhelo de disolverlos, presente desde los primeros años de la independencia. Con todo, la presión de los sectores sociales que abogaban por la liberalización de las tierras de los indígenas llevó a que, incluso antes de finalizar dicho período, se expidieran diversas leyes y se emprendiera la disolución de hecho de algunos resguardos.

Entre tanto, la política agraria de buena parte del siglo XX, plasmada en la ley 200 de 1936 y posteriormente en la Ley 135 de 1961, contemplaba a los campesinos como destinatarios principales de la reforma agraria. Ello, sumado al vencimiento en 1940 del plazo establecido en la Ley 89 para la disolución definitiva de los resguardos, y la consiguiente presión para obtener la titulación privada de sus tierras ante la pérdida de validez de los títulos de usufructo expedidos por los cabildos, estimuló una suerte de «desindianización» y asimilación al campesinado de algunos indígenas (particularmente en la región andina), que expresamente solicitaron la partición de sus resguardos, como un mecanismo para obtener la propiedad privada de sus tierras y, a través de ésta, acceder a la plena ciudadanía6. Sin embargo, es preciso destacar también los intentos de resistencia a esta política de disolución de resguardos a través de las luchas emprendidas desde 1914 por Manuel Quintín Lame, especialmente en los departamentos del Cauca y Tolima.

Al finalizar la década de los 50 comienza un lento viraje en la política agraria que rendirá sus primeros frutos al finalizar la década de los 70, a raíz de la recuperación de tierras encabezadas por el recién consolidado movimiento indígena, que comienza a cobrar autonomía en sus reivindicaciones territoriales respecto del movimiento campesino, exigiendo la aplicación de la vieja Ley 89 y de una disposición insular de la ley de reforma agraria para entonces vigente que contemplaba la constitución de resguardos indígenas. Debe tenerse en cuenta que, hasta finales de los setenta, el Incora empleaba la figura de las cooperativas de campesinos para hacer una titulación colectiva de las tierras recuperadas, asimilando para tal efecto a los indígenas con el resto del campesinado, razón por la cual las tierras así obtenidas no eran formalmente incorporadas a los resguardos7. Pero a partir de la década de los 80 se inicia un proceso de titulación de tierras bajo la figura del resguardo, que dará lugar no sólo a la reconstrucción de aquellos de origen colonial, sino también a la constitución de nuevos resguardos (Rappaport, 2005: 29; Rojas, 2000: 80).

Desde finales de los 80, y con mayor intensidad tras la expedición de la constitución de 1991, Colombia asistirá a la implantación de lo que podría denominarse un «neoliberalismo multicultural», caracterizado por la convergencia de reformas constitucionales que autorizan la implementación de las políticas de ajuste estructural y recorte de las funciones sociales del estado, propias del neoliberalismo, con la adopción de una «política de la diferencia» que trae consigo el reconocimiento constitucional de la diversidad cultural, la atribución de derechos especiales para indígenas y negritudes, así como la reconfiguración de movimientos sociales basados en la etnicidad (Chaves y Zambrano, 2006; Gros, 1997).

A partir de los 90, se implementaron en Colombia reformas de corte neoliberal que, sumadas a la crisis económica acaecida a finales de esta década, consolidaron la exclusión de amplios sectores de población de la posibilidad de lograr el acceso a la ciudadanía y la garantía de sus derechos básicos a través de la inserción al mercado de trabajo y al sistema de seguridad social. En adelante, el acceso a estos bienes sólo será posible para estas personas movilizando una identidad que les torne en «sujetos de especial protección constitucional», por lo cual cobran relevancia los criterios para adscribir dichas identidades, así como la lucha por hacerse a una de ellas.

Entre tal eclosión de identidades, la indígena ocupará un lugar privilegiado y tendrá un estatus normativo reforzado en relación con las demás, como resultado de la propia lucha adelantada por el movimiento indígena desde décadas atrás, pero también de una coyuntura internacional que, por razones que van desde el auge del multiculturalismo hasta la crisis ambiental, se inclina hacia la protección de los pueblos aborígenes y de su entorno. Un contexto tal, que combina desigualdad económica y exclusión social para la mayoría, junto con oportunidades para el reconocimiento de las minorías étnicas, permite comprender el giro desde el «blanqueamiento» a la «reindigenización» como estrategia de inserción social para sectores de población tradicionalmente marginados (Chaves y Zambrano, 2006: 10; Gros, 1997: 36). En el caso colombiano, estos procesos de fortalecimiento identitario comienzan desde la década de los 70, se consolidan tras el cambio constitucional de 1991, y se expresan de modo elocuente en los resultados del último censo nacional realizado en 2005, donde la población que se reconoce como indígena pasó de representar el 1.6% al 3.4% del total de la población colombiana8.

Este «neoliberalismo multicultural» trae consigo una política agraria de signo ambivalente. Por un lado, la Constitución de 1991, así como la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), contribuirán de modo decisivo a la revalorización del componente étnico en la política agraria9. Pero ello ocurre en nuestro país al tiempo que aumenta el interés estratégico en la concentración de la propiedad territorial, vista ahora como un factor clave en el desarrollo de proyectos de explotación de recursos naturales y de monocultivos a gran escala, como un valioso objeto de especulación en regiones donde se tiene previsto desarrollar grandes proyectos de infraestructura o, más recientemente, como un bien disputado por potencias extranjeras que pretenden adquirir grandes extensiones de tierras productivas en países latinoamericanos para garantizar sus reservas de agua y alimentos (Gros, 1997: 27; Houghton, 2007).

En esta dirección, tanto en el nivel normativo como en el plano de las realizaciones prácticas, se promueve una contrarreforma agraria que, para el caso que nos ocupa, se manifiesta en una notable ralentización de los procesos de constitución, saneamiento y ampliación de resguardos, como resultado de la reducción del presupuesto destinado a la adquisición de tierras, del sucesivo desmonte y fragmentación de las instituciones estatales encargadas de llevar a cabo dicha tarea, de la falta de reglamentación de la actual normatividad, entre otros factores que evidencian la política de «ni un centímetro de tierra más para los indígenas» que ha caracterizado al gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) (Houghton, 2007: 197 y ss). A lo anterior se añade el desconocimiento de los cabildos urbanos, así como una considerable limitación y fragmentación de las facultades de ordenación del territorio reconocidas a las comunidades indígenas.

La sucesión de políticas agrarias a la que me he referido ha dejado como huella en los territorios indígenas una gran diversidad de títulos e instrumentos de regulación destinados a constituir, modificar y transmitir derechos sobre la tierra. Ello resulta particularmente visible en los resguardos de origen colonial, en los cuales, sobre los títulos coloniales que sustentan el derecho de los indígenas a su territorio, se superponen escrituras públicas que adjudican a particulares la propiedad privada de una parte de las tierras; documentos privados de compraventa, a través de los cuales muchos habitantes de los sectores rurales transmiten sus derechos sin someterse a las formalidades de la protocolización y el registro; resoluciones a través de las cuales las agencias estatales encargadas de ejecutar las políticas de reforma agraria han adjudicado a grupos de campesinos y colonos la propiedad de tierras consideradas «baldías», o devuelto a las comunidades indígenas la propiedad de tierras que estaban en manos de particulares; entidades estatales han otorgado concesiones y licencias ambientales que autorizan la explotación de recursos naturales y la realización de otros proyectos de infraestructura. Por su parte, las autoridades indígenas adjudican a los miembros de las parcialidades el derecho de usufructo sobre parcelas del resguardo, disponen la explotación colectiva de otra parte de las tierras o prohíben la explotación de ciertos predios destinados a la reforestación y conservación de cuencas. Entre tanto, las autoridades municipales aprueban Planes de Ordenamiento Territorial que regulan los usos del suelo y diseñan la expansión futura de los municipios sobre áreas que, a su vez, forman parte de resguardos indígenas.

Este abigarrado panorama de regulación de las tierras permite comprender los problemas de saneamiento que en la actualidad enfrentan muchos territorios indígenas. Asimismo, pone en evidencia la existencia de diversas territorialidades y jurisdicciones que compiten por la regulación de los derechos sobre la tierra y sus recursos, dando lugar a complejas situaciones de pluralismo jurídico en las que se manifiesta la lucha por el control territorial entre los diversos actores sociales y, asociada a ésta, se encuentra la disputa en torno a la afirmación o el rechazo de la identidad indígena. Veamos, a continuación, cómo se manifiesta esta disputa en un contexto social específico.

El caso del resguardo Cañamomo-Lomaprieta

El resguardo de Cañamomo-Lomaprieta, ubicado entre los municipios de Riosucio y Supía (Caldas), tiene una extensión de 4.826 hectáreas, distribuidas en 32 comunidades, 20 de las cuales se ubican en jurisdicción de Riosucio y las 12 restantes en Supía. De acuerdo con el censo realizado en 2008 por las autoridades del cabildo, en el resguardo habitan 21.422 personas agrupadas en 6.615 familias, que se dedican en su mayoría al cultivo y procesamiento de caña panelera, plátano y café, así como a la minería artesanal (Vinasco, 2008: 133).

Esta zona fue habitada en tiempos precolombinos por una variedad de grupos étnicos, entre los que se destacan los cumbas, cañamomos, supías, pirzas, quinchías y cartamas. En la actualidad, sin embargo, los indígenas de Riosucio y Supía se autodefinen y son reconocidos como emberas, aunque entre los integrantes del resguardo cobra fuerza la recuperación del etnónimo original para identificarse como pueblo de Cañamomo (Rey, 2007: 156). Las autoridades de Cañamomo-Lomaprieta remontan la fundación de su resguardo a la cédula real expedida por Carlos I de España el 10 de marzo de 1540, mientras que otras fuentes sitúan en 1627 la creación de los resguardos de la zona, a raíz de la visita del oidor español Lesmes de Espinoza y Saravia.

Desde finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX la zona fue objeto de una gran presión hacia la asimilación cultural, debido a su ubicación fronteriza entre las regiones del Gran Cauca y Antioquia10, a la extracción de sus recursos mineros y, desde finales del siglo XIX, al despegue de la economía cafetera. Esto motivó la llegada de colonos y empresarios de otras regiones, principalmente de Antioquia, que se asentaron en tierras del resguardo, empleando para tal fin diversos mecanismos que iban desde el arrendamiento o compra de parcelas, los matrimonios inter-raciales, hasta la ocupación de hecho de las tierras indígenas. Para finales del siglo XIX las élites locales, interesadas en obtener acceso legal a las minas y tierras comunales indígenas, al igual que en impulsar la colonización antioqueña, tomaron parte activa en la expedición de la Ley 44 de 1873, que declaró la partición de todas las tierras indígenas del Estado del Cauca.

En aplicación de dicha ley, se realizó en 1874 un censo de los indígenas de la parcialidad de Supía y Cañamomo, que fue hábilmente manipulado por algunos abogados locales para incluir a personas no pertenecientes a la comunidad, hacerse a una porción importante de las tierras como pago de sus honorarios y consolidar los derechos de quienes tuvieran o hubiesen denunciado minas asentadas en las tierras del resguardo. Como resultado de esta partición, los indígenas quedaron confinados a una porción territorial que representaba menos del 20% de las tierras que tenían asignadas legalmente antes de 1874, pero además se modificó de manera importante su situación jurídica y social, pues de ser tierras comunales indígenas dentro de un resguardo, éstas pasaron a ser adjudicadas de manera individual como propiedad privada a los miembros de la parcialidad. El resto de la tierra se distribuyó entre pequeñas o medianas fincas de campesinos mestizos, y grandes extensiones asignadas a terratenientes, compañías mineras, así como a distritos parroquiales o municipales (Appelbaum, 2007: 111 y ss; González Escobar, 2002: 245 y ss; Zuluaga Gómez, 1995: 84 y ss).

Por esta vía, una parte considerable de las tierras del resguardo de Cañamomo-Lomaprieta ingresó al mercado, despojando al cabildo de su función de distribuir y regular la tenencia de la tierra. Sin embargo, esta efectiva desmembración territorial ha coexistido desde entonces con el empeño de los habitantes de la parcialidad en oponerse a la disolución del resguardo, en contraste con la actitud de otras parcialidades vecinas, que finalmente cedieron a las presiones por lograr la disolución del resguardo y, con ella, la desaparición de sus autoridades tradicionales (Appelbaum, 2007: 282). Entre tanto, en Cañamomo-Lomaprieta se mantuvo viva la forma organizativa del cabildo y la figura del gobernador, autoridades que, si bien con altibajos y de manera fragmentaria, ejercían jurisdicción resolviendo disputas sobre linderos, distribución de mejoras, partición de herencias, adjudicación de tierras, entre otras. Igualmente, se ocuparon de protocolizar los títulos de propiedad de las tierras del resguardo y adelantaron luchas por frenar la invasión de los colonos.

En el contexto de las luchas agrarias que tienen lugar en la segunda mitad del siglo XX, las autoridades del cabildo movilizaron a la comunidad, en un comienzo con el apoyo de los sindicatos agrarios y luego de la ANUC, para lograr la recuperación de las tierras del resguardo en aplicación de la Ley de Reforma Agraria de 1961. Como resultado de sus luchas, los indígenas de Cañamomo-Lomaprieta lograron entre los años 80 y 90 el control efectivo e iniciaron los trámites de titulación de una parte considerable de los predios reclamados. Algunos de estos no fueron adjudicados como resguardo, sino titulados a los miembros de la comunidad bajo la figura de empresas comunitarias campesinas, razón por la cual no ingresaron oficialmente dentro del territorio del resguardo y, en la actualidad, no son reconocidos como territorio indígena por algunas entidades estatales.

¿Indios o mestizos? Identidades y territorialidades en disputa

Muchos de los actuales habitantes de los municipios caldenses de Riosucio y Supía, aunque no desconocen su ancestro indígena, lo consideran como parte de un pasado que, unido a la herencia española de los colonizadores y la presencia africana de los esclavos traídos a laborar en las minas, contribuyó a forjar el mestizaje, asumido como verdadera seña de identidad de la región. Incluso el mito fundacional de Riosucio constituye una apología de la fusión de razas y culturas que ha hecho de este pueblo el paradigma de la nación mestiza (Appelbaum, 2007: 243 y ss; González Escobar, 2002: 297 y ss.).

La ideología del mestizaje rindió sus frutos en una región cuyas características sociales y económicas, sumadas a la fuerte presencia de la Iglesia Católica, favorecieron la asimilación cultural de los indígenas y la desaparición de sus lenguas tradicionales desde finales del siglo XIX. Sólo quedaron la institución del cabildo y su férrea defensa de las tierras del resguardo, instituciones impuestas por los españoles desde la colonia y recogidas en la Ley 89, como marcadores étnicos visibles que permitían diferenciar a estos indígenas del resto del campesinado; de ahí que se definieran a sí mismos como «indígenas por ley» (Escobar, 1976: 158).

El discurso del mestizaje ha estado vinculado desde su origen a la reafirmación del derecho de los criollos sobre el territorio americano. Así se advierte en las palabras del influyente político e intelectual riosuceño Otto Morales Benítez quien al preguntarse «¿cuándo irrumpió el mestizo?», responde sin dudar que «ese instante histórico se confunde con el momento en el cual, gentes nacidas aquí después del descubrimiento, tuvieron conciencia de que esta tierra les pertenecía. Que era su patrimonio» (Morales Benítez, 1984: 32 y ss). Pero la identidad mestiza no sólo se ha movilizado para reclamar derechos ante la metrópoli, sino ante todo -y tal ha sido el sentido del discurso del mestizaje en Riosuciopara oponerse a las reivindicaciones territoriales de los pueblos indígenas.

Desde finales del siglo XIX, un sector de las élites locales insisten en que ya no quedan indios en esta zona, y los que aún se reclaman como tales están por completo civilizados, por lo cual nada justifica el mantenimiento de los resguardos ni de la figura del cabildo como forma organizativa autónoma de gobierno indígena (Appelbaum, 2007: 180 y ss, 260 y ss; González Escobar, 2002: 431 y ss). Sin embargo, los resultados del último censo general de población ponen en tela de juicio la representación hegemónica del Riosucio mestizo. Mientras que en el censo de 1993, el 41% de los 43.511 habitantes de Riosucio se identificó como indígena, en 2005 el porcentaje aumentó al 75.4% de una población total de 54.537 personas; cifras que evidencian el proceso de re-etnización que se aprecia en ésta y otras regiones del país (Appelbaum, 2007: 22; DANE, 2005a, 2005b).

En el caso de las comunidades de Riosucio y Supía, y en particular del resguardo de Cañamomo-Lomaprieta, la permanencia de las formas organizativas tradicionales y el fortalecimiento de la identidad indígena se revela como una estrategia de resistencia de un amplio sector de población rural frente a una narrativa del mestizaje que, al confinar la presencia indígena a un tiempo ya pretérito, desconoce sus derechos territoriales, así como la manera en que tal identidad ha sido transformada y es hoy asumida por quienes se reclaman indígenas. Al mismo tiempo, representa una estrategia de inserción a la política local y regional por fuera de las estructuras clientelistas tradicionales y del rol subordinado que éstas últimas deparan a las comunidades rurales. Es, en definitiva, una de las armas de las que se valen los sectores subalternos para construir territorialidad sobre un espacio social en el que diversos actores se disputan el control de la tierra, los recursos y el poder político (Gros, 1997: 152; Appelbaum: 2007, 261)11.

Ahora bien, si la identidad étnica se compone de un conjunto de repertorios culturales interiorizados que no sólo sirven para distinguir a «un nosotros de los otros», sino también para organizar la vida de ese «nosotros» (Bartolomé, 2006: 72), se comprende que las normas que regulan la tenencia de la tierra forman parte de ese conjunto de repertorios culturales que ordena las relaciones al interior de la comunidad y a la vez constituye un mecanismo de construcción de identidad que permite distinguirla de otros grupos humanos. Asimismo, si se entiende el territorio como un concepto relacional que denota «un conjunto de vínculos de dominio, de poder, de pertenencia o de apropiación entre una porción o la totalidad de espacio geográfico y un determinado sujeto individual o colectivo» (Montañez Gómez, 2001: 21 y ss), es claro que el establecimiento de las normas que regulan los derechos sobre la tierra constituye un elemento decisivo en la configuración de un determinado espacio social como territorio, al poner de manifiesto la existencia de autoridades que ejercen dominio y jurisdicción al interior de dicho espacio, al definir quién y bajo qué condiciones puede apropiarse de la tierra y sus frutos.

Sin embargo, en el interior de un mismo espacio geográfico pueden (y de hecho suelen) coexistir distintos actores sociales que pretenden ejercer dominio y configurar ese espacio como su territorio, dando así lugar a diversas jurisdicciones entre las que se establecen varios tipos de relaciones. Para dar cuenta del grado de dominio que cada uno de estos actores detenta sobre dicho espacio, así como del conjunto de prácticas y expresiones materiales y simbólicas que despliega para hacer de él su territorio se emplea la noción de «territorialidad» (Montañez Gómez, 2001: 22). Sobre un mismo espacio geográfico pueden coexistir muchas territorialidades, ya sea de manera consensuada o en conflicto, entre las cuales se establecen jerarquías, conformando así lo que Vladimir Zambrano denomina «territorios plurales». Como señala este autor, el reconocimiento constitucional de la diversidad cultural posibilita la configuración de estos territorios plurales, al permitir a los grupos humanos culturalmente diversos que habitan el país pensar de modo distinto el territorio y la territorialidad, así como establecer una relación con el entorno geográfico de acuerdo con las normas y procedimientos, las prácticas ecológicas, económicas y políticas propias de cada colectividad (Zambrano, 2006: 135).

En ese orden de ideas, podría afirmarse que el espacio social del resguardo Cañamomo-Lomaprieta se configura como un territorio plural, en el que convergen diversos actores sociales que ejercen jurisdicción, imponen sus formas de autoridad y tributación y, para el caso que nos ocupa, definen las reglas que asignan derechos sobre la tierra. Por un lado, las autoridades del cabildo indígena que reclaman este espacio como su territorio y pretenden ordenarlo de acuerdo al derecho propio y al conjunto de repertorios culturales que conforman la identidad indígena en proceso de reconstrucción; por otro, las autoridades del orden municipal, departamental y nacional, que basan su jurisdicción en la aplicación de las normas del derecho estatal. Todo ello sin mencionar a los actores armados ilegales - guerrilla y paramilitares - que también han hecho lo suyo por construir territorialidad en la región, no a través de una regulación directa de los derechos sobre la tierra, sino con la imposición de pautas de comportamiento a los pobladores, que refuerzan con episódicos operativos de «limpieza social» y, en general, mediante el efecto de control social e intimidación que supone su presencia en la zona, el cual condiciona el comportamiento de los demás actores sociales que hacen presencia en el territorio del resguardo.

En vista de este panorama, se formulan los siguientes interrogantes: ¿cómo regulan las jurisdicciones indígena y estatal el tema de los derechos sobre la tierra y cómo se relacionan ambas en el contexto de la actual política estatal en materia de resguardos?, ¿cómo transitan entre ambas jurisdicciones las personas que habitan dentro del espacio geográfico del resguardo Cañamomo-Lomaprieta?, ¿está mediado dicho tránsito por la adscripción a las identidades indígena y mestiza que se disputan la construcción de etnicidad en Riosucio?

«Propiedad colectiva de la tierra y propiedad privada de las mejoras»

La regulación de la tenencia de la tierra en las sociedades capitalistas se estructura en torno a la propiedad privada, entendida como el uso, goce y disposición que un individuo ejerce sobre un bien. Todos los demás derechos reales (sobre las cosas) se consideran derivaciones o desmembraciones de la propiedad, y la protección de situaciones como la del poseedor se fundamenta en que a través de ella se puede llegar a alcanzar el anhelado status de propietario. El derecho civil colombiano establece que la transmisión de derechos sobre bienes inmuebles está sujeta a dos requisitos: 1) que el acto mediante el cual un particular se obliga a transmitir a otro su derecho se realice mediante escritura pública; 2) que la obligación de transmitir se cumpla con el registro de la escritura en el folio de matrícula inmobiliaria del respectivo bien, reconociendo como propietario sólo a quien así figura en dicho folio12.

Entre tanto, en las comunidades indígenas la regulación de los derechos sobre la tierra se estructura en torno a la propiedad colectiva de las tierras de resguardo, que por mandato constitucional es inalienable, imprescriptible e inembargable; características destinadas a proteger la integridad de los territorios indígenas mediante su sustracción definitiva del tráfico mercantil. Ya la Ley 89 de 1890 en su artículo 7o, atribuía a los «pequeños cabildos» la facultad de adjudicar en usufructo parcelas de las tierras del resguardo entre los miembros de la comunidad, previa aprobación del alcalde del respectivo municipio. Esta disposición, al igual que las restantes de la Ley 89, mantienen su importancia, pues en torno de ellas buena parte de las comunidades indígenas colombianas, y este caso específico la del resguardo Cañamomo-Lomaprieta, han construido su tradición jurídica desde hace ya más de un siglo. Así, por ejemplo, aunque el requisito de someter las adjudicaciones a la previa aprobación de los alcaldes haya perdido validez a la luz del nuevo marco constitucional, que reconoce a los pueblos indígenas mayor autonomía jurisdiccional, dicho trámite se mantiene ya no por mandato legal, sino en virtud de una tradición que la comunidad no ha considerado necesario revisar.

Sin embargo, en el proceso de construcción de su propio derecho, esta comunidad ha tomado distancia de otros aspectos del marco regulador de la tenencia de tierras de resguardo establecido en la Ley 89, para adaptarlo a las características de su entorno social y económico. Tal es el caso de la norma que prohíbe a los indígenas vender, arriendar o hipotecar porción alguna del resguardo, aún a pretexto de vender las mejoras, consideradas como accesorias a dichos terrenos. En contravía de tal prohibición, pero a tono con la necesidad de no sustraer por completo a las tierras colectivas de la economía mercantil que también rige buena parte de los intercambios de bienes al interior del resguardo, en Cañamomo-Lomaprieta, al igual que en otras parcialidades de la región, opera un sistema que combina la propiedad colectiva de la tierra con la propiedad privada de las mejoras.

Así, al derecho de usufructo sobre la tierra que adjudica el resguardo, se adiciona el derecho de propiedad privada sobre las mejoras que cada comunero edifica o planta sobre la parcela adjudicada, de tal suerte que éstos tienen la facultad de venderlas, arrendarlas, donarlas o transmitirlas a sus herederos. Todos estos actos de disposición son realizados bajo la supervisión del cabildo, que se reserva el derecho de autorizar la compraventa de mejoras, ante todo con el fin de controlar la llegada de foráneos no dispuestos a someterse a su jurisdicción. Luego de efectuada la compraventa de mejoras, y como una manera de ratificar los derechos del nuevo propietario, el cabildo procede a adjudicarle a este último el usufructo sobre la tierra que ocupan sus mejoras.

Tal modo de regular los derechos sobre la tierra se explica por la conjunción de dos fenómenos. En primer lugar, la división de las tierras comunales impuesta por la legislación republicana de finales del siglo XIX y que se mantuvo durante buena parte del siglo XX, generando entre los indígenas de la región formas de relacionarse con la tierra bastante próximas a la noción de propiedad privada, incluso en aquellas comunidades que, como el caso de Cañamomo-Lomaprieta, se opusieron a la disolución de sus resguardos. En segundo lugar, por un proceso de construcción de identidad indígena que transcurre en un contexto social y económico caracterizado por exigir a los individuos la condición de propietarios como requisito para tener acceso a bienes sociales como el crédito, que en la actualidad condicionan el acceso a la plena ciudadanía.

Por otra parte, debe considerarse que el régimen de propiedad colectiva de las tierras de resguardo, antes que una construcción surgida del derecho propio de los pueblos indígenas, se ha impuesto en virtud de una definición hecha desde el derecho estatal, en la cual se expresan algunos de los rasgos presentes en la construcción hegemónica de la identidad indígena13. La propiedad colectiva de las tierras parecería ser un corolario natural de las formas de producción colectivista y de los fuertes lazos comunitarios a partir de los cuales imaginamos al indígena como ese «otro», tanto más indígena cuanto más distante del modo de producción capitalista y del individualismo imperante en nuestra sociedad. Pero tales características no están necesariamente presentes, ni lo están con la misma intensidad, en todos los grupos indígenas de nuestro país. En el caso específico de comunidades como la del resguardo Cañamomo- Lomaprieta, debido al impacto de las políticas agrarias y a circunstancias históricas a las que se hizo alusión, su economía está forzosamente inserta en el capitalismo y los vínculos comunitarios que existen no se reflejan en la apropiación y explotación colectiva de la tierra.

Sin embargo, como ha ocurrido con muchas de las instituciones diseñadas desde el derecho estatal para configurar el mundo indígena, también el régimen de propiedad colectiva de la tierra ha sido apropiado por las comunidades indígenas como un importante mecanismo de defensa de su integridad territorial, al obstaculizar la venta de tierras a foráneos, y como un medio para garantizar un ámbito espacial que permita la construcción de relaciones comunitarias, basadas en formas alternativas de producción que no impliquen la apropiación individual de la tierra y de sus frutos. Pero esto último no logra realizarse porque, como ocurre en el caso de Cañamomo-Lomaprieta y en otros resguardos de los Andes colombianos, al cimiento comunitarista que se busca afirmar con la propiedad colectiva de la tierra, se superpone una lógica de apropiación privada de las mejoras y, con ello, de manera inevitable, del terreno en donde éstas se asientan.

En uno de los conversatorios convocados por el cabildo para tratar la cuestión del saneamiento territorial a través de la entrega de escrituras, don Héctor Hernández, integrante de la parcialidad, manifestaba que la idea de ceder la propiedad de su predio para que pase a integrar la propiedad colectiva del resguardo le genera «el temor a no ser la persona perteneciente a lo que tiene», pues hace algunos años «el finado Luis Chaurra nos acobardó diciendo que el cabildo nos podía quitar la tierra para dársela a otros si no la trabajábamos»14. Para conjurar este temor, común a muchos habitantes del resguardo, uno de los principales aspectos de la construcción de derecho propio en Cañamomo-Lomaprieta ha consistido en precisar el concepto de propiedad colectiva y resignificarlo en relación con las categorías del derecho civil estatal, para hacerlo compatible con el reconocimiento del estatus de propietario de su parcela a cada comunero, sin que ello suponga la pérdida de integridad del territorio ni debilite las facultades de control sobre el mismo por parte de la comunidad indígena.

En el intento de precisar el tipo de relación con el espacio geográfico que representa la territorialidad indígena, el abogado español Pedro García-Hierro explica cómo algunos grupos indígenas desligan la noción de propiedad colectiva de la tierra de la esfera del derecho civil a la que suele adscribirse, para vincularla en cambio a un ámbito más cercano al derecho público. De este modo, reafirmar la propiedad colectiva no significa que el resguardo reclame el derecho civil de propietario a usar, gozar y disponer de las tierras, sino más bien el derecho político a ejercer dominio y jurisdicción sobre su territorio.

Para representar esta noción de territorialidad, este autor se vale de un esquema de círculos concéntricos, que reflejan unidades de identidad grupal cada vez mayores (familia, comunidad, resguardo), de modo tal que la relación con el espacio (y los consiguientes derechos y responsabilidades) avanzan desde los usos de naturaleza económica y doméstica propios de los círculos menores (familias), hacia otros usos (beneficios y responsabilidades) de carácter social, administrativo, político o espiritual de acuerdo con la progresiva inclusión social de cada círculo (García-Hierro 2004, 17-23). Tal esquema es útil para pensar la idea de territorialidad y, dentro de ella, la regulación de los derechos sobre la tierra, que en la actualidad se construye en el resguardo Cañamomo- Lomaprieta, donde la idea de propiedad colectiva es entendida no como la apropiación y explotación colectiva de la tierra y sus frutos, sino más bien como el derecho de la comunidad a ejercer jurisdicción sobre un territorio, en el que cada familia tiene un derecho privado de usufructo sobre la parcela que ocupa, conferido y regulado por la autoridad indígena.

¿Adjudicación o escritura pública? La lucha por el monopolio del capital jurídico

Según indica Bourdieu, ese grandioso proceso de construcción de territorialidad que representa la emergencia del Estado moderno se caracteriza por la progresiva concentración de diversas formas de capital (coactivo, económico, informacional), entre las que se destaca el capital simbólico, entendido como el poder de producir e imponer las categorías de pensamiento con las cuales aprehendemos todo lo que en el mundo existe. El derecho aparece como uno de los elementos principales de este capital simbólico, en tanto suministra a quien detenta el poder la base de su autoridad específica e igualmente le confiere el poder de nombrar y, con ello, de constituir la realidad de una cierta manera (Bourdieu, 1991).

Uno de los activos más importantes para los actores sociales que hoy compiten por construir territorialidad al interior del resguardo Cañamomo-Lomaprieta consiste en hacerse al monopolio del capital jurídico. En lo que respecta a la regulación de derechos sobre la tierra, los argumentos empleados por los líderes indígenas para persuadir a los pobladores del resguardo de las ventajas que representan las adjudicaciones expedidas por el cabildo frente al régimen de escrituras públicas, se enfrentan a las objeciones de quienes han tenido dificultades para vender sus predios o han debido negociarlos por un menor valor por tener adjudicación en lugar de escrituras públicas; han encontrado cerradas las puertas de entidades financieras o prestamistas particulares cuando se acercan en busca de un crédito, o incluso se han topado con funcionarios de la administración municipal que les dicen que sus adjudicaciones «no sirven para nada». A todo ello, los líderes indígenas insisten a los miembros de la parcialidad que la adjudicación no devalúa sus «propiedades» y que vale lo mismo un predio con adjudicación que con escritura; suscriben convenios con algunas entidades financieras para lograr que sus comuneros accedan a créditos con el aval del cabildo y, en fin, reiteran la importancia de acogerse al sistema de propiedad colectiva para defender la integridad del territorio y acceder a los derechos asociados a la condición de indígenas, entre ellos el no pago del impuesto predial.

Esta lucha se torna más álgida en las comunidades semiurbanas del resguardo, cercanas al casco urbano de Riosucio15 ya que, por un lado, los problemas de saneamiento territorial son mayores, pues aunque forman parte del territorio ancestral delimitado en el título colonial, buena parte de sus tierras no se encuentra registrada como resguardo sino bajo títulos de propiedad privada. Por otra parte, porque la dicotomía rural–urbano ha sido uno de los principales criterios empleados para trazar las fronteras entre indígenas y mestizos entre los habitantes de Riosucio, lo que confirma las especiales dificultades que enfrentan los procesos de fortalecimiento de identidad indígena en contextos urbanos.

La estrategia del cabildo para hacerse al control del capital jurídico y, a la vez, procurar el saneamiento del territorio en esta especie de «zona de penumbra» entre el mundo indígena y el mestizo, ha consistido en invitar a sus residentes a entregar sus títulos de propiedad privada - escrituras públicas - para obtener a cambio actas de adjudicación del usufructo de sus parcelas, consolidar así su membresía dentro de la comunidad indígena y obtener los beneficios derivados de tal condición, en particular la exoneración del pago de impuesto predial.

Aunque muchos residentes han aceptado la invitación, ello no ha servido para alcanzar los propósitos que animaban dicha estrategia, lo que se explica por el diferente significado que la entrega de títulos tiene en las jurisdicciones indígena y estatal. Las autoridades de Cañamomo-Lomaprieta y quienes entregaron sus escrituras han entendido que con la simple entrega del título transmitían su propiedad al resguardo; por su parte, la jurisdicción estatal, que controla el sistema de registro de la propiedad, no ha reconocido la validez de dichas transacciones por no cumplir con las formalidades que el código civil establece para las donaciones de inmuebles. En consecuencia, no se ha logrado el saneamiento del territorio, por cuanto dichos predios siguen figurando a nombre de particulares, quienes aún reciben los cobros de impuesto predial.

Tal situación, a su vez, ha generado problemas de credibilidad para el gobierno indígena por parte de los miembros de la parcialidad que entregaron sus escrituras y ven como, pese a ello, no son eximidos del pago de impuestos. Tampoco se consolidó el control del capital jurídico, pues en lugar de reemplazar las escrituras públicas por adjudicaciones, en la actualidad son frecuentes los casos de «doble titulación» por pobladores que cumplen con el cabildo entregando sus escrituras para obtener actas de adjudicación y, de este modo, acceder a los derechos que tienen como miembros de la parcialidad, al tiempo que hacen uso de sus escrituras públicas cuando necesitan acreditar su condición de propietarios o transmitir sus derechos a través de las formalidades previstas para ello por la jurisdicción estatal.

Por tal motivo, desde 2007 rige en el resguardo una norma que condiciona la posibilidad de ser censado a la exigencia de cambiar sus títulos de propiedad privada por la adjudicación expedida por el cabildo (Vinasco, 2007: 135). La aplicación de esta norma ha generado resistencia entre los habitantes de las comunidades semi-urbanas del resguardo que de tiempo atrás estaban acostumbrados a censarse y a participar activamente dentro de la organización indígena, pese a tener títulos de propiedad privada de sus parcelas. En defensa de la medida, el gobernador del resguardo argumenta que «se es indígena para todo o no se es para nada», rechazando con ello el uso instrumental de la identidad indígena que se advierte entre algunos de los habitantes de estas comunidades.

Pero esta lucha por el control del capital jurídico también se libra por parte de los demás actores que forman parte de este «territorio plural». La ambigua política actual en materia de territorios indígenas, sumada a las discrepancias entre la administración actual de Riosucio y el movimiento indígena, ha dado lugar a que las relaciones entre jurisdicción indígena y estatal se planteen cada vez menos en términos de colaboración para asumir visos de abierta confrontación. Es así como el municipio, a través del Plan de Ordenamiento Territorial, planea expandir el casco urbano sobre las tierras de las comunidades semi-urbanas y afianza su territorialidad ordenando el embargo de los predios que tienen deudas pendientes de impuesto predial, lo que implica negar su condición de tierras de resguardo.

Asimismo, la alcaldía de Riosucio impulsa la reactivación de las Juntas de Acción Comunal, como mecanismo para canalizar la inversión en las zonas rurales del municipio y a la vez promover una forma organizativa paralela que debilite la autoridad de los cabildos indígenas y aglutine a los sectores de población que no se identifican o han retirado su apoyo a la organización indígena. Como episodio más reciente en la historia de esta confrontación, se conoce que en el último año, al tiempo que el cabildo insta a los habitantes del resguardo a entregar sus escrituras públicas como modo de afirmar su identidad indígena, las Juntas de Acción Comunal hacen lo propio, invitando a quienes ya tienen adjudicación a «volver a sacar» escrituras públicas.

Así, en la actualidad, la disputa entre la identidad indígena y mestiza en estas comunidades encuentra uno de sus principales canales de expresión en la alternativa de organizarse en torno al cabildo o a la Junta de Acción Comunal y, ligado a ellas, en la de optar entre adjudicación o escritura pública. Si los actuales procesos de re-etnización han abierto de nuevo el debate por las condiciones que definen la identidad indígena, la experiencia del resguardo Cañamomo-Lomaprieta parece confirmar la conclusión a la que llega María Lucía Sotomayor cuando, en su estudio sobre el resguardo de Quizgo, concluye que «ser indígena es un problema de decisión»: la de «someterse al cabildo, traspasar sus tierras al resguardo y "recuperar" con el tiempo los valores indígenas que en algún tiempo pasado debió tener» (Sotomayor, 1998; 418). Esta decisión representa, para algunos, una estrategia de adaptación a las reglas de un «neoliberalismo multicultural» que insta a los individuos y a las colectividades a movilizar una identidad étnica como condición para el acceso a bienes básicos, pero para otros significa algo más y, ante todo, algo distinto: una estrategia de resistencia y rescate de lo que Rita Laura Segato denomina el «sentido denso» de la diversidad cultural, que consiste en afirmar la posibilidad de que otros valores y otros fines distintos a los del capitalismo dominante en nuestro tiempo orienten la convivencia humana (Segato, 2007:18). En este último caso, la decisión de asumir o fortalecer una identidad indígena adquiere un claro significado político que se evidencia en las palabras de Hernando Hernández, uno de los jóvenes líderes del resguardo, cuando afirma que «ser indio no es vestirse de plumas e iracas... ser indio es comprometerse en el desmoronamiento del yugo que nos ata, para construir la libertad y la esperanza que nuestros ancestros desearon» (Vinasco, 2007: 9). Si tal es el sentido que asume la etnicidad para los líderes de Cañamomo- Lomaprieta, no deja de tener cierto aire de paradoja que la regulación de la tenencia de la tierra desde el derecho propio deba hacer tantas concesiones a la sacrosanta noción de propiedad privada.


Pie de página

4Visión que se sintetiza en la definición que establece el artículo 2° del decreto 2001de 1998, según el cual un resguardo indígena «es una institución legal y sociopolítica de carácter especial, conformada por una comunidad o parcialidad indígena, que con un título de propiedad comunitaria, posee su territorio y se rige para el manejo de éste y de su vida interna por una organización ajustada al fuero indígena o a sus pautas y tradiciones culturales». También en algunas decisiones de la Corte Constitucional referidas al ámbito de aplicación y a los límites de la jurisdicción especial indígena, en las que se señala que a mayor conservación de usos y costumbres, mayor autonomía se reconoce a las comunidades indígenas para el ejercicio de su jurisdicción (T-254/1994; reinterpretado en la T-514/09); se condiciona el reconocimiento de ciertos derechos especiales a que los indígenas permanezcan dentro de sus territorios (C-058/1994; C-394/95); se define el territorio indígena como el lugar donde los grupos étnicos ejercen el derecho fundamental de propiedad colectiva (T-188/93; T-257/1993;C-921/07). Para un análisis de la construcción de la identidad indígena efectuada por la jurisprudencia constitucional ver Ariza (2009).
5Los resguardos de origen colonial remontan los títulos que acreditan sus derechos territoriales a documentos expedidos por las autoridades coloniales, por oposición a los resguardos republicanos, que cuentan con títulos de propiedad expedidos tras la independencia, específicamente en el marco de las políticas de constitución de resguardos adelantadas en Colombia tras la segunda mitad del siglo XX.
6Así ocurrió, en la década de 1940, con la solicitud de extinción de los resguardos Quillacinga en Nariño (Rappaport, 2005: 58 y ss) y con la petición que en el mismo sentido formularon en 1944 algunos indígenas del resguardo de San Lorenzo en Riosucio ante el Ministerio de Economía (Appelbaum, 2007: 282 y ss).
7El que las tierras adjudicadas a indígenas durante los setenta y ochenta no se entregaran bajo la figura del resguardo se explica porque sólo hasta el gobierno de Virgilio Barco se expidió el decreto 2001 de 1988, que reglamentó el trámite para la constitución de resguardos indígenas contemplado en la ley 135 de 1961. Por lo demás, fue en este gobierno (1986-1990) cuando se titularon la mayor parte de tierras de resguardo que hasta el presente han sido adjudicada a las comunidades indígenas (Houghton 2007, 221).
8De 532.233 personas que se reconocieron como indígenas en el censo de 1993, la cifra aumentó a 1'378.884 en 2005, lo que representa una tasa de crecimiento intercensal del 159% para este sector de población, frente a un 25,24% registrado como porcentaje de crecimiento total de la población colombiana. Ello indica que, en un período de 12 años, la población indígena colombiana creció un 133,76% por encima del total de la población (DANE, 2005b; Rey, 2007: 151 y ss.).
9Como se refleja, al menos en el plano del las declaraciones normativas, en la legislación expedida luego del cambio constitucional (leyes 160/1994 y 1152/2007), que amplía el espectro de los sujetos a quienes se busca garantizar el acceso a la tierra, y en donde los campesinos, otrora destinatarios principales de la reforma agraria, deben compartir su espacio con los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes y demás sectores de población vulnerable, hacia los que se dirigen de manera prioritaria las políticas sociales en el escenario postconstitucional.
10Hasta 1905, cuando se crea el departamento de Caldas, Riosucio y Supía pertenecieron a la provincia del Cauca.
11Disputa que, en un contexto como el colombiano, no ha estado al margen del conflicto armado que vive el país. Desde la irrupción del movimiento indígena en el escenario político local, se ha registrado la muerte violenta de varios de sus líderes, entre ellos, Gilberto Motato, Fabiola Largo y Gabriel Ángel Cartagena, comprobándose en esta última la participación de políticos locales y de grupos paramilitares, lo que motivó el decreto de medidas cautelares de protección a favor de los indígenas de Riosucio y Supía por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En las entrevistas realizadas durante el trabajo de campo, tanto los riosuceños que se reconocen como indígenas como quienes se identifican como mestizos, coinciden en afirmar que el conflicto entre indígenas y no indígenas en Riosucio es más político que étnico, y ambos sectores de población identifican el ingreso en la política local del movimiento indígena, como una tercera fuerza distinta de los partidos tradicionales (liberal y conservador), como el momento en el que se intensifica la confrontación entre ambos sectores de población (Ricardo Aricapa, periodista riosuceño, entrevista personal, 8 de octubre de 2008; don Luis Aníbal Restrepo Cañas, ex gobernador del Cabildo de Cañamomo-Lomaprieta, entrevista personal, 18 de diciembre de 2008). Por su parte, en los panfletos anónimos que frecuentemente circulan en Riosucio, usualmente se sugieren vínculos entre los líderes indígenas y la guerrilla FARC que ha hecho presencia en la región.
12Tales formalidades encarecen de manera considerable los costos de transacción sobre la tierra, razón por la cual, entre la población de escasos recursos de los sectores urbanos y rurales en nuestro país, es común que la transmisión de estos derechos se haga a través de documentos privados no sometidos a registro, los cuales, si bien no trasmiten la propiedad, sirven para probar el status de poseedor (Bonilla, 2006).
13Aunque es preciso admitir que en la Asamblea Nacional Constituyente hubo representación indígena y que ésta tomo parte activa en la discusión y aprobación de las normas que establecieron dicho régimen de propiedad colectiva en el artículo 329 de la Constitución, esto no afecta el punto que quiero destacar: que no se trata de una regulación surgida del interior de los derechos indígenas, sino establecida por otro sistema jurídico – el derecho estatal - que se impone sobre los primeros y condiciona todo su sistema de regulación de derechos sobre la tierra.
14Conversatorio realizado en la comunidad de San Pablo el 20 de diciembre de 2008. Luis Chaurra era uno de los líderes del resguardo Cañamomo Lomaprieta.
15Tumbabarreto, Sipirra, La Unión y Quiebralomo.


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