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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.71 Bogotá Jan./June 2011

 

La sociogénesis del Estado en Elias: notas para un debate y apuntes para su aplicación al Chile decimonónico1

The sociogenesis of the state in Elias: notes for a debate and remarks for its application in nineteenth-century Chile

A sociogênese do Estado em Elias: anotações para um debate e recomendações para sua aplicação ao Chile do século XIX

Federico Benninghoff2
Universidad de Constanza, Alemania
febenning@yahoo.com


Recibido: 31 de marzo de 2011 Aceptado: 27 de abril de 2011

1El presente artículo hace parte de una investigación doctoral en curso sobre la organización militar en la América Latina decimonónica y la influencia sobre el desarrollo de las misiones militares alemanas anteriores a la Primera Guerra Mundial.
2Magíster en Historia, Universidad de Constanza, Alemania. Historiador, Universidad Nacional de Colombia.


Resumen

En nuestros días, la amplia difusión de la sociología eliasiana se ha fundado en gran medida en el énfasis sobre la sociogénesis del Estado. Dicho acento ha implicado en la práctica el sacrificio del eje psicogenético de la teoría de la civilización, pero por otro lado le ha reportado a la obra de Elias una acogida favorable entre los numerosos estudiosos de la interacción de las estructuras fiscales y militares en el desarrollo institucional. Las notas críticas en la primera parte de este artículo buscan llamar la atención sobre los riesgos patentes en la convergencia que se suele plantear entre el modelo sociogenético eliasiano y los esquemas más simples de la dialéctica fiscal-militar. En el segundo apartado, el breve examen de la construcción del Estado en Chile desde 1830, busca ilustrar, a vuelo de pájaro, la aplicación de las observaciones de Elias sobre la monopolización de la fuerza y la tributación fuera del contexto europeo para el que fueron originalmente formuladas.

Palabras clave: Norbert Elias, sociogénesis, Estado, Chile.


Abstract

The interest for the sociogenesis of the state accounts in part for the contemporary diffusion of Norbert Elias's theory of the civilizing process. Although this emphasis tends to neglect the psychogenetic axis of the theory, it has nonetheless assured its wide acceptance among scholars interested in the dialectics of fiscal and military structures. The first section of this article deals with the assumed convergence between Elias's sociogenetic approach and simpler models of fiscal-military interaction. The second section offers a brief sketch of the state-building process in Chile during the nineteenth century as an example of the application of Elias's insights into non-European processes of monopolization of force and taxation.

Keywords: Norbert Elias, sociogenesis, state, Chile.


Resumo

Em nossos dias, a ampla difusão da sociologia eliasiana tem se baseado em grande medida na ênfase sobre a sociogênese do Estado. Isso tem implicado na prática o sacrifício do eixo psicogenético da teoria da civilização, mas por outro lado tem dado à obra de Elias uma acolhida favorável entre os numerosos estudiosos da interação das estruturas fscais e militares no desenvolvimento institucional. As notas críticas na primeira parte deste artigo procuram chamar a atenção sobre os riscos patentes na convergência que se costuma propor entre o modelo sociogenético eliasiano e os esquemas mais simples da dialética fiscal-militar. Na segunda seção, o breve exame da construção do Estado no Chile desde 1830, procura ilustrar, rapidamente, a aplicação das observações de Elias sobre a monopolização da força e a tributação fora do contexto europeu para o que foram originalmente formuladas.

Palavras chave: Norbert Elias, sociogênese, Estado, Chile.


Sociogénesis y Estado en Elias: notas para un debate

No es difícil constatar en la actualidad un amplio consenso en torno a la figura de Norbert Elias como uno de los últimos clásicos de la sociología. Pero cabe comprobar igualmente que el acuerdo no se extiende más allá de dicho reconocimiento: los disensos abundan a la hora de definir aquello que lo hace digno de canonización. Algunos autores no dudan en señalar la atención prestada a la interdependencia entre psicogénesis y sociogénesis como el rasgo descollante de su obra. Elias, en efecto, habría arrojado nueva luz sobre la interacción procesual entre figuraciones sociales y formas de comportamiento y pensamiento individuales, en un esfuerzo por dotar a su análisis de una sólida base empírica que lo alejara de cualquier teleología de tintes religiosos o metafísicos. Su trabajo se habría constituido así en una contribución capital al desarrollo de una perspectiva evolutiva del cambio social, inscrita en una tradición que abarca a pensadores tan disímiles como Comte, Spencer, Marx, Hobhouse, Durkheim, Weber o Simmel, preocupados todos -de manera más o menos explícita y sistemática- por los fundamentos sociales, emocionales e intelectuales de procesos de evolución social en su más amplia acepción (Oesterdiekhoff, 2000, pp. 23-32). Elias habría suscrito sin duda el énfasis en la reciprocidad dinámica entre psique y mundo social en este diagnóstico, aunque quizás se habría mostrado más cauteloso frente a su inclusión en el grupo de los cultores del pensamiento evolucionista, dados los malentendidos que las connotaciones decimonónicas de lo evolutivo todavía suscitan. Sin poner en entredicho la importancia de una perspectiva evolutiva de largo plazo, Elias insistió siempre en su rechazo a la noción de progreso automático del evolucionismo del siglo XIX, tanto como a la prédica de un cambio social más o menos aleatorio e inespecífico presente en muchas de las corrientes de análisis del siglo XX (Elias, 2000, pp. 451-452).

Otros autores, por el contrario, se han decantado por la perspectiva figuracional como el aporte por excelencia de la obra de Elias. El énfasis sociogenético en las dinámicas propias y de largo plazo de las figuraciones, derivadas de las consecuencias no intencionales de la acción social, permitiría situar a cualquier agrupación -una comunidad campesina, un partido político o un Estado nacional, por ejemplo- dentro de una amplia red de interdependencias en la que los individuos ocupan diferentes posiciones al mismo tiempo. El devenir de la figuración no podría ser explicado únicamente a través de su constitución interna, y si no se quiere caer en una perspectiva eleática de cambio sería indispensable situarla en la constelación dinámica, proteica y a la vez estructurada de interacciones en diferentes niveles del mundo social. La confluencia y contraposición de los intereses, anhelos y necesidades de personas insertas simultáneamente en diferentes cadenas de interdependencia no sería reductible, pues, a la actividad aleatoria de los individuos, a la voluntad manifiesta de una mayoría o a las estrategias de dominación de un grupo determinado, por agudos que sean los desequilibrios en la balanza de poder en una sociedad.

No se trata en este punto de emprender una labor exegética para establecer cuál es la vertiente que mejor honra el espíritu y la letra de El proceso de la civilización. Es evidente, en todo caso, que al prescindir de manera más o menos deliberada del eje psicogenético, la rama figuracional abandona no solo uno de los campos más fructíferos y estimulantes de la teoría eliasiana, sino que de hecho bloquea el pleno desarrollo del tipo de sociología que esta abandera. No deja de resultar por tanto paradójico el que sea justamente esta perspectiva la que goce de reconocimiento en muchos medios como continuadora del programa de investigación eliasiano. El término 'sociología figuracional', acuñado en un principio por los críticos de la sociología de Elias, se ha entronizado en buena medida como el distintivo de quienes buscan situarse en la línea de trabajo inspirada por él (Weiler, 2010). No es improbable que el rechazo de Elias a dicha etiqueta -él favorecía el término 'sociología procesual'- se debiera al menos en parte a la conciencia del abandono del eje psicogenético que esta comporta.

En cualquier caso, no es difícil entender la acogida de la sociología figuracional como legataria de su obra. El descrédito que por lo general acompaña en las ciencias humanas y sociales a toda teoría que pueda ser considerada evolucionista, unido a la consagración del relativismo cultural como fundamento axiomático y a la vez axiológico de las buenas prácticas de investigación, tienden a teñir de prevención y sospecha cualquier discusión sobre procesos psicogenéticos. Examinar diferencias cognitivas en las sociedades humanas a través del tiempo y del espacio, procurar su verificación o falsamiento empíricos, o remitir dichas diferencias a procesos estructurados de evolución psíquica, por mencionar algunos ejemplos, son todos objetivos que suscitan fuertes resistencias en las corrientes predominantes de las disciplinas sociales. Las ciencias humanas y sociales de nuestros días parecen débilmente equipadas para abordar de manera consistente la problemática psicogenética, y antes bien muestran una arraigada predisposición a rechazarla bajo la presunción de etnocentrismo e idolatría de la "razón occidental". No en vano, durante las sesiones del Congreso de la Asociación Holandesa de Sociología y Antropología de diciembre de 1981, dedicado a la obra de Elias, el antropólogo holandés Anton Blok causó profundo revuelo al repudiar el fundamento que calificó como "racista" de la teoría de la civilización, sin por ello dejar de encomiar el enfoque figuracional como fuente de inspiración y herramienta de trabajo (Weiler, 2010).

Ahora bien, aunque no cabe duda de que las resistencias generadas por la perspectiva psicogenética han contribuido a la identificación de la teoría de Elias exclusivamente con la perspectiva figuracional, no sobra hacer un par de observaciones sobre el componente sociogenético y el análisis del Estado para entender mejor la consagración de la figuración como concepto epónimo de la sociología eliasiana.

El modelo eliasiano y los paradigmas de la interacción fiscal-militar

El "redescubrimiento" de El proceso de la civilización a finales de la década de 1960 coincidió con la afirmación de diferentes vertientes analíticas que hicieron del problema de la autonomía estatal objeto de atención privilegiada. En contraste con las perspectivas pluralistas y estructural-funcionalistas predominantes en las décadas de 1950 y 1960 en la ciencia política y la sociología, centradas en el análisis de lo social por oposición al formalismo legalista de lo estatal, la década de 1970 presenció un renovado interés en la autonomía del Estado como factor imprescindible en cualquier análisis. A la vanguardia se situaron las corrientes marxistas que desde mediados de los años 60 se ocuparon del Estado y su papel en la transición al capitalismo, la regulación de la vida socioeconómica en las sociedades industriales o la articulación de relaciones de explotación y dependencia en la economía global. En dichos trabajos se hizo manifiesta una tensión analítica entre el reconocimiento de la lógica propia del funcionamiento estatal, por un lado, y su caracterización como instrumento indiferenciado del dominio de clase o la acumulación económica por el otro (Skocpol, 1985, pp. 4-7). El reconocimiento de la potencial autonomía del Estado -por lo menos una de índole relativa- se tornó en una de las cuestiones candentes de debate en el periodo, y no en vano las vertientes críticas de la aproximación marxista se ocuparon con particular interés del tema. Se verificó en especial un distanciamiento frente a la matriz economicista que sus críticos -con razón o sin ella- le achacaban al marxismo en el tratamiento del Estado: sin negar su papel en la explotación económica o la reproducción de las relaciones de clase, insistían en la necesidad de reparar en las dinámicas propias de otras esferas de acción estatal. En particular, prestaron atención al uso de la fuerza: el énfasis en los medios y las relaciones de producción no habría permitido sopesar apropiadamente el papel de los medios de coerción en la arquitectura estatal.

"Hacer la guerra y construir el Estado como crimen organizado", el célebre y polémico artículo de Charles Tilly publicado en 1985, puede ser visto como ejemplo paradigmático de este giro. A partir de un examen crítico de los planteamientos del historiador económico Frederic Lane, Tilly plantea que el ejercicio y control de la violencia organizada permitió captar a los incipientes Estados de la Europa Moderna temprana, a la manera de organizaciones extorsivas, tributos y rentas de protección de sus súbditos. A su turno, la pacificación interna y la munificencia e interés de los gobernantes habrían permitido medrar a grandes capitalistas, quienes a su vez habrían provisto de fondos a sus soberanos para el ejercicio de la violencia a una escala mayor. En definitiva, se habría verificado un movimiento en espiral ascendente que continuamente se retroalimentaba y hacía de la extracción de recursos, la protección de clases sociales aliadas y bases de poder, la organización de la guerra y la acumulación de capital, fenómenos convergentes en la construcción del Estado. Una construcción, por demás, inopinada: nadie habría podido anticipar el surgimiento y la consolidación de Estados nacionales a partir de las estructuras fiscales y administrativas creadas para no sucumbir frente a los desafíos militares del período (Tilly, 1985).

Planteamientos como el de Tilly abrieron en su momento toda una nueva corriente de investigación que retomó la preocupación por la interacción de estructuras fiscales y estructuras militares en la formación del Estado, principalmente para la Europa de la Baja Edad Media y la Edad Moderna, en un empeño por desentrañar la lógica propia de los procesos concomitantes de monopolización de la fuerza y de la tributación. Samuel E. Finer (1975), por ejemplo, ya había puesto de relieve la existencia de un "ciclo de extracción-coerción" como una de las bases del desarrollo estatal en la Europa moderna: las necesidades militares de los diferentes gobiernos habrían derivado en una creciente presión sobre los recursos y los habitantes de sus respectivos Estados (o de los Estados vecinos si la oportunidad se presentaba). Inmersos en una constelación de poder que los empujaba a erogaciones fiscales cada vez más amplias y a levas que abarcaban a un número cada vez mayor de hombres, los aparatos burocráticos habrían experimentado una creciente diferenciación y ampliación de sus funciones. Las resistencias a dicho proceso -manifestas por ejemplo en motines antifiscales o levantamientos contra el reclutamiento- fueron barridas en su momento por los ejércitos que previamente habían sido reforzados en el hemiciclo de extracción: al completar la vuelta de tuerca con el ejercicio de la coerción, nuevos recursos quedaban a disposición de los Estados para adaptar su aparato militar a una escalada en la guerra exterior o la represión interna.

A partir del siglo XIX la construcción del Estado en Europa habría experimentado un salto cualitativo, al impulsar a un primer plano el "ciclo de extracción-persuasión": "creencias sociales" como el nacionalismo y la doctrina de la soberanía popular habrían confluido para reforzar la identificación de las personas con sus respectivos Estados y para abrir un horizonte de movilización y extracción "ilimitadas" que alcanzó su plena expresión en las guerras mundiales del siglo XX. Que la persuasión hubiera desplazado a la coerción como componente esencial de la construcción del Estado no significa, por supuesto, que el uso de la fuerza dejara de estar a la orden del día: que el consenso, la anuencia o la manipulación en torno a las "creencias sociales" constituyeran la base de la movilización de la población habría permitido al Estado, por paradójico que parezca, acceder a niveles sin precedentes de violencia organizada.

Otro ejemplo elocuente de este renovado acento en la génesis institucional lo constituyen las numerosas investigaciones en torno a lo que se ha dado en llamar el 'Estado fiscal-militar', según el concepto acuñado por John Brewer en su célebre The Sinews of Power: War, Money and the English State, 1688-1783, publicado en 1988. El aprovisionamiento, equipamiento y administración de armadas y ejércitos permanentes cada vez más numerosos y complejos, con infraestructuras militares (fortalezas, puertos, etc.) y armamentos cada vez más costosos, habría aparejado la formación de una burocracia encargada de extraer (no necesariamente de forma directa) y administrar los recursos necesarios para su sostenimiento. Los crecientes ingresos y egresos asociados al rubro militar habrían tenido su correlato en la expansión territorial, la afirmación de la soberanía indisputable y el crecimiento y diferenciación de la burocracia fiscal y administrativa en los Estados del Viejo Continente. La introducción de prácticas contables nuevas en la administración estatal (como la contabilidad de doble entrada), el esfuerzo gubernamental por relacionar -por precarios que fueran los cálculos disponibles- el gasto militar con la capacidad económica de los respectivos países, lo mismo que la experimentación con nuevos instrumentos fiscales y crediticios, habrían sido fenómenos indisociables del crecimiento del poderío bélico en los Estados europeos de la Edad Moderna. La dialéctica entre economía y violencia organizada, o entre administración fiscal y organización militar, no admitiría una causación lineal que explique llanamente la emergencia de estructuras burocráticas a partir de las necesidades impuestas por la guerra: ambas estarían en permanente interacción en un proceso ascendente que involucraría una coordinación administrativa progresivamente diferenciada y una movilización de recursos cada vez más demandante (Scott, 2009; Storrs, 2009).

No es difícil advertir cómo en este contexto la perspectiva figuracional de Elias ganó aceptación y se convirtió a la larga en la seña de identificación de su sociología. En particular, sus reflexiones en torno a la sociogénesis del Estado se encuadran sin mayores dificultades en este horizonte investigativo. En el apartado de El proceso de la civilización dedicado expresamente a dicha problemática y referido en esencia a la Europa Occidental, Elias identifica para la Edad Media la existencia de dominios territoriales discretos y fragmentados, expuestos a las presiones competitivas de un sistema de "eliminación" en el que la unidad que no consigue expandirse necesariamente cae presa de la dominación de otras. En el marco de una economía débilmente integrada y comercializada, en la que la tierra constituía el medio de producción y acumulación por antonomasia, el sistema habría estado sujeto a las presiones centrípetas de los dominios más exitosos en su empeño por acaparar y centralizar recursos, lo mismo que a las presiones centrífugas de las unidades restantes en su esfuerzo por evitar a toda costa la hegemonía de uno de sus pares. A partir de las tensiones más focalizadas entre linajes señoriales en un mismo dominio, el campo de fuerzas constituido por los polos centrífugo y centrípeto habría gestado progresivamente nuevas instancias de competición más allá del ámbito local, por ejemplo entre los diferentes condados y ducados de un mismo reino, hasta enfrentar entre sí a unidades altamente centralizadas que en alguna medida prefiguraban ya a los modernos Estados dinásticos, insertos ellos a su vez en un nivel superior de cooperación y conflicto.

El eje de dicha secuencia eliminatoria estaría constituido por la lenta monopolización de la fuerza y la tributación, un proceso de largo plazo y en ningún caso lineal, pero con una dirección claramente discernible hacia la conformación de unidades territoriales continuas comparativamente grandes, con un alto grado de centralización, diferenciación interna e integración, y dotadas de instituciones con amplia capacidad para intervenir en la sociedad, coordinar parcialmente las relaciones de sus diferentes subsistemas y encauzar los conflictos suscitados en su seno. Elias no deja de insistir en que el monopolio de la violencia y el monopolio fiscal constituyen dos caras de la misma moneda, sin que sea posible establecer la precedencia del uno sobre el otro. Una vez arraigado, el doble monopolio impulsa un cambio cualitativo en el campo de fuerzas definido por los polos centrífugo y centrípeto: los principales conflictos sociales dejan de girar en torno al debilitamiento, fortalecimiento o incluso abolición del monopolio en ciernes, para centrarse en el grado de control -por parte de uno o varios grupos- sobre el monopolio ya constituido, así como en sus beneficiarios inmediatos y en la repartición de las cargas derivadas de su mantenimiento (Elias, 2000, pp. 257-362)3.

La elección de Francia e Inglaterra, en este mismo apartado de El proceso de la civilización, como ejemplos por excelencia del mecanismo de monopolio en la construcción del Estado es recibida sin duda con un guiño de aprobación por quienes resaltan la interacción de lo fiscal y lo militar en el surgimiento de las instituciones modernas. Sin soslayar las diferencias en sus respectivas trayectorias históricas, ambos países suelen ser mencionados como casos paradigmáticos que ilustran las dinámicas propias de la formación del Estado. Su temprana centralización en términos comparativos, patente ya en la Baja Edad Media, habría seguido el patrón de dominios territoriales enfrascados en una lucha sin cuartel acompañada por el paulatino fortalecimiento del doble monopolio de la fuerza y de la tributación. Fue así, desde una perspectiva por demás bien esquemática, que la base de los primeros Capetos en la Île-de-France (el área alrededor de París y Orleáns) se consolidó, tras la fragmentación del Imperio Carolingio y sucesivas "rondas eliminatorias" contra otras dinastías, como el núcleo del futuro Estado francés. De la misma manera, los Plantagenet consiguieron afirmar progresivamente la autoridad de la monarquía inglesa sobre la nobleza feudal tras el período conocido en la historiografía como "La Anarquía" (1135-1154), una época de intensa guerra y fragmentación extrema.

Los casos francés e inglés pueden ser considerados como emblemáticos en otro sentido, sin duda complementario del que ilustra el mecanismo de competencia, eliminación y monopolio descrito por Elias: el impulso definitivo al proceso de centralización provino del desencadenamiento de la Guerra de los Cien Años, que enfrentó a ambas monarquías en un contexto de alianzas proteicas con linajes más o menos independientes. Sin las presiones y los condicionamientos derivados de la guerra, difícilmente hubieran podido los respectivos gobiernos montar una estructura fiscal basada en la tributación permanente o hacer de los arsenales reales un factor crucial en la balanza de poder, sobre todo en la medida en que el desarrollo de los grandes trenes de artillería en la última etapa del conflicto empezó a demandar cuantiosas inversiones, mayor coordinación administrativa y el mantenimiento de unidades militares especializadas (Allmand, 2001).

Pero así como todo modelo tiene su caso ejemplar, también tiene que lidiar con el caso problemático. En la formación de los Estados en la Europa Moderna quizás no haya un ejemplo más difícil de encuadrar en las dinámicas centralizadoras de la violencia organizada y la tributación que el de Polonia-Lituania. Surgido de la unión del Reino de Polonia y del Gran Ducado de Lituania en 1569 como uno de los Estados más poderosos del continente, alcanzó su cénit a comienzos del siglo XVII para luego experimentar un paulatino deterioro en su posición de poder frente a sus vecinos. No por ello dejó de dar muestras de vigor político-militar en diferentes episodios, como en la Batalla de Viena de 1683: sin la intervención del rey Jan III Sobieski a la cabeza del ejército de auxilio difícilmente hubiera sido posible levantar el sitio que las tropas otomanas habían tendido sobre la ciudad. En cualquier caso, un siglo más tarde, Prusia, Austria y Rusia procedieron a repartirse en tres particiones sucesivas, entre 1772 y 1795, el territorio de una Mancomunidad de Polonia-Lituania postrada en lo militar y paralizada en lo político.

La abundante bibliografía sobre su declive y posterior disolución ha coincidido en señalar la débil posición del rey frente a la nobleza terrateniente y militar, lo mismo que una estructura gubernamental dominada por una Dieta aristocrática que sólo conocía decisiones por consenso absoluto, como los factores determinantes en la relativa debilidad de la Corona polaca frente a sus vecinos. El derecho de los nobles a declararse en rebelión abierta ante cualquier disposición del rey que afectara sus privilegios, o el derecho de veto de cualquier diputado a las decisiones de la Dieta, garantías que de manera algo anacrónica son vistas por algunos analistas como precedentes del sistema de controles y contrapesos de la división moderna de poderes, habrían supuesto en su momento la existencia de una administración endeble en un período en el que los rivales experimentaban procesos acelerados de centralización y concentración relativa de poder en los soberanos. La anemia estatal polaca bien puede ser leída en clave fiscal-militar: así como la frontera abierta en las zonas colindantes de dominio tártaro o turco favorecía la reproducción de una caballería aristocrática independiente que podía prescindir en gran medida de la organización de un aparato militar permanente, el peso de una "democracia nobiliaria" celosa de sus privilegios bloqueaba todo esfuerzo de la Corona por incrementar los ingresos de las arcas reales. Sólo de forma tardía, ante el expansionismo en plena consumación de los Estados limítrofes, habría habido un esfuerzo por dotar a la monarquía de instrumentos militares y fiscales idóneos, pero el rezago era ya irreversible (Downing, 1992, pp. 140-156; Parker, 1988, pp. 24-39).

Sin rechazar en ningún caso la validez general de esta imagen panorámica, no son pocos los autores que han procurado matizarla. Señalan, por ejemplo, que el poderío militar de Polonia nunca dependió enteramente de la leva de caballería aristocrática, y que la monarquía hizo en diferentes momentos de los siglos XVII y XVIII esfuerzos no necesariamente fallidos para fortalecer cuerpos militares de carácter permanente, con el propósito de aumentar la proporción de infantería disciplinada en la estructura militar. Tampoco dejan de señalar que las reformas fiscales introducidas por la Gran Dieta (1788-1792) en la antesala de la segunda partición, si bien no cumplieron plenamente las expectativas que en un principio despertaron, gravaron las tierras nobiliarias y eclesiásticas con tal éxito que consiguieron incrementar el recaudo a cerca de 40 millones de zlotys para el año de 1789, el doble de lo recolectado el año inmediatamente anterior (Frost, 1993; Parker, 1988, pp. 24-39; Topolski, 1998).

Sea cual fuere la causa del declive de la Mancomunidad, lo cierto es que su monarquía no se mostró refractaria a los cambios en la organización militar y fiscal promovidos por la dinámica de competición entre los Estados europeos: simplemente no tuvo la capacidad de doblegar la resistencia enconada de la nobleza. Expuesta, pues, a las mismas presiones competitivas, la "República Nobiliaria" de Polonia-Lituania no experimentó un proceso de centralización equiparable al de sus vecinos, de tal suerte que en el curso del siglo XVIII se mostró inerme ante el empuje expansionista de las dinastías dominantes en la región. Atribuir la disolución de Polonia-Lituania como unidad política al mismo mecanismo de competencia, eliminación y monopolio que fortaleció a sus vecinos es, por supuesto, insuficiente: no basta con afirmar que Varsovia respondió peor que Berlín, Viena o San Petersburgo a las presiones competitivas. Es necesario explicar por qué se dio tal "mal adaptación" y no limitarse a usar la triple partición de Polonia como una suerte de argumento a contrario que corroboraría la vigencia general de la centralización fiscal-militar. No se trata, por supuesto, de usar el ejemplo polaco para falsar el ciclo de extracción-coerción, o para desvirtuar toda la agenda de investigación que en las últimas décadas se ha empeñado en analizar la lógica propia del desarrollo estatal. Pero sí es evidente que el caso llama la atención sobre el riesgo de pensar la interacción de lo fiscal y lo militar como un deus ex machina que opera automáticamente, al margen de las relaciones de interdependencia de las personas que constituyen las instituciones encargadas de hacer y financiar la guerra. Asumir la acción recíproca de la monopolización de la fuerza y de la tributación como un móvil perpetuo que opera en cualquier contexto puede deslizar eventualmente toda la argumentación al terreno pantanoso de la tautología. La «excepción que confirma la regla» resulta aquí sumamente elocuente: si Polonia-Lituania no logró reorganizar su aparato militar habría sido por cuenta de la resistencia de la Dieta a cualquier medida que fortaleciera las arcas reales. Y si el aparato fiscal se reveló endeble habría sido por la ausencia de un instrumento de coerción que le permitiera al rey someter a la nobleza independiente.

No creo que pueda ser imputada a Elias ni a la mayoría de sus epígonos una simplifcación de esta naturaleza. Si bien el análisis de la sociogénesis del Estado en El proceso de la civilización tiene implícito un cierto grado de automatismo, el mecanismo de la doble monopolización está inscrito en un horizonte explicativo más complejo, en el que las dinámicas propias del desarrollo estatal son relacionadas con otros tipos de figuración que abarcan con mayor concreción las relaciones entre diferentes grupos sociales dentro de las estructuras gubernamentales. Si Elias hubiera hecho abstracción de los principales ejes de tensión dentro del entramado estatal y hubiera entendido la doble monopolización como un fenómeno de generación espontánea, no susceptible de explicación, le habría resultado imposible analizar, por ejemplo, las dinámicas internas de la corte de Luis XIV y su papel en el desarrollo del Estado francés.

Cabría hacer sin duda precisiones similares para otras de las vertientes que se ocupan de la autonomía estatal. Al sopesar el papel de lo militar en la construcción del Estado en Europa, Finer (1975) no se limitó a exponer el funcionamiento del ciclo de extracción-coerción como base del proceso. Su explicación articula dicho mecanismo a otros "ciclos", como el "tecnológico-económico", el de "estratificación social" y el ya mencionado de "creencias sociales", a la vez que integra dichos ciclos en un modelo que toma en cuenta el "estilo de gobierno" (naturaleza del sistema político) y el "formato militar" (tipo de organización de las fuerzas armadas). El propio Tilly, acaso el ejemplo más conocido, buscó refnar su planteamiento sobre la interacción entre violencia organizada, Estado y acumulación de capital. Para tal efecto distinguió, dentro de la dialéctica capital-coerción, tres caminos de la construcción del Estado en Europa: uno intensivo en capital y dependiente en el largo plazo de la contratación de servicios de coerción (Holanda); otro intensivo en coerción y con un grado comparativamente bajo de acumulación de capital (Prusia, Rusia), y una tercera vía en la que coerción y capital confluyeron en proporciones similares (Francia, Inglaterra). Sin entrar a discutir aquí las virtudes y las limitaciones de tal fórmula, es necesario reconocer que cada uno de los tres caminos busca dar cuenta tanto del balance de fuerzas entre capitalistas y especialistas militares en la esfera doméstica, como de las estrategias de expansión y defensa de cada país en función del modelo de sus vecinos o sus competidores más importantes (Tilly, 1992).

Pese a los evidentes esfuerzos en la sociología figuracional como en otras perspectivas de investigación por afnar el análisis de los monopolios que informan al Estado moderno, la imagen de las estructuras fiscales y militares como imbricadas en una espiral ascendente y autogenerada sigue ejerciendo una influencia nada desdeñable. En ciertos casos, el planteamiento de una fusión autógena de lo fiscal y lo militar a la manera de una doble hélice está plenamente justificado, sobre todo si se busca aislar una variable para determinar su peso en el desarrollo estatal. Es, a mi entender, lo que por ejemplo hace Clifford Rogers (1995) al examinar el papel de la tecnología militar en la constitución de los Estados francés e inglés a lo largo de la Guerra de los Cien Años: así como la difusión de la infantería armada con picas y arcos a mediados del siglo XIV erosionó la primacía de la caballería y con ella la posición de la nobleza guerrera, la "revolución de la artillería" del segundo tercio del siglo XV habría dado impulso definitivo a los procesos de centralización, dados los costos y los retos logísticos asociados al uso y el mantenimiento de los cañones. Dar por sentada la dinámica de competición y monopolio puede ser provechoso, pues, en el estudio de factores específicos, pero resulta sin duda insuficiente si de analizar la interacción de diferentes entramados sociales en la construcción del Estado se trata.

La construcción del Estado en Chile desde 1830

La sociogénesis del Estado en la América Latina del siglo XIX: notas críticas

Las dificultades en el empleo del a priori fiscal-militar se hacen quizás más patentes al momento de abarcar casos de construcción estatal "moderna" fuera de Europa. El caso latinoamericano ilustra los inconvenientes de dar por sentado un sistema de unidades territoriales discretas, más o menos equiparables en términos de su potencial de poder, involucradas en una competencia abierta y violenta por recursos que, al cabo de sucesivas secuencias de eliminación, perfila el doble monopolio militar y tributario de los futuros Estados nacionales. Esa no es, al menos, la descripción más apropiada para los procesos que se verificaron en la América Latina surgida de las guerras de independencia. No cabe duda de que la fragmentación alcanzó a ser profunda en muchas regiones, y que los conflictos armados entre caudillos, estructuras militares más o menos formales, comunidades campesinas y cuerpos milicianos, por citar algunos ejemplos, se tornaron endémicos en no pocos períodos del siglo XIX. Pero no es menos cierto que extrapolar el esquema anglo-francés de construcción estatal no permite registrar apropiadamente las dinámicas de los antiguos territorios de la América española en el siglo XIX, donde coexistieron regiones en las que el aparato burocrático de la Corona había echado raíces frmes, circuitos comerciales -sancionados legalmente como de contrabando- altamente integrados que comunicaban diferentes regiones entre sí y a estas con el mercado del Atlántico, regiones aisladas y autárquicas, zonas de frontera abierta y regiones dominadas por comunidades políticamente independientes. Habría que agregar que América Latina, tal como lo estableció Maurice Zeitlin (1988, p. 32) para Chile, no conoció las amalgamas de propiedad y soberanía de la Europa medieval, ni sus corporaciones urbanas autónomas ni sus principados en armas, como tampoco sus jurisdicciones feudales fragmentarias. Cabe repetir lo que ha sido señalado tantas veces: las condiciones de la construcción del Estado poscolonial en Latinoamérica difrieron marcadamente de las que enfrentaron las sociedades europeas de la Baja Edad Media y la temprana Edad Moderna.

Esta divergencia del modelo europeo no debe ser entendida, naturalmente, como un disuasivo para quienes busquen emplear el utillaje sociogenético de Elias en el análisis de América Latina. Por el contrario, la perspectiva eliasiana, con su énfasis en la naturaleza procesual de las interacciones humanas, el carácter no planeado de los entramados sociales en el tiempo y las dinámicas propias de las espirales de violencia, ofrece perspectivas de análisis fructíferas. No obstante, si el enfoque figuracional es asimilado a las formas más esquemáticas del ciclo de extracción-coerción y el nexo fiscal-militar, los resultados pueden no ser los mejores. Un botón de muestra: en un libro rico en observaciones y reflexiones sobre la violencia en la América Latina decimonónica, el historiador alemán Michael Riekenberg (2003) apela a Elias, entre otros autores, para formular algunas hipótesis de trabajo. Consciente de la imposibilidad de partir de unas dinámicas de competencia abierta entre unidades discretas envueltas en un progresivo proceso de centralización y de formación del doble monopolio, Riekenberg plantea la existencia de múltiples "segmentos de violencia", esto es, figuraciones de arraigo local, débilmente diferenciadas e integradas, con un umbral comparativamente bajo de rechazo a la violencia física y prácticas de "reciprocidad" manifestas en una simetría relativa en el uso de la fuerza.

Dada la ausencia de dinámicas centrípetas lo suficientemente fuertes como para concentrar poder en unas pocas unidades, los territorios de la antigua América española habrían visto campear la violencia discrecional de los diferentes "segmentos". Los caudillos y sus clientelas, representantes del aparato estatal y comunidades campesinas y/o "étnicas", por nombrar algunos de estos "segmentos", no habrían estado en posición de hacerse a suficientes recursos en sus diferentes conflictos como para monopolizar la violencia y romper el recurso continuo a la fuerza. Sólo desde finales del siglo XIX y sobre todo en las primeras décadas del siglo XX, los diferentes segmentos se habrían visto cada vez más dependientes de los recursos estatales, y en esa medida habrían impulsado involuntariamente un proceso sostenido de centralización de la violencia organizada. Un monopolio así constituido no sólo sería comparativamente frágil, sino que además contendría trazas de la violencia "segmentada" del pasado, y de ahí la periódica aparición en el siglo XX, junto a la consolidación de nuevas formas de organización militar, de patrones tradicionales en el uso de la fuerza.

No es este el espacio para examinar la validez del planteamiento de Riekenberg. Importa, sí, analizar su uso de la sociogénesis eliasiana: la postulación de "segmentos" autónomos y débilmente diferenciados, empantanados en una constelación de poder que no impulsa una paulatina centralización de la violencia, ofrece una alternativa sugerente al esquema de la secuencia eliminatoria de tipo piramidal, inscrita en un proceso, si no lineal, en todo caso ascendente, de concentración de la fuerza y la tributación. La idea de una cooptación tardía e incompleta de los segmentos igualmente se correspondería bien con lo que, de modo más bien insatisfactorio, ha sido descrito como la persistencia de ciertos atavismos en el uso de la violencia en la América Latina del siglo XX. No obstante, el modelo de Riekenberg sigue adoleciendo del automatismo de los esquemas más simples de la construcción del Estado: su planteamiento posterga la aparición de la dinámica centralizadora para situarla a finales del siglo XIX, pero más allá de mencionar el peso creciente de las estructuras institucionales y de los conflictos ideológicos en torno al papel y la naturaleza del Estado, no logra explicar adecuadamente su aparición o su relativa "tardanza". Su punto de partida también sigue anclado en último término en los patrones más esquemáticos: reemplazar las unidades territoriales discretas, altamente competitivas y con potenciales de poder equiparables por "segmentos" enmarcados en relaciones de "reciprocidad" en el uso de la violencia no parece ser la alternativa más provechosa, sobre todo si le subyace una equivalencia algo brumosa entre "segmentos" caudillistas, étnicos o estatales. Lo cierto es que la conformación misma de unidades territoriales integradas en términos tanto políticos como económicos y con un nivel comparativamente alto de centralización se sigue dando por sobrentendida.

Apuntes sobre la construcción del Estado en el Chile decimonónico

Antes que seguir la discusión en un nivel abstracto, conviene traer a colación un caso concreto. No es este un acto refejo del historiador afectado de vértigo ante el ejercicio teórico de más alto vuelo, o el prurito de anticuario minucioso que niega validez a toda generalización de alguna envergadura. Como Elias y tantos otros antes y después de él han señalado con insistencia, prescindir de la evidencia histórica disponible en la discusión sobre el pasado acerca peligrosamente todo modelo teórico a la prestidigitación conceptual.

En Chile, a diferencia de otros países latinoamericanos, las convulsiones político-militares y sociales que siguieron a las guerras de independencia no se constituyeron en el primer eslabón de un recurrente déjà vu a lo largo del siglo XIX. Tras la revolución de 1829 y la promulgación de la Constitución de 1833, el país experimentó lo que los observadores de otras repúblicas del continente y los representantes de las potencias europeas encomiaron como periodo de estabilidad relativa, paz interna y orden institucional. La historiografía ha asignado tradicionalmente el papel de arquitecto del sistema republicano a Diego Portales, eminencia gris de los gobiernos de la década de 1830 y promotor de un régimen autoritario y centralizador, inmune en términos comparativos a la fragmentación político-territorial y al protagonismo militar de caudillos independientes. El presidente determinaba el presupuesto, decretaba los ascensos militares y nombraba a los jueces de la Corte Suprema, lo mismo que a intendentes, gobernadores y prefectos. Libre de cualquier tipo de control parlamentario a sus disposiciones, podía por su parte imponer veto a las leyes que considerara inconvenientes. No es de extrañar, entonces, que la continuidad en la transmisión del poder estuviera aparejada a la represión y el exilio de los liberales y los militares de la independencia asociados a ellos, o que la subordinación del ejército al poder civil fuera apuntalada activamente a través de la conformación de unidades de guardia cívica por parte del gobierno.

Ahora bien, la estabilidad del régimen político chileno no puede ser atribuida llanamente a la presciencia autoritaria de los estadistas de la década de 1830. El orden institucional estaba enraizado en una estructura social en la que a lo largo del siglo XVIII se había verificado la fusión de la antigua élite encomendera y estanciera de origen castellano con un grupo de inmigrantes vascos enriquecidos principalmente en el comercio exterior y con fuertes inversiones en mayorazgos y títulos de nobleza. Abocada a la producción de trigo para satisfacer la creciente demanda peruana, la que fue considerada por muchos como una auténtica aristocracia rural afanzó su control sobre las mejores tierras en el Chile Central, la zona comprendida entre la antigua provincia de Aconcagua al norte y el río Bío-Bío al sur, y que constituyó de hecho el núcleo del territorio chileno hasta bien entrado el siglo XIX. Dicha élite habría tejido una densa red de vínculos matrimoniales, coaliciones políticas y alianzas empresariales que cristalizó en el proverbial círculo de las "doscientas familias" que dominaron la vida política y económica en el siglo XIX (Bauer, 1994, pp. 21-44).

Tal como es común en el estudio de la América Latina decimonónica, la naturaleza del régimen de propiedad es objeto de agudo debate en la historiografía que se ocupa del Chile del periodo. Aunque no son pocos los autores que subrayan la existencia de numerosos minifundistas y de trabajadores más o menos independientes en los intersticios de las grandes propiedades, existe un amplio consenso en torno al papel vertebrador de la hacienda en el mundo rural chileno. Esta no solo controlaba las mejores tierras y era la responsable del grueso de la producción, sino que además controlaba a buena parte de la mano de obra. El campo chileno no parece haber conocido comunidades campesinas más o menos autónomas y altamente cohesionadas que se hubieran podido oponer a la expansión de la gran propiedad; antes bien, la concentración relativa de brazos en las haciendas fue una tendencia que no hizo sino acentuarse a medida que el crecimiento demográfico hizo más escasa la tierra y los terratenientes buscaron responder a los incentivos en el mercado mundial con mayores presiones sobre los trabajadores rurales. La figura del inquilino, el trabajador residente que recibía una parcela, derechos de pastura y raciones de comida a cambio de la prestación de trabajo (o la obligación de poner a disposición del terrateniente un reemplazo) se convirtió en el motor de la expansión de la producción agrícola en el país (Bauer, 1994; Blakemore, 1974).

Que la relativa estabilidad del sistema político descansara en un régimen latifundista sólidamente establecido, fundado en la utilización de mano de obra dependiente, no supone, naturalmente, la existencia de una Arcadia chilena ajena a toda discordia. Las tensiones afloraron con particular virulencia en la década de 1850 a través de dos revoluciones (1851 y 1859) que constituyeron un serio desafío a la centralización del Leviatán portaliano. Son muchas y diversas las causas que han sido esgrimidas para explicar la ruptura del orden imperante, desde las diferencias político-ideológicas de las élites hasta el balance de poder entre las ciudades más antiguas del país, pero es evidente que aún queda mucha tela por cortar. Un factor fundamental lo constituye sin lugar a dudas la expansión minera en las regiones de Coquimbo y la Atacama chilena desde la década de 1830, que hizo de Chile hacia mediados del siglo XIX uno de los principales productores de plata y el primer productor de cobre en el mundo. En paralelo a la bonanza minera, la febre del oro en California y en Australia desató una demanda explosiva de trigo a la que Chile, gracias a su posición privilegiada en el Pacífico, pudo responder con prontitud: antes de que la producción de cereales de la propia California, de Rusia y de Argentina relegara los granos chilenos a un segundo plano, el país gozó en la década de 1850 de un lugar prominente en el mercado mundial de trigo y de una expansión en la superfcie de cultivo que renovó la presión sobre la frontera indígena en el Sur.

Las revoluciones de mediados del siglo XIX bien pueden ser leídas a partir de la nueva figuración constituida por el polo de crecimiento minero, el núcleo de la reactivación de la economía triguera en el Valle Central y la frontera sur expuesta a las presiones de la agricultura comercial. En un libro muy sugerente y polémico, Maurice Zeitlin (1988) interpretó los levantamientos de la década de 1850 como una de las dos revoluciones burguesas truncas en la historia del Chile decimonónico (la otra habría tenido lugar en 1891). Dada la presencia de las familias más poderosas en los diferentes sectores económicos, Zeitlin descarta un enfrentamiento entre una burguesía minero-agrícola y una aristocracia rural, pero sí insiste en la tensión entre capital productivo y régimen latifundista como la raíz de los estallidos revolucionarios: los intereses de diferentes segmentos de la misma clase dominante habrían colisionado en torno a la posibilidad de dar soporte institucional al capital chileno en el desarrollo de un sector industrial nacional. Otros autores rechazan este tipo de análisis al insistir en el peso de las redes de parentesco y las alianzas económicas en la aglutinación de diversos intereses alrededor de los grandes linajes: para ellos resulta más procedente subrayar las pugnas político-ideológicas, las tensiones entre los diferentes entramados familiares o los conflictos en torno al radio de acción del Estado, por citar algunos ejemplos, como los ejes de conflicto más relevantes (Stabili, 1993).

Las observaciones sueltas aquí expuestas no pretenden de manera alguna zanjar el debate. En la discusión sobre sociogénesis del Estado y la consolidación del doble monopolio conviene, en todo caso, poner de relieve aspectos a los que no siempre se les concede la importancia debida en la historiografía. La "república autocrática" de la Constitución de 1833, con su presidente investido de facultades cuasi dictatoriales, no gozaba de instrumentos fiscales que se avinieran bien con los propósitos de la centralización autoritaria. La estructura tributaria heredada de la Colonia no le permitía al Ejecutivo poner en marcha un ciclo de "extracción-coerción" de gran calado, y aunque dominaba a través de las aduanas el fel de la balanza fiscal, no tenía cómo dar un salto cualitativo en lo que al tamaño o el peso de la burocracia o de su ejército respecta. La centralización autoritaria del Chile portaliano dependió tanto de la concentración de facultades legales en el Ejecutivo como de la movilización de hombres y recursos a través de los canales no institucionales provistos por las redes de parentesco y clientela y por las alianzas políticas y económicas. Es por eso que la centralización del periodo debe ser precisada: el acentuado presidencialismo del arreglo constitucional permitía al Ejecutivo ofciar como intermediario en la articulación de diferentes intereses regionales y como mediador en los conflictos entre las élites, pero no es menos cierto que su debilidad relativa en términos fiscales y militares debía ser compensada a través de acuerdos potencialmente inestables con diferentes actores regionales.

El crecimiento económico derivado de las exportaciones mineras y agrícolas en las décadas de 1840 y 1850 acentuó sin duda las tensiones, pero no a la manera prevista por los modelos más simples de la interacción fiscal-militar. El Estado chileno no invirtió los ingresos aduaneros en una acelerada militarización que doblegara la resistencia de las élites más recalcitrantes e incorporara a aquellas dispuestas o resignadas a la cooperación. Su prioridad estuvo, al parecer, en el soporte de su base política a través del fomento de obras públicas en el Valle Central y la organización de un sistema de crédito recortado a la medida de los grandes terratenientes: en efecto, instituciones fnancieras públicas y privadas medraron al amparo de las arcas estatales y se concentraron en el crédito hipotecario con condiciones muy favorables para los propietarios rurales. La situación privilegiada en términos crediticios venía a reforzar así la posición de una clase terrateniente ya beneficiada por el alivio en la carga tributaria sobre la tierra: tras la abolición del diezmo y del "catastro" a mediados del siglo XIX, el Estado decidió recaudar una cantidad fija sobre el ingreso agrícola que no se ajustaba en función del valor de la producción ni castigaba la tierra ociosa (Bauer, 1994, pp. 111-169). En esa medida, los focos revolucionarios surgidos en La Serena, en el norte, y Concepción, en el sur, no pueden ser vistos como producto de la resistencia de antiguos centros de poder regional ante el embate fiscal-militar de Santiago. Sin que en ningún caso agote la explicación, la ola revolucionaria del 50 debe ser interpretada parcialmente como reacción a la apropiación de la renta aduanera no por parte del Ejecutivo central, sino por una fracción de la élite terrateniente y comercial, cuya posición privilegiada en términos fnancieros y fiscales podía ser percibida como una cortapisa a las dinámicas expansivas en el norte minero y en el sur abierto a la explotación carbonífera, al cultivo de trigo y a la producción de harina.

La debilidad relativa del Estado chileno se hizo sobre todo patente en la respuesta militar a las revoluciones: en 1851 el caudillo militar del sur, José María de la Cruz, logró poner en pie un ejército de cerca de 4.000 efectivos a través de la cooptación del batallón de línea Carampangue, la alianza con loncos (líderes indígenas) de la frontera araucana, la movilización de las milicias de Los Ángeles y Concepción, la leva de montoneras en las haciendas y el infaltable reclutamiento forzado. Manuel Bulnes, enviado desde Santiago a la cabeza de las fuerzas estatales, se vio a gatas para "enganchar" un número similar de voluntarios y reclutas forzados que pudieran ser incorporados a las unidades del ejército regular y le permitieran hacer frente a los rebeldes. Los levantamientos en el norte evidenciaron igualmente las limitaciones y los alcances del modelo centralizador: en 1851, el "Ejército Restaurador del Norte", basado en La Serena, pudo contar en su conformación con el apoyo de destacamentos del batallón de línea Yungay, la guardia cívica de la ciudad y unidades voluntarias de artesanos y obreros de las minas. En 1859 bastó que la poderosa familia de los Gallo pusiera su fortuna acumulada en la bonanza minera a disposición de los rebeldes, y que el control sobre las minas de Chañarcillo permitiera la acuñación de moneda (complementada después con la emisión de vales), para levantar un ejército con base en Copiapó que incluyó mineros y artesanos voluntarios, guardias cívicos y montoneras (Edwards, 1932).

Los episodios revolucionarios mostraron cómo el crecimiento económico, la expansión de la frontera agrícola en el sur y la bonanza minera en el norte podían descoyuntar la figuración de poder que en las décadas de 1830 y 1840 había conferido estabilidad relativa a la vida política chilena. La debilidad del ejército de línea y el recurso a estructuras milicianas controladas por representantes del Ejecutivo, que en su momento habían prevenido el surgimiento de caudillismos militares, no solo difcultaban el uso centralizado de la violencia organizada, sino que además facilitaban la cooptación de batallones enteros por parte de los rebeldes. La movilización de recursos y hombres a través de redes no institucionales, que le había garantizado al presidente un papel central como mediador sin tener que exacerbar presiones fiscales, podía ser empleada fácilmente contra el Estado en el momento en que se percibiera que los intereses de los poderes regionales no encontraban representación adecuada.

La victoria de las fuerzas leales al presidente Montt (1851-1861) no condujo automáticamente a una reforma institucional que le brindara más autonomía al Ejecutivo en el uso de la fuerza. Antes bien, la posición preeminente del presidente en términos constitucionales fue limitada y sujeta paulatinamente a más controles, en un proceso favorecido por la fractura del conservatismo en torno a la relación entre Iglesia y Estado y el ascenso al poder de un liberalismo que compartía con sus aliados conservadores el propósito de reducir el peso del presidencialismo. El impulso al fortalecimiento del aparato militar provino de otra constelación de poder, aquella conformada por los países suramericanos en sus esfuerzos por trazar sus fronteras definitivas. En un contexto marcado por las crecientes expectativas fiscales y económicas relacionadas con la expansión territorial, la sensibilidad de la opinión pública frente a las cuestiones limítrofes y las demandas de apoyo de las élites regionales y los grupos de interés en las zonas de frontera, el Estado chileno enfrentó en la década de 1870 una situación externa no propiamente halagüeña: uno de los escenarios que más preocupaba a la dirigencia era el de una posible alianza militar entre Argentina, Perú y Bolivia que impusiera por la fuerza una solución a los diferendos en detrimento de los intereses chilenos. Ya las negociaciones con Argentina sobre la demarcación de la frontera en Tierra de Fuego, particularmente espinosas para Chile por constituir en ese entonces el Estrecho de Magallanes su arteria comercial con el Atlántico norte, habían caldeado los ánimos en el país y transformado la cuestión fronteriza en arma política de la oposición (Sater, 1986, pp. 5-16).

Que las tensiones con Bolivia sobre la administración y la soberanía de la zona en disputa entre los paralelos 23 y 25 escalaran hasta derivar en la Guerra del Pacífico (1879-1884) probablemente no extrañó a muchos en Santiago. A juzgar por las exclamaciones de indignación en los titulares de los periódicos chilenos, causó más sorpresa en la opinión pública la imprevisión de las fuerzas armadas chilenas al romper las hostilidades en febrero de 1879. La movilización de decenas de miles de hombres y su despliegue en las zonas áridas del norte constituyó ciertamente un reto militar y logístico para el que estaba mal preparada una organización militar dispersa, con una estructura de mando débilmente integrada y servicios de aprovisionamiento y soporte que brillaban por su ausencia. Una campaña prolongada en el desierto, lejos de las zonas pobladas y dependiente de la estrecha colaboración de armada y ejército distaba mucho del tipo de guerra de frontera en el sur que había marcado a generaciones enteras de militares chilenos. El que fue recogido en la prensa como conflicto entre cucalones (civiles inmiscuidos en la conducción de la guerra) y militares hacía referencia a la injerencia de la administración civil en el desarrollo de las operaciones, no solo en lo que al abastecimiento y financiación se refiere, sino en lo que a la coordinación entre fuerzas de mar y fuerzas de tierra, la planeación estratégica y la organización de las unidades sobre el terreno respecta (Sater, 1986, pp. 17-61).

El choque de competencias entre el poder civil y el poder militar fue interpretado por la prensa opositora como parte del empeño del Ejecutivo por opacar a oficiales cuyo prestigio podía depararles protagonismo político. Pero más allá de las consideraciones electorales del momento o de las desavenencias entre civiles y militares sobre la conducción de la guerra, lo cierto es que sin el activo concurso de la administración central como instancia de coordinación, el despliegue de un ejército de 60.000 hombres y la posterior ocupación de Lima hubieran sido simplemente impensables. Las cargas asumidas en el ámbito estratégico y operacional por la administración civil tuvieron su correlato necesario en el incremento de la presión fiscal sobre la sociedad chilena. A los rubros tradicionales (aduanas, estanco del tabaco, alcabala) y al impuesto sobre la herencia de propiedades rurales de 1878 se sumó el gravamen sobre 'haberes' (3% sobre ganancias derivadas de inversiones en inmuebles, ciertos tipos de títulos valor y todo ingreso superior a los 300 pesos). No obstante, la parte del león de la financiación de la empresa militar provino, junto a las consabidas emisiones de papel moneda, de los impuestos a las exportaciones de salitre, que tras la ocupación de la Atacama boliviana y del departamento de Tarapacá y las provincias de Arica y Tacna en Perú se transformó de hecho en la principal fuente de ingresos del Estado.

El abandono de Lima por parte de la fuerza de ocupación chilena y la desmovilización de las unidades en pie de guerra no condujeron, por supuesto, al status quo ante bellum en cuestiones institucionales, aunque tampoco es posible plantear -ahora sí- el desencadenamiento de un ciclo de extracción-coerción. En materia fiscal, el monopolio mundial sobre el salitre que trajo consigo la expansión territorial vino no solo a engrosar las arcas públicas, sino que además consolidó al Estado como agente económico de primer orden sin que se viera forzado a apretar las tuercas del sistema tributario. De hecho, los derechos de exportación en el sector minero le permitieron echar atrás el polémico y muy resistido impuesto sobre 'haberes'. Pese al crecimiento de la nómina oficial, Chile carecía de una burocracia robusta que pudiera controlar la evasión del sector privado, y las primeras medidas de la dirigencia para corregir la situación constituyeron un ejercicio de discutible ecuanimidad salomónica: ante la evidente inequidad que significaba la evasión incontrolable del sector privado, el gobierno optó por eximir del pago a los empleados públicos y posteriormente dejar vigente el gravamen solo para las rentas de capital (Sater, 1986, pp. 131-154).

La renta salitrera eximía al gobierno, pues, de emprender reformas fiscales profundas sin por ello menguar significativamente los recursos a su disposición. Fue así como emprendió a mediados de la década de 1880 la lenta y controvertida profesionalización de sus fuerzas armadas, inaplazable por cuanto la anexión de los territorios bolivianos y peruanos, lo mismo que la solución de las cuestiones limítrofes pendientes con Argentina, no hacían descartables futuras guerras internacionales. La institucionalización del aparato militar debía ser adelantada aun a costa del control civil sobre el ejército, al menos de aquel propugnado por la centralización portaliana y que se basaba justamente en la debilidad relativa del ejército regular. Así, un Ejecutivo central reforzado en términos fiscales se aprestaba a dar un impulso definitivo a la modernización de sus fuerzas armadas, y en esa medida sentaba las bases de un monopolio efectivo de la fuerza por parte del Estado, así tuviera que conferir al poder militar un peso mucho mayor del que habían estado dispuestos a concederle gobiernos anteriores. En su momento, el desarrollo de unas fuerzas armadas modernas, capaces de desplegarse coordinadamente en campaña y de exhibir una estructura de mando unificada, descansó en un proceso de alguna manera paradójico: un mayor acople institucional dentro del Estado iba de la mano de una creciente autonomía que potencialmente las sustraía del control directo del Ejecutivo.

Este nuevo entramado institucional se hizo manifesto en la última de las revoluciones del siglo XIX. Divididos en torno a las prioridades en el uso de la renta salitrera y su concentración en cabeza del poder Ejecutivo, sectores de las élites se alinearon con el grueso del Congreso en su empeño por recortar las prerrogativas presidenciales en el manejo del gasto público: ellos privilegiaban la amortización del papel moneda y el retorno al patrón metálico. Otros sectores acompañaron al presidente Balmaceda en su propósito de profundizar la intervención del Estado en la economía a través de un ambicioso programa de inversión en obras públicas y educación, reglamentado y realizado mediante decretos ejecutivos y regulaciones administrativas (Blakemore, 1972).

El bando "congresista" no podía ya partir del supuesto de que la capacidad de convocatoria de poderes regionales y el respaldo político y pecuniario de algunas familias "notables" bastaban para poner a tambalear al Gobierno. La movilización contra un aparato militar más sólidamente articulado a la administración, con una organización más cohesionada que aprovechaba y a la vez fortalecía los mecanismos de coordinación del Estado, no podía ser soportada por ejércitos ensamblados en la víspera con el concurso de unidades desafectas del ejército regular, milicias voluntarias, montoneras aliadas y reclutas enganchados sobre la marcha. Sin la cooptación de buena parte del aparato militar las posibilidades de derrocar al presidente eran ciertamente escasas, y no fue sino gracias a la división entre ejército y armada que los congresistas pudieron valerse del dominio naval para escapar al poder del Ejecutivo y establecer su base de operaciones en Iquique, corazón de la economía salitrera. El repliegue hacia el norte les dio una ventaja crucial al menos en dos sentidos: resguardados por la zona árida que se interponía entre ellos y las bases balmacedistas, gozaron por un lado del tiempo necesario para conformar y entrenar un ejército que pudiera hacer frente a las fuerzas presidenciales, y por otra parte, el dominio de las aduanas y el apoyo tácito o expreso de las principales "oficinas" salitreras les permitió financiar su sostenimiento y equipamiento con armamento de última generación.

En los meses previos al desenlace en las batallas de Concón y Placilla, el gobierno de Balmaceda procuró por todos los medios frenar el desangre fiscal a través de disposiciones legales que por supuesto no tenía cómo hacer cumplir. Igualmente, trató de conformar una fota que le permitiera transportar su ejército al norte, pero la acción tras bambalinas de los agentes en el extranjero de la Junta de Gobierno en Iquique impidió el éxito de sus gestiones. El "Ejército Constitucional" del bando congresista pudo sacar más provecho del intermedio: junto a sus discípulos y otros oficiales rebeldes, el oficial prusiano Emil Körner, contratado en 1885 para dirigir la modernización del ejército chileno, había logrado dar forma a una fuerza de cerca de 10.000 hombres (Blakemore, 1972). La victoria del "Ejército Constitucional" significó no solo la caída de Balmaceda; supuso igualmente la derogación de la Constitución de 1833 y la instauración de la llamada "República Parlamentaria". Mientras la profesionalización e institucionalización del ejército siguieron su curso, la concentración del manejo presupuestal en el presidente fue revertida en favor de los poderes locales: junto a la reducción del gravamen sobre la tierra, el recaudo y manejo de los impuestos sobre la propiedad y el consumo pasaron a las municipalidades controladas por los "notables" (Bauer 1994, p. 144; Stabili, 1993). Desnudado de todas las atribuciones extraordinarias que le confería el arreglo constitucional anterior, el presidente pasó a ser una figura de segundo orden dentro de la mecánica de un "seudoparlamentarismo" fortalecido por la mayor discrecionalidad del Congreso en materia fiscal y presupuestal, lo mismo que por la consolidación de un ejército comparativamente institucionalizado con capacidad de ejercer un monopolio efectivo de la fuerza. El desarrollo de la sociedad chilena en las siguientes décadas revelaría hasta dónde esos mismos pilares podían tornarse en fuente de profunda tensión e inestabilidad.

Conclusión

El breve examen que aquí se ofrece del vínculo entre la organización militar y la base fiscal en la construcción del Estado moderno en Chile adolece inevitablemente de esquematismo. No obstante, espero que permita advertir con claridad los riesgos de asimilar la sociogénesis del Estado a los modelos más simples del nexo fiscal-militar. Afirmar que en el siglo XIX las fuerzas armadas y el fisco chilenos experimentaron un paulatino fortalecimiento simbiótico es más que insuficiente. De la misma manera, concebir el desarrollo del Estado como una extensión progresiva de la jurisdicción y las reivindicaciones fiscales y militares de Santiago puede encuadrarse bien en el memorial de agravios que toda región le reserva al centralismo de la respectiva capital nacional, pero en ningún caso abarca la complejidad y las contradicciones de los procesos de desarrollo institucional.

La trayectoria chilena aquí reseñada muestra las contingencias y las tensiones propias de la consolidación y reorganización del fisco y del aparato militar en la construcción del Estado moderno: de un régimen presidencialista con concentración de facultades legales, pero soportado en buena medida por redes no institucionales, el Estado chileno pasó por cuenta de la Guerra del Pacífico a exhibir una estructura militar más integrada a una administración civil que gozaba además de un mayor radio de acción tributario. El final de la guerra no se tradujo, empero, en el inicio de un ciclo de extracción-coerción que le hubiera permitido al Ejecutivo central empuñar con firmeza el doble monopolio a expensas de las élites y los poderes regionales más reacios a la centralización: la renta salitrera le permitió a la cúpula estatal embarcarse en la modernización del ejército, entre otros proyectos, sin recurrir a nuevas exacciones.

Quedaba por resolver el papel del Ejecutivo en el uso de los recursos fiscales derivados de las exportaciones mineras, pero el desenlace de la revolución de 1891 zanjó, al menos hasta la década de 1920, las divergencias más agudas: la derogación de la Constitución de 1833 supuso en la práctica un firme control del gasto por parte del Congreso. En contraste con el régimen "autocrático" de la década de 1830, el Estado chileno de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX contaba con un ejército que disponía efectivamente del monopolio de la violencia organizada, pero cuya profesionalización lo sustrajo paulatinamente al control directo del poder civil. En términos fiscales, los recursos mineros derivados de la expansión territorial contribuyeron a sostener y fortalecer el aparato militar en trance de modernización, pero en ningún caso reforzaron la posición del presidente frente a los demás poderes: el nuevo arreglo institucional buscaba justamente evitar que el nuevo instrumento de coerción sirviera a una centralización a contrapelo de los intereses de las bases de poder de la "República Parlamentaria".

Si se da por sentada la dinámica de constitución y recomposición de los monopolios fiscal y militar, efectivamente quedan sin ser siquiera mencionados los interrogantes más relevantes del proceso. Ello puede conducir a toda la discusión sobre la autonomía relativa del Estado a un callejón sin salida, y constituye de hecho un retroceso frente a los elementos de análisis provistos por las vertientes -la sociología eliasiana incluida- que más se han esforzado por explicar las dinámicas sociales que confluyen en los procesos de desarrollo institucional. Como ya se señaló anteriormente, darlas por sobrentendidas puede ser fructífero a la hora de desgranar analíticamente algunos factores, pero en ningún caso contribuye a hacer inteligibles las relaciones de interdependencia que en diferentes niveles del mundo social dan impulso, obstaculizan y en todo caso condicionan la formación del Estado.

Las observaciones sueltas sobre Chile no agotan de ninguna manera las formas en que puede ser abordada la cuestión para la América Latina decimonónica, pero sí invitan a incorporar y sopesar en el análisis las relaciones de clase, las tensiones entre los polos de desarrollo regional, la constelación cambiante de las relaciones internacionales, los fundamentos de los arreglos constitucionales y la importancia de las inercias y las sinergias institucionales, por mencionar algunos elementos sin pretensión de exhaustividad. Soslayarlos reduce toda la sociogénesis del Estado a una tramoya que introduce mecánicamente cambios en el escenario macrosocial.


Pie de página

3A este respecto cabe señalar que la cercanía entre la sociogénesis eliasiana y las vertientes dedicadas a la interacción de lo fiscal-militar no se reduce a la simple coincidencia temática. El ya mencionado artículo de Tilly (1985) incluye en su bibliografía The Mafa of a Sicilian Village, 1860-1960: A Study of Violent Peasant Entrepreneurs, el que quizás sea el trabajo más conocido de Anton Blok, quien -tal como fue mencionado anteriormente- repudió la psicogénesis eliasiana sin dejar por ello de declararse deudor de la perspectiva sociogenética. Aunque Tilly no menciona expresamente a Elias, es evidente que la homología entre organizaciones extorsivas y estructuras estatales, inspirada al menos en parte en el trabajo de Blok sobre la mafa siciliana, aprovecha el 'imperativo' sociogenético de inscribir las figuraciones que son objeto de estudio dentro de las dinámicas más amplias de formación estatal.

Referencias

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