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Universitas Humanística

versión impresa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.74 Bogotá jul./dic. 2012

 

Memorias que perviven en el silencio1

Memories Persist in Silence

Memorias que persistem no silêncio

Sandra Patricia Arenas Grisales2
Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia3
Universidade Federal do Estado do Rio de Janeiro, Brasil4
sarena3741@gmail.com

1Artículo de reflexión. Derivado de la tesis Los artefactos de la memoria en Colombia, en el marco del doctorado en Memoria Social de la Universidade Federal del Estado de Rio de Janeiro, Unirio, Rio de Janeiro, Brasil, con financiación de la capes/cnpq. Es una investigación en perspectiva cualitativa, que analiza cuatro casos de creación de artefactos en Medellín,
2Bibliotecóloga. Magíster en Ciencia Política, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia.
3Profesora Escuela Interamericana de Bibliotecología.
4Estudiante de Doctorado del Programa de Posgrado en Memoria Social. Bolsista da CAPES/CNPQ - IEL Nacional - Brasil,

Recibido: 2 de mayo de 2012 Aceptado: 26 de julio de 2012


Resumen

Expone la hipótesis según la cual los artefactos de memoria, creados para recordar a las víctimas del conflicto armado colombiano, son una expresión de las memorias subterráneas y una forma de acción política en medio de la guerra. Se analizan tres casos de construcción de artefactos en Medellín como formas de padecer, percibir y resistir de los sujetos frente al poder de los grupos armados en la ciudad. El silencio inherente a estos objetos no debe ser entendido como ausencia de lenguaje, sino como otra forma de expresión de la memoria. El silencio es una táctica empleada para sobrellevar las pérdidas y rearmar una cotidianidad en contextos de violencia prolongada.

Palabras clave: Memorias subterráneas, Artefactos de memoria, Silencio, Medellín, Colombia.

Palabras clave descriptores: Víctimas, Conflicto armado, Violencia, Política y guerra, Aspectos sociales, Colombia.


Abstract

This article exposes the hypothesis that memory artifacts, created to commemorate the victims of armed conflict in Colombia, are an expression of the underground memories and a way of political action in the midst of war. We analyze three cases of creations of memory artifacts in Medellín, Colombia, as forms of suffering, perceiving and resisting the power of armed groups in Medellín. The silence, inherent in these objects, should not be treated as an absence of language, but as another form of expression of memory. Silence is a tactic used to overcome losses and reset everyday life in contexts of protracted violence.

Key words: Memories underground, Memories artifacts, Silence, Medellín, Colombia.

Key words plus: Victims, Armed conflict, Violence, Politics and war, Social aspects, Colombia.


Resumo

Expõe a hipótese de que os artefatos da memória, criados para lembrar às vitimas do conflito armado colombiano, são uma expressão das memórias subterrâneas, uma forma de ação política no meio da guerra. São analisados três casos de construção de artefatos como formas de padecer, perceber e resistir frente ao poder dos grupos armados na cidade de Medellín, Colômbia. O silêncio inerente a esses objetos não deve ser entendido como ausência da linguagem, pelo contrario, é uma forma de expressão da memória. O Silêncio é uma tática usada para sobrelevar as perdas e rearmar uma cotidianidade num contexto de violência prolongada.

Palavras-chave: Memórias subterrâneas, Artefatos de memória; Silêncio, Medellín, Colômbia.

Palavras-chave descritores: Vítimas, Conflito armado, Violência, Política e da guerra, Aspectos sociais, Colômbia.


Introducción

Parece ser un lugar común afirmar que Colombia es un país sin memoria. Podemos encontrar esta frase innúmeras veces en editoriales de prensa, columnas de opinión, investigaciones periodísticas, pesquisas académicas, novelas, crónicas, documentales o en nuestras discusiones cotidianas. Sin embargo, los hechos parecen contradecirla. La investigación de Jaramillo Marín (2010) sobre las diferentes comisiones de estudio de la violencia en Colombia, nos demuestra los diversos intentos realizados por el gobierno nacional, organizaciones sociales, universidades y üng para tratar de comprender la violencia, para crear una memoria histórica de los acontecimientos que han marcado nuestra realidad como nación. Por otra parte, el estado del arte sobre memoria del conflicto armado en Colombia realizado por Giraldo Lopera, Gómez Espinosa, Cadavid Gómez y González Patino (2011), nos revela el incremento exponencial de los estudios en los últimos años. De igual forma, han crecido las organizaciones sociales, organizaciones de víctimas, movimientos sociales y üng que reclaman por que sean reconocidos los derechos de las víctimas, se conozca la verdad sobre los acontecimientos violentos y se reconozca esa otra versión sobre la guerra que por muchos años ha permanecido oculta.

Este reclamo por la memoria, la demanda de reconocimiento y visibilización de la violencia padecida por muchos colombianos, se enmarca dentro de lo que podríamos denominar un boom de la memoria de los últimos diez años. No obstante, antes de dicho boom, las personas que debieron enfrentar esta situación encontraron formas creativas, cotidianas, simples, de expresar esas memorias, de marcar los lugares donde se presenciaron las acciones violentas; formas de recordar y devolver la dignidad de sus muertos, de narrar sin palabras los acontecimientos que marcaron sus vidas, las de sus familiares y vecinos. Basta mirar a nuestro alrededor y encontraremos esas marcas de la memoria: altares, cruces, paredes pintadas, canciones, mantas bordadas, tumbas decoradas, piedras pintadas. Han estado ahí por años, intentando decir algo, haciendo lo posible por que los hechos que las originaron no sean olvidados, por que las personas que los inspiraron sean recordadas y reconocidas como víctimas de una guerra.

Algunas de estas iniciativas de memoria para recordar a las víctimas del conflicto armado en Colombia, fueron presentadas en las publicaciones del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2009); la Alcaldía de Medellín (2010) y Elsa Blair Trujillo (2011a). En los casos analizados se evidencia la diversidad de formas y recursos implementados por individuos, organizaciones comunitarias o movimientos sociales en su afán de preservar la memoria. Son formas de agenciar y tramitar el dolor y el sufrimiento por medio de toda clase de expresiones artísticas, objetos y actos performativos. Las iniciativas de memoria fueron creadas para recuperar del olvido a los miles de colombianos asesinados o desaparecidos y las múltiples violaciones de los derechos humanos. Pero la realidad en Colombia no es la del posconflicto; por lo tanto, esas narrativas han tenido escasa posibilidad de expresarse públicamente; por el contrario, permanecen subterráneas, únicamente compartidas con familiares o amigos. En lugar de grandes relatos o testimonios, en la mayoría de los casos se trata de pequeñas marcas exteriores que intentan recordar, conmover y llamar la atención sobre los hechos violentos que marcaron la vida de una familia o una comunidad. Más que las grandes narrativas, estamos ante la presencia del silencio, como una forma de padecer, percibir y resistir la dominación de los grupos armados, pero también una táctica empleada para sobrellevar las pérdidas, rearmar la existencia y la cotidianidad luego de los eventos críticos a que han sido sometidas las personas (Ortega, 2008).

En Colombia la realidad está marcada por la intimidación y el miedo. La violencia ejercida sobre la población busca descomponer los lazos comunales, desarticular los espacios de convivencia, cooptar los escenarios de decisión. Es así como el rumor, el chisme, la amenaza, llevan a situaciones de paranoia, miedo y desconfianza. El silencio tiende a ser el recurso de muchos, la táctica utilizada para sobrevivir (Blair Trujillo, Quiceno, De los Ríos, Muñoz, Grisales y Bustamante, 2008). Sin embargo, el silencio no significa ausencia de palabras u olvido, sino que expresa la resistencia que una sociedad impone al exceso de discursos dominantes que justifican la mayoría de esas muertes o violaciones a los derechos humanos en la lógica de un conflicto armado. Durante ese tiempo de silencio, la memoria se transmite a través de redes de sociabilidad afectiva y/o política, se guarda en estructuras de comunicación informales, invisibles a la sociedad en general: son lo que Pollak (2006) llama zonas de sombra, silencios, no dichos.

Los artefactos son las formas por medio de las cuales los individuos reconstruyen y expresan sus memorias, aun en contextos de violencia prolongada. González Gil (2009) define la violencia prolongada como una noción que privilegia -sin excluir- el conflicto sobre el consenso, lo estructural sobre lo subjetivo y la acción colectiva sobre las motivaciones individuales. Subrayamos, además, el carácter instituyente de la violencia en determinadas sociedades, en las que paradójicamente, si bien su permanencia no está asociada a una guerra declarada, su intensidad, su impacto sobre la sociedad, su presencia en todos los espacios geográficos o simbólicos y su anclaje en la cotidianidad nos permiten afirmar su existencia como contextos de violencia prolongada (p. 64).

Precisamente, este artículo se plantea como objetivo analizar el papel de esos artefactos como expresión de las memorias subterráneas, el silencio implícito en ellos como otra forma de lidiar con el dolor, lo no dicho como otro lenguaje, una forma de acción política táctica en medio de la guerra. El texto se encuentra dividido en tres partes: en la primera se describen algunos de los artefactos a los que nos referimos. En la segunda iniciamos con una definición básica de lo que entendemos por memoria, retomando los planteamientos de Halbwachs (2006), y luego abordamos la discusión entre memorias dominantes y subterráneas apoyados en Pollak (2006). La tercera parte discute los usos políticos del silencio con base en los postulados de De Certeau (2000) y Das (2008).

Los artefactos de la memoria

Inicialmente, tal vez surja la pregunta sobre por qué usar el concepto artefactos de memoria y no otros ya propuestos en la literatura, como lugares de memoria, usado por Nora (2009), o vehículos de memoria, usado por Jelin (2001), lo mismo que el término clásico de monumentos (Young, 2000) o el genérico de iniciativas de la memoria, usado por el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2009). Podemos intentar una respuesta aclarando lo que no son esos artefactos que pretendemos analizar. Para comenzar, no son símbolos de cohesión o de unidad nacional como los lugares de memoria a los cuales hacía referencia Nora (2009). No tienen el peso de la historia, del pasar del tiempo que acaba por legitimarlos y los consagra como los símbolos de la nación. Tampoco se trata de procesos de monumentalización de la memoria, de marcación pública, escenarios donde se expresan diversas demandas y conflictos, como podrían ser los vehículos de la memoria analizados por Jelin y Langland (2003) y Schindel (2009). Su construcción no está inmersa en procesos políticos que involucran a sectores de la sociedad civil. No son monumentos como aquellos analizados por Young (2000) en el caso europeo, ni tienen la pretensión de consenso o de unanimidad que ellos ostentan.

Finalmente, el término de iniciativas de memoria nos parece que amplía el espectro de las posibilidades, tanto como aquel de vehículos de la memoria de Jelin y Langland (2003).

Queremos reducir nuestro foco de análisis a aquellos objetos creados por individuos o grupos con el propósito de hablar sobre lo que pasó en sus vidas o de recordar la muerte de alguien y el dolor de esa ausencia, mostrar la injusticia, recuperar la dignidad de la persona muerta, darle un nombre. Son artefactos que hacen parte de las formas cotidianas como los sujetos elaboran sus duelos, pero que al estar inmersos en contextos de violencia adquieren un sentido y un significado en términos de memoria para quienes los elaboran y aquellos que habitan o recorren los lugares donde se encuentran. Esos objetos no se construyen en lo privado de las casas; son públicos, son la respuesta espontánea ante muertes consideradas como traumáticas para una familia o comunidad, lo que indica que no es un dolor que se considere privado, sino compartido; no es exclusivo de una familia, se repite en muchos lugares y de maneras diferentes, pero con un sufrimiento común.

Los artefactos tienen la capacidad de contar algo y actúan como marcas simbólicas y espaciales de la memoria. Al igual que en los altares espontáneos analizados por Ortiz García y Sánchez-Carretero (2008) para el caso español y Santino (2003) para el irlandés, consideramos que los artefactos de memoria que vamos a analizar tienen una función conmemorativa y, sin embargo, buscan individualizar, llamar la atención sobre sujetos concretos, rescatar del olvido a cada una de esas víctimas que la guerra tiende a despersonalizar y convertir en estadísticas. Del mismo modo, los artefactos de memoria nos permitirán detectar a las personas involucradas en su construcción, sus motivaciones, las formas como elaboran sus duelos y como expresan el sufrimiento y la manera como es percibido por ese auditorio que conforma la comunidad en la que está presente. Los artefactos, a pesar de su carácter silencioso, cuentan una historia, ocupan un lugar en el espacio público y generan una reacción; de ahí su potencial político en la construcción de la memoria de lo que hemos vivido como sociedad.

Adoptamos en la investigación una perspectiva metodológica que privilegia los artefactos, los motivos de su construcción, lo que expresan y representan para quienes interactúan con ellos. Nos preguntamos de qué manera se percibe ese rastro, cuál es la historia de su construcción, cuál su lugar en esa narrativa de personas que conviven en medio de la violencia y los enfrentamientos armados5. A continuación presentaremos tres de los casos que hacen parte de la investigación en proceso. Son artefactos creados en Medellín, todos ellos fueron construidos por familiares o amigos con ocasión de una muerte violenta, sin la ayuda o el apoyo de organizaciones o de instituciones oficiales.

En Medellín, en el barrio La Libertad, zona centro-oriental, se encuentra el calvario en honor a Robin Asmed Sánchez, construido por su madre, doña Carmen, con la ayuda de uno de sus hijos (Alcaldía de Medellín, Programa de Atención a las Víctimas, 2010). Consiste en una cruz con su nombre y la fecha de su muerte, instalada junto a un árbol en frente de su casa, diagonal al lugar donde fue asesinado (Figura 1). Robin era soldador de calzado, tenía treinta años, estaba casado y tenía dos hijos. El 22 de marzo de 2002 fue asesinado por miembros del grupo paramilitar Bloque Cacique Nutibara. El día que lo mataron estaba hablando con unos amigos en frente de su casa, cuando vieron acercarse a unos hombres, quienes de inmediato procedieron a dispararles. Dos de los que estaban con Robin lograron huir, pero él recibió un disparo en la cabeza. Al enterarse de los hechos, la madre fue al lugar y encontró a su hijo ya muerto. Mientras sus otros hijos llevaban a Robin al centro de salud más cercano, ella, en medio de los gritos y del desespero de los familiares y vecinos, decidió recoger en dos bolsas los restos de sangre, masa encefálica y dientes de su hijo, y enterrarlos en un hueco, junto a un árbol de chirimoyo en frente de su casa. Según sus palabras, no podían dejarlos ahí o tirarlos a la basura; era el cuerpo de su hijo; así que decidió enterrarlos y colocar sobre el montículo una cruz hecha hace muchos años por su esposo ya fallecido.

Rodrigo Marulanda limpia y organiza el altar en homenaje a los seis jóvenes asesinados la madrugada del 27 de diciembre de 1992 en el barrio La Milagrosa, al nororiente de Medellín (Figura 2). En un barrio tradicional como éste, no es extraño encontrarse con un altar a la Virgen; por el contrario, puede decirse que literalmente hay uno en cada esquina; no obstante, éste es diferente, tiene una placa con los nombres de seis personas, una fecha y la frase "Descansad en la paz del Señor". Estudiantes y trabajadores, todos entre 22 y 35 años, fueron asesinados por un grupo de hombres armados cuando se encontraban en la esquina de su casa, luego de regresar de una fiesta en un barrio vecino. El altar fue hecho por las familias de las víctimas con la ayuda de todos los vecinos del barrio. Sin embargo, con el paso del tiempo, muchos de los familiares se fueron del barrio y otros simplemente no se hicieron más cargo del altar. Rodrigo, dueño de la tienda de la esquina y vecino de los jóvenes asesinados, terminó voluntariamente por encargarse del altar con la ayuda de los vecinos. Aunque ya se dejó de celebrar, allí se realizaba anualmente una misa para recordar a los jóvenes asesinados (Alcaldía de Medellín, Programa de Atención a las Víctimas, 2010).

En el bloque de Humanidades de la Universidad Nacional, sede Medellín, hay un mural con dos mariposas y una frase que dice: "Todo es un respiro, nada es lo que fue, solo está su canto, Paulandrea y Magaly, como una música en el claro tímpano de nuestra memoria. Feb. 18 de 2005. Est. UN" (Figura 3). El 10 de febrero de 2005, en medio de las protestas lideradas por un grupo de estudiantes en contra de la firma del tlc y debido a la explosión del material usado para la elaboración de las bombas papas, resultaron gravemente heridas y posteriormente fallecieron dos estudiantes de la Universidad Nacional, Paula Andrea Ospina y Magaly Betancur. Una semana después de la muerte de las estudiantes, Teresa y Rosana6, compañeras de Paula, realizaron el mural.

De la breve presentación de los casos puede deducirse que no se trata de emprendimientos de memoria asociados a movimientos por la memoria o motivados por el trabajo de üng, de asociaciones de la sociedad civil o de comisiones de la verdad. Por el contrario, son iniciativas de memoria llevadas a cabo en el límite entre lo público y lo privado, en frente de la casa, en la calle, en el interior de un edificio universitario, lo que podría significar que es un dolor privado que se quiere expresar públicamente, o tal vez que el sufrimiento que el artefacto trae a la memoria no es exclusivo de una familia o persona, sino que involucra a la comunidad, pues hace parte de una memoria colectiva. Se trata de prácticas inmersas en la vida cotidiana, en el espacio habitado día a día; pueden tener inicialmente un marco de acción muy limitado: la familia, los vecinos, el barrio, los amigos, pero también pretenden recordar un hecho violento y sus repercusiones para la sociedad. Creemos que esta puede ser una vía para conocer las formas usadas por las memorias subterráneas para expresarse y el significado del silencio inherente a ellas, para comprender la manera como esas personas o grupos lograron hablar sin hablar y darle a su sufrimiento un uso político.

Memorias subterráneas

Partiremos de la definición de memoria como las maneras en que las personas construyen un sentido del pasado y enlazan el pasado con el presente en el acto de rememorar/olvidar. Este proceso es subjetivo, activo y construido socialmente, en diálogo e interacción. Según Halbwachs (2006), la memoria no es una facultad exclusivamente individual, pues se produce en interacción con otros y en contextos sociales particulares. Los individuos utilizan imágenes del pasado en la medida en que son miembros de grupos sociales; necesitan de la ayuda de los miembros del grupo social porque no pueden recordar por sí mismos.

Si bien no es exclusivo, la memoria tiene un carácter eminentemente narrativo y a través de éste se incorpora a la constitución de la identidad (Ricoeur, 2008). En la construcción de esa narrativa, los agentes recurren a la retórica o a la poética para convencer a sus auditorios; los hechos del pasado no pueden cambiarse, pero sí puede hacerlo el sentido que se da a esos acontecimientos (Blair Trujillo, 2002). Las narrativas construidas por los diferentes grupos sociales pueden generar un cierto consenso; sin embargo, puede darse también el disenso entre esas memorias, que revela, a su vez, conflictos de identidad o conflictos por la resignificación del pasado en el presente y de lo que se espera sea el futuro. La pertenencia a un colectivo social no se traduce en una memoria única, consolidada -pretensión de la memoria oficial-, pues en su interior pueden aparecer conflictos por la definición de los contenidos de esa memoria o memorias, y ahí es donde surgen las memorias subterráneas.

La categoría de memorias subterráneas la retomamos de Pollak (2006), quien analiza la relación entre memoria, poder e identidad a partir de los procesos y los actores que intervienen en su constitución y formalización. El autor advierte que la escisión entre memorias dominantes y memorias subterráneas no remite, forzosamente, a la oposición entre Estado y sociedad civil, pues en muchos casos el problema se da en la relación entre grupos minoritarios y sociedad englobante.

El mural en homenaje a Paula y Magaly surge precisamente como resultado de esa disputa entre memorias, como rechazo al silencio que se impone después de los hechos del 10 de febrero en la Universidad de Antioquia. Las directivas de la Universidad rechazan los hechos, pero no hay una manifestación oficial de condolencia por su muerte. Los compañeros de las organizaciones estudiantiles callan porque temen verse envueltos en los hechos y en los procesos judiciales que desencadenaron. Lo que reina en la Universidad es el silencio. Excepto por un cartel que dispuso la Oficina para el Trabajo Estudiantil, donde se invitó a los estudiantes a escribir sus pensamientos en relación con lo sucedido, que luego fue publicado en un folleto (Oficina para el Trabajo Estudiantil, 2005), las creadoras del mural sintieron que "nadie decía nada", que las personas actuaban "como si ellas no existieran"; incluso semanas después continuaban siendo llamadas a lista en las aulas de clase. Hicieron el mural para conjurar ese silencio que pretendía borrar de la memoria a las estudiantes, para evitar que la trágica muerte "pasara en blanco". Se presenta una disputa de memorias no explícita entre aquellos que esperan que los hechos pasen y sean olvidados sin traer consigo consecuencias, las autoridades judiciales y algunos miembros de la comunidad universitaria que ve en esas jóvenes a posibles miembros de grupos insurgentes y estas jóvenes que quieren rescatar la memoria de las compañeras a través de un mensaje que expresa en esencia la fragilidad de la vida; como afirma Teresa, "A los veinte años, el doble símbolo de las mariposas tiene todo su sentido: el vuelo en libertad y la fragilidad de la vida" (Comunicación personal, 13 de mayo, 2012).

Las memorias subterráneas se mantienen en silencio durante largos períodos y aun así no desaparecen; ellas se conservan en la esfera familiar y comunitaria. Las memorias subterráneas emergen y encuentran canales de difusión alternativos, ingeniosos, que demuestran que la política no se restringe a los canales institucionalizados del Estado y que, por el contrario, se vive en el sinnúmero de interrelaciones que los grupos humanos crean entre sí (Blair Trujillo, Quiceno, De los Ríos, Muñoz, Grisales y Bustamante, 2008).

El altar de La Milagrosa es un ejemplo de cómo las memorias subterráneas encuentran en la esfera familiar y comunitaria los canales para su expresión. Los inicios de la década del noventa estuvieron marcados en Medellín por la "guerra" de Pablo Escobar contra el gobierno y en particular contra la policía. En retaliación, los agentes de la policía conformaban escuadrones de la muerte para asesinar a los jóvenes de las comunas de Medellín, como quedó demostrado en la masacre de niños en Villatina, el 15 de noviembre de 19927. En este contexto tiene lugar la masacre de los seis jóvenes en La Milagrosa; se produce poco más de un mes después de la de Villatina y siguiendo un modus operandi bastante similar. Los vecinos y los familiares de las víctimas de La Milagrosa no iniciaron un proceso jurídico contra el Estado por su responsabilidad en los hechos, como sí lo hicieron los de Villatina; sin embargo, encontraron la forma de recordarlo y de manifestar su desacuerdo y su impotencia frente a los hechos. Al ser entrevistados, todos afirmaban saber qué había pasado, incluso parecían tener claro de quién era la responsabilidad; así mismo, defendían la inocencia de las víctimas, aseguraban que eran "muchachos sanos, gente buena".

Después de veinte años, el evento aún es recordado y hace parte de las conversaciones de los clientes en la tienda de Rodrigo. A pesar de los múltiples momentos de violencia vividos en el barrio, la masacre de los seis jóvenes marcó el barrio y pasó a hacer parte de su memoria. El altar les recuerda el hecho y el lugar, la injusticia de lo que pasó, lo inexplicable de los acontecimientos de esa noche, el miedo que por muchos años los acompañó; pero también es una forma de contrarrestar esa otra versión de los acontecimientos que afirmaba que los muchachos asesinados en las esquinas hacían parte de los ejércitos de sicarios contratados por Pablo Escobar; era una forma de demostrar la solidaridad del barrio y de compartir el dolor que todos sentían.

En las memorias subterráneas, el silencio inherente a estos artefactos puede ser pensado como forma de protección y componente esencial de algo que se dice, no como vacío u ocultamiento, sino como parte de lo que se quiere expresar. En todo caso, la palabra, pronunciada o no, está presente. Ya Pollak (2006) llamó la atención sobre el cuidado que se debe tener para no intentar traducir esos silencios, pero nosotros queremos también hacer hincapié en la necesidad de

ver y reconocer las diversas formas en que ese silencio se expresa. Nos parece que es necesario entender cómo se vive esa cotidianidad marcada por la dominación y el miedo, pero en la cual la vida de alguna manera continúa, encuentra su camino (Bolívar y Nieto, 2003). En medio de la guerra y del sufrimiento por ella infligido, las personas guardaban silencio, pero al mismo tiempo encontraban los mecanismos de expresión de su memoria. Debemos preguntarnos por el sentido de lo político inherente a esa expresión sin palabras de la memoria.

El uso político del silencio

Tal vez para comprender aquellas memorias que perviven en el silencio, sea necesaria esa mirada sobre lo micro, sobre las acciones insurrectas de los sujetos en contextos de violencia prolongada. Recorrer las calles, subir a sus morros, observar con cuidado para encontrar las marcas, señales, pinturas, grafitis, sonidos, creados para recordar los acontecimientos de violencia, puede ser un camino para descubrirlas. A través de los artefactos creados para recordar eventos críticos de una comunidad, podremos internarnos en la vida cotidiana de sus creadores, en las muy diversas formas que encuentran para expresarse en medio de una violencia que no da cabida a la palabra.

Los tres artefactos estudiados tienen características que los hace similares: en primer lugar, son tan comunes y tan cotidianos que eso los hace casi invisibles, un mural más en una universidad llena de ellos, una virgen en un barrio donde hay una en cada esquina o un calvario en un país que acostumbra poner cruces en el lugar donde hubo una muerte. En segundo lugar, llaman la atención sobre un evento, pero no se dan detalles de él, sólo se insinúan. Todos tienen los nombres, una fecha y, en dos de los casos, una frase corta que señala la ausencia. Del mismo modo, cada uno de los escenarios en que esos artefactos fueron creados hace parte de la cotidianidad de las personas, se elaboran en medio de la vida como ella es vivida, dentro de su lógica cotidiana. Podrían considerarse estas acciones como tácticas, en el sentido dado por De Certeau (2000). El autor analiza las maneras particulares como ciudadanos comunes reciben, viven, transforman y resisten ante el ejercicio del poder, como se constituyen en agencia de su propia vida (Ortega, Rincón, Borja e Izquierdo Maldonado, 2004). Su investigación nace de la pregunta por las "operaciones de los usuarios" supuestamente condenados a la pasividad y la disciplina (De Certeau, 2000). Los sujetos encuentran maneras de hacer, minúsculas y cotidianas, procedimientos mudos que organizan el orden sociopolítico (De Certeau, 2000). De Certeau replantea la cuestión de la agencia, pues mientras algunos pueden ver al sujeto avasallado y dominado por el poder, él lo percibe como un hombre astuto, que tiene en el desvío, el escamoteo, la maña, la trampa, un repertorio de acciones por medio de las cuales se reapropia del espacio del poder. Centrar la atención en las tácticas, reconocer el ingenio, la creatividad y la diversidad de prácticas cotidianas de los sujetos frente a la imposición de un poder, es reconocer el potencial político de estas, la dignidad de la persona que se niega a ser reducida a la lógica del más fuerte (De Certeau, 2000).

Los vecinos del barrio La Milagrosa se reunieron durante varios años para celebrar la misa en conmemoración de la muerte de sus amigos; cerraban la vía, decoraban la virgen, compraban flores y velones. Por lo que informaron durante las entrevistas, las misas fueron siempre multitudinarias. La respuesta al evento límite estaba dada dentro de los marcos de la naturaleza del grupo, profundamente religioso. Ante un acontecimiento como la masacre de seis jóvenes en una esquina del barrio, se envía un mensaje claro: la calle es peligrosa, reunirse en la calle lo es aun más y no se necesita hacer parte de un grupo armado para ser blanco de las balas. Los vecinos de La Milagrosa se toman la calle, vuelven a ella de manera multitudinaria, las ceremonias litúrgicas les dan un pretexto para volver a habitarla, la resignifican de un espacio de muerte y miedo a uno de encuentro, solidaridad y compasión. El altar y los rituales asociados a él, como las misas, las flores, los velones, las luces, son formas de expresar pública y colectivamente no sólo el dolor, sino también la percepción de injusticia. Los entrevistados, sin excepción, hacían mención a lo absurdo de los asesinatos, a lo inexplicable de los hechos. Las reuniones litúrgicas no sólo eran un escenario en el cual se expresaba la solidaridad con las familias, sino también una ocasión más para hablar, poner en común y tratar de entender colectivamente lo que había sucedido.

Por su parte, doña Carmen se apropia del lugar en el cual su hijo fue asesinado. Ella se adueña de un pequeño espacio en esas calles que parecían pertenecer a "esos hombres que vinieron de lejos", que vestían abrigos negros largos para esconder las armas, que actuaban como dueños y señores de los barrios, cuya sola presencia provocaba el pánico entre los habitantes y conseguía que las calles fueran desalojadas. Con la cruz y las flores que siembra, con su presencia permanente en el lugar, les muestra a sus vecinos, pero también a "esos hombres", la vida que se perdió y la dignidad con la que ella lleva su dolor. En medio de un alto número de homicidios que se han presentado en el barrio, nos preguntábamos por qué no había más calvarios; la respuesta fue inmediata: "Porque entonces no cabrían las cruces en el barrio". Pero el cuidado y el respeto con que es tratado el calvario de Robin también dan cuenta de una apropiación por parte de los vecinos; de alguna manera, representa el dolor de todas esas madres que han perdido a sus hijos y lo absurdo de una guerra que no distingue entre unos y otros.

El mural fue construido a primera hora de la mañana, días después de la muerte de Paula y Magaly. Teresa y Rosana prepararon con anterioridad todo lo necesario, llegaron temprano, lo pintaron sin que nadie las viera y nunca reclamaron autoría por su elaboración. En un ambiente caldeado por el miedo y la desconfianza que producía la inminencia de una investigación criminal por terrorismo, no parecía prudente "exponerse"; incluso, ya en días anteriores Teresa había sido cuestionada por hablar en público sobre Paula. Pero ellas creían necesario preservar la memoria de sus compañeras, dejar una marca en la Universidad que recordara su paso por ella, no como activistas del movimiento estudiantil o como mártires de una lucha contra el poder, sino como frágiles mariposas.

Son acciones realizadas para sobrellevar la pérdida que, sin embargo, se trasforman en formas de percibir y resistir la violencia, en formas de agenciar el dolor que ya no es sólo privado sino también colectivo por el mensaje implícito y por la apropiación que de los artefactos hace la comunidad en la que están ubicados. El altar y el calvario pretenden marcar el lugar de la muerte, pero también de la vida, pues fue allí donde se les vio por última vez charlando con sus amigos (Santino, 2003). Son el referente material de una historia común; llaman la atención sobre períodos en la historia de esas comunidades donde la violencia se impuso instalando el miedo y la desconfianza. Pero, del mismo modo, les recuerda que esas muertes no debieron haber ocurrido; son la respuesta social, no oficial, al absurdo de la violencia. Los artefactos son apropiados por su auditorio como símbolos de su historia. El altar de Robin Asmed, si bien es cuidado por su madre, es un referente en el barrio; muchas de las personas que pasan por allí se santiguan y lanzan monedas. Conocen la historia y coinciden en afirmar lo buen muchacho que era Robin; cuando un vecino quiso construir su casa en el lugar del calvario, todos se opusieron a ello: "El calvario del parcero no se toca" (Carmen, madre de Robin, comunicación personal, 25 de mayo, 2012). La virgen de La Milagrosa parece ser de todos; las personas entrevistadas reconocían que era Rodrigo el encargado de cuidarla, pero aseguraban que le ayudaban en la tarea. Cuando hay algún fallecimiento en el barrio, uno de los ramos de flores usados en el sepelio es llevado para el altar. Si bien el mural en la Nacional fue elaborado casi en secreto, en el 2012 fue restaurado y se agregaron los retratos de las dos jóvenes, en una especie de reapropiación del mural por parte del movimiento estudiantil.

Si bien Medellín ha vivido desde la década de los ochenta ciclos de violencia ininterrumpidos que trajeron como consecuencias la destrucción del tejido social, la transformación del sentido de lo cotidiano y de los referentes de confianza y convivencia (Jaramillo, 2011), también es necesario destacar la variedad de respuestas de las personas y sus esfuerzos por crear significados de esperanza delante de experiencias inhumanas. La violencia está presente de diversas formas,

mas también activa prácticas alternativas de cruzamiento de estos límites impuestos, lo que desafía la utilización del territorio como instrumento de guerra y medio para manipular los temores. Estas prácticas alternativas articulan una memoria de territorialidad como eventos significativos de construcción de lugar (Jaramillo, 2011, p. 111).

Las investigaciones realizadas en Colombia han dado más importancia a las causas estructurales de la guerra, a los grupos que hacen parte de ella o a los procesos y los momentos de conflicto (Ortega, 2008). Sin embargo, en los últimos años se han realizado varios estudios que tienen al sujeto como centro de análisis, con sus emociones, motivaciones y percepciones (Arroyave y Tabares, 2010; Berrío, Grisales y Osorio, 2011; Blair Trujillo, 2002; Jimeno, 2004; Nieto, 2010; Quiceno, 2008; Riaño, 2006; Uribe, 2008). Estas investigaciones tienen como referente teórico los trabajos de Veena Das, quien define el sufrimiento social como "el ensamblaje de problemas humanos que tienen sus orígenes y sus consecuencias en las heridas devastadoras que las fuerzas sociales infligen a la experiencia humana" (2008, p. 453). Esta definición trasciende la mirada individual, esencialista-existencialista, sobre el dolor y lo ubica en el orden social de los grupos humanos. Al igual que De Certeau, Das (2008) plantea la idea de que el retorno a lo cotidiano puede ser otra forma de lidiar con el dolor y, en ese caso, lo no dicho es otra forma de lenguaje; por ello, apuesta por una imagen diferente de las víctimas en la que el tiempo no está congelado sino que hace su trabajo. Propone también pensar el registro de lo cotidiano como una forma a través de la cual puede redimirse la vida, crear nuevamente un yo a través de la reocupación del espacio de la devastación.

Para Das (2008), el testimonio de los sobrevivientes, aquellos que hablaron en nombre de quienes no podían hacerlo, se conceptualiza mejor en el contraste entre decir y mostrar. Si bien en el nivel macro del sistema político se requiere un espacio público que reconozca el sufrimiento de los sobrevivientes y la dignidad de las víctimas para reconstruir la confianza en los procesos democráticos, en el nivel micro, el de los sujetos, las familias y las comunidades, se necesita una oportunidad de recuperar la vida cotidiana. En lugar de pensar en las víctimas como personas ancladas en un pasado violento, hay que tratar de comprender las diversas formas en que los otros intentan reconstruir sus vidas; en esos casos, digerir ese conocimiento envenenado es un compromiso con la vida que evidencia las fronteras entre decir y mostrar.

Los testimonios, la creación de museos, los monumentos, la movilización política de la sociedad en defensa de las víctimas, los procesos de judicialización de los victimarios, el reconocimiento público de las responsabilidades de los diferentes grupos armados, entre otros, pueden ser acciones políticas por medio de las cuales nosotros, como sociedad, nos enfrentemos a los eventos catastróficos que hemos padecido. Paralelo a estas acciones hay otras, casi invisibles y silenciosas, que dan cuenta de las formas en que las personas o los grupos responden ante la violencia (Blair Trujillo, 2011b). Se debe tratar de comprender el lenguaje implícito en el retorno a la cotidianidad, en las formas de habitar nuevamente el mundo y pensar el evento extraordinario a través del descenso a lo cotidiano; no sólo las formas como dichos eventos los afectan, sino también lo expresado en el esfuerzo que hacen los sujetos por recuperar su vida luego de los eventos y a pesar de ellos (Das, 2008).

Consideramos que más que en las dicotomías memorias dominantes-subterráneas, vencedor-vencidos, oficial-marginal, el potencial político del silencio se encuentra en esa posibilidad de aceptar la presencia de otras narrativas y reconocer las diversas formas de expresión de la memoria, sus formas de hablar sin hablar y de actuar para reconstruir la cotidianidad. Esta expresión material de las memorias subterráneas señala la posibilidad de pensar esas situaciones de conflicto en una perspectiva diferente, pues no sólo abarcan los hechos violentos, las acciones de guerra y los guerreros, sino también las formas como los individuos logran reconstruir la vida, preservarla, conservar la posibilidad de una cotidianidad que permita mantener lazos, vínculos, identidades. Es en esa memoria de la sobrevivencia donde podemos escudriñar las acciones políticas de los sujetos que conviven con la violencia.


Pie de página

5Tesis doctoral en proceso que tiene como título Los artefactos de la memoria en Colombia. bajo la orientación del profesor Javier Alejandro Lifschitz. Es una investigación en perspectiva cualitativa, usa como estrategia metodológica la historia oral, con entrevistas en profundidad con los creadores de los artefactos y personas de la comunidad. La investigación analiza cuatro casos de creación de artefactos en Medellín; se seleccionaron tres para ser presentados en el artículo por estar terminada la etapa de las entrevistas. Los cuatro artefactos fueron seleccionados entre otros presentados por el libro publicado por el Programa de Atención a Víctimas de la Alcaldía de Medellín (2010), Imágenes que tienen memoria. Los casos tienen en común haber sido creados con ocasión de la muerte violenta de un amigo o familiar, y no ser promovidos por organizaciones o instituciones del Estado.
6Las entrevistadas solicitaron cambiar los nombres para proteger su identidad.
7En la noche del 15 de noviembre de 1992, en el barrio Villatina de Medellín, doce hombres en tres vehículos, portando armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas, llegaron a una esquina del barrio y forzaron a los jóvenes y niños que allí se encontraban a tenderse en el suelo y luego abrieron fuego indiscriminadamente. Fueron asesinados ocho niños entre los 8 y 17 años y un joven de 22 años. En 1993 el Comité Permanente de Derechos Humanos Héctor Abad Gómez presentó ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la denuncia contra el Estado por la responsabilidad de miembros de la policía en los hechos. En 1998 el Estado colombiano admite la responsabilidad ante la Comisión Interamericana, las familias de las víctimas y los medios de comunicación.


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