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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.80 Bogotá July/Dec. 2015

https://doi.org/10.11144/Javeriana.UH80.pfpd 

Prácticas de fronterización, pluralización y diferencia1

Fronterization, pluralization and difference practices

Práticas de fronteirização, pluralização e diferença

Claudia Briones2
Universidad Nacional de Río Negro-CONICET, Bariloche, Argentina3
cbriones@unrn.edu.ar

Carlos del Cairo4
Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia5
cdelcairo@javeriana.edu.co

1Artículo de revisión
2Doctora en Antropología
3Investigadora del Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio
4Doctor en Antropología
5Profesor Investigador, Departamento de Antropología

Recibido: 10 de agosto de 2014 Aceptado: 10 de noviembre de 2014 Disponible en línea: 15 de marzo de 2015


Cómo citar este artículo

Briones, C. y del Cairo, C. (2015). Prácticas de fronterización, pluralización y diferencia. Universitas Humanística, 80, 13-52. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.UH80.pfpd


Resumen

En este artículo exploramos prácticas de fronterización, entendidas como las diversas maneras en que colectivos sociales marcan un adentro y un afuera, en correlato con la diferenciación nosotros/ otros. Buscamos identificar cómo operan esas prácticas en la dialéctica Estado-minorías étnicas, central en la configuración histórica de las sociedades latinoamericanas. Aunque como constructos sociales esas fronteras emerjan como divisorias nítidas, las abordamos como membranas porosas y selectivamente cambiantes, abiertas a reconexiones. Para sugerir algunos desplazamientos analíticos relevantes y necesarios que la época actual propicia, organizamos el texto en cuatro pasos imbricados pero distinguibles. Abordamos primero las dis/continuidades en la conceptualización de la frontera en el pensamiento social. Enunciamos luego cómo las fronteras políticas gravitan sobre prácticas de fronterización resultantes de políticas de marcación de diferencias y de reconocimiento. Examinamos después lo que entendemos como una pluralización de las fronteras espaciales, categoriales y sociales. Abordamos, por último, los desafíos sociales y disciplinares que apareja el reconocimiento de fronteras epistémicas.

Palabras clave: prácticas de fronterización; etnicidad; frontera; teoría social; América Latina; identidad; alteridad


Abstract

In this article we explore frontierization practices, understood as the ways in which social groups mark an inside and an outside, in correlation with the differentiation we / others. We seek to identify how these practices operate in the dialectics State - ethnic minorities, which are core elements in the historic architecture of Latin American societies. Although as social constructs these boundaries emerge as sharp dividing lines, we address them as porous membranes selectively volatile, open to reconnections. In order to suggest some relevant and necessary analytical displacements that the current period fosters, we divided the text into four overlapping but distinguishable steps. We address first the dis / continuities in the border conceptualization in social thought. Then we enunciate how political boundaries influence the frontierization practices resulting from difference marking and recognition policies. After that, we examine what we understand as a pluralization of spatial, social and categorical boundaries. Finally, we address social and disciplinary challenges unleashed by the epistemic boundaries recognition.

Keywords: frontierization practices; ethnicity; border; social theory; Latin America; identity; otherness


Resumo

Neste artigo exploramos práticas de fronterização, entendidas como as diversas maneiras em que coletivos sociais marcam um adentro e um fora, em correlato com a diferenciação nós/outrem. Visamos identificar como operam tais práticas na dialética Estado-minorias étnicas, central na configuração histórica das sociedades latinoamericanas. Embora, como constructos sociais essas fronteiras emerjam como divisórias nítidas, abordamo-las como membranas porosas e seletivamente mudáveis, abertas a reconexões. Para sugerir alguns deslocamentos analíticos relevantes e necessários que a época atual propícia, organizamos o texto em quatro passos imbricados pero diferenciáveis. Abordamos primeiro as dis/continuidades na conceptualização da fronteira no pensamento social. Enunciamos depois como as fronteiras políticas gravitam sobre práticas de fronterização resultantes de políticas de marcação de diferenças e reconhecimento. Examinamos após o que entendemos como uma pluralização das fronteiras espaciais, categoriais e sociais. Abordamos, por fim, os desafios sociais e disciplinares que acarreta o reconhecimento de fronteiras epistémicas.

Palavras-chave: práticas de fronteirização; etnicidade; fronteira; teoria social; América Latina; identidade; alteridade


Introducción

El lugar de la frontera está lejos de ser fijo; las ideas sobre ella son variadas y sin duda se trata de una noción polisémica. En este artículo proponemos algunos puntos sustanciales para comprender las prácticas de fronterización, entendidas como las diversas maneras en que colectivos sociales marcan un adentro y un afuera, que encuentra un correlato en la diferenciación nosotros/otros. Nos interesa fundamentalmente explorar cómo operan esas prácticas en la dialéctica Estado-minorías étnicas, central en la configuración histórica de las sociedades latinoamericanas, pero nos interesa también pensar esas fronteras como membranas porosas y selectivamente cambiantes (Grossberg, 2010), abiertas a reconexiones, aunque como constructos sociales emerjan como divisorias nítidas. Para ello nos concentraremos en dialogar con las contribuciones que componen este volumen de Universitas Humanística sobre "Diferencias, fronteras, etnicidades" que fueron seleccionadas para actualizar, desde investigaciones etnográficas las formas contemporáneas en que podemos analizar y conceptualizar esa triada conceptual.

Como editores invitados de este volumen, nos interesa compartir lo que vislumbramos como algunos de los desplazamientos analíticos relevantes y necesarios que ellos propician. Lo haremos en cuatro pasos imbricados pero distinguibles. Ponemos primero en foco las dis/continuidades en la conceptualización de la frontera en el pensamiento social. Enunciamos luego cómo las fronteras políticas gravitan sobre las prácticas de fronterización resultantes de políticas de marcación de diferencias y de reconocimiento. Examinamos después lo que entendemos como una pluralización de las fronteras espaciales, categoriales y sociales que pone de relieve su multidimensionalidad y multisituacionalidad. Abordamos por último, los desafíos sociales y disciplinares que apareja el reconocimiento de fronteras epistémicas.

Trazando líneas de fuga y anclajes

Parte de la dificultad de estabilizar el concepto de frontera resulta no solo por estar ante un signo polisémico, sino también ante uno cargado de historicidad y por ende, de contingencias propias. En una primera lectura la polisemia se hace particularmente evidente para los hablantes de español, quienes podemos usar un mismo signo para hablar de cosas muy diferentes (Grimson, 2000). Primero, expresiones decimonónicas como las de 'vida en la frontera' propias de distintos países de América Latina, resuenan con lo que planteaba Frederick Jackson Turner en 1893 en su ensayo The Significance of the Frontier in American History (1921). Su tesis de la frontera identificaba así una línea móvil dibujando un área de tierras libres sobre la que los Estados-nación modernos aún en construcción -como los Estados Unidos-, podían y debían avanzar. Claro que a diferencia de este país, que fue consolidándose a partir de la compra o conquista territorial de tierras indígenas en competencia directa con distintas potencias coloniales europeas (Wolf, 1993), los países al sur del río Grande respondían a una lógica distinta, pues su herencia colonial lusitana o española les daba la certeza de haber recibido un territorio reclamable a priori; toda presencia que se opusiera a ese reclamo instalaba la idea de constituir 'fronteras interiores' que debían ser eliminadas.

En todo caso, como visión historiográfica ambas concepciones de la frontera como frontier son solidarias de una segunda manera de denotar y de pensar las fronteras estatales y de lo estatal como ámbito jurídico-político, cuya realización demanda proyectar soberanía, competencia y jurisdicción sobre un territorio con contornos o borders definidos (Parekh, 2000). El carácter arbitrario, históricamente contingente y disputado de las fronteras nacional-estatales en proceso de constante redefinición, no ha menoscabado nunca la materialidad (Briones, 2005a) que las fronteras de los Estados-nación modernos han mostrado o buscado mostrar al momento de inscribirse performativamente en subjetividades cívicas, corporalidades, desplazamientos de ciudadanos -habitantes y extranjeros- o en acuerdos para la protección (generalmente selectiva) de derechos o la sanción (igualmente selectiva) de delitos. La articulación de la materialidad y la porosidad de las fronteras también se puede enunciar metafóricamente, incluso en los escenarios sociopolíticos donde esa materialidad radicaliza las prácticas de fronterización, como lo sugiere la siguiente imagen:

Quedándonos dentro del campo recién introducido, la idea de trascender 'las fronteras del pensamiento' instaura al menos dos tipos de umbrales metafóricos a cruzar. En consonancia con las promesas y temporalizaciones de una modernidad siempre en fuga hacia el futuro, ese cruce queda eventualmente asociado a realizar investigaciones innovadoras, de avanzada o de punta -alegoría de un cutting edge- que mediado por la tecnología, curiosamente también se aplica para catalogar industrias. Pero como invitación a pensar contra las certezas de la modernidad y su historicismo (Chakrabarty, 2000), esa trascendencia también resulta del esfuerzo de pensar desde los márgenes en el sentido que proponen Veena Daas y Deborah Poole (2004), o de ejercitar un pensamiento fronterizo (border thinking), como sugiere Walter Mignolo (2000).

En todos los casos estos sentidos espacializados, temporalizados, metaforizados remiten o connotan ámbitos vinculados a partir de su distinción o diferenciación; vinculación en la distinción que puede pensarse o bien como efecto de bordes nítidos o más bien como creadores de 'zonas de contacto' (Pratt, 1997) e intersección. En todos los casos, también si esos sentidos presuponen y crean las realidades que buscan describir y connotar es porque se anclan y vehiculizan a través de una variedad de dispositivos que operan diversas prácticas de fronterización. Y hablamos aquí de cosas tan variadas como las líneas de fortines, aduanas, pasaportes, patentes, royalties, así como de formas medievales o más contemporáneas de inquisición o marginación.

Ahora bien, en términos de pensar las relaciones entre diferencias culturales, fronteras y etnicidad, no cabe duda que es el simposio eslavo de 1967 prologado por Fredrik Barth en 1969 (1976) el que empieza a problematizar la idea de boundaries o límites como ocurrencias a la vez sociales y simbólicas, que organizan formas de interacción y a la par, inscriben a través de diacríticos socialmente seleccionados, el clivaje que opone, contrasta y relaciona, de manera deícticamente situacional, lo que a las percepciones sociales aparece como linde siempre inequívoco y con entidad propia entre diversos nosotros y ellos.

Son por tanto variadas las observaciones y comentarios que podríamos realizar sobre una propuesta cuyo impacto ha marcado a fuego las formas sucesivas de abordar académicamente los 'grupos étnicos', propuesta que ha sido tan influyente como debatible (cfr. Briones, 1998). No obstante las preguntas que hoy son más imperiosas y pertinentes pasan por pensar cómo revisitar y recolocar ese esfuerzo pionero por quebrar la ecuación grupo + cultura + territorio desde la que se pensaba la etnicidad y ha sido tan afín a los procesos de construcción de nación (Clifford, 1992), tras casi cincuenta años de su formulación, de modos de dar cabida tanto a las transformaciones que han ido ocurriendo en el mundo, como en las ciencias sociales.

Barth pensó los grupos étnicos y sus fronteras en un momento en el que aún estaban por llegar las últimas luchas por la descolonización en algunos países africanos que implicaron redefiniciones geopolíticas no menores, tanto por el redibujo de lo que se venía llamando Primer, Segundo y Tercer Mundo, como por la creación o cristalización de espacios regionales de integración preponderantemente económica o militar, que replantean las fronteras y las competencias estatales, sea la Comunidad Europea por un lado y la OTAN por el otro y más directamente vinculados a nuestras regiones, el ALCA, el Mercosur, o la Unasur.

En paralelo con redefiniciones neoliberales de la economía mundial, los procesos de compresión temporal-espacial (Harvey, 1989) que se definen como globalización, permitieron crear nuevos espacios jurídicos interestatales como la Corte Penal Internacional. Después de la caída del muro de Berlín, no solo van fragmentándose ciertas fronteras estatales e integrándose otras, sino que van surgiendo alianzas que se transversalizan y reorganizan en torno a posicionamientos globalofílicos o globalofóbicos para disputar las razones y soluciones a derrumbes financieros poéticamente definidos como el efecto tequila, el efecto dragón, el efecto vodka, el efecto tango o el efecto samba. Con el tiempo, desplomes similares también alcanzaron países centrales, llevando a acciones y manifestaciones como las de los indignados en España o los Occupy Wall Street en Estados Unidos.

Pero si 1989 puede ser tomado como evento epítome es porque, en paralelo con la caída del muro de Berlín, asistimos al inicio de cumbres de gobierno para afrontar la protección de la biodiversidad o analizar el cambio climático, así como a una redefinición del convenio de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, seguida primero por el establecimiento del decenio y en 2007, por la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas, mientras el proyecto de la Declaración equivalente de la Organización de Estados Americanos lleva muchos años de discusión pero aún no ha sido aprobado.

Si lo miramos desde varios de nuestros países, las luchas de liberación de la década de 1970 fueron respondidas con dictaduras sangrientas ancladas en terrorismos de Estado desconocidos hasta el momento. Con las distintas transiciones a la democracia, los organismos de derechos humanos fueron convirtiéndose en actores visibles de diversas arenas políticas, lo que facilitó ir visualizando los derechos indígenas como derechos humanos y también a ir expandiendo y profundizando el mismo discurso sobre los derechos humanos. Fuimos así asistiendo tanto a procesos crecientes de organización indígena a escala nacional, regional e internacional, como a una redefinición de marcos jurídicos en todos esos niveles para dar cabida a políticas de reconocimiento ancladas en la idea de derechos indígenas diferenciados.

Si nos enfocamos someramente en la praxis de los movimientos indígenas, la segunda declaración de Barbados de 1977 marca el punto de inicio del indianismo como filosofía y política promovida desde abajo para hallar otras soluciones distintas a las de asimilar a las poblaciones indígenas al proyecto moderno de las emergentes naciones latinoamericanas, como proclamó el Instituto Indigenista Interamericano desde su fundación en 1940 para resolver el 'problema indígena'. Esa declaración se da ya en un marco de organización indígena en planos supraestatales, como lo indica la creación en 1975 del Consejo Mundial de Pueblos Indígenas para representar pueblos de las Américas, el Pacífico sur y Escandinavia, seguida por la constitución en 1980 del Consejo Indio de Sud América (CISA), con particular peso en los países andinos en los que hace promover la organización política y social indígena. Apuntando a influir en foros internacionales, la conformación de organizaciones supraestatales no es independiente de la creación en cada país de organizaciones de alcance nacional, como la Confederación Kichwa del Ecuador (ECUARUNARI) en 1972; la Asociación Indígena de la República Argentina (AIRA) en 1975; la União das Nações Indígenas (UNI) brasileña en 1980; la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y de la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB) en 1982; o la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) en 1986.

A su vez, tan pronto se ha alcanzado el reconocimiento como pueblos y no solo poblaciones, el afán de los pueblos originarios por ganar voz propia en diversos foros, ha llevado a agrupar distintos pueblos de varios países -como lo demuestra por ejemplo la creación de la Coordinadora de Pueblos Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA) en el marco de la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo de Río de 1992; o la constitución en 2006 de la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas (CAOI) que coordina organizaciones indígenas andinas de Bolivia, Ecuador, Perú y Colombia- y ha llevado también a reunir a integrantes de un mismo pueblo que habitan en diversos Estados, como lo evidencia la creación del Parlamento de la Nación Aymara en 1996 con miembros afiliados al CISA, para reunir dirigentes de ese pueblo residentes en Chile, Bolivia y Perú.

Si leemos las tres últimas décadas desde los marcos jurídicos y las políticas de reconocimiento en América Latina, desde mediados de los años ochenta, distintas reformas constitucionales han ido incorporando el reconocimiento de los derechos indígenas así como del carácter heterogéneo de sus formaciones nacionales (Guatemala 1985 y 1992, Nicaragua en 1986, Brasil en 1988, Colombia en 1991, México en 1992 y 2001, Paraguay en 1992, Perú en 1993, Argentina y Panamá en 1994, Bolivia en 1994 y 2009, Ecuador en 1996, 1998 y 2008, Venezuela 1999). Otros países (El Salvador, Honduras, Chile, Belice, Surinam) no han reformado sus constituciones, pero han promulgado legislaciones que operacionalizan algunos de esos derechos. Aún con diferencias, lo compartido por estos reconocimientos es que han puesto en discusión el derecho indígena a ser reconocidos como pueblos y que esto les da derecho a las tierras y territorios ocupados a ejercer formas de autogobierno y administración propias, al ejercicio del derecho consuetudinario propio y a participar y decidir en la gestión de las políticas públicas que los afectan.

Sin embargo como ponen de manifiesto varios de los artículos de este volumen, la incorporación de los derechos indígenas en nuestras constituciones ha adquirido ya una historicidad propia que, como sostiene Raquel Yrigoyen (2011), permitiría identificar al menos tres etapas: 1) la multiculturalista, con el reconocimiento del derecho individual y colectivo a la identidad cultural junto con el de derechos indígenas específicos; 2) la pluralista, centrada en introducir nociones de nación multiétnica y estado pluricultural y en reconocer formas de pluralismo jurídico y de jurisdicción indígena; 3) y la del Estado plurinacional puesta de manifiesto en las reformas constitucionales de Ecuador (2008) y de Bolivia (2009) que debaten, entre otras cosas, la idea de un pluralismo jurídico igualitario, de autonomías y de los derechos de la naturaleza.

En lo teórico a su vez, Barth pensaba las fronteras étnicas en un momento en el cual apenas se insinuaban ciertos giros epistémico-conceptuales que fueron generalizando la convicción y compromiso con la necesidad e importancia de politizar la teoría y teorizar la política. Así desde la década de 1970, hemos transitado caminos teóricos deconstructivos y constructivistas de los Estados como nación y de los procesos de formación de grupo. Hemos estado legítimamente ocupados y preocupados por poner en contexto las políticas de la representación propia y ajena, las políticas de identidad, las de traducción y las políticas de reconocimiento. Hemos también debatido con la globalización como marco de esas políticas y como objeto de análisis que las produce como efecto. En esto, hemos problematizado con expectativas mayores o menores, según los casos, la internacionalización de las luchas y movimientos indígenas y las globalizaciones no hegemónicas o desde abajo. También hemos debatido extensamente si estábamos -globalización y neoliberalismo mediante-ante el ocaso o la redefinición de lo estatal y frente al reforzamiento o la emergencia de formas inéditas de identificación colectiva.

Intentamos por tanto entender la afinidad entre procesos dislocados de mundialización, neoliberalización y posmodernidad a través de conceptos como los de multiculturalismo neoliberal (Hale, 2006), etnogubernamentalidad (Boccara, 2007), ecogubernamentalidad (Ulloa, 2005) o post-multiculturalismo (Postero, 2007). En pro de una antropología simétrica (Latour, 2007), hemos venido ensayando cómo encontrar un lugar de mira y enunciación más apropiado desde los estudios culturales, los subalternos, los poscoloniales y los decoloniales, así como desde el análisis de las ontologías políticas, sin dejar de estar atentos al alternativismo metropolitano y al cosmopolitismo alternativo o a las formaciones nacionales, provinciales y regionales de alteridad. Veamos entonces cómo todas estas transformaciones han afectado las prácticas sociales y nuestros análisis de ellas.

Fronteras políticas y prácticas de fronterización

Aunque la configuración política de las fronteras ha sido uno de los aspectos sustanciales que históricamente ayudó a darle forma a los Estados territoriales (Weber, 1992), desde hace mucho sabemos que dejó de ser la única estrategia de fronterización de la que se ocupan estas entidades políticas. En simultáneo con las disputas por delimitar y asegurar las fronteras político-administrativas, prácticamente la totalidad de los Estados latinoamericanos en el siglo XIX también se encargó de demarcar fronteras culturales internas en su intento por definir e imponer una narrativa de la nación, que supuso la emergencia de un discurso sobre la diferencia colonial (Bhabha, 1994) dentro de sus confines, al decir de Segato (2007).

A partir de entonces, el proceso civilizatorio no operó ya tanto como un rasgo exclusivo que mediaba la relación entre las metrópolis y las colonias de ultramar, sino como una promesa y una expectativa de progreso que las élites ilustradas ofrecían como redención a las alteridades que poblaban su país y que solían calificar de 'atrasadas'. Con ello, la cuestión del 'otro' se desplazó desde el exterior hacia el interior de la frontera nacional y devino una preocupación tan central en los dispositivos de gobierno como la de asegurar los contornos espaciales del Estado. En torno a esos otros empezaron a sedimentarse y resemantizarse nociones desvalorizantes que fueron prontamente anquilosándose en la racialización de 'lo indio' y 'lo negro' como densos estereotipos que configuran -como cualquier estereotipo- "una forma de poder hegemónica y discursiva que funciona tanto a través de lo cultural, la producción de conocimiento, la imagen y la representación, como a través de otros medios" (Hall, 2010, p. 435).

La construcción de un modelo nacional forjado a partir de valores eurocéntricos y racializados fungió como derrotero para fijar el lugar del otro. Supuso además un esfuerzo por estandarizar y racionalizar la vida social. Scott (1998) atribuye este doble esfuerzo a una estrategia para hacer legible aquello que el Estado quiere gobernar. Y el esfuerzo por marcar racialmente a la población tuvo sentido para las élites en la medida en que la diferencia cultural de la población se viera transgrediendo y desestabilizando el tipo estandarizado de alteridad que reclamaba cada Estado para legitimar un orden social, político y económico particular. Tal estandarización ha operado a partir de lo que Segato (2007) califica como una 'matriz de alteridades' que produce formaciones nacionales de alteridad.

Según Segato, a través de estas formaciones la diferencia se fagocita y se procesa en un canon de alteridad estructurado a partir de la "imaginación de las élites" (2007,p. 29). Para Briones (2005a) esas formaciones nacionales tanto como las provinciales o regionales de alteridad, se anclan en economías políticas de producción de diversidad cultural que, a través de maquinarias diferenciadoras, estratificadoras y territorializadoras, producen geografías simbólicas de inclusión y exclusión selectiva para los distintos tipos de alteridades reconocidos, lo cual les habilita movilidades dispares en términos de trayectorias de identidad, subjetividad y agencia.

De allí que en los Estados latinoamericanos se hayan desplegado y posicionado de larga data, prácticas de fronterización cultural particularmente densas y poderosas, para definir el lugar apropiado que le correspondía a los diversos tipos de 'otros internos', prescribiendo a la par para cada cual distintas posibilidades de pasajes u ósmosis. El punto a destacar aquí es que esas y otras prácticas de fronterización cultural no solo han poseído siempre una politicidad propia, sino que se han encarnado en políticas estatales de gestión de la diversidad, fuesen de corte negacionista, asimilacionista, integracionista o multicultural, según las épocas (Bengoa, 1994). De larga data también son las prácticas mediante las cuales los sujetos y colectivos marcados como no o no del todo 'nacionales' han disputado y contestado de múltiples maneras los contornos de la diferencia cultural que tales fronterizaciones quieren naturalizar.

Es claro que cuando los debates sobre los proyectos de nación estaban en furor, el conocimiento experto antropológico que empezaba a despuntar jugó un papel excepcional en proveer nuevos argumentos sobre la cultura en los que se anclan las prácticas de fronterización propias de las construcciones nacionales del ocaso del siglo XIX.

La noción tyloriana de cultura como aquél 'todo complejo' de rasgos objetivables (Tylor, 1993), sirvió para desmarcar la cultura de su parámetro francés -la haute-culture- y popularizarla a la manera de la Kultur que promovían los filósofos románticos alemanes (Elias, 1994). Así, la cultura pasó de ser un rasgo exclusivo que reflejaba el intelecto refinado de ciertos círculos privilegiados, a uno que caracterizaba la condición humana sin que importara tanto la complejidad específica que se le atribuía a un grupo humano en la escala evolutiva, como solía hablarse por aquella época.

La demarcación de fronteras culturales que sirvió de argumento para perfilar aquellas formaciones nacionales de alteridad también apeló a la premisa de naturalizar como deseable un tipo cultural particular y desestimar aquellos que no encajaban en él. La cultura devino tanto un criterio de clasificación, como objeto de gobierno. Era preciso generar las condiciones para hacer que los primitivos 'evolucionaran' de las formas más rudimentarias de su cultura y por lo tanto las más proscritas, hacia formas más deseables que pasaran por el tamiz depurador de la educación moral y la disciplina civil. Era también preciso que los inmigrantes se 'ajustaran' a lo definido como tipo nacional imaginado o esperable.

No podríamos sintetizar aquí los diferentes modos en que los procesos de construcción de nación en el continente siguieron buscando domesticar a los extranjeros y a los autóctonos 'impropios'. Sin duda esos modos dependieron de cómo las ideologías nacionalistas entrevieran la posibilidad de su transformación vía el mestizaje, o sospechasen de la ficción del mestizaje (Wade, 1997) y enclavasen lo mestizo sin apuntar a un simulacro de democracia racial. Si en el primer caso algunas variantes al menos de la alteridad emergían como un aporte sustancial a la configuración del crisol de razas o de la raza cósmica (Gamio, 1916; Vasconcelos, 1925), en el segundo lo étnico siguió destilándose como un aspecto anómalo para la configuración de esa nacionalidad más blanco-hispanófila o más eurocentrada que promovían las diversas élites regionales. En todo caso, las políticas de disolución de la diferencia vía la integración cultural que se generalizaron en el hemisferio hacia mediados de siglo pasado -y que se conocieron genéricamente como el primer indigenismo- fueron la alternativa predilecta para 'solucionar' esas anomalías y el fracaso de los proyectos asimilacionistas que primaron desde el fin de siglo XIX (Bengoa, 2000).

Desde entonces y a pesar de las diferencias, la cultura funge como la moneda de cambio que tranza las relaciones entre el Estado y los sectores subalternizados y racializados por su condición étnica. Entre tanto, la óptica estatal ha reformulado significativamente los contornos y contenidos de la cultura como principio de las prácticas de fronterización. Claramente el giro multicultural de la década de 1980 y comienzos de 1990 marcó una ruptura sustancial en la manera en que antes solía operar esa fronterización: en efecto, tal giro supuso dejar atrás el propósito dominante durante buena parte del siglo XX que consistía en decretar los contornos (visibles) de la diferencia cultural para disolverla. Hoy en cambio, el discurso público y oficial define qué es la diferencia cultural para protegerla; si antaño se trataba de transformar las culturas nativas sometiéndolas a la matriz dominante, hoy la retórica multicultural enuncia que los Estados son corresponsables de promocionarlas. No obstante, aunque varíen los fines (transformar/preservar), la matriz de alteridades sigue produciendo un canon de lo que es y lo que no es adecuadamente étnico a los ojos del Estado.

Una de las preguntas que emerge de tal reformulación de las prácticas de fronterización cultural es ¿qué tipo de otros étnicos produce? O, por parafrasear a De la Cadena y Starn (2010), "¿cómo se reconceptualiza la indigeneidad?". Aunque algunos tengan la esperanza de que la matriz de alteridades en tiempos de auge del multiculturalismo propicie un marco emancipador para las indigeneidades contemporáneas, no necesariamente es así. En efecto, lo que han venido sedimentando formaciones nacionales y provinciales o regionales de alteridad alrededor del multiculturalismo es un tipo singular de diferencia cultural que decreta unas fronterizaciones que cada vez son más disputadas. Se trata de un otro étnico esencializado que asume formas comunitarias cuyos miembros son estereotipados como "ambientalistas instintivos", "bienhechores espirituales que sienten aversión por las cosas materiales", o como "izquierdistas naturalmente comunitarios siempre alineados contra los intereses capitalistas y el statu quo" (De la Cadena y Starn, 2010, p. 12).

Esos rasgos describen un otro étnico ahistórico e inmutable. En buena parte de los países latinoamericanos la exaltación de lo étnico recurre a una matriz estrechamente asociada a valores ambientales, lo que configura una visión neocolonial del indígena como 'nativo ecológico' (sensu Ulloa, 2005), que lo posiciona como un referente central en el sistema global de relaciones de poder en torno al medio ambiente. En ese sistema, el indígena es depositario de un capital simbólico -sus visos de naturalidad que además deben ser 'evidentes' en diacríticos específicos como el color de piel o los tocados multicolores -que es potenciado por actores que requieren de ese capital para cumplir con sus objetivos, como es el caso de las ONG ambientalistas trasnacionales (Conklin y Graham, 1995).

Esa fabricación singular de la etnicidad omite las complejidades socio históricas que rodean su forjamiento como una etnicidad subalternizada y exhiben en cambio, el deseo por fabricar una suerte de etnicidad esencializada; lo que en términos de Ramos (1994, p. 161) resulta en una ideación hiperrealista que, como sugiere su noción de indio hiperreal, pretende ser 'más real que el indio real'. Se trata de una intencionalidad por fijar el significado de la frontera que representa lo étnico en las sociedades latinoamericanas contemporáneas; pero esa fijación es en sí misma irrealizable porque es, como todo significado, el resultado de representaciones contingentes, parciales y disputadas que dejan hendiduras para que afloren "contra-estrategias de intervención" (Hall, 2010, p. 439).

El reconocimiento de la diferencia cultural bajo esos parámetros configura una estrategia de administración de la diversidad étnica que, con la aparente intención de reconocerla y valorarla, termina prescribiendo una cristalización a ultranza de la diferencia cultural que vulnera, entre muchas otras cosas, la autonomía sobre la elección del tipo de vida y de futuro que quieren esas comunidades para sí. A tal punto llega esa restricción que incluso muchos de los líderes indígenas se ven estructuralmente compelidos a modular discursos sobre su identidad a través de discursos que deben revelar sobretodo "autenticidad y pureza" (Graham, 2002). De lo contrario las audiencias externas interesadas en ese discurso lo interpretarán como carente de autenticidad y contaminado, debilitando la eficacia de su valor simbólico (Graham, 2002, p. 188).

Esta construcción singular de la indigeneidad contemporánea que parece ser la línea dominante en los discursos públicos y oficiales sobre las etnicidades indígenas en buena parte de Latinoamérica, busca convertirla en una fuente inmutable e inagotable de alteridad que satisface las añoranzas de un pasado idílico, solidario y comunitario que pocas posibilidades tiene de reverdecer en el mundo neoliberal. De este modo se folcloriza la cultura que se le atribuye a esos otros radicales. Quien queda ubicado dentro de las fronteras de lo cultural así entendidas, goza de legitimidad porque se ciñe al canon de la alteridad prefigurado por la matriz de alteridades que, ahora más que nunca, actúa como una caja de resonancia de los intereses del mercado frente a la diversidad cultural. Y ese debate de las complejas imbricaciones entre etnicidad y mercado -o de manera más amplia entre cultura y neoliberalismo-, supone también una reformulación de los términos en los que ocurren las prácticas de fronterización cultural en el mundo contemporáneo. Las concepciones sedimentadas de la cultura en el neoliberalismo como estrategia de fronterización cultural han llevado irremediablemente a preguntarse: ¿Se trata de una relación perturbadora que disuelve la posibilidad de experimentar etnicidades que no sean apropiadas para reproducir el capital?, como sugiere Hale (2004), ¿o el asunto es más denso y multidimensional, porque embarga un doble movimiento en el cual "la cultura se transforma en mercancía" al tiempo que "la mercancía se vuelve más explícitamente cultural"? (Comaroff y Comaroff, 2011, p. 51).

Más que plantear tentativas de respuesta a esos interrogantes, lo que queremos destacar aquí es que las prácticas de fronterización cultural han experimentado cambios sensibles en el marco de la mercantilización de la cultura propia de la intensificación de las lógicas mercantiles presentes en los procesos de neoliberalización contemporáneos. A pesar de la variedad de efectos en diversos contextos nacionales, suelen rastrearse efectos muy densos en los correlatos espaciales de esa fronterización cultural. La articulación entre cultura y espacialización suele mediarse hoy con la fórmula del desarrollo. En ella el desarrollo termina fagocitando la cultura para hacerla funcional a los designios del capital. Sin embargo, algunas versiones alternativas intentan posicionar la cultura como una variable determinante y no subordinada en la ecuación del desarrollo. A este respecto, Grimson sugiere que las dimensiones culturales inciden sustancialmente

[...] en el funcionamiento de la economía y la política [...] ¿Qué miedos tenemos? ¿Qué deseos tenemos? ¿Con quiénes convivimos? ¿Cuán heterogénea y desigual es nuestra sociedad? Sin definir esto, no podemos pensar realmente un proyecto de país. Tampoco un proyecto regional. (Grimson, 2014, p. 10)

Este llamado supone desfolclorizar la cultura en los discursos de desarrollo, es decir, superar la tendencia a pensar la cultura simplemente como aquella oportunidad para que comunidades periféricas ingresen al mercado a través de la exotización de algún rasgo 'cultural' que resulte apetecible para consumidores ávidos de experiencias culturales de comunidades a las que les atribuye una diferencia cultural radical. Una alternativa a ese reduccionismo folclorizante es pensar la cultura en clave de política cultural, con lo cual la cultura pasa de ser comprendida como una matriz de domesticación a una de emancipación. Esta comprensión permite penetrar en el denso campo de los procesos de significación que son producidos y discutidos en el marco de iniciativas de desarrollo.

En esto cabe destacar también que ese conjunto de ideas sobre la cultura y los procesos de significación que emergen en las políticas culturales suelen ser contradichos en las comunidades étnicas a través de formas alternas de territorialización o de "ecologías políticas de la diferencia" como las llama Arturo Escobar (2011). Y estas lecturas y prácticas otras van a contrapelo de las formas dominantes de territorialización de la naturaleza que hicieron de ciertos lugares un laboratorio de experimentación de la racionalidad científica que acompañó los procesos coloniales en buena parte del mundo (Sivaramakrishnan, 1999).

El argumento de Grimson, como el de tantos otros autores que abogan por incorporar de otro modo la dimensión cultural en el desarrollo y las políticas públicas, es sugerente para pensar que -por más etérea que nos resulte la definición de la cultura, y por más que debamos usarla en 'borradura' a falta de un concepto mejor, como sugiere Stuart Hall (2003)- lo cultural debe incorporarse como una dimensión sustancial en la planeación del desarrollo y no como un aspecto accesorio, periférico y residual y por lo tanto prescindible, como suele suceder.

Tomarse críticamente los presupuestos etnocéntricos que cualquier política oficial de desarrollo conlleva y los desafíos que las formas culturales alternas plantean a esos presupuestos, supone un esfuerzo por consolidar autonomías donde las haya y crear las condiciones para su emergencia allí donde no existan. En otras palabras, supone minar la concentración del poder y con él, la vulneración de las autonomías que quedan al margen de esos centros en los que el poder persuasivo del desarrollo pensado como crecimiento económico y como expansión del cemento convierte a localidades, poblaciones y comunidades en meros objetos del desarrollo para 'ser' desarrollados (Grimson, 2014). En esto, el desarrollo configura otra práctica de territorialización que delimita un adentro y un afuera: unos que formulan el deber ser del desarrollo y otros que deben entrar en su lógica.

Aquí debemos aclarar que entendemos el desarrollo como una densa práctica discursiva, en el sentido que le atribuye Escobar (1996), que se materializa en la prescripción tecnocrática y raciocéntrica de cómo debería ser el mundo para las personas, cómo deberían ser sus vidas, sus comportamientos, sus relaciones con el entorno, sus valores y sus subjetividades. Esas prácticas discursivas no ocurren en un plano exclusivamente abstracto; toman la forma de leyes, planes, programas, dispositivos y proyectos que se diseñan e implementan para 'mejorar' la calidad de vida de las personas. Además, se materializan por medio de unos aparatos institucionales y burocráticos definidos, con recursos y funcionarios concretos, algunos de los cuales tienen deseos genuinos de ayudar a mejorar la vida de los demás, de los 'objetos del desarrollo'.

Sin embargo, aunque al concepto de desarrollo se le pongan su- | fijos como 'sostenible' o 'alternativo', las practicas discursivas desa- | rrollistas poco se alejan de la idea de llevar' el desarrollo previamente | concebido, armado y recetado, como una suerte de estrategia que 'ilu- | minará' la vida de las personas sometidas a la oscuridad de la igno- | rancia, la pobreza y la marginalidad. Por tanto, ese desarrollo debería J' materializarse a través del incremento en el ingreso o ser traducido en | una carretera, una escuela o una cooperativa. Y claro que el problema no está en estas iniciativas per se, sino en que las mismas operen de manera enclavada, desdeñando por lo general sistemática, subrepticia o abiertamente, las visiones locales del bienestar, del vivir bien o el buen vivir, al tiempo que suelen desconocer las maneras en que esa carretera, esa escuela o esa cooperativa tendrían que ayudar a que la gente de una localidad fortalezca sus procesos autonómicos. Esto ocurre porque suele pensarse que el desarrollo es un fin en sí mismo que se materializa en cosas tangibles y no como una oportunidad para incrementar la autonomía local que se expresa en el fortalecimiento de los sentidos locales de bienestar; sentidos que a menudo involucran visiones más amplias que el progreso material a cualquier costo.

De este modo, las políticas culturales son, hablando metafóricamente, campos de batalla saludables y creativos (Álvarez, Dagnino y Escobar, 2001) porque ayudan a ampliar las nociones del desarrollo, al tiempo que abren espacios para que las versiones más locales y disímiles del bienestar se sumen a y discutan con las promesas de mejoramiento de la calidad de vida y los indicadores asociados que se usan para ponderar grados de desarrollo. Además -y aquí somos intencionalmente redundantes- esas políticas culturales permiten que los significados sociales que le dan cohesión a la vida social se piensen en otros lenguajes. De lo contrario, esos otros lenguajes son irremediablemente acallados, domesticados o sometidos a los valores sociales que subyacen en los dispositivos desarrollistas.

Las políticas culturales abren así la posibilidad de darle contenido histórico a categorías como por ejemplo territorio, identidad, cultura, patrimonio o conservación-solo por citar algunas de uso frecuente en la actualidad- que suelen presentarse vacías o lejanas respecto a la experiencia concreta de personas y grupos específicos, cuando se las plantea en términos prescriptivos para decretarle el 'deber ser' a ciertas poblaciones de acuerdo con las sensibilidades de moda que imponen ciertas agendas multilaterales.

Sin embargo, hay que reconocer también que incluso cuando emerge una categoría local que pretende desafiar los valores sociales que promueve el paradigma desarrollista, corre el riesgo de ser fagocitada separándola de su matriz original y recontextualizándola en los términos dominantes de ese paradigma. Algo de esto ha venido ocurriendo recientemente en países como Ecuador o Bolivia, con la noción del sumak kawsay o 'buen vivir'. Planteada originalmente como una categoría 'desde abajo' que materializa valores socialistas, post-desarrollistas e indigenistas en la concepción del Estado y en la planificación de las políticas públicas (Hidalgo y Cubillo, 2014). La cooperación internacional busca de muchos modos y por diversas vías retomarla, acomodarla y reinterpretarla para acondicionarla a los valores desarrollistas y presentarla en un nuevo lenguaje local y progresista, si se quiere, pero que no alcanza ni busca modificar seriamente su estructura interna.

En suma, los sentidos dominantes que subyacen hoy a diversas prácticas de fronterización centradas en la cultura buscan convertirla en una fuente poderosa para administrar a la población en sus rasgos más etéreos, más difícilmente asibles. Cuando la cultura emerge y opera como una categoría que decreta fronteras nítidas entre poblaciones, comunidades y sujetos y subsume en un solo plano a una constelación de dimensiones (económicas, políticas, ideológicas, etc.) que son objeto de 'conservación' o 'desarrollo', a los que se desdeña son nada menos que aquéllos cuyas prácticas de significación piensan y hacen de la cultura una fuente de acción social, que genera disrupciones y que dinamiza procesos políticos más volátiles quizás, pero también más vitales.

Pluralización de las fronteras espaciales, categoriales y sociales

Las fronteras barthianas fueron pensadas desde un momento y lugar del mundo y la teoría en que recién se empezaban a advertir las falacias de un modelo de 'sociedad plural' desde el cual científicos sociales de mediados del siglo XX como John S. Furnivall (1948), buscaron dar cuenta de situaciones coloniales mayormente encontradas en Asia y África. Esta conceptualización se ocupaba de conjuntos socioculturales heterogéneos, con varias de las dimensiones de sus vidas vistas como independientes de las de otros grupos vecinos, por estar escasamente integrados a la unidad política que los contenía, a través de algunas instituciones como el mercado. Con mayor o menor posibilidad de dar cuenta del conflicto pero con poca caracterización aún de las condiciones que creaban las unidades mayores y provocaban la inestabilidad política atribuida a tales sociedades, esta visión de mosaicos societales contrastivos tendía a reforzar por un lado, la idea de interacciones e interdependencias limitadas, pero reforzaba a la larga, cierta idea de superposición grupo + cultura + territorio.

En este marco, el concepto de ósmosis que introduce Barth para dar cuenta del tránsito de las personas a través de las fronteras sociales no alcanzaba en su visión a desestabilizar una división categorial nosotros/ellos tan genérica como sostenida. En un punto, este potencial para contrastar las identificaciones puede sostenerse al día de hoy, pero nada nos dice sobre el carácter histórica y selectivamente voluntario o compulsivo de esos pasajes, de la pluralización de las subjetividades e identificaciones que ese pasaje a la vez requeriría y podría potenciar, ni de la (im) posibilidad de revertir no solo de manera situacional la direccionalidad de los actos (auto) adscriptivos. En todo caso y a pesar de introducir la posibilidad de desvincular cultura de identidad (porque las culturas cambian, según Barth, aunque las identidades permanezcan), las fronteras categoriales, sociales y espaciales -ligadas a una ocupación especializada de nichos que territorializaba pertenencias- conservaban cierta estabilidad y correspondencia, asunto que Gupta y Ferguson (1992) enunciaron como el isomorfismo neutralizante entre espacio, lugar y cultura que se sostenía en el carácter discreto de esta última.

Los panoramas de fronterización han mostrado sin embargo superficies de emergencia diferentes en los espacios colonizados de nuestro continente, sobre todo cuando se hace hincapié no tanto en los procesos que buscaron estabilizar las 'repúblicas de indios' primero, y las 'comunidades indígenas' después, sino cuando reparamos en prácticas coloniales y republicanas de subordinación que tempranamente, aunque con distintos énfasis, mostraron tendencias hacia la desterritorialización por desposesión o por alentar migraciones internas de modos más o menos compulsivos, así como hacia la asimilación e invisibilización categorial y social a través de construcciones nacionales ancladas en ideologías de mestizaje. Son por tanto estos procesos de larga duración los que permiten entender las formas tomadas por procesos muy posteriores, vinculados a la globalización de las últimas tres décadas; procesos que alientan no solo una pluralización de fronteras culturales -como vimos-, sino también de las espaciales, categoriales y sociales que devienen multidimensionales y multisituacionales. Alientan a su vez el carácter de su imbricación que en ocasiones parece fractal y en otras ocasiones parece más bien politética.

Brevemente, es cierto que los flujos de personas, capitales e información vienen alentando panoramas de dislocación y desterritorialización (Appadurai, 2001). Es cierto también que según los contextos nacionales, las políticas migratorias de ciertos países tienden a hacer más rígido el cruce de fronteras estatales selectivamente, como ilustra el trabajo de Régis Minvielle en este volumen, al comparar la recepción de la inmigración subsahariana en Europa y Argentina, aunque para resaltar que, producido el traspaso fronterizo -su desterritorialización o reterritorialización, según las posibilidades de permanencia- "las experiencias y los lazos que los africanos desarrollan con otros grupos sociales y culturales participan de una redefinición de las fronteras identitarias y étnicas basadas ahora en la fluidez y la flexibilidad" (Minvielle, 2014), tanto por entablar relaciones íntimas con integrantes de la sociedad receptora, como por construir lazos y solidaridades con ciudadanos de otros países africanos y compartir el espacio público con otras comunidades migrantes.

Pero es sin embargo también el momento en que los movimientos indígenas y de afrodescendientes en varios países de América Latina están desplegando los mayores esfuerzos para que se reconozcan y respeten sus territorializaciones contemporáneas. Es en esto ilustrativo el trabajo por ejemplo de Salaini y Jardim en este volumen, quienes muestran cómo las demandas territoriales de los quilombos en Brasil buscan recursos para batallar con nociones jurídicas de modo que se les reconozcan derechos territoriales. Lo hacen sin embargo, apuntando a romper con la lógica objetivante de los marcos legales, que reduce la idea de territorio a un mero mapa de recorte perimetral. Buscan así hacer emerger una idea propia de territorialidad, a la vez geográfica y moral. No obstante, en la arena de los reconocimientos, lo que la 'batalla de los papeles' exige es definir una estabilización obligada que resulta de alinear de manera politética el 'territorio de lo vivido' y el 'territorio de lo posible'. En todo caso, todas estas espacializaciones superpuestas muestran la necesidad de trabajar sobre las muy diversas fronteras espaciales que se están disputando en y a través de estos procesos de territorialización.

Es esta pluralización de las fronteras espaciales lo que Janaina Lobo también pone en evidencia, al analizar las 'perspectivas del habitar' y 'políticas del lugar' de la comuna afrodescendiente de Playa de Oro, próxima a la frontera colombo-ecuatoriana. Pero a la par de mostrar espacializaciones disputadas, el artículo de Lobo muestra una transformación no menor que es propia de la época en que vivimos. Si los recursos ecológicos parecían ser en tiempos de Barth un dato que, a modo de telón de fondo, posibilitaba la emergencia de nichos étnicamente especializados, hoy la misma idea de naturaleza es -como veremos- uno de los campos de disputa desde fronteras epistémicas móviles que dan cabida, no solo a las visiones otras de distintos movimientos sociales según pertenencias culturales distintivas, sino también dentro del propio campo científico (Latour, 2007).

Esto no solo ha llevado a pasar de una 'ecología de las interacciones' a la Barth, a una ecología política como espacio de investigación ya pluralizado (Escobar, 2010), sino a desarrollar abordajes más específicos, como el de 'ecología política de la acción' que, como explora Lobo en este volumen, toma en cuenta cómo se despliegan estrategias subalternas de localización para deconstruir los puntos de partida de los discursos estadísticos o geobiológicos hegemónicos. Desde el análisis de Lobo, además, las fronteras espaciales hablan de mucho más que de un espacio geográfico. Si los sujetos hacen el espacio al moverse por él, ese espacio también está contenido en las prácticas corporales y deviene un espacio corporalizado. Por tanto, las fronteras espaciales también debieran ser analizadas en y a través de los 'cuerpos perceptivos' que las establecen.

La supuesta desterritorialización generalizada vinculada a la globalización también es puesta en entredicho en y desde otras realidades indígenas que hace varias décadas fueron viendo su pertenencia territorial y políticamente desgajada en distintos Estados nacionales. Casos frecuentes en distintas partes de América Latina quedan ejemplificados en este volumen por el artículo de Claudia Carrión, quien analiza el proceso de autonomía promovido por las comunidades indígenas pasto asentadas en la frontera colombo-ecuatoriana, para encarar la reconstrucción de su identidad desde la pervivencia en sus territorios ancestrales.

En este contexto, se hacen evidentes varias cosas, primero que la movilización de la población puede quedar aún más interferida en Estados de frontera que se militarizan por conflictos puntuales. Como resultado de esa militarización, el contacto entre las comunidades ubicadas a cada lado del margen fronterizo es muchas veces cuestionado y criminalizado por parte de las autoridades oficiales de ambos lados de la frontera, aun cuando la movilidad constante sea de larga data en la zona. A pesar de los reconocimientos, las cosas pueden empeorar y no mejorar.

Segundo que como en esta frontera se reflejan fuertes problemas resultantes del conflicto armado colombiano (guerrilla, narcotráfico, refugiados, militarización y fumigaciones), la demanda principal de los pastos busca menos desafiar las territorializaciones estatales que crearle barreras de contención. Pasa así por la petición de una transformación hacia un sistema distinto, que Carrión llama de 'autonomía desde afuera'. Alude con ello a un plan enfocado en la recuperación de la cultura pasto mediante la implementación de proyectos de sostenimiento ambiental en el territorio del Nudo de los Pastos, de modo que evite la confrontación directa con Estados que ven las concesiones autonómicas o de autogobiernos indígenas como posibles procesos separatistas.

Vemos aquí entonces, iniciativas para lidiar con formas estatales de territorializar que, aunque se manifiesten en la actualidad desde formatos antes no disponibles, tienen historias largas que permiten e invitan a sopesar otros debates también planteados por las teorías de la globalización aunque por momentos, bastante en abstracto. Nos referimos al eclipse o no del poder de los Estados, así como al de sopesar cuánto de homogenización y cuánto de heterogenización socio-cultural posibilitan los flujos recientes de bienes, capitales, personas e información, con el consiguiente desdibujo o, por el contrario, refuerzo de las fronteras sociales que ello promovería.

En esto, los trabajos incluidos en este volumen de Santiago Gutiérrez, Rocío Vera y María Cecilia Martino nos permiten encarnar ese debate para sopesar el potencial heurístico de ambos conceptos. Es que por un lado, estos trabajos dan cuenta de prácticas de cierta internacionalización de las condiciones, retóricas y posibilidades de realizar reclamos de reconocimiento de las diferencias culturales, lo que pareciera abonar lecturas en pro de la homogenización o de un achatamiento de esas diferencias -sugerido entre otros por autores que leen en esta dirección los efectos de la gestión estatal de la etnicidad (Gros, 2000) o la circulación ampliada de imaginarios y estilos de demanda (Segato, 1998). Pero por el otro lado, estos tres autores dan cuenta de factores que alientan heterogenizaciones de diversa índole a las que es necesario prestar atención para poder entender las complejidades heterogeneizantes de los procesos bajo examen (cfr. Briones, 2005b).

Analizando la multiplicidad de propósitos y discusiones que hay entre las organizaciones indígenas del Cauca, Colombia, la contribución de Gutiérrez muestra no solo que no hay relaciones uniformes entre las mismas organizaciones indígenas o entre las diferentes organizaciones indígenas (cabildo, asociación, organización regional y nacional) y las instituciones estatales, sino también que los movimientos indígenas del Cauca tienen un carácter múltiple e intercultural.

En sintonía con los argumentos de Joanne Rappaport (2008), Gutiérrez lo explica con base en el argumento de que "las organizaciones son una compleja rama de redes interétnicas que no parten de especializar su identidad étnica, sino del desarrollo de múltiples identidades y de diversidades de planteamientos políticos interconectados". Más interesante aún, su análisis muestra que el Programa de Educación del Cotaindoc -organización zonal interétnica del oriente del Cauca que reúne a cinco pueblos indígenas (Nasas, Misak, Ambalueños, Polindaras y Kizgueños o Kichuz) alrededor de once comunidades- fue haciendo que la participación desde cada comunidad y cabildo indígena pusiera en cuestión los proyectos y los propósitos de las mismas organizaciones indígenas, sin que ello significara una división organizativa.

En similar dirección, al trabajar los múltiples espacios de referencia identitaria en un barrio de afrodescendientes en Quito, Ecuador, el trabajo de Santos muestra cómo ese proceso de conformación barrial por parte de personas con una "historia compartida de migración, desplazamiento, desalojos y búsquedas de vivienda" lleva a recrear distintas fronteras sociales que toman en cuenta no solo si los 'invasores/fundadores' pertenecían a familias afroecuatorianas, mestizas, blancas o indígenas, sino también si eran quienes no invadieron sino que compraron los lotes por tener una mejor posición económica, incluyendo en esto a algunas familias afroecuatorianas que quedaron 'arriba' y no 'abajo', donde están los que son considerados pobres. En las representaciones sociales por tanto, se opera una espacialización según la cual "abajo vive gente negra y arriba viven en su mayoría mestizos y blancos" aunque, como explica la autora,

[...] muchos de los que dicen esto se identifican como negros, pero se diferencian de los negros ubicados abajo por la forma como hablan o cómo se comportan, por el nivel de educación, el tipo de trabajo e incluso por el pueblo de donde son originarios.

Al examinar por su parte, de qué formas los clivajes etarios se presentan en la historia de la inmigración caboverdeana en Argentina, definiendo posicionamientos e identificaciones que varían a lo largo del tiempo, María Cecilia Martino pone en entredicho la recurrente tendencia a realizar estudios de las migraciones desde una sucesión lineal de grupos de edad, que temporaliza los procesos con base en clasificaciones que distinguen y condensan cambios en términos de lo que acontece en la 'primera, segunda y tercera generación'. Como contracara, propone a partir del caso analizado hablar de "un continuum de generaciones", a fin de dar cuenta de cómo diferentes condiciones contextuales en la sociedad receptora no solo llevaron a los inmigrantes caboverdeanos y sus descendientes a redefinir su 'origen' en los diferentes momentos, para adaptarse creativa y estratégicamente a las condiciones de cada época, sino también las posibilidades de transitar caminos auto-adscriptivos en reversa, lo que desborda el concepto de ósmosis barthiano, en tanto se reavivan en ocasiones, pertenencias que se habían dado por inoperantes o desaparecidas.

En su conjunto, estos casos nos muestran una significativa y compleja heterogenización al interior de ciertas fronteras sociales; heterogenización vinculable tanto a subjetivaciones como a visiones múltiples de movilidades estructuradas (Grossberg, 1992) similares que sin embargo, fueron posibilitando trayectorias diferenciadas en términos de estatus social, clase, educación, inserción laboral e incluso formas de religiosidad, en nada independientes de un clivaje etario que es el que más testimonia sucesivas transformaciones en esas movilidades y trayectorias. Muestran también una pluralización en los modos de pensar y escenificar esas fronteras para lograr su reconocimiento.

Ahora bien, la heterogenización, pluralización y reavivamiento de fronteras sociales son efecto y característica tanto de procesos internos a los grupos, como de transformaciones en sus contextos más amplios de inserción. Al analizar por ejemplo la participación de algunas ONG indígenas en programas de atención primaria de la salud que operan en territorio Kaingang al sur de Brasil, el trabajo de Eliana Diehl y Esther Jean Langdon actualiza una idea de 'zona de contacto' que no tiene ya que ver con procesos coloniales e imperiales, sino con 'espacios de frontera' posibilitados por políticas de reconocimiento contemporáneas que también complejizan la lógica de las fronteras sociales.

Retomando las reformulaciones de Guillaume Boccara (2007), ese 'espacio de frontera; es abordado como un campo relacional comunicativo cuya fluidez resulta no solo de las interacciones entre los diversos agentes sociales en contacto, sino de la capacidad performativa que tienen los mecanismos y rituales desplegados para crear nuevos sujetos sociales, cuyas estrategias redefinen las identidades indígenas que procuran reforzar sus derechos. Aunque sea paradójicamente el Estado quien abre con sus políticas de intervención nuevas fronteras de representación y participación social, ello conlleva diversificar trayectorias indígenas que intervienen no solo como agentes sanitarios o consejeros indígenas en los ámbitos habilitados de participación, sino también como gerentes y ejecutores de los servicios de salud proporcionados por una ONG indígena, cuyos integrantes tienen que devenir expertos en las racionalidades tecno-burocráticas. En consecuencia, las fronteras sociales no solo se pluralizan sino que devienen más paradojales, a medida que las demandas indígenas son digeridas por las políticas estatales de gestión de la diversidad.

Estas heterogenizaciones y pluralizaciones inevitablemente repercuten en las taxonomías que buscan estabilizar fronteras clasificatorias de otredad y pertenencia. Un camino hegemónico recurrentemente transitado es el de buscar criterios para descalificar auto adscripciones que desbordan formatos establecidos. Como contrapartida, toda iniciativa o proceso institucionalizado de demarcación de fronteras administrativas, étnicas, espaciales o epistémicas despierta o agudiza estrategias de conexión tanto sociopolítica como categorial, que emergen como alternativas a las lógicas clasificatorias disponibles de gentes, espacios, modos de comprensión y procesos. En esta dirección cabría por ejemplo entender la aparición de categorías de pertenencia como la de mapurbes (mapuches urbanos), mapunkies (mapuches punk), o mapuheavies (mapuches heavy metal) que los jóvenes de este pueblo elaboran para hacer fricción con formatos del ser y del pertenecer, sea heterónomos o no, que empiezan a vivir como camisas de fuerza (Briones, 2007).

Fronteras epistémicas: desafíos sociales y disciplinares

Las discusiones que hemos esbozado hasta el momento en torno a las fronteras y a los dispositivos y prácticas de fronterización tienen como anclaje principal las fricciones entre las estrategias establecidas para decantar y modular la diferencia y las tácticas que buscan desestabilizarlas. En ese amplio espectro de tensiones y pliegues, emerge un proceso de fronterización que interpela los cimientos mismos de ciertas vertientes de disciplinas que, como la antropología, intentan desnaturalizar los modos en los que operan las estrategias de fronterización. Se trata de las fronteras epistémicas que aluden fundamentalmente a los modos en los que la diferencia cultural se hace comprensible y se decreta como tal, en un ejercicio que se despliega para reafirmar las identidades. En efecto, como sentenció Hall, estas "se construyen a través de la diferencia, no al margen de ella" (2003, p. 18).

Si el 'otro' configura el 'afuera constitutivo' del uno (Hall, 2003), los dispositivos mismos para su comprensión también son objeto de escrutinio desde la matriz epistémica dominante. Esa matriz establece modos de comprensión específicos y sensibilidades singulares frente a la diferencia. Y en el caso de la antropología, el giro ontológico que viene resonando con mayor contundencia en los últimos años (Blaser y De la Cadena, 2008) supone examinar los fundamentos mismos de la disciplina y el arsenal conceptual que visibiliza, pero simultáneamente limita cómo se entiende al 'otro'. Blaser define de manera general la ontología como aquellas "promulgaciones totales que involucran aspectos discursivos y no discursivos" (Blaser, 2009, p. 877). De manera más precisa, la ontología política "se refiere a las políticas involucradas en las prácticas que dan forma a un mundo u ontología particular".

Por otro lado, se refiere a un campo de estudio que se centra en los conflictos que se producen cuando diferentes mundos u ontologías se esfuerzan por mantener su propia existencia, interactúan y se mezclan entre sí" (2009, p. 877). De allí que la ontología política tenga que ver, como definió Annmarie Mol en un influyente texto en el campo, "con la manera en que lo real' se implica en lo político y viceversa" (1999, p. 74). Esto supone que la "realidad no precede las prácticas mundanas con las que interactuamos en ella, sino que más bien [la realidad] es moldeada dentro de esas prácticas" (Mol, 1999, p. 75).

Parte del giro ontológico que abre la posibilidad de pensar en una ontología política se origina en el intento por deconstruir las seguridades naturalistas de la metafísica occidental que hizo de la naturaleza y la sociedad dos dimensiones no solo diferentes sino antagónicas entre sí (Viveiros de Castro, 2010, p. 34). El reconocimiento de ese antagonismo es un punto de inicio para identificar una de las limitaciones mayúsculas del proyecto antropológico y para elaborar alternativas a la frontera epistémica que históricamente ha instaurado la antropología en su comprensión del 'otro'. Superar esa limitación reclama una reconfiguración de cómo entendemos la disciplina y para algunos, como para Descola, es urgente caminar esa senda:

La antropología se ve [...] enfrentada a un enorme desafío: o desaparecer como una forma agotada de humanismo, o metamorfosearse y repensar su campo y sus herramientas para incluir en su objeto mucho más que el anthropos, toda esa colectividad de existentes ligada a él y relegada hoy a una función de su entorno. (Descola, 2012, p. 21)

Desde este ángulo, la comprensión de ontologías inconmensurables entre sí se ubica en el centro del quehacer antropológico. Para Viveiros de Castro allí radica el potencial epistemológico y político de la antropología. Si "las teorías antropológicas no triviales son versiones de las prácticas de conocimiento indígenas" (2010, p. 17), esto supone tomarse en serio la idea según la cual

[...] los más interesantes entre los conceptos, los problemas, las entidades y los agentes introducidos por las teorías antropológicas tienen su origen en la capacidad imaginativa de las sociedades (o los pueblos, o los colectivos) que se proponen explicar. (2010, p. 14)

No desconocemos el riesgo que corre la argumentación del perspectivismo multinaturalista consistente en reificar una concepción esencialista de las poblaciones indígenas que descontextualiza sus trayectorias históricas, como sugestivamente apunta Ramos (2012, p. 483), pero destacamos que la incomensurabilidad ontológica es sin lugar a dudas una forma de fronterización que merece ser discutida para explorar nuevas formas antropológicas de pensar/actuar que partan del reconocimiento de tal limitación. La incapacidad de cierto tipo convencional de antropología de abrirse a un diálogo ontológico genuino con formas alternas de conocimiento es homologable a la incapacidad dialógica entre las formas modernas de control (territorialización, fronterización, localización) apuntaladas por los Estados y las indigeneidades históricas y contemporáneas (De la Cadena, 2008).

En uno y otro caso, la diferencia cultural es localizada por fuera de la matriz de comprensión que justifica su traducción (en el caso de la antropología) o su conversión/asimilación (en el caso del Estado) para hacerla inteligible al cánon ontológico moderno. La antropología tendría entonces que asumir el reto de apuntalar formas novedosas de comprender lo político en clave de diferencia cultural para resolver cuestionamientos como:

¿Qué es política, y qué tipo de política necesitamos cuando conjuntos heterogéneos están en juego y rebazan categorizaciones estables de humanos - no humanos, animado/inanimado, naturaleza/cultura y así sucesivamente? ¿Qué exigencias éticas están asociadas a tal cuestionamiento de lo político? ¿Qué es conocimiento en un contexto en el que la distinción entre sujeto y objeto se hace irrelevante? (Blaser, 2012, p. 2)

Esas preguntas enuncian conflictos ontológicos en torno a la definición misma de qué es lo visible, lo legítimo y lo legible en el mundo contemporáneo, en el que el derrotero universalista de la modernidad occidental intenta ocultar y precluir alternativas ontológicas que escapan a su dualismo y por lo tanto resultan tan ilegibles como ilegítimas.

En un sentido similar, Alcida Ramos (en este volumen) se cuestiona por las fricciones epistémicas que resultan de las complejas interacciones entre sociedades indígenas y los Estados nacionales que las engloban. Tales fricciones se potencian por la méconnaissance, una suerte de estrategia de comunicación truncada que el Estado suele poner a su servicio para prolongar la marginación y dominación de los grupos étnicos, sobre la base de los cortocircuítos comunicativos que ocasiona; de modo que la confusión semántica es aprovechada por los privilegiados para perpetuar la marginalidad de los subalternizados.

Lejos del terreno etéreo de la mitología o las transacciones simbólicas entre entidades humanas y no humanas que la distancian sensiblemente del perspectivismo multinaturalista que critica, la preocupación de Ramos por las fricciones epistémicas se enfila a comprender la manera en que los falsos entendimientos sociopolíticos en torno a conceptos como democracia, poder o nepotismo, condenan a una posición subordinada a los indígenas brasileños en relación con el Estado nacional. En tal virtud, para Ramos el reto de los antropólogos es poner a disposición de un dialogo genuino entre Estados y minorías su experiencia en la comprensión transcultural.

La ontología política y las fricciones epistémicas encuentran un punto de sutura significativo en el interés por reconocer que los modos de acción no están separados de los modos de pensamiento y que ambos prefiguran los sentidos de realidad (ontológica o epistémica) en los que se expresan. Si no existen aperturas ontológicas-epistémicas a la diversidad, la realidad fundante del otro (los sujetos étnicos) será ilegible o subordinada, en el mejor de los casos, en la percepción del uno (la racionalidad eurocéntrica del Estado y las élites).

En su contribución a este volumen, Marío Martínez también señala que los diálogos inherentes a la perspectiva intercultural, tan vigentes en Latinoamérica hoy en torno a la educación superior, deben ser redimensionados en clave de conocimiento proximal-performativo. Con ello Martínez destaca el carácter dialógico del conocimiento, la dimensión procesual de la vida social y la condición dinámica, contingente y parcial de las identidades. Martínez arguye que, pensada de esa manera, la interculturalidad deviene en una estimulante alternativa sociopolítica que tiene un potencial emancipador para las minorías indígenas frente al Estado. Pero esto solo es posible si se dan las aperturas epistemológicas para pensar los modelos educativos como sustancialmente políticos y liberadores, de lo contrario corren el riesgo de rezagar su dimensión transformadora y en ese proceso, resulta sustancial el peso histórico que lo indígena tiene en los marcos nacionales de la diferencia cultural. De allí que los procesos de la educación intercultural sean sensiblemente diferentes en México y Brasil, los dos contextos nacionales en los que se enfoca Martínez.

La fricción epistémica de Ramos y el conocimiento proximal-performativo de la interculturalidad de Martínez destacan un elemento sustancial en la configuración de las fronteras epistémicas de las que nos ocupamos en este apartado: el lugar de la alteridad se decreta tanto desde las formas pragmáticas de definir su espacialidad, como desde las ontologías en las que la diferencia se hace inteligible. La frontera epistémica se decanta históricamente y con ella se ocluye o posibilita la inteligibilidad de las experiencias 'otras', pero siempre esas otras experiencias buscan traspasar esa frontera y encontrar su propio lugar a través de disputas ontológicas y políticas sobre los significados, las definiciones y las espacialidades que buscan imponerles.

Conclusiones

La articulación entre la diferencia, las fronteras y las etnicidades revela un campo variado y complejo que está a la orden del día en los países latinoamericanos. La manera en que solían diseñarse e implementarse políticas para el control social y espacial de las minorías culturales ha sido profundamente revisada luego del giro multicultural. Sin embargo la marginalidad de buena parte de estas poblaciones persiste, aunque cuenten hoy con nuevas herramientas jurídicas que reivindican el derecho a su cultura, a sus territorios y a su autonomía, entre otros más. Al tiempo, la capacidad de movilización de numerosas organizaciones políticas, comunidades y sujetos, representan nuevos desafíos para el Estado y el mercado. Tales dis/continuidades impactan necesariamente la manera en que las fronteras se piensan, configuran y contestan en la actualidad.

En este artículo propusimos una perspectiva sucinta sobre cuatro argumentos relacionados. En primer lugar las líneas de fuga y los anclajes sobre las fronteras exponen la manera en la cual esta noción se ha resignificado tanto en el lenguaje disciplinar antropológico como en el lugar que las políticas de reconocimiento atribuyen a la diversidad cultural. Tal resignificación viene operando en el contrapunteo que enlaza las políticas multiculturales estatales en boga desde hace tres décadas, con la capacidad de movilización de las organizaciones étnicas en buena parte de los países de la región. No obstante, los efectos de ese contrapunteo han beneficiado algunas poblaciones y organizaciones mientras que otras ven cada vez más sombría la posibilidad de alcanzar una autonomía genuina.

Luego exploramos algunas de las maneras en las que opera la transición de fronteras políticas, asociadas a la consolidación de los Estados nacionales decimonónicos, hacia la pluralización de las prácticas de fronterización. Esa transición significó un reposicionamiento de la cultura en la inserción de las minorías racializadas y subalternizadas a las sociedades nacionales que las embargaban. Como resultado, la cultura resulta ser hoy más que nunca, una noción profundamente ambivalente pero central en la agenda de las minorías étnicas, de los Estados y de los mercados.

Más adelante expusimos cómo la pluralización de las fronteras espaciales, categoriales y sociales son el resultado de tácticas que desestabilizan las pretensiones regulatorias de taxonomías y fronteras sobre la diferencia cultural, que a menudo se asocian a prácticas de encerramiento y espacialización sustentadas en prescripciones esencialistas sobre lo sujetos y comunidades indígenas (Bocarejo, 2011), que son inexorablemente desafiadas por aquellas comunidades y organizaciones que modulan nociones de indigenidad que escapan al libreto reduccionista y unificador que pregonan las políticas públicas.

Finalmente, abordamos los desafíos que supone la instauración de fronteras epistémicas bajo el supuesto según el cual este tipo particular de fronteras co-constituyen la espacialización de las fronteras. En otras palabras la inteligibilidad o no del 'otro' interviene en la manera en que se le decreta un lugar. Esa inteligibilidad está constreñida por las aperturas epistémicas que hacen posible modular un sentido de realidad singular en el que la alteridad se asienta. En conjunto, estas ideas intentan poner de relieve la complejidad que revisten las articulaciones contemporáneas que entretejen etnicidades, culturas y fronteras y sobre todo, su contingencia política y su carácter maleable, circunstancial e inestable, dado que a todo intento de instauración de frontera le acompaña una estrategia de transfronterización, como sugieren los casos que abordan los artículos de este volumen.


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