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Universitas Humanística

versão impressa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.82 Bogotá jul./dez. 2016

https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh82.cmns 

Cárceles de la muerte: necropolítica y sistema carcelario en Colombia1

Death Prisons: Necropolitics and the Prison System in Colombia

Prisões da morte: necropolítica e sistema carcerário na Colômbia

Jei Alanis Bello Ramírez2
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia
jbellor@unal.edu.co

Germán Parra Gallego3
Ministerio del Interior de Colombia, Bogotá, Colombia American University Washington College of Law, Washington, EE.UU.
germanparrag@gmail.com

1El presente texto es un artículo de reflexión, pues parte de una perspectiva analítica e interpretativa que emplea las teorías del black feminism y la sociología crítica, para proponer una forma de ver y describir la operación del sistema carcelario en Colombia. A partir de la categoría analítica de necropolítica damos cuenta de la manera en que las cárceles en Colombia se inscriben actualmente en un contexto de aplicación de tecnologías de muerte, incapacitación y violencia que coexisten con tecnologías biopolíticas propias de los dispositivos disciplinarios estatales. Nos basamos en una revisión bibliográfica de informes sobre los derechos de las personas privadas de la libertad y la continuación de una reflexión iniciada con el trabajo de campo que una de las autoras ha desarrollado desde 2010 en cárceles bogotanas.
2Magíster en Estudios de Género, Socióloga de la Universidad Nacional de Colombia
3Magíster en Estudios Legales Internacionales de Washington College of Law, American University. Abogado y Especialista en Derecho Administrativo de la Universidad Nacional de Colombia

Recibido: 27 de julio de 2015 Aceptado: 17 de noviembre de 2015 Disponible en línea: 9 de mayo de 2016


Cómo citar este artículo

Bello, J. A. y Parra, G. (2016). Cárceles de la muerte: necropolítica y sistema carcelario en Colombia. Universitas Humanística, 82, 365-391. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.uh82.cmns


Resumen

Este artículo propone una reflexión en torno al ejercicio punitivo estatal, con el propósito de evidenciar que el proyecto neoliberal en Colombia, en marcha desde finales del siglo XX, se ha sostenido sobre la expansión del sistema carcelario como una estrategia para controlar a aquellos grupos sociales marginados por el mercado y las matrices interseccionales de género, raza, clase y sexualidad. Argumentamos que en las cárceles de Colombia se ha configurado un campo necropolítico que expone a umbrales de muerte tanto física como social a las personas privadas de la libertad. Desarrollamos esta idea por medio de un análisis crítico de los informes sobre derechos humanos en las cárceles, empleando categorías interpretativas del black feminism como el complejo industrial carcelario y la interseccionalidad, para señalar que en las cárceles opera una racionalidad que excede la biopolítica, instalando la muerte y la deshumanización como elementos cotidianos de su funcionamiento.

Palabras clave: necropolítica; interseccionalidad; necroprácticas; complejo industrial carcelario; Estado colombiano


Abstract

This article proposes a reflection around the State punitive exercise with the purpose of making evident that the neoliberal project in Colombia -in progress since the late 20th century- has sustained itself on the expansion of the prison system as a strategy to control those social groups alienated by the market and the intersectionality matrixes of gender, race, class, and sexuality. We argument that in Colombian prisons a necropolitic field has been shaped, exposing those imprisoned to death thresholds, both physical and social. We develop this idea by means of a critical analysis of the reports on human rights in prisons - using interpretive categories of the black feminism such as the prison-industrial complex and intersectionality - to point out that in prisons a rationale beyond biopolitics takes place, establishing death and dehumanization as day-to-day elements of its workings.

Keywords: necropolitics; intersectionality; prison-industrial complex; Colombian State


Resumo

Este artigo propõe reflexão em torno do exercício punitivo estatal, objetivando evidenciar que o projeto neoliberal na Colômbia, em andamento desde finais do século XX, tem se sustenido sobre a expansão do sistema carcerário como uma estratégia para controlar aqueles grupos sociais marginados pelo mercado e as matrizes intersecionais de género, raça, classe e sexualidade. Argumentamos que nas prisões da Colômbia foi configurado um campo necropolítico que expõe para umbrais de morte tanto física como social o pessoal privado da liberdade. Desenvolvemos esta ideia por meio de análise crítica dos informes sobre direitos humanos nos cárceres, usando categorias interpretativas do black feminism tais como complexo industrial-prisional e interseccionalidade, para mostrar que nos cárceres opera uma racionalidade que excede a biopolítica, instalando a morte e a desumanização como elementos cotidianos do seu funcionamento.

Palavras chave: necropolítica; interseccionalidade; necropráticas; complexo industrial-prisional; Estado colombiano


A finales de los años 90 del siglo XX, tanto en el norte como en el sur global, movimientos sociales feministas y grupos antiracistas han analizado que emergió una nueva configuración del poder, sostenida sobre el fortalecimiento del aparato punitivo estatal, en tanto estrategia para controlar a aquellas comunidades marginadas y estigmatizadas por el orden económico neoliberal. Este giro punitivo en las políticas criminales ha hecho que la cárcel se convierta en una institución protagónica de la globalización capitalista y en un escenario en el que se consagran las matrices de opresión de clase, género, raza y sexualidad.

En Colombia la cárcel es una institución representativa de un estilo de gobierno autoritario que se ha consolidado en las últimas tres décadas y que defiende el status quo de manera violenta a través de la policía, el sistema judicial y el encarcelamiento, a costa de los derechos de los grupos sociales más vulnerables. Tal defensa de la perpetuación de las desigualdades sociales ha dado lugar a una sociedad excluyente que normaliza el uso y la expansión de la prisión, con base en sentimientos guiados por el miedo, la venganza y los deseos de muerte.

El uso sistemático de una política criminal selectiva ha hecho que las cárceles del país estén atiborradas con miles de cuerpos de hombres y mujeres de sectores populares, obligados a vivir en condiciones de hacinamiento, insalubridad, violencia e incapacitación. Así, el castigo estatal no se reduce a la privación de la libertad sino que configura un 'espacio de muerte' como tecnología disciplinaria dentro de las cárceles. Este hecho ha sido corroborado por la Corte Constitucional de Colombia que en 2013 advirtió sobre la grave situación de violaciones a los derechos humanos de la población carcelaria, afirmando que "la cárcel es una institución donde se encierra a las personas, se les enferma, y luego, se les cierra la puerta de los servicios del sistema de salud y se les abre las del cementerio" (Corte Constitucional, 2013).

En este artículo retomamos la categoría necropolítica propuesta por el filósofo camerunés Achille Mbembe (2006; 2011), con el propósito de evidenciar que en Colombia el modelo de las políticas penitenciarias excede el ejercicio biopolítico de disciplinar y regular a la población reclusa. Dicha categoría enfatiza la operación de una tecnología de poder que produce la muerte a través de un ejercicio sistemático de la violencia y el terror, configurando campos donde los derechos se suspenden y los cuerpos de las personas son reducidos a cosas (Mbembe, 2006, p. 34).

En nuestro contexto socio-político, el necropoder ha sido una categoría útil para abordar 'espacios de muerte' como los generados por el conflicto armado: las masacres, tomas sangrientas a pueblos, secuestros masivos, feminicidios, despojos, desapariciones y desplazamiento forzado, entre otros (Uribe, 2010, p. 1). La cárcel en Colombia, como un lugar donde los derechos son suspendidos y los cuerpos de las personas presas son expuestos a la enfermedad, el sufrimiento, el abandono y el asesinato, nos permite trazar una lectura de esta institución como otra expresión de la necropolítica que opera en el país.

En esta reflexión, presentamos inicialmente un breve trayecto de la categoría de la necropolítica y su diálogo con la noción foucaultiana del biopoder. Así mismo, conectamos los aportes teóricos del black feminism4 para evidenciar que la cárcel reproduce políticas de muerte entrelazadas con las matrices interseccionales de dominación. En un segundo momento, realizamos un breve contexto de la transformación y expansión del campo penal en Colombia. Nos concentramos en la incorporación de nuevas técnicas necropolíticas a las estructuras punitivas del Estado a principios del siglo XXI, lo cual ha sido denominado como la 'Nueva Cultura Carcelaria'. Finalmente, exponemos algunas necroprácticas que ocurren en las cárceles y que operan como tecnologías productoras de muerte biológica y social, daño físico y mental, sostenidas fundamentalmente sobre líneas de raza, clase, género y sexualidad.

Para desarrollar nuestro argumento, nos basamos en un proceso de revisión bibliográfica de los informes sobre los derechos humanos

de las personas privadas de la libertad en Colombia, producidos por organismos gubernamentales, la academia y las ONG. De igual manera, identificamos los procesos de transformación del sistema carcelario y penitenciario a partir de una revisión de investigaciones desarrolladas en el campo de la sociología y la criminología en el país. Complementamos esta revisión con un análisis de los informes estadísticos mensuales que produce el Instituto Nacional Carcelario y Penitenciario Colombiano -Inpec5-, con el propósito de situar el impacto de las políticas criminales y penitenciarias represivas de los últimos gobiernos y su expresión en las tasas de encarcelamiento, los niveles de hacinamiento y la expansión de los cupos carcelarios, en tanto indicadores necropolíticos. Por último, nos apoyamos en una revisión de las notas de prensa compiladas en la página web de la Fundación Cárceles al Desnudo, donde se recogen casos de violaciones a los derechos de las personas presas en las cárceles6.

Necropolítica, interseccionalidad y complejo industrial carcelario

La categoría de necropolítica surge como una herramienta de análisis que se inscribe en las corrientes del pensamiento crítico postcolonial que reinterpretan las relaciones de dominación desde una genealogía no eurocéntrica, que destaca las experiencias coloniales como elementos constitutivos de la violencia y el terror contemporáneos. Achille Mbembe, precursor de esta categoría, retoma y reelabora los planteamientos de Michel Foucault sobre la biopolítica para analizar las relaciones de poder que tienen lugar en la modernidad tardía. Por biopolítica, Foucault entendía aquellas tecnologías disciplinarias y de regulación que se ocupan de la vida para controlar los riesgos que aquejan a las poblaciones, con el fin de lograr "[...] algo así como una homeostasis, [que propende por] la seguridad del conjunto en relación con sus peligros internos" (Foucault, 1992, p. 258).

El biopoder es una tecnología que se vuelca sobre la vida por medio de intervenciones estatales que promueven la posibilidad de vida para ciertos cuerpos, mientras que establece una relación de muerte, exclusión y violencia sobre aquellos cuerpos considerados peligrosos y problemáticos.

La noción de biopolítica se sustenta de manera ineludible sobre el racismo de Estado que divide la población entre aquellas razas que merecen vivir y aquellas que hay que dejar morir. En este sentido, la analítica foucaultiana es acertada en señalar que la muerte como tecnología política se sostiene sobre el discurso de la raza. Sin embargo, a diferencia de Foucault, Mbembe plantea que el racismo no emerge en el siglo XVIII como una experiencia intraeuropea, sino que este hunde sus raíces en las experiencias coloniales que tienen como epítome los procesos de esclavitud y genocidio indígena en las Américas y en África. Sentencia Mbembe que "Cualquier relato histórico del surgimiento del terror moderno necesita tratar la esclavitud, que podría ser considerada como uno de los primeros casos de experimentación biopolítica" (Mbembe, 2006, p. 39).

Ahora bien, la singularidad de la necropolítica radica en que esta no constituye una tecnología contrapuesta a la biopolítica sino que es una forma de 'ejecución tajante' de la misma (Valencia, 2010, p. 143). El necropoder es más bien, una tecnología política diferenciada que tiene por fin la masacre poblacional, la destrucción del cuerpo y además, es una tecnología que se caracteriza por desbordar los límites de la estatalidad (Gigena, 2012, p. 13).

Otra arista del necropoder es el diálogo establecido con el trabajo del filósofo italiano Giorgio Agamben (2003), particularmente frente a su noción de Estado de excepción, en la que los sujetos son sometidos a un control severo y arbitrario que los reduce a la 'nuda vida', término que apunta a una doble exclusión: "tanto del espacio político, como del sagrado; es decir, una vida reducida a una existencia biológica despojada de su estatus político e inmersa en un Estado de excepción, donde el derecho se encuentra suspendido de manera permanente (De Dardel, 2015, p. 54).

Mbembe retoma en la necropolítica la idea de que existen campos en los cuales los sujetos son despojados de la autonomía sobre sus propios cuerpos y de su reconocimiento como ciudadanos. En Agamben esta situación tiene como mayor ejemplo la existencia de los campos de concentración durante el régimen nazi en la Alemania del siglo XX. No obstante, el necropoder trastoca esta concepción eurocéntrica del campo de excepción al introducir las plantaciones del régimen esclavista y a los cuerpos esclavizados como "figuras emblemáticas y paradójicas del estado de excepción" (Mbembe, 2006, p.39).

El necropoder es finalmente, "el sometimiento de la vida al poder de la muerte" (Gigena, 2012, p. 18). Pero no de cualquier vida, es la vida de aquellos cuerpos marcados por la impronta de la dominación colonial la que es sometida a condiciones de subalternización, expropiación y muerte (Segato, 2007). En síntesis, sujetos despojados de su humanidad y convertidos en objetos 'dispensables', a quienes se puede dejar morir o hacer morir para 'defender' las jerarquías coloniales, sexistas, clasistas y racistas refrendadas por el Estado.

El black feminism ha creado puentes teóricos con la necropolítica señalando que las matrices interseccionales de dominación7 de raza, clase, género, sexualidad y edad, operan como tecnologías de muerte que estructuran el 'complejo industrial carcelario' (Davis, 2003a; Collins, 2000). Esta noción ha sido descrita por teóricas feministas como una institución clave de la era neoliberal8, caracterizada por la expansión del brazo penal del Estado, la reducción o extinción de las políticas de bienestar y la emergencia de una poderosa red de instituciones punitivas para controlar a las clases más precarias y segregadas (Davis, 2003a).

En Colombia el trasplante del complejo industrial carcelario a finales del siglo XX introdujo arquitecturas carcelarias, tecnologías de control y regímenes disciplinarios represivos que anulan las subjetividades, los vínculos sociales y familiares, y someten los cuerpos de las personas a dominación absoluta con la excusa de mantener la 'seguridad' en los penales (De Dardel, 2015; FCSPP, 2012). Esta recomposición del campo penitenciario ha significado el incremento de la población carcelaria, la construcción de más prisiones, y la degradación de las condiciones de vida en los penales. El complejo industrial carcelario no solo refleja la hipertrofia penal del Estado, sino la expansión de umbrales de muerte en contra de aquellos cuerpos excluidos por el mercado y marginados de la política asistencial estatal (Wacquant, 2010; Ariza, 2011).

Estos espacios del poder que producen la desacralización del cuerpo y su sometimiento a condiciones de destrucción son propios del ejercicio del poder necrótico. La cárcel, haciendo eco de los argumentos de Mbembe, es un 'mundo de muerte' en el que se producen formas únicas y nuevas de existencia social, en las que numerosas poblaciones se ven sometidas a condiciones de existencia que les confieren el estatus de muertos-vivientes (Mbembe, 2011, pp. 74-75).

La experiencia de estar muerto en vida es mencionada con frecuencia por las personas privadas de la libertad. Carlos, un hombre de 29 años recluido en la cárcel distrital de Bogotá, significa la cárcel como el símil de una tumba: un espacio oscuro, solitario, segregado por muros, alejado de la vida familiar y social. Esto impregna a la cárcel con una atmósfera mortuoria. Un cementerio de mujeres y hombres vivos, sepultados lejos de los ojos, los oídos y la mente de la sociedad. La cárcel es experimentada como una especie de 'muerte social' en la que no tienen derechos civiles, donde sus necesidades, dolor, enfermedad o angustia permanecen sin ser escuchados:

Aquí estamos vivos pero estamos como muertos, no tenemos la libertad, no tenemos visión de lo que tenemos en la calle. Con la familia aparte uno no se siente vivo, así uno llame pero uno está muerto, y cada mes viene su familia a visitarlo, eso es como cuando uno va al cementerio a llevar flores. Aquí se siente mucho la terapia [la disciplina]. Dicen que esta cárcel es al estilo de las cárceles americanas, con cámaras, todo nivelado, cada quien con su plancha y su espacio y de ahí no puede salir. Acá las visitas son escasas, usted no puede acostarse en la celda, no le pueden traer su comidita, no le pueden dar cigarrillitos, usted no tiene aquí voz ni voto, es una agonía. (Testimonio de Carlos [29 años], interno de la cárcel distrital, citado por Bello, 2013, p. 101)

Finalmente, como plantea la feminista negra Angela Davis (2003b), "la institución de la cárcel y su uso discursivo producen el tipo de prisionero que a su vez justifica la expansión de la misma" (p. 529). Este poder performativo del discurso carcelario refiere a la producción de 'imágenes de control' que legitiman el castigo selectivo sobre ciertos grupos sociales que son codificados como peligrosos, desviados e incivilizados.

Estas imágenes se sustentan en matrices de opresión de clase, raza, género y sexualidad, que estructuran las prácticas policivas de los agentes del Estado, de ahí que esta perspectiva teórica enfatice que el castigo no es neutral, pues la punición se aplica de manera diferencial y selectiva. Tal como lo ha manifestado Rita Segato (2007) para el caso latinoamericano, el Estado penitenciario funge un papel reproductor de la colonialidad9 al enfocarse punitivamente sobre los grupos que históricamente han sido marcados como el 'otro' de la nación.

Para la filósofa María Lugones (2008), la marca de la otredad no se reduce a la raza pues el castigo estatal también reproduce la "colonialidad del género y de la sexualidad", lo que amplía el espectro de los sujetos castigados, incluyendo así a las mujeres, a las personas de los sectores LGBT10, así como a los grupos afro e indígenas. Esto significa que hay que rastrear la genealogía de la cárcel en América Latina en la trama continua entre el colonialismo y el complejo industrial carcelario contemporáneo.

Por medio de este marco conceptual sostenemos que la puesta en marcha del proyecto neoliberal en Colombia se ha desarrollado de manera paralela con la configuración de un complejo industrial carcelario que refrenda las matrices interseccionales de dominación de clase, raza, género y sexualidad, a través de la creación de subjetividades cautivas y tecnologías necropolíticas. Estas tecnologías no solo excluyen e incapacitan a vastos sectores de la población, sino que también les impone la enfermedad, el daño masivo y la muerte.

Emergencia del campo necropolítico en las cárceles de Colombia

El campo penitenciario y carcelario en Colombia ha estado marcado por el abandono de las políticas estatales, la violencia, la corrupción, el hacinamiento, la inadecuada infraestructura y la ausencia de programas de resocialización y rehabilitación (Iturralde, 2011, p. 124). A partir de la década de 1990 la liberalización económica, así como la integración a los procesos de globalización han consolidado un modelo punitivo que excluye y castiga a los grupos sociales más marginados con el fin de consolidar tal proyecto político. Así, desde el inicio del trasplante de estas políticas, se ha acentuado una filosofía punitiva en la que la venganza y la retribución social priman sobre los derechos humanos de las personas privadas de la libertad (Ariza, 2011, p. 76).

Las protestas de la población reclusa y sus familiares así como las denuncias de los defensores de derechos humanos, pusieron en evidencia las condiciones infrahumanas y las masivas violaciones a los derechos humanos en las cárceles. Ante estas manifestaciones, la Corte Constitucional en la sentencia T-153 de 1998, declaró la existencia de un estado de cosas inconstitucional11 en materia carcelaria y dispuso medidas que con el pretexto de eliminar el hacinamiento, expandieron el sistema carcelario. En esta sentencia, los derechos de la población carcelaria no fueron atendidos de manera inmediata, por el contrario, se supeditaron a la reforma del sistema que consistió en la construcción de más cárceles. Así mismo, no fueron cuestionadas las políticas criminales que legitiman la privación de la libertad como mecanismo idóneo para la solución de los conflictos sociales, ni las condiciones infrahumanas que convierten la cárcel en depósitos o vertederos de "residuos humanos" (Bauman, 2005, p. 109).

Según la investigación de la geógrafa Julie De Dardel (2015), el hacinamiento y la expansión carcelaria en Colombia son el resultado de la aplicación de políticas criminales represivas que hacen frente a las desigualdades sociales, la criminalidad y la violencia, a través de mecanismos de encierro y no de integración social. Este giro punitivo en las políticas criminales ha dado como resultado que entre 1991 y 2015, la población carcelaria se haya cuadruplicado, alcanzando los 120.200 internos, según el Inpec (Inpec, 2015, p. 13). Igualmente, la tasa de encarcelamiento ha pasado de 100 personas por cada 100.000 habitantes en 1992, a 242 personas por cada 100.000 habitantes en la actualidad, representando un agravamiento de la tasa de hacinamiento que para 2015 es de un 54% a nivel nacional (Iturralde, 2011, p. 116; Inpec, 2015). Habría que decir también que existen niveles más dramáticos de hacinamiento como las cárceles de Riohacha (463%), Santa Marta (391%) y Valledupar (327%), y las cárceles de mujeres con un índice general de hacinamiento del 86% (Inpec, 2015, p. 18-21-22; Ariza, 2011).

El hacinamiento aumenta las posibilidades de riñas y muertes violentas. Particularmente en las cárceles masculinas donde los internos despliegan prácticas de reafirmación viril como estrategia de supervivencia, los conflictos son tramitados a través de la violencia para apropiarse de recursos materiales y simbólicos escasos por medio de competencias por el espacio mínimo vital, drogas, alimentos, implementos de aseo y el control de celdas y patios (Fajardo, 2011). Aunado a esto, los recursos del Inpec para mantener el control de las cárceles son insuficientes, como lo muestra un informe sobre el complejo carcelario La Picaleña de Ibagué, donde se afirma que "para cada patio es asignado un solo guardia, en este caso se podría decir que aproximadamente 400 reclusos son vigilados por una sola persona y la institución por turno tendría cerca de 100 guardianes para más de 5.500 internos" (El Nuevo Día, 2015). En marzo de 2015 una riña registrada en La Picaleña dejó un saldo de cinco heridos con armas cortopunsantes, hechos reiterados en el país, donde las violencias constituyen la tercera causa de eventos de interés en salud pública en los establecimientos carcelarios (Piñeros, 2014).

En el marco de la emergencia del modelo punitivo neoliberal, en el año 2000 los gobiernos de Colombia y Estados Unidos entretejieron alianzas para la reforma del sistema carcelario caracterizado por su laxitud, corrupción, infraestructura inadecuada y deficiente control estatal. En el marco del Plan Colombia y la asesoría del Bureau Federal de Prisiones de Estados Unidos, se instauró una 'nueva cultura carcelaria' como estrategia vinculada a la lucha antidrogas que supuso la reforma de las prisiones en tres frentes: la infraestructura carcelaria, el régimen interno disciplinario de los establecimientos y las lógicas de administración y gobierno de las cárceles.

Entre 2001 y 2004 se construyeron seis nuevas cárceles en Colombia "caracterizadas por sus emplazamientos aislados, con una absoluta prioridad dada a la seguridad, reglas draconianas, y un severo tratamiento para los internos" (De Dardel, 2015, p. 51). Antes de su retirada en 2005, el Bureau Federal de Prisiones estadounidense recomendó al gobierno colombiano la construcción de diez complejos carcelarios para 2010. El costo de construcción de estos establecimientos fue de un billón de pesos y el de funcionamiento anual de 200.000 millones de pesos aproximadamente (FCSPP, 2012, p. 3). Siguiendo los planteamientos de la feminista negra Angela Davis, podemos decir que en el caso colombiano el sistema carcelario 'devora recursos' que podrían servir para subsidiar programas de bienestar con el potencial de reducir las causas sociales de la criminalidad (Davis, 2003a).

De Dardel (2015) señala que la introducción del complejo industrial carcelario en Colombia produjo un campo biopolítico de excepción, donde los derechos de los presos se encuentran suspendidos y las tecnologías de control sobre sus cuerpos intentan despojarlos de su sentido del yo mediante la destrucción de su privacidad y autonomía. Sin embargo, la operación de la 'nueva cultura carcelaria' colombiana se asemeja más a los planteamientos de Mbembe, por cuanto el Estado de excepción imperante en las cárceles es propio de la necropolítica, ya que estas son 'mundos de muerte' en los que se perpetúan lógicas del sistema esclavista, al reducir a las poblaciones encarceladas al estatus de objeto a través de una triple pérdida, a saber: "la pérdida de un 'hogar', pérdida sobre los derechos de su cuerpo y pérdida de su estatus político" (Mbembe, 2011, p. 34; Dillon, 2011, p. 114).

El cercenamiento de la autonomía corporal y sexual de las personas presas en Colombia se manifiesta a través de la instauración de férreos controles sobre sus corporalidades que impiden la libre expresión de la identidad. Un ejemplo de ello es el caso registrado en el año 2011 de una mujer recluida en una cárcel de Bogotá, que fue puesta "treinta días en un calabozo de alta seguridad, sin ventanas y con derecho a sólo [sic] dos horas de sol como castigo por haber besado a otra interna" (El Espectador, 2001). Aunque esta mujer solicitó protección de sus derechos por parte del aparato judicial, esta instancia legitimó el castigo que se le impuso y de esta manera, refrendó discriminaciones heterosexistas como técnicas para mantener el control en las prisiones. El diario El Espectador registró la decisión del juez encargado del caso, quien sentenció que a esta mujer "no se le había coartado la libre autodeterminación sexual [...] Por el contrario, se estaba promoviendo el derecho a la igualdad porque los internos que desean tener citas sentimentales o visitas íntimas deben obtener un permiso especial" (El Espectador, 2001).

Como más adelante profundizaremos, la 'nueva cultura carcelaria' reproduce tecnologías de muerte que incluyen el emplazamiento de las cárceles en áreas alejadas de los centros urbanos, diseños arquitectónicos de alta seguridad, instalaciones estrechas y sofocantes que limitan el espacio mínimo vital y unidades de aislamiento solitario llamadas Unidades de Tratamiento o Medidas Especiales (UTE o UME) donde a los presos no se les permite recibir atención médica, estudiar, trabajar o participar de los comités de derechos humanos (FCSPP, 2012, p. 21).

Bajo la justificación de mantener el orden y la seguridad, la nueva cultura carcelaria, ha impuesto reglamentaciones internas rígidas -copiadas de manuales de las cárceles norteamericanas- que impiden un contacto estrecho con la familia y la generación de lazos comunitarios para la supervivencia cotidiana. Así mismo, bajo este régimen se legitiman tratos crueles, inhumanos y degradantes, como el uso de cadenas o esposas, la violencia sexual por medio de requisas constantes de genitales y la eliminación de la autonomía corporal a través de la imposición de uniformes, el corte del pelo, la prohibición del maquillaje y la posesión de objetos de uso personal y valor sentimental. Estas prohibiciones representan un intento por cercenarle a la población carcelaria sus atributos humanos y aniquilar sus subjetividades.

Por otra parte, el campo legislativo ha contribuido activamente a la exacerbación del hacinamiento carcelario, el cual no ha cesado a pesar de la construcción de más establecimientos de reclusión. Desde el año 2004 hasta el año 2011, el Congreso de la República expidió al menos catorce leyes que han repercutido en el aumento de la población carcelaria (G-DIP, 2012, pp. 4-5). Estas normas han incidido en el crecimiento apabullante de la población reclusa a través de la creación de tipos penales, el incremento de las penas, el abuso en la aplicación de la detención preventiva, el aumento de los tiempos requeridos para solicitar la libertad condicional y la eliminación de subrogados penales o beneficios12.

La expansión del régimen necropolítico ha supuesto el abandono de los fines de resocialización y rehabilitación del castigo penal. En su lugar ha cobrado protagonismo la incapacitación, el buen gobierno y la vigilancia, en desmedro de los derechos de las personas privadas de la libertad. Ariza (2011) sostiene que la 'nueva cultura carcelaria' se rige por estándares de eficiencia y gestión propios del sector privado, como la norma ISO-9000, cuya finalidad no es la garantía de derechos sino la prevención de riesgos para el óptimo funcionamiento del sistema carcelario. Dentro de esta racionalidad, el sistema carcelario colombiano ha legitimado la introducción de prácticas militares para la dirección y el control de los establecimientos carcelarios, en contravía con lo estipulado por la Ley 65 de 1993 (Código Penitenciario y Carcelario) que establece la custodia de los establecimientos de reclusión en cabeza de civiles. De esta manera, en el marco del Plan Colombia se crearon cuerpos de élite fuertemente armados y con entrenamiento militar como el CORES (Comando Operativo de Remisiones de Especial Seguridad) y el GRI (Grupo de Reacción Inmediata) que operan dentro de las cárceles del Inpec como miembros del 'cuerpo de custodia y vigilancia'. La propensión a la militarización de las cárceles ha impuesto un régimen de terror en el que la población carcelaria no es tratada como sujetos a rehabilitar sino como 'objetivos militares' y 'enemigos del Estado' (FCSPP, 2010, p. 212).

Es importante subrayar que el sostenimiento de la necropolítica depende del establecimiento de 'relaciones de enemistad' en contra de aquellos grupos sociales considerados como peligrosos y amenazantes para el bienestar y la seguridad de la sociedad. En esta medida, las políticas criminales y los medios de comunicación en Colombia han fabricado a las personas presas como sujetos no-humanos, no-merecedores de derechos, por cuanto son observados como agentes desestabilizadores del orden social y del mercado. Esta racionalidad promueve una forma de liolenáa expresiva, pues incita a la venganza y el odio contra estas personas, refuerza y naturaliza la imposición de condiciones de muerte en las cárceles, sin que esta situación despierte sentimientos colectivos de duelo, dolor o compasión (Segato, 2007; Butler, 2006).

A pesar del entorno de muerte del complejo industrial carcelario colombiano, las personas presas construyen tácticas micropolí ticas para resistir el rigor disciplinario, afirmar la autonomía corporal y sobrevivir en medio de las condiciones hostiles de aislamiento, inmovilización y desconexión con el mundo exterior. Experiencias como la invención del 'chat carcelario', un lenguaje que por medio del uso de toallas recrea el alfabeto, permite la comunicación entre internos e internas recluidos en dos torres ubicadas a 400 metros de distancia en la cárcel de Jamundí. Esta creativa forma de comunicación permite a las personas construir relaciones afectivas y afianzar vínculos emocionales a pesar de la reglas restrictivas que prohíben la construcción de un estilo de vida comunitario (FCSPP, 2012, p. 21).

Otro ejemplo de micro-resistencias lo brindan las mujeres recluidas en el pabellón femenino de la cárcel de máxima seguridad de Valledupar. En esta cárcel las mujeres restituyen su identidad femenina, confiscada por las reglas draconianas del penal, a través de la elaboración de aretes y bisutería con las plumas que las aves dejan caer en el patio. Así mismo, ante la prohibición del uso de maquillaje e indumentaria femenina, las presas inventaron una curiosa estrategia que se ha convertido en un acto de subversión, como lo es el uso de lápices, esferos o tizne para maquillar sus ojos y recobrar, de manera temporal, la autodeterminación sobre sus cuerpos (De Dardel, 2015, p. 57).

Como hemos analizado, las tecnologías necropolíticas neoliberales han convertido las cárceles de Colombia en instituciones biopolíticas que conviven con la ejecución de políticas de muerte y deshumanización. En las cárceles se produce lo que la critica descolonial ha denominado la colonialidad del ser (Maldonado, 2007, p. 150), es decir, la puesta en marcha de tecnologías y violencias que cercenan la subjetividad, invisibilizan y violan el sentido de alteridad humana.

Necroprácticas carcelarias

Desde la perspectiva del black feminism, se ha cuestionado el planteamiento de la criminología crítica que afirma que el castigo carcelario tiene como protagonistas a los hombres jóvenes, de escasos recursos y bajos niveles educativos (Davis, 2003a). Si bien la clase es un factor relevante en los procesos de criminalización, la criminología crítica en Colombia no toma en cuenta que la punición estatal se sustenta simultáneamente sobre estructuras de dominación sexistas, racistas, heteronormativas, etarias, entre otras (Bello, 2013). El complejo industrial carcelario como categoría analítica comprende que el castigo penal no es la respuesta automática al crimen13. Dentro de las sociedades regidas por el neoliberalismo, se despliegan estrategias de criminalización que crean subjetividades cautivas y comunidades en-carcelables sobre las que se distribuye desigualmente la muerte social y biológica (Dillon, 2011).

En este sentido, entre las comunidades marginadas y castigadas por el complejo industrial carcelario, las mujeres, los indígenas, los afro-descendientes y las personas LGBT, ocupan un lugar central en el análisis de la necropolítica. Sobre estos grupos sociales se ha establecido una forma especial de gobierno y control interseccional que reproduce violencias necróticas a través de tecnologías de género, raza, clase y sexualidad.

Por necroprácticas comprendemos "acciones radicales encaminadas a vulnerar el cuerpo" (Valencia, 2010, p. 147). Son tácticas, discursos y estrategias que operan en las cárceles de Colombia, por medio de las cuales se someten los cuerpos y las subjetividades de las personas reclusas a umbrales de muerte, enfermedad e incapacitación. Algunas de las necroprácticas como el asesinato, la exposición a riesgos como las agresiones físicas y sexuales, la desatención médica, la mala alimentación, el aislamiento solitario y prolongado, son objeto de denuncias por parte de los reclusos, sus familiares y los defensores de derechos humanos.

En las cárceles de Colombia, la muerte es una constante. De 2008 a 2012 se reportaron 500 muertes de personas que se encontraban bajo la custodia del Inpec:

Las estadísticas muestran que la cifra ha aumentado año tras año. En 2008 se reportaron 47 fallecimientos; en 2009, 56; en 2010, 112; en 2011, 138, y en 2012, más de 140. Las causas han sido homicidio, suicidio, muerte por enfermedad o muerte natural. (Corte Constitucional, 2013)

Estos hechos han generado preocupación entre organismos internacionales de protección de los derechos humanos, quienes observan cómo la muerte se convierte en un ritual cotidiano en las cárceles (CIDH, 2011, p. 6-36). Un suceso que quedó consignado en la historia infame de la necropolítica carcelaria en Colombia ocurrió en el año 2014, cuando un incendio en el pabellón B de la Cárcel Modelo de Barranquilla ocasionó la muerte de 17 internos que no pudieron salir de sus celdas. Como relata la revista Semana (2014), sus cuerpos fueron "consumidos por las llamas, quedando calcinados e irreconocibles". El incendio lejos de ser un accidente o un hecho aislado, es la confirmación de la negligencia institucional, la violencia endémica, y los perversos efectos del hacinamiento que en este caso llegaban a un tasa del 265%.

Por otra parte, la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (2010) señaló que 86 % de los centros penitenciarios del país no están habilitados para prestar servicios de salud y 68% de los presos nunca han sido examinados por un médico desde su ingreso a la cárcel. El acceso a citas de medicina especializada, la realización de procedimientos quirúrgicos y el tratamiento de enfermedades terminales es prácticamente inexistente. De igual manera, la escasez de programas en prevención en salud y las condiciones insalubres de los penales, han configurado una tecnología de enfermedad forzada que produce daño corporal a través de la propagación de enfermedades contagiosas como tuberculosis, varicela, paperas, hepatitis y VIH-Sida (FCSPP, 2010, p. 67). El comité de derechos humanos de la Cárcel de Cúcuta denunció que 20 personas fallecieron en el transcurso del 2014 debido a la exposición a la enfermedad y la desatención en salud (Movimiento Cárceles al Desnudo, 2015).

En Colombia como en otros países de la región, la criminalización de las mujeres ha estado ligada a las políticas de lucha antidrogas. Con la penalización del microtráfico, mujeres de escasos recursos se han visto especialmente afectadas, ya que esta actividad se ha convertido en su medio de subsistencia dentro de un contexto social regido por la feminización de la pobreza. Esta penalización selectiva convirtió a las mujeres en el grupo de mayor crecimiento dentro de la población carcelaria, superando la tasa de encarcelamiento masculina. De 1990 a 2013, la tasa de encarcelamiento se cuadruplicó pasando de nueve mujeres por cada 100.000 habitantes a treinta y ocho por cada 100.000 habitantes.

Como señalan las investigaciones feministas, las prisiones son campos de excepción donde el Estado puede violentar con impunidad a las mujeres por medio del abuso sexual (Jackson, 2013). La violencia sexual es una expresión de la necropolítica desplegada a través de cacheos, búsquedas en las cavidades corporales y la desnudez forzada. Se han documentado varios casos como el de la Cárcel de Valledupar, en los cuales las internas han sido abusadas, violadas y forzadas a la prostitución en condiciones de amenazas, hostigamientos, terror e intimidación por parte de miembros de la guardia (Noticias Uno Colombia, 2011).

Así mismo, la separación familiar, la incapacitación, el hacinamiento y la violencia sexual hacen que las mujeres padezcan en mayor proporción trastornos psiquiátricos y deterioro en su salud mental. Como lo reportó el periódico El Tiempo en la infografía "El país detrás de las rejas", el sistema de salud en las cárceles es deficiente y "la peor parte la llevan los 2.117 enfermos mentales, pues no hay suficientes psiquiatras ni psicólogos para atenderlos, y en muchos casos son rechazados y golpeados por los demás reclusos" (El Tiempo, 2014).

En este sentido, la imposición de sanciones disciplinarias severas como el aislamiento solitario y prolongado, puede causar trastornos depresivos e intentos de suicidio por parte de las internas. En 2010 tres mujeres intentaron suicidarse al permanecer por más de 60 días en la UTE de la cárcel de Cúcuta. Lo anterior evidencia que las condiciones de inhabitabilidad propias del régimen carcelario necropolítico empujan a las personas a escoger la muerte antes que aguantar el suplicio que conlleva la privación de la libertad.

Las necroprácticas se interrelacionan con las tecnologías de género y sexualidad, produciendo contextos de marginación y violencia para las mujeres y las personas de los sectores LGBT. Las personas de estos sectores enfrentan estigmatización, discriminación laboral y educativa, lo que las induce a la prostitución, el microtráfico de drogas y el hurto como medios de subsistencia. Cuando son capturadas y puestas tras las rejas, las personas LGBT enfrentan violencias como el abuso sexual, golpizas, humillaciones y la prohibición de sus identidades de género. Además, la violencia necropolítica está inscrita en las cárceles, por cuanto reproducen las lógicas binarias de género y la producción específica de formas de feminidad y masculinidad que atentan contra las personas con experiencias de género no normativas.

Como ha documentado la ONG Colombia Diversa (2015), muchas mujeres trans son obligadas a pagar sus condenas en cárceles masculinas y a cortar sus cabelleras. Se les niega el acceso a tratamientos hormonales y quirúrgicos, y se les impone el uso de prendas masculinas. Así mismo, a los hombres gais y las mujeres trans se les estigmatiza como 'sujetos contagiosos' y reproductores de VIH-Sida. Estos estigmas han servido para justificar su aislamiento solitario, privándoles de la participación en espacios de formación y trabajo en las cárceles, con la excusa de impedir la propagación de este virus.

Como parte del proceso de incapacitación de las necropolíticas, el sistema carcelario mantiene a 920 indígenas tras las rejas, quienes en su mayoría han sido sustraídos del control propio de sus comunidades y a quienes se les impone formas normativas y procesales de juzgamiento y castigo occidentales. Esto no solo somete a los miembros de las comunidades indígenas a las condiciones deplorables de la cárcel sino que representa su aniquilación epistémica o genocidio cultural (Ariza y Zambrano, 2012). Los escasos procesos educativos y laborales ofrecidos en las cárceles no se ajustan a las costumbres y usos de los indígenas internos, así como no se garantiza el acceso a servicios de salud propios o medicina tradicional. De igual manera, las distancias entre los establecimientos carcelarios y sus territorios incrementan el rigor y sufrimiento de la pena privativa de la libertad (Zambrano, 2013, pp. 139-140).

Otra cara de la articulación entre racismo y necroprácticas la podemos observar a través de la experiencia de las personas negras recluidas en los establecimientos penitenciarios de Bogotá. Como aduce Bello (2013), la mayoría de estas personas provienen de contextos atravesados por la pobreza, el racismo, el sexismo y la experiencia del desplazamiento forzado. En estos casos, la cárcel significa para las personas negras una experiencia de revictimización que produce un nuevo desarraigo. Dentro del régimen interno, las personas negras tienen que soportar injurias constantes, dolorosos castigos y múltiples violencias que producen un efecto de doble deshumanización: una generada por el mismo encarcelamiento y otra producida por el racismo que cotidianamente arranca a estas personas su sentido de honor y dignidad" (Bello, 2013, p. 158). Actualmente, 3.867 hombres y mujeres afrocolombianos están recluidos en las cárceles del país, sin que existan programas para la eliminación del racismo en las prisiones, lo que incrementa la posibilidad de ser objeto de agresiones y discriminación.

Reflexión final

Como hemos visto, desde finales del siglo XX la expansión del sistema carcelario colombiano ha significado el fortalecimiento del brazo penal del Estado y la configuración de un campo de muerte que destruye los cuerpos de aquellas poblaciones atrapadas en las regiones inferiores de las matrices interseccionales de dominación. El proyecto neoliberal en Colombia trajo consigo un modelo punitivo que abandonó los ideales de resocialización y rehabilitación, sustituyéndolos por estrategias de incapacitación, aislamiento y destrucción corporal. Prueba de esto son los insignificantes recursos que el Estado invierte en programas educativos y laborales para la población carcelaria, que en la última década no han representado más del 2% del presupuesto general del Inpec (Iturrralde, 2011, p. 129).

Los planteamientos del black feminism han puesto de presente que la expansión global del complejo industrial carcelario, lejos de prevenir la delincuencia, garantizar la seguridad y reducir el hacinamiento, constituye un sistema que actualiza la institución de la esclavitud en la era contemporánea a través de la producción de mercados libres y cuerpos cautivos. En este sentido, una perspectiva interseccional permite observar que el funcionamiento de las cárceles, no solo busca consolidar el proyecto neoliberal, sino expandir umbrales de muerte y reproducir las desigualdades raciales, sexuales y de género que estructuran la sociedad colombiana.

Finalmente, asumir una aproximación feminista crítica sobre el sistema carcelario, implica una praxis política comprometida con el cuidado y la preservación de la vida de las personas privadas de la libertad y una férrea oposición al desmonte de las políticas de bienestar y la expansión del sistema carcelario. Combatir la necropolítica estatal no es otra cosa que la materialización de los ideales democráticos, la abolición del encarcelamiento como principal forma de castigo y la exploración de nuevos terrenos de justicia basados en la reparación y la reconciliación, y no en la retribución y la venganza.


Pie de página

4Black feminism es una corriente política e intelectual que surge a finales de los años 70 del siglo XX, como un espacio de coaliciones y luchas articuladas no entorno a identidades fijas y preestablecidas, sino a través de la construcción de una 'conciencia opositiva' que cuestiona el eurocentrismo de la teoría social y el feminismo hegemónico. Estos feminismos proveen herramientas analíticas para dar cuenta de las complejas intersecciones constitutivas de las relaciones de dominación a las que se enfrentan las mujeres y otros grupos sociales subalternos, respondiendo no solo a la dominación de género y clase, sino también al racismo, el heterosexismo y a los efectos de la colonización, las migraciones transnacionales y el encarcelamiento.
5El Inpec es la entidad encargada de ejercer la dirección, administración y control de los centros carcelarios y penitenciarios del orden nacional. Actualmente, el instituto administra 137 establecimientos de reclusión clasificados en tres grandes rangos: 1. Cárceles de primera generación: 121 establecimientos construidos antes de los años 90. 2. Cárceles de segunda generación: seis establecimientos construidos en la década de los 90 y comienzos del siglo XXI, con asesoría del gobierno estadounidense. 3. Cárceles de tercera generación: diez complejos carcelarios construidos a finales de la década del 2000.
6La Fundación Cárceles al Desnudo es una organización que realiza activismo jurídico para transformar las políticas criminales y penitenciarias del Estado. Por medio de su página Web compilan información producida por los medios de comunicación sobre las cárceles y los derechos de los reclusos. En su base de datos hicimos una revisión de prensa sobre casos de violencia necropolítica expresados en: enfermedades, hacinamiento, violencia sexual, asesinatos, suicidios, tratos crueles, inhumanos y degradantes, alimentación insuficiente e incapacitación.
7La interseccionalidad es una noción crítica que supone el funcionamiento de las opresiones a manera de 'matrices de dominación', en las cuales no existen categorías de poder jerarquizadas o sumadas, sino ejes de poder entrelazados que configuran redes de posiciones estructuradas por la inseparabilidad de las categorías de género, raza, clase, sexualidad, edad, capacidad, entre otras categorías de diferencia (Davis, 2003; Hooks, 2004; Lugones, 2008).
8El proyecto neoliberal ha sido objeto de diversas interpretaciones en las ciencias sociales, aquí lo entendemos como políticas, ideologías y discursos que propenden por el desarrollo de mercados libres y la protección de los intereses del capital por medio de la articulación de cuatro lógicas institucionales: la desregulación económica, la reducción del Estado social, el tropos cultural de la responsabilidad individual y un aparato penal expansivo e intrusivo que ejerce un drástico poder disciplinario sobre sectores sociales marginados del mercado laboral y financiero (Iturralde, 2011, p. 154).
9Para Aníbal Quijano (2003) la colonialidad del poder es un patrón de dominación constituyente -y no derivado- de la modernidad y del capitalismo eurocentrado global, que se basa en la clasificación social y universal básica del planeta en términos de la idea de 'raza', Grosfoguel (2006) plantea que la colonialidad del poder es un proceso de estructuración social que produce subjetividades y construye diferencias en torno a ejes jerárquicos y heterogéneos de superioridad e inferioridad, donde la explotación y opresión de unos grupos sociales sobre otros en el capitalismo actual, se define por prácticas de dominación raciales, sexuales, políticas, económicas, espirituales y lingüísticas.
10El acrónimo LGBT hace referencia a sectores sociales heterogéneos marginados por la heterosexualidad obligatoria y el cisgenerismo prescriptivo. En Colombia esta categoría aglomera sectores sociales de lesbianas, gais, bisexuales y transgeneristas para la exigencia de derechos y la movilización política.
11Ariza (2011) define el estado de cosas inconstitucional como una doctrina elaborada por la Corte Constitucional en la que se identifica: 1. La violación a un derecho fundamental debido a causas estructurales o históricas, 2. Dicha violación es atribuible al Estado en su conjunto y 3. Es necesario adoptar medidas a largo plazo para superar tal estado (Ariza, 2011, pp. 55-56).
12Según el G-DIP (2012) algunas de estas normas como la ley de seguridad ciudadana (Ley 1453 de 2011), modificaron sustancialmente el crecimiento de la población reclusa. Prueba de ello es que en tan solo un año de aplicación de esta ley, ingresaron a la cárcel 16.000 nuevos internos. En concordancia con las políticas de 'tolerancia cero' descritas por Wacquant, este tipo de leyes reproducen una intolerancia selectiva que asimila a los sectores empobrecidos con la delincuencia y el deterioro del paisaje urbano (Wacquant, 2000, p. 33).
13El G-DIP (2012), ha puesto en evidencia que en Colombia, tras la adopción del modelo neoliberal de control del crimen, el incremento de las tasas de encarcelamiento no guarda necesariamente una relación directa con el aumento de los índices de criminalidad. Para el periodo comprendido entre 1994 y 2008, la Policía Nacional registró un aumento de conductas delictivas equivalente al 72%. Estas cifras podrían explicar el consecuente aumento de la población carcelaria en el país, no obstante, esta afirmación no tendría base por cuanto la tasa de personas encarceladas aumenta para el mismo periodo en un 130%, doblando el incremento porcentual de delitos registrados por la policía (Iturralde, 2011, p. 115), lo que quiere decir que no hay una relación directamente proporcional entre delincuencia y encarcelamiento.


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