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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.83 Bogotá Jan./June 2017

 

Editorial

Una breve historia de las revistas científicas en Colombia o la maldición de ser editor

Luis Alberto Suárez Guava


Toda historia, y en particular toda historia breve, es parcial. Esta resulta tan limitada como la experiencia de quien la escribe, que, por cierto, no quiere ser, acepta no ser y aspira no ser la experiencia de la mayoría de los editores. Esta historia, sin embargo, quiere aportar a la discusión del problema que supone la imposición de hacer visible la investigación en una lucha siempre desigual por acceder a las cimas de la citación en los índices -la circunstancia actual-, o por producir revistas científicas que cumplan los requisitos siempre caprichosos de “la calidad” -como había venido siendo-. Es sintomático, por ejemplo, que no contemos con un estudio cualitativo que permita comprender las circunstancias en las que se han conformado las revistas indexadas en Colombia y que, en cambio, se tomen todas las decisiones basadas en las siempre maleables estadísticas. Para adelantar un estudio semejante haría falta que alguien se interese verdaderamente por investigar un campo social creado por el modelo de clasificación que se desmonta a partir de octubre de 2016, y del cual hacen parte editores, correctores de estilo, diseñadores, coordinadores de revistas, directores editoriales, especialistas de la citación, monitores, asistentes editoriales, especialistas en bases de datos o librerías electrónicas, iniciados en los misterios de OJS, todos ellos trabajando en las variaciones que permiten las formas más abstrusas de “contratación” en las universidades. Es posible que ese estudio no se haya hecho por la falta de réditos académicos, pero sobre todo salariales, que produciría. Estas son unas reflexiones descriptivas, si es que eso tiene lugar en algún tipo de ejercicio intelectual reconocido, sobre la forma como veo que se ha constituido el problema.

Hasta la primera mitad de la década de 1990, las revistas científicas en Colombia funcionaban según una lógica no reglamentada o reglamentada según los principios éticos implícitos de las disciplinas o facultades que las informaban. Las revistas entonces existentes eran productos anuales, ambiguos resultados de la institucionalización de “órganos de difusión” en las universidades y algunas instituciones de orden nacional o iniciativas independientes o seudoindependientes de editores por vocación. La aspiración de esas revistas era publicar artículos producto de la investigación de sus profesores o sus investigadores y en muchos casos dar cuenta de la vida académica o institucional, a través de documentos propagandísticos y de chismes de recolección anual. En algunos casos esas revistas fueron producto de la gestión quijotesca de unos editores avezados que lucharon

para conseguir presupuestos exiguos o que trabajaron alternamente y sin presupuesto. Las revistas que nacieron como órganos de difusión de diferentes departamentos en las universidades padecían una orfandad crónica y naufragaban en años y años sin producción, hasta que algún director o directora de departamento o algún decano con preocupaciones académicas hacían virtud de necesidad y legalizaban un grupo de ponencias de algún congreso tropical realizado recientemente, volviéndola la producción visible de las disciplinas de ese departamento o de esa facultad durante dos o más años en un solo volumen, muchas veces ni siquiera abultado. Otras veces las reuniones de profesores o de investigadores castigaban a alguno de ellos con la maldición de la revista y este asumía la maldición como lo que era y hacía lo posible para que las trabas burocráticas excusaran su irremediable desgano, generando el retraso de las revistas, que siempre salían dos o tres años después de lo anunciado en sus portadas. Las razones de esa falta de cuidado eran claras: 1) quienes quedaban a cargo de esos órganos no se reconocían como editores, sino como investigadores o como profesores, y la revista se volvía una carga administrativa de esas que suelen consumir parte de la vida útil de los académicos; y 2) la edición de las revistas nunca daba réditos académicos ni salariales. Quienes asumían con entusiasmo esa tarea de editar revistas científicas lo hacían o en el pleno furor científico de quien cree que ahora sí se podrá cambiar la ciencia para cambiar al mundo o con la sincera vocación cuasi evangélica de quien asume el apostolado de una disciplina. Con todo, esos eran muy pocos.

A finales de los 1990 ese panorama empezó a cambiar. Todo parece haber comenzado con la creación de Publindex. El tipo de razonamiento de los primeros modelos para la clasificación de revistas era el siguiente: la investigación hecha en Colombia (nunca es claro si la nacionalidad de los investigadores o si la procedencia de la investigación cuando se trata de investigaciones para títulos internacionales son una preocupación) no es de alta calidad, porque no es visible a nivel mundial; no es visible porque las publicaciones que divulgan la producción científica no son de alta calidad; si elevamos la calidad de las publicaciones elevaremos la visibilidad de la investigación, lo cual sería un indicador de que ya tendríamos investigación de calidad; la forma de elevar la calidad de las publicaciones es pidiéndoles que cumplan un conjunto de requisitos. Los requisitos críticos eran dos: periodicidad y sistema de evaluación por pares ciegos. Los requisitos anexos dependían de un cierto sentido común en torno a la noción de calidad en cada caso: la “actualidad” de las referencias y el “rigor metodológico” emergieron como otros indicadores que medían al mismo tiempo a las revistas y a los escritos sometidos en cada una de ellas. El proceso de evaluación siempre tuvo lagunas o lugares oscuros, pese a lo cual la clasificación según los estándares A1, A2, B o C empezó a ser un indicador objetivo de las diferencias entre las revistas, en principio, pero también de las instituciones a las que pertenecían. La gran mayoría de las universidades dedicó esfuerzos al fortalecimiento de sus revistas científicas, al cambio de política editorial de las ya existentes o a la creación de nuevas revistas. En 1996 había 29 revistas científicas en Publindex; en 2001, 126; en 2014, 541. De tal manera que, en menos de 15 años, la cantidad de revistas reconocidas por el sistema de indexación creció en más de 500 por ciento, y en menos de 20 años más de 1.800 por ciento. Por consiguiente, la producción científica tuvo en corto tiempo muchas tribunas desde las cuales manifestarse.

Esos esfuerzos de las universidades, sin embargo, tuvieron algunas particularidades que deben señalarse. Las exigencias de Publindex nunca significaron un incentivo para la labor editorial, por lo cual ningún profesor de planta de ninguna universidad que yo conozca ni ningún investigador de planta de ninguna institución que yo conozca han querido ser editores de las publicaciones de sus instituciones. La edición de revistas siguió catalogándose como un cierto tipo de “servicio militar obligatorio”, preferiblemente para profesores nuevos, pero ni siquiera en esos casos ello significó algún tipo de prebenda mucho más allá de la aparición del nombre en la página legal y la posibilidad de dos o tres páginas por número para palabras de circunstancia. Y como en Colombia estamos acostumbrados a hacer de necesidad, virtud, nuestras universidades echaron mano de un nuevo tipo de profesional-investigador-todero creado por la emergencia de maestrías y doctorados. Así que de esas maestrías recién concebidas, y que serían en corto tiempo proyectos de doctorados en las universidades más reconocidas del país, salieron buena cantidad de esos editores y editoras que, entregados con la pasión del saber por reconstruir o con el agradecimiento vocacional hacia sus formadores, pusieron al día las atrasadas publicaciones institucionales, reacomodaron su política editorial a las exigencias de la ciencia nueva, implementaron sistemas relativamente ágiles de gestión editorial, ingresaron al nuevo milenio con revistas disponibles en línea desde los números que se hicieran en las remotas décadas del siglo anterior, incrementaron la cantidad de autores reconocidos como tales en cada campo disciplinar, idearon revistas que querían escapar a los campos disciplinares y volvieron semestrales o trimestrales publicaciones que habían sido anuarios desde los lejanos tiempos de su creación. Muchos de quienes a principios de la década del 2000 fueron asistentes editoriales o monitores o correctores de estilo o diseñadores exprés para sobrevivir en sus maestrías, terminaron haciendo una carrera paralela y no reconocida en el llamado “mundo editorial”. Pero ese ingente trabajo no supuso la creación de los cargos editoriales de planta como un plan completo por parte de las universidades, y esa población empezó a gravitar en torno a varias universidades o a crear los proyectos editoriales de las universidades de las capitales departamentales que recién se subían al carrusel de la indexación de sus publicaciones periódicas. Las universidades reconocidas siempre tendrán recién egresados dispuestos a un trabajo sacrificado, por el mal pago o el pago inexistente o por el trabajo sucio de limpiar manuscritos ilegibles de Ph.D hiperilustrados, todo en pos de ganar algún capital simbólico para sus siempre insuficientes hojas de vida.

No debe sorprender la conclusión del diagnóstico acerca de la calidad de la producción científica en Colombia que desemboca en la nueva política: que nuestra investigación sigue siendo no citada. De la calidad es difícil hablar, pero lo cierto es que la competencia por ingresar a Scopus o Web of Science es tremendamente desigual. Por otra parte, la tasa de crecimiento de los artículos publicados es inmensamente mayor que la tasa de lecturas de los mismos. Con lecturas quiero decir mucho menos que citación. En ciencias sociales es muy claro que los investigadores formados y en formación adolecemos de dos tipos de maña: 1) seguimos creyendo que la producción legible y citable ocurre en las revistas internacionales disponibles para el selecto grupo de las universidades que pagan por el acceso a bases de datos; y 2) creemos, paradójicamente, que toda investigación medianamente lograda, e incluso algunas que no logran ningún tipo de argumento, debe materializarse en artículos publicados en revistas indexadas. Ambos problemas tienen que ver con el contexto más amplio en el que ocurren las revistas científicas en Colombia. No solo las revistas, sino también los grupos de investigación y los investigadores, todos ellos, con sus prejuicios y expectativas, son producto de la política de Publindex. El Decreto 1279 de junio 19 de 2002 (Por el cual se establece el régimen salarial y prestacional de los docentes de las Universidades Estatales) contempla en el artículo décimo, dedicado a la productividad académica, un sistema de puntajes según la cantidad de artículos publicados en revistas indexadas y en cada categoría otorga unos puntos. Esto se realiza en la práctica en la certeza de que, a mayor cantidad de artículos, mayor ingreso de dinero. Y como muestra la estadística interesada, entre 2001 y 2014 pasamos de 126 a 541 revistas. Esto no quiere decir que cada institución se entregó a la publicación de artículos de sus profesores y a financiar equipos de trabajo editorial para cumplir con los requerimientos necesarios para indexar sus revistas en cualquier categoría. En el primer caso porque las exigencias de exogamia ponían límites a la publicación de investigadores o profesores de la misma institución. En segundo lugar, porque las instituciones no contaban con recursos para garantizar equipos de trabajo y, además, ni profesores ni investigadores verían incrementados sus puntos (salario) por editar revistas de 15, 20 o 30 artículos anuales. Era más fácil y rentable reelaborar un argumento largamente masticado con nuevas referencias bibliográficas que ayudar a investigadores pares o en proceso de formación a encontrar argumentos para convertir sus manuscritos en artículos de reflexión o en estudios de caso con una ajustada aplicación de teorías o metodologías a la orden del día. El prestigio del exterior, así sea un exterior cercano, así como las exigencias externas e internas, hizo que las publicaciones de ciencias sociales se llenaran de artículos provenientes de las maestrías y doctorados del cono sur. Con el paso de los años y la semes- tralización de la mayoría de las revistas, tanto como la trimestralización de algunas de ellas, el trabajo constante y dedicado de los profesionalizados en la edición hizo que los ejemplares se acumularan y el entusiasmo con que las instituciones celebraron la puesta al día y la indexación de su revistas se acallara en el silencio casi ‘gríllico’ que hacen las convocatorias temáticas, algunas veces francamente rebuscadas, que circulan en redes sociales y correos institucionales y para las que eventualmente volvimos a desempolvar la vieja estrategia de publicar un simposio tropical de alguno de los numerosos congresos hiperespecializados que produce la ingente vida académica de nuestras instituciones de investigación.

El investigador promedio vive la experiencia esquizoide de quien sabe que el sistema de clasificación de su lugar en el mundo es perverso y que solo puede perder, pero de todas maneras tiene que jugar: es una tragedia. Mejor: es un río revuelto. En medio de la confusión, y con la certeza de la escasez de lectura, algunos se pusieron a publicar refritos o, ante la demora en los tiempos editoriales, a pasar el mismo artículo con distintos nombres a diferentes revistas en un ejercicio francamente literario. Parece vivirse la academia como un reality show o un programa de concurso en el que el investigador concursante debe cumplir una serie siempre absurda de requisitos, cierta popularidad mediática incluida, y su condición de investigador o de profesor, en los casos en que lo son, pasa a un segundo plano. Tan es así que la pregunta que se hace el esquizofrénico investigador es cuánto publicó durante el último año y nunca si tiene algo que decir por lo cual sea inevitable publicar.

Desde hace unos cuatro años han venido realizándose reuniones escandalizadas de editores, coordinadores editoriales, especialistas en bases de datos, directores de departamentos, representantes de universidades, etc., con miras a plantear alternativas para hacerle frente al nuevo modelo de clasificación, cuyo fantasma ha rondado desde hace más tiempo. Todos sabíamos que los índices de citación iban a ser los únicos referentes para sostener a las revistas en alguna categoría. Las reuniones son la ocasión para que esos nuevos tipos de especialistas que ha inventado el sistema de medición en el mundo entero, el cienciómetra o el gestor de la información o el especialista en gobernanza del conocimiento, ilustren a los premodernos editores, entre quienes hay todavía defensores insostenibles del papel o asombrados descubridores de las virtudes estadísticas de Google Scholar, que anotan con cautivadora dedicación cada uno de los clics que les permitirán medir la visibilidad de sus revistas, y que llevarán a sus asistentes en las universidades para ver qué hacen con esas nuevas herramientas. Incluso algunos manifiestan sin rubor que saber eso les serviría mucho a las personas que hacen las revistas. Cada tanto se escriben y se suscriben cartas al mismo tiempo indignadas y sesudas, pidiendo la prolongación de los plazos para que empiece a medirnos el nuevo sistema. Todos sabemos que el sistema está viciado desde los principios y sabemos que las personas que más trabajan en las revistas o que han vivido durante más tiempo a la sombra de ese microsueño editorial son aquellas que el sistema nunca consideró en su origen.

El nuevo modelo para la clasificación de revistas acabará con muchas de ellas, que serán insostenibles para sus instituciones una vez salgan de Publindex sin esperanza de retorno. Muchos de quienes se formaron como profesionales-investigadores-toderos, y todavía escampan en el trabajo editorial en revistas, se desplazarán al trabajo en la edición de libros compilados por grupos de investigación o se quedarán sin empleo o se pondrán al servicio de las nuevas iniciativas editoriales de internet por una ciencia realmente abierta y, ojalá, realmente científica. Las instituciones volverán la mirada hacia los investigadores, quienes lucharán cuerpo a cuerpo para poder publicar en las pocas revistas nacionales que sean reconocidas en mayo de 2017. Quienes se quedaron con un lugar en el mundo de los que compiten por los puntos seguirán siendo medidos y entenderán que la clasificación de las revistas tiene el sentido final en la clasificación de los investigadores, quienes en adelante portarán letras capitales virtuales adheridas a sus nombres y a sus títulos y pertenecerán a un sistema de castas, al estilo colonial, pero con A1, A2, B, C y el resto. Pero esto último no será ajeno a su práctica cotidiana de exclusiones, pendencias y silenciamientos.

Durante la segunda mitad de la década de 1990 un estudiante despistado pudo sorprenderse por el hecho de que algunos de sus profesores, en realidad muchos de ellos, no publicaban tan regularmente. Eran otros tiempos. Pudo ser de ellos que algunos heredamos la convicción de que uno debe tener algo que decir para ponerse a publicar. Tener algo por decir asegura, entre otras cosas, la originalidad de lo dicho y, eventualmente, que eso sea citable o criticable o debatible. Asegura, además, que uno esté dispuesto a suscribir lo que dice. La autoría es responsabilidad por las palabras. Ese es el caso de estas líneas que son mías, y yo soy un acaso en la larga historia editorial de Universitas Humanística. Creo que lo dicho hasta ahora tenía que decirse. Creo que nuestras publicaciones serán mejores siempre que logremos que nuestros autores tengan algo que deba decirse y que logra decirse gracias a sus investigaciones serias y a sus reflexiones honestas; no porque estén cumpliendo los siempre caprichosos requisitos de la calidad. Tal vez debamos renunciar a publicar tantos artículos como nuestra ambición salarial recomiende. Tal vez debamos aceptar que no todos los insomnios dictan alucinaciones dignas de ser leídas. Estas convicciones se heredan como algún tipo de maldición en un contexto en el que no es importante lo que uno dice, sino decir cosas que cumplan con los requisitos. No todo lo escribible es leíble. La muy ocasional lectura de esta larga editorial podrá expresarlo mejor que yo.

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