El panorama actual que vive el país, a la espera de la firma del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las Farc, recuerda en cierta medida aquel momento en que la adopción de la carta política de 1991 abrió una poderosa y efímera brecha de optimismo colectivo. Para entonces, una buena parte de la opinión pública, de los medios de comunicación, de las ciencias sociales y de los movimientos políticos celebró la adopción del multiculturalismo como un proyecto que permitía cuestionar el lugar físico y simbólico que ocupaban diversos grupos subalternos y que implicaba repensar, por lo menos desde los escenarios legales, las bases de un modelo de nación abiertamente excluyente, urbano-céntrico y heteronormativo. Dicha coyuntura, que articulaba apuestas regionales, demandas locales y fuerzas globales, llevó al Estado colombiano a emprender lo que se presentó como una verdadera reingeniería institucional, orientada a proveer de contornos de realidad al ideal de un país descentralizado, pluriétnico y multicultural.
El libro que en esta ocasión tengo la tarea de reseñar muestra algunos de los efectos concretos producidos por el despliegue del multiculturalismo a lo largo de las dos décadas que siguieron a la promulgación de la Constitución; un proceso que todavía está vigente y que está determinado por una multiplicidad de conflictos, tensiones y contradicciones inherentes a cualquier intento de definición de ciudadanías diferenciales; más aun en un país cuyas condiciones estructurales de violencia y exclusión presentan grandes retos a las nociones mismas de “democracia”, “pluralismo” o “ejercicio de derechos fundamentales”. En este sentido, en la investigación elaborada por Diana Bocarejo, el multiculturalismo es entendido no tanto como una doctrina sino como un arreglo entre múltiples actores, que busca explicar el significado de la pluralidad y crear regímenes para el manejo y reconocimiento de las poblaciones que en determinadas contingencias históricas y políticas son definidas -o marcadas- como minorías; en este caso preciso, las poblaciones que fueron designadas oficialmente y se autorreconocieron bajo la categoría de grupos étnicos.
Siguiendo esta premisa inicial, Bocarejo presenta cinco capítulos disimiles entre sí que encuentran su hilo conductor en el análisis de lo que la autora denomina como articulaciones espaciales de indianidad. Entre estas, aquella que ha sido predominante y que bajo la óptica multicultural ha tomado un inédito protagonismo: la que se traduce en el binomio indígena-territorio, ecuación que lejos de responder a una realidad que suele darse por sentada, es resultado de una compleja y cambiante conjunción de definiciones, de representaciones, de imposiciones, de luchas e incluso de añoranzas, por parte de los múltiples actores que la movilizan.
El lente privilegiado para el análisis de las implicaciones que tiene esta poderosa articulación indígena-territorio es el de la dimensión legal y política. Al respecto, la autora privilegia el uso social que se les ha dado a las normas e instrumentos legales -prácticas legales- antes que el estudio detallado de su creación y funcionamiento -códigos legales-. Por ello, los fallos producidos por la Corte Constitucional, los archivos de la Asamblea Nacional Constituyente -que en su momento fue sede de un sinnúmero de debates- o los conceptos en los que antropólogos y/o expertos son llamados a posicionarse para mediar en situaciones de conflicto, son retomados aquí por Diana Bocarejo para evidenciar la dificultad de concretar los ideales del multiculturalismo. Esto es posible gracias a un ejercicio juicioso de archivo y de interpretación de fuentes legales, entre las que se destacan las sentencias de la Corte Constitucional referidas a colectivos o a individuos indígenas, producidas entre 1991 y 2009.
Además de este valioso recurso metodológico, el texto de Bocarejo se fundamenta en la experiencia directa de observación, diálogo y convivencia en varios escenarios de análisis, en particular la Sierra Nevada de Santa Marta y la ciudad de Bogotá. Así, el libro se construye sobre cuatro ejes de reflexión: 1) el escenario legal de la Corte Constitucional; 2) el de la jurisprudencia de la Corte en los casos en los que esta debe delimitar la validez de un fuero indígena; 3) el de la Sierra Nevada de Santa Marta, en el que la autora explora los lugares de encuentro y desencuentro de campesinos e indígenas, así como el caso de los indígenas evangélicos arhuacos; 4) el de los grupos indígenas que buscan ser reconocidos como grupos étnicos en la ciudad de Bogotá.
El texto, acompañado de reconocidas credenciales académicas, es comentado por John Comaroff e introducido por un prefacio en el que Claudia Briones no escatima elogios para Bocarejo y su esfuerzo por cuestionar la aparente certeza con la que suelen pensarse asociaciones como indígena-territorio, identidad-cultura o indígena-medio ambiente. Desde la lectura del prólogo, y tal como lo muestra en detalle la autora a lo largo del texto, se evidencia que todos estos binomios, instrumentalizados desde diferentes lugares de enunciación, no son producto del azar ni residen únicamente en los dispositivos legales y administrativos o en los rituales públicos en los que se pone en juego el campo de la etnicidad. Estos resultan ser, en la vida cotidiana, la fuente de no pocas desigualdades, lo que da lugar a una serie de implicaciones políticas que recuerdan permanentemente las relaciones de poder que atraviesan y condicionan la formación de nociones espacializadas de la diferencia y la circunscripción del reclamo y ejercicio de los derechos étnicos a espacios delimitados.
Como puede verse desde el título mismo del libro y desde la elaborada reflexión que se presenta en la introducción, el espacio -y más precisamente el lugar- es uno de los protagonistas principales de la argumentación construida por Bocarejo. Esto se traduce, en principio, en el abordaje conceptual fuertemente influenciado por Stuart Hall y Michel-Rolph Trouillot, por los aportes de la teoría crítica latinoamericana y caribeña, así como por los diálogos entre antropología política y ecología de corte norteamericano. Retomando estas perspectivas, Bocarejo interroga la forma en que en diferentes escenarios se han fraguado geografías cambiantes de inclusión y exclusión, en cuyo centro se encuentra siempre una disputa, no solo de significados sino de acceso y control a los mecanismos que los definen y los hacen posibles: ¿Qué quiere decir, por ejemplo, ser campesino, indígena, productor agrícola o pastor evangélico en un territorio disputado por múltiples intereses y atravesado por el control paramilitar? ¿Qué criterios establecen quiénes tienen o no incidencia sobre el mercado de la tierra o sobre su vocación productiva? ¿Quiénes pueden ser sujetos de acciones afirmativas y en qué casos es conveniente dejar de serlo? ¿Qué ocurre cuando son los mismos indígenas quienes contrarrestan los dispositivos que por siglos han espacializado la diferencia y anclado en nuestras representaciones colectivas a ciertas poblaciones a imaginarios como el del “nativo ecológico”? Haciendo uso de un robusto andamiaje teórico, los casos trabajados por Bocarejo invitan a explorar el conflicto como una fuerza creadora, insistiendo en la necesidad de adoptar una perspectiva multisituada, capaz de mapear las diferentes relaciones y nodos de poder que se entrecruzan cuando se usa, se piensa y se imagina un espacio determinado.
En segundo lugar, el espacio adquiere preminencia en el lenguaje teórico que progresivamente va demarcando el estilo narrativo del texto; un lenguaje por momentos reiterativo y no siempre de fácil acceso para el lector, pero que encuentra coherencia en la apuesta teórica que se consolida a lo largo del libro. Así, los conceptos utilizados en el análisis que Diana Bocarejo nos propone, transmiten la imagen de un ritmo telúrico compuesto de fuerzas que abren y cierran espacios físicos y simbólicos, que se interceptan en condiciones de posibilidad específicas, se sedimentan en conceptos particulares de identidad, territorio y cultura, y toman fuerza en instrumentos de regulación, configurando una red de heterogéneos “paisajes políticos de la diferencia”. Como todo paisaje, el lector encontrará que aquellos de los que trata este libro y que abarcan lugares tan disímiles como la Sierra Nevada de Santa Marta, los resguardos rurales y los cabildos urbanos, son susceptibles de ser interpretados y, en su uso cotidiano, permanentemente transformados por los diferentes actores que conviven en ellos, que los imaginan, los conceptualizan y se disputan activamente su definición y uso.
Ahora bien, más allá de esta metáfora perceptible en los conceptos que la autora reelabora o propone, el espacio adquiere también una dimensión dramáticamente más tangible a través de los testimonios, las descripciones y las imágenes que componen las situaciones etnográficas tratadas en el texto. Vemos allí que los procesos de diferenciación y desigualdad que están implícitos en los dispositivos del multiculturalismo jurídico también se alimentan y se concretan en configuraciones espaciales. Estas comprenden un amplio espectro de posibilidades, que incluye aspectos como la tenencia de la tierra, la definición de un espacio público dentro de los resguardos indígenas, la desigualdad de condiciones frente al mercado de la tierra entre grupos marcados o no por la diferencia étnica, o la lucha de ciertas poblaciones por un lugar político y simbólico en la ciudad. De ahí que sean los resguardos, los cabildos, las jurisdicciones, los sitios sagrados, los territorios disputados por los proyectos de desarrollo y los de conservación, algunos de los escenarios en donde mejor se encarnan -por asociación o contraste- las articulaciones entre ciertas formas de definir al indígena (tipologías) y ciertos lugares donde este habita o debería habitar (topologías). Todo lo anterior demuestra, una vez más, que los paisajes ideales en los que es común situar a los indígenas son menos unitarios y, en definitiva, menos ideales de lo que muchos estaríamos dispuestos a reconocer. Resulta particularmente interesante, por ejemplo, el análisis del proyecto de expansión territorial que lleva a cabo un sector de los indígenas arhuacos -en detrimento de pequeños productores agrícolas- y en cuya reivindicación se ponen en juego discursos conservacionistas, culturales, legales y, más recientemente, patrimoniales.
Si bien el texto de Bocarejo no puede menos que confirmar el fin de la utopía multicultural forjada en el liberalismo global que permeó en gran medida la década de los noventa e inicios de los años 2000, también muestra con suma pertinencia que el multiculturalismo no empieza ni acaba en una serie de dispositivos normativos. Por el contrario, es en el intersticio, en los lugares porosos y conflictivos de sus múltiples interpretaciones que este se reconfigura, dando paso no solo a cerramientos sino también a inusitadas aperturas que aún están vigentes. Estas posibilidades de desarticulación retan sin duda los instrumentos legales disponibles, pero sobre todo el sentido común; uno de los constructos más concretos donde se sedimentan tipologías y topologías de exclusión. Por ello, a mi juicio, los capítulos más sugerentes son aquellos en donde la autora explora el caso de los indígenas evangélicos arhuacos en la Sierra Nevada de Santa Marta, así como el surgimiento de un horizonte de posibilidades para los proyectos políticos de los indígenas urbanos en el Distrito Capital. En ambos se pone en evidencia una heterogeneidad de relaciones de poder que no siempre es visible y cuyas implicaciones recuerdan a la antropología su compromiso con la complejidad. Así, la presencia de los arhuacos evangélicos y de los cabildos urbanos cuestiona los instrumentos legales y las concreciones del modelo político y territorial del multiculturalismo, pero igualmente señala que las tipologías y las gradaciones de indianidad también son promovidas por los mismos indígenas desde diferentes lugares de enunciación. Esto, contrariamente a lo que podría pensarse, no riñe con el reconocimiento y la reivindicación de una etnicidad que no se piensa en términos de homogeneidad ni de exclusividad identitaria, como sí ocurre con varias de las articulaciones discursivas sedimentadas desde las instancias legales que el texto señala.
Al finalizar la lectura de los diferentes capítulos, etnicidad, lugar, identidad y territorio sugieren más preguntas que respuestas. No obstante, no concuerdo con que el tema haya sido desatendido en la antropología contemporánea, como lo señala el comentario de la contraportada de John Comaroff -seguramente extraído de una reflexión más consistente-. En Colombia este tipo de análisis viene tomando fuerza desde la entrada en vigor del multiculturalismo como proyecto de gestión de una diferencia que ha sido por lo general conceptualizada dentro de territorios, espacios y lugares, y no en abstracto como el comentario pareciera sugerir. Lo que a mi juicio resulta sorprendente y como bien lo muestra Bocarejo en las reflexiones finales -más de dos décadas después de promulgada la carta política-, es la poca incidencia que parecieran tener la antropología contemporánea y otras corrientes teóricas que con insistencia han señalado los peligros de los cerramientos, de la delimitación rígida y generalizante de fronteras, tipologías y topologías en las políticas públicas y los instrumentos legislativos en los que se traduce el multiculturalismo. Si bien la autora es cautelosa en señalar su objetivo al evidenciar esta falta de correspondencia, resulta necesario no solo ampliar los análisis etnográficos de instancias como las Cortes sino multiplicar los espacios de diálogo y de participación directa en todos aquellos escenarios en donde la antropología pueda contribuir a la construcción de un conocimiento social y políticamente relevante.
Para terminar esta reseña, quisiera señalar algunos puntos que, como en toda investigación, hubieran sido susceptibles de mejorar, complementarse o ser retomados desde otras ópticas. Estos los abordo desde la estrategia retórica clásica, que consiste en aquello que la sabiduría popular llama “pedirle peras al olmo”. Lejos de reivindicar un vicio academicista o de querer minimizar las apuestas particulares del libro que hoy comparto y leo con admiración, estas anotaciones -a manera de “peras”- tienen el único propósito de suscitar futuras discusiones, cafés, conversaciones y otros espacios de diálogo creativo.
La primera anotación se refiere a la aproximación general que la autora hace al multiculturalismo. Pese a las constantes alusiones para subrayar que se trata de un punto de vista entre muchos posibles, el excesivo énfasis en la dimensión normativa y, por ende, en la creación de agendas de acción a partir del discurso legal del multiculturalismo, limitan la mirada a una problemática que puede verse desde marcos mucho más amplios. A mi parecer, dicha aproximación se explica en parte como resultado de las filiaciones conceptuales y metodológicas que cada uno de nosotros construye en su trasegar personal y profesional y que, en este caso, remiten a la tesis doctoral de la que se decanta gran parte del análisis presentado en este libro. Desde mi propia trayectoria, considero que hubiera sido importante revisar la literatura producto de los diálogos sobre el multiculturalismo entre Francia y Latinoamérica, especialmente la que se ha recogido en contribuciones colectivas como la que dirigieron Christian Gros y David Dumoulin en 2011, bajo el título El multiculturalismo en concreto. Desde esa otra mirada, igualmente situada, parcial y específica, el multiculturalismo es interrogado de forma comparativa en el continente, lo que sin duda hubiera dado unas aperturas interesantes, tal como las que se muestran en el capítulo dedicado a los espacios políticos de la religión. Al mismo tiempo, dicho enfoque -que contempla las políticas públicas en diálogo con otras articulaciones subjetivas, institucionales y globales-, hubiera permitido, por ejemplo, ahondar en un tema fundamental que la autora menciona, pero no desarrolla: el proyecto de descentralización del Estado.
La segunda y más significativa de las anotaciones tiene que ver con un asunto de contexto. Si bien el trabajo de Diana Bocarejo es sumamente exitoso en posicionar la dimensión espacial como fuente de tensiones, de configuraciones y de posibilidades, no lo es tanto en incorporar el tiempo como eje que necesariamente modela y constriñe todo intento de análisis. Aunque el concepto de articulación que Bocarejo utiliza a la largo del texto enfatiza en la contingencia y en la especificidad histórica de los fenómenos que analiza, no puede el lector dejar de preguntarse si los múltiples cambios que han ocurrido en los escenarios que la autora trabaja alteran las lógicas, cerramientos y sedimentaciones; si estos eran producto de un momento particular -a manera de coyunturas- o se constituyen en estructuras de desigualdad mucho menos susceptibles de ser transformadas.
Solo por mencionar algunos de estos cambios, en los últimos años el proyecto de contrarreforma paramilitar ha encontrado dramáticas actualizaciones en la Sierra Nevada; los grupos étnicos han ganado espacios importantes de diálogo y reconocimiento en la ciudad, y los cabildos empiezan a ser cuestionados por los mismos indígenas como forma organizativa. De igual manera, el tema campesino ha tenido un resurgimiento innegable que se manifiesta en la demanda de este sector -acompañado por muchos otros actores vinculados- porque se les reconozca como un sujeto de derechos culturales. Estos cambios que sin duda están produciendo nuevas sedimentaciones discursivas y cerramientos, también pueden resultar en posibilidades de apertura y desestabilización. Por ello, a manera de cierre, retomo la idea de Christian Gros y David Dumoulin (2011), quienes nos recuerdan que cada sociedad necesita un mito identitario que a la vez oculte y dinamice. Cabe preguntarse si el multiculturalismo dejará de ser ese mito o si, por el contrario, en la actual coyuntura este tomará fuerza para generar nuevas articulaciones con la formación discursiva que hoy promete otro tanto de redención aparente: el posconflicto.