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Universitas Humanística

versión impresa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.85 Bogotá ene./jun. 2018

https://doi.org/10.11144/javeriana.uh85.dces 

Controversia

Dialécticas de la ciudad: espacio, seguridad y diversidad1

Dialectics of the city: space, security, and diversity

Dialéticas da cidade: espaço, segurança e diversidade

Juan Pablo Garavito Zuluaga2 

2 Doctor en Filosofía, Universidad de Friburgo en Brisgovia (Alemania). Magister en Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana (Colombia). Profesor de cátedra de la Facultad de Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana (Colombia). Pontificia Universidad Javeriana, Colombia garavitoj@javeriana.edu.co


Resumen

El artículo desarrolla un concepto de seguridad urbana que no se reduce al tema de la prevención de delitos o la intervención represiva de fuerzas gubernamentales, sino que tiene en cuenta la dimensión espacial de la ciudad y los diferentes tipos e intereses de sus habitantes. Está dividido en dos secciones, una, que explora concepciones modernas del espacio, tomando para ello filósofos del siglo XX y su relación con la ciudad. Vemos el espacio urbano como medio en donde se inscriben los signos de una narración discontinua y a veces fragmentaria, en donde la dimensión espacial es a la vez pasiva y actuante, en donde los caminos en ella nos arrojan infinitas perspectivas sobre lo que es una misma ciudad. Con ello determinamos los conceptos básicos que la segunda parte utilizará para establecer un concepto de seguridad que no simplifique su significado ni limite su alcance al aspecto estadístico para establecer su realidad.

Palabras clave: espacio moderno; ciudad; individualismo; homogeneidad; capital; contradicción

Abstract

The article develops a concept of urban security that is not limited to the issue of crime prevention or the repressive intervention of government forces; rather, it takes into account the spatial dimension of the city and the different types and interests of its inhabitants. The text is divided into two sections; the first one explores modern conceptions of space, based on concepts from 20th century philosophers and their relationship with the city. We see the urban space as a medium where the signs of a discontinuous, and sometimes fragmentary, narration are inscribed, where the spatial dimension is both passive and active, and whose paths give us infinite perspectives on what the same city is. The aforementioned helps us determine the basic concepts used in the second part, in order to establish a concept of security that does not simplify its meaning or limit its scope to the statistical aspect to configure its reality.

Keywords: modern space; city; individualism; homogeneity; capital; contradiction

Resumo

O artigo desenvolve um conceito de segurança urbana que não se reduz à questão da prevenção de crimes nem à intervenção repressiva de forças governamentais, mas leva em conta a dimensão espacial da cidade e os diferentes tipos e interesses dos seus moradores. O texto está dividido em duas seções; uma, explora conceições modernas do espaço, tirando para isso filósofos do século XX, e sua relação com a cidade. Vemos o espaço urbano como meio no que inscrevem-se os signos de uma narração descontinua e, por vezes fragmentária, onde a dimensão espacial é ao tempo passiva e atuante e cujos caminhos nos arrojam infinitas perspectivas sobre o que é um mesma cidade. Com isso determinamos os conceitos básicos que são utilizados na segunda parte, a fim de estabelecer um conceito de segurança que não simplifique seu significado nem limite seu escopo ao aspecto estatístico para configurar sua realidade.

Palavras-chave: espaço moderno; cidade; individualismo; homogeneidade; capital; contradição

La ciudad como circulación, limpieza y seguridad son los imaginarios que nos acompañan en el presente cuando tratamos de representarnos la ciudad ideal: el fluir incesante e ininterrumpido de automóviles, medios masivos de transporte, bienes, consumidores, trabajadores, en el marco de un ambiente limpio, pulido (Han, 2015) e inodoro, no expuesto a la otredad de la mugre, del olor corporal, de lo desagradable, proveniente de aquellos que no se identifican con lo que consideramos la normalidad, todo ello moviéndose en un recorrido sin imprevistos, sin accidentes, donde se ha excluido la posibilidad del daño, de la herida, de la pérdida, del dolor: en breve, de la negatividad. Hay que recordar que esos tres aspectos, circulación, limpieza y seguridad, nacieron juntos, en la medida en que la revolución industrial de fines del siglo XVIII necesitó de espacios nuevos, debido a factores como los siguientes: el surgimiento de fábricas, que reemplazan los talleres manuales cuando los trabajadores agrupados en un solo lugar suplen al artesano individual o familiar en su hogar; la mezcla de habitantes que circulan -hasta entonces mantenidos en una contigüidad espacial diferenciada- (Sennett, 1997); el nacimiento de la higiene y la ciudad subterránea (Corbin, 1982; Illich, 1986); el control disciplinario de los ciudadanos (Foucault, 2009); la especialización de las profesiones: el obrero, el comerciante, el transportador, etc. (Simmel, 1986).

Así el ideal que nos cobija actualmente con respecto a la ciudad viene de la mano del nacimiento del capitalismo entendido como fenómeno tecnológico, y tecnología aquí no quiere decir solamente aparatos y máquinas, sino también accesos y concepciones de la corporalidad, incluyendo -pero no limitado a- la biopolítica y la mecanización e instrumentalización del cuerpo, sino a nuevas formas de percibir y de sentir (Crary, 2008). Es claro que esa interacción entre espacio urbano y tecnología es algo más que una relación circunstancial, dado que entre ambas dimensiones hay unidad ontológica de mutua influencia y es fácil prever que la introducción y masificación, por ejemplo, de los vehículos autoconducidos tendrá un efecto a mediano plazo en el modelo y diseño de vías urbanas, de maneras de ocupar el espacio, de uso de vehículos, de impacto en la relación con el transporte público con consecuencias para otros ámbitos como el de vivienda, comercio, trabajo o problemas como el calentamiento global.

Si bien William Harvey descubrió la circulación de la sangre a comienzos del siglo XVII, un concepto revolucionario e inaceptable para la época, solo a mediados del siglo siguiente comenzaron a utilizarse los sustantivos como liquidez y circulación tanto para la visión de la ciudad ideal como para el dinero (Illich, 1986). Así, la ciudad adquirió su forma metafórica que daría como resultado los grandes proyectos de transformación urbana del siglo XIX -desde Christiania en Noruega hasta Madrid en España- y que estuvieron encaminados a asegurar el espacio urbano como una gran máquina de circulación.

Es un ideal que impulsa las propuestas de reformas actuales, donde los resquicios del pasado se conservan solo como imagen y signo de diferencia, junto con proyecciones de emblemas y señales nuevos y espectaculares que tienen como finalidad sacar a la ciudad del anonimato planeado (Boyer, 1998): racional, algorítmico, donde prima la eficiencia como valor esencial, como medida de la ciudadanía y de su significado (Simmel, 1986). Así, el retorno a lo local no es sino la otra cara de una estandarización de los espacios y su puesta al servicio de funciones percibidas como únicas o fundamentales, un elemento de diferenciación simbólica en medio de la unificación espacial y cotidiana. Esos elementos son permitidos -o tal vez, tolerados- en la medida en que se presentan inocuos o desactivados, en que no presentan un riesgo de infección. Tan pronto como se sienten amenazantes, lo que para el caso quiere decir que no se dejan plegar a la lógica del consumo global, deben ser desarticulados y domesticados (Augé, 2002), deben ser devueltos a la pantalla de la ciudad Potemkin. En la diversidad aparente de lo urbano y la uniformización profunda de la ciudad global, el espacio fluido y complejo en el que nos movemos cotidianamente, en el que habitamos mental y corporalmente, es transformado en rejilla, en cuadrante, en zonas definidas por dicotomías peligro/seguridad, conocido/desconocido, extraño/propio, etc., desprovistas de complejidades y sutilezas. El espacio se homogeniza, se geometriza en medidas definidas por su eficiencia y por su resultado.

En su famoso ensayo de 1901, el sociólogo Georg Simmel (1986) advirtió las necesarias consecuencias que un desarrollo histórico tal de los espacios urbanos tendría sobre la vida individual del citadino. Al aumentar el número de impulsos y señales del entorno y la necesidad de calcular y puntualizar el tiempo y el movimiento, el aparato nervioso reaccionaría suprimiendo gran parte de las señales individuales y las manifestaciones afectivas para concentrarse solo en la calculabilidad controlada por el entendimiento o las manifestaciones de peligro y de “shock” meramente instintivas. Frente al espacio rural o de las pequeñas aglomeraciones donde la escasez de señales hacía posible la conjunción y control de la vida objetiva por la subjetiva y que por lo tanto permitía que lo individual y lo general se mantuvieran en equilibrio, el espacio urbano regularizado traía como consecuencia que la vida subjetiva quedara relegada y el citadino se acostumbrara a habitar ese espacio prediseñado adaptando sus reacciones a la generalidad y objetividad exigidas en detrimento de lo individual y lo afectivo.

En lo que sigue haremos un recorrido por los espacios de nuestra época moderna para mostrar cómo a partir del arte se ha naturalizado una cierta idea de espacio que ha llegado a concebirse como la única posible. Lo que no se ve es la simplificación que la ha hecho posible, la codificación de relaciones de poder contenidas en ella, el hecho de que mostrar lo aparentemente real y concreto (en oposición a lo abiertamente simbólico, como el arte medieval) trae consigo sus propias mediaciones, hace de la representación su propia forma simbólica.

Pequeño recorrido por los espacios de la modernidad

Hacia el final del Renacimiento, pero a través de la utilización de los dispositivos visuales elaborados por los artistas italianos del Quattrocento -Alberti, Brunelleschi- el espacio se convierte en objeto de dos ilusiones: la ilusión de la opacidad, por un lado, que reifica el espacio vacío como una sustancia que puede ser representada más allá y anterior a todo contenido; y por otro, la ilusión de la transparencia que desmaterializa el espacio en pura idealización y representación que impide ver la “construcción social de geografías afectivas” y anula los lugares diferenciados (Soja, 1989).3 El espacio se homogeniza, lo que permite que sea atrapado a través de instrumentos ópticos -los dispositivos de Brunelleschi, llamados cosmoramas, como los primeros-, “que obligaban al espectador a situar el ojo en el centro de proyección” (Kubovy, 1996, p. 49). La imagen visible es pasiva, la imagen (femenina) es susceptible de recomponerse, de moldearse y mejorarse en un arte perfecto, “real”. La realidad “salvaje” del ojo desnudo se atrapa en redes de perspectiva, para domesticarla y transformarla en materia disponible para la intervención racional y masculina sobre el espacio.4 El medio, escondido en el cuadro y que obliga al ojo a situarse de una determinada manera, pasa a ser considerado invisible, neutro y, por tanto, neutralizador de lo que muestra. Si el cuadro ha de ser una ventana sobre la realidad, como lo proponía Alberti, esa ventana está lejos de ser inocente o transparente, sino que más bien se convierte en el lugar de encuentro de diversos dispositivos de dominación, domesticación y representación magnificada de la certeza del yo.

Aquí, la unidad entre la visión mediada por los instrumentos y la perspectiva -nunca la simple mirada desnuda-, por un lado, y la luz de la razón que desde el ojo ilumina el espacio en su realidad esencial, por el otro, es clara. La razón actúa como un artefacto tecnológico que permite al hombre renacentista ver de una manera más verdadera, planear el espacio y hacer realidad la perfección del modelo contemplado con el ojo interior. Aquel que puede ver, iluminado por la luz natural de su razón, vale más que un grupo de hombres enfrascados en discusiones no orientadas por el método. Así nos dirá Descartes (1979):

Los edificios que ha emprendido y acabado un solo arquitecto suelen ser más bellos y mejor ordenados que aquellos otros que varios han tratado de restaurar, sirviéndose de antiguos muros construidos para otros fines. Estas viejas ciudades que no fueron al principio sino aldeas y que con el transcurso del tiempo se convirtieron en grandes ciudades, están ordinariamente muy mal trazadas si las comparamos con esas plazas regulares que un ingeniero diseña a su gusto en una llanura. (pp. 77-78)

El hombre racional cartesiano es aquel que toma posesión absoluta de su espacio, el soberano que no tiene rival, pues ha modificado su entorno por la sola fuerza de su voluntad e intelecto como Robinson Crusoe en su isla.5 El hombre moderno racional es un ser solitario, es un náufrago que se salva del caos de la naturaleza y contra ella lucha hasta vencerla (Arendt, 1993; Blumenberg, 2008). A partir de allí, el espacio natural es solo considerado en su relación con el civilizado y transformado, es el espacio vacío y homogéneo que sirve de lienzo para la pintura civilizatoria.

El espacio que no se explica, que se analiza, se parcela y se vende por metro cuadrado, es en el fondo la continuación de la res extensa cartesiana. El espacio moderno es amnésico: una cuadrícula se parece a otra y rápidamente lo adverbial, la construcción que se adhiere a la sustancia, a la res extensa, es reemplazado por otra cosa según el cálculo de rentabilidad económica, de orden racional en su pura presencia. El “poder” -en su forma más abstracta y deslocalizada- se hace cada vez más espacial a partir de un pequeño núcleo central, y se va consolidando para extender su alcance a través de la colonización, en nombre del comercio o de la ciencia, de la negación de los espacios de los otros a los que neutraliza para agruparlos bajo la forma arbitraria de las fronteras y la creación de países artificiales. El ascenso del homo faber europeo y racional (Arendt, 1993), tan bien reflejado en la filosofía a partir de las Meditaciones de Descartes o en la novela de Robinson Crusoe (Defoe, 2007) puede leerse como la historia de esa conquista y colonización, tanto pasada, como por venir.

Del espacio concebido al espacio vivido en el siglo XX

Frente a esa uniformización cartesiana del espacio, la filosofía del siglo XX reaccionó con dos movimientos conceptuales que, en su diferencia esencial, tienen el mismo punto de partida en su consideración del espacio: combatir su reificación, la ilusión de la opacidad que hace de este una realidad “objetiva”, medible y producida por la representación de las distancias, de las líneas e intersecciones, y que estaría siempre a la base de cualquier apropiación de un territorio. Ambas líneas tienen una derivación más o menos directa a partir de la fenomenología husserliana, especialmente en la manera que tienen de reconducir la objetividad supuesta del espacio a su donación primera a una conciencia tanto individual como colectiva, a su dependencia de un mundo de la vida y unas condiciones económicas y sociales que, si bien, Husserl nunca estudió en detalle -no era su objetivo ni su experiencia-, sí abrió las puertas para intentar este tipo de análisis (Husserl, 2008).6 Frente a la objetividad insostenible e ingenua de la res extensa cartesiana, el espacio puede verse como una idealización atravesada por la historia, por la colectividad y por las fuerzas sociales que están detrás de cualquier intersubjetividad.

La “geografía radical” o el espacio producido

Por un lado, tenemos a la escuela de los “geógrafos radicales” que, siguiendo los trabajos pioneros de Henri Lefebvre (1991, 1996), de clara inspiración tanto marxista como de los trabajos de Foucault sobre el poder disciplinario y visual, han buscado introducir el espacio como categoría política esencial para entender la sociedad contemporánea (Soja, 1989; Harvey, 1990; Davis, 1992; Smith, 1996; Sennett, 1997). El espacio, lejos de ser un marco neutro y pasivo, se concibe como la suma de prácticas conscientes e inconscientes de la sociedad y de la intervención en y del espacio en los procesos sociales; prácticas que dependen de relaciones de poder y reflejan las propias condiciones de producción, así como las fuerzas políticas, económicas y tecnológicas que intervienen en ella. Los miembros de esta escuela buscan quitarles a dichas prácticas su carácter automático, su inocencia de historia lineal y evolutiva que enmascara los conflictos y las exclusiones que en ellas se manifiestan.

Entre los muchos aportes y vías abiertas por la obra principa! de Lefebvre sobre el espacio La Production de l’Espace de 1974 (Lefebvre, 1991), está sin duda el haber considerado el espacio como una realidad significante, que no es ni objeto ni abstracción, sino un intermedio creado por y que a su vez crea el modo capitalista de producción. Por tanto, no es una superficie marcada que se lee como un texto; no es mera lectura o escritura, porque antes de esas actividades está la pregunta acerca de la manera en que se produce la superficie misma y de cómo esa superficie actúa ya sobre las subjetividades que ejercen sus prácticas sobre ella. En las primeras páginas de su obra, Lefebvre establece con claridad su posición: no es posible pensar el espacio sin un sujeto que de alguna manera lo produce como vivencia y experiencia, para evitar caer en la reducción del espacio a un mero reino menta!, que “viene a envolver los [espacios] sociales y físicos” (Lefebvre, 1991, p. 5). El problema para Lefebvre es que, al querer adoptar la semiótica como clave universal de interpretación, nos quedamos en el plano de lo descriptivo: el espacio se reduce al “estatus de un mensaje y el habitarlo al estatus de una lectura. Esto no es más que evadir tanto la historia como la práctica” (Lefebvre, 1991, p. 7). Lo que se necesita es -utilizando una palabra que no aparece en Lefebvre, presumiblemente por sus connotaciones oscuras del inmediato pasado europeo de la preguerra- una geopolítica, la interacción entre espacio, lugar y política que vaya más allá de una mera reducción al conflicto entre los estados-nación y su lucha por abarcar el supuesto espacio esencial que le corresponde a cada uno.

El principio de su teoría es que “el espacio físico no tiene ‘realidad’ sin la energía desplegada en medio de éste” (Lefebvre, 1991, p. 13). El espacio es un producto social como campo de fuerzas, entrecruzamientos, choques y luchas, concepción que se enfrenta al paradigma dominante del espacio como algo inmediatamente dado y “real”. A esto lo llama la ilusión realista que se desarrolla en la geopolítica clásica, que quiere ver el espacio como algo natural y que corresponde a una fuerza espiritual del pueblo. Esta es una ingenuidad rechazada hace tiempo por los filósofos y lingüistas.

La implicación fundamental, central a toda la teoría, es que cada sociedad produce su espacio, el espacio social, de una extrema complejidad ya que en él intervienen tres niveles de interrelación: “1. la reproducción biológica (la familia); 2. La reproducción de la fuerza de trabajo (la clase trabajadora, per se); 3. La reproducción de las relaciones sociales de producción, esto es, de aquellas relaciones constitutivas del capitalismo que cada vez son más buscadas e impuestas (y cada vez más efectivas)” (Lefebvre, 1991, p. 32). Estos niveles tienen su representación espacial: así la representación de las relaciones de reproducción se daba en forma de espacios masculinos y femeninos, en espacios reservados para uno y otro sexo, para la clandestinidad de las relaciones, de espacios marcados y prohibidos, de espacios exclusivos, peligrosos, etc. Es claro que hoy día este enfoque aparece demasiado estrecho en su consideración de las relaciones de género solamente desde el punto de vista reproductivo. Sin restar importancia a esta perspectiva, creo que la teoría de Lefebvre puede ser ampliada para acoger esta complejización. La representación de las relaciones de producción se da en forma de edificios, infraestructura, monumentos y obras de arte, que representan relaciones de poder entre la clase dominante y la dominada. Reproducción y producción, por último, se unen por simbolismos que ayudan a mantenerlas en estado de coherencia y cohesión. Resumamos estos tres niveles así:

  1. La práctica espacial que genera el espacio de una sociedad. Es una “relación cercana, en medio del espacio percibido, entre la realidad diaria (rutina diaria) y la realidad urbana (rutas, y redes que unen sitios destinados para el trabajo, para la vida ‘privada’ y para el ocio)” (Lefebvre, 1991, p. 38).

  2. La representación del espacio, el espacio conceptualizado de los científicos, urbanistas, expertos en planeación. Es una verbalización del espacio y una tecnificación -por ejemplo, la perspectiva, la cartografía- de su representación.

  3. Los espacios de la representación que es el espacio vivido directamente a través de su asociación con imágenes y símbolos. Es un espacio que se oculta y por ello debe ser traído a la luz a través de una función hermenéutica.

Los tres pueden decirse que equivalen al espacio percibido, concebido y vivido respectivamente (Lefebvre, 1991, p. 39), que pueden ponerse en relación con el cuerpo: así, las prácticas espaciales hacen referencia a los usos (o no usos) del cuerpo, que es el dominio de la percepción. Las representaciones del cuerpo son los saberes sobre este, nunca puros de toda ideología: medicina, anatomía, fisiología. El cuerpo vivido es altamente complejo y peculiar, puesto que toda la cultura atraviesa ese cuerpo con la tradición judeo-cristiana, la experiencia de la sexualidad o del corazón ciertamente diferente en términos de percepción, de concepción o de vivencia. “La triada [...] pierde toda su fuerza si se considera como un ‘modelo’ abstracto. Si no puede considerar lo concreto (como diferente de lo ‘inmediato’), su importancia se limita severamente” (Lefebvre, 1991, p. 40).

Podría decirse que las prácticas espaciales son la presentación del espacio, la manera en que se nos da en nuestra vida cotidiana, cuando su representación y su simbolización son sometidas al olvido en la preocupación diaria por el tiempo del trabajo, del consumo, de la reproducción o el descanso. Siempre estará separado de la representación del espacio pues este saber estará siempre en un “sitio”, en las ciencias, en las técnicas, las universidades, las instituciones económicas y en las políticas. Los espacios de la representación, por el contrario, no se conforman a reglas de consistencia o de cohesión. Son un espacio hermenéutico dónde prácticas y símbolos coinciden para formar una interpretación que arroja luz sobre las otras dos dimensiones y les da su significado.

Con el fin de estudiar la producción del espacio hay que recurrir a la historia, nos dirá Lefebvre. La única forma de comprender la manera en que convergen las relaciones sociales de producción, las prácticas espaciales y el espacio de las representaciones es estudiando las transformaciones de los modos de producción, puesto que cada modo, ex hypothesi tiene su propio espacio particular y el cambio de uno a otro introduce un nuevo espacio sobre el ya existente (Lefebvre, 1991, p. 46).

El espacio abstracto típico de las representaciones del espacio modernas, genera sus propias contradicciones al homogeneizar excesivamente relaciones diferenciadas; es producido por la hegemonía de la clase burguesa que intenta hacer desaparecer de él cualquier señal de lucha. Ese espacio “tiene algo de diálogo en sí, en cuanto implica un acuerdo tácito, un pacto de no agresión, un contrato, por así decir, de no violencia. [...] Depende del consenso como ningún otro anterior a él” (Lefebvre, 1991, pp. 56-57). El conocimiento que Lefebvre persigue es el de sacar a luz el código espacial escondido, permaneciendo en la esfera paradigmática de las oposiciones no dichas e implícitas pero capaces de generar prácticas sociales, en contra del mero permanecer en la esfera explícita de las relaciones, la esfera sintagmática del discurso ordinario, la escritura, la lectura. Un conocimiento en equilibrio delicado que debe encontrar “el término medio entre el dogmatismo, de un lado, y la abdicación a entender, por el otro” (Lefebvre, 1991, p. 65).

Es un método progresivo-regresivo en cuanto toma como punto de partida el presente, que, al iluminar el pasado, arroja a su vez luz sobre nuestro presente y sobre el futuro. Pues, “¿cómo podría comprenderse una génesis, la génesis del presente [...] sin comenzar por el presente y encontrar luego la vía hacia el pasado para recorrer de nuevo nuestros pasos?” (Lefebvre, 1991, p. 66). Solo ese recorrido puede aspirar a una elucidación de la producción del espacio completa y sin embargo relativa, a una verdad siempre en medio de su mismo aparecer.

El espacio fenomenológico

La otra corriente que viene a interpelar al espacio abstracto se relaciona más estrechamente con la fenomenología. El espacio en Husserl era ya una tensión siempre presente, un atractor extraño que lo obligaba a avanzar en sus análisis más allá de sus objetivos iniciales. En la percepción del objeto se dio cuenta Husserl de que allí se ocultaba la cinestesia del cuerpo, pero en este, a su vez, se ocultaba el desdoblamiento de su aparecer en cuerpo vivo y cuerpo físico. En el paso del espacio subjetivo al objetivo, de uno a otro cuerpo, Husserl advirtió que una objetivación del espacio requería de la objetivación del propio cuerpo, pero que esta no es posible sin la presencia de los otros, sin la conformación de una intersubjetividad y en último término de una comunidad histórica (Garavito, 2013). Para Heidegger, el Heidegger tardío, el espacio deja de tener una realidad dependiente de la actividad del Dasein, de la existencia humana, como lo fue aún en Ser y Tiempo. El espacio es el lugar de manifestación del Ser mismo en lo abierto (Lichtung) por el acontecimiento (Ereignis). Ese espacio es revelado de modo privilegiado por la obra de arte y en especial por el poema. Hay allí entonces una geo-poesía, una ontología poética del espacio.

Para Merleau-Ponty, la visibilidad de lo visible nos revela la verdadera espacialidad de las cosas. Es la cualidad secundaria del color la que pone a vibrar las cosas unas con otras y acaba con la abstracción de una res extensa geométrica y determinada por líneas absolutas. En un desarrollo que recuerda al de Goethe en su Farbenlehre, nos indica que los colores no son individualidades separadas, ondas vibrando en su frecuencia determinada, como en la visión de la ciencia newtoniana, sino que unos producen a los otros y se entrelazan mutuamente. En una infinitud de color, en un trasfondo invisible de infinitos colores, hace presencia la visibilidad de las cosas, un algo presente venido de la invisibilidad inagotable del Ser: Las cosas “descienden en lo visible como venidas de un tras-mundo pre-espacial” (Merleau-Ponty, 1964, p. 73).7 El espacio, por tanto, separa y reúne, mantiene la cohesión de las cosas incluso del tiempo mismo, del pasado y del futuro, que no serían sino solo porque han estado o estarán en el espacio (Merleau-Ponty, 1964, p. 85).

Para Merleau-Ponty, “la percepción es [...] este acto que crea de una vez, junto con la constelación de los datos, el sentido que los vincula” (Merleau-Ponty, 1985, p. 57). Es lo que le da a la reflexión su temporalidad y su localidad: “El análisis de la percepción no hace desaparecer el hecho de la percepción, la ‘ecceidad’ de lo percibido, la inherencia de la conciencia perceptiva en una temporalidad y una localidad” (Merleau-Ponty, 1985, p. 64). La percepción es lo que impide que la reflexión se realice desde un Espíritu absoluto y no en uno encarnado, y que se contenga toda ella en su misma reflexión, que haya siempre en la presencia “algo positivamente indeterminado” (Merleau-Ponty, 1985, p. 34). Si el mundo fuera mero espectáculo, la percepción coincidiría con la reflexión y la conciencia no podría emerger como esa distancia, esa no presencia esencial de la una a la otra. Es porque en nuestra percepción no percibimos solamente “cosas”, sino también el “hueco” entre ellas por lo que la conciencia emerge y tematiza el mundo a través de la palabra. Intenta comprender ese mundo percibido, la experiencia vivida, como “el sentido, la estructura, la ordenación espontánea de las partes” (Merleau-Ponty, 1985, p. 79), y abarcar lo percibido en una totalidad pero que se sabe -o debería saberse- inmersa en su facticidad y por tanto sin posibilidad de totalización. Pero esa conciencia solo es posible porque el cuerpo mismo comprende el mundo, porque cuerpo y mundo conforman una sola estructura que une lo percibiente con lo percibido: las sensaciones se dan solo mediante una ordenación que prepara nuestro cuerpo para “asemejarse a la percepción que va a suscitar” (Merleau-Ponty, 1985, p. 94). La conciencia es una mimesis, siempre incompleta, siempre parcial de lo que ocurre en nuestro cuerpo;8 esto es lo que Merleau- Ponty llama el ser-del-mundo (étre-au-monde): el ser de un existente que está inmerso en el mundo sin “tener posesión de su sentido total” (Merleau-Ponty, 1985, p. 97). Es el fondo común que frente a una ciencia imposible de habitar y que excluye la existencia (Merleau-Ponty, 1964), nos acoge como parte del mundo. Este no es ya mudo, un mero conjunto de materias inertes e inexpresivas, desencantadas, sino que nos habla y es el sustrato de todo sentido y significación.

La espacialidad de mi cuerpo no es percibida como una suma de sensaciones, una al lado de la otra, que una reflexión integraría en una representación. Es una globalidad del espacio corporal, es “una espacialidad de situación”; un localizar el cuerpo en cuanto capaz de actuar sobre las cosas como un existente que apunta hacia ellas (Merleau-Ponty, 1985, p. 117). De tal modo el cuerpo adquiere sus hábitos: no como movimientos mecánicos, sino como respuesta a situaciones diversas unidas por una comunidad de sentido y no por la identidad parcial de sus elementos. Puede así integrar los instrumentos como partes de su cuerpo sin distinguirlos de este, como el conductor con su automóvil o el ciego con su bastón. El hábito le permite establecerse en un mundo humano tal como lo haría en uno puramente natural: “Para la mayoría de nosotros la naturaleza no es más que un ser vago y lejano, contencionado por las ciudades, las calles, las cosas y, sobre todo, la presencia de otros hombres” (Merleau-Ponty, 1985, p. 45). Solo porque somos percibientes de un mundo natural, que en muchos casos hemos olvidado, es por lo que podemos apropiarnos del mundo cultural.

Merleau-Ponty hace de nuestra experiencia del espacio corporal el modelo para la experiencia del espacio exterior: “La experiencia del propio cuerpo nos enseña a arraigar el espacio en la existencia. [...] El propio cuerpo nos enseña un modo de unidad que no es la subsunción bajo una ley” (Merleau-Ponty, 1985, p. 165); y es comparable con una obra de arte, “es un nudo de significaciones vivientes y no una ley de un cierto número de términos covariantes” (Merleau-Ponty, 1985, p. 168). Habito, por tanto, un espacio que siempre se me da como una cierta atmósfera, como un cierto estilo; no como relaciones “objetivas” sino como aspectos que nunca abarco del todo pero que vivo al modo de una unidad pre-sintética o, si se prefiere, de una síntesis no intelectual, anterior a cualquier Cogito. La experiencia originaria del espacio estará, por tanto, “más acá de la distinción de la forma y el contenido” (Merleau-Ponty, 1985, p. 263). Y es esa experiencia originaria la que le da la orientación “derecha” a mi cuerpo, su capacidad de actuar. Rechaza Merleau-Ponty que al inicio haya una supuesta orientación corporal que “ubicaría” el espacio exterior. El espacio tiene sentido para mí en cuanto es una unidad siempre ya constituida; no se da como multiplicidad absoluta sino como algo, si no siempre familiar al menos reconocible, un inicio de sentido.

En última instancia, la concepción que una cultura tiene del lugar, de su lugar, recoge el saber antropológico que dicho grupo tiene de sí mismo, representa el “quiénes somos” como olas de memorias -que chocan, se mezclan, se anulan o se refuerzan, y a veces mueren solitarias-, de los múltiples lugares de su historia, de los acontecimientos y sus saberes, de su inclusión en un orden que los supera tanto en lo espacial como en lo temporal. No un texto (espacial) sino, si se quiere, un hipertexto (espacio-temporal) que refleja las capacidades de un grupo para transformar y transformase en el espacio, para integrar otros tiempos y lugares y para integrarse a ellos en un proceso de larga duración; una construcción lenta y difícil como lo demuestra la complejidad de los procesos que vivimos en la actualidad de nuestras inmigraciones globales. A cada instante nuevos lugares se mezclan y se combinan: los lugares actúan a distancia por medio de corrientes migratorias o a través de fuerzas violentas, mientras una contra-fuerza global intenta convertirlos a todos en espacios de actividades reguladas y de convivencias neutralizadas bajo la cubierta de una tolerancia universal.

Seguridad: inclusión versus exclusión

Las fuerzas económicas y tecnológicas han impulsado a la ciudad como lugar de la diversidad y de la inclusión. La ciudad moderna (desde mediados del siglo XIX) actúa como un imán que atrae a las poblaciones cercanas y lejanas bajo la promesa de la integración a una modernidad que ella misma ayuda a crear. Las necesidades de un proceso de fabricación que requiere de escala para justificar las inversiones, así como una economía basada cada vez más en servicios, requiere mano de obra disponible e intercambiable. Desde Simmel (1986) sabemos, en aparente contradicción con esto, que el ámbito de la ciudad se presta, en su anonimato e indiferencia, para resaltar la extravagancia, la moda y la tolerancia a las desviaciones individuales; que en ella surge un margen de libertad (individual y hasta cierto punto una distinción sin fondo) que no existe en ambientes donde prima lo personal, sensible y subjetivo. Así, la ciudad contemporánea se desarrolla y se forma en la confrontación de dos extremos. Por un lado, las necesidades de lo que podemos llamar el capital y la economía de privilegiar el funcionamiento sin sobresaltos, la uniformidad previsible, el privilegio de las actividades planeadas y del entendimiento y, por otro, la inherente atomización de los procesos individuales y grupales en el ámbito urbano, la creación permanente de ocupaciones (legales e ilegales) que sirven para suplir las necesidades introducidas por esa individualidad atomizada,9 la llegada de inmigrantes que, en un principio, pasa desapercibida precisamente en el marco de indiferencia que caracteriza a la ciudad planeada. Ello determina un proceso de fragmentación en contravía con la uniformización planeada desde arriba. Sobra decir que estos dos procesos no son excluyentes, sino que se refuerzan mutuamente, por lo que resulta ingenuo pensar que se puede acabar con la una (la expresión individual, la fragmentación, la permanente innovación de los comportamientos legales o ilegales) por medio del refuerzo de la otra (la planeación global).

Son los desequilibrios entre estas dos fuerzas los que determinan los ciclos de las ciudades en el siglo XX y el actual. El suburbanismo de los años cincuenta y sesenta en Estados Unidos, o el actual en Bogotá no es el esfuerzo de algunos por escapar de la ciudad hacia un nostálgico romanticismo natural. Es por el contrario el afán de recuperar la ciudad idealizada y utópica, es decir, homogénea, limpia, eficiente, de la que se ha excluido la variación individual, pero no como en el ámbito comunitario y rural en la familiaridad y la afectividad sino en el de la sola uniformización, tanto de clase como de etnia o de función. Por otro lado, y aunque el fenómeno del “retorno a la ciudad” y de “gentrificación” puede verse como inverso, en último término se da el mismo resultado. Si bien el impulso inicial es el de recuperar precisamente la diversidad faltante en el suburbio, se desea poseer esa diversidad, pero en un ámbito limpio, eficiente y homogéneo -es decir, como imagen idealizada-, derrotando a mediano plazo el objetivo inicial. Es decir, el retorno al centro o la gentrificación no son sino la suburbanización de la ciudad en un sentido propio y donde siempre se privilegia el lado del orden, la eficiencia, la limpieza y, ante todo: la seguridad.

Este análisis no puede considerarse como causa única o exhaustiva de esos fenómenos. Estos están entrelazados con fuerzas económicas y especulativas que tienen como efecto la devaluación y revaluación de los terrenos urbanos y la creación y destrucción periódica de la plusvalía, la puesta al servicio de la inversión pública de los intereses económicos, pero también excluyentes y segregadores de las clases con poder económico, las fuerzas imitativas o miméticas que se extienden por círculos más amplios de la población, etc.

Así, si la ciudad es ese caleidoscopio del que hablaba Baudelaire (1995) ya en el siglo XIX, con su espectáculo siempre cambiante, no es menos cierto que en esa ciudad moderna, la diversidad y la uniformización han convivido en una tensión plena, incómoda y sin horizonte de resolución. Así, se plantea la pregunta: ¿es la seguridad citadina incompatible con la inclusión, o puede haber un modelo de seguridad incluyente, que no conduzca a un modelo exclusionista y monádico? ¿Es necesario que la seguridad tenga un quién ya determinado de antemano, en detrimento de los demás?

Seguridad e inmunización

En el concepto de seguridad hay varios matices que debemos distinguir. Entre ellos están el de confiabilidad, vigilancia, libertad, ausencia de negatividad, entre otros. Tratemos el primero: una ciudad segura es una ciudad confiable en el sentido de ser previsible y sin sorpresas. Es una ciudad en donde lo local y lo global se asientan sin solución de continuidad, pues lo local ha sido adaptado a lo global de tal modo que su exotismo, su diferencia, no queden eliminados, pero sí domesticados. Es como el caso de las artesanías: no basta que sean expresión de un modo de ser y producir local y de un cierto desarrollo histórico, sino que deben ser “diseñadas”, lo cual no quiere decir otra cosa que hacerlas aceptables para la élite global sin perder su sabor local. Es decir que su estética pierda su lado rugoso, quizás inquietante y ajeno, y se vuelva pulida, fácil de ver y capaz de crear una sensación agradable (Han, 2015).10

Esa ciudad de tarjeta postal está regida por el funcionalismo económico, sea por las exigencias del turismo como por las exigencias de eficiencia, movilidad o facilidad transaccional del capitalismo global. Como ya hemos visto, siguiendo a Lefebvre, en el aparente consenso motivado por la estética de lo pulido y confortable, se esconden violencias excluyentes y dominantes, se esconde una objetivación ingenua de lo dado que no corresponde a la corporalidad de las múltiples formas del estar dentro del mundo (Merleau-Ponty) o a la inevitable expresión individual y fragmentada que la misma ciudad produce y cuya supresión engendra la violencia que el concepto de “seguridad” intenta anular. El orden administrado, la política como administración preparan un lienzo vacío que no se sabe cómo llenar. Se busca un consenso donde lo consensuado no tiene contenido, más que en la continuidad de lo anterior, en la negación de toda negatividad, es decir, de la transparencia.

Bajo el matiz de seguridad como libertad se esconde otra contradicción esencial. Libertad puede querer decir, libertad de movilidad, libertad para adaptarse a las funciones productivas de la ciudad, libertad para apropiarse de la ciudad sin riesgos de encontrarse con lo otro de la violencia. Pero también quiere decir, como hemos visto, libertad de una expresión individual y de las actividades múltiples y diversas que ello conlleva que, como hemos dicho antes, pueden ser legales o ilegales, plegadas al orden o al margen de este. Es claro que en el concepto dominante de seguridad se privilegia un polo sobre el otro, la adaptación funcional sobre la expresión individual, el orden administrado sobre el caos.

En este contexto es quizás hora de decir que “seguridad” no tiene por qué ser un concepto meramente restrictivo, emparentado con protección, sino también de liberación. No es solo protección de, sino liberación para. Así, la seguridad no puede medirse con indicadores de aumento o disminución de ataques, robos, asesinatos, etc., sino que también debe involucrar posibilidad de movilidad y de actividad. No es lo mismo el sentimiento de seguridad de un hombre caminando por las calles en la noche, que el de una mujer. En este ejemplo, intervienen no solo nociones de seguridad o vigilancia sino también de hábitos (machistas, de dominación de los más débiles físicamente), actitudes culturales (i.e. una mujer sola en la noche es una invitación al sexo), frustraciones individuales.

Lo mismo puede decirse para otros grupos: niños, ancianos, discapacitados. Cada uno tiene diferentes mapas de la ciudad, cada uno enfatiza diversos aspectos de ella que lo afectan de un modo más inmediato y constante. Lo importante no es solo prevenir ataques, porque de ello resulta que el remedio para toda inseguridad es la paranoia, es decir la desconfianza frente al otro, y el refugio en el círculo de lo mismo, sino poder habitar la ciudad de acuerdo a mis posibilidades. Si no dejo a los niños nunca solos, si no salgo de noche, si no me aventuro por zonas no familiares, si no dejo mi carro afuera, si no camino o me movilizo en bicicleta, entonces no me expongo a ataques imprevistos, a accidentes. Con ello pierdo entonces libertad, capacidad para hacer cosas, con ello fomento la exclusión y la desigualdad, con ello me convierto en un habitante zombi de la ciudad: estoy, pero no estoy, planeo sobre ella, pero no la habito. Por otro lado, dejo el control de la ciudad a los más fuertes o a los que en su exclusión se han convertido en indiferentes, aquellos que se abrogan el derecho a poseer la ciudad en una microfísica del poder. La seguridad debe comenzar por ser la seguridad del débil, porque la seguridad es un concepto que va más allá del crimen, de la posibilidad de cometerlo o sufrirlo, la seguridad va emparentada (aunque no es lo mismo) con la confianza del espacio citadino, del otro ciudadano: una ciudad segura es aquella donde el débil no tiene miedo, donde la debilidad misma desaparece y se hace indistinguible de la fortaleza.

Seguridad e información

Es claro que las tecnologías de la información no solo son herramientas para ayudar a resolver problemas citadinos, sino que ellas, como todas las tecnologías actuales o anteriores, son conformadoras de espacios y relaciones sociales de la ciudad y en general, de todos los ámbitos humanos. Las tecnologías no son simples añadidos a unas relaciones económicas, sociales o políticas preexistentes, sino que ellas mismas son moldeadoras de esas relaciones, a menudo (por decir lo menos) sin que nadie pueda prever hacia dónde se dirigen. Muchos autores, comenzando con Heidegger (1994) o con la teoría crítica de Frankfurt (Horkheimer y Adorno, 1998) han resaltado ese carácter impredecible de la tecnología, o, dicho filosóficamente, de la esencia de la tecnología en cuanto nos acostumbra a ver con los ojos reductores de sus principios y de lo que ella puede digerir (Jonas, 1995). Así, por ejemplo, en la era del intercambio incesante de datos nos acostumbramos a la desaparición de la línea entre intimidad y publicidad, entre lo que queremos que otros sepan de nosotros y lo que efectivamente saben, de tal modo que nos acostumbramos a igualar vigilancia con seguridad, a reducir la resistencia a la recolección de datos e imágenes, como si nuestra única finalidad fuera convertirnos en el producto de nuestra propia información (Han, 2014).

En una era digital la estadística es el nombre del juego, ya que tiene la plasticidad adecuada y la simplicidad requerida para ser integrada a algoritmos perfeccionados a voluntad y trabajados en “tiempo real”. Con el Big Data no hay que pensar en causalidades y mucho menos en relaciones más complejas de sentido sino confiar tan solo en la capacidad predictora del algoritmo basado en datos. La estadística tiene una ventaja adicional y es que produce sus propios indicadores (i.e., asesinatos por 100000 habitantes) de tal modo que las tareas vienen ya incluidas en el paquete de datos que se decide adoptar. Las estadísticas y su recolección tienen la limpieza, la circulación, la asepsia, duplican el ambiente mismo de la ciudad ideal, con el fin de no tener que entrar en diálogos entre mundos diversos, para no tener que establecer diferencias y distancias que nos involucran y nos cuestionan a nosotros mismos, liberándonos de la necesidad de responder preguntas que nos incomodan o nos avergüenzan. El indicador focaliza la acción precisamente en aquello que es medible, numérico y uniforme, dejando de lado todo aquello que, o bien no se puede medir, o requiere de una profundización mayor: incentivos, significados, proyecciones individuales o colectivas, rituales, hábitos, subculturas, etc.

El indicador es reductor en un segundo sentido: al enfocar la mira de la acción genera su propia distorsión. Perseguir un indicador es abstraerse del contexto y de otros parámetros que rodean al indicador, desde los incentivos macabros, ya lo hemos visto con los “falsos positivos” y su origen en el “body count” de la guerra de Vietnam, hasta la falta de atención a otros problemas preexistentes o que surgen por el enfoque exclusivo en solo un grupo de indicadores. Al ser abstracto, el indicador y su avance ocultan problemas de discriminación, exclusión, injusticia. El uso de indicadores tiende a producir resultados enfocándose en aquellas personas con menor influencia en la sociedad, (en el caso de la violencia y el crimen),1111 mientras que otros pasan desapercibidos.

Las prioridades que se le dan a un indicador sobre otro -es decir, si se privilegia el asesinato sobre el robo, o la mortalidad materna sobre la infantil, etc.- debe ser objeto de debate público, no elimina la necesidad de la política, sino que simplemente transfiere el debate a otros escenarios. ¿Cómo y cuándo responder a denuncias? ¿Cuáles deben ser prioritarias? ¿Quién tiene la voz suficiente para dejarse oír? Eso en cuanto a la pretensión de usos supuestamente correctos, pero la misma tecnología está al alcance de los criminales que pueden usar herramientas parecidas para predecir, por ejemplo, el comportamiento de la policía, los lugares de disturbios y/o manifestaciones que pueden aprovechar, etc. La presencia de crímenes y criminales es adaptativa y no garantiza que las estrategias policivas sean adecuadas para prevenir estos crímenes más allá de un corto plazo (Don’t even think about it, 2013). Caemos continuamente bajo la ilusión de la transparencia en torno a la tecnología, sin comprender que ella misma engendra su propia negatividad y que por cada uso policivo correcto existe la posibilidad de múltiples usos abusivos, ilegales o criminales. El exceso de seguridad entendido como vigilancia se transforma en su contrario, en una dialéctica inherente a todo proceso tecnológico.

Seguridad, control, demonización: límites

La búsqueda de la utópica tripleta circulación, limpieza y seguridad no debe hacernos olvidar que al concepto de orden le hace falta una finalidad. El orden administrado (Gadamer, 1998), es el orden tecnificado del ideal moderno, la isla de Robinson Crusoe perfectamente dividida y segmentada para servir a su soberano absoluto, en este caso anónimo: ya nos hemos curado de conspiraciones como para creer en un Gran Hermano. El reto de la ciudad es ser segura sin perder su vitalidad, sin dejar de ser el lugar de aspiraciones de libertad individual y colectiva. Para ello nos sirve el concepto ampliado de seguridad no como limitación sino como expansión de posibilidades, pues la seguridad no es nunca un fin sino un medio. Solo así evitamos el encasillamiento de los espacios y las personas (inseguras, peligrosas, zonas a las que no se debe/no se puede ir, personas a las que hay que evitar/excluir, etc.), evitamos normalizar y homogeneizar los comportamientos y codificar los lugares públicos. La vigilancia, la denuncia y el control no pueden convertirse en un fin en sí mismos ni en justificación de una tranquilidad y un no ocurrir nada que extingan de raíz las posibilidades únicas que ofrece la ciudad como un espacio diferente a todos los que han existido en culturas y épocas anteriores.

En la época del capital en el siglo XXI, todo lo que no concuerda con el esquema rígido de un orden y una previsión termina siendo demonizado por una razón económica que absorbe todas las demás. Por lo mismo, todo aquello que se sale del orden es percibido como indeseable y algo que debe ser erradicado. La misma inseguridad crea la desconfianza que permite demonizar zonas de la ciudad o comportamientos no adscritos a una determinada lógica. El ejercicio político es uno de equilibrio y no de control (Gadamer, 1998), pues el control, que en primera instancia se plantea como universal termina siempre siendo un vehículo de relaciones de dominación que buscan mantener un status quo que sirve a grupos interesados (sean criminales o no).

Conclusión: cultura y seguridad como mundos intersectados

En primer lugar, no existe una cultura ciudadana; habría que decir: culturas ciudadanas en plural. Las culturas ciudadanas son mundos que se intersectan y que comparten un espacio común. Allí donde la mirada teorizada de la ciencia y la tecnología ve un solo espacio traducible a google maps, en realidad se vive una multiplicidad de sentidos de proyección intersectándose y retornándose sobre sí mismos. Las culturas no están simplemente en el espacio, sino que lo conforman y esa conformación es múltiple y compleja. Los mundos se superponen entre sí y allí donde para unos hay una frontera, para otros hay una simple calle, allí donde vemos con nuestros ojos espaciales un parque otros verán múltiples posibilidades de acción, desde las actividades ilegales, hasta las deportivas, sexuales, recreativas, desde la niñez hasta la vejez, cada uno con sus propias razones y sentidos para estar allí. La multiplicidad de significados de los espacios, hace que en la ciudad se hablen numerosas lenguas, con sus sintaxis propias, con sus modos de armar proposiciones con sentido; que cada mapa sea una construcción colectiva que se despliega en infinidad de formas, de líneas de oscuridad, sombras y claridad, que la ciudad no sea sino la conjunción de las infinitas perspectivas de sus ciudadanos.

Esos mapas atravesados por los múltiples espacios y por la memoria en el tiempo son los tesoros que conforman el alma de las ciudades, son pequeñas colecciones de puntos que van rescatando para el significado vital cada uno de los rincones del entorno urbano. La ciudad no es, sin embargo, una colección dispar de puntos de vista aislados, sino dialogante, entremezclada y plural. Cuando las narrativas empiezan a ser impuestas desde un solo lugar de poder, cuando se busca un proceso simple de homogeneización, caemos en la banalización del mensaje único, en el ridículo de la cultura ciudadana en singular, de los eslóganes que pretenden captar en cinco palabras la esencia (inexistente, pero no por nebulosa sino por ser inmensamente concreta) de la ciudad.

Referencias

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1 El siguiente es un artículo de reflexión que busca ampliar el concepto que tenemos de seguridad en la ciudad contemporánea, tomando resultados de investigaciones en torno a la espacialidad en la modernidad y su impacto en la configuración actual de las ciudades.

Cómo citar este artículo Garavito Zuluaga, J. P. (2018). Dialécticas de la ciudad: espacio, seguridad y diversidad. Universitas Humanística, 85, 183-209. https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh85.dces

3 Los términos de ilusión de transparencia e ilusión de opacidad son tomados de Lefebvre (1991, pp. 27-31).

4 No hay mejor manifestación de lo aquí dicho que los grabados que acompañan el libro de Albrecht Dürer Underweysung der Messung (1538), en donde el artista, armado de sus artefactos, punto de mira, rejilla, pluma y papel, refleja a través de su método el cuerpo femenino de su modelo acostado, adormecido, pasivo: http://images.metmuseum.org/CRDImages/dp/original/DP345232.jpg

5 I was Lord of the whole Mannor; or if I pleas’d, I might call my self King, or Emperor over the whole Country which I had Possession of. There were no Rivals. I had no Competitor, none to dispute Sovereignty or Command with me” (Defoe, 2007, p. 109).

6 En su último libro La crisis de las ciencias europeas (2008), Husserl nos presenta su propia versión del origen del espacio matematizado y homogéneo a partir de Galileo y su alejamiento de las preocupaciones del “mundo de la vida”, Lebenswelt.

7 Las traducciones de L’Oeil et l ‘Esprit son mías.

8 Merleau-Ponty (1985): “El cuerpo y la conciencia no se limitan el uno al otro, no pueden ser sino paralelos” (p. 141).

9 El ejemplo de Simmel (1986, p. 258) es el del Quatorzième en París, es decir, de personas que todas las noches se vestían de gala a la espera de una llamada de alguna mansión elegante donde hubiera trece personas para comer, lo cual, por supuesto, era considerado de mal augurio.

10 O como la estética de los grafitis: hay grafitis buenos y malos, aceptables si son “artísticos” e inaceptables si solo pretenden connotar una forma de apropiarse del espacio.

11 Ver el caso de la política de la policía de Nueva York y otras ciudades estadounidenses del “stop and frisk” que se dirige de un modo desproporcionado hacia las poblaciones afroamericanas e hispanas.

Recibido: 26 de Enero de 2017; Aprobado: 29 de Octubre de 2017

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