Introducción
Etimológicamente, la palabra adolescente viene, como lo señaló Terencio Varrón, escritor romano (116-27 a. C) del participio latino adolescens, que significa “que crece” y “se desarrolla” (Etimología de adolescente, s.f.). Esta definición implica transformaciones y adaptaciones constantes que se dan en el curso de vida dentro de los ámbitos físico, emocional, social y cultural; por lo anterior se han generado tensiones entre las perspectivas que intentan definirla, haciendo difícil conciliar los significados de este concepto.
Puede decirse que de acuerdo con la visión disciplinar que la defina, la adolescencia ha sido vista de maneras diversas, entre ellas como: “un periodo de metamorfosis” (Freud, 1905); “una entidad semipatológica” (Cadavid, 1924); un duelo del cuerpo infantil, un nuevo cuerpo de características inéditas en cuanto a responsabilidades y creatividad (Aberastury y Knobel, 1971); una etapa de crisis (Erickson, 1971); una etapa biológica con características específicas por grupos etarios en la cual se alcanza la madurez sexual (Organización Mundial de la Salud, 1995); el logro de la madurez sexual y posibilidad de reproducirse (Papalia, Wendkoss y Duskin, 2005) o un proceso universal de cambio con connotaciones externas particulares de cada cultura (Aberastury, 2006).
Sin embargo, algunos autores, entre ellos Stern y García (2001), Alpízar y Bernal (2003), Feixa (2005), López et al. (2006), Climent (2009), Krauskopf (2010), Lozano (2014), Pico y Vanegas (2014), Camacho (2015), entre otros, se han dado a la tarea de reflexionar frente a estas definiciones, entendiendo que no es un colectivo homogéneo, ni una etapa que sea transitada de igual manera por to- dos(as), aun cuando tengan rasgos que los asemejen; sino que es la construcción de una urdimbre social que se va gestando de acuerdo con el contexto social, histórico, político y cultural (Giddens, 2000).
En ese sentido, entendiendo al ser humano como aquel que interactúa en un medio sociocultural, particular en cada contexto; y que, a partir de sus vivencias, percibe experiencias que lo transforman en medio de la vida cotidiana, se considera necesario pluralizar al momento de hacer referencia a estos colectivos sociales. Es decir, la necesidad de hablar y concebir diferentes “adolescencias”, en un amplio sentido de la heterogeneidad que se puede presentar (Dávila, 2004), pues ser adolescente, entonces, puede significarse de múltiples formas y contextualizarse tanto histórica como geográficamente de manera distinta.
Históricamente, este concepto se ha ido configurando principalmente a partir de dos dinámicas principales. La primera, en Europa en el siglo XVIII, influenciada de una parte por la revolución industrial, la emergencia de tribunales de “menores” y legislaciones laborales que poco a poco clasificaban a los sujetos por edades para calificarlos como trabajadores; y de otra, por la propuesta de Rousseau, que consiste en la organización por grupos de edad de las personas que asistían a las escuelas, lo cual rompió con la heterogeneidad en el aula, dio origen a los grupos etarios en la educación e incidió, a su vez, en el nacimiento de lo que actualmente se clasifica por franjas de edad como infancia, adolescencia, juventud y adultez.
La segunda dinámica es la adopción en los países occidentales de imágenes culturales congruentes con lo que se entiende por adolescencia desde la perspectiva funcional-estructuralista eurocentrista, la cual enfatiza especialmente en la necesidad de vigilar y proteger a estos sujetos. Sus concepciones han transitado históricamente y han sido base fundamental retomada por el Estado para crear o adoptar normas, especialmente políticas públicas, con la pretensión de dar respuesta a sus necesidades. De esta forma se define a los sujetos que se consideran adolescentes de manera diversa: en el siglo XVII, como “el buen salvaje que se tiene que civilizar”; en el siglo XX, como revolucionario y consumista, y en la actualidad como aquel que padece de algo denominado “síndrome de Blade Runner”, caracterizado por dependencia económica, falta de espacios y de responsabilidad, y una creciente madurez intelectual (Feixa, 2005).
En ese sentido, se han ido instalando socialmente como un grupo particular de edad oponiéndose a otros, definiendo su espacio imaginario y modelos culturales (Pasqualini y Llorens, 2010), como una cultura de edad que es objeto de atención. Lo anterior ha contribuido a que diferentes Estados adopten normativas internacionales que establecen deberes y derechos, sistemas de protección y regulación, en los cuales se reconoce como sujetos de derechos a niños y adolescentes y, como lo refieren Carmona y Alvarado (2015), que constituyen un dispositivo social que indica el quehacer y la forma de “protegerlos” aún de su propia incapacidad; por ejemplo, en el preámbulo de la Convención sobre los Derechos del Niño (Asamblea General de las Naciones Unidas, 1989) se cita lo siguiente: “por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidados especiales...”, lo cual denota un sentido de incapacidad y una forma, como lo refiere Feixa (1999), de recortar su independencia.
En Colombia se han adoptado declaraciones internacionales, bajo las cuales se definen normas, planes y programas que se aproximan a esta población intentando arropar sus necesidades. No obstante, para dar mayor participación a los sujetos y hacer pertinentes las estrategias planteadas según problemáticas sentidas, emergen las políticas públicas, en cuya construcción se exige una participación activa de los sujetos afectados, quienes aportan desde su vida cotidiana a este diseño. Sin embargo, estas no siempre nacen de las propuestas de las personas implicadas, pues también surgen de lineamientos o de ideologías establecidas por el Estado. Por ejemplo, desde la década de 1960 se inició una estrategia de “previsión”, en la cual el control de la natalidad era la solución que debía ejecutarse para mejorar el país (Tirado, 2014). Luego, en la década de 1970, el hecho de ser padre o madre adolescente se consideró una problemática social y de salud pública que requería ser intervenida, (CONPES, 2012), por lo anterior, en el plan de Desarrollo del presidente Pastrana Borrero (1970-1974), se planteaba “propender por una edad menos temprana del matrimonio”. De esta forma, la inclusión de la adolescencia en las discusiones públicas ha tenido un énfasis en el control, especialmente de su salud sexual y “reproductiva”, que ha conducido a que oficialmente se establezca como una prioridad para los países de Latinoamérica después de la Conferencia de Población y Desarrollo de El Cairo (ONU, 1994), en la que la adolescencia irrumpe como categoría de análisis y como grupo de acción de políticas mundiales (Pacheco, 2011).
En ese sentido, el presente artículo tiene como objetivo analizar el abordaje y la subjetividad que emerge de esta noción en las políticas públicas dirigidas al grupo que incluye la denominada adolescencia. La metodología se basa en la revisión del estado del arte, a partir de búsquedas en bases de datos científicas como ScienceDirect, Scopus, Proquest, pubmed y herramientas como Google académico, con palabras clave tales como: adolescencia, construcción de adolescencia, oportunidades de la adolescencia, políticas públicas y adolescencia; con el fin de intentar responder a la pregunta sobre ¿cómo se connota y se inserta su noción en las políticas públicas, los programas y las estrategias planteadas para este grupo de sujetos? Se halló, en primera instancia, un total de 84 documentos, de perspectivas disciplinares como ciencias médicas, sociología, antropología, psicología, los cuales se analizaron y eligieron teniendo en cuenta su pertinencia, y rigor metodológico; en el caso de artículos de investigación, también su contexto -nacional e internacional-, la trayectoria investigativa de sus autores con este grupo de sujetos y su periodo de publicación: no mayor a 10 años. Finalmente, se obtuvo un total de 52 artículos y documentos, que fueron analizados.
Origen de la adolescencia
La noción de adolescencia aparece en Estados Unidos y Europa marcada por eventos relevantes relacionados con la revolución industrial, la clasificación de edades para ejercer un trabajo y para asistir de manera obligatoria a las actividades educativas, así como con la legislación laboral. En ese sentido, autores como Thomas Hine (2000) analizan cómo este invento social se expandió a otros países occidentales (Lozano, 2014), connotado de manera general como una franja etaria, lo cual fue publicado por Stanley Hall en su libro Adolescence en 1904 (Feixa, 2011a), en el cual emerge claramente una teoría sobre ella, que la considera como una etapa de transición tormentosa en la vida del sujeto.
En ese sentido, haciendo un recorrido histórico de aspectos relacionados con su emergencia, se identifica que, inicialmente, en Europa no existían restricciones etarias para determinadas actividades, pues los niños y adultos laboraban por igual en las diferentes fábricas y sitios de producción. No obstante, leyes como The Factory Act, de 1833, establecen jornadas laborales que van clasificando edades y horarios para estas actividades; en este caso, la Ley restringe el trabajo para niños de 9 a 13 años (Escobar, 2012). Posteriormente, en 1873, se aprobó la Ley que se encuentra en la Colección Legislativa de España (CXI, N.° 679), en la cual se establecía “la obligatoriedad de la asistencia a la escuela durante tres horas por lo menos, para todos los niños comprendidos entre los nueve y trece años y para todas las niñas de nueve a catorce” (Escobar, 2012).
Posteriormente, ante la modernización industrial, el despido masivo que devino con la revolución industrial y la baja recompensa recibida, se inician movimientos de protesta en la primera mitad del siglo XIX, lo cual condujo a la promulgación de leyes en Francia que terminaron aprobando el ejercicio laboral solo para personas con edades comprendidas entre los 12 y los 16 o entre los 13 y los 18 años, quienes además debían estudiar y prepararse para la vida, lo cual correspondía a la clasificación etaria que se va configurando como adolescencia (Perrot, 1996; Perinat et al., 2003). En Latinoamérica esta noción se construye bajo la influencia de normas internacionales como la Convención de los Derechos del Niño, dada en 1989 y adoptada por diferentes países, la cual entiende a los niños y adolescentes como sujetos de derechos.
Puede afirmarse entonces que el nacimiento de la noción de adolescencia como una categoría en el trayecto de vida del ser humano ocurre a finales del siglo XIX, influenciado especialmente por la necesidad de organizar a una población joven que se encontraba en las calles y en la escuela secundaria (Aguirre, 1994; Ariza, 2012). De esta manera, el reconocimiento del rol de estudiante como rasgo distintivo para esta franja de edad instaura el valor simbólico de la escolaridad y culmina el proceso histórico que crea la adolescencia: un grupo de edad protegido y dependiente, dedicado exclusivamente a prepararse para la vida e incitado a posponer de manera indefinida responsabilidades y compromisos sociales, lo cual explica a este grupo como aquel que se encuentra en una fase de moratoria social (Perinat, 2003).
En el siglo XX, la adolescencia se fue afianzando en el imaginario social. El cine, la música, periódicos y revistas dieron un lugar propio a los adolescentes, los cuales se fueron instalando socialmente como un grupo particular de edad (Pasqualini y Llorens, 2010), visibilizado con sesgos de género (Alpizar y Bernal, 2003), pues se establece como una etapa en la que se legitima la salida del hombre de su hogar y la búsqueda de su independencia, sin hacer referencia a la mujer.
En los años treinta, con la apropiación paulatina de corrientes que orientan los saberes sociales -economía, sociología, antropología, etnografía-, muchas de estas representaciones sobre la población comenzaron a transformarse y aparecieron diferentes definiciones disciplinares acerca de la adolescencia. En ellas aparecen como una forma de nombrar la subjetividad y, por ende, de dar las condiciones para su análisis. Como lo refiere Martínez: son elementos que van estableciendo un sujeto condicionado y determinado desde los discursos que se emiten (J. Martínez, 2011). Lo anterior, actúa en algunos casos como un soporte en el que se sustentan las políticas públicas que, desde visiones a veces muy lejanas a la realidad, se conciertan y aprueban.
Por esta razón pretendemos hacer un recorrido a través de las diversas visiones que definen e interpretan la adolescencia, iniciando con la estructural-funcionalista hasta aquellas que se podrían llamar posmodernas, para intentar develar cuál es la concepción que emerge en las políticas públicas a partir de estas definiciones. En ese sentido, desarrollamos las dos perspectivas que siguen: Aproximaciones estructurales-funcionalistas y Aproximaciones “posmodernas”.
Aproximaciones estructural-funcionalistas
Estas visiones contienen, de una parte, discursos naturalistas que conciben a la adolescencia como una etapa en la vida del sujeto, delimitada por una franja etaria con características biológicas determinadas y, de otra, discursos psicologistas en los que se considera el sujeto como un ser incompleto, inseguro, que se encuentra en formación y transita por una fase traumática (Chaves, 2005). Stanley Hall, uno de los representantes de esta perspectiva, señala que la adolescencia se establece como una fase de la vida que se caracteriza por ser especialmente dramática, tormentosa, y en la que se producen innumerables tensiones con inestabilidad, entusiasmo y pasión. Según Hall, en sus teorías no hay lugar para las influencias del contexto.
Por su parte, la teoría psicosocial, con representantes como Ana Freud (1936) y Erickson (1971), determinan que la adolescencia es una etapa que inicia con el brote pulsional producido en la pubertad, en la que se altera el equilibrio psíquico logrado en la infancia, lo cual provoca desajustes, hace la personalidad más vulnerable y conlleva a crear defensas psicológicas que en cierto modo obstaculizan la adaptación, como lo afirman Delval (2008) y Bordignon (2005). Es decir, la adolescencia se debate entre la normalidad y anormalidad, debiendo “curarse” y equilibrarse (discurso de la patología social, según Chaves, 2005), pues presenta una “crisis identificatoria” (Hartman, 2013).
En medio de estas perspectivas teóricas que tienden a ver al sujeto aislado de su contexto (Vygotsky, 1978), la teoría histórico-cultural propone que el factor determinante del desarrollo psicológico está fuera del individuo, es decir, en su medio externo, en el cual, según franjas de edad, el sujeto asimila la experiencia social a través de las interacciones y luego las interioriza. De esta manera, se van desarrollando funciones y al llegar a la adolescencia el sujeto alcanza unos niveles más altos de desarrollo que han sido mediados culturalmente.
Frente a estos referentes teóricos, la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1995), retoma conceptos y establece una franja de edad entre los 10 y los 19 años para delimitar a este grupo de personas, caracterizándolas a su vez como sujetos que presentan cambios de tipo biológico, emocional y psicosocial, y que se encuentran en la búsqueda de su identidad, de sus lazos familiares, de vínculos de pares y de sus propios proyectos (Unicef, 2011). Según el género, se ha considerado que estos rangos de edad pueden extenderse aún más en los hombres que en las mujeres (Iglesias, 2013).
Estas visiones parten, de esta manera, de apreciaciones organicistas, determinantes, psicológicas, las cuales ven a un sujeto carenciado, dependiente, heterónomo e incompleto que debe ser protegido, controlado y vigilado para que pueda convertirse en un ser normal que conviva con otros cuando llegue a su adultez, fase en la cual se pretende que el sujeto es un ser estable, autónomo e independiente. De estas visiones emergen a su vez normativas y políticas públicas que establecen estrategias que se consideran desde la mirada adultocéntrica, necesarias para los sujetos adolescentes. Por ejemplo, el control del embarazo en la adolescencia y la prevención del consumo de drogas sin tener en cuenta otras variables del contexto distintas a la edad.
Aproximaciones “posmodernas”
En esta visión se hace referencia a que la adolescencia no solo es una etapa en la vida del ser humano, sino que además se acompaña de un contexto que la afecta de manera relevante. En estas aproximaciones aparecen discursos culturalistas y sociologistas que agrupan a estos sujetos en culturas especiales y en algunas ocasiones lo presentan como víctima, según refiere Chaves (2005).
En este grupo puede incluirse a referentes como Margaret Mead (1928), quien hace alusión a la influencia que tienen la sociedad y la cultura sobre los modelos familiares. Por ende, considera las diferencias y condiciones particulares, sociales y culturales de cada grupo. Mead demostró que la adolescencia no es un periodo tormentoso y de tensiones, sino que las personas de este grupo se encuentran limitadas y sin muchas redes de apoyo (Mead, 1990).
En este campo y frente a esta perspectiva, autores contemporáneos valoran que las etapas denominadas infancia, adolescencia y juventud son “construcciones culturales” relativas en el tiempo y en el espacio, y, por tanto, fenómenos socioculturales que adquieren sentido y significado en la comunidad de pertenencia (Jociles, Franzé y Poveda, 2011). Por esta razón, Martínez (2011) habla acerca de la necesidad de deconstruir la idea de que la adolescencia sea un hecho natural y universal, para verla, en cambio, como una construcción que negocia significados y prácticas sociales.
Autores como Feixa (2011b) se han dado a la tarea de reflexionar sobre el tema, examinando la evolución del concepto de adolescencia, hallando que esta es más una construcción cultural, con presencia de gran variedad de situaciones, dependientes de su sitio de origen y culturas (Feixa, 2011b). Es decir, no es ya un acontecer vital sobredeterminado en un sentido intrapsicológico, sino que está incluido en una red social en la que los grupos, el mercado de trabajo, la industria cultural y las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) construyen una trama estructuradora de este periodo histórico-biográfico (Pérez-Sánchez, Aguilar-Feyan y Víquez-Calderón, 2008); como lo anotan Alpizar y Bernal (2003), es una «construcción social de la realidad», noción que posibilita ver al sujeto como activo y capaz de transformar, deconstruir y construir las explicaciones que existen sobre él o ella y sobre su mundo.
En ese sentido, la adolescencia, según estas visiones, se configura en cada sociedad de acuerdo con su historia, prácticas, ritos, y no de acuerdo con una etapa prefijada como la edad o desarrollo físico (Dávila, 2004). Rojas y Alvarado refieren que: “Cada sociedad ha construido y tiene una percepción compartida de las transiciones de la vida humana y ha creado a su vez unas prácticas ‘rituales’ y unos procesos de socialización que permiten ‘pasar’ de una etapa a la siguiente, a los miembros de su comunidad o sociedad” (Rojas, 2013, p. 66).
No obstante, en medio de esta multiculturalidad y contextos diversos, se develan tonos de estigma en las diversas concepciones cuando se hace referencia a la adolescencia. Al respecto, Chaves (2005) hace un análisis de las representaciones sociales en Argentina en relación a la juventud; de ese análisis emergen conceptos de adolescencia en los que la autora halla, por un lado, que se perpetúan discursos de invisibilización y estigmatización y, por otro, que existen concepciones acerca de estos grupos sociales en las que se les identifica como: ser inseguro de sí mismo, ser en transición, ser no productivo, ser incompleto, ser desinteresado y/o sin deseo, ser desviado, ser peligroso, ser victimizado, ser rebelde y/o revolucionario y ser del futuro.
Estas concepciones nos llevan a plantearnos preguntas, de una parte, acerca del cómo se es adolescente en medio de la diversidad, por ejemplo, en una tribu indígena o en un país de Oriente, en una zona desértica de Colombia como la Guajira o en un país europeo; ¿cómo actúa aquel que vive en una zona costera de Colombia frente a otro de una zona andina en el mismo país?, ¿diremos que la caracterización de adolescente podría estandarizarse para todos los sujetos o que realmente el contexto es prioritario en el análisis?; y de otra parte, también nos conducen a hacernos preguntas referentes a las construcciones y direccionamientos que hacen las políticas públicas para este grupo de sujetos. Lo anterior en razón a la necesidad de analizar en qué están centradas o hacia qué apuntan prioritariamente tales políticas: ¿hacia el reconocimiento de la diversidad y el respeto por el otro o hacia el control y la invisibilidad de la otredad que no se sujeta a lo que es considerado, especialmente desde la mirada del Estado, como normal? En ese sentido analizar, así mismo, cuáles son los discursos que emergen en ellas y qué representaciones sociales se tienen de la adolescencia.
Políticas públicas en torno a la adolescencia y procesos participativos
En Colombia, el adolescente es reconocido desde la Constitución Política de 1991, la cual, en su artículo 45, promulga que: “tiene derecho a la protección y a la formación integral”. Además de lo anterior, dos de las normativas marco que establecen definiciones frente a la adolescencia y estructuran lineamientos para la construcción de políticas públicas inherentes a esta población, son la Ley 1098 de 2006 (Código de la Infancia y la Adolescencia) y la Ley 1622 de 2013 (Estatuto de Ciudadanía Juvenil). Esta última, aunque se identifica como una ley de juventud, tiene traslapada, según las clasificaciones biológicas y jurídicas que han establecido las diferentes organizaciones, una franja etaria (14-18 años de edad) que se considera parte de la adolescencia.
Por su parte, el Código de la Infancia y la Adolescencia, en su artículo 3, desde la perspectiva de ciclo vital, define como adolescentes a las personas entre los 12 y 18 años de edad, estableciéndolos como sujetos de derechos; y en su artículo 1 hace referencia a que la finalidad del Código es “garantizar su pleno y armonioso desarrollo para que crezcan en el seno de la familia y de la comunidad, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión” (Artículo 1, Ley 1098 de 2006).
La Ley Estatutaria de Juventud plantea la definición de joven según su artículo 5, como “toda persona entre 14 y 28 años cumplidos en proceso de consolidación de su autonomía intelectual, física, moral, económica, social y cultural que hace parte de una comunidad política y en ese sentido ejerce su ciudadanía”, pero además estima con respecto a lo juvenil que “las realidades y experiencias juveniles son plurales, diversas y heterogéneas...” (Artículo 5, Ley 1622 de 2013).
Puede verse que estas definiciones incluyen términos que presentan a este grupo como aquel que se encuentra en una “etapa” de construcción y como tal requiere de protección; sin embargo, existe, así mismo, una que delinea la Ley Estatutaria en la que se identifican conceptos que permean la subjetividad y la comprensión de estos sujetos de manera diversa.
Desde estos lineamientos marco se han diseñado a su vez políticas públicas. Sin embargo, es necesario reflexionar acerca de si estas normativas parten del reconocimiento de un sujeto situado, que existe en un contexto multicultural y diverso que posibilita la presencia de “adolescencias”, y si particularizan las miradas desde la pluralidad, como lo refiere Sierra (2014), o si, por el contrario, parten de una visión prefijada, estática, que regula y normaliza a la población de manera homogénea, bajo la idea de que no tiene sentido diseñar políticas que se propongan incorporar a las nuevas generaciones en un proceso de “reproducción” de la sociedad vigente (Rodríguez, 2002), dado que no resultaría pertinente para su realidad. En ese sentido, las políticas públicas deberían responder adecuadamente a la heterogeneidad de grupos juveniles existentes, focalizando con rigurosidad acciones diferenciadas (Rodríguez, 2002).
En general, el Estado parte de la perspectiva de ciclo vital y reconoce al adolescente como un sujeto de derechos. Sin embargo, este sujeto enfrenta una situación problemática mayor respecto a otras poblaciones del país, relacionada de manera especial con la pobreza y la violencia. La pobreza, por ejemplo, afecta al 61 % de la juventud rural y al 38 % de la urbana (UNFPA Colombia, 2016); en el contexto laboral, la Encuesta de Calidad de Vida (ECV) para el trimestre móvil de agosto-octubre de 2016 establece que la tasa de ocupación de la población entre los 14 y 28 años de edad fue de 50 %, y que la tasa de desempleo para las mujeres jóvenes fue de 19,3 %, mientras que para los hombres jóvenes fue de 14,5 % (DANE- ECV, 2016), lo cual supera la tasa de desempleo general y presenta un sesgo de género evidente, especialmente para las mujeres (Gómez, 2016). Con respecto a la educación, la tasa de asistencia escolar para las personas de 17 a 24 años es muy baja (38,3 %) (DANE-ECV, 2015).
De otra parte, en referencia a la violencia, según el foro Invertir en jóvenes como condición para una paz duradera en Colombia, organizado por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) Colombia, la violencia es la principal causa de muerte en la población joven (50,8 %) (UNFPA Colombia, 2016), en tanto que según la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV), el 36,6 % de víctimas del conflicto tiene entre 12 y 28 años de edad (UARIV, 2015).
Otra arista que puede evaluarse en lo concerniente a las políticas públicas dadas para estos sujetos es la participación que han tenido dentro de los procesos de construcción, ejecución y diseño de las mismas en el país. Al respecto, Celis (citado por Sarmiento, 2001), sostiene que se han presentado cuatro etapas distintivas que van desde 1960 hasta la actualidad, caracterizadas así: un primer momento de debate y formación de movimientos culturales y políticos de movilización; una segunda etapa en la que se evidencia una lógica inicial de desilusión por el futuro (Vela-Valldecabres, 2010) y una sociedad que aplicó una visión estigmatizante “y peligrosa que justificaba la respuesta represiva del Estado hacia la juventud”, como señala Celis (citado por Sarmiento, 2001); una tercera fase, de 1991 a 1997, caracterizada por la “apertura de espacios de participación y toma de decisiones”, y una cuarta y última que se inició en 1997 y continúa actualmente, que presenta una reevaluación crítica de los preceptos establecidos en la Constitución nacional, marcada por la violencia, especialmente sobre este grupo de sujetos (Celis citado por Sarmiento, 2001).
Desde este punto de vista, como indica Rodríguez:
resulta imperioso, en primera instancia, combatir las desigualdades intergeneracionales, que son muy significativas en casi todos los países de la región. Y en segundo lugar, analizar rigurosamente los enfoques con los que se debería trabajar en todas las políticas públicas..., tratando de lograr los mayores y mejores impactos en cada caso particular, a través de una efectiva articulación de esfuerzos entre las instituciones especializadas en juventud y las grandes agencias ejecutoras de políticas públicas. (Rodríguez, 2002)
Veamos ahora, según la clasificación de representaciones sociales presentada por Chaves (2005), la noción de adolescencia que emerge en algunas normas, políticas y programas establecidos a partir del 2010, especialmente, las cuales son comprendidas como aquellas que dan respuesta a las “necesidades” de este grupo social (Ver tabla 1).
Puede valorarse que algunas de estas normas relacionadas con la adolescencia han sido diseñadas en forma general desde la mirada adultocentrista, no contextualizada, y enfocadas en las “necesidades” que se consideran pertinentes de acuerdo a la representación social que se tenga de estos sujetos, como lo afirma Chaves. Lo anterior puede implicar que conforme se han subjetivado los adolescentes (como desviados, peligrosos, incompletos, etc.), así mismo se han creado políticas públicas para atender estas “necesidades”, como para controlar un riesgo que emerge en la sociedad.
Lineamientos como el Conpes Social 147 de 2012, analizados por Chaves, revelan, por ejemplo, la representación social de estos sujetos como seres desviados, que son vistos como aquellos que tienen muchas posibilidades de desviarse del camino, porque sus objetivos no son claros y esto también los convierte en sujetos peligrosos. Sin embargo, se vislumbran normas como la Política de Prevención del Reclutamiento y Utilización de Niños, Niñas y Adolescentes por parte de Grupos Armados, en la que se puede valorar el análisis del contexto político y social que rodea a ciertos grupos de personas en el país que requieren un sistema especial de abordaje.
En ese sentido, se muestran los esfuerzos gubernamentales por diseñar normas, políticas y programas contundentes que aporten soluciones a los adolescentes, al tiempo que visibilizan dos elementos importantes frente a su construcción y logros: uno, es la definición y abordaje de la adolescencia desde la perspectiva etaria, puesto que se establecen rangos de edad y se definen las características de estas personas de acuerdo con una franja de edad sin tener en cuenta su diversidad y contexto multicultural; o simplemente no se hace referencia a esta, con lo que una población que no es cubierta por la Ley de Infancia y de Adolescencia ni tampoco por las leyes que abordan la juventud queda en el vacío.
Un segundo elemento que se connota es la ineficacia en el alcance de metas propuestas como lo demuestran los resultados presentados anteriormente, lo cual puede demostrar la falta de herramientas normativas que aporten de manera pertinente a las necesidades de esta población, y además la ausencia de estos sujetos que aporten desde sus lecturas de manera real en la construcción de las políticas públicas que conlleven al mejoramiento de sus condiciones de vida.
De otra parte, como sostienen Buse et al. (citados por Vega, 2013), los marcos políticos y jurídicos que han sido en gran parte definidos por las normas culturales y morales de los países, presentan una visión adultocéntrica, determinista, que califica a estos sujetos como dependientes, necesitados de cuidado, protección, regulación y controles, que no son pertinentes de acuerdo a su contexto ni hacen visible su voz en ellos.
Esta mirada adultocéntrica sigue estando cerca de la idea de un “menor” al que se le debe guiar en todos sus procesos y darle una formación integral, y genera dudas sobre su pertinencia y eficacia, pues no tiene en cuenta sus características particulares ni incluye al adolescente de manera directa en esta construcción para que pueda expresar sus necesidades reales y se reconozca como sujeto de derechos desde su propio sentir y pensar. Como señala Castrillón (2012):
lo que sigue siendo fuerte, a pesar de las crecientes interpelaciones de la garantía y restablecimiento de los derechos de la niñez y la adolescencia, son los imaginarios deficitarios sobre la condición infantil y adolescente, expresados a través de prácticas institucionales de protección y asistencia que sitúan a los niños y adolescentes en el orden de lo exótico en virtud de su estatus social y moral de menores.
Conclusiones
A modo de conclusión, puede decirse que la adolescencia, además de haber hecho su aparición a partir de eventos históricos y sociales, se ha ido configurando desde las miradas disciplinares de maneras distintas. No obstante, se debe reflexionar frente a la concepción que se hace desde el enfoque de ciclo vital como algo único y determinante en todos los sujetos, puesto que no se trata de una etapa vital que sea transitada de igual forma por todas las personas, sino que es una situación que vive el ser humano de acuerdo con contextos y momentos históricos de manera diversa. Cabe señalar que las definiciones de tipo estructuralista se basan primordialmente en una intencionalidad gubernamentalizada que enfatiza sus funciones positivas para “organizar” modos de existencia en una población de acuerdo a lo que se considera ideal para estos y no se les permite ser o pensar de otra forma.
Por lo anterior la conceptualización que pretende homogeneizar, estigmatizar, invisibilizar, infantilizar, considerando a estas personas como “menores” incapaces, peligrosos o no normalizados debe deconstruirse para configurar una concepción que permita acercar las políticas públicas a las realidades sociales de manera amigable, pertinente, diferenciada y eficiente. Lo cierto es que de acuerdo con los conceptos que se emitan, pueden crearse estigmas e invisibilidades que dificultan el desarrollo de los seres humanos como autónomos y capaces, y afectan sus oportunidades.
La definición de adolescencia desde la mirada biológica y jurídica ha marcado las principales pautas para definir rutas de atención, protección, vigilancia y control sobre este grupo poblacional y, aunque se hayan dado pasos para cambiar la concepción de adolescencia visibilizándola y dando voz a sus necesidades, por ejemplo con la creación de consejos municipales y departamentales de juventud, y con la inclusión de sus aportes en el diseño y evaluación de políticas públicas, se hace necesario avanzar hacia conceptualizaciones que integren otros elementos y permitan caracterizar la diversidad que presentan estos actores sociales, como lo refieren Maddaleno, Morello e Infante, (2003). Lo anterior enriquecería las políticas públicas y estas tendrían en cuenta la diversidad poblacional.
Puede notarse, además, de alguna forma, una incongruencia, como plantea Hopenhayn (2008), pues resulta paradójico que la adolescencia y la juventud, a pesar de manejar y consumir los nuevos medios de procesamiento de información y de contar con una mayor participación en las redes a distancia e incluso con más años de educación, no tengan una mayor presencia en las instancias de decisión política ni un mejoramiento de sus condiciones materiales, lo cual plantea desafíos a la inclusión.
Estos hallazgos hacen ver que se deben definir estrategias que prioricen a esta población adolescente, reconociéndola como un grupo de múltiples riquezas sociales y culturales con características diversas, que requieren, por lo tanto, nuevas políticas públicas y programas que apunten al mejoramiento de sus condiciones de vida y que no solamente se inserten dentro de las normativas como un grupo que se clasifica etariamente, sin que sean reconocidas sus dimensiones como personas que sienten y piensan de manera diversa.