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Signo y Pensamiento

Print version ISSN 0120-4823

Signo pensam.  no.49 Bogotá July/Dec. 2006

 

Tres aproximaciones al concepto de cultura: estética, economía y política

 

Three approaches to the concept of culture: aesthetics, economy, and politics

 

Elkin Rubiano*

*Sociólogo de la Universidad Nacional y magíster en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana. Actualmente es profesor de Teorías de Comunicación en la Universidad Externado de Colombia y en la Universidad Javeriana, y profesor de Teoría Estética en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Correo electrónico: elkinrubiano@yahoo.es..

Submission date: october 27 th 2006 Acceptance date: december 4 th 2006

Recepción: 27 de octubre de 2006 Aceptación: 4 de diciembre de 2006

 


This article examines the concept of culture and its links to aesthetics, economy, and politics; today, all of these notions are inherent to cultural industries, culture policies, and the production and reception of both goods and symbolic contents. These practices, among others, will gradually be related to each other until a final unity is achieved, an indispensable unity vis-à-vis our times of international treaties and economic and cultural "integration".

Keywords: culture, aesthetics, art, the economy of culture, cultural policies

 


Este artículo se ocupa de revisar el concepto de cultura unido a la estética, la economía y la política; nociones que hoy son inherentes a las industrias culturales, las políticas, la creación y recepción de bienes y contenidos simbólicos. Estas prácticas, entre otras, se irán relacionando a lo largo del texto hasta conformar una unidad que es indispensable pensar en tiempos de tratados internacionales de libre comercio y de "integración" económica y cultural.

Palabras clave: cultura, estética, arte, economía de la cultura, políticas culturales.

 


Origen del artículo

El artículo es una revisión bibliográfica a partir de la investigación realizada como tesis de la Maestría en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana, titulada "La cultura encrucijada: concepciones, representaciones y apropiaciones de una noción escurridiza" (2006).

Se hará un recorrido por los desplazamientos sucedidos en el campo de la estética entre los siglos xviii y xx para mostrar el tránsito que va de una estética ilustrada (autónoma) a una estética industrial (heterónoma). Las transformaciones estéticas indicarán un cambio en las nociones de arte, creador y receptor del que se ocuparán inicialmente los teóricos críticos, pero que luego abrirán el debate hacia otros campos de la investigación.

Arte, estética y cultura

En el estudio que Elias (1991) hace sobre Mozart se señala que el arte, antes que "arte", fue primero "arte de uso". La afirmación podría parecer confusa, en especial si nuestra definición del arte parece cuestión resuelta, aun si se tuvieran en cuenta las muchas posibles concepciones que definen a ese indiviso y recientemente llamado mundo del arte: el arte. Y no sólo en mayúscula, sino especialmente en singular: el arte. Ya no arte de o arte para sino "arte", incluso dentro del plural bellas artes, pues éstas pueden ser -recordando el título del libro de Charles Batteaux publicado en 1746- reducidas a un mismo principio y bajo un mismo nombre en singular: "el arte". Ya no el arte de la guerra, o el arte de la construcción, o el arte para el divertissement sino puramente arte.

Hacia finales del siglo xviii, la singularidad del arte resulta más o menos un hecho manifiesto. Esto, por otra parte, no se desliga de la reflexión autónoma que comienza a realizarse sobre el arte: la reflexión propiamente estética. Siendo así, puede afirmarse que la relativa autonomía del arte coincide históricamente con el nacimiento de la estética, la cual se entiende según su primera acepción como ciencia de lo bello o bellas ciencias (Rubiano, 2004). Durante la primera mitad el siglo xviii aparecen textos como Reflexiones críticas acerca de la poesía y de la pintura (1719), de Jean-Baptiste Du Bos; Las bellas artes reducidas a un mismo principio (1746), de Charles Batteaux, y Estética (1750), de Alexander Baumgarten. En la misma línea, durante la segunda mitad del siglo xviii, ven la luz pública -y la noción referida a lo público como publicar no está puesta de más- Historia del arte en la Antigüedad (1764), de Johann Joachim Winckelmann, y los Salones (1759 el primero), de Denis Diderot.

Este último dato resulta crucial para entender parte del proceso de autonomización del arte, pues los Salones son el primer ejercicio de crítica de arte en un sentido moderno, ejercicio que pudo realizarse debido a que el salón (Salon Carré del Louvre), como señala Valeriano Bozal, "crea un público que disfruta contemplando y valorando las obras expuestas, público que tiene acceso a lo que antes sólo era privilegio cortesano […] primera forma de democratización de la recepción de las obras de arte" (Bozal, 2000, p. 22).

Aunque el proceso de autonomización del arte comienza a configurarse desde el siglo xviii, sólo hasta finales del xix, como advierte Pierre Bourdieu, el arte como "campo" relativamente autónomo se constituye definitivamente:

[El arte] dominado durante toda la Edad Media, durante una parte del Renacimiento, y en Francia, con la vida de la corte, durante toda la edad clásica, por una legitimidad exterior, la vida intelectual se organizó progresivamente en un campo intelectual, a medida que los creadores se liberaron, económica y socialmente, de la tutela de la aristocracia y de la iglesia y de sus valores éticos y estéticos, y también a medida que aparecieron instancias específicas de selección y consagración propiamente intelectuales, y colocadas en situación de competencia por la legitimidad cultural. (Bourdieu, 1967, p. 136)

La relativa autonomía de este campo de producción cultural significará la liberación tanto para los creadores como para los intelectuales de las instancias exteriores de legitimidad, pues cada campo construye sus propias reglas y formas de legitimidad. Este proceso, desde luego, no se puede desligar de la modernidad. Max Weber señala al respecto que la modernidad cultural se caracterizó por la separación de la razón sustantiva, expresada en la religión, y la razón metafísica en tres esferas de valor autónomas: ciencia, moralidad y arte (Cuadro 1):

Kant resulta clave al hacer esta distinción, pues con la filosofía trascendental se descubre el a priori de tres condiciones fundamentales: el conocimiento de la naturaleza (la ciencia), la acción moral (la ética) y el sentimiento estético (el arte). Con respecto a este último aspecto (el estético), se puede afirmar que en la modernidad el arte o, de modo más preciso, la belleza en el arte, se desliga de las nociones clásicas de verdad y bondad, pues el juicio estético no es ni lógico, ni moral, ni empírico. Justamente, el principal interés de Kant en la "Analítica de lo bello"1 (1992) es separar lo bello de lo agradable y de lo bueno (Cuadro 2):

Con la autonomía del arte -y su aspecto de validez universal (autenticidad y belleza)-, la cuestión del gusto tomará un lugar central en lo que respecta a la definición de lo culturalmente legítimo, como se verá en el siguiente apartado.

Cultura, cultivo y jerarquía

¿Qué se entiende cuando se dice de alguien que "no tiene cultura"? La respuesta nos remite a una larga tradición en la que las nociones de posesión, modelación e ideal resultan centrales para comprender la dicotomía entre lo refinado y lo grosero, lo libre y lo necesario, lo cultivado y lo natural. En otras palabras, estas nociones nos remiten a la idea de un orden que debe ser alcanzado. Destinado a una carrera de validación universal, ese orden fue concebido, como señala Bauman, "a partir de la experiencia particular de unas gentes particulares que vivieron en tiempos particulares" (2001, p. 162). En el caso de la modernidad, esa experiencia particular con pretensiones universales puede rastrearse a partir de la concepción ilustrada de la cultura, entendida ésta como el cultivo del espíritu que permitiría diferenciar a un hombre de una criatura, a la civilización de la barbarie. A la civilización se accedería, desde esta perspectiva, mediante el cultivo en las más altas manifestaciones del espíritu humano: el arte y el conocimiento.2

Es necesario tener en cuenta que la tradición ilustrada de la cultura es heredera de la concepción cortesana del gusto que busca distinguirse del pueblo en su lenguaje, estilo, ademanes y conducta:

El rechazo de lo que es fácil en el sentido de simple, luego sin profundidad, y "que cuesta poco", puesto que su descifre es cómodo y poco "costoso" culturalmente, conduce con naturalidad al rechazo de lo que es fácil en sentido ético o estético, de todo lo que ofrece unos placeres demasiado inmediatamente accesibles y por ello desacreditados como "infantiles" o "primitivos" (por oposición a los placeres diferidos del arte legítimo). (Bourdieu, 1998, p. 496)

Ahora bien, aunque entre la tradición cortesana e ilustrada del gusto hay puntos de contacto, es necesario señalar algunas diferencias, como aquella que va del hedonismo cortesano de Hume al ascetismo puritano de Kant: si para el primero la norma del gusto está establecida por la delicadeza, la comparación, el buen sentido y la renuncia a cualquier tipo de prejuicio, para el segundo el gusto es un sentimiento distanciado, contemplativo, reflexivo y desinteresado. Para Hume es indispensable la experiencia, el mundo, la aisthesis; mientras que para Kant es indispensable el intelecto, la erudición, la askesis. Con Kant -un filósofo cuya conciencia se identificaba con el ideal artístico burgués que opone "el gusto de la reflexión" (cultivado) al "gusto de los sentido" (del pueblo, más goce que cultura)- se está configurando un modo intelectual de acercarse al arte y la belleza, un modo propiamente estético. Bourdieu considera que la Crítica del juicio de Kant es:

La expresión de los intereses sublimados de la intelligentsia burguesa; esa burguesía intelectual que, como bien dice Norbert Elias, "obtiene su autojustificación en primer lugar de sus realizaciones intelectuales, científicas o artísticas", de ahí que -continúa Bourdieu- nada en el contenido de esta estética típicamente profesoral podría oponerse a que la misma vea reconocida su universalidad por sus únicos lectores ordinarios, los profesores de filosofía, demasiado ocupados en perseguir el historicismo y el sociologismo para percibir la coincidencia histórica y social que, en este caso entre tantos otros, se encuentra en la base de su ilusión de universalidad (1998, pp. 503, 504-505).

Así, Bourdieu demuestra que la "distanciación" y el "desinterés" del gusto puro está fundado en:

la antítesis entre cultura y el placer corporal (o, si se quiere, la naturaleza) [que] se enraíza en la oposición entre la burguesía cultivada y el pueblo, solar fantasmático de la naturaleza inculta, de la barbarie entregada al puro goce […por oposición al…] placer ascético, placer vano que encierra en sí mismo la renuncia del placer, placer depurado de placer, el placer puro está predispuesto para devenir en símbolo de excelencia moral, y la obra de arte una prueba de superioridad ética, una medida indiscutible de la capacidad de sublimación que define al hombre verdaderamente humano (1998, p. 501)

La estética ilustrada conformará un orden que puede y debe ser perseguido pues, de manera heredada o adquirida, la cultura es una posesión que se puede, como toda posesión, "adquirir y dilapidar, manipular y transformar, modelar y enmarcar" (Bauman, 2002, p. 104) mediante un ideal educativo, de ahí que a partir de la modernidad la escuela juegue un papel central cuando de cultivar a las criaturas se trata. El ideal estético ilustrado, burgués, negará cualquier continuidad entre la vida y el arte mediante el principio universal de la contemplación distanciada y desinteresada que se opone completamente a la estética popular del goce sensual.

Heredera de la concepción ilustrada de la cultura, la tradición de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo xix hará una crítica de tipo culturalista a la civilización moderna. Matthew Arnold, John Ruskin y William Morris denuncian el trabajo mecanizado, el urbanismo inorgánico, la uniformidad en el vestir y la proliferación publicitaria que han destruido el "deseo de producir cosas hermosas" (Mattelart y Neveu, s. f.). Como respuesta al "mal gusto" a la "sociedad de masas" y a la "pobreza de su cultura" aparecen revistas como Scrutiny que, fundada en 1932: "se convierte en el centro de una cruzada moral y cultural contra el embrutecimiento practicado por los medios de comunicación social y la publicidad. Se aprovecha cualquier oportunidad para reafirmar la capacidad liberadora del aprendizaje, bajo la tutela de la élite culta, de la Gran Tradición de la ficción inglesa" (Mattelart y Neveu, s. f., s. p.).

El resultado de esta cruzada fue el jerarquizar la cultura como refinada, mediocre y brutal (Mattelart y Mattelart, 1997). Teniendo en cuenta esta concepción jerárquica de la cultura, aventuremos una clasificación (Cuadro 3), aun sabiendo que toda clasificación puede ser, como advierte Merton, "lógicamente impecable, empíricamente aplicable y virtualmente estéril" (2002, p. 391):

Arriesguemos ahora, siguiendo el cuadro anterior y asumiendo aún la advertencia de Merton (2002), una clasificación de la creación cultural, según la concepción jerárquica de la cultura (Cuadro 4):

Ahora bien, la interpretación de las concepciones de la cultura y de las creaciones culturales se vuelve un asunto más complejo si se reflexiona sobre la producción y reproducción de las obras culturales mediante procedimientos industriales, como lo manifestó Walter Benjamin en su famoso ensayo de 1936 (1982).

De una estética ilustrada a una estética industrial

El tránsito que va de una estética ilustrada de tipo kantiano a una estética industrial de tipo benjaminiano estuvo marcado por un proceso cuya tensión se manifiesta en el siglo xix con la tesis de Hegel sobre el "fin del arte": el arte ha llegado a su fin como etapa histórica. Otros autores han reflexionado sobre lo mismo, bajo la siguiente premisa: con la modernidad, el arte se separa de la vida, de la experiencia; aunque con esta separación, y por primera vez, el arte es entendido como arte y nada más: sin justificación, sin utilidad, sin funcionalidad. A finales del siglo xix es conocido en Francia el principio estético de "el arte por el arte", cúspide de la ilusión sobre su autonomía.

Habermas señala al respecto que el "proyecto de modernidad formulado en el siglo xviii por los filósofos de la ilustración consistía en sus esfuerzos por desarrollar la ciencia objetiva, la moralidad y las leyes universales, y el arte autónomo, de acuerdo con su lógica interna". Estas estructuras de racionalidad se desarrollaron "bajo el control de especialistas que parecen más expertos en ser lógicos de estas particularidades que el resto de la gente" (2002, p. 24). El resultado de tal estructura de racionalidad en la esfera del arte fue el siguiente: un cuerpo de especialistas que se refieren a otros especialistas, un tipo de autorreferencialidad marcada por la configuración de unas fronteras internas en la esfera del arte. Este proceso trajo consigo una crisis, pues el mundo del arte se convirtió en un mundo escindido de la vida, o de modo mucho más claro, en un mundo separado de la comunidad3 y, por lo tanto, no necesitado ya de justificación, como Hegel lo había revelado.

Sin embargo, el proceso no culmina allí, pues durante la primera mitad del siglo xx, como señala José Jiménez, el arte perderá su posición predominante en la configuración de la sensibilidad occidental mediante la aparición y extensión masificada de tres vías de la experiencia estética: el diseño industrial, la publicidad y los medios masivos de comunicación: "Los poderes y atributos tradicionales del arte estaban en discusión. La vieja homogeneidad había desaparecido. Frente a la pluralidad y opacidad de los nuevos tiempos, había que reinventarlo todo" (Jiménez, 2001, p. 35). Las nuevas experiencias estéticas irán de la mano entonces con lo fragmentario, lo discontinuo, lo efímero, lo cotidiano, la calle, el objeto y la imagen industrial.4 Esto supone un cambio tanto en la creación como en la recepción de las obras de arte, si es que así puede llamárselas, pues la misma noción de arte, promulgada su acta defunción, resulta ya cuestionable si pensamos en las interpretaciones post, en las no se habla ni siquiera de "obra", sino simplemente de "texto" (Jameson, 1996).

Vattimo considera que la cuestión de la muerte del arte puede entenderse de tres maneras: (1) el arte separado del resto de la experiencia, (2) la estetización como extensión del dominio de los medios de comunicación y (3) el silencio (1986, p. 53). Justamente sobre estas cuestiones versa la reflexión de Benjamin (1982): (1) la tritura del aura y el cambio del valor de la obra (de cultual a exhibitivo), (2) en un mundo dominado por objetos y formas industriales el público se convierte en experto y (3) aunque el público es un experto, un examinador, es "un examinador que se dispersa" en un tipo de "percepción distraída".

Debe señalarse, desde luego, el valioso carácter ambivalente en la reflexión hecha por Benjamin: si la reproducción de una obra puede abrir posibilidades tanto sensuales como interpretativas, también puede inmovilizar mediante una suerte de anestesia, pues mediante la reproducción técnica, ya no sólo mecánica sino también electrónica, los receptores acumulan gran parte de su capital cultural en materia de arte. Aunque debe aclararse que bajo las técnicas de reproducción éstos se apropian no de las obras, sino de las imágenes según la lógica del fragmento que exige lo microfilmado, pero no podrán experimentar, por ejemplo, las ásperas superficies de Miguel Ángel que exigen del tacto.

La apropiación de la imagen (del texto, ahora de modo más claro) se ajusta apenas a una proyección lumínica que choca en la planicie de la pantalla. Siendo así, no se sabe con certeza si el receptor ha quedado ilustrado o luminiscente.5 No obstante, debe decirse que tal ilustración o luminiscencia hubiera sido imposible sin la ayuda técnica, cada vez más sofisticada, pues mucho mejor la luz en la pantalla que la ilustración en el papel y, claro, mucho mejor la ilustración en malos colores y peor papel que no acceder a nada, pues difícilmente la mayoría los receptores peregrinarán a los "templos sagrados del arte".

Si en la estética ilustrada se afirma que a lo bello se accede mediante una "pura satisfacción desinteresada" (Kant, 1992), en la estética industrial es evidente que lo bello va unido a una utilidad, a una funcionalidad (Ewen, 1992), es decir, a un interés; si en aquélla se apela al sentimiento aséptico, en ésta se reclama un tipo de sensibilidad unida al goce sensual; si en el siglo xviii el juicio de gusto es considerado una facultad de minorías,6 en el siglo xx la experiencia estética se extenderá, por medio del modelo industrial de la producción fordista, hacia amplios sectores de la población.7

Sin embargo, no sólo la experiencia estética se masificará con la reproducción de objetos e imágenes industriales, sino que el mismo arte, como institución, no será ajeno a esas transformaciones. Así es como el readymade dadaísta y la estructura constructivista, por ejemplo, "combaten los principios burgueses del arte autónomo y el artista expresivo, la primera mediante la aceptación de objetos cotidianos y una pose de indiferencia estética, la segunda mediante el empleo de materiales industriales y la transformación de la función del artista" (Foster, 2001, p. 6). Los giros indicados en este apartado se pueden resumir del siguiente modo:

· Tránsito de una estética autónoma (ilustrada) a una estética heterónoma (industrial).

· Del goce puro (ascético) al goce sensual (hedonista).

· Del arte autorreferencial con fronteras internas a la noción de "obra" en un sentido múltiple.

La estética industrial pone en evidencia cambios en las nociones de obra, creador y receptor, no referidas ya al ámbito del arte autónomo, el creador increado genial y el receptor disciplinado en la contemplación museística. Las fronteras entre arte, estética y cultura parecen haber desaparecido: en el siglo xviii, si se quería hablar de estética, había que recurrir al arte, peregrinar al salón o al museo (instituciones verdaderamente extracotidianas); en el siglo xx, por el contrario, cuando se quiere hablar de estética no hay que ir a ningún lugar, pues la vida cotidiana se ha estetizado mediante el diseño, la publicidad y los medios masivos de comunicación, en una palabra, mediante el consumo.8 La concepción industrial de la cultura se ampliará entonces hacia terrenos no explorados por los historiadores del arte y los estetas: producción, distribución y consumo de las obras de la cultura -transformadas ahora en bienes y servicios culturales etiquetados en los conceptos de industrias culturales y consumo cultural- serán claves en la investigación y la reflexión teórica. Tal vez sea la economía uno de los puntos centrales del debate cuando se quieren discutir las transformaciones indicadas.

Economía y cultura

Hoy en día, cuando se leen informes de investigación y marcos conceptuales sobre las industrias culturales, el lector "recién llegado" a este campo en alza se encuentra con una referencia oscura que bien podría omitirse, pero que, pareciendo obligatoria, se cita a modo de cometario histórico, de "genealogía" conceptual: "En 1947 Theodor Adorno y Max Horkheimer acuñaron el término industria cultural", pero también es común que se cite de modo valorativo: "El concepto de industria cultural fue una desesperada acusación contra la mercantilización inherente a la cultura de masas". Después de referencias como éstas, sacadas al azar de entre la vasta literatura especializada, el asunto parecería una cuestión resuelta: la universalización del capitalismo exige que pensemos los asuntos culturales como cuestiones económicas; los discursos críticos no harían más que ruido en un momento en el que se deben tomar decisiones veloces en cuanto a inversión, gestión, negociaciones y acuerdos comerciales mediante la detallada información de la repercusión de la cultura en las economías nacionales (PIB, inversión de capital, número de empleos, etc.). En esta segunda parte del texto se procura, en contravía, hacer una presentación más detallada de los argumentos críticos en lo referente a la relación entre economía y cultura para, posteriormente, hacer la revisión de una perspectiva más negociada sobre dicha relación.

La perspectiva crítica

Hay, evidentemente, una desazón en las reflexiones de Adorno sobre el arte y la industrialización, pues él se inscribe en una tradición de filósofos ascetas, aquellos para quienes estética y ascética son inseparables. Platón, Santo Tomás de Aquino y Kant niegan la posibilidad de gozar sensualmente del arte: Platón, en su diatriba contra la poesía mimética, en el libro x de La república; Santo Tomás, fijando la posibilidad de un goce sin deseo gracias a la pura apreciación de la mirada, ya que la vista es el menos sensual de todos los sentidos, pues se queda apenas en la superficie de las cosas, y Kant, reflexionando sobre el juicio de gusto (estético) como desinteresado, universal y sin conocimiento, pues no es ni lógico, ni moral, ni empírico. En pocas palabras, en cuestiones de arte en lugar de un placer sensible se reivindica un placer intelectual. Siendo heredero de esta tradición no resultan sorprendentes en Adorno expresiones como: "el ciudadano medio desea un arte voluptuoso y una vida ascética, y sería mejor lo contrario" (1983, p. 25), "hay que demoler el concepto de goce artístico como constitutivo del arte" (1983, p. 28), "Las obras de arte son ascéticas y sin pudores; la industria cultural es pornográfica y prude" (Adorno y Horkheimer, 1988, s. p.).

Ahora bien, tanto la estética como la crítica de Adorno a la industria cultural no pueden reducirse a su puritanismo estético -lo que le ha valido críticas a su elitismo cultural9-; en el fundamento de su desazón hay, además, una reflexión sobre la autonomía del arte que, a su juicio, "comienza a mostrar síntomas de ceguera […] al haberse vuelto incierto el para-qué estético" (Adorno y Horkheimer, 1988, p. 10). Para ir más allá de las etiquetas puestas a su pensamiento -en las que pesimismo, aristocratismo y catastrofismo resultan ser las mejor rankiadas- habría que preguntarse si hay, en realidad, alguna actualidad y continuidad en esos planteamientos. Para tal fin, la cuestión se tratará desde la producción y el consumo de los bienes culturales de la industria cultural.

Para Adorno, la autonomía del arte suponía una distancia entre el arte y la vida, pero esa distancia fue eclipsada en la sociedad industrial con la mercantilización del arte: "De esta autonomía no queda otra cosa que la mercancía como nuevo fetiche en un proceso de regresión al fetichismo arcaico de los orígenes del arte: ahí reside el rasgo regresivo de la actitud contemporánea para con el arte" (Adorno y Horkheimer, 1988, p. 31).

Además, no sólo se elimina la distancia entre la obra de arte y el observador por la "pasión de palpar",10 sino que también se eliminan las distancias entre el "arte superior" y el "arte inferior", perjudicando a los dos: "El arte superior se ve frustrado en su seriedad por la especulación sobre el efecto; al arte inferior se le quita con su domesticación civilizadora el elemento de naturaleza resistente y ruda que le era inherente" (Adorno, 1997, p. 34).

La industria cultural mezcla esos dos tipos de arte11 haciendo desaparecer, mediante su carácter afirmativo, la obra de arte autónoma, necesariamente, una negación de sí misma, pues todo arte verdadero, señala Adorno, esconde el "fermento que acabará con él". El arte niega al arte mismo y al negarlo se opone a la sociedad (en su no funcionalidad) y se convierte en arte crítico -crítico, no panfletario-: "El arte se mantiene en vida gracias a su fuerza de resistencia social. Si no se objetiva se convierte en mercancía" (1983, p. 296). En este punto se encuentra la crítica a la industria cultural, pues esta niega la autonomía del arte, al reclamarle una función como pura mercancía, y bajo el mandato de la producción heterónoma "las obras de arte quedan sepultadas en el panteón de los bienes culturales, el daño es para ellas y para la verdad que contiene" (Adorno, 1983, p. 300). En otras palabras, el arte en la industria cultural es un arte afirmativo, en último término un "no arte": arte complaciente cuya función social, siendo domesticado, es domesticar.

La pérdida de la autonomía del arte no es sólo una preocupación de Adorno. Para Bourdieu, desde otra perspectiva, la pérdida de la relativa autonomía del campo de producción cultural, que suponía la liberación para los creadores e intelectuales de las instancias exteriores de legitimidad -el poder político y económico, por ejemplo- es el resultado de "la interpretación cada vez mayor entre el mundo del arte y el mundo del dinero" (1995, p. 496), en el que el tipo de producción comercial para grandes públicos pone en riesgo la producción para conocedores expertos y el público especializado. El asunto, desde luego, no puede reducirse a una cuestión de elitismo cultural, pues lo que la producción comercial extingue sistemáticamente es la producción vanguardista o experimental, y esto no se puede desechar tan fácilmente como alguna crítica culturalista lo ha venido haciendo al celebrar las mixturas en la creación de bienes culturales.

Si bien es cierto que hoy en día no podemos hablar en sentido disyuntivo de lo culto, lo popular o lo masivo, también lo es que el afán por descubrir hibridaciones mediante juegos de imaginación escolarizada, en el "que todo va con todo", descuidó el análisis de campos de producción autónomos, lo que hoy lamentan algunos de los lúdicos intérpretes de la cultura mediática y mezclada. Las interpretaciones festivas sobre la relación entre mercado y cultura olvidaron que el liberalismo radical significa, como señala Bourdieu, "la muerte de la producción cultural libre, porque la censura se ejerce a través del dinero" bajo el tajante imperativo de la pura rentabilidad económica que condena, "como lo hace la televisión, las obras sin público" (Bourdieu y Haacke, s. f., s. p.). Con razón, Beatriz Sarlo, a diferencia de los incondicionales encantados de la producción masiva, subraya lo siguiente:

Finalmente MTV tiene miles de millares de dólares y Jim Jarmush no. Bill Viola tampoco […] No me interesa mucho la defensa de la MTV, y hay cosas interesantes ahí adentro […] Chantal Ackerman tiene que presentar su película Del Este en el Museo Judío de Nueva York porque no va a encontrar un solo cine que presente sus películas. Entonces, hay clips interesantes. Pero la verdad es que ciertas existencias están garantizadas y la existencia de Chantal Ackerman no está garantizada (Sarlo, Schwarz y Kraniauskas, 2000, p. 247)

Problemas como los señalados no pueden dejarse a la pura competencia en el libre mercado. Es necesario entonces el diseño de políticas culturales en cuanto a la promoción de circuitos alternativos de distribución, formación de públicos, entre otras iniciativas de las que nos ocuparemos en la tercera sección.

Volviendo a los planteamientos de Adorno, debe tenerse en cuenta que la cuestión de la creación de bienes culturales no es puramente formal, pues la integración total de la industria cultural no deja alternativa, ya que no participar es un signo de exclusión, "quien no se adapta resulta víctima", pero quien se adapta, también:

Los hombres, no sólo se dejan engañar, con tal de que eso les produzca una satisfacción por fugaz que sea, sino que incluso desean esta impostura aun siendo conscientes de ella; se esfuerzan por cerrar los ojos y aprueban, en una especie de desprecio por sí mismos que soportan, sabiendo por qué se provoca. Persisten, sin confesárselo, que sus vidas se hacen intolerables tan pronto como dejan de aferrarse a satisfacciones que, para decirlo claramente, no son tales. (Adorno, 1997, p. 39)

Este es uno de los aspectos que mayores críticas le ha valido a Adorno: creer que el consumidor es incapaz de responder o separarse de los mandatos de la industria cultural. Para poner en contexto el debate debe señalarse que al acuñar el término industria cultural, Adorno y Horkheimer se estaban oponiendo a la categoría funcionalista de cultura de masas, que por aquel entonces había logrado acumular una gran cantidad de investigaciones y conceptos concentrados en los nombres de Merton, Lazarsfeld y Katz, quienes pensaban que la comunicación de masas no tenía un efecto total y directo en los auditorios -no se hablaba aún de consumo cultural, pero se empezaba a dejar de lado la categoría de masa-, sino que, por el contrario, se daban otros procesos sobre los que era necesario investigar: líderes de opinión, comunicación a dos pasos e influencia personal.

Lo que resulta de aquí es que los auditorios (los consumidores) tienen capacidad de elección y por eso no se les puede reducir al puro efecto mediático o industrial. Frente a esto, la teoría crítica señala que la investigación administrativa (así llaman a la investigación funcionalista) ha clasificado de modo eficiente al consumidor de acuerdo con las exigencias que demandan a la investigación social los productores y distribuidores de la industria cultural:

Las distinciones enfáticas, como aquellas entre films de tipo a y b o entre las historias de semanarios de distinto precio, no están fundadas en la realidad, sino que sirven más bien para clasificar y organizar a los consumidores, para adueñarse de ellos sin desperdicio. Para todos hay algo previsto, a fin de que nadie pueda escapar; las diferencias son acuñadas y difundidas artificialmente […] Cada uno debe comportarse, por así decirlo, espontáneamente, de acuerdo con su level […] Reducidos a material estadístico, los consumidores son distribuidos en el mapa geográfico de las oficinas administrativas en grupos según los ingresos, en campos rosados, verdes y azules […] Los precios y las desventajas discutidos por los conocedores sirven sólo para mantener una apariencia de competencia y de posibilidad de elección. (Adorno y Horkheimer, 1988, s. p.)

Señalemos a grandes rasgos las características de las dos escuelas antagónicas hasta la década de los setenta: por un lado, la escuela crítica de vertiente radical que funda su comprensión de lo social bajo la dominación y el conflicto; por el otro, la escuela pluralista que, en lugar de conflicto, asume como regla la integración social. Los primeros guiaron la investigación sobre los medios de comunicación siguiendo las siguientes claves: ideología, monopolio, ilusión de autonomía (heteronomía), falsa conciencia y dominación de clase.

Desde esta perspectiva, las audiencias y consumidores "carecen de acceso directo a sistemas de significados alternativos que les permitan rechazar las definiciones ofrecidas por los medios a favor de las definiciones oponentes" (Curran, 1998, p. 385), de ahí que sean blanco propicio para la dominación de clase. Los segundos, los pluralistas, por el contrario guiaron la investigación bajo las siguientes claves: intereses, competencias, simetría, autonomía. Desde esta perspectiva, los agentes de la comunicación, entre ellos las audiencias, entran a jugar en igualdad de condiciones. Puede afirmarse, siguiendo a Curran, que los estudiosos crítico-radicales fueron europeos, mientras que los pluralistas-liberales, estadounidenses. Menguando la cuestión: marxismo contra funcionalismo.

No obstante, hay que tener en cuenta que el modelo crítico-radical pasó por diferentes fases, así como por discusiones llevadas a cabo en torno a las nociones de determinación, hegemonía y micropoder, lideradas por Althusser, Gramsci y Foucault, respectivamente. Estas discusiones fueron claves para derrumbar las barreras entre las dos tradiciones: macro contra micro, teoría frente a comprobación empírica, que fueron dando paso a otros enfoques: "Esto se debe en buena medida -dice Curran- a que los temas totalizantes y sistemáticos del marxismo han sido rechazados por un poderoso movimiento revisionista en el seno de la tradición radical" (1998, p. 390).

A grandes rasgos, se podría afirmar que a finales de la década de los setenta se dio un desplazamiento: del enfoque de la economía política al enfoque culturalista (que comparte algunos argumentos pluralistas). Los cimientos del culturalismo se fundan en dos nociones: (1) la ambigüedad del texto y (2) la consideración de la audiencia como productora de significado. De ahí que "El énfasis en la autonomía de la audiencia ha dado pie a una valoración más cautelosa de la influencia de los medios de comunicación" (Curran, 1998, p. 395).

Lo anterior constituye uno de los puntos cruciales del debate: la cuestión sobre la autonomía de los consumidores y las audiencias. Tanto Morley como Curran consideran que esta opción es ingenua cuando no políticamente irresponsable: "El poder de los espectadores para reinterpretar significados difícilmente puede equipararse al poder discursivo de las instituciones mediáticas centralizadas a la hora de construir los textos que el espectador interpreta a continuación, e imaginar otra cosa es simplemente una insensatez" (Morley, 1998, p. 434). En esto Morley es cuidadoso y atiende los comentarios de Corner (1991) hechos al respecto, como aquel que considera que los estudios realizados del "lado de la demanda" han desplazado las cuestiones políticas mediante una especie de "quietismo sociológico" que se detiene en los "los microprocesos de las relaciones del espectador con la pantalla y deja de lado [...] la preocupación por las macroestructuras de los medios y la sociedad" (Morley, 1996, p. 38).

El asunto es, en verdad, complejo, pues podría suceder que los estudios culturalistas de perspectiva pluralista, en lugar de hacer una alabanza a la autonomía y la libertad del consumidor, estuvieran legitimando, sin reparar en ello, un libre mercado en el que el consumidor, aunque diferente e individualizado, es finalmente un dispositivo que se estarían disputando el mercado de la cultura y el entretenimiento mediante sofisticadas técnicas de medición cuantitativa y análisis de recepción cualitativos: una taylorización del consumidor diseñada por académicos según las necesidades y exigencias del mercado, como acertadamente lo señala Mattelart (2003).

Es necesario tener cautela frente a lo que de manera ritual se ha instaurado en el mundo académico como evidencia sobre el mundo real: nociones como mediación, consumidores activos, autonomía y capacidad decodificadora se han adoptado de manera irreflexiva en muchas ocasiones,12 y en otras con sospechosa evidencia empírica.13 Razonamientos como éstos se alejan bastante de los supuestos sobre la pasividad y la enajenación del consumidor, pues el consumo sería un sistema de participación que le exige a los individuos a hacerse cargo de sí mismos mediante una responsabilidad escrita en clave de libertad: elegir el estilo de vida, la sexualidad y la identidad. Estaríamos viviendo, según esta perspectiva, un momento en el que el consumo y las elecciones de la vida privada se politizan reemplazando las dimensiones macro de lo político: el Estado, la nación, los partidos (Beck, 1996; Giddens, 1996; Lipovetsky, 2002; Ortiz, 2003). Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que si bien es cierto que el consumo no deviene necesariamente en consumismo, también lo es que el consumidor no es completamente autónomo ni libre en la construcción de subjetividades posibles y nuevas formas de hacer política (Rubiano, 2005). En problemas como estos la interpretación ambivalente tal vez sea el mejor camino.

No obstante las anteriores anotaciones, hoy resulta evidente que cuando nos interesamos por la cultura, debemos preguntarnos, a la vez, por lo político y lo económico, de ahí que para los economistas el tema de la cultura haya ganado terreno y legitimidad desde hace algún tiempo. David Throsby afirma que:

La economía del arte y la cultura se ha consolidado como una reconocible y respetable área de especialización dentro de la ciencia económica […] Sin embargo, aun cuando el reconocimiento de la cultura en las ciencias económicas sólo gana terreno con lentitud, hay indicios de que está surgiendo un mayor interés por la relación entre los fenómenos económicos y culturales en el mundo en general. (2001, p. 10)

Quiere decir esto que la tensión y relación entre la economía y la cultura es de interés tanto teórico como práctico y, de modo correlativo, que desde un lado y otro se entrevén matices que van desde entender el problema a partir de su complejidad hasta reducir el asunto a una sencilla ecuación -lo que se ha denominado la economización de la cultura- (Achugar, 1999, p. 362). En el siguiente apartado se muestran posiciones que -intentando dejar espacio para la crítica- asumen los imperativos planteados por el capitalismo tardío; obligaciones de necesario cumplimiento, pues hoy en día -dicen los previsores en el tono fatalista de quien indica lo inevitable- es menos perjudical participar que no participar en el juego de la economía global. Juego en el que la mayor parte de los Estados pierden sistemáticamente su capacidad de decisión política.

La perspectiva negociada

Una crítica certera a la perspectiva crítica es que el análisis de las industrias culturales no puede concentrarse únicamente en los polos de la producción y el consumo, dejando de lado otros escalones de la actividad y el mercado de la cultura: "creación, producción o edición (y reproducción), distribución y comercialización" (Bustamante et al., 2003, p. 25) son de indispensable investigación empírica para no dejarse "arrastrar por interpretaciones integradas como apocalípticas, tan brillantes y mediáticas como engañosas e inútiles" (p. 333). Por otro lado, nociones como identidad, prácticas culturales, usos y apropiaciones, consumo cultural, desarrollo, sostenibilidad, derechos culturales, entre otras, acompañan actualmente las reflexiones de la economía de la cultura e indican, de una u otra manera, que los problemas sobre los bienes culturales van más allá de los planteamientos propuestos inicialmente por la teoría crítica.

Teniendo en cuenta los desplazamiento señalados en lo referente a las concepciones de la cultura, cabría recordar a Žižek (1998), quien considera que la infame declaración de Goebbels: "Cuando oigo la palabra cultura, busco mi pistola", puede parafrasearse al menos en otras dos versiones: la del liberalismo económico: "Cuando oigo la palabra cultura, busco mi chequera", y la de la izquierda iluminada: "Cuando oigo la palabra revólver, busco la cultura". Las dos variaciones no son opuestas y, antes bien, se complementan, pues en nuestros días la cultura empieza a verse cada vez más como un recurso tanto para el crecimiento económico como para la intervención social (Yúdice, 2002a).

Como recurso económico, muchos informes indican que la cultura es uno de los sectores clave en las economías desarrolladas y que en las dos últimas décadas el comercio global de bienes y servicios culturales se ha cuadruplicado. No es extraño que a la par de ese crecimiento económico se hayan creado tratados que controlan su comercio: Organización Mundial de Comercio (OMC), GATT 94 (bienes), GATS (servicios), TRIMS y GATS (inversión) y TRIPS (propiedad intelectual). A partir del tratamiento puramente económico de la cultura se plantean algunos interrogantes que tienen que ver, básicamente, con las asimetrías estructurales de los Estados a la hora de competir en el mercado de los bienes simbólicos, pues son evidentes la concentración y disparidades entre las distintas economías del mundo: "nuestro continente abarca el 0,8 por ciento de las exportaciones mundiales de bienes culturales teniendo el 9 por ciento de la población del planeta, en tanto que la Unión Europea, con el 7 por ciento de la población mundial, exporta el 37,5 por ciento e importa el 43,6 por ciento de todos los bienes culturales comercializados" (García Canclini, 1999, p. 249).14

Debido a ese grado de concentración, uno de los temores más frecuentes para los críticos de la liberalización comercial tiene que ver con el tema de las culturas locales y la diversidad cultural, ya que las industrias culturales se insertan en la vida cotidiana y constituyen prácticas sociales, y con ello demuestran que no son sólo mercancías -aunque en Estados Unidos se las tipifique de tal manera al llamarlas industrias del entretenimiento-. Las industrias culturales, por ejemplo, desempeñaron un papel importante en la construcción de las identidades nacionales en América Latina: el periódico en el siglo xix, el libro a comienzos del xx, la radio y la música popular en los años treinta, el cine entre las décadas de los cuarenta y cincuenta y la televisión a partir de los años sesenta dan cuenta de ello (Yúdice, 2002b), y no debe olvidarse que hoy en día las radioemisoras y televisoras locales y regionales cumplen un papel fundamental en las comunidades, al construir sus propias imágenes y narrar sus propios relatos (Martín-Barbero y Ochoa Gautier, 2001).

No sobra decir que algunos entusiastas de la liberalización comercial indican que aunque la propiedad se concentre, los relatos y las imágenes locales no estarían en peligro de extinción, ya que la competencia global obliga a las majors a diversificar su oferta teniendo en cuenta las prácticas culturales locales y nichos de consumidores altamente diferenciados, de ahí que las afirmaciones apocalípticas sobre la homogeneidad y la estandarización del mercado cultural no serían más que una exageración que la evidencia empírica desmentiría.

El caso de la música, en el que cinco majors15 controlan el 80% del mercado latinoamericano, resultaría paradigmático para contradecir a los críticos culturales de la liberalización comercial, si se piensa que en ningún país de Latinoamérica predomina la música anglo: "el repertorio doméstico en las ventas de Latinoamérica se sitúa alrededor del 54%. El porcentaje de Brasil es el más alto: 65%. En Colombia y Perú los repertorios domésticos están alrededor del 40%. En países como Chile, Argentina y Venezuela está alrededor del 30%" (Rey, 2005, p. 34). Igualmente, la world music indicaría que incluso los repertorios domésticos pueden competir en el mercado global y constituir, además, el folclor de la globalización.

Sin embargo, como advierte Yúdice, ciertos artistas de la world music "no son un reflejo fiel de la verdadera diversidad que existe en el mundo [esta música permite] más bien cierto grado de diversidad para los gustos metropolitanos" (2006, s. p.). Así mismo, frente al optimismo de la integración económica de las culturas y de los creadores locales, Carvalho señala que:

El modelo neoliberal para cultura trabaja con la premisa de que el régimen de co-producción entre artista y empresa puede funcionar bien en un vacío político, ideológico e histórico. Si ése es el caso, lo que ocurre es que el artista empieza a adaptar su producto estrictamente para las necesidades del mercado. Dentro de esa lógica, las formas artísticas marginales -tanto las tradicionales como las experimentales- están siendo sofocadas por la presión para convertirse en mercancía rentable. (2002a, p. 98)

Carvalho (2002b) ha documentado varios casos en los que agrupaciones cuyos sonidos constituyen, cohesionan y politizan a una comunidad, al ser editados por la gran industria de la música, pierden su poder de resistencia con un doble efecto: por un lado, la creación tradicional se fetichiza mediante el consumo exotizado de los países ricos y, por el otro, los creadores se domestican según las necesidades del mercado.

También debe tenerse en cuenta una de las cuestiones más conflictivas en los tratados de libre comercio: la propiedad intelectual y los derechos de autor, fundamentales debido a que la economía de la cultura se desarrolla mediante la creación y la innovación del trabajo simbólico. Por lo tanto, siendo un sector de la economía en el que la valorización es de alto riesgo, debido a la aleatoriedad de su valor de uso simbólico, se exige una constante renovación de los contenidos que recae, obviamente, en los creadores (Bustamante et al., 2003).

El conflicto se sitúa en la división que se ha hecho de los derechos de autor entre morales y patrimoniales. Los derechos morales están determinados por el vínculo afectivo entre el autor y la obra -de ahí que se considere que tales derechos son "inalienables, inembargables e intransferibles"-; mientras que los derechos patrimoniales regulan los aspectos económicos de la reproducción de la obra y "aunque reconocen la autoría de un creador sobre su obra, no le permiten interferir en su explotación económica si no es poseedor de los derechos patrimoniales" (Reina, Guerra y Guerra, 2003, p. 14). En los acuerdos internacionales, los segundos han ido reemplazando a los primeros y han puesto en peligro la autonomía de la creación y dejado en frágil posición el patrimonio inmaterial, al quedar expuesto a la explotación económica no consentida por sus propietarios tradicionales.

Así, los creadores que no poseen los derechos patrimoniales de sus propias creaciones se ven relegados, cada vez más, a trabajar mediante contratos flexibles "como proveedores de servicios y de contenido" (Yúdice, 2002, p. 33) que, por un lado, precarizan las condiciones laborales de los creadores y, por el otro, los dejan en una posición asimétrica de poder y negociación con respecto a los otros escalones de la "economía de la creatividad". El panorama es poco esperanzador si se piensa en la poca capacidad de negociación o autonomía de los Estados para definir las condiciones y tiempos de protección sobre tales derechos.

No quiere decir lo anterior que se deje de pensar en el mercado o se le satanice, pues éste se compone de una cadena en la que creación y consumo son sólo una parte, de modo que los circuitos de circulación, producción y comercialización deben ser pensados por los críticos culturales, teniendo en cuenta, además, que el mercado es una noción amplia que no se circunscribe únicamente al mercado empresarial y capitalista, pues los mercados pasan también por circuitos alternativos. La idea sobre el creador increado, como se indicaba en la primera parte del texto, es insostenible en la actualidad; pero valga agregar que tal idea sólo ha sido cierta para los intérpretes románticos, hoy y en el pasado. Basta recordar la concluyente frase de Beethoven, un artista independiente por excelencia, para dar cuenta de ello: "no se llega a ningún acuerdo conmigo, yo exijo y el otro paga". Pero cuando no hay otro que pague ¿es posible la creación independiente y autónoma? Cuando no hay público, ¿es posible la supervivencia tanto del creador como de su obra? En casos como éstos el asunto se complica, pues la lógica de la pura rentabilidad económica y la ausencia total de públicos o públicos minoritarios amenazarían la existencia del creador y su obra. Aquí a la economía le hace falta la política, una relación que es necesario reivindicar y defender en momentos en que la ideología del libre mercado, presentada bajo el manto de una aparente neutralidad científica, exige separar la economía de la política mediante los llamados al orden de una economía libre de fricción.

En la actualidad resulta indudable que la cultura es un recurso económico que las economías nacionales deben fortalecer; sin embargo, también es indudable que la economía de la cultura no debe reducirse a los principios puramente económicos, ya que los bienes culturales no son sólo mercancías, sino que suponen prácticas de apropiación, interacción social, reconocimiento y representación. Siendo así, el diseño y la puesta en práctica de políticas culturales desempeñan un importante papel cuando las lógicas de la estética, la creación y la economía se atraviesan.

Política y cultura

Uno de los problemas cruciales cuando se habla de políticas culturales tiene que ver con la definición que se haga del concepto de cultura. ¿Desde dónde y quiénes lo definen? ¿Políticas culturales para quién? El asunto resulta complejo si se tiene en cuenta que la cultura no puede entenderse de modo homogéneo (según las concepciones de la unidad cultural), ni de modo sustantivo (según las concepciones de la esencia cultural). La pregunta crucial entonces es cómo hacer políticas culturales que integren distintas nociones de cultura.

Sumado a lo anterior resulta problemático también la misma definición de política cultural. ¿A qué se refiere? Ochoa Gautier sugiere que "el juego de traducciones entre cultural politics, cultural policy y políticas culturales" (2003, p. 70) constituyen parte del desconcierto cuando el concepto trata de definirse. Siguiendo a Ochoa (2003), señalemos lo siguiente: cultural policy hace referencia a la movilización de lo cultural como prácticas textuales y artísticas promovidas por el Estado-nación, "un campo de mediación entre la organización de lo social, lo cultural y lo político a través de las artes; es decir, como gestión artística". Cultural politics ("lo político en lo cultural") alude a las prácticas de poder de los movimientos sociales; las fronteras entre arte y cultura, a diferencia de la anterior definición, no son claras, pues interesa fundamentalmente cómo lo cultural deviene en lo político.

Aquí, desde luego, aparece una tensión: los que entienden la cultura a partir de lo estético tienen reservas frente a los enfoques propiamente organizativos, mientras que los que entienden la cultura a partir de los movimientos sociales tienen reservas frente a los enfoques propiamente textuales. La mediación en el desconcierto se ubicaría, dice Ochoa siguiendo a Yúdice y su idea de la cultura como recurso, en una "noción más amplia de lo simbólico como mediador de lo político y lo social que no está sólo referido a lo estético […] un campo en el cual el sentido y valor de lo simbólico se define desde su capacidad de mediar procesos culturales, políticos y sociales" (2003, pp. 71-83). Trataremos de presentar entonces algunas definiciones de política cultural que intenten mostrar la mediación sugerida por Ochoa.

Modelos de política cultural

Comencemos señalando algunas características de las concepciones de lo político en lo cultural siguiendo la descripción que hace García Canclini de los desplazamientos en el análisis de las políticas culturales, que van de las descripciones burocráticas a la conceptualización crítica, de las cronologías y discursos a la investigación empírica, de las políticas gubernamentales a los movimientos sociales y, finalmente, de los análisis nacionales a la investigación internacional. Teniendo en cuenta esos desplazamientos, ¿cuál es el interés de analizar las políticas culturales? García Canclini señala que "La incapacidad de las soluciones meramente económicas o políticas para controlar las contradicciones sociales, las explosiones demográficas y la depresión ecológica han llevado a científicos y políticos a preguntarse por las bases culturales de la producción del poder" (1987, p. 22). Empieza a hacerse evidente que a la cultura se le reclama algo más, incluso que cubra los vacíos dejados por la economía y la política. La concepción de la cultura como recurso le exige a la política cultural resultados sociales, que se manifiestan en una estrecha relación entre cultura y desarrollo humano: salud, educación, formación de capital social o apoyo y fortalecimiento de la sociedad civil (Yúdice, 2002a).

Ahora bien, los supuestos de lo cultural en lo político no se agotan en los resultados que la mirada institucional le exige a lo cultural. Desde un perspectiva inversa -la que va de lo gubernamental a los movimientos sociales-, Escobar señala que "desde la voluntad civilizadora del siglo XIX hasta hoy, la violencia ha sido engendrada a través de la representación" (1996, p. 401), de modo que "Pensar en modificar el orden del discurso es una cuestión política que incorpora la práctica colectiva de actores sociales y la reestructuración de las economías políticas de la verdad existentes" (p. 406). La promesa política de la lucha discursiva está en las culturas minoritarias y su potencial de resistencia. Por tal razón, "la diferencia cultural es uno de los factores políticos claves de nuestros tiempos" (Escobar, 1996, p. 421).

Siguiendo a Escobar, la apuesta por lo cultural en lo político consiste en lo siguiente: "Reconocer el carácter parcial, histórico y heterogéneo de todas las identidades [para] comenzar un viaje hacia visiones de la identidad que emergen desde una episteme posilustrada o una episteme de la post Ilustración" (2003, p. 81). Rescatar del silencio las voces plurales, pues ellas pueden definir legítimamente sus necesidades simbólicas y modelos de desarrollo muchas veces lejanos de las prescripciones expertas que no reconocen la capacidad que tienen las comunidades de definirse a sí mismas mediante sus propias prácticas, luchas y significados culturales. La política cultural sería entonces "el proceso que se desata cuando entran en conflicto conjuntos de actores sociales que a la vez encarnan diferentes significados y prácticas culturales" (Escobar, Álvarez y Dagnino, 2001, p. 26).

No obstante los valiosos aportes de la cultura como recurso social y de lo político en la cultura, señalemos alguna reserva siguiendo la advertencia de Žižek (1998) al estribillo "cuando oigo la palabra revólver, busco la cultura": si bien es cierto que lo cultural no es ajeno a lo político y lo económico también lo es que la cultura, ella sola no resuelve problemas políticos y económicos. Parece que en este terreno hemos pasado del principio marxista "todo es economía", al principio culturalista "todo es cultura", y obviamente debe tenerse precaución. La precaución se entiende recordando, por un lado, las insistencias de los multiculturalistas por el reconocimiento y la representatividad, que dejaban de lado los problemas de la negociación y el conflicto dentro de la diferencia; por el otro, el afán con el que muchas organizaciones sociales ejecutan el obligado rubro de la cultura convocando a las comunidades marginales mediante el simulacro de la cultura: máscaras, zancos y carnaval institucionalizado que harían de los combatientes reinsertados y los jóvenes pandilleros unos mejores ciudadanos.

Desde luego, las categorías de ciudadanía y democracia tienen que ser pensadas de otro modo, igual sucede con las cuestiones de la identidad y los estilos de vida, tanto es así que las "políticas de identidad" y otras formas de politización encuentran nuevos escenarios de lucha y legitimidad. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que la reflexividad, invocada como acción práctica para la resistencia desde la cultura, muchas veces se reduce a las pequeñas elecciones que permiten reinventarnos en nuestra vida cotidiana "con la condición de que tales elecciones no perturben de forma grave el equilibrio social e ideológico" (Žižek, 2005, s. p.)16

Pasemos ahora a la definición de la política cultural, entendida como la mediación entre lo social, lo cultural y lo político a través de las artes y la experiencia estética. García Canclini señala que una política cultural no debe entenderse como la "administración rutinaria del patrimonio histórico, o como el ordenamiento burocrático del aparato estatal dedicado al arte y la educación, o como cronología de las acciones de cada gobierno" (1987, p. 26). Por el contrario, se debe entender la política cultural como la capacidad de orientar el desarrollo simbólico satisfaciendo las necesidades culturales de una población en su conjunto, es decir, la satisfacción de las necesidades culturales mediante el consenso y la participación plural. Siendo así, las políticas culturales no pueden definirse únicamente desde la administración pública, pues lo público no está dado a priori. La definición debe pasar por procesos de construcción ciudadana que conviertan a los distintos públicos en actores sociales con intereses políticos.

Teniendo en cuenta lo anterior, las políticas culturales deben ser formuladas desde la concepción de la democracia participativa: "la promoción de la participación popular y la organización autogestiva de las actividades culturales y políticas mediante el desarrollo plural de las culturas de todos los grupos en relación con sus propias necesidades". Este modelo cuestiona las concepciones de la alta cultura tanto artística como patrimonialista que han guiado políticas culturales como la del mecenazgo (público y privado que "apoya la creación y distribución discrecional de la alta cultura"), el tradicionalismo patrimonialista (que "apoya el uso del patrimonio tradicional como espacio no conflictivo para la identificación de todas las clases"), el estatismo populista (que "apoya la distribución de los bienes culturales de élite, al mismo tiempo que reivindica la cultura popular bajo el control del Estado"), la privatización neoconservadora (que busca "el consenso a través de la participación individual en el consumo") y la democratización cultural que, aunque suene bien, "busca la difusión y popularización de la alta cultura, que las 'masas' suban al arte mediante el acceso igualitario de todos los individuos y grupos al disfrute de los bienes culturales". (García Canclini, 1987, pp. 28-53).

El patrimonio inmaterial, las culturales populares y la industria cultural resultan claves a la hora de diseñar políticas culturales plurales e incluyentes que no se circunscriben únicamente a las concepciones hegemónicas del arte, el patrimonio histórico nacional y las experiencias estéticas universales, distanciadas y contemplativas. Carvalho anota que "hacer política cultural es promover una educación estética, hoy día necesariamente de un modo pluralista, que refleje lo más fielmente posible el fascinante mosaico de nuestra diversidad cultural" (1993, p. 13), ya que puede afirmarse, por ejemplo, que hay posibilidades de apertura de mundo mediante experiencias estéticas, tanto en la música culta (académica) como en la música popular o en la industrial o popular masiva, etc. Los ámbitos de lo legítimo, culturalmente hablando, cada vez son más borrosos.

Esto no quiere decir, sin embargo, que las políticas culturales deban renunciar al universo del arte como campo de experimentación, exhibición o conservación, aunque sea un universo al que accedan, primordialmente, minorías de conocedores expertos. Hay externalidades positivas tanto en la reivindicación y promoción de las culturas populares y masivas como en las concepciones culturales de las minorías. En este último caso los museos, galerías y salas de conciertos con repertorios clásicos y vanguardistas dan a los entornos urbanos el atractivo que buscan los nomadismos actuales. El turismo cultural y la inversión extranjera darían cuenta de ello.

Las políticas culturales, en un verdadero sentido plural -es decir, que reconozcan que no hay una sola concepción legítima de la cultura (ni culta, ni popular, ni masiva, pues las versiones populistas del culturalismo terminaron por deslegitimar a la llamada cultura culta, al demostrar que su propuesta de pluralidad es sólo una falsa pretensión)-, deben buscar arreglos institucionales que contrarresten tendencias monopólicas y aseguren la libertad y autonomía creativa, que subdividan los circuitos culturales débiles o sin rentabilidad y que impulse circuitos públicos controlados por órganos autónomos, descentralizados y representativos que visibilicen los intereses diversos de los ciudadanos (Brunner, 1992, pp. 271-272).

Por ejemplo, si las majors controlan los circuitos de distribución y comercialización de música, las políticas culturales -estatales, privadas y comunitarias de base solidaria- deben promover circuitos alternativos para dar a conocer eficazmente las creaciones locales y regionales, como es el caso de los festivales de música folclórica en Colombia, que sirven de circuito para el intercambio de música grabada que no tiene cabida en el gran mercado (Ochoa Gautier, 2002). En este caso, los festivales cumplirían una doble función: por un lado, garantizar la supervivencia de la diversidad creativa en lo local y lo regional; por el otro, fortalecer a las pequeñas casas productoras que no pueden competir con la distribución y comercialización del circuito dominante.

Como política cultural no basta con incentivar únicamente el lado de la creatividad y la producción pues, como se señalaba en la segunda parte de este texto, los escalones no se agotan allí. En nuestro contexto son conocidos casos como el de la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine) que, al incentivar exclusivamente el lado de la producción, terminó fracasando, pues no se llegó a pensar en toda la cadena productiva (producción, distribución y exhibición), que permitiría consolidar una industria cinematográfica nacional.

En casos como éste la relación entre economía, política y estética está estrechamente ligada, porque producciones cinematográficas sin público no son posibles: las investigaciones sobre consumo cultural (gustos, prácticas y expectativas), economía de la cultura (mercado, entorno, precio, producto, distribución y comunicación) y políticas culturales (fondos parfiscales e incentivos a la inversión en producciones nacionales) son indispensables para fortalecer una industria del cine que sea sostenible. Esa estrecha relación impediría llegar a conclusiones como la siguiente: "Si se logran generar condiciones favorables para toda la estructura, no queda más que cruzar los dedos para que la oferta seduzca a la demanda" (Ministerio de Cultura, 2003, p. 126).

Lo anterior no quiere decir, de ninguna manera, que el criterio de toda creación y producción deba estar mediado por el gusto de los grandes públicos, según la lógica que la hegemonía del gran mercado pone en funcionamiento con los consabidos resultados: desaparición sistemática de las creaciones experimentales con el argumento de su baja o nula rentabilidad económica. Aquí la política cultural tiene un gran espacio para la acción en cuanto a la formación de públicos para creaciones experimentales que le apuestan al riesgo narrativo, plástico, escénico y musical. No basta con incentivar únicamente a los creadores arriesgados. Valga mencionar el caso de la música y músicos sin público. Muchas composiciones han sido posibles con los incentivos del Ministerio de Cultura, mediante el Premio Nacional de Música, el cual, sin embargo, no ha servido como vehículo para la distribución y el conocimiento de los compositores y sus obras.

En la actualidad, las composiciones no se editan, ni se graban, ni se interpretan, bajo el "eficiente" argumento de que nadie las quiere escuchar: el Ministerio no las saca a la luz, pues su bodega está saturada con 700.000 documentos que no han sido distribuidos, y las orquestas y conjuntos no las interpretan, porque no quieren arriesgar su público, que prefiere los repertorios consagrados por la tradición. Los gustos, lo saben economistas y sociólogos, exigen un aprendizaje a lo largo del tiempo que permiten acumular un capital -llámesele humano (economistas) o cultural (sociólogos)- que podría garantizar la supervivencia de los riesgos tomados en el campo de la creación artística. Citemos el llamado que Bourdieu les hizo a los "verdaderos amos del mundo", en 1999:

Si se sabe que, al menos en todos los países desarrollados, no para de crecer la edad de escolarización así como el nivel medio de formación, y como consecuencia de esto aumentan todas las prácticas muy relacionadas con el nivel de formación (asistencia a museos o teatros, lectura, etc.), podemos pensar que una política de inversión económica en los productores y en los productos llamados de "calidad" puede ser incluso económicamente rentable, al menos a medio plazo (si bien a condición de contar con los servicios de un sistema educativo eficaz).

Los retos, desde luego, no terminan allí. Es necesario que hoy en día las políticas culturales no se circunscriban exclusivamente a las fronteras nacionales; la integración regional, los acuerdos multilaterales son de indispensable intervención, sólo posible mediante la construcción de indicadores confiables de los que todavía estamos bastante lejos (el trabajo conjunto entre investigación académica, administración y gestión es fundamental). Actividades que parecerían ajenas a la política cultural han entrado en escena: experiencias urbanas como el centro comercial deben pasar por la política: "habría que valorar su impacto cultural y requerir que las inversiones lucrativas den a sus ganancias el efecto de retorno sobre la vida comunitaria" (García Canclini, 1999, p. 174). Y otras actividades que parecerían resueltas desde el punto de vista cultural, van cambiando su misión: "La crisis de las vanguardias, el agotamiento de la innovación estética, la falta de nuevas ideas acerca de la función del museo, se han tratado de resolver convirtiendo al museo en centro cultural" (García Canclini, 2005, p. 76). La visión museística y museológica viene reemplazándose por una concepción más amplia sobre la memoria, más que artística, colectiva. Por último, y para tener en cuenta la amplitud de las políticas culturales, debe señalarse que éstas también las hacen "las corporaciones, los medios masivos, las fundaciones, los políticos y, en algunos casos, los ciudadanos" (Yúdice, 2003, p. 337).

A lo largo del texto se fueron evidenciando relaciones sobre las que es indispensable pensar hoy en día: la estética no es sólo un dominio del arte, la economía es un asunto político y la política es el vehículo en el que se define -mediante luchas, conflictos y tomas de posición- la dimensión simbólica de diferentes sectores y poblaciones. La apuesta, finalmente, es que prospere el diálogo entre academia, administración, gestión y ciudadanía.

 


1. Los cuatro momentos de la "Analítica de lo bello" son: según la cualidad, lo bello tiene que producir satisfacción, pero sin interés; según la cantidad, lo bello tiene que gustar de manera universal, pero sin concepto; según la relación, lo bello tiene que ser forma de una finalidad, pero sin fin; según la modalidad, lo bello tiene que producir satisfacción, pero sin concepto.

2. Esta tradición llegó a considerar, como lo señala Levin Schücking, que "El arte es una especie de sismógrafo que registra las menores variaciones del estado de reposo espiritual predominante. En las artes, sobre todo en las plásticas, es donde el espíritu de la época adquiere configuración y forma" (1978, p. 15). Obviamente si se piensa en la existencia de un espíritu de la época debería considerársele como "la comunidad espiritual más o menos estrecha de cierro grupo cultural dirigente" (p. 18). Esta consideración, desde luego, pondría algo en evidencia: "no existe un espíritu de la época, sino, por así decir, hay toda una serie de espíritus de la época. Siempre podrán distinguirse grupos totalmente diferentes con distintos ideales vitales y sociales. Con cuál de estos grupos se relacione más estrechamente el arte predominante dependerá de multitud de circunstancias, y hace falta vivir en las nubes para atribuirlo a factores ideales" (p. 20).

3. Gadamer señala que a finales del siglo XIX el artista no está ya en la comunidad, sino que crea su propia comunidad, la comunidad de la bohemia. "Esta es, de hecho, la conciencia mesiánica del artista del siglo XIX, que se siente como una especie de 'nuevo redentor' en su proclama a la humanidad: trae un nuevo mensaje de reconciliación, y paga con su marginación social el precio de esta proclama, siendo un artista ya sólo para el arte" (1991, p. 36).

4.. En otras palabras, una estética de la desaparición: "Mirar lo que uno no miraría, escuchar lo que no oiría, estar atento a lo banal, a lo ordinario, a lo infraordinario. Negar la jerarquía ideal que va desde lo crucial hasta lo anecdótico, porque no existe lo anecdótico, sino culturas dominantes que nos exilian de nosotros mismos y de los otros, una pérdida de sentido que no es tan sólo una siesta de la conciencia, sino un declive de la existencia" (Virilio, 2003, p. 40).

5. Como lo dice lúcidamente el crítico de arte Robert Hughes: hoy en día se reduce a los estudiantes de arte, como a pollos en granja, a "una dieta de diapositivas" (1997, p. 467).

6. "Sólo cuando la necesidad ha sido satisfecha se puede distinguir quien, entre muchos, tiene gusto o no lo tiene" (Kant, 1992, p. 127)

7. "La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin" (Benjamin, 1982, s. p.)

8. Yúdice señala lo siguiente: "Estos enfoques sitúan la nueva orientación hacia la práctica artística fuera de la esfera autónoma de la cultura, es decir, de la manera como habitualmente se comprende el arte moderno. En lugar de ello, se interpreta que la significación del arte deriva de las necesidades, demandas y deseos de quienes componen la sociedad civil. El arte se acerca progresivamente a la razón práctica, contrapuesta a la racionalidad cognitiva y estética" (2002a, p. 294). Para una ampliación véase Cuadro 1.

9. Al respecto, Martín-Barbero se pregunta: "¿Y si en el origen de la industria cultural más que la lógica de la mercancía lo que estuviera en verdad fuera la reacción frustrada de las masas ante un arte reservado a las minorías?". Y más adelante, frente a la concepción del "arte superior" en Adorno, plantea lo siguiente: "Huele demasiado a un aristocratismo cultural que se niega a aceptar la existencia de una pluralidad de experiencias estéticas, una pluralidad de los modos de hacer y usar socialmente el arte." (1987, s. p.)

10. Tal vez haya sido Benjamin quien por primera vez reflexionó de manera penetrante sobre este eclipse de la distancia: "acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales […] adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías […] Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible" (1982, s. p.).

11. La industria cultural mezcla lo irreconciliable, y el resultado, una "barbarie estilizada" que, en lugar de contemplación, pide a sus clientes una "percepción distraída" de consumo rápido. Teniendo en cuenta esta concepción, resulta imposible no compararla con la clasificación estética que hace Bourdieu entre los gustos legítimo, medio y popular. El gusto legítimo goza del arte desentendiéndose de la vida, el gusto popular busca obtener el máximo efecto al mínimo costo y el gusto medio es atraído por el "arte medio" o el "medio arte": "las obras menores de las artes mayores" y "las obras mayores de las artes menores" (1998, pp. 13-15). Estas clasificaciones se pueden detallar párrafos arriba en lo que hemos llamado (cuadros 3 y 4) la concepción jerárquica de la cultura y de la creación cultural.

12. "La comodidad -escribe la antropóloga Rossana Reguillo- con la que, por ejemplo, se utilizan en los discursos académicos de la comunicación la noción de 'mediación', es sospechosa. Pocos estudios se toman el trabajo de explicitar desde dónde y cómo se utiliza, como si la noción por sí misma fuera portadora de su propia explicación o como si hubiera una especie de acuerdo tácito que volviera innecesario cualquier tipo de discusión". El psicoanalista argentino establecido en México, Enrique Ginsburg, llega más lejos: califica de "perversos" estos usos y los achaca a la pérdida de vínculo entre la investigación y la razón crítica. Una antropología light, en efecto, ha erigido el acto de consumo de los productos de las industrias culturales en un lugar privilegiado desde donde "pensar". La revelación de las audiencias "activas", que adaptan, reconstruyen, reinterpretan las historias propuestas por las películas y los programas de vocación global, ha hecho que se olvidara que "no se puede contar historia sin hacer Historia", como dice Jean-Luc Godard (Mattelart, 2003, p. 148).

13. Cabría acoger el siguiente comentario de Mattelart y Neveu respecto a las metodologías preferentes de los estudios culturales, las mismas utilizadas y preferidas por los estudios latinoamericanos en comunicación y cultura: "Esto tiene poco que ver con la etnografía descrita en el manual de Marcel Mauss...".

14. Otros datos: en 2001, el aporte al PIB de las industrias culturales en Estados Unidos fue del 7,8%; en los países del Mercosur (4,5%), en la región andina y Chile (2,5%) y en Argentina, Uruguay, Colombia y Venezuela las tasas de crecimiento fueron negativas. En cuanto al aporte de las industrias audiovisuales al PIB, en Estados Unidos fue del 2,8% mientras que en Latinoamérica fue del 0,7% (Rey, 2003, p. 61).

15. Universal (holandesa), Sony (japonesa), Warner (estadounidense), bmg (alemana) y emi (inglesa). "Puede decirse con toda confianza que las majors controlan los mercados latinoamericanos, y que cada vez más están ampliando su dominio mediante la absorción de disqueras nacionales, la distribución de su producto, y la adquisición de catálogos de repertorio que seguirán rindiendo regalías […] La tendencia a desplazar los derechos de propiedad intelectual de los autores a los inversionistas […] favorecen las estrategias de integración vertical y consolidación de las majors respecto a las disqueras y corporaciones audiovisuales latinoamericanas" (Yúdice, 1999, p. 192).

16. No obstante reconocer lo importante de estas formas políticas, es clave plantear alguna inquietud en cuanto a su efectividad propiamente política: "Advertimos ahora por qué razón la pospolítica actual no puede alcanzar la dimensión propiamente política de la universalidad: porque tácitamente excluye la politización de la esfera económica. El dominio de las relaciones de mercado capitalistas globales es la 'otra escena' de la denominada repolitización de la sociedad civil por la que abogan los partidarios de la 'política de la identidad' y otras formas posmodernas de politización: todos los discursos sobre las nuevas formas de política que proliferan en todas partes, centrados en cuestiones particulares (los derechos de los homosexuales, las ecologías, las minorías étnicas…), toda esta incesante actividad de identidades fluidas, cambiantes, de constitución de múltiples coaliciones ad hoc, y así sucesivamente, tiene algo de inauténtico, y en última instancia se asemeja al neurótico obsesivo que habla continuamente y se entrega a una actividad frenética, precisamente para no perturbar, para que siga inmovilizado lo que realmente importa. De modo que, en lugar de celebrar las nuevas libertades y responsabilidades generadas por la 'segunda modernidad', es mucho más crucial concentrarse en lo que sigue siendo lo mismo en esta fluidez y reflexividad globales, en el motor de esa fluidez: la lógica inexorable del capital" (Žižek, 2001, p. 377).

 


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