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Signo y Pensamiento

Print version ISSN 0120-4823

Signo pensam.  no.50 Bogotá June/June 2007

 

una mirada implicada y una lectura transversal

Jesús Martín-Barbero

“El sur también existe”, canta Serrat. Pero en nuestros sureños países la investigación social padece aún de un fortísimo tropismo que la tuerce a mirar hacia el norte impidiéndola verse y reconocerse en lo que por aquí se investiga y se escribe. Claro que ese tropismo tiene un gran aliado en la difícil, tortuosa y minoritaria circulación de los libros y revistas entre nuestros países. Hasta el punto de que en gran medida la forma como se conoce y difunde nuestra producción escrita es por circulación oral: ya sea intercambiando textos en los pasillos de congresos y seminarios, o en esa otra forma de oralidad conservada en las cartas que acompañan el envío que hacen los autores de libros publicados…o por publicar. Y fue eso, una lectura-trabajo de reconocimiento cultural la que me convirtió en escribidor de prólogos. De Oficio de cartógrafo.

Un prólogo para el número 50 de una revista mantenida a lo largo de 25 años plantea retos muy distintos a los que plantea el de un libro, así sea escrito a muchas manos. Ya que de lo que se trata no es de servir de umbral en el camino que un libro está por hacer, sino, en gran medida, de todo lo contrario: mirar hacia atrás para rever el camino recorrido y, sólo desde ahí, otear nuevas rutas para seguir caminando. Pero para el que esto escribe, con la revista Signo y Pensamiento, esa doble tarea se halla cargada por un parentesco en segundo grado que entrecruza los hilos de los tiempos y los proyectos, pues asistí a su parto y acompañé de cerca sus primeros años de vida. Aunque yo residía en Cali, Joaquín Sánchez, el decano de la Facultad de Comunicación que la hacía y editaba, era mi amigo y compañero de aventuras en aquellos fecundos inicios de los años ochenta. Me invitaba frecuentemente a conversar con profesores y alumnos de esa Facultad, y era tanta la afinidad, que mis primeros artículos publicados en Signo y Pensamiento entre 1982 y 1987 eran, como decimos en Colombia, mi pensamiento en voz alta, su primera versión escrita a través de la reescritura de charlas y seminarios en la Universidad Javeriana. Vinieron después años de distanciamiento e incluso de una cierta lejanía. Y a partir de 1997, con mi regreso a Bogotá, hubo un claro reencuentro con la revista y, desde mediados de 2003, con la Facultad de Comunicación y Lenguaje, de la que soy profesor hasta hoy. Es la densidad de esas relaciones la que da cuenta de la implicación de la mirada y la transversalidad mi lectura.

Cuando hablo de implicaciones no me refiero únicamente a mis particulares relaciones con Signo y Pensamiento (en adelante SyP), sino también a lo que ha sido mi explícita toma de posición, teórica y política, en la investigación de los procesos y medios de comunicación y en el trazado de propuestas curriculares coherentes para sus estudios académicos. De manera que la relectura del proceso desarrollado por esta revista me enfrenta a mis propias concepciones y convicciones acerca de lo que ha significado —y significa hoy— la comunicación colectiva y masiva para Latinoamérica. Y llamo trasversal a la lectura que se da con un solo eje desde el cual se amarran logros y fallos, pasado y futuro.

¿Qué fue lo que hizo que sintiera a SyP como mi casa? Pues que a lo largo de todo su recorrido esta revista ha sido un permanente esfuerzo por pensar latinoamericanamente la comunicación, y ello en un país fuertemente aislado de los debates latinoamericanos hasta hace bien pocos años. Es algo que sin duda se halla ligado al papel que Joaquín Sánchez y la Facultad de Comunicación de la Universidad Javeriana tuvieron en el proceso de conformación y consolidación de Federación Latinoamericana de Facultades de Comunicación Social (Felafacs). Pero no se trata sólo de la presencia de artículos escritos por autores de la región, sino de la creciente conversación con la investigación y la experiencia académica latinoamericanas; conversación que, de parte de SyP, tuvo un peculiar aporte en la introducción al campo de estudios —cuando aún no hacían parte ni de la moda ni de la jerga— de autores europeos mediante su traducción y su lectura, y no solamente de semiólogos, como Cristian Metz, Abraham Moles o Pascal Bonnitzer, sino también de otros que descolocaban y ensanchaban la reflexión sobre la comunicación, como Michel de Certeau, Mikel Dufrenne o Paul Ricoeur.

Y esa conversación, que empezó mediante la solicitud de textos a ciertos autores mexicanos, argentinos o chilenos, se transformó después en una permanente solicitud por la parte de investigadores de otros países para que sus textos fueran publicados en SyP, reconociendo así que esta revista se había ido convirtiendo en un espacio latino, y también iberoamericano, de circulación y movilización de ideas y proyectos. Lo dicho no puede hacernos olvidar, por obvio que parezca, el papel de animación intelectual que esta revista ha desempeñado en Colombia, un país, repito, en el que tanto los estudios de comunicación como de las ciencias sociales han estado larga y anchamente al margen de algunos de los más decisivos debates latinoamericanos hasta bien avanzados los años noventa.

Pero, así como su vocación latinoamericana fue clara y creciente desde los comienzos, no fue sino hasta muy avanzado su trayecto cuando SyP empezó realmente a hacerse cargo de su propio país, de la rota y adolorida Colombia, y del papel que los medios han estado cumpliendo en sus conflictos, en sus violencias y también en sus modos de sobrevivir social y culturalmente. Esta crítica responde a la hoy impostergable pregunta: ¿qué país cabe en nuestras academias, en nuestros planes de estudio y de investigación? Esta es una pregunta que se me ha vuelto obsesiva y primordial desde cuando regresé de mis tres años de “exilio” en México.

Y revisando número a número no sólo las temáticas, sino también las preocupaciones que subyacen a SyP, puedo afirmar que es sólo a partir del número 25 cuando nuestra revista comienza tímidamente a mirar de frente a este país. Entiéndaseme bien: no es que el país no estuviera al fondo de muchos de los artículos publicados en el período anterior, pero ahí es donde está el problema, pues el país no constituía un sujeto, sino un adjetivo; no era el lugar desde el que se piensa, sino un telón de fondo. Y en esa forma el país decora, en el mejor de sus sentidos: da un cierto decoro al conjunto, pero no es protagonista y ni siquiera agonista, esto es, con quien se pelea.

Los que hoy hacen SyP saben que este reproche no viene de afuera, sino de una ausencia sentida y analizada desde bien adentro y convertida en la pregunta por cuánto país y qué país les cabe a nuestra facultad y universidad. A partir de este interrogante se plantea hoy una profunda renovación con la cual acercar nuestras académicas líneas de investigación a una agenda de país en la que la comunicación pase a significar una cuestión tanto de medios como de fines, pues lo que ahí está en juego son dimensiones estratégicas de la supervivencia de Colombia como nación y como democracia, como espacio de convivencia básico y de interacción social, es decir, capaz de construir relatos comunes.

Como lúcidamente ha planteado Daniel Pecaut, “Lo que le falta a Colombia no es un mito fundacional, sino un relato nacional” donde los colombianos de todas las clases y etnias, regiones, géneros y edades, puedan ubicar sus experiencias cotidianas en una mínima trama compartida de duelos y de logros, ya que es común sólo en la medida en que da cuenta de la espesa y conflictiva diversidad de que está hecho el país. Y es común porque caben tanto las memorias como los sueños: un imaginario de futuro que movilice todas las energías de construcción de este país, hoy dedicadas en un tanto por ciento gigantesco a destruirlo. Un país atrapado entre el bla-bla-bla de los políticos y el silencio de los guerreros. Pues, frente a unos políticos presos de una retórica vacía de densidad simbólica, incapaz de convocar al país y de hacerse cargo de la complejidad sociocultural de sus demandas, se alza el silencio de los guerreros, manifestado en los miles de asesinados que cada año no merecen siquiera la pena de ser reivindicados. Se tiran los cadáveres en el campo, al borde de las carreteras o en las avenidas urbanas, y lo único parecido a una palabra son las marcas de la crueldad sobre los propios cuerpos de las víctimas. Muertos sin una palabra que se haga cargo de ellos, sin un relato mínimo desde el que podamos dotar de algún sentido a lo insoportable de una guerra que se lleva cada año a miles de colombianos.

¿Cómo se puede, entonces, estudiar y hacer comunicación en este país sin que ella implique, explícita y decididamente, la apuesta por construir relatos de nación, ya sea en los medios comerciales o comunitarios, ya sea con oralidades o con textualidades, o mejor al revés: atravesando e hibridando imágenes, sonidos, texturas y ritmos? Y ¿no es en esa tarea donde pueden converger y anudarse los dos tiempos que han marcado a SyP: el primero con su fuerte acento en la mirada semiótica, y el segundo en su proyecto sociocultural preocupado a la vez por los nuevos actores sociales y los cambios en las sensibilidades culturales?

Y surgió la palabra con la que otear futuros: convergencia, palabrita atravesada por la contradicción entre su disfraz de magia tecnológica y su potencialidad político-cultural. Antes de aparecer en el campo de la tecnología, la idea de convergencia había estado presente en el ámbito de la cultura a través de la idea de interculturalidad, que nombra la imposibilidad de una diversidad cultural comprendida y regida desde arriba, es decir, deseada o regulada al margen de los procesos de intercambio entre las diversas culturas; intercambio que empieza hoy en el propio ámbito de la nación, pero que lo rebasa hacia geopolíticas en lo mundial.

Y lo que hace más productiva a la actual concepción de interculturalidad es su intrínseca relación con la idea de la identidad narrativa, esto es, que toda identidad se genera y constituye en el acto de narrarse como historia, en el proceso y la práctica de contarse a los otros. De esto nos habla la preciosa polisemia en castellano del verbo contar. Pues contar significa narrar historias, pero también ser tenidos en cuenta por los otros y, además, hacer cuentas. En ese solo verbo tenemos la presencia de las dos relaciones constitutivas. En primer lugar, la relación del contar historias con el contar para los otros, con el ser tenidos en cuenta por los demás. Ello significa que para ser reconocidos por los otros es indispensable contar nuestro relato, ya que la narración no es sólo expresiva, sino constitutiva de lo que somos tanto individual como colectivamente. Y especialmente en lo colectivo, las posibilidades de ser re-conocidos, tenidos en cuenta y de contar en las decisiones que nos afectan dependen de la capacidad que tengan nuestros relatos para dar cuenta de la tensión entre lo que somos y lo que queremos ser. Y en segundo lugar se halla la otra relación, también constitutiva, del contar (narrar y ser tenido en cuenta) con el hacer cuentas, y cuyo significado es doble. Por un lado estamos ante la relación que entrelaza el reconocimiento de los otros con su derecho a la participación ciudadana, esto es, a participar en la construcción de la ciudad, que es la concreción verdadera, y no meramente retórica, de lo que significa e implica ser reconocido como ciudadano: el ser tenido en cuenta por los que toman las decisiones que nos conciernen y en las que se juega la vida de la colectividad. Participar va, entonces, de la mano con el actuar y el intervenir en el hacer cuentas, ya que es en el espacio de la economía donde se toman las decisiones que hacen efectivo el ser tenido en cuenta. Pero también la relación del contar con el hacer cuentas tiene un lado perverso: la cooptación que hoy hace el mercado imponiendo el valor (comercial) de los relatos sobre el sentido (cultural) de la creación y la circulación de las narraciones.

Pero ni las traducciones interculturales ni la circulación de los relatos pueden ser hoy pensadas políticamente sin “contar” con la convergencia tecnológica. Y ello, tanto en lo que ésta tiene de nueva razón comunicacional —cuyos dispositivos (la fragmentación que disloca y descentra, el flujo que globaliza y comprime, la conexión que desmaterializa e hibrida) agencian el devenir en mercado del conjunto de la sociedad transformando el avance tecnológico en legitimación de la desregulación de los mercados y de la concentración empresarial, como en la mutación que desde la tecnología digital empuja todas las sociedades hacia una intensificación de sus contactos y sus conflictos, exponiendo todas las culturas unas a otras como jamás antes lo estuvieron. Pues la actual reconfiguración de las culturas indígenas, locales, nacionales, responde especialmente a la intensificación de la comunicación e interacción de esas comunidades con las otras culturas del país y del mundo. Y desde de las comunidades locales los actuales procesos de comunicación, aun con su clara asimetría y su capacidad de exclusión, son cada día mejor percibidos como una oportunidad de interacción con el conjunto de la nación y del mundo.

Estamos ante una mutación tecnológica que ha entrado a potenciar y densificar el nuevo ecosistema comunicativo. La experiencia cultural audiovisual trastornada por la revolución digital apunta a la constitución de nuevas modalidades de comunidad (artística, científica, cultural) y de una nueva esfera de lo público. Ambas se hallan ligadas al surgimiento de una visibilidad cultural que es el escenario de una decisiva batalla política, la que hoy pasa por la des-localización de los saberes, trastornando sus viejas pero aún prepotentes jerarquías, diseminando los espacios donde el conocimiento se produce y los circuitos por los que transita y posibilitando a los individuos y a las colectividades insertar sus cotidianas culturas orales, sonoras y visuales, en los nuevos lenguajes y las nuevas escrituras. En América Latina nunca el palimpsesto de las memorias culturales múltiples de su gente tuvo mayores posibilidades de apropiarse del hipertexto en que se entrecruzan e interactúan lectura y escritura, saberes y haceres, artes y ciencias, pasión estética y acción política.

Convergencia tecnológica significa, entonces, la emergencia de una nueva economía cognitiva regida por el desplazamiento del estatuto del número que, de signo del dominio sobre la naturaleza, está pasando a convertirse en mediador universal del saber y del operar técnico-estético, lo que viene a significar la primacía de lo sensoriosimbólico sobre lo sensorio-motor. La numerización digital hace posible una nueva forma de interacción entre la abstracción y lo sensible, replanteando por completo las fronteras entre la diversidad de saberes y de modos de hacer.

De ahí lo fuertemente inaugural que resulta el que la problemática estudiada en este número 50 sea precisamente la inteligencia colectiva y la artificial, la gestión del conocimiento y las narrativas de lo digital. El pasado, del que está hecho Signo y Pensamiento, no podía converger más responsablemente sobre el presente y con mejores augurios de futuro.

Bogotá, agosto de 2007

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