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Signo y Pensamiento

Print version ISSN 0120-4823

Signo pensam.  no.50 Bogotá June/June 2007

 

La libertad de expresión bajo el régimen chavista: mayo de 2007

 

Freedom of Speech under Hugo Chávez’ Regime: May, 2007

 

Antonio Pasquali*

Venezolano. Creó el Centro Audiovisual del Ministerio de Educación en 1958 y el Instituto de Investigaciones de la Comunicación (ININCO) en 1974; el mismo año coordinó el Proyecto Ratelve, por una nueva política radiotelevisva pública. Entre 1978 y 1989 ocupó diferentes cargos en la Unesco, entre ellos el de subdirector general responsable del sector de la comunicación y el de coordinador regional para América latina y el Caribe. Principales obras: Comunicación y cultura de masas (1964, nueve ediciones), Comprender la comunicación (1978, cinco ediciones), La comunicación cercenada (1990, dos ediciones), El orden reina (1992); Bienvenido Global Village (1998), Dieciocho ensayos sobre comunicaciones (2005). Correo electrónico: apasquali@intercable.net.ve.

 


En su primera parte, el presente texto aboga por una más actual y compleja lectura del concepto de libertad de expresión, que tome en cuenta la praxis real antes de la mera noción jurídica, las nuevas determinantes tecnológicas y las connotaciones contemporáneas de expresión. Sus resultados son aplicados en su segunda sección, que describe el estado real de la libertad de expresión en Venezuela en el 2007, un país en rápida evolución política donde tal noción, aún nominalmente respetada de jure, lo es cada día menos de facto. Esta sección incluye un breve estado del arte empírico, un análisis de los nuevos equilibrios acceso/ participación y otro más sobre la aplicación en el país de la parte operativa del artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.

Palabras clave: libertad de expresión, libertad de comunicación y su uso, norma moral, norma jurídica, acceso, participación.

 


The first part of this text raises the need for an up-to-date and more comprehensive understanding of the concept “freedom of speech”; one that takes into consideration a real praxis and not a mere legal notion; one that takes into account new technological determinants and the contemporary connotations of the term “speech”. The results of the above-mentioned work are then applied in the second part of the text, where the real state of ‘freedom of speech’ in Venezuela, 2007, is described. At the moment, Venezuela is undergoing a rapid political evolution where freedom of expression, even if still respected de jure, is gradually less respected de facto. This section includes a brief empirical description of what could be called the ‘state of the affairs’, an analysis of the new balance between access and participation, plus a final analysis regarding the operative application in Venezuela of Article 19 of the Universal Declaration of Human Rights.

Key Words: freedom of expression, freedom of communication and its use, moral norm and legal rule access, participation.

 


Origen del artículo

Intervención del autor en el Seminario Internacional ‘La libertad de expresión en una sociedad democrática’, organizado por el Centro de Estudios de Derechos Humanos de la UCV (Auditorium Fundación Jardín Botánico UCV, Caracas, 11-13 de abril de 2007).

Intervención de Antonio Pasquali, el 13 de abril de 2007, en el marco del Seminario Internacional “La libertad de expresión en una sociedad democrática”, organizado por el Centro de Estudios de Derechos Humanos de la Universidad Central de Venezuela (Auditórium Fundación Jardín Botánico, UCV, Caracas, del 11 al 13 de abril de 2007).

Señoras y señores:

Agradezco la oportunidad que me dan, en cuanto comunicólogo, de ser escuchado por juristas acerca de uno de los temas más ingentes y sistémicos de la política contemporánea, la libertad de expresión. Este problema, multi- e interdisciplinario casi por antonomasia, necesita más y más enfoques plurales, máxime en países en situación especial como Venezuela. Aprovecho, pues, esta ocasión poco común para incorporarme al debate con un preámbulo metodológico que considero ineludible, como sería revisitar, con fines de aggiornamento, algunos fundamentos ontológicos y gnoseológicos del tema en cuestión.

Sólo analizaremos tres aspectos capitales cuyo olvido o insuficiente actualización si- La libertad de expresión bajo el régimen chavista: mayo de 2007 guen generando, en mi criterio, confusiones hermenéuticas e inadecuaciones entre cosa e idea. Ellos conciernen, primero, a la esfera nomotética; segundo, al peso de determinantes tecnológicas que, a partir sobre todo del siglo xix, añaden mucha complejidad a la milenaria noción del libre albedrío, y, tercero, a la hoy indispensable jerarquización de la especie libertad de expresión bajo el género libertad de comunicación.

La cuestión nomotética, hoy desfigurada por ignorancia, intereses diversos y el irracionalismo de la posmodernidad, pareciera urgida de nuevos Windelband, Dithey o Hartmann, capaces de reponerla cabeza arriba, de echar a mercaderes y payasos del templo y de reinstaurar en ella un orden de la razón y de la historia. Entiéndase por nomotético el ámbito generalísimo de la norma o “mandamiento para la acción” según un orden legal, esto es, la entera esfera de una razón práctica, que para el pensamiento laico y evolucionista se origina y estructura en la noche de los tiempos, alrededor de un bonus-malus primario, y de supervivencia, que lentamente nos ha conducido a los refinamientos y especializaciones normativos actuales.

Este recordatorio encierra una olvidada lección a recuperar: la norma moral, o sea, la regulación que intenta poner orden en las relaciones intersubjetivas, es, históricamente, la primera en establecerse, y la moral sigue siendo la ontológica matriz normativa de todas las más sofisticadas construcciones y codificaciones que vendrían, principalmente, agrupadas alrededor de la política primero y el derecho después.

Para usar un símil, aquélla está a esas dos disciplinas normativas como el cerebelo basal está a la corteza superior cerebral, y es a la moral a la que siempre vuelven el derecho y la política en crisis, en busca de nuevos principios ante situaciones inéditas que demandan nuevas normas. Así, cuando abordamos los principios posibles y deseables de un derecho a la comunicación, de un derecho a la información o incluso de políticas de comunicación, sin pasar previamente por una moral del comunicar en busca de esenciales abastecimientos, estamos poniendo la carreta delante de los bueyes. Un error de procedimiento en el que todos irremediablemente caemos, y quien les habla tanto o más que otros, lo que no impide tomar agustinianamente conciencia del pecado metodológico y hacer enmienda.

Cuando pensamos en libertad de expresión buscamos instintivamente categorías jurídicas y políticas que actualicen el espíritu y letra originales de la Ilustración, sin parar mientes en la riqueza y solidez de un previo análisis de la materia en el ámbito moral o intersubjetivo contemporáneo, donde la erlebniss o vivencia de una comunicación con el otro que sea libre, interferida, manipulada, controlada o impedida por fuerzas exógenas es realísima e histórica.

El segundo aspecto, sobre las determinantes tecnológicas que confieren complejidad a la milenaria e inasible noción de libertad, es el que mejor evidencia hasta qué punto las acepciones decimonónicas de libertad de expresión son hoy insuficientes para expresar la sobredeterminación de ciencias y tecnologías, y necesitan ser repensadas.

Una doble problemática se nos impone aquí: por un lado, lo complejo o a veces imposible que resulta hoy ejercer una plena libertad de expresión por falta de acceso a inalcanzables o acaparadas, pero ineludibles, tecnologías mediadoras; por el otro, el imprevisto protagonismo asumido por esas mismas tecnologías como facilitadoras o inhibidoras de la libertad de expresarse, al punto de que muchas de ellas —lejos de ser los meros vehículos neutrales que mucha jurisprudencia aún cree que son— exhiben hoy una valencia política propia, aun antes de que su usuario le asigne otras y circunstanciales.

En cuanto al primer problema, hoy se comienza a ver con cierta claridad que la libertad de expresarse ha pasado a ser fruto de un equilibrio paritario entre acceso y participación, entre capacidad igualmente ejercida de recibir y emitir mensajes, bases constitutivas de una opinión pública no manipulada.

Gran parte de nuestro entorno comunicacional ha sido construido para facilitarnos la recepción de mensajes e inhibirnos la emisión, lo que da una idea apriorística del estado crítico en que se encuentra hoy la libertad de expresión, aun antes de la aparición de censores y tiranos. Para explicarla y estimular a ejercerla, hoy deben incluirse en ella, cuando menos, los seis ingredientes siguientes: un libre acceso a fuentes de información públicas y privadas, la libre recepción de mensajes de cualquier origen, la libre escogencia de un código expresivo, la libre elección de un canal comunicante, la libre delimitación de los públicos perceptores y la libre elección de sus contenidos o mensajes. Nada más y nada menos que eso.

En cuanto al segundo problema, nadie podía imaginar en los siglos xviii y xix, cuando sólo existía el hablar, el escribir y el imprimir, el intrínseco poder socializante o desocializante, luego político, que exhibirían futuros medios en el real ejercicio de la libre expresión.

Hoy sabemos que muchos de ellos traen una carga predeterminada, y que ya no son los neutrales vehículos de las teorías inocentistas. Obsérvense a vuelo de pájaro los ochenta últimos años, signados por el predominio de una radiotelevisión que, al funcionar como los diodos que vehiculan flujos en un solo sentido, introduciría rasgos profundamente antidemocráticos en la circulación de mensajes, al asegurar excesiva libertad de expresión a pocos emisores privilegiados mientras generaba más y más mudez en las masas receptoras. Esos dos canales traían en su ADN tecnológico un fuerte componente impositivo, dictatorial y enmudecedor; por eso, radio y televisión pasaron a ser los medios predilectos de persuasores y predicadores, publicistas, encargados de misiones divinas, dictadores, déspotas y tiranos de toda catadura.

Gracias al cielo, y a más democráticas tecnologías, la era de la radiotelevisión está llegando a su término. La investigación ha forjado, a justo título, el término postelevisión para calificar lo que vemos nacer impetuosamente ante nuestros ojos: un mundo que a plazo, y habida cuenta de la inherencia entre comunicación y sociedad, pudiera terminar liquidando todas las dictaduras si logra minimizar el uso de medios dictatoriales, recuperar el diálogo y devolver a los hombres una universal capacidad de emitir.

El glorioso y nunca bien ponderado teléfono, príncipe de la humana comunicación por ser el de más alto coeficiente dialogal, está a punto de convertirse felizmente en el primer medio de comunicación de uso realmente universal; en su directa y aún más democrática descendiente, la red Internet, se está haciendo realidad la vieja utopía del todos emisores, y, por vez primera —gracias a una tecnología más que por conquista social—, podemos asegurar en ella la plena y conjugada copresencia de los seis componentes de una “libertad de expresión”, hace poco mencionados.

Nosotros y nuestros descendientes habremos de defender de espías, censores y déspotas a la libertad en el uso de estas dos poderosísimas tecnologías esencialmente democráticas y antidictatoriales, pues, por ellas transitará, próximamente, démoslo por seguro, la parte preponderante de nuestra libertad de expresión.

El tercer y último punto a reconsiderar concierne, dentro de la fórmula libertad de expresión, el alcance mismo del componente expresión, un problema que ejemplificaremos así: todos debemos asumir con la mayor lucidez que entre el “expresarse libremente” un par de veces al mes con un vecino en la esquina de la casa, y el “expresarse libremente” en cadena nacional de radiotelevisión cada vez que se quiera, desde un palacio presidencial y durante casi dos horas diarias, hay un abismo cuantitativo- cualitativo que desfigura todas las reglas del juego y que, sin embargo, con siniestra hipocresía, es vendido al mundo como plena y democrática vigencia formal de dicha libertad.

¿Será acaso que esa libertad no puede hoy ser genuina sin una cierta igualdad de oportunidades para ejercerla? Y sobre esa isonomía de uso (una misma norma para todos), ¿no concierne la libre escogencia y uso del canal tanto o más que el propio mensaje, lo que pone en evidencia el carácter más amplio y comprensivo de la libertad de comunicación por sobre la libertad de expresión? Mirando las cosas un poco más de cerca, descubrimos un extraño paralelismo entre nuestro problema y la suerte que corrió la celebre trilogía de la Revolución Francesa (pero ingresada a la Constitución gala sólo en 1958): “Libertad, igualdad, fraternidad”, de la que siempre termina quedando en pie la glamorosa libertad, ante una igualdad y una fraternidad tiradas al olvido. También la libertad de expresión sufre de una igualdad de empleo echada al olvido y escindida de la definición principal.

Sucede desde que, en 1789, se aprueba la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyo celebérrimo artículo 11 (donde de paso figura una originaria comunicación sólo posterior y restrictivamente convertida en expresión) reza así: “La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; todo Ciudadano puede por consiguiente hablar, escribir e imprimir libremente […]”. Todas las declaraciones sucesivas han copiado esa cesura entre el principio abstracto y su concreción, entre lo que viene antes y después del punto y coma. Desde el artículo 19 de la Declaración Universal de 1948: “[….] lo que implica el derecho de recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas […] por cualquier medio de expresión”, al artículo 19 del Pacto Internacional de 1966: “[…] comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas […] por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”. Desde el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos de San José, de 1969, cuyo primer párrafo del artículo 13 copia textualmente el citado pacto internacional, hasta el artículo 57 de la Constitución venezolana de 1999: “[…] y de hacer uso para ellos de cualquier medio de comunicación y difusión […]”. Es sólo en la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión del 2002, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos/ Organización de Estados Americanos (cidh/oea) —en mi opinión el más completo y satisfactorio texto en la materia—, donde, por primera vez, se expresa explícitamente (devolviendo, por cierto, sus gloriosos fueros al “comunicar” de 1789): “[…] todas las personas deben contar con igualdad de oportunidades para recibir, buscar e impartir información por cualquier medio de comunicación […] y […] tienen derecho a comunicar sus opiniones por cualquier medio y forma”.

Para resumir este preámbulo: a) la libertad de expresión debe comprenderse y defenderse en el terreno moral, del comportamiento práctico y hoy mediatizado, aun antes de procurar su formal legalización; b) para asegurar mayor libertad de expresión hay que privilegiar el uso de medios tecnológicamente “democráticos” y asegurar igualdad de oportunidades; c) dentro de las solemnes definiciones universales, regionales y nacionales de libertad de expresión hay que recuperar y practicar la parte operativa, el “hacer uso de…” y no sólo defender la pureza del principio abstracto.

* * *

Señoras y señores:

Pese a la mejor buena voluntad de sus organizadores, la situación excepcional que vive Venezuela hace que este seminario tenga una fuerte valencia política, que quien les habla asume sin vacilaciones. Cuesta abordar con serenidad académica el tema de la libertad de expresión en momentos en que ésta corre para nada imaginarios peligros por obra de poderosas fuerzas que intentan demoler el pluralismo partidista, sindical, educativo, económico, científico, cultural y comunicacional, mediante sofisticados métodos de ingeniería social y control de los espíritus afinados por longevas y siniestras dictaduras.

Nuestro todopoderoso autócrata nos recordó hace dos días apenas que “debemos alejarnos de la idea […] de que hay que buscar el consenso”, para dar así por enterrados los principios de diversidad, pluralismo, tolerancia y democracia. Lo que Venezuela espera de nosotros en este momento es la denuncia sin miedos, lúcidas indicaciones morales, un fuerte principio de esperanza.

Para ello, derivaremos de las consideraciones hasta aquí expuestas tres criterios para esbozar una interpretación del entorno comunicacional venezolano bajo el presente régimen autocrático. Ellos son:

a) Documentar violaciones a principios refrendados en materia de libertad de expresión es bueno y útil, si se acompaña con análisis de cambios en la conducta comunicacional, de la nueva moral del comunicar, esencialmente inducida desde el poder y principal causante de tales violaciones.

b) Estado del equilibrio acceso/participación en la intersubjetividad del venezolano contemporáneo: ¿están presentes los seis ingredientes señalados que configuran una libertad de expresión o de comunicación?

c) ¿Qué tanto se aplica hoy en Venezuela, por vía directa o vicarial, la segunda parte operativa del artículo 19 de la Declaración Universal y similares?; ¿existe una mínima igualdad de oportunidades en el uso de medios de expresión?

El primer criterio relacionado con la nueva moral del comunicar tiene su razón de ser en la siguiente relación apodíctica que la comunicología descubrió bastante antes que la jurisprudencia: comunicación y sociedad son inherentes; toda ingeniería comunicacional es una ingeniería social. Los comportamientos comunicacionales no son superestructurales respecto al modelo social imperante, sino concausa del mismo; a nuevos hábitos comunicantes, espontáneos o impuestos, nueva sociedad. Esto nos permite afirmar, en el caso de especie, que la actual autocracia política tiene su fundamental ratio essendi en el despotismo mediático del propio autócrata, que cuantificaremos dentro de poco.

El presente gobierno es el primero en la historia del país en haber asumido a plenitud el poder de las comunicaciones, sobre todo radioeléctricas, mas no para aliviar la agobiante y extranjerizante dictadura mercantil del viejo duopolio mediático, o para asegurar al sufrido usuario servicios públicos no-gubernamentales de calidad, sino para asignarle un incluso más férreo rol hegemónico de corte leninista-gramsciano: garantizarse, por saturación de mensajes, un predominio ideológico que eternice el consenso mayoritario, lo cual intenta lograr desde un sistema mediático “público” degradado a “gubernamental” o, más propiamente, a “autocrático”, o sea “chavista”. No es hermenéutica, sino una constatación: “Nuestro socialismo necesita una hegemonía comunicacional” y “Todas las comunicaciones tienen que depender del Estado como bien público” son declaraciones del 8 y 14 del pasado enero, respectivamente del ex ministro de Comunicaciones, hoy director de Telesur, y de un ex vicecanciller y principal teórico del chavismo.

Abril de 2002, y el apoyo de los medios privados a la insurrección popular —malintencionado y excedido, más allá de lo admisible— representa un turning point en la historia comunicacional del país. La autocracia decide apropiarse hegemónicamente de todo el poder mediático que por poco la derrumba, de manera lenta, perseverante y planificada. Su pars destruens, la que debe minimizar el poder emisor de la oposición externa es, con toda su imponencia, poca cosa comparada con la pars construens, destinada a maximizar la capacidad emisora del gobierno: una novedad absoluta para una Venezuela con muchos decenios a cuestas de gigantismo comercial y enanismo público en comunicaciones.

Sobresale aquí el rol de comisariado político asignado primero al Consejo Nacional de Telecomunicaciones (Conatel) y luego al Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información (Minci) (hoy censor del régimen), el recorte arbitrario de publicidad a medios hostiles (el Estado es, en Venezuela, el mayor anunciante), las incesantes amenazas presidenciales contra medios y comunicadores “políticamente incorrectos”, rápidamente traducidas por agentes del gobierno en castigos de toda índole; la obtención forzada de neutralidad política de importantes medios; la eliminación por autocensura de programas de opinión adversa al régimen (el Centro de Investigación de la Comunicación de la Universidad Católica Andrés Bello [cic/ucab] calcula que desde la promulgación de la Ley Resorte desapareció un 50% o más de dichos programas); las adquisiciones de medios impresos y radioeléctricos para reconvertirlos a gubernamentales o simplemente clausurarlos; el prepotente y no sustanciado cierre de rctv, decana de las comerciales, fusillée pour l’exemple para escarmiento de las pocas que quedan; moralistas restricciones menores en el uso de Internet que pudieran anunciar otras mayores; la renacionalización de la Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela (cantv) y, como una de las piezas maestras, la llamada Ley Resorte de diciembre de 2004, hija del triple y dictatorial preaviso de los artículos 208 y 209 de la Ley Orgánica de Telecomunicaciones de 2000.

Dichas leyes rezan: “Hasta tanto se dicte la ley que regule el contenido de las transmisiones y comunicaciones cursadas a través de los distintos medios de comunicación […]” (cursivas mías). La “Resorte”, con título disfrazado bajo el atuendo de la “responsabilidad social”, es, pues, de nacimiento, una ley fascista con la que el Estado “regula el contenido de las transmisiones y comunicaciones”. Su texto, atropellado y escolástico, ocupa apenas diecinueve páginas de un digesto normativo de 448 páginas sobre Telecom y Comunicaciones, recién publicado por el Ministerio de Infraestructura (Minfra), la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel) y el Centro de Desarrollo e Información en Telecomunicaciones (Ceditel); una demostración de la alta prioridad dada a Comunicaciones.

La sustancia de lo que el gobierno buscó con dicha ley figura, en mi criterio, en su artículo 10, el cual, al obligar al concesionario a encadenarse y retransmitir mensajes oficiales sin límite de tiempo, con la prohibición absoluta de alterarlos en lo más mínimo, vuelve imposible otro abril como el del 2002. Este artículo convierte en ley una inverosímil disposición anterior, la Providencia Administrativa 407 del 8 de marzo de 2004, la cual, en flagrante violación de los artículos 58 y 337 de la Constitución, concede al autócrata un derecho realmente único en la Tierra, el de poder ordenar a operadores radioeléctricos públicos y privados “la transmisión de mensajes o alocuciones oficiales […] cada vez que sea emitido el anuncio correspondiente (coletilla de cadena)” (cursivas mías).

Bajo su manto moralista y seudolibertario —para concluir este microanálisis de la ley— se esconden otras definiciones, vaguedades deliberadas y omisiones precursoras de posibles restricciones severas, como la gran ambigüedad en su artículo 1.º: “Las disposiciones de la presente ley se aplican a toda imagen o sonido cuya difusión y recepción tengan lugar dentro del territorio de la República Bolivariana de Venezuela [...]”. El 26 de noviembre de 2006, por ejemplo, un aviso oficial del Consejo Nacional Electoral que prohibía a los medios divulgar encuestas o sondeos sobre intención de voto precisaba: “Esta disposición es extensiva a aquellos medios de comunicación internacionales que generan informaciones desde Venezuela para el mundo”.

También están la reducción de los contenidos a cinco categorías de nebulosa definición, la creación de bloques horarios que impiden muchas directas, la inexistencia de la menor referencia a una radiotelevisión de servicio público y una línea de mando tipo militar en comunicaciones (Presidencia de la República, Ministerio de Informaciones y Comunicaciones, director general de la Conatel, el gerente de Responsabilidad Social en Radiotelevisión), más dos ideas inspiradas en otros proyectos y allí desfiguradas, la figura del “productor independiente”, pero de obligatoria inscripción ante el organismo del régimen, y aquélla de las “asociaciones de usuarios”, que pueden constituirse hasta con veinte personas, lo cual las hace más parecidas a “comités de defensa de la revolución” que a otra cosa.

La pars destruens no concluye aquí. La menguante libertad de expresión de la oposición ya no es el blanco exclusivo del régimen; los colaboradores del autócrata también deben callar. El pasado 13 de enero de 2007, por órdenes presidenciales y del Minci, se procedió al cierre de todas las oficinas de prensa del gobierno —ministerios y cuerpos policiales—, menos la de Miraflores, y se les prohibió a los funcionarios de cualquier grado ofrecer declaraciones no avaladas por el Minci o “contrarias al discurso del Presidente de la República”. Un “proceso de concentración informativa en la figura del presidente” denuncian las organizaciones no gubernamentales (ong) Espacio Público y Transparencia Venezuela. Este es un caso perfecto de autocracia comunicacional que enmudece, por desconfianza, hasta a sus más directos colaboradores.

La pars construens, decíamos, trajo al paisaje nacional un inédito protagonista: el Estado como comunicador fuerte y proselitista. Frente al escuálido y simbólico parque mediático público de la democracia anterior, el régimen alinea hoy cuatro televisoras nacionales e internacionales, respaldadas por unas 36 televisoras parapúblicas comunitarias, algunas redifundidas internacionalmente; un número en constante crecimiento de radios, próximas a copar la mitad del dial nacional, respaldado por 157 radios parapúblicas comunitarias habilitadas y hasta unas 3.000 ilegales, según Conatel. Casi un centenar de medios impresos más otro tanto de periódicos parapúblicos comunitarios; una multitud de sitios web en los que figuran centenares “de alternativa bolivariana”, estos últimos repetidos por numerosos sitios latinos e internacionales (todos los medios aquí calificados de parapúblicos se autodefinen como “medios autogestionados con recursos del Estado”). Esto, sin contar la masa imponente de medios impresos, audiovisuales y electrónicos controlados por los ministerios del Poder Popular para la Educación, para la Cultura y para la Ciencia, casi enteramente volcados a labores de saturación ideológica con ediciones millonarias, decenas de flamantes universidades no autónomas y hasta el replanteamiento oficial de los nuevos fundamentos teóricos de una ciencia socialista posmoderna.

Desde la cumbre de ese olimpo mediático, ya próximo a su perfecta homogeneización, está la voz omnipresente del guía supremo o egemón, otro caso único en la historia mundial de las comunicaciones. Hasta el 22 de febrero de 2007, el presidente Chávez ya había pulverizado todos los precedentes récords mundiales de presencia en pantalla o ante micrófonos (más de 80.000 minutos en siete años, a razón de 39 minutos diarios, los siete días de la semana) imponiendo a la radiotelevisión del país (cerca de 1.500 cadenas radiotelevisivas) más de 200 apariciones anuales.

Pero desde el 23 de febrero ha pasado a transmitir su Aló Presidente todos los días, de lunes a viernes, durante una hora y media, cuatro veces por radio y una por televisión, lo que, sumado a sus otras ruedas de prensa, declaraciones, celebraciones, entrevistas y mitines internacionales arroja un promedio ponderado ya no de 39, sino de 90 minutos diarios en el aire; un caso que no tengo empacho en calificar de priapismo comunicacional, único en la historia humana, digno de análisis multi- e interdisciplinarios que trasciendan el folclore y las patologías personales para abordar el ingente tema de la desmesura extremista en las relaciones comunicación-poder.

Los apreciados colegas de la región que nos acompañan comprenderán, ante estos datos desconocidos afuera, que para nosotros el big brother ha dejado de ser, hace tiempo, un símil literario. Esta operación en tenaza sobre la opinión pública nacional, lenta, pero inexorable minimización de una libre opinión pluralista y saturación de los espacios mediáticos con mensajes ideológicos del régimen, difundidos por medios supuestamente públicos y por “cadenas” impuestas, podría, finalmente, representar, en un análisis del nuevo entorno comunicacional de la sociedad venezolana, una simple inversión de signo para una relación de dependencia sustancialmente idéntica, el reemplazo de una hegemonía por otra y del mensaje comercial por el ideológico, en el que uno de los principales perifoneadores es ahora, por excepción, el mismo presidente de la República.

La realidad es más compleja: siendo a la vez la alocución presidencial un discurso del odio, el resentimiento social y el insulto a la oposición nacional e internacional, éste ha sedimentado en el país un fuerte maniqueísmo, en el que ambos grupos de usuarios, quizá por espíritu de supervivencia, han decidido ignorar radicalmente los mensajes de la contraparte. Cero vasos comunicantes; dar hoy con un venezolano de la oposición que consuma la mensajería gubernamental resulta casi imposible. En estas condiciones, es altamente probable que el inmenso esfuerzo persuasivo del gobierno sólo alcance usuarios ya fidelizados con meros resultados de refuerzo, sin mucho poder de convencimiento ante el resto del país.

A nuestra segunda pregunta relacionada con los equilibrios acceso/participación y el estado actual de la libertad pública de expresión, en sus seis inseparables aspectos, contestaremos lo siguiente:

a) El libre acceso a fuentes privadas y públicas de información es, tradicionalmente, un talón de Aquiles en Venezuela, un país de funcionarios públicos y empresarios privados históricamente poco adictos a la transparencia, y de propietarios de medios que aún hoy rechazan la certificación de circulación y el audimat. Pese a sus promesas incluso constitucionales, el régimen chavista ha reforzado la opacidad pública al limitar aún más el derecho ciudadano a la información, e impedir, selectiva y sistemáticamente, el acceso de periodistas independientes a fuentes oficiales tildándolos de agentes a sueldo del imperio; un comportamiento coherente con el estilo presidencial de insultar públicamente a periodistas locales y corresponsales internacionales que le formulan preguntas incómodas.

El principio militar de no informar o desinformar al “enemigo” es hoy tan consustancial al régimen, que hasta la inminente reforma de la Constitución ha quedado blindada, por decreto presidencial, bajo un “acuerdo de confidencialidad” que prohíbe incluso a la Presidencia de la Asamblea dar la menor información al respecto.

b) La libre recepción de mensajes sufre las limitaciones recién expuestas; pero no hay obstáculos, por el momento, al libre acceso a publicaciones internacionales, al cable y a la red. En lo hertziano, dos son las formas principales de restringir esta libertad: primero, obstaculizando o limitando el acceso a canales (por ejemplo, en los trece países que censuran Internet) o, segundo, permitiendo el free flow, pero espiando sus contenidos (caso del sistema Echelon norteamericano).

La renacionalización de cantv (que vuelve a poner en manos del Estado, sin testigos incómodos, el espionaje telefónico), el próximo lanzamiento de un satélite fabricado en China de características técnicas desconocidas y el sorpresivo tendido de un cable sobredimensionado de fibra óptica Caracas-La Habana parecieran indicar alguna preferencia del régimen hacia la segunda fórmula, o a una mezcla de ambas.

c, d, e) La libre escogencia del código, del canal y del perceptor, tres grandes limitaciones presentes, en diferente grado, en muchas partes, máxime en sociedades donde impera la censura o donde la ausencia de verdaderos servicios públicos dificulta ejercer, aun en forma vicarial, estas libertades. En la Venezuela de hoy, el acaparamiento gubernamental de más y más canales emisores que pierden ipso facto su vocación de “servicio público” y la autocensura de los medios privados traducida en más y más exclusiones de voces libres han aumentado los viejos obstáculos a la libre capacidad ciudadana de ejercer las citadas libertades. Quedan el teléfono e Internet, sobre todo esta última con su capacidad multifuncional de enviar mensajes omnibus a blancos predeterminados, y con su enorme poder de diseminar a voluntad escritos, sonidos e imágenes fijas o en movimiento. La ya citada renacionalización de cantv, así como la voluntad manifestada por miembros de la Asamblea de abordar en grande (y no sólo en los aspectos cibercafés/menores de edad) el tema del control de la red, dejan presagiar otras restricciones.

f) La libre elección del mensaje es, obviamente, lo medular de toda libertad de expresión y representa hoy el aspecto más problemático del comunicar en Venezuela. Por un lado, el gigantismo estatal en medios y su uso exclusivamente proselitista —en desmedro del mínimo respeto a la noción de “servicio público”— convierte el hoy preponderante aparato estatal de emisión en un enorme y sistemático mecanismo de censura previa, que sólo deja pasar ditirambos y alabanzas al régimen sin la menor consideración por aquella “información veraz, oportuna, imparcial y sin censura” que consagra el artículo 57 de la Constitución. (La ‘Misión de Observación Electoral de la Unión Europea’ a las elecciones presidenciales del 6 de diciembre de 2006 observa, por ejemplo, en su capítulo VIII, que la principal televisora pública dedicó el 86% de sus espacios políticos a Chávez, y un 14% predominantemente negativo al opositor Rosales).

Del lado de los grandes medios privados, las pulsiones al alineamiento y la autocensura también actúan de filtro. Queda un pequeño y aguerrido frente mediático opositor para garantizar la supervivencia de una opinión pública no condicionada desde arriba, dentro del cual cabe registrar el hermoso episodio de una desproporcionada multa recién impuesta, por razones de contenido, al periódico Tal Cual, que quedó cubierta con creces en menos de 48 horas con aportes de los lectores. La situación venezolana —deseo insistir muy particularmente sobre esto— reconfirma que la libertad de uso del canal es hoy el presupuesto sine qua non para el ejercicio de la libertad de expresión. Nos queda por responder la última pregunta: ¿qué tanto se aplica hoy en Venezuela la parte operativa del artículo 19 de la Declaración Universal y de sus derivados regionales y nacionales?, ¿disfrutan sus ciudadanos de razonables oportunidades de expresarse libremente sin ser molestados? Los párrafos anteriores contienen respuestas puntuales. Queda por dar una última mirada general y comprensiva al problema.

Es un tópico muy empleado por el autócrata y su gobierno que en Venezuela se disfruta de amplia libertad de expresión. Quien les habla, por ejemplo, ignora si en uno o dos años aún podría dictar libremente esta misma conferencia, pero declara no haber sido molestado hasta ahora por sus opiniones. Sin embargo, los hechos están ahí, vamos a resumirlos en los párrafos siguientes, a indicar que la libertad de disentir es un bien cada día más formal y raro, más controlado y denunciado, más arrinconado, minimizado y demonizado por el régimen, cultivado por un número siempre menor de personas con más y más temor.

¿Libres de expresarnos, pero ya sin audiencias, como novísima metodología de conducir el país al despotismo? Los del oficio tenemos a veces la impresión de que la voz de la oposición viaja hacia lo inaudible, en la medida en que la del hegemón viene ocupando todos los espacios mediáticos. Al final, esa clonación compulsiva de los espíritus producirá en Venezuela también lo que la resistencia interior cubana ha luminosamente tildado de “daño antropológico causado por una cultura de la dependencia y el control totalitarios”.

El episodio de rctv es hoy la parte universalmente visible de un profundo iceberg que crece sin cesar y que podría convertir en innavegable nuestro mar interior de la libertad.

Emitiremos al respecto, y para concluir, una hipótesis explicativa. La puesta en obra del llamado “socialismo del siglo xxi” por parte del régimen militarista incorpora un componente hasta ahora poco ponderado: la de un tempo insólitamente dilatado, una especie de adagio o lento del orden de los decenios, lo que explicaría la imperiosa pulsión del autócrata a convertirse en vitalicio mediante la reelección indefinida.

En este país-laboratorio se estaría ensayando una fórmula inédita de totalitarismo por agotamiento inducido y asistido de la oposición hasta una defunción que parezca fisiológica, sin contravenir brutalmente los estándares de la democracia formal. Visto sobre un fondo así, el lazo que asfixia poco a poco la libertad de expresarse y comunicar pasa a ser una coherente estrategia para el logro de fines bien conocidos: el control global de una sociedad, de su alma y de sus bienes. No habrá, probablemente, eliminación súbita y masiva de la libre información, ni reducción a un solo periódico una sola radio y una sola televisión, pero continuará sin desmayo una guerra gubernamental del tercer tipo o de guerrilla contra los medios independientes, que los haga lentamente desvanecerse en la inanidad política.

Los documentos teóricos, las declaraciones y los hechos para fundamentar esta hipótesis existen. Quedaría por demostrar si, efectivamente, la pars destruens —vista ahora globalmente— exhibe sistematicidad y planificación. Resumiremos para eso, y como conclusión, los datos que proporcionan el ex diputado e investigador Alberto Jordán Hernández, Provea y Espacio Público.

Jordán estima que el ejercer la libertad de buscar información, expresarla y comunicarla ha producido en Venezuela, en los últimos ocho años, catorce muertos, un millar de heridos, otros tantos detenidos y tres centenares de juicios y sanciones, según una curva que parte de 38 atentados entre 1999 y 2001, para subir a 567 en el 2002 y a más de setecientos en 2003; luego, volvió a bajar numéricamente en el 2006 con 53 atentados, pero más impactantes y profundos, que incluyeron 6 muertos (un 43% del total del periodo chavista), con 36 casos ventilados ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Provea cuantifica en 188 las violaciones a la libertad de expresión en el 2006, de las cuales 111 fueron por acción del Estado y 45 por omisión de éste; precisa que aquéllas reflejan un 69% de incremento ponderado en relación con el 2005.

Espacio Público enumera 168 violaciones en el 2002, 186 en el 2003, 305 en el 2004, 144 en el 2005 y 150 en el 2006 (943 en cinco años). También, señala que “los medios de comunicación ocupan el centro de la confrontación política”, y que en los últimos dos años “se observa una tendencia a la naturalización y aceptación social de la violencia contra los medios y los comunicadores”.

Estos indicadores tienen la preciosa característica no sólo de confirmar la sistematicidad de las violaciones a la libre comunicación, sino de revelarnos, a la vez, cuánto de democracia se nos va en cada una de ellas.

Muchas gracias.

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