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Signo y Pensamiento

Print version ISSN 0120-4823

Signo pensam. vol.27 no.53 Bogotá Jul./Dec. 2008

 

Heterologías y nación: proyectos letrados y alteridad radical en la Colombia decimonónica

Heterologies and the Nation: Scholarly Projects and Radical Alterity in Colombia in the 19th Century

ÁLVARO VILLEGAS VÉLEZ*

* Álvaro Villegas Vélez. Colombiano. Antropólogo de la Universidad de Antioquia (Medellín), magíster y candidato a doctor en historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Profesor del Departamento de Estudios Filosóficos y culturales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Áreas de interés: antropología histórica, la historia cultural y los estudios culturales, en especial las áreas de las teorías de la cultura y los estudios de las alteridades. Correo electrónico: aavilleg@unalmed.edu.co

Recibido: Abril 21 de 2008 Aceptado: Junio 2 de 2008

Submission date: April 21th, 2008 Acceptance date: June 2nd, 2008


This article concerns how the learned Colombian intellectuals used their writing proficiency during the second half of the 19th century to tell the story of our country and construct the subjects/objects which were inside/outside the nation's temporality and space. This narrative had two main axes: the continuity of the relationship established between the territory and its inhabitants, and/or the denial of the contemporaneity owed to those populations which represented racial otherness. Both axes exacerbated the difference, since the need to attract to the nation's 'civilizing' process demanded the previous rift or withdrawal of one or the other; yet the prescription of homogeneity and the simultaneous proscription of heterogeneity had, as condition for their possibility, recourse to the reiterated description of alterity..

Key words: Nation, writing, otherness, heterologies, Colombia


Este artículo se preocupa por cómo los letrados colombianos de la segunda mitad del siglo XIX utilizaron su acceso a la escritura para narrar la nación y construir los sujetos/objetos que estaban adentro/afuera de la temporalidad y espacialidad nacional. Esta narración tuvo dos ejes centrales: la relación de continuidad que se establecía entre el territorio y la población, y la negación de la contemporaneidad a aquellas poblaciones que representaban la alteridad racial. Ambos ejes exacerbaron la diferencia, pues, la atracción a la nación en proceso de civilización requería de su alejamiento previo; la prescripción de la homogeneidad y la proscripción de la heterogeneidad tenían a su vez, como condición de posibilidad la descripción recurrente de la alteridad.

Palabras Clave: Nación, escritura, alteridad, heterologías, Colombia.


Origen del artículo

Este artículo es un resultado parcial de la investigación doctoral en curso titulada "Nación, civilización y alteridad en Colombia (1848-1941): representaciones sobre la población y el territorio", que cuenta con recursos de la Convocatoria Nacional de Investigación 2008 de la Universidad Nacional de Colombia.

 

Introducción

Eley y Suny (1996 ) han resaltado el enorme interés que actualmente los nacionalismos, las naciones y los Estados nacionales despiertan en las disciplinas sociales y en las humanidades. En el ámbito historiográfico, estos autores señalan un relativo desplazamiento de los acercamientos basados en la historia social y su preocupación por la integración de mercados, la universalidad de la educación, la obligatoriedad del servicio militar y la tributación, la historia cultural y la reflexión por las diversas formas en que la nación es representada y practicada.

Desde esta perspectiva, caracterizada como posmoderna (Smith, 2000), se han planteado varios interrogantes sobre las tecnologías que forman y modelan las naciones y sobre los sujetos/objetos nacionales. La escritura es una de las tecnologías centrales en este proceso. Michel de Certeau (2006) ha señalado que la escritura es una operación concreta que construye sobre un lugar propio la página en blanco, un texto que ejerce un poder en la exterioridad de la cual ha sido aislado.

Se trata, en definitiva, de la emergencia de un sujeto que se construye a sí mismo y a los objetos que busca definir y dominar en medio de esa operación escritural: "Las cosas que entran [ a la página] son los SIGNOs de una 'pasividad' del sujeto con relación a una tradición; las que salen, las marcas de su poder para fabricar objetos" (Certeau, 2006, p. 149).

El poder de la escritura en América Latina fue estudiado de forma sugerente por el crítico uruguayo Ángel Rama (2004), quien mostró el atrincheramiento de las élites en la ciudad letrada. Para él, en el siglo XIX la escritura fue un mecanismo de ascenso social, de respetabilidad pública y de incorporación a las élites, a la par que una tecnología de dominio sobre el entorno, a través de la construcción de una literatura y una historiografía nacional.

Ser o no salvajes fue una de las inquietudes principales de las historiografías nacionales decimonónicas (Tenorio Trillo, 1999). Germán Colmenares (1997) interpreta esta preocupación como la tensión irresuelta entre el deseo de narrar las naciones emergentes y la negación de la heterogeneidad cultural y poblacional que las caracterizaba. Este planteamiento supuso un giro importante en la comprensión de la escritura de la historia en América Latina; sin embargo, más que una negación en bloque de la heterogeneidad, los diversos relatos resituaron las múltiples alteridades en los márgenes de la nación e hicieron de estas una presencia residual que retornaba porfiada e intempestivamente1.

Las alteridades se tratan a través de diversas heterologías que emergen de la separación entre un sujeto de conocimiento que lee el mundo y unos objetos que se suponen escritos en una lengua desconocida, pero descifrable. Su labor sería de la fijar esa lengua en la página en blanco, transformarla en texto y contribuir así a la gestión del mundo representado (Certeau, 2006). Para este autor la operación heterológica requiere un objeto (el salvaje, el poseído, el loco, los niños, lo popular) y un instrumento (la traducción); el objeto es definido como lo que habla, pero es un habla que desconoce lo que dice, que no sabe que sabe, pero que obliga al erudito a escribir (Certeau, 2007). Se requiere, entonces, la traducción, la exégesis docta que explicitará lo que ha sido enunciado implícitamente.

En Colombia, la segunda mitad del siglo XIX fue testigo de la irrupción de diversas heterologías que buscaban definir y moldear a los otros. La alteridad radical en nuestro medio se concentró en las poblaciones racializadas como negras o indígenas2, que aparecían en los relatos nacionales en los márgenes de la temporalidad y la espacialidad nacional. Estas poblaciones emergían como elementos propios del cuadrilátero etnológico, enmarcado por:

[ ...] la oralidad —comunicación propia de la sociedad salvaje, o primitiva, o tradicional—, la espacialidad —o cuadro sincrónico de un sistema sin historia—, la alteridad —la diferencia que plantea una ruptura cultural—, la inconsciencia —condición de fenómenos colectivos que se refieren a una significación que les es extraña y que sólo se da a un saber venido de afuera—. Cada una de ellas garantizay llama a las otras. (Certeau, 2006, p. 149)3

Este artículo se preocupa por cómo los letrados colombianos de la segunda mitad del siglo XIX utilizaron su acceso a la escritura para narrar la nación y construir los sujetos/objetos que estaban adentro/afuera de la nación, de su temporalidad y de su espacialidad. El desconocimiento de la ciudadanía plena de los Otros, les permitió a los letrados construir un lugar propio para ellos y para los sectores sociales que representaban, al tiempo hacían de los otros sujetos de la modernidad4.

 

La inscripción de la alteridad territorial y racial

Desde los inicios de la conformación del Estado nacional colombiano se presentaron entre los letrados dos grandes ejes de reflexión: la valoración del legado hispánico y la problemática de inclusión política, cultural y económica del pueblo. Cristina Rojas (2001) ha señalado que, a mediados del siglo XIX, el deseo de civilizar al Otro se convirtió en una clave interpretativa de ambos ejes; se podría incluso argumentar que las diferencias en la caracterización de este deseo marcaron las divergencias entre los partidos políticos tradicionales. A pesar de los desacuerdos en torno al contenido de la civilización, los letrados pertenecientes a ambos partidos estuvieron de acuerdo en que la construcción de la nación sólo era posible si se conocía su territorio y su población.

La geografía se convirtió en un interés constante de la élite y en un lenguaje de dominación, que se consideraba neutro y suprapartidista. A través del saber geográfico las élites intentaron legitimar y naturalizar su propia representación de la nación. Esta disciplina, heterológica en cuanto buscaba leer lo dicho en el paisaje, estaba asociada a la preocupación por la prosperidad y por los elementos que podrían llegar a unificar al territorio y a sus habitantes.

Para los miembros de las élites decimonónicas, el progreso sólo era posible a través del inventario de las riquezas naturales con que contaba el país y la identificación de las poblaciones que las explotarían. De este modo, el ejercicio de la geografía fue concebido como el cultivo de un saber práctico y patriótico (Jadgmann, 2006; Sánchez, 1999).

Los letrados se apropiaron del influjo de las retóricas coloniales y neocoloniales y de su representación de la naturaleza tropical americana como salvaje, caótica, exuberante y prístina (Pratt, 1992 ; Stepan, 2001). Para ellos, la naturaleza era simultáneamente un obstáculo para la civilización y su condición de posibilidad, aunque se trataba de una naturaleza diferenciada de manera interna.

No era de extrañar que la oposición entre las tierras bajas y las tierras templadas y frías, y sus efectos físicos, morales y sicológicos, se convirtiera en una preocupación importante en la construcción de la nación. Nancy Appelbaum (2007) y Peter Wade (1997) han planteado que la formación del Estado nacional en Colombia estuvo enmarcada en la invención de una geografía que regionalizo la nación y racializó las regiones, con lo que se creó una jerarquía en la cual se les asignó a estas un determinado grado de moralidad, orden y capacidad de progreso.

El letrado liberal José María Samper (1861) fue uno de los principales defensores de la imbricación entre raza y territorio, la cual antecedía a la conquista ibérica. Para él, los indígenas prehispánicos pertenecían a varias tribus racialmente diferenciadas. Las razas más bárbaras ocupaban las costas, los valles fluviales, las llanuras del Orinoco y las selvas del Amazonas; mientras los chibchas y los quichuas, quienes poseían civilizaciones incipientes, se hallaban en las altiplanicies, eran sedentarios, pacíficos, poseían gobiernos regulares, religiones formalizadas y propiedad privada. En las vertientes habitaban tipos indígenas intermedios, y a cada zona correspondía una gradación en el color de la piel, que iba de una tez oscura, en las tierras bajas, a una casi blanca, en las tierras altas.

Samper consideraba también que estos grupos indígenas permanecían en guerra a comienzos del siglo XVI por el dominio de la altiplanicie cundiboyacense, la cual se agravó con la llegada de los conquistadores, quienes tuvieron que hacer frente a sociedades indomables, desnudas, cazadoras y nómadas en las tierras bajas; en definitiva, "tribus sin belleza ni nobleza, profundamente miserables en la plenitud de su libertad salvaje" (Samper, 1861, p. 28). En las cordilleras se encontraron, por el contrario, con indígenas confiados, amantes de la paz, hospitalarios y sedentarios. Allí, "Toda victoria es una carnicería de corderos, porque el indio de las altiplanicies no se defiende sino que se rinde, dobla la rodilla, suplica, llora y se resigna á la esclavitud sin protestar" (1861, p. 28).

¿Y las razas? Mucho más bellas, robustas é inteligentes que las de las costas y los valles ardientes; razas laboriosas, fraternales hasta el socialismo, dulces y hospitalarias, susceptibles de todo progreso, de una regeneración ó modificación fácil y fecunda, con tal que el régimen de colonización no las contrariase bruscamente. (Samper, 1861, p. 29)

Por desgracia, de acuerdo con este letrado, estas razas fueron contrariadas y los indígenas de las altiplanicies fueron exterminados por la explotación de los españoles, lo que causó grandes dificultades, pues la población indígena de las tierras bajas se mostró incompetente para el trabajo.

Desde esta perspectiva, existía una jerarquía que iba de la civilización a la semibarbarie y culminaba con la barbarie completa. En Colombia, los blancos, los indios claros y sus mestizos prosperaron en las montañas; mientras los negros, los indios oscuros y sus mezclas hicieron lo propio en las costas y los valles ardientes. Esta distribución explica, a su juicio, la sociedad y las revoluciones:

Así se tuvo, pues: arriba, la civilización —hácia el medio, el abandono—, abajo, las violencias y los horrores de la esclavitud. [ ...] . En virtud de esa distribución de las razas y de las condiciones, todo el trabajo de la civilización en Nueva Granada debía resumirse en un doble movimiento de descenso y ascensión. La civilización tenía que descender hácia las faldas y los valles para propagarse allí, explotando el suelo aurífero y verdaderamente tropical, la barbarie debía subir hácia las altiplanicies para desaparecer ó modificarse profundamente. (Samper, 1861, p. 299)

Para los liberales radicales, la única opción de gobierno adaptada a esta heterogeneidad geográfica y racial era la federación. Salvador Camacho Roldán lo sintetizó originalmente en 1890, al plantear:

Tenemos nosotros, —pueblo nuevo que empieza á establecerse en medio de condiciones locales muy distintas entre sí[ —] , que sacrificar la unidad y la armonía externa de nuestra Constitución á las exigencias especiales de los diversos grupos de nuestra población. El centralismo riguroso, —posible aunque esterilizador quizás, en el territorio de Francia—, es imposible entre nosotros en medio de la divergencia de suelos, climas, costumbres y estados de civilización que se notan en nuestro país. La federación es nuestro estado natural: ella nació con nuestra independencia y se impondrá en el curso de nuestra historia. (1897, pp. 254-255)

Además, las élites que se clasificaban generalmente como blancas, se representaron a sí mismas como exiliadas interiores, recluidas en las zonas altas ante el temor de perder sus cualidades y debilitarse al descender a las tierras bajas, tal como había ocurrido, por ejemplo, con las clases dirigentes de Panamá, que perdieron sus características positivas al cohabitar, con mulatos y negros, en las tierras bajas, húmedas y ardientes de esa región (Múnera, 2005).

Los letrados no tuvieron más remedio que reconocer que a pesar de los atenuantes de la altura, la mayor parte del territorio nacional se ubicaba en las zonas cálidas. Para personajes como Miguel Samper, en las tierras bajas se encontraban las riquezas necesarias para el progreso, pero su explotación significaba prácticamente la muerte, pues en definitiva "Nuestras cordilleras son verdaderas islas de salud rodeadas por un océano de miasmas." (1867, p. 16).

Manuel Ancízar, miembro de la Comisión Corográfica que recorrió el país en la década de 1850, narró desde una óptica más positiva la impresión de estar en las cimas de las montañas y ver desde ellas los ríos y las selvas de las tierras bajas:

Tiempo vendrá en que todo esto se halle utilizado y vivificado por la poderosa civilización de pueblos libres. Entonces las miras del Creador al haber puesto aquí en escalones todos los climas y todas las riquezas del mundo, serán cumplidas; y la América escribirá en su historia páginas que nada tendrán de común con los sufrimientos del viejo hemisferio, ni con las ruines crónicas de sus reyes. (Ancízar, 1984a, p. 165)

Guiados por las ideas de la existencia de inagotables riquezas naturales desaprovechadas y del desconocimiento de amplios territorios de la república, los miembros de la Comisión Corográfica describieron la geografía, los recursos, las industrias y las condiciones sociales de las diferentes regiones. Los escritos de la Comisión se articularon en torno a tres elementos: los recursos naturales, la población apta para explotarlos y las vías que harían posible su usufructo y su comercialización.

El territorio fue descrito como un modelo a escala del globo terráqueo, puesto que poseía todos los climas, todos los relieves, todas las razas y todos los recursos. No obstante, el optimismo que se desprendía de estas afirmaciones era contrarrestado por una serie de ausencias: la falta de caminos, la escasez de brazos y la ausencia de espíritu empresarial (Rozo, 2004). A ello se aunaba la representación del exceso de salvajismo en ciertas regiones, que hacía que el viajero civilizado se enfrentará no solamente al ardiente clima y a las nubes de zancudos, sino también a las hordas de indios no reducidos que lo asolaban.

La Comisión Corográfica, a pesar de sus dificultades, fue, sin duda alguna, la empresa geográfica de mayor escala en la historia del siglo XIX en el actual territorio colombiano. Desde sus informes, que pueden ser descritos como narrativas de descubrimiento y exploración, presentaron como natural una representación fragmentada de la nación a través de la construcción de tipologías e ilustraciones de las diferentes regiones y razas.

En la construcción de estas tipologías se destacó la diversidad nacional, pero se ubicó en una jerarquía que, tomando como principios clasificatorios las virtudes de la frugalidad y la laboriosidad, dividió a los pobladores de las distintas regiones en bárbaros y civilizados, en trabajadores e indolentes (Arias, 2005; Larson, 2002; Restrepo, 1999). Esta jerarquía se fundamentó en la asociación de lo blanco con el progreso, la civilización y la moralidad, y de lo no blanco con el atraso, el salvajismo y la inmoralidad.

En el mejor de los casos, indígenas y negros se situaron en las fronteras de la civilización, pues fueron representados como seres improductivos y fuera del mercado monetarizado. En definitiva, la antítesis del homo œconomicus y los culpables, no sólo de la pobreza, sino también de la inexistencia de un mercado nacional, dada su ineptitud como productores y consumidores (Figueroa, 2001; Larson, 2002).

Esta idea justificó los intentos por desarticular socioeconómicamente a la población no blanca, en especial a los pueblos indígenas, a través del asalto a sus tierras comunales. Esta acción hacía parte de un proceso más amplio, denominado por Germán Palacio (2001) como la liberalización de la naturaleza a través de la creación de un mercado de tierras, por medio de la comercialización de los bienes de manos muertas y de los resguardos, y de un mercado de trabajo conformado por los indígenas desposeídos y por los antiguos esclavos. A la creación de ambos mercados se sumó la conquista de las zonas templadas y calientes, bajo la lógica de la apropiación privada de la tierra.

Para Marco Palacios y Frank Safford (2002), el desplazamiento de la población de las zonas altas hacia las laderas y los valles interandinos puede ser considerado el fenómeno social más importante del siglo que va de 1850 a 1950. Esto implicó un cambio demográfico notorio, en el cual la población de la cordillera Oriental disminuyó porcentualmente en relación con la población nacional total, al tiempo que hubo un importante aumento de los habitantes asentados en las cordilleras Central y Occidental.

Este fenómeno estuvo enmarcado por dos procesos simultáneos e interdependientes: la articulación al mercado mundial y la representación de múltiples territorios como desiertos. El primer proceso se realizó desde una agenda claramente librecambista, basada en la agroexportación de productos tropicales y el consumo de productos manufacturados importados, aun antes de que se tuviera un mercado nacional integrado o una economía exportadora consolidada. El segundo trajo consigo una visión modernista del territorio, fundamentada en dos representaciones relacionadas: la del vacío regional y la del escepticismo antropológico (Figueroa, 2001).

Estas representaciones satisfacían las necesidades colonizadoras de expandirse hacia espacios considerados vacíos, vírgenes, salvajes y fuera de la historia, sobre los cuales había que desplegar el progreso; simultáneamente, había que catalogar a los individuos que habitaban esas regiones como ligados a un sentido comunitario y desposeídos de una racionalidad económica basada en el cálculo individual de costos y beneficios, es decir, con una subjetividad débil y unidos a dinámicas culturales que los acercaban, desde la perspectiva de las élites, a lo prístino y los alejaban del progreso y la civilización.

Agustín Codazzi (2002) al describir, a mediados del siglo XIX, la población indígena de Panamá, resaltó que esta se hallaba casi en el mismo estado en que la había encontrado Colón: viviendo en un tiempo sin tiempo, estacionados 350 años atrás. Una posición similar suscribió Miguel Samper (1867), al plantear que los pueblos indígenas de las costas y las hoyas de los ríos vivían en la barbarie cuando se encontraron con los conquistadores, y aun en sus días no habían logrado sobrepasar ese estado.

Incluso su hermano José María Samper, quien le reconocía una civilización incipiente a algunas etnias en el momento del encuentro colonial, plantea que estas "... desertaron de la civilización volviendo á la vida salvaje, para sucumbir más tarde." (1861, p. 37), pasando pues de un tiempo estacionario, a un retroceso temporal. La representación que alejaba s poblaciones enteras de la contemporaneidad y las ubicaba en el pasado cobijó incluso a poblaciones mestizas, como las descritas por el dirigente liberal Salvador Camacho Roldan (1897), quien en su recorrido de la sabana bogotana hacia Honda, en 1887, relata cómo los poblados ubicados en tierras frías y templadas habían mejorado en los últimos 50 años, mientras las tierras calientes de Villeta hasta Honda no lo habían hecho en lo absoluto.

La preocupación constante por la modernización económica del país sirvió para que los letrados construyeran su propio capital simbólico y redefinieran el territorio nacional, al tiempo que justificaban su deseo civilizador a través de la localización de los Otros en un contexto tempo-espacial lejano, que hacía de esta distancia así creada, la condición para la atracción de los grupos subalternos al tiempo y al espacio de la civilización, desde un acercamiento que les negaba su contemporaneidad y que establecía una serie de analogías en la cual el civilizado era al salvaje como el presente al pasado y como el sujeto al objeto (Fabian, 1991; Gnecco, 2006).

La construcción y las relaciones de la élite intelectual decimonónica con los Otros estuvieron claramente marcadas por el eurocentrismo, entendido como (a) una articulación particular de una serie de oposiciones (precapitalista/capitalista, no europeo/europeo, primitivo/civilizado,tradicional/moderno, no blanco/blanco, mujer/hombre), una concepción unilineal del devenir histórico que llevaría del estado de naturaleza a la sociedad europea moderna; (b) la naturalización de las diferencias culturales entre sociedades a través de la idea de raza, y (c) "la distorsionada reubicación temporal de todas esas diferencias, de modo que todo lo no-europeo es percibido como pasado" (Quijano, 2000, pp. 222).

Lo paradójico fue que la intensificación retórica de la alteridad de numerosos grupos, a través de la negación de su contemporaneidad, dificultó la constitución de un mercado laboral moderno, puesto que justificó la instauración de relaciones laborales basadas en la coerción y no en el libre flujo de trabajadores asalariados (Figueroa, 2001; Rojas, 2001). Simultáneamente, se desarrolló una representación homogeneizadora de la nación, en la cual esta se pensaba en medio de un proceso de blanqueamiento, que lograba mantener la esperanza de su civilización gracias a la absorción de la raza indígena por la blanca, como lo ilustran las descripciones de Manuel Ancízar sobre el cantón de Guateque:

En este cantón, como en los otros, la raza indígena forma el menor número de los habitantes, siendo admirable la rapidez con que ha sido cruzada y absorbida por la europea, pues ahora medio siglo la provincia de Tunja presentaba una masa compacta de indios y muy contadas familias españolas. Hoy mismo se nota en la generación nueva el progresivo mejoramiento de las castas: los niños son blancos, rubios, de facciones finas e inteligentes y cuerpos mejor conformados que los de sus mayores. (Ancízar, 1984b, p. 105)

Esta situación se repetía, según Ancízar, en numerosos lugares del oriente del país, lo que haría posible, cuando el proceso de absorción de la raza indígena se completará, la obtención de una población homogénea, vigorosa, de buena conformación, con un carácter que calmaría el ímpetu español con la paciencia chibcha.

A pesar de que este mestizaje blanqueador llegaría más temprano que tarde, no sería suficiente para garantizar el bienestar de la república. Para los letrados colombianos, especialmente los liberales, la educación era también una condición sin la cual no se podía ser civilizado y, por ende, progresar económica y socialmente. Al respecto, Cadena (2007)5 ha manifestado que en América Latina el mestizaje y la educación se presentan como elementos centrales del proyecto biopolítico estatal, en cuanto buscaban hacer vivir la población definida como blanca o en proceso de blanqueamiento y dejar morir a la población no blanca.

Desde este punto de vista, el gobierno nacional tenía el deber de iluminar, a través de la instrucción pública, las tinieblas dejadas por el despotismo de la civilización española. El pasado colonial se transformó, entonces, en una muestra del oscurantismo, del terror, del envilecimiento y de la opresión que se filtraba en el presente republicano, y el temor al retorno de ese pasado era también el temor a un mestizaje oscuro al que se le atribuía la herencia de una violencia atávica, que destrozaría el sueño de la unidad y de la integración nacional (Colmenares, 19976. Desde este punto de vista:

Cada revolución ó guerra civil no es más que un nuevo combate armado entre la Colonia, que resiste y quiere vivir, como la hiedra en los escombros, y la democracia, que avanza, cobra bríos y espera sin cesar. Las luchas no acabarán sino el día en que la Colonia haya sido arrancada de raíz y pulverizada, desapareciendo el dualismo de tendencias enemigas. (Samper, 1861, p. 202)

No había duda, como lo planteó Manuel Ancízar (1984a), de que en la actual Colombia la Edad Media había sido la Colonia y que era necesario extirparla definitivamente. Para José María Samper (1861), la heterogénea España del siglo XVI tenía el heroísmo necesario para la conquista, pero no la capacidad administrativa para la colonización. Esto se debía, en su concepto, a que las razas latinas poseían la capacidad de dominar, lo que las hacía aptas para asimilar pueblos ya civilizados, pero no gozaban del don de colonizar, propio de las razas germánicas, y consistente en crear sociedades civilizadas en regiones bárbaras.

Aunado a su incapacidad constitucional, España cometió, a los ojos de Samper, la osadía de intentar gobernar un área demasiado amplia para no perderla frente a otras potencias europeas, y había parido "un feto de semi-barbarie extravagante." (1861, p. 24), pues:

... en aquel mundo, decimos, no era posible crear civilización sino á condición de concentrarla. Allí, apenas se da un paso cuando la huella del anterior se ha borrado bajo la onda siempre invasora de una vegetación calenturienta y lujuriosa, que nace, crece y muere para renacer centuplicada, en un perpétuo estremecimiento de amor y pujanza. (Samper, 1861, p. 25)

Completando sus errores históricos, plantea Samper, la Corona impuso un régimen centralista a lo que la naturaleza y las costumbres hacían proclive a la federación. Ante esta suma de errores, los liberales modernizadores no podían dejar de exclamar, con Ancízar: "¡Genio español, cuan adverso eres al verdadero y sólido progreso social! " (1984a, pp. 27-28).

Desde la ribera opuesta del Partido Conservador, Sergio Arboleda planteó, originalmente en 1869, que:De todas las naciones que pudieron haber tomado a su cargo la colonización de estos países, España era la única capaz de formar esta sociedad, tal cual existe, de elementos tan heterogéneos. El inglés habría trasladado la sociedad inglesa a las costas de América y extinguido bajo su sombra la raza primitiva, como lo mostró en el norte del Continente: el francés hubiera formado muchos proyectos, escrito muchos libros y adelantado la empresa hasta donde creyera que le daba nombre y gloria, pero después la habría abandonado como el Canadá o vendidola como la Luisiana. (1972, p.60)

Para Arboleda y sus copartidarios, la religión católica era la única posibilidad de unir a una nación fragmentada por las diferencias raciales. Justamente en la negación de esta posibilidad consistía el error de sus rivales políticos, que insistían en importar instituciones y programas protestantes para una nación católica.

Estos programas consistían, básicamente, en la defensa de las ideas liberales encarnadas en los valores de la libertad, la democracia y la igualdad, a los cuales se les acusó de causar desórdenes y revueltas, en los que el pueblo atentaba contra la propiedad, la vida y la moral. Para Arboleda, la desigualdad entre los hombres era un hecho natural que imposibilitaba la ampliación de la ciudadanía, puesto que:

El gobierno de la mayoría es imposible, y si así no fuera, la sociedad desaparecería. El mayor número en el mundo es de jóvenes y el menor de ancianos; el mayor de ignorantes y el menor de sabios; el mayor de pobres y el menor de ricos; el mayor de malos y el menor de buenos; si la mayoría pudiera gobernar, ese gobierno sería ciertamente delicioso: de niños para viejos, de ignorantes para sabios, de pobres para ricos, de malos para buenos. (1972, pp. 182-183)

A pesar de sus profundas diferencias, tanto José María Samper como Sergio Arboleda estuvieron de acuerdo en que las instituciones se debían adaptar a la constitución racial de los pueblos. Miguel Samper (1969) sintetizó esta discusión en 1898, a finales del siglo XIX, planteando que XIX la Constitución de 1863 pretendió transformar masas abyectas en sujetos más avanzados que los anglosajones, mientras el despotismo causado por la Constitución de 1886 buscaba postrarlas a las rodillas de un Felipe II.

La necesidad de adaptar las instituciones a los gobernados no implica la sumisión total de las primeras a los segundos; estos también podían y debían ser transformados, pero de una forma (gradual que sólo la educación garantizaba, pues tenía poder aún sobre los bárbaros:

Eduquemos a los bárbaros, acomodándolos a un régimen conforme a sus respectivas circunstancias, y, a medida que se realice en el hecho la igualdad proclamada en las instituciones, vámosles sentando con nosotros bajo el mismo dosel: indígenas, africanos y caucáseos, todos sin distinción, estamos llamados a este gran banquete que debe servir la caridad cristiana y no la filantropía ni la teórica fraternidad filosófica, que son sus tristes remedos y ridiculas caricaturas. (Arboleda, 1972, p. 98)

La atención que los letrados nacionales les prestaban a la educación y a la legislación muestra su confianza en el poder de la letra y de la escritura como formadoras y reformadoras de lo social, al tiempo que demuestra que las preocupaciones raciales eran cercanas a una noción blanda de la herencia, en la cual esta podía ser modificada por la influencia del entorno social y ambiental (Appelbaum, 2007; Arias, 2005). Una educación adaptada a la realidad del país y una educación formal o informal, católica o laica eran, desde esta perspectiva, pilares, junto con el mestizaje y la inserción en la producción y consumo capitalista, de la integración en una posición subalterna de amplias capas de la población a la república.

Sin embargo, el escepticismo antropológico se mantiene y la formación del pueblo y, por ende, la constitución de la nación se representan como un proyecto inacabado, tal como lo expresó Miguel Samper: "Cerca de cincuenta años van transcurridos desde que el Congreso de Cúcuta describió una República en la Constitución que expidió, y a estas horas el pueblo que ha de servir para ella no está acabado de formar." (1867, p. 13 ).

 

Reflexiones finales

La narración de la nación por parte de los letrados colombianos durante la segunda mitad del siglo XIX tuvo dos ejes centrales: la relación de continuidad que se establecía entre el territorio y la población y la negación de la contemporaneidad a aquellas poblaciones que representaban la alteridad racial. Ambos ejes estuvieron marcados por profundas diferencias partidistas en torno al legado hispánico, las estrategias de inclusión ciudadana y la organización administrativa y jurídica de la república.

La continuidad entre el salvajismo y la insalubridad de ciertos territorios con la barbarie y la incapacidad para el progreso de las poblaciones que los habitaban, y que eran definidas generalmente como indígenas o negras, trazaron fuertes fronteras regionales que eran, simultáneamente, fronteras civilizatorias y raciales. El establecimiento de una diferencia ontológica entre las tierras bajas y las tierras altas permitió velar el carácter tropical, asociado a la insalubridad, la indolencia y el dominio de la naturaleza de las zonas andinas, al tiempo que las asimilaba a las regiones con variaciones estacionales (Villegas y Castrillón, 2006).

La negación de la contemporaneidad fue la estrategia retórica que los letrados utilizaron ante la imposibilidad de desdeñar la presencia de lo que ellos consideraban primitivo. El eterno retorno de lo reprimido era conjurado al ubicarlo en otro tiempo, aunque hiciera presencia en el tiempo de los letrados; entonces, si lo primitivo pertenecía al pasado, aunque estuviera ante sus ojos, pronto desaparecería, porque estaba rezagado a priori, como lo demostraba en las regiones donde hacía presencia, la naturaleza se imponía sobre los seres humanos que no habían logrado imprimir su impronta sobre el entorno.

Ambos ejes exacerbaron la diferencia, pues atraer a la nación en proceso de civilización requería su alejamiento previo. La prescripción de la homogeneidad y la proscripción de la heterogeneidad tenían, a su vez, como condición de posibilidad la descripción recurrente de la alteridad.

De esta forma, si el siglo XIX fue el siglo de la historia (Tenorio Trillo, 1999), también fue el siglo de la no historicidad, en la cual el Otro, excluido del cuadrilátero histórico y enclaustrado en el cuadrilátero etnológico, representaba una inscripción tenue y marginal, pero imborrable en el relato de la nación, cuya escritura giró en torno a tres posiciones7: la nación, tal como se consideraba que era en medio de las tensiones entre la libertad y el orden; la utopía, la nación como debería ser, y la barbarie, la nación tal como podría y no debería ser, si la alteridad no era contenida y administrada eficientemente.


1. Como Bhabha (2002) ha planteado, las naciones se encuentran marcadas indeleblemente por los discursos de las minorías, las historias heteróclitas, los antagonismos y las siempre conflictivas localizaciones de la diferencia, que la transforman en un lugar inmanentemente ambivalente.

2. En la segunda mitad del siglo XIX, lo indígena y lo afrocolombiano era definido por los letrados como una categoría racial, más no étnica. La antropología física y la genética contemporánea han cuestionado la existencia de razas en sí mismas, por eso considero que el estatus ontológico de la raza es el de una construcción social que para hacerse real requiere un proceso denominado racialización, el cual puede ser definido como la atribución y naturalización de las diferencias humanas con referencia a categorías jerárquicas que dividen a la humanidad en grupos caracterizados por rasgos, culturales o biológicos, que son asumidos como hereditarios (Appelbaum, 2007, p. 29).

3. El cuadrilátero histórico es simétrico e inverso al cuadrilátero etnológico, y está conformado por la escritura, la temporalidad, la identidad y la conciencia.

4. Dube (2006) distingue entre el sujeto moderno, tal como ha sido definido canónicamente, y los sujetos de la modernidad, propios de una perspectiva que reconoce el carácter plural y contradictorio de la modernidad, en la cual conviven y chocan diversas formas de ser sujetos y múltiples procesos históricos que ponen a interactuar, los imperios, las colonias y los Estados nacionales, los súbditos, los ciudadanos, los bárbaros y los salvajes, los conocimientos desencantados, los saberes científicos, las creencias religiosas y las diversas modalidades del creer, las técnicas disciplinarias, la regulación de la poblaciones y las tecnologías del yo.

5. Foucault (2000) argumenta que la biopolítica hace posible un racismo de Estado que, en primer lugar, establece una censura dentro de la población e identifica aquellas razas que por sus características positivas deben vivir, y aquellas que deben morir; en segundo lugar, establece una relación entre el hacer vivir y el dejar morir, en la cual la extinción del Otro va a permitir que la vida sea más sana. El racismo de Estado no implica necesariamente, aunque no lo excluye, el ejercicio del genocidio, pues opera, principalmente, a través de exclusiones formales o informales de acceso a derechos humanos fundamentales como la educación, la salud, el trabajo y, por supuesto, la vida.

6. Algunos autores han afirmado, por su parte, que el nacionalismo latinoamericano es políticamente anticolonial, pero culturalmente colonial, como lo reflejan las representaciones que teje sobre las poblaciones racializadas (Fernández Bravo, 2000).

7. Me inspiro en el trabajo de Trouillot (1991), quien muestra cómo la construcción de la noción geopolítica de Occidente requiere la elaboración de tres columnas: Occidente, la utopía y el salvaje.


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