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Signo y Pensamiento

Print version ISSN 0120-4823

Signo pensam. vol.27 no.53 Bogotá Jul./Dec. 2008

 

La postura de la representación y del discurso. O un trastrocamiento de la metáfora usual de la nación

The Position of Representation and Discourse. Reversing the Nation's Hackneyed Metaphor

VERÓNICA MURCIA GÓMEZ / ÓSCAR MORENO MARTÍNEZ*

* Verónica Murcia Gómez. Colombiana. Comunicadora Social-Periodista con énfasis en Investigación y Docencia de la Pontificia Universidad Javeriana, y con estudios en sociología, historia y en la Maestría en Comunicación de la misma universidad. Ha sido joven investigadora CINEP e investigadora asistente del Departamento de Comunicación de la PUJ. Asimismo, trabajó con el Laboratorio de Paz de los Montes de María, y fue fundadora y editora general de la publicación universitaria FedeErratas. Su interés profesional tiende a la acción política, las relaciones hegemónicas y al análisis crítico de la comunicación. Correo electrónico: veronicamurcia@gmail.com

Óscar Moreno Martínez. Colombiano. Comunicador Social-Periodista con énfasis en Investigación y Docencia de la Pontificia Universidad Javeriana. Actualmente cursa la Maestría en Historia en la Universidad de los Andes. Ha sido joven investigador del Centro de Investigación y Educación Popular –CINEP– y director de la publicación universitaria FedeErratas. Sus áreas de interés están ligadas a la relación comunicación–política, los estudios sobre identidades, agendas informativas, comunicación para el cambio social y teorías de la comunicación, así como la historia del tiempo presente. Correo electrónico: odmoreno@gmail.com

Recibido: Marzo 27 de 2008 Aceptado: Mayo 4 de 2008

Submission date: March 27th, 2008 Acceptance date: May 4th, 2008


This article takes a critical look at the discursive and hegemonic relationships that work behind the production of what is understood as the representation of the nation; that is, a social, symbolic, and discursive construct. In this sense, it raises issues such as power, perspective, exclusion, conflict, and struggle which play a role when building or defining what should be understood as "national".

Keywords: Nation, representation, power, discourse, hegemony


El artículo vislumbra de forma crítica las relaciones discursivas y hegemónicas que atienden a la producción de la nación, entendida como representación, es decir, como una construcción social, simbólica y discursiva. En este sentido, pone sobre la mesa las relaciones de poder, las perspectivas, la voluntad de verdad, las exclusiones, el conflicto y las luchas que se juegan a la hora de construir o definir lo que ha de entenderse como lo nacional.

Palabras Clave: Nación, Representación, Poder, Discurso, Hegemonía


Origen del artículo

Este artículo es producto del trabajo de grado en Comunicación Social con énfasis en periodismo. No es una mano oscura. La nación representada de El Tiempo: un efecto de superficie de los choques discursivos de poder y de la lucha hegemónica. Presentado en enero de 2008 a la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana. En abril del mismo año la Facultad le otorgó a la investigación la Mención de Honor.

Todos están o estamos angustiados o militantemente estimulados por contar pasados silenciados, postergados o, en el mejor de los casos, todos están o estamos angustiados o estimulados por la necesidad de proceder a revisar la memoria o las memorias —individuales y colectivas— heredadas, para poder dar cuenta de aquello que no deseamos que sea olvidado.
Hugo Achugar

El poder de la representación

Las representaciones no aparecen de la nada, ni son pensamientos ideales y profundos, ni son naturalizaciones propias del iluminismo, sino que se producen en las relaciones sociales, en el conflicto y en el encuentro. Las representaciones se provocan en el resplandor de las espadas. Es por eso que exploraremos, en principio, algunas posturas del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, que carga de voluntad de poder, relacionismo y perspectivismo el problema de la representación, para llegar luego, y tras un orden de razones que dé sustento a la discusión, al problema de la nación.

La filosofía nietzscheana, en su mayoría como legado postumo, es una crítica de los valores supremos. Emprende este autor una detracción a los conceptos y valoraciones que se han tenido   como verdad, pero no uno a uno, sino socavándolos todos en cuanto producidos por una voluntad de verdad, de conocimiento, basada en la ciega razón. Para Nietzsche una cosa es que el mundo esté construido por el sujeto cognoscente, como lo indica Martin Heidegger en su texto La época de la imagen del mundo, y otra muy distinta, tomar como verdad objetiva y unívoca esta construcción que sólo responde a derroteros racionalistas.

Es así como la representación que tradicionalmente se ha explicado desde el plano de las ideas, se contextualiza en un sentido más humano y más político, como producto del choque social. No se trata, pues, de sujetos puros, sino de sujetos situados. Las construcciones sociales, las construcciones simbólicas y hasta las relaciones dentro de una sociedad están envueltas en voluntad de poder; es decir, que aquello que por siglos el hombre consideró como más allá de lo físico no es más que algo extremadamente humano, no es más que cadenas de pasiones e impulsos actuantes que producen, que pelean, que están más cerca de la riña por afirmarse, que de la medida resolución pacífica.

Con Nietzsche se abre la posibilidad de que esa representación configuradora no sea entendida unívocamente. En adelante, la filosofía muestra que la de la razón no es la única posibilidad de certeza, ni la única configuradora de la representación. No sólo hay otras matrices, sino otras configuraciones. Es así que se pasa de la época de la imagen del mundo de la que hablaba Heidegger a la época de las imágenes y de las perspectivas del mundo, como fuerzas configuradoras de la realidad. Las representaciones no sólo son construcciones, sino que son construcciones repletas de perspectivismo y de voluntad de poder; desde ya podríamos anticiparlo: representaciones discursivas.

Si para Heidegger la ciencia como investigaciónes una manera forzosa de ese instalarse en el mundo, para Nietzsche no es la ciencia, en cuanto mera ansia de verdad racional, sino la relación, en cuanto forma de imponer(se) en el mundo. Con la voluntad de poder, a la que le otorga el carácter óntico del mundo, Nietzsche explica que la gramática del poder es el principio explicativo de todas las relaciones sociales y que en la naturaleza existen múltiples fuerzas que están en continua batalla por afirmarse e imponerse sobre las demás. Aquí es necesario entender la voluntad de poder, no como represión, sino como producción, acción, potencia, fuerza, enfrentamiento y lucha, y no como una fuerza que parte del sujeto, sino como aquello que lo genera.

El concepto victorioso de 'fuerza' con el que nuestros físicos han creado a Dios y al mundo, aún requiere una complanentación: se le tiene que atribuir un mundo interno que yo deSIGNO como 'voluntad de poder', esto es, como una insaciable ansia de demostración de poder, de utilización, ejercicio de poder, como impulso creativo. (Nietzsche, 1997, p. 135)

La voluntad de poder parte de la volición, del deseo, del placer, de la relación, del choque, de la potencia insaciable y del impulso creativo. Las fuerzas de repulsión y atracción son síntomas de la física muy disientes para entender que la voluntad de poder siempre tiende a la acción inacabada de las fuerzas por afirmarse y chocar.

El mundo, para Nietzsche, no es el producto de la representación del sujeto, sino el producto de la voluntad de poder. Aquí representación no es de ninguna manera una relación cordial, limpia, transparente, neutra, ni amorosa que se establece con eso que se llama realidad; sino una arbitrariedad vestida de objetivismo, que no sólo es violenta en su forma de nombrar las cosas, sino en su voluntad de crear verdades y realidades inverosímiles, que sólo pueden emerger dentro una relación de poder, en últimas, una relación de guerra.

En Defender la sociedad, en la primera lección del 7 de enero de 1976, Michel Foucault nombra a la anterior idea como la hipótesis de Nietzsche. Para entender mejor esta idea, será necesario adentrarnos, de una vez, en la noción foucaultiana de poder. Si renunciamos a una definición economicista, si nos apartamos de los conceptos de soberanía y represión, si nos alejamos de la concepción del poder como una sustancia o una cualidad, y si entendemos que para Foucault no hay vacíos ni caras del poder, sólo entonces podremos comprenderlo como una relación.

Al hacerse la pregunta por el poder, no es posible, de acuerdo con el filósofo francés, indicar su ser. Responder esto sería otorgar una visión de totalidad y conjunto, con la que está en desacuerdo. Foucault lanza, entonces, una apuesta que logra identificar sus mecanismos, efectos, relaciones, dispositivos, niveles, ámbitos y extensiones.

Para Foucault el poder no se deriva de nada, no hay nada anterior a él; éste no tiene centro, ni arriba ni abajo; más bien circula, es algo que funciona en cadena, en red.

Si el poder fuese únicamente represivo, si no hiciera nunca otra cosa más que decir no ¿cree realmente que se le obedecería? Lo que hace que el poder se aferre, que sea aceptado, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho circula, produce cosas, induce al placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo más como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social que como una instancia negativa que tiene como función reprimir. (Foucault, 1999, p. 48)

Tomar el campo social como un entramado de relaciones de poder es fundamental para enunciar la teoría del discurso desarrollada también por Foucault. Es imprescindible entender la guerra como principio de análisis de esas relaciones de poder. Es central, pues, la famosa inversión del aforismo de Carl von Clawsewitz, de "la guerra es la continuación de la política por otros medios" a "la política es la continuación de la guerra por otros medios". Dicho de otro modo, la política no es la terminación de la guerra, no es sinónimo de paz, sino, muy por el contrario, de enfrentamiento. Esto, en un sentido muy cercano a la relación entre política, conflicto y poder que explica Chantal Mouffe.

En aras de imprimir un poco de coherencia y sensatez dentro de la producción teórica en torno a la política, en El retorno de lo político Mouffe afirma el carácter central de lo político y hace un llamado a su retorno en cabeza del antagonismo. En esta medida, nos invita a abandonar el universalismo abstracto de la Ilustración que privilegió el vivir juntos de la polis, y a reconocer el conflicto propio del polemos.

El rasgo definitorio de la política es la lucha (lo político), siempre hay grupos humanos concretos que luchan contra otros grupos humanos concretos en nombre de la justicia, la humanidad o la paz. Siempre habrá un debate en torno a la naturaleza de la justicia y jamás se podrá alcanzar un acuerdo definitivo. En una democracia moderna, la política debe aceptar la división y el conflicto como inevitables, y la reconciliación de afirmaciones rivales e intereses en conflicto sólo puede ser parcial y provisional. (Mouffe, 1999, p. 155.)

Y es precisamente allí donde se enmarca el principal desplazamiento que reivindica el antagonismo constitutivo del poder. Por tanto, sostiene: "al modelo de inspiración kantiana de la democracia moderna hay que oponer otro, que no tiende a la armonía y a la reconciliación, sino que reconoce el papel constitutivo de la división y el conflicto" (Mouffe, 1999, p. 20). La política implica poder, y, por tanto, tensión, conflicto y lucha; de lo que se trata aquí es de reconocer que tanto en el poder como en la política se tejen lo que Carl Schmitt denominó relaciones entre amigos y enemigos, y lo que Mouffe elevará a la categoría de adversario. Entender que la política envuelve poder es comprender el poder en términos foucaultianos de relación que produce.

Componer un orden, un consenso o una identidad siempre trae consigo acciones de exclusión. Nunca se es completamente inclusivo ni neutral. Toda política, todo consenso, implica una dimensión de coerción. Las diferencias, las distorsiones, los antagonismos y los conflictos están siempre presentes en las relaciones sociales; por tanto, no es posible hablar de neutralidad.

"En lugar de intentar hacer desaparecer las huellas del poder y la exclusión, la política democrática requiere ponerlas en primer plano, para hacerlas visibles de modo que puedan entrar en el terreno de la controversia" (Mouffe, 1999, p. 202).

Así, pues, si las relaciones sociales son vistas en términos de antagonismo y lucha, en términos discursivos, y si las representaciones no son otra cosa que las construcciones producto de estos choques, de estas relaciones; entonces, es apenas lógico afirmar que a toda representación le es propio un sentido político que se desempeña en una relación de fuerzas, donde se despliegan pasiones y voliciones.

Lo social como espacio discursivo: la representación y el discurso

Es hora, entonces, de afrontar un problema mayor que envuelve a la representación y que reconoce las luchas propias de su producción: el discurso.

Primero, es preciso entender lo social como espacio discursivo;1 es decir, como relaciones de representación que conciben lo político, no como una superestructura, sino como un rasgo ontológico de lo social. Ya hemos argumentado cómo en el campo social hay multiplicidad de relaciones de poder que se enredan en un entramado que podemos llamar discurso. Pero ¿ cómo podríamos definir mejor este concepto ?

Discurso, en esta línea, puede ser entendido como aquel edificio pesado hecho de historia, cultura, verdad, razón, poder, estratificación y regularidad; es decir, debemos entenderlo aquí, no como un simple modo de hablar, sino, más bien, como una telaraña que está llena de hilos articuladores y puntos que conectan diferentes posiciones o nodos; también podría definirse como esa "totalidad"2estructurada y relacional producto de una práctica articuladora que tiende a la regularización, al control y a la imposición.

Jacques Derrida, en La escritura y la diferencia, sostiene que el discurso es un sistema de diferencias donde no hay significado trascendental ni originario, y que, por ello, no se debe hablar de él como un orden racional perfectamente medido, sino como la regularidad en la dispersión, como ese movimiento continuo de diferencias, ese intento por establecer un centro, o por organizar el desorden.

Pero que quede claro que el discurso no es mera gramática; él levanta o desoculta no solamente una retórica, sino una acción. Aunque en principio sí puede definirse como una serie de enunciados, es fundamental comprender que esos enunciados cumplen una función estratégica en medio de un juego de tácticas. El discurso es inmanente al poder y, al mismo tiempo, es un poder generador de cristalizaciones, de órdenes, de definición, de demarcaciones, de fronteras, de verdades y de regímenes de verdad; es un poder que promueve el mundo, la existencia y la realidad.

Dentro de la teoría del discurso, en Hegemonía y estrategia socialista, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau retoman un punto clave: la aseveración sobre la materialidad de éste. Según sostienen, no es un simple sistema de ideas, sino que se vive concretamente y está encarnado en instituciones, rituales y usos cotidianos; es decir, el discurso produce efectos reales. De ahí la alusión al Ludwig Wittgenstein de Investigaciones filosóficas, que observa que el lenguaje se da en términos de uso, en el transcurrir de la cotidianidad, donde las posiciones de sujeto se encuentran en juegos de lenguaje polisémicos y con múltiples maneras de jugar.3 Esta mención del segundo Wittgenstein es fundamental para comprender que el discurso no es sólo pura expresión del pensamiento, sino que esos juegos del lenguaje, es decir, ese conjunto indisoluble entre el lenguaje y las acciones en las que se entreteje y significa, son una unión entre reglas lingüísticas, situaciones objetivas y formas de vida. Esto reafirma la efectuación material del discurso que puede verse en múltiples representaciones.

No hemos dejado de lado el concepto de representación; él está atado al de discurso. Las relaciones discursivas de poder, que componen lo social, al momento de actuar producen y se efectúan en representaciones que, a la vez, van construyendo lo que llamamos relato. Aquí es claro que la representación es concebirla como producto discursivo, y es justamente esta visión la que le agrega ese escenario de lucha y poder que es imperativo a la hora de hablar de comunicación. En este sentido, hay un doble movimiento: el discurso es un conjunto de múltiples enunciados articulados estratégicamente que están en lucha, llenos de identidades y relaciones de poder; y las representaciones son efectuaciones discursivas a las que le son inmanentes poderes productores.

Las representaciones que tenemos son construidas por medio de los discursos de poder. Un ejemplo simple. A las niñas pequeñas les enseñan: tienes que sentarte con las piernas cerradas, ¿qué es eso?, todo un discurso de poder moralizante, que transgrede la posición natural del cuerpo —piernas abiertas— para normalizarlo y así cerrarlas. Este discurso de poder crea toda una serie de representaciones de la corporalidad; una corporalidad que empieza a representarse en forma de cuerpos avergonzados o de niñas que se bajan la falda, porque las que se sientan con las piernas abiertas son indecentes y hasta vagabundas.

El poder no es algo que está detrás del discurso; el poder le es y opera de modo inmanente al discurso. Al mismo tiempo, el discurso es el objeto del poder; es decir, el discurso es aquello por lo cual se lucha, y es también el que legitima poderes en cuanto se constituye políticamente. "El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse" (Foucault, 2005, p. 14).

Entonces, todo objeto se constituye como objeto de discurso y lo social debe ser concebido como espacio discursivo. Al reconocer esto, estamos conectando con la hipótesis de Nietzsche, retomada por Foucault, que ve las relaciones de poder como constitutivas del campo social. Es decir, el concepto de discurso nos brinda el marco para entender las representaciones como construcciones políticas, ya que si lo social es discursivo —es decir, relaciones simbólicas de poder—, entonces, el producto de esas relaciones, de estos discursos son las representaciones, esas construcciones simbólicas que tampoco escapan de su rasgo discursivo, ni de su componente político y poderoso.

Con todo lo anterior, Foucault se pregunta ¿qué tiene de peligroso el discurso, que se tiene que controlar, seleccionar y redistribuir?, ¿qué hay de peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos se representen, proliferen y circulen indefinidamente? Y es que el discurso, así como se establece como hegemónico, también puede ser disidente. Cuando este último cuestiona lo dominante, se quiebran las metáforas usuales, se relativizan los compromisos que han reinado históricamente y se amenaza eso que se ha impuesto violentamente como verdad. Por eso, a todo discurso le es inmanente la deseabilidad; es decir, todo discurso es objeto de deseo y en cuanto tal es un objeto de lucha. Es necesario partir de la premisa que indica que el poder produce efectos de verdad.

Dice Foucault en Defender la sociedad, en la clase del 14 de enero de 1976, que en tanto el cuerpo social está atravesado, caracterizado y constituido por múltiples relaciones de poder, éste no puede funcionar ni establecerse sin una producción, acumulación y circulación de un discurso verdadero. Esto, en cuanto el discurso es y tiene poder de definición de realidad (es).

No hay ejercicio del poder sin cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir, y a través de ese poder. El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercer el poder por la producción de la verdad. [ ...] El poder nos obliga a producir la verdad, dado que la exige y la necesita para funcionar; tenemos que decir la verdad, estamos forzados, condenados a confesar la verdad o a encontrarla. [ ...] Tenemos que producir la verdad del mismo modo que, al fin y al cabo, tenemos que producir riquezas, y tenemos que producir una para producir las otras. Y por otro lado, estamos igualmente sometidos a la verdad, en el sentido de que ésta es ley; el que decide, al menos en parte, es el discurso verdadero; él mismo vehiculiza, propulsa efectos de poder. Después de todo, somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a cumplir tareas, destinados acierta manera de vivir o a cierta manera de morir, en función de discursos verdaderos que llevan consigo efectos específicos de poder. Por lo tanto: reglas de derecho, mecanismos de poder, efectos de verdad. O bien: reglas de poder y poder de los discursos verdaderos. (Foucault, 2001, p. 34)

Así como lo advertimos con la representación y el discurso, es preciso dejar en claro que la verdad no es una virtud interna, un logos o una inmanencia, sino, y muy por el contrario, una conjugación de fuerzas y contextos en disputa. Pero se puede decir mejor: la verdad es un plus de fuerza, y sólo se despliega por una relación de fuerza.

En el fragmento 119 de su libro Aurora, Nietzsche habla sobre la lucha de los impulsos en términos de nutrición de los cuerpos. En la lucha por el alimento, nos dice, algunos impulsos obtendrán mayor nutrición, mientras que otros morirán por inanición. Desde esta perspectiva, los impulsos mejor alimentados serán los que predominarán. En este sentido, hay verdades con mayores impulsos, mejor alimentadas y, por tanto, más fuertes que otras. Así también lo piensan Mouffe y Laclau, para quienes existen unos discursos que dentro de un contexto y lucha determinada se han establecido como hegemónicos y otros, como insignificantes o secundarios.4

Esta última idea la desarrollan, retomando a Antonio Gramsci, en términos de la teoría hegemónica. En la afirmación de esa nueva lógica de lo social que reconoce su negatividad, Mouffe y Laclau definen la hegemonía como una forma de relación política basada en la articulación de posicionalidades en un campo lleno de antagonismos. La teoría planteada constituye una propuesta política en términos de estrategia, es decir, de un juego de batalla que retoma la política del antagonismo y de la articulación.

Foucault nos enseñó que a ese campo discursivo lleno de relaciones de poder le es inmanente un juego de tácticas, dominios y resistencias; pues bien, este juego también puede ser denominado como hegemonía. Ahora bien, cuando enunciamos que el poder produce verdad, que establece una política o régimen general de verdad, es decir, los tipos de discursos que se aceptan como verdaderos, nos estamos refiriendo a los discursos hegemónicos que actúan concretamente en las sociedades y que procuran la reproducción y la continuidad que aseguren su supervivencia.

La verdad no está fuera del poder, ni carece de poder. La verdad es de este mundo; es producida en este mundo gracias a múltiples imposiciones y produce efectos reglados de poder. Cada sociedad posee su régimen de verdad, su 'política general de la verdad': es decir, define los tipos de discursos que acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar a unos y a otros; las técnicas y los procedimientos que son valorados en orden a la obtención de la verdad, el estatuto de quienes se encargan de decir qué es lo que funciona como verdadero. [ ...] Existe un combate 'por la verdad', o al menos 'en torno a la verdad' —una vez más entiéndase bien que por verdad no quiero decir 'el conjunto de cosas verdaderas que hay que descubrir o hacer aceptar', sino 'el conjunto de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo falso y se ligan a lo verdadero efectos políticos de poder'— entiéndase asimismo que no se trata de un combate 'a favor' de la verdad, sino en torno al estatuto de verdad. (Foucault, 1999, p. 53) (Cursivas nuestras)

Al hablar de la hegemonía en términos de relación política, estamos diciendo que en la sociedad existe una continua tensión por definir regímenes de verdad; es a esa tensión a la que podemos llamar relación hegemónica. Cuando se presenta una articulación hegemónica predominante y claramente distinguible podríamos hablar de bloque histórico. Sin embargo, y teniendo en cuenta que la teoría hegemónica reconoce las formas asimétricas y móviles del poder, es necesario advertir que las cadenas de equivalencia que han logrado conformarse como bloque histórico, es decir, como discurso hegemónico predominante, están lejos de ser un acontecimiento irreversible, y que, por tanto, pueden ser desmontadas.

Es interesante analizar cómo los discursos se efectúan en representaciones y se asientan en relatos, en eso que todos compartimos, con el que todos nos identificamos. En ese sentido, sería de mayor relevancia preguntarse aquí por los relatos que definen un proyecto nacional colombiano, teniendo en cuenta que sólo unos discursos, y no otros, han producido —y producen— la nación en Colombia por medio de múltiples representaciones. Nos preguntamos, entonces, por los discursos hegemónicos o verdaderos que han conformado la nación en Colombia.

La nación como representación y formación discursiva

Hay muchos lugares de enunciación para abordar eso que a veces se torna inconmensurable. Por tanto, lo ponemos todo en evidencia desde ya diciendo que no llamamos ni llamaremos nación a un espacio territorial claramente definido, a una división geográfica del globo, a un grupo racial, a los hablantes de una misma lengua, a una suerte de formación política fija y permanente, a una totalidad, a la "cordial" derivación de lo regional, a una esencia, ni a un orden naturalmente dado. Entendemos y entenderemos la nación como representación; es decir, como una construcción social, simbólica y discursiva.

Inicialmente, nos apoyaremos en el trabajo de Benedict Anderson,5 que define la nación como una comunidad política imaginada. El autor sostiene que la nación es un artificio cultural de finales del siglo XVIII, producto del cruce enrevesado de urdimbres y fuerzas; un artefacto que provoca apegos profundos, en tanto cercano a las categorías de parentesco y religión; una invención relativamente reciente por la que muchos individuos han muerto y están dispuestos a morir, pues imágenes como la nación inspiran amor, y, a menudo, un amor profundamente abnegado.

La tesis de Anderson defiende la idea de que ningún miembro de la nación conocerá jamás a la totalidad de sus habitantes; que ni siquiera la nación más grande alberga a la humanidad misma, ni se imagina como la humanidad misma; que la nación tiene fronteras que (aunque hoy son más elásticas y porosas) terminan en otras naciones, y que toda nación tiene como fin la libertad y la soberanía. Lo central de todo esto es que la nación se entiende como una suerte de "abstracción" que se posibilita por la existencia de una imagen de comunión con los otros ciudadanos, es decir, por la presencia de lazos y redes imaginadas de parentesco e identidad. Sin embargo, más adelante veremos que tal "abstracción" dista mucho de ser una noción metafísica, pues, como lo entendimos con la representación como construcción, y en cuanto tal, tiene un carácter profundamente concreto.

Uno de los argumentos centrales de esta teoría afirma el carácter determinante de la imprenta a la hora de generar ideas nuevas de simultaneidad y de posibilitar comunidades de tipo horizontal y secular. Si antes la representación de la realidad imaginada era predominantemente visual y auditiva (cercana), la reproducción escrita de la novela y del periódico suministró los medios técnicos necesarios para que la representación de la comunidad imaginada fuera posible.

Este nuevo medio de comunicación posibilitó la aparición de nuevas formas, centros e instituciones de poder simbólico, necesarias para forjar los tejidos y entramados de conexión nacional, pues: uno, reunió en torno a ciertos temas a una comunidad cada vez mayor de lectores que, en interacción con el sistema capitalista y la diversidad lingüística, constituyeron el embrión de una nueva conciencia; y dos, ayudó a forjar una imagen de antigüedad e introdujo, junto con el progresivo derrumbe de las certezas y los descubrimientos científico-sociales, una dura traba entre cosmología e historia, es decir, la posibilidad de distinguirlas y de entender a la última como una construcción demasiado humana.

Ahora bien, ¿qué es eso que cohesiona a las comunidades imaginadas?, ¿qué es eso que genera el vínculo social, el enlace, la solidaridad y la relación íntima? Las enciclopedias y los trabajos clásicos nos dirían que son, básicamente, la lengua, el territorio y la raza; sin embargo, para acercarnos a una respuesta más sensata en el sentido que queremos abordar, el de la nación como representación, es preciso retomar la idea que John Gillis expuso en The Politics of National Identity: "La memoria nacional es compartida por gente que, aun cuando nunca se ha visto o nunca ha oído hablar del otro, se consideran como teniendo una historia común. Esta gente está unida tanto por el olvido como por el recuerdo" (citado en Achugar, 2002, p. 77). En este mismo sentido, Mónica Quijada explica que un factor fundamental en los procesos de singularización de las naciones es la definición de los mitos de origen y la elaboración de la memoria histórica, puesto que no hay identidad sin memoria, ni propósito colectivo sin mito.

Estas dos perspectivas son sugestivas, en cuanto hacen referencia al pasado común, a los mitos de origen y a la memoria histórica como elementos cohesionadores y posibilitadores de la nación. No obstante, Benedict Anderson, Ernest Renan y Homi Bhabha las complementan cuando señalan que la nación comparte un pasado inmemorial, pero también un futuro ilimitado. Esta ambivalencia es la columna vertebral que sostiene al relato nacional.

Cuando Renan se preguntó ¿Qué es una nación?, respondió: es un principio espiritual, una posesión en común de un rico legado de recuerdos y un consentimiento actual de ese deseo de vivir juntos en el destino.

En el pasado, una herencia de glorias y de pesares qué compartir; en el porvenir, un mismo programa a realizar. Haber sufrido, gozado, esperado juntos; he aquí lo que vale más que las aduanas comunes y que las fronteras conforme a los ideales estratégicos; he aquí lo que se comprende pese a la diversidad de raza y de lengua. [ ...] Una nación es, pues, una gran solidaridad constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que aún se está dispuesto a hacer. (Renan, 2000, p. 65)

La comunidad imaginada es producto de un cambio de lógica y de aprehensión del mundo. En este sentido, es preciso considerarla como una nueva manera de pensar y vivir de las comunidades humanas, como una forma moderna de organización social, como un nuevo modelo de comunidad, que, sin embargo, se imaginó antiguo. En estas dos explicaciones se ubica un punto fundamental: la nación es un nuevo artefacto social que proviene siempre de un pasado y se proyecta siempre hacia un futuro indefinido, por eso es ambivalente y tiene rostro de Jano.

En la mitología romana, Jano (Janus en latín) era un dios que tenía dos caras, cada una de ellas mirando en direcciones opuestas. Jano era considerado el dios de las puertas; de los comienzos y los finales; del umbral que separa el pasado del futuro. Su principal templo en el Foro Romano tenía puertas que daban al este y al oeste, hacia el principio y el final del día.

Lo característico de las puertas es su ambivalencia: a veces se abren, a veces se cierran. Cuando los ejércitos romanos salían de la ciudad hacia la guerra, las puertas de Roma permanecían abiertas; cuando regresaban, se cerraban detrás de ellos. Por eso los romanos identificaban al perfil del Jano cerrado con el pasado y al perfil del Jano abierto con el futuro; por ello, la nación es concebida como memoria y como proyecto.

En Janus, como en la nación, no prevalece ningún perfil de la efigie bifronte; por el contrario, se afectan recíprocamente: el pasado tiene profunda relación con el futuro en cuanto lo condiciona; por su parte, el futuro hace y dispone de un pasado para asegurar su proyecto venidero. Esta perspectiva nos hace cuestionarnos por la historia, la memoria y el olvido de la nación, y por su inextirpable relación con el pasado, el presente y el futuro. En adelante nos ocuparemos de esto, del pasado y el futuro como elementos cohesionadores, y de la producción de la memoria y la historia como una invención del presente para asegurarse un futuro. Es preciso señalar que esa producción ha de entenderse en clave antagónica por el establecimiento de un relato hegemónico: el relato nacional.

Hasta aquí hemos retomado la tesis de Anderson que define la nación como una comunidad política imaginada que comparte fuertes lazos simbólicos de comunión. Sin embargo, es preciso evidenciar que de él tomamos esta idea sólo para poner en relieve que una nación se construye y se estabiliza precisamente a partir de esas redes imaginadas de comunidad, de ese relato que se basa en un pasado inmemorial y un futuro ilimitado, y que se produce siempre por un choque de fuerzas en un tiempo presente. Por ello es que concebimos la nación como representación, es decir, como una construcción social, simbólica y discursiva._

En adelante nos proponemos preguntarnos ¿de qué está hecho ese relato que procura la conexión de la comunidad imaginada?, ¿cuál es y cómo se ha producido y construido ese relato de lo nacional en Colombia?, ¿ cuál ha sido y cuál es la voluntad de verdad que ha venido atravesando por siglos nuestra memoria?, y ¿cuál es la posición de la disciplina histórica en este sistema de exclusión?

Versiones y subversiones de la memoria y la historia.

La construcción del relato nacional

Provocador es fechar el origen de la nación. Sin embargo, en este caso es imposible señalar el día y la hora de su emergencia; simplemente, porque no la tiene. Aquí la necesidad de marcar un comienzo no es más que una nostalgia estéril, pues, como lo indica Hugo Achugar, sólo es posible pensar en la idea de la fundación de la nación en el sentido más humano, es decir, concibiendo ese momento fundacional como la producción del ser humano en tanto "homo fabulador"; no como resultado de un hecho histórico puntual o de una cuestión astro o metafísica. "Las naciones, como las narraciones, pierden sus orígenes en los mitos del tiempo y sólo vuelven sus horizontes plenamente reales en el ojo de la mente" (Bhabha, 2000, p. 211).

Con relación a esto, Anderson sostiene que la antigüedad es una consecuencia necesaria de la novedad; es decir, una creación del presente para legitimarse. Así, nos dice, la Segunda Guerra Mundial engendró a la Primera; de Sedán salió Austerlitz, y el antepasado del Levantamiento de Varsóvia es el Estado de Israel. En una línea muy cercana, Achugar explica que todo esfuerzo fundacional se constituye siempre desde un tiempo posterior al del tiempo histórico, puesto que lo fundacional es catalogado así por las generaciones posteriores cuando construyen el pasado, lo ubican y le atribuyen un sentido con relación al presente, inventando, de ese modo, el comienzo de la memoria. En consecuencia, la nación es producto del presente, que requirió remitirse al pasado, inventar una memoria y escribir una historia.

Se inventaron y crearon naciones donde antes no existían. Recordemos con Anderson que, en cuanto imaginada, la nación es un artefacto, un artificio y una invención, que dista mucho de las antiguas comunidades de cercanía. La nación, nos dijo Jesús Martín-Barbero (2005), no nació de parto natural, sino de un parto profundamente doloroso,brutal cruel y destructivo. Posibilitar ese vivir juntos del que habló Alain Touraine, forjar un nosotros donde antes existía un ellos, y cerrar en un cuerpo todas las localidades fue un proceso complejo que derramó mucha sangre. Que hoy todos nos ciñamos a una historia común, a unos referentes, a unas prácticas generales y a un orden ritual no es cuestión natural, sino el producto de un proyecto extremadamente violento. Con esto dejamos claro que la nación no es autopoiética ni el efecto de una causa determinable; la nación es una producción y una construcción social, simbólica y discursiva. Es preciso actualizar aquí que no por basar su posibilidad en la imagen y en el relato, como lo afirmamos anteriormente, es una construcción que se limita al plano de las ideas. Ya vimos que la razón no es la única configuradora de la representación, sino que, en cuanto discursiva, se produce siempre en el choque social entre sujetos posicionados. Así mismo, advertimos con Ludwig Wittgenstein que al discurso le es inmanente una relación indisoluble entre lenguaje y acción, que deviene en representaciones y formas de vida concretas, como la nación.

Recordemos que con Nietzsche le otorgamos el carácter óntico, creativo y productivo a la voluntad de poder. Así las cosas, la nación emerge en medio y por un entramado de relaciones humanas concretas de poder que están en continua batalla por afirmarse e imponerse sobre las demás. Para Nietzsche, la nación y su relato serían el producto de esa acción inacabada de las fuerzas por afirmarse; para Foucault, el producto de un entramado de relaciones de poder, es decir, un discurso; y para Mouffe y Laclau, ficciones políticas llenas de conflicto y voluntad de lucha.

Hablar de la nación como representación, y en cuanto tal, como una construcción discursiva, nos remite, necesariamente, a reconocer las luchas propias de su producción. El discurso, una vez más, no es mera gramática, sino una profunda materialidad cotidiana que desoculta y promueve acciones. Incluso su componente retórico cumple una función estratégica en medio del juego de tácticas: forjar órdenes, fijar contornos, crear verdades, regímenes de verdad y, así, causar "el mundo, la existencia y la realidad". Las relaciones discursivas de poder producen y se efectúan en representaciones que van construyendo lo que llamamos relato. En este sentido, el relato de la nación es tan político como simbólico.

Es preciso advertir, entonces, que la memoria se evalúa y la historia se ejerce siempre desde una posición o un posicionamiento de poder. En Memorias hegemónicas, memorias disidentes, Cristóbal Gnecco y Martha Zambrano nos recuerdan que en los textos, y no detrás de ellos, existen prácticas de confrontación y confluencia, de lucha y mezcla, de disidencia y hegemonía, esto es, de poder entre actores dispares. Llama la atención, como con Foucault y Nietzsche, el papel constituyente que desempeña el poder a la hora de establecer sentidos, posturas, memoria e historia; sea ésta la de élites modernizadoras, colonizadores, colonos y actores estatales; sea ésta la de obreros, indígenas, grupos insurgentes o clases populares.

La memoria, entendida como aquello que los colectivos recuerdan, y la historia, como aquello que los textos de los constructores de historias dicen que se debe recordar, no son transparentes ni especulares. En cuanto representaciones, participan del juego del poder, porque lo contienen y porque se les ha otorgado un sentido y un valor. Es necesario, pues, poner al desnudo las relaciones de poder en virtud de las cuales una visión de la historia prevalece sobre las demás. Es decir, evidenciar que en el campo simbólico de la construcción de lo nacional unos sentidos se deniegan y otros se autorizan, unos se adelgazan y otros se robustecen, y, por tanto, unos se ignoran y otros se presignifican como verdad. Esto es, que ciertos, y sólo ciertos discursos, han sabido posicionarse como hegemónicos para imponer el relato nacional, es decir, eso que une e identifica a un grupo de seres humanos.

La tradición disciplinaria de la historia, nos dicen Gnecco y Zambrano, ha ocupado un lugar privilegiado dentro del positivismo, como productora de verdades neutras, globales y autorizadas Se le ha visto, en este sentido, como una batalladora heroica contra la subjetividad de la memoria. Sin embargo, se hace urgente cuestionar su supuesta neutralidad y reconocer que funciona como una tecnología que encausa la memoria. La historia no es imparcial: tiene intencionalidades, arbitrariedades, deseos de fijación y permanencia. "La historia se debe poder analizar en sus mínimos detalles, pero a partir de la inteligibilidad de las luchas, de las estrategias y de las tácticas" (Foucault, 1999, p. 45).

Componer un orden, una comunidad o una identidad común como la de la nación, trae consigo acciones de exclusión. Si recordamos lo enunciado con Mouffe, entenderemos que el proyecto nacional no es completamente inclusivo ni neutral, sino necesariamente excluyente. Toda representación, todo discurso, toda verdad, todo relato es una tendencia, una unilateralidad siempre injusta, que suprime y conjura otros discursos.

Entender la nación como discurso no implica una mera atención a su retórica y a su lenguaje; altera, de acuerdo con Bhabha, al concepto en sí mismo; en tanto, afirma la imposibilidad de cierre y de totalidad,6 y le entiende como espacio de perpetua tensión entre el adentro y el afuera, como un espacio in between de antagonismo, negociación, producción y eliminación. En este sentido, la nación también es ambivalente y muestra su rostro de Jano. "Los orígenes de las tradiciones nacionales se vuelven tanto actos de afiliación y establecimiento así como momentos de desaprobación, desplazamiento, exclusión y contienda cultural" (Bhabha, 2000, p. 216).

En una entrevista con Alvaro Fernández Bravo y Florencia Garramuño, Bhabha explica que la nación no sólo se entiende por los límites entre una y otra nación, sino por los antagonismos sociales inmanentes a su producción. Esto es fundamental, en cuanto: carga la fuerza, una vez más, en el carácter de producto y construcción de la nación, que reconoce la lucha por la hegemonía de su relato.

Cabe señalar que el proceso de construcción histórica y de conjura de la memoria social es una decisión y una selección social que permite tener el control del proceso nacional. Es decir, los textos, relatos y narraciones pasan por un proceso que interpreta, define y privilegia lo que ha de permanecer en la memoria y en la historia social, así como las circunstancias, tiempos y espacios en lo que ello ocurre. Esto quiere decir que la historia y la memoria pública, en cuanto configuradoras y legitimadoras de ese relato 'verdadero' de lo nacional, son, a la vez que objeto, espacio de lucha y tensión continua entre los discursos por establecerse como hegemónicos y por la definición de los regímenes de verdad de los que deviene un relato nacional.

La dominación política requiere de la definición de la historia y de la memoria, expresada en la imposición de versiones particulares y parciales como universales y comunes, en la oclusión, la exclusión y el silenciamiento del sentido vivido del pasado de los grupos subordinados, pero también en su colonización, expropiación o dominación. (Gnecco y Zambrano, 2000, p. 12)

La memoria pública, explica Achugar,es el campo de lucha entre la memoria oficial y la memoria popular, que se baten y compiten por la hegemonía. Sin embargo, para el autor es un hecho que los grupos excluidos del proyecto nacional no pudieron hacer parte de la construcción histórica de la memoria. "Lo que los letrados hicieron fue ignorar al Otro; de este modo, las memorias de los grupos marginados no formaron parte de la memoria oficial y quedaron relegados al ámbito de lo oral" (Achugar, 2002, p. 83).

El grave problema operó cuando la memoria oficial se hizo llamar, de entrada, memoria pública, negando la posibilidad de lucha; pero, también, cuando la memoria popular dio por sentado esto, se escondió tras su ropaje de víctima, colgó su armadura de antagon e ignoró que la memoria nacional es siempre un terreno de contienda y disputa que debe ser luchado. Nos permitimos adelantar aquí una conclusión: el relato de la nación en Colombia es un efecto de superficie de una lucha, no muy peleada, entre la memoria popular y la memoria oficial.

La nación, de acuerdo con Bhabha, es una poderosa idea histórica. Así lo reconoce Immanuel Wallerstein en Abrir las ciencias sociales, cuando afirma que la historia justificó las naciones cuando se erigió como importante elemento para fortalecer la cohesión social. Por su parte, recordando a Eric Hobsbawn, Gnecco explica que la historia, que se volvió parte del fondo de conocimiento de la nación, no es lo que se ha preservado en la memoria popular, sino lo que ha sido seleccionado, escrito, mostrado, popularizado e institucionalizado por la historia.

Así las cosas, la disciplina histórica se entiende como una tecnología y una pieza clave del engranaje institucional (del que también participan los medios), que tiene por objeto delimitar y controlar los discursos y encausar la memoria social. Dicha tecnología es profundamente 'poderosa' en cuanto su locus no es el pasado, sino el presente y el futuro: "el pasado legitima el orden social contemporáneo y la movilización histórica de la memoria social legitima la acción y aglutina los colectivos sociales" (Gnecco y Zambrano, 2000, p. 12).

La preocupación central de Gnecco, y la razón por la que lo traemos, es mirar cómo se ha producido la estructuración política de la memoria social por parte de las historias hegemónicas colombianas, y cómo éstas han ayudado a construir el relato de la nación. Para esto, será preciso no perder de vista dos cuestiones. La primera se refiere a los dos problemas que identifica Gnecco cuando analiza la construcción de la historia, sea ésta hegemónica o disidente: el esencialismo y la naturalización. Éstos, nos dice, son recursos políticos efectivos que dejan por fuera todo proceso analítico y mesurado, y niegan su carácter de construcción e invención. La segunda es el proceso de conjura de la memoria por la historia, en el que tanto la escritura como la fijación propia de los medios modernos ocupan un papel central, pues limitan, reglan el sentido y construyen espacios de legitimidad, verdad y autoridad.

Nos dice Gnecco que la relación entre la historia hegemónica y el proyecto de construcción de la identidad nacional movilizó la memoria de manera estratégica, hasta el punto que llevó a la naturalización de la identidad nacional. Afirma que la historia hegemónica ha pasado a ser una suerte de historia natural: "científica, objetiva, dueña de los únicos dispositivos de verdad y legitimaciónposibles, atemporal, universal".

Los dueños de la palabra son, para Achugar, los dueños de la memoria y la nación, pues la centralidad de la letra es tan central como —y acompaña— la centralidad del poder. Dice el pensador uruguayo que los militares y letrados del siglo XIX construyeron las naciones, y que como muchas veces esos militares también fueron letrados, su fundación no se limitó al uso de las armas: desarrollaron un discurso fundante, que, por el lugar desde el que hablaban, tuvo un efecto decisivo y una función clara. Así las cosas, veremos que los criollos neogranadinos no sólo lucharon por el poder político, sino por el control simbólico, para imponer, al mismo tiempo que su ley, su discurso y su relato.

Al respecto, Achugar y Anderson señalan que existe un relato único de la nación, aun cuando éste sea el producto de una negociación o consenso acerca de lo que se ha de recordar y olvidar. Por ello, es urgente admitir que lo que hoy entendemos por nación es el producto de una batalla, no muy peleada, en la que era (es) deseable tener el poder hegemónico de definir aquello que se iba (va) a entender por nación. Al mismo tiempo, es preciso reconocer que pocas cosas son tan poderosas como el acto performativo de la palabra; por algo, durante siglos fue la secuestrada de sacerdotes y letrados7

En cuanto los medios de comunicación son espacios de lucha, constructores de realidades e instituciones paradigmáticas del poder simbólico, afirmamos aquí que han sido engranajes fundamentales en la producción, redacción y delimitación de una historia de la nación. En este sentido, han ayudado a construir y a alimentar, por medio de sus representaciones, el relato nacional.

Es decir, si reconocemos que la producción del conocimiento también pasa por estos espacios mediáticos, entonces podemos sostener que los medios han sido y fueron, son y serán, protagonistas en la configuración del proyecto nacional.

Entonces, debe reconocerse que los medios de comunicación masivos han actuado a la hora de visibilizar, reiterar y cerrar imaginarios de lo colombiano; imaginarios que necesitan repetirse continuamente para conjurar la potencia de la diferencia y evitar la apertura a elementos 'externos'. Así, pues, como han sido parte de la construcción del relato nacional, se nos antoja que también han sido protagonistas en la conjura de esos otros discursos disidentes y en el establecimiento de los hegemónicos.

La materialidad no documentada del relato: la nación escrita del siglo XIX

Lo que veremos en adelante será el relato hegemónico que dio forma a la comunidad imaginada colombiana; el relato producido por actores sociales que supieron posicionarse como hegemones en la relación antagónica por su definición; el relato producto de voluntades de poder y repleto de voluntad de verdad; el relato que emergió desde una posicionalidad de poder, que apeló a ciertos intereses y a ciertas intencionalidades. Nuestra pretensión, cabe señalar, no es resumir, sino caracterizar esos discursos por los que devino el relato nacional.

Partimos de los postulados de Mónica Quijada, Cristóbal Gnecco y Bradford Burns, quienes advierten que en el proceso de construcción del sentido de hermandad y en la sedimentación de un relato nacional, tanto colombiano como hispanoamericano, entraron en juego tres discursos determinantes, que lo aguantaron todo: la soberanía, el paradigma del progreso y el proyecto homogenista. Los dos primeros fueron construidos con especial cuidado desde principios del siglo XIX, y el último, desde finales del mismo siglo.

El primer discurso emergió en un contexto independentista, expresó la voluntad de ruptura con la Corona española y legitimó las guerras de independencia para asegurar la autonomía y el rechazo de los lazos dominantes ejercidos por la metrópoli hacia la colonia. No obstante, la apelación a la voluntad de soberanía no puede entenderse en sentido democrático, esto es, como una soberanía para la totalidad del pueblo, sino, más bien, como el traspaso de la autoridad de unas manos dominantes, las de la Corona, a otras manos similarmente dominadoras, las de los criollos ilustrados.

Si bien la clase criolla ilustrada forjó y concretó el proyecto de nación, éste no persiguió nunca la libertad de las mayorías sometidas, sino su derecho a ser los dominantes del reino que creían propio. Aunque se nos ha impartido y sigue impartiendo la versión ideologizada y esencialista de la nación colombiana, en la que los criollos aparecen como héroes y prohombres de la libertad, las actuales investigaciones amparadas en los estudios de la colonialidad y la historia crítica han venido dando cuenta del profundo enmascaramiento y oscurecimiento que trae esta versión. De su investigación, Andrea Cadelo concluye que el proyecto de nación que los criollos comenzaron a agenciar para la Nueva Granada no implicó un mayor acceso de las clases subalternas, sino el afianzamiento y fomento de su propia posición en los ámbitos social, económico y político. "Este proyecto, que desencadenaría en el proceso de independencia, sería entonces el resultado más que de influencias recibidas, del interés de los criollos por reivindicar y afianzar su preeminencia en la sociedad" (Cadelo, 2001). Las nueve guerras civiles que azotaron durante largo tiempo al siglo XIX y que le abrieron la puerta al XX niegan rotundamente la supuesta calma que trajo la independencia, y muestran, por el contrario, cómo lo que se jugaba en ese momento, y en el que venía, era una lucha entre señores y criollos regionales por el poder central del país.

Aunque en sus escritos los ilustrados exigieron la igualdad de los ciudadanos y registraron la inde pendencia como maravillosos actos de liberación, en la práctica contribuyeron a reforzar y a repro ducir la condición de esclavitud y servidumbre de las mayorías subalternas. Así las cosas, el siglo XIX atestiguó el fortalecimiento y robustecimiento de los lazos de dominación.

Es doloroso decirlo, pero es cierto. —Sentenció Alberto Santa Fe, fundador de un periódico mexicano—. Ellos [ los indios] eran relativamente más felices bajo la dominación española que bajo la protección de su propio gobierno liberal y democrático, tal como caracterizamos al nuestro. Ayer llevaban el título de esclavos y eran libres. Hoy se les dice hombres libres pero son esclavos. (Burns, 1990  p. 35)

En este mismo sentido, Anderson señala que lejos de llevar a las clases bajas a la vida política, uno de los factores decisivos que impulsaron el movimiento independista fue el temor a las movilizaciones y a los levantamientos de la clase baja, compuesta, en su mayoría, por indígenas y negros.

El propio Libertador Bolívar opinó en alguna ocasión que una rebelión negra era 'mil veces peor que una invasión española'. [ ...] Resulta instructivo el hecho de que una de las razones por las que Madrid tuvo un regreso triunfante a Venezuela entre 1814 y 1816, y conservó al remoto Quito hasta 1820, fue que obtuvo el apoyo de los esclavos en el primer caso, y el de los indios en el segundo, en la lucha contra los criollos insurgentes. (Anderson, 2005, p. 80)

Este discurso de la soberanía, de acuerdo con María Teresa Uribe, apeló a los principios emotivos de la poética para llenar de contenido sensible los lenguajes políticos y para poner en marcha el proyecto de la nación. Representaciones como la gran usurpación, los agravios y la sangre derramada8 (Anderson, 2005, p. 80) justificaron el proceso independentista, negaron los títulos de dominio de España sobre América, autorizaron el derecho a las justas armas y a la guerra, constituyeron los hilos en la producción de identidades, legitimaron el nuevo orden, le dieron cuerpo a la idea de nación y ayudaron a crear ese demos de la nueva comunidad política.

El discurso de la independencia resolvió temporalmente las demandas de legitimidad del nuevo orden político, pero rápidamente fue evidente que esos referentes fueron incapaces de responder a una pregunta central: la pregunta por la identidad de los sujetos de derecho. Por tanto, se utilizaron estrategias que, en cuanto poéticas, produjeron emociones, identidades y sentidos de pertenencia. Es decir, lo que no se pudo construir desde la nación de ciudadanos, se construyó desde el sentimiento. Estas representaciones son, para Uribe, elementos cohesionadores que no sólo muestran el espesor, la permanencia y la capacidad de convocatoria que tienen y siguen teniendo las poéticas, sino que demuestran que aquello que se ha construido en Colombia, más que una nación, es una patria.9.

Como decíamos, dichos discursos elaboraron representaciones a propósito de la consecución y la sostenibilidad en el tiempo de una identidad nacional para la república que se estaba fundando. El gran reto de la intelectualidad criolla fue hacer imaginable y deseable ese principio aglutinante (la nación) en una sociedad dispersa, multiétnica, fragmentada y difícil de aprehender, por lo que se abocaron a la fijación de símbolos y fiestas. Siguiendo a Hans-Joachim König y Georges Lomné, Quijada advierte que la selección, reelaboración y construcción de memorias históricas actuaron, a la vez, como elementos de legitimación de las nuevas unidades políticas, como factor de reafirmación en el presente y como augurio venturoso del común destino.

[ ...] La imagen, el rito y la pedagogía política concurrieron a configurar un sistema de símbolos que autorizaba el reconocimiento colectivo. Símbolos en parte tomados de la acción revolucionaria francesa —como el gorro frigio—, que reflejaban la voluntad libertadora, pero que aparecían vinculados a imágenes enraizadas en la propia tierra americana, tales como cóndores, águilas, nopales, el sol que anunciaba la aurora de una nueva época y, sobre todo, la figura del indio mítico y mitificado. A su vez, las fiestas en honor de las victorias patriotas articulaban nuevas formas de identificación colectiva, superpuestas a —y alimentándose de— memorias y espacios tradicionales. Su fijación en un 'calendario cívico' promovía la regularidad del rito celebratorio, asegurando en su repetición periódica la continuidad de aquella inicial apropiación colectiva. De tal forma, esas imágenes y esos fastos se ofrecían como un ámbito simbólico en el que las élites y el pueblo llano unificaban las lealtades, aunándose en el culto común de la patria. A esas formas compartidas de identificación cívica, que iban creando las redes de la 'comunidad imaginada', se sumó a lo largo del siglo XIX la configuración de un panteón de proceres; proceso particularmente significativo, ya que el culto a los 'muertos gloriosos' en quienes encarnar simbólicamente las glorias de la nación es una condición importante de la construcción del imaginario nacional. (Quijada, 2008)

El segundo discurso, el del progreso y la civilización, no puede ser perdido de vista. Si bien habíamos dicho que el presente requiere hacerse y destacar un pasado para legitimarse, también es cierto que el presente necesita olvidar y negar ciertos puntos y acontecimientos de ese pasado que le resultan incómodos a la hora de fabricar(se) y justificar(se) un futuro. Esto último se evidenció en el proyecto ilustrado criollo, que, con la pluma y con la acción, dio forma a la nación. Respecto a esto, dicen Gnecco y Zambrano, apoyándose en el trabajo de Paul Connerton, How Societies Remember, que los proyectos modernistas estaban "orientados a extirpar el pasado, movidos 'por el deseo de erradicar cualquier cosa que viniera antes', con la esperanza de llegar por fin a un punto que pudiera llamarse un verdadero presente, un punto de origen que marcase un nuevo punto de partida" (Gnecco y Zambrano, 2000, p. 15).

De acuerdo con Quijada, en el imaginario de la emancipación, la nación aparecía como una 'nación cívica'; es decir, como una construcció incluyente y como una unidad de población territorializada que posee una economía común y proteccionista, con leyes, derechos y deberes comunes e idénticos para toda la población, con un sistema educacional público y masivo.

Sin embargo, con el correr de los años, la imagen de la 'nación cívica' experimentó una mutación importante, o mejor dicho, un desplazamiento radical. En 1845, el argentino Domingo Faustino Sarmiento publicó un libro que tuvo sorprendente influencia en Hispanoamérica. Se trataba de un tomo que enunció una metáfora, la cual, por esos años, ya merodeaba en el imaginario de las élites: civilización o barbarie. Con civilización, Sarmiento se refería a lo urbano y lo europeo; barbarie era el resto. "La nación, para ser tal, debía borrar o destruir lo bárbaro que había en su seno. 'De eso se trata: de ser o no salvaje'. Y para no ser salvaje, era necesario 'civilizar' e higienizar" (Quijada, s. f).

El lugar hegemónico que había ocupado por algunos años el discurso cívico fue ganado rápidamente por el discurso civilizador; atrás y bien enterrados quedaron los ideales incluyentes e igualitarios: la civilización exigió la exclusión 'necesaria' de los elementos que no le eran afines. Para tal efecto, montó una suerte de kit del progreso, que, a punta de máquinas de vapor, electricidad, modas parisienses e inmigraciones europeas, 'blanqueó' en el color a los hombres y 'europeizó' sus mentalidades y costumbres. Aquí se evidencia, una vez más, la materialidad del discurso, es decir, el efecto de la civilización sobre los cuerpos.

Trabajos documentan el carácter, destructivo y creativo a la vez, de la visión histórica hegemónica. Desde finales del siglo XIX, las elites liberales modernizadoras o religiosas se empeñaron en definirse y ponerse a tono con el horizonte presente de las condiciones globales mediante la descalificación de las tradiciones, ya hispánicas, ya populares, materializada en la demolición y renovación del espacio urbano; en estos trabajos se revela el sello de clase de la hegemonía histórica y la interpretación e hibridación de lo local y lo global en su definición. (Gnecco y Zambrano, 2000, p. 14)

Las filosofías europeas que 'alumbraron' el camino del intelectual decimonónico y promoviero la idea del progreso, aportaron decididamente al proceso de la construcción del relato nacional. Dichas filosofías recomendaron a un indio, si no europeizado, en su faceta de personaje heroico mítico, príncipe, histórico y valeroso; pero siempre como sujeto del pasado. En el presente, los indios eran un obstáculo para el progreso, por tanto, debían ser 'limpiados' con un proceso de 'blanqueado', o, como en el caso argentino, con uno de exterminio.

El discurso civilizador creó un indio imaginario: el legítimo dueño del país. Esto no sólo promovió el pasado tan necesario para la nación, sino que, como vimos, promovió el uso de las justas armas para expulsar a los rivales españoles. No se habló, en este sentido, del indio de carne y hueso que tenía hambre, que malvivía, que era peón de haciendas y trabajador doméstico, y que era el subyugado de criollos y españoles por igual. De su trabajo de investigación, Cadelo concluye que en la práctica los indígenas eran más cercanos a la condición de animales que a la de hombres.

Los intelectuales, como lo enunciamos, fueron dinamizadores de este proceso civilizador: fuesen liberales o conservadores, afirmaron la jerarquía, los privilegios, los beneficios y la supremacía criolla. Los historiadores fueron, en palabras de Gnecco, un elemento vocal de las élites, que vieron en el progreso su compromiso más importante (por él escribieron y a él dirigieron sus letras), y que entendieron la historia como la evolución hacia la modernidad. "La historia perpetuó los puntos de vista de las élites y dio a sus decisiones políticas y económicas una radicalización que las hizo aparecer como lógicas, preservando por largo tiempo una concepción unidimensional del siglo XIX" (Burns, 1990, p. 48).

En suma, sobra decir que el progreso, proyecto bandera de los ilustrados del siglo XIX, mejoró las condiciones de la minoría acaudalada, dio lugar  a una clase media emergente, puso en jaque a la mayoría popular y sumió a América Latina en una profunda dependencia. De acuerdo con Bradford Burns, Latinoamérica se convirtió, no en lugar de abundancia potencial, sino en "un enigma de pobreza abrumadora" y en un estigma de inferioridad. Los discursos ilustrados desconociero la realidad, y salvo contadas excepciones, como Andrés Bello, no cuestionaron la importación hipodérmica de los modelos occidentales. "Las élites se volvieron extranjeros en sus propias naciones y perdieron la perspectiva de su entorno" (Burns, 1990, p. 181).

Burns advierte que, a pesar de todo el afán por civilizarse, hay poca evidencia de que América Latina se desarrollara en el siglo XIX. Antes bien, la imposición de la modernización sin un adecuado diálogo con la realidad latinoamericana trajo consigo fuertes síntomas de subordinación, desorden, desigualdad social y radicalización de la dependencia. Refiriéndose a las élites afirma:

Posiblemente no alcanzaban a ver las consecuencias finales de sus políticas: la profundización de la dependencia. Y si las vieron, parecía que consideraban que su bienestar justificaba ese precio [ ...] Solían comparar a su nación con una persona que pasa de una infancia indígena a la madurez de una civilización de corte europeo. (Burns, 1990, p. 47)

El tercer discurso, el homogenista, tiene profunda relación con el anterior. Explica Mónica Quijada que hacia finales del siglo XIX y principios del XX10 se multiplicaron las alusiones públicas y las críticas sobre los dudosos éxitos alcanzados en la construcción de las respectivas naciones. Por ello, se fue afianzando, en un segmento creciente de las élites, el retorno al ideal de una nación incluyente. Sin embargo, la investigadora mexicana advierte que dicha inclusión no supuso el retorno del proyecto de la 'nación cívica', sino la formulación de una comunidad amalgamada por la afirmación de una personalidad colectiva homogénea.

Esa construcción volvía a asociarse a la meta siempre ansiada del progreso, porque —se afirmaba ahora— la nación con mayores probabilidades de engrandecimiento no era 'la más rica', sino la que tenía 'un ideal colectivo más intenso'. De tal manera, la imagen inicial de una nación integrada por individuos industriosos, cohesionados en su lealtad al Estado civil, se desplazaba a la de una comunidad en la que lo individual se subsumía en lo colectivo, y la unificación de las lealtades se vinculaba a la homogenización de los universos simbólicos. (Quijada, 2008)

Cabe señalar que entre la 'nación cívica' y la 'nación homogénea' existían diferencias radicales, en cuanto a los ideales y las acciones necesarias para la actuación de la comunidad imaginada. A la segunda, no le bastaba la integración política ni la social; señala Quijada que a ese discurso le fue imprescindible la integración cultural plena. Para ello, precisó la intervención consciente de instituciones, que, como la educación y la historia, orientaron su labor a configurar una 'cultura social' que borrara la heterogeneidad y unificara las materias simbólicas.

El discurso homogenizador basó su acción en representaciones históricas que han venido alisando las memorias populares y silenciando las historias locales en favor del proyecto de unidad nacional, que desconoce y excluye las diversidades, pluralidades y complejidades. En la tensión entre prácticas culturales globales, como el proyecto de la construcción de una nación, y las locales, como los de la consolidación regional, los sistemas de representación histórica fueron determinantes, pues ayudaron a las primeras a unir una tendencia totalizadora y en un proyecto común las diversidades locales. Así las cosas, en la imagen de la 'nación homogénea' se fue evaporando la heterogeneidad y se fue cristalizando un 'yo' colectivo.

La opción unitaria, arropada en la retórica científica que domina la arqueología desde hace más de treinta años, niega la significación de experiencias culturales específicas y, al devaluar las culturas locales, promueve una perspectiva universalista que ha servido bien a los intereses del proyecto nacional. La opción contraria, el énfasis en la diferencia, atomiza, realiza una apología de lo heterogéneo, de la alteridad, y resulta incómoda para el proyecto homogenista de la construcción nacional. (Gnecco y Zambrano, 2000, p. 187)

En este sentido, nos dice Bhabha que la nación establece las fronteras culturales de modo que puedan ser reconocidas como tesoros 'contenedores' de sentidos que necesitan ser cruzados, borrados y traducidos en el proceso de la producción cultural. Por lo tanto, el discurso homogeneizante que dio contorno al relato nacional debe entenderse como una operación discursiva que buscó imponerse sobre las diferencias y las heterogeneidades.

La política, como la hemos venido defendiendo con las posturas de Mouffe, trata acerca de lo agónico; por eso es problemático cuando de lo que se trata es de un solo cuerpo cerrado, homogéneo y totalizante, cuando las demandas se hacen en nombre de ese cuerpo y se piensa que los sujetos pueden prescindir de la palabra y, por tanto, se les silencia. Este último discurso distó mucho de enunciar a los ciudadanos de la nación como libres y participantes de un proyecto diverso; lo nombró, en cambio, como cuerpo homogéneo.

Nos preguntamos, entonces, ¿cuál fue la nación que se construyó a partir de ese relato producido por los discursos y representaciones del siglo XIX? El marco anterior nos da los insumos necesarios para sostener que fue una nación rota bajo la apariencia del progreso, avergonzada de sí misma, desobligante con lo que no fuera París, resguardada en el centro, ignorante ante la pobreza, cómplice de la aniquilación, vertical en sus relaciones y exenta de política; una nación que naturalizó la exclusión y sólo reconoció la alteridad como elemento museográfico y adorno patriótico.


1. Si bien reconocemos lo anterior como un importante aporte de Foucault, nos apartamos de su escisión entre prácticas discursivas y no discursivas. Retomamos, por el contrario, la afirmación de Ernesto Laclau y Chantai Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista, cuando sostienen que toda realidad es discursiva; es decir, que no hay nada que esté por fuera ni que preceda al discurso.

2. "Totalidad" entre comillas porque nunca llegará a ser totalidad. La discontinuidad e indecibilidad discursiva pasan a ser primarias y constitutivas. Aquí la sociedad y las identidades tampoco tienen esencia ni cierre; es decir, no se puede concebir algo como la 'sociedad en sí' o una identidad cerrada como una mónada, sino que se debe tener claro que lo social es una infinitud que no puede reducirse a ningún principio unitario y totalizante y que toda identidad es incompleta y abierta, y, lo más importante, relacional; justamente el concepto discurso es el que nos posibilita este sentido._

3. El poder del discurso es, por una parte, indirecto, en cuanto pertenece a la dominación y busca dominar, capturar, domesticar e integrar la mente del otro; por otra, es directo, en la medida en que busca controlar las matrices de producción, los canales de transmisión y los procesos de recepción. Con esto último no nos podemos quedar en la confrontación entre representaciones; es necesario elevar el análisis y mirar que lo que también se domina aquí es la lógica del juego.

4. En este sentido, cabe preguntarse ¿qué pasa con eso excluido? Siempre está en constante lucha y peleando por entrar y afirmarse. Es decir, eso que no entra dentro del régimen de verdad, también tiene potencia y quiere posicionar su propio régimen de verdad.

5. Es preciso aclarar que no es de interés para este trabajo retomar toda la teoría de la comunidad imaginada expuesta por Anderson, ni abordar la extensa bibliografía que se ha producido sobre la nación. De Anderson y de los demás autores retomaré ciertos puntos que nos ayudarán a explicarla como representación.

6. A pesar de esto, de que es ya sabida la imposibilidad del cierre de lo discursivo y de la imposibilidad de hablar de totalidad, aún existe una tendencia a hablar de la nación en términos restrictivos, es decir, como un aparato ideológico del Estado, o en términos utópicos, como la expresión de un incipiente sentimiento popular.

7. Pero la palabra no es poderosa por ella misma. Como indica el ensayista uruguayo: "el poder de una palabra se hacía 'principio, erección, establecimiento y origen de una cosa' al ser utilizada para el acto mismo de la fundación."

8. De acuerdo con Uribe, el primero se refiere a la invasión de un pueblo extranjero; el segundo, nos identifica como víctimas de la dominación, de la ausencia de civilización y de la violencia, y el tercero describe las proezas y hazañas patriotas por las que héroes, como Bolívar y Santander, arriesgaron su vida (Uribe, 2005).

9. Uribe define la patria por la apelación a la violencia simbólica para la demarcación de fronteras y unidad.

10. Quijada advierte que la imagen de la nación homogénea comenzó a configurarse a finales del siglo XIX, pero su traducción en acciones prácticas de política y de gobierno no alcanzaría una dimensión significativa hasta las primeras décadas del siglo XX.


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