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Signo y Pensamiento

versão impressa ISSN 0120-4823

Signo pensam. v.28 n.55 Bogotá jul./dez. 2009

 

El destape de la crónica

Crónicas de SoHo

Bogotá: Aguilar, 2008, 548 p.

ISBN:978-958-704-637-3


Hace más de 90 años Luis Tamayo, el primer director de la revista Cromos, se la jugó por una publicación sin política -algo inconcebible en esos turbulentos años-, bajo la fórmula infalible de "ilustraciones y 'churros' a granel", con el valor agregado de la crónica modernista.

En plan de hacer historia, se podría decir que SoHo bebe de esa tradición de los "churros" -sólo que éstas enseñan todo de la pantorrilla para arriba y no para abajo-, con la adición de la crónica en sus distintas modalidades y grados de penetración de la realidad: desde relatos de periodismo en profundidad, hasta piezas epidérmicas para complacer a la galería, como se comprueba en esta primera antología de la revista (seguramente vendrán más), con más de 50 crónicas de 44 autores, en su mayoría colombianos.

Por esa calidad oscilante, si aplicara criterios puristas de valoración tendría que decir que la crónica ha sufrido menoscabo en algunos de los filones explotados por la revista, particularmente en la crónica "extrema". Extrema porque se toma las licencias más "licenciosas" para conseguir la información, por la elección azarosa de temas fronterizos para quedarse a menudo en las bardas del género y por el protagonismo que adquieren los autores (quienes terminan por convertir en "extras" a los auténticos personajes de la historia).

No cabe duda de que para muchos lectores estos textos son los más atractivos y novedosos (sobre todo si el autor goza de celebridad, como cuando Jorge Franco se sumerge en una rumba trance donde intenta ambientarse con éxtasis y sale tan desconectado como aturdido); pero para lectores más exigentes estos "diarios de campo" sobre cualquier inmersión en mundos ajenos no revisten mayor interés, en cuento se impone la tiranía del tema: atrevido, provocador, disparatado, como ha sido la línea editorial de la "neoyorquina" revista del parque de la 93.

Pero la crónica extrema no la inventó Pirri ni se descubrió en las revistas gringas. De la crónica que escribió el decano del género, Germán Pinzón, en 1955, fluye la adrenalina "¡a 230 kilómetros por hora!", porque el reportero de El Espectador quería vivir las emociones de una carrera automovilística por dentro, en el asiento del copiloto de un Mercedes Benz; él, que no sabía conducir.

Ahora bien, la modalidad más debatida del periodismo "gonzo" o encubierto, cuya invención algunos atribuyen al estadounidense Hunter S. Thompson, y otros al alemán Günter Wallraff, también se cultivó en Colombia mucho antes, cuando el cronista antioqueño Horacio Franco se encerró voluntariamente en el Manicomio Departamental, donde se dedicó a observar a los alucinados tras las rejas, y publicó una serie de 24 crónicas entre 1922 y 1923 en El Correo Liberal. Décadas después, la reportera Ligia Riveros se camufló en la cárcel Modelo para describir en Cromos la vida de las presas.

A propósito de la práctica de suplantación, el maestro mexicano del género, Carlos Monsiváis, mencionó en una charla que dio en Bogotá en el 2008, los inconvenientes que se presentan cuando el periodista intenta concentrarse en su oficio y al mismo tiempo finge ser experto en otro que no maneja. Si el experimento funciona, todo perfecto, pero ahí está la maroma existencial del suplantador, y pocos tienen las destrezas para contar la historia de forma natural y respetuosa con el mundo temporalmente invadido.

Por eso, y sin citar doctrinas académicas, prefiero considerarlo como un último recurso para cuando es imposible llegar al tema por el método convencional de la reportería. En SoHo es un recurso de uso permanente, con los riesgos que acechan. Digamos que el director les apuesta a los encargos (caprichosos, certeros o azarosos): asigna el tema a un escritor o periodista famoso, que de entrada asegura como un gancho las ventas. "La revista siempre piensa en el tema y en la firma como una fórmula, como un binomio que debe ser complementario; cada tema tiene una firma que se acomoda mejor a la historia, a veces por contraste, a veces por afinidad", aclara Samper Ospina en el "Prólogo".

A este procedimiento corresponde el capítulo de crónicas agrupadas bajo el título "Profesión: ser otro". Y ahí está Efraim Medina de boxeador por un día, tiempo suficiente para que le deformen el rostro (que también prestó para un reality periodístico de cambio extremo); pero después de haber leído en la misma revista esa inagotable crónica de Pambelé escrita por Alberto Salcedo Ramos, hábil descifrador del arte de los puños, el combate de Medina da grima. Está Ernesto McCausland, como bombero por un día y Cristian Valencia, que pasa cien horas entre la basura. Me quedo con esta última historia, donde el samario pone su lente buñuelesco de la vida al convivir con los marginales que le confían sus cuitas.

Otros, como Alejandro Santos al volante de un carro fúnebre, o Darío Fernando Patino en un día como extra de televisión, o Alvaro García conduciendo una ambulancia, lucen patéticos en su performance. En estos casos la crónica se vuelve simple divertimento, porque el narrador es el foco de atención, sin importar las circunstancias dramáticas del entorno, y como las luminarias no tienen oficio de cronistas, el relato se torna insustancial.

Menos fácil la tuvo Andrés Felipe Solano, que se fue a vivir de un salario mínimo como trabajador en una pequeña fábrica de confecciones de Medellín, con jornadas de diez horas. Seis meses reventándose el lomo y viviendo en una pieza arrendada para escribir una crónica digna, pero no del espesor esperable tras semejante sacrificio. Algo parecido habría podido contar si se emplea la mitad del tiempo en una fábrica de Bogotá, en el sur profundo y sin celular. Y también habría aprendido a bailar salsa, que es una de las ganancias de su reencarnación en vida como obrero.

Lo que de verdad preocupa es que la tendencia a la impostación se imponga -no sólo en la academia, donde se vuelve un ejercicio que entusiasma a los estudiantes, como si estuvieran en clases de actuación-, sino en ese hábitat natural de la crónica que son las revistas y los libros. Ya muchos sueñan con irse a vivir meses con sus fuentes, con lo que el legítimo procedimiento de inmersión termina por acabar con la vida privada del periodista y de sus fuentes.

El mismo Samper Ospina sabe del riesgo, y advierte que a veces la anécdota de la historia es la misma aventura del cronista, y la crónica puede colapsar "por frívola". Pero así la consumen los lectores menos exigentes, que son la mayoría, y quieren algo light para no amargarse la vida.

En cuanto al punto de vista del género, tanta primera persona empalaga. Casi todas las crónicas de la antología de SoHo están narradas desde esta egocéntrica perspectiva. El argentino Martín Caparrós, uno de los cuatro extranjeros invitados de esta criollísima selección -con un relato sobre el pueblo más denso de Colombia y otro sobre los rituales en el cementerio de San Pedro, en Medellín-, la defiende como consustancial al género, pero aclara que hay una "diferencia extrema entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona".

El problema está en que cuando la prosa no alza el vuelo, queda en evidencia el artificio literario, y la crónica se limita al recuento de la aventura que vivió el autor, tanto más divertida cuanto más alejado esté del mundo donde se camufla. Puesto en los términos de la revista, en estas crónicas saltan a la vista las adiposidades (como en las polémicas fotos de Marbelle y de Yidis Medina que publicó la revista), mientras las buenas historias corresponden a los cuerpos más sanos y tonificados ("trabajados" en esos cepos modernos que son los gimnasios), sin retoques de Photoshop ni de silicona. Cuestión de estética narrativa; en últimas, las piezas de periodismo literario también alcanzan a erotizar los sentidos.

Todo esto lo sabe y hasta lo cita en el prólogo Samper Ospina, quien ejerce de abogado del diablo: ataca y defiende al mismo tiempo las discutidas fórmulas sohonianas, con lo que desarma al crítico más radical. Él se limita a aplicar su manual de procedimiento. Ha consolidado una marca de estilo repelente a la solemnidad, y con variado registro tonal: tragicómico, humorístico, dramático, irónico, poético y, ante todo, mamagallístico. Tal parece que eso demandan los lectores del tercer país más feliz del mundo.

El tono tragicómico, por ejemplo, resalta en los capítulos de la muerte, que en manos de buenos escritores logran saciar la humana curiosidad de los vivos por los difuntos: los anfiteatros, los hornos de cremación, las convenciones funerarias, los NN apuñalados en la calle... Y de los freaks (personajes bizarros): la colombiana más gorda, el colombiano más pequeño, los modelos más feos del mundo, los transformistas de la Casa de Reinas.

De lejos, son mucho mejores las crónicas al estilo convencional, sin disfraces, donde el periodista se defiende con sus armas de siempre: la reportería, la investigación y la observación. Entre éstas, y a riesgo de olvidar muchas, sobresale la crónica de Alfredo Molano, que entrevista y sigue a su doble, César Arturo Vallejo, un indigente culto y bien presentado que pide en varias esquinas del norte de Bogotá. Sobresalen por su tensada sensibilidad las de Andrés Felipe Solano -historias mínimas sobre una familia de enanos, los Mendivelson, sin darle pasto al morbo-, y repite con la del sastre de Jorge Barón, donde la ironía se da con prodigalidad y elegancia; Fernando Quiroz, que sigue a zancadas las andanzas de un perro callejero y enamorado, y Héctor Rincón, con su apabullante oralidad, que narra un entierro de pobre en una de las faldudas comunas de Medellín, sin un punto y aparte, en una letanía abrumadora y dolorosa.

En cambio el otro narrador oral, Juan Gossaín, luce desperdiciado en una crónica congelada, especie de naturaleza muerta de la oficina del presidente Uribe, donde no se siente la voz del cronista caribeño ni su garra de halcón para atrapar la magia del ambiente (en este caso, el aura).

Ascienden a la categoría de clásicas las de Alberto Salcedo (el "Gay Talese colombiano", como justamente lo bautiza el director), sobre los deportistas perdedores: el último equipo de la segunda división del fútbol colombiano, el boxeador que ha perdido todos sus combates y el árbitro que expulsó a Pelé. Como los cronistas de la vieja guardia, Salcedo se da el gusto de interpelar al lector y de opinar a sus anchas mediante la digresión, para dejar sus filosóficas lecciones de vida. Y esas líneas no frenan el flujo narrativo, todo lo contrario: lo afirman como el cemento. La técnica descriptiva del barranquillero exuda humanidad a chorros.

Tras leerlas, se empequeñecen las historias que nacieron sin alma, sólo por encargo, por "hacer la pega", como la de Gustavo Gómez, que se agota en los tres litros de chicha que consume en una tienda cercana al Chorro de Quevedo, y en el consiguiente malestar estomacal; o la de la operación de hemorroides, que Pascual Gaviria maneja con guantes de látex, pero no con humor, única estrategia que habría salvado el mal rato. Quedan, pues, para una antología del desagrado.

Algunas de las siete mujeres que clasificaron en esta antología de la revista "para hombres", tuvieron temas de fácil contraste e impacto. Ahí está Salud Hernández como técnica del Santa Fe, donde se dedica a dar pitazos y órdenes durante una semana (fiel a su estilo visceral, aunque no a su equipo madrileño del alma). María Alejandra Villamizar con camuflado de lancera, rodeada de 50 uniformados que, como era de esperarse, no le quitan la mirada de encima mientras ejecuta complejas maniobras, y Margarita García, que narra el rito costeño de iniciación con las burras. Las demás escriben como periodistas a secas, y salen airosas: Marta Orrantia, que narra de forma impecable un transplante de córnea; Marta Ruíz, la única del libro que elige la voz testimonial de una víctima de las minas antipersona, y la invitada argentina, Leila Guerreiro, con su rítmica crónica sobre un clon de Freddie Mercury en Buenos Aires.

Queda visto que la antología de crónicas de SoHo le apunta a la mixtura del crossover y al "destape" (término entendido en el doble sentido del periodismo clásico que busca temas ocultos en la vida cotidiana y del periodismo actual que eleva sus ventas con temas picantes y atrevidos). Así se diferencia de otras antologías, como las de la revista Gatopardo y la de la Fundación Nuevo Periodismo y, por supuesto, de las de Daniel Samper Pizano, de carácter histórico, para mostrar el desarrollo del género en Colombia.

Como pasa en todas las antologías, aquí no están todos los que son, pero sí hay representantes de varias escuelas y generaciones. Se habría podido prescindir de una docena de crónicas sin mayor afectación; pero logradas y malogradas, en su desnivelado conjunto, introducen al lector en una especie de museo de la vida cotidiana, con sus miserias y sus grandezas, sus héroes anónimos, sus antihéroes (y los periodistas como managers). Las que por su calidad mantengan la vigencia, lograrán el objetivo mayor del género: actuar como dispositivo de la memoria para que futuras generaciones conozcan cómo vivíamos y moríamos en Colombia. Aunque, como dato curioso, sólo hay cuatro historias sobre el conflicto armado, lugar común de la crónica colombiana.

Maryluz Vallejo
Profesora Asociada Departamento de Comunicación Facultad de Comunicación y Lenguaje
Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia
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