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Signo y Pensamiento

Print version ISSN 0120-4823

Signo pensam. vol.30 no.58 Bogotá Jan./June 2011

 

Cultura y posdesarrollo: enfoques, recorridos y desafíos de la comunicación para otros mundos posibles

Culture and post-development: Communication approaches, paths, and challenges for new possible worlds

DANIELA PAOLA BRUNO Y LUCÍA GUERRINI *

* Daniela Paola Bruno. Argentina, licenciada en Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Magíster en Planificación y Gestión de la Comunicación, de la Universidad Nacional de La Plata. Doctoranda en Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos Aires. Docente e investigadora de la Licenciatura en Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Plata. Correo electrónico: danielapaolabruno@gmail.com

Lucía Guerrini. Argentina, licenciada en Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Docente e investigadora de la Licenciatura en Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Plata. Correo electrónico: luguerrini@gmail.com

Recibido: Octubre 30 de 2010 Aceptado: Abril 11 de 2011

Submission date: October 30th, 2010 Accetance date: April 11th, 2011


El artículo presenta las bases conceptuales fundantes de un espacio de reflexión acción que se propuso debatir y producir conocimiento sobre la creciente instrumentalización económica y política de la cultura en el desarrollo; a partir del análisis de la agenda, el discurso y los lineamientos de organizaciones e instituciones supranacionales, con influencia decisiva en la temática del desarrollo, y de la sistematización y divulgación de experiencias de movimientos sociales que conciben la cultura como dimensión o recurso estratégico para el logro de transformaciones sociopolíticas. Entre estas bases conceptuales, podemos mencionar: el desarrollo como construcción social histórica en disputa; el posdesarrollo como enfoque fecundo para crear discursos que trasciendan la construcción hegemónica del desarrollo; la cultura como campo de batalla política y la investigación en comunicación como alternativa para multiplicar los centros y agentes de producción de saber/hacer.

Palabras clave: cultura, comunicación, desarrollo, posdesarrollo, investigación militante.

Descriptores: Comunicación y cultura. Desarrollo social. Investigación en comunicación.


This study presents the conceptual bases for a reflection whereby one can debate and produce knowledge concerning the increasing economic and political exploitation of culture vis-à-vis development. The authors analyze, on the one hand, the agendas, discourses, and guidelines of supranational organizations and institutions that have decisive clout; and on the other, the systematization and spreading of the experiences undertaken by social movements that see culture as a strategic dimension or resource to achieve sociopolitical transformations.

Among these conceptual bases, the following can be mentioned: development as a disputed historical social construction; post-development as a fruitful approach to create discourses that go beyond the hegemonic construction of development; culture as a political battle field, and communication research as an alternative to multiply the centers and agents that generate know-how.

Key words: Culture, communication, development, post-development, committed research

Search tags: Communication and culture. Social development. Investagation in communication.


Origen del artículo

El artículo recorre las bases conceptuales fundantes de un espacio de reflexión acción construido por estudiantes y docentes investigadores en comunicación, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en el marco del seminario 'Usos de la cultura en el desarrollo', que se propone analizar la agenda, el discurso y los lineamientos para la acción de organizaciones e instituciones con influencia decisiva en la temática del desarrollo (unesco, pnud, fao, unicef, oms), y promover la sistematización y divulgación de experiencias de organizaciones y movimientos sociales en las que la cultura aparece como dimensión o recurso estratégico para el logro de transformaciones sociopolíticas.

Introducción

La industrialización y la globalización de los procesos culturales han modificado el papel de intelectuales y artistas, a la vez que atrajeron a este campo a diversidad de empresarios, economistas, gobernantes y animadores de la comunicación y la participación social.

En ese contexto, las alusiones a la cultura como recurso instrumentalizado, económica y políticamente, con fines estratégicos de desarrollo socioeconómico, son cada vez más frecuentes. Se espera de ella que contribuya tanto a la generación de riquezas y empleo, como al "empoderamiento" de la ciudadanía, a la cohesión social y a la compensación o reparación de desigualdades socioeconómicas.

Este artículo presenta las bases conceptuales fundantes de un espacio de reflexión acción pensado para debatir y producir conocimiento sobre este fenómeno y promover la sistematización y divulgación de experiencias de organizaciones y movimientos sociales en las que se aluda a la cultura como dimensión o recurso estratégico para el logro de transformaciones sociopolíticas. Todo ello, en algunas de las áreas que se han ido consolidando como campos específicos del desarrollo: género, salud, desarrollo rural, y las expresiones artísticas y su relación con el cambio social.

Las bases conceptuales problematizadas en el artículo son las siguientes: el desarrollo como una construcción social histórica en disputa; el posdesarrollo como un enfoque fecundo para crear discursos que trasciendan la construcción hegemónica del desarrollo; la cultura como campo de batalla política, y la investigación militante en comunicación como alternativa para multiplicar los centros y agentes de producción de saber/hacer. Al finalizar este trabajo, también proponemos una serie de lineamientos que, aunque de manera precaria y provisoria, nos orientan como equipo de docencia/investigación/acción.

Desarrollo: un término en disputa

La aparición del concepto moderno de desarrollo se da en un marco de profundo cambio en las relaciones internacionales y de emergencia de un nuevo orden mundial: el declive del colonialismo y la consolidación de los Estados-nación, la emergencia de la Guerra Fría, la necesidad del capitalismo de encontrar nuevos mercados y la confianza en las posibilidades de la aplicación de la ciencia para abordar los problemas de cada una de las sociedades, mediante la ingeniería social (Monreal y Gimeno, 2002, p. 5).

A mediados del siglo xx, el discurso hegemónico del desarrollo convirtió a dos mil millones de personas en subdesarrolladas:

Literalmente dejaron de ser lo que eran, en toda su diversidad, y se metamorfosearon en un espejo invertido de la realidad de otros, un espejo que los empequeñece y los envía al final de la cola, un espejo que simplemente define su identidad-que es en verdad la de una mayoría heterogénea y diversa-en los términos de una estrecha y homogeneizadora minoría. (Esteva, 2000, p. 69)

Durante el proceso de descolonización postSegunda Guerra Mundial, los países emergentes adoptaron políticas nacionales para salir del subdesarrollo que reproducía la dependencia de las antiguas colonias, ello consolidó: "un camino de única vía que hizo del desarrollo una institución universal, dentro de un determinado orden mundial de relaciones entre Estados Nacionales, reguladas por organizaciones supranacionales como Naciones Unidas y las agencias afines" (Monreal y Gimeno, 2002, p. 6).

Desde aquel entonces, el devenir del discurso del desarrollo estará decisivamente influenciado por la "industria" de la ayuda y la cooperación, y la experiencia histórica de los países del norte. Esto explica que algunos autores, especialmente los postestructuralistas, consideren al desarrollo como una forma de "neoimperialismo".

Mientras que desde el hegemónico paradigma liberal se desarrollaron perspectivas y tipologías de desarrollo como las del crecimiento y la modernización, el desarrollo endógeno, sostenible y humano; los abordajes de cuño marxista, como la teoría de la dependencia, el "sistema-mundo" y el "desarrollo desigual y combinado", centraron su atención en la naturaleza asimétrica y desigual del desarrollo capitalista, manifestada en los ámbitos locales, nacionales e internacionales.

A partir de los años ochenta, propuestas como las del "posdesarrollo" de Escobar, el "desarrollo a escala humana" de Max Neef y el "fin del desarrollo" de Souza Silva pusieron énfasis en la valorización de la vida y la cultura de cada lugar, de la escala humana y comunitaria, y de la producción de conocimiento y poder en los ámbitos socioterritoriales, como alternativas a los discursos y prácticas hegemónicas (al capitalismo, la globalización y al desarrollismo, en particular). Esto implicó la posibilidad de deconstruir los discursos hegemónicos del desarrollo para repensarlo radicalmente, poniendo además especial atención en los conocimientos, los modos de vida, la diversidad de voces y, en definitiva, los órdenes sociales alternativos que procuran la vida y la naturaleza, antes que el crecimiento material.

Estas teorías, con base en el postestructuralismo, complejizan la clásica problematización de la cultura en el desarrollo, como el rincón de los libros, las bellas artes y, más recientemente, las industrias culturales y el capital social, para resituarla en el campo más amplio de lo político. Es decir, la cultura como forma dinámica de ser de una sociedad (Garreton, 2003, p. 15 ) y como proceso a partir del cual se elabora la significación colectiva y se lucha por el poder para definir conceptos clave, incluyendo el concepto mismo de cultura (Wright, 1998). Este reposicionamiento nos habilita a pensar la cultura en el desarrollo, pero fundamentalmente a la crítica radical de la cultura del desarrollo.

El posdesarrollo es un imaginario fecundo para cambiar nuestras prácticas de saber y hacer, y desmontar la economía política de la verdad del desarrollo. Su interés por multiplicar los centros y agentes de producción de conocimientos nos desafían a una producción académica alternativa.

Seguidamente, desarrollaremos un análisis retrospectivo del abordaje de lo cultural en el campo latinoamericano de la comunicación vinculada con el desarrollo, para intentar concluir con una posible agenda de trabajo, a la luz de la propuesta epistemológica y política del posdesarrollo.

La cultura como obstáculo

La renovación académica acontecida en el contexto de los proyectos desarrollistas de los años cincuenta y sesenta influyó decisivamente en la delimitación inicial del campo de la comunicación para el desarrollo, al favorecer la realización de los primeros estudios y la creación de las primeras instituciones académicas específicas (Aprea y Cabello, 2004, p. 63).

Los estudios de opinión pública, los análisis de audiencias, las investigaciones sobre el impacto de la publicidad y la propaganda, y todo conocimiento referido a los cambios de actitud y comportamiento que podían generar los medios de comunicación, se constituyeron en la base conceptual para el surgimiento de este campo (White, 1992 ).

Durante el desarrollismo, la intervención desde la comunicación fue concebida básicamente como difusión de información a partir de un diagnóstico de tipo funcional1, en el marco de un proyecto modernizador.

Bajo la premisa central de que los obstáculos para el desarrollo estaban asociados con la insuficiente información y el atraso cultural de las sociedades, se entendió que las intervenciones en comunicación debían proveer la información básica que precisaban las personas para cambiar de comportamiento. De acuerdo con la perspectiva del difusionismo, las "personalidades tradicionales" (caracterizadas por el autoritarismo, la baja autoestima y la resistencia a la innovación, en cuanto valores y actitudes tradicionales y antidesarrollistas), explicarían, al menos en parte, el subdesarrollo. Estas intervenciones debían combinarse con la asistencia a las economías en crisis.

Como señala Silvio Waisbord: "inculcar valores e información modernos a través de la transferencia de tecnología de información y comunicación y la adopción de innovaciones tecnológicas y pautas culturales originarias del mundo desarrollado occidental" (s. f., p. 3), fueron los principales objetivos de la comunicación ligada con el desarrollo, en este momento histórico.

La estrategia primordial de acción se concentró en los medios de comunicación y en la formación de agentes que planificaban los nuevos formatos y colaboraban en la "traducción" de los contenidos de estos modernos medios, para la integración de la población y la creación de un mercado de consumo. La exposición a los medios de comunicación masivos, junto con la alfabetización y la urbanización, eran considerados factores capaces de propiciar actitudes y comportamientos modernos.

El hecho de que la tecnología de transmisión de información fuera concebida como la base universal para la constitución de la esfera pública explica que el aporte de la comunicación a su fortalecimiento enfatizara en los ámbitos de entrenamiento y conexión/conectividad entre los ciudadanos, desde un único lenguaje del progreso económico, social, político y cultural.

A mediados de los años setenta, muchos referentes de las teorías modernizantes/difusionistas consideraron necesario una revisión del sesgo individual y psicológico que predominó en los planteamientos iniciales y que requería ser compensado con una mayor atención a los contextos sociales y culturales específicos de las poblaciones en los que ocurría la comunicación; además de atender los ámbitos de satisfacción y la dimensión cognitiva de la acción (y no solo actitudinal y conductual).

Esa revisión permitió que se fuera perfeccionando una diversidad de modelos de comunicación para el cambio conductual, que, junto con el marketing social, dominarán la perspectiva norteamericana. Estos enfoques tendrán una influencia directa relativamente escasa en América Latina, pero una poderosísima incidencia en las agendas y modelos de intervención de actores como el Banco Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización Panamericana de la Salud (OPS), entre otros. Organismos que, a su vez, influirán hasta nuestros días en las políticas de los países en desarrollo.

Paralelamente, y como consecuencia de las intervenciones anteriormente aludidas, un grupo bastante heterogéneo de investigadores latinoamericanos comenzó a preocuparse por las consecuencias sociales de la aplicación de estos modelos. Paulo freire, Joao Bosco Pinto, Antonio Pasqualli, Juan Díaz Bordenave, Luis Ramiro Beltrán y Mario Kaplún, entre otros, comenzaron a cuestionar los presupuestos con los que ellos mismos habían empezado a trabajar en los años cincuenta. Así, dieron origen a dos corrientes de investigación y diseño de iniciativas: una, de corte macrosocial, vinculada con la regulación de los medios en el contexto de un mundo visto como desigual e injusto, conocida como políticas nacionales de comunicación (PNC), y otra, de carácter microsocial, a la que aquí referiremos como comunicación popular.

La denuncia del imperialismo cultural

Cuando el desarrollismo clásico entró en crisis a fines de los años sesenta, aunque persistía la visión instrumental de los medios y la idea de que la comunicación era sinónimo de transmisión de información, comenzó a cuestionarse el flujo unidireccional, vertical y descendente proveniente de los países noratlánticos, que habría sido determinante de una relación de dependencia de los países "subdesarrollados" y de una división internacional del trabajo en beneficio de las naciones industrializadas.

De este modo, empezó a denunciarse el marcado desequilibrio prevaleciente en la posesión y manejo de los recursos de información (disponibilidad y acceso a medios y tecnologías de información y comunicación, el número, la escala y el alcance de agencias, empresas publicitarias y servicios propagandísticos) que favorecía a los países avanzados en desmedro de los más rezagados. De acuerdo con esta postura, los contenidos de aquella información desdibujaban las realidades, debilitaban las identidades culturales de los países en desarrollo y profundizaban la dependencia económica.

La denuncia será, en esta coyuntura, la acción política por excelencia que favorecerá el desarrollo de nuevas prácticas, vinculadas, por un lado, con los debates sobre la regulación del sistema de medios internacional, y, por el otro, con las experiencias de la denominada comunicación popular/alternativa.

Las políticas nacionales de comunicación (PNC) y los debates sobre la democratización de la información y la comunicación no pueden entenderse sino como parte de la reivindicación política planteada en torno al nuevo orden informativo internacional (NOII) y al nuevo orden mundial de la información y de la comunicación (NOMIC).

Si bien esta lucha contra el desequilibrio tiene sus antecedentes en los reclamos de los países no alineados, en 1973-con su reivindicación de un nuevo orden económico mundial-, es en 1976 cuando la unesco recibe el mandato de apoyar el noii y patrocina en Costa Rica la "Primera conferencia intergubernamental" sobre pnc, con una fuerte oposición de la Sociedad Interamericana de Prensa (sip). Luego se constituirá la comisión que elaborará lo que conocemos como el "Informe MacBride"2, presentado en la Conferencia Mundial de la Unesco, en 1980.

La discusión en torno a las pnc se vio favorecida por el nuevo impulso que experimentó la mencionada "teoría de la dependencia" desde fines de los años sesenta, cuando se empezó a discutir la responsabilidad (o complicidad) de las élites latinoamericanas en el atraso de estos países. Dicha teoría reconocía la existencia de un factor interno y otro externo, que coparticipaban en la situación de subdesarrollo de los países del sur. Como consecuencia, la solución para acabar con el "imperialismo cultural" dependía del Estado, que debía tomar el control total de las políticas nacionales de comunicación.

Según Jesús Martín-Barbero, las contradicciones fundamentales de este proceso en el continente tuvieron que ver con la tensión inevitable entre el proyecto de articular la libertad de expresión al fortalecimiento de la esfera pública y la defensa de los derechos ciudadanos, y la realidad de un sistema de medios controlado casi por completo por intereses privados y dictaduras militares. A lo que se sumó otra cuestión fundamental: la equiparación de lo público con lo estatal (Martín-Barbero, 2002, p. 271).

En este momento histórico se instala el debate sobre las conexiones entre objetivos de independencia política y económica e independencia cultural. De ahí que las discusiones sobre la cultura popular foránea y el imperialismo cultural empezaran a multiplicarse, así como la discusión acerca del valor de la información para la toma de decisiones políticas vitales en el desarrollo de un proyecto nacional (White, 1992, p. 46).

Contrario a lo que sostenía la perspectiva hegemónica del desarrollismo, para esta mirada el subdesarrollo no obedecía a factores endógenos (cultura tradicional, atraso tecnológico, ausencia de información), sino a factores exógenos asociados con el modo en que las colonias fueron integradas en la economía mundial. Por lo tanto, el problema no era informacional, sino político. La concentración del poder económico y político fue identificada como la explicación del subdesarrollo y la dependencia.

En correspondencia con este razonamiento, las personas solo adoptarían nuevas actitudes y comportamientos una vez tuvieran condiciones y oportunidades adecuadas para hacerlo. Por ello, las intervenciones desde la comunicación coherentes con este enfoque no apuntarán al cambio de actitudes y comportamientos individuales, sino a crear conciencia sobre el carácter dependiente del desarrollo y concebir los medios de comunicación como estructuras económicas al servicio de ciertos intereses hegemônicos.

En esta instancia, el debate se desplaza de lo estrictamente económico, a lo social y político, e incorpora lo cultural como aspecto relevante del desarrollo, lo cual redunda en una serie de discusiones sobre la soberanía nacional, la democratización interna del sistema de medios y la necesidad de garantizar una mayor participación popular en él.

Esto último, dirá White (1992, pp. 47, ss.), no "encajó" con la concepción de planificación centralizada vigente en aquel momento y generó un debate sobre si era posible que el consenso cultural pudiera ser creado por poderosos medios de comunicación, que no solo no educaban, sino que alienaban al pueblo.

El estigma como bandera: cultura popular y comunicación participativa

Aquellos símbolos y matrices culturales que hasta entonces habían sido estigmas de estatus de las minorías étnicas raciales y que explicaban el desprecio hacia la historia oral y la narrativa de las clases bajas, se convirtieron en auténticas banderas que reivindicaron positivamente todo lo asociado con la vida de los pobres (White, 1992, pp. 48, ss.). Los estigmas devinieron en símbolos de una identidad popular reconocida como fuente de energía, esencia de la auténtica cultura nacional y epicentro a partir del cual debía organizarse la esfera pública.

Hasta entonces, los relatos del desarrollo se habían manejado con una definición marginal y paternalista del campesinado, los pueblos originarios y los pobres urbanos. Para este enfoque, por el contrario, estos pueblos que habían sido primero definidos como atrasados (desde el difusionismo) y luego como alienados (desde la teoría crítica), eran capaces no solo de resistir activamente a la modernización; sino, además, de articular un concepto alternativo de desarrollo y consolidar la base de una organización política propia.

Disidentes sociales, científicos y educadores expulsados de las oficinas y universidades en las que se congregaban las élites técnicas y políticas aportarán su conocimiento a la constitución de una organización política de oposición, que: "dramatizará la concepción participativa de la esfera pública" (White, 1992, p.11).

La comunicación popular y alternativa hará un uso sistemático de canales y técnicas para incrementar la participación de las comunidades. Ello, bajo el supuesto de que la comunicación no es sinónimo de persuasión, sino un proceso mediante el cual se crean y se estimulan el diálogo, la discusión, la toma de conciencia sobre la propia realidad, la recuperación de la identidad cultural, la confianza, el consenso y el compromiso entre las personas.

Los medios de comunicación serán tomados en cuenta para generar estrategias de recepción en pequeños grupos, con el objetivo de desarrollar actitudes críticas sobre su forma y contenido, propiciar el debate sobre ciertos temas, abrir espacios a otras voces y poner en común puntos de vista. Todo lo anterior, como paso necesario para la organización comunitaria.

Los aportes de la comunicación popular y alternativa fueron variados y valiosos. Según Rosa María Alfaro, se vincularon fundamentalmente con el énfasis en una noción de la comunicación como cuestión de sujetos en relación (1999a, p. 2). Frente a comprensiones más estructurales de la sociedad, dirá la autora, esta perspectiva humanizó y politizó la comunicación, y reivindicó los aspectos recreativos del quehacer comunicacional y el valor del contacto entre la gente.

Otro de sus aportes fundamentales fue la apuesta a la promoción de una sociedad democrática y dialogante entre pares, en una época en la que aún no se reconocía la democracia como valor político societal, porque solo se la apreciaba como un sistema incompleto y poco satisfactorio. Esto, siguiendo con la reflexión propuesta por Alfaro: "significó una valoración de los sujetos populares en sus capacidades para comunicar [...] un pueblo que a la vez es emisor y receptor, en tanto ejercicio democrático alternativo" (1999a, p. 5).

En cuanto a sus desaciertos, muchas de las revisiones críticas, aun las más comprometidas con esta mirada, coinciden en señalar que la propuesta de la comunicación popular (y alternativa) no previó la posibilidad de una integración crítica. Es decir, frente a una sociedad considerada injusta y autoritaria, se conquistaron espacios nuevos, sin que esto necesariamente impactara en el conjunto de la sociedad en la configuración de una institucionalidad democrática alternativa. Su otra debilidad, según Alfaro, fue no advertir:

Los diversos procesos de integración [de los sectores populares] al sistema imperante, incluyendo el comunicativo; menos aún los cambios valóricos reales e imaginarios que dibujaban otros modelos de sociedad no consecuentes con los de la comunicación y la educación popular. La propia vida cotidiana y los sentidos comunes en constante producción y reproducción llevaban a otros sentidos, también coherentes con las propuestas hegemónicas del poder. (1999a, p. 5) [...]

El énfasis puesto en la lucha colectiva significó, en la práctica, una renuncia a la deliberación personal, a la legitimación del bien propio y al entretenimiento en sí, sin advertir la necesidad de un manejo estético alternativo donde el sólo encuentro del entretenimiento sea en sí profundamente liberador. (1999a, pp. 6, ss.)

La cultura como capital y recurso

La heterogeneidad de lo social en los años ochenta, en el marco de la recomposición neoconservadora a escala planetaria, empezará a permear las propuestas de comunicación, al "desestatizarlas", diversificarlas y, también, desconcertarlas.

La de los años ochenta será, para muchos, una década perdida en cuanto al trabajo académico e investigativo en comunicación. Sin embargo, fue en esta década que los procesos de comunicación comenzaron a ser concebidos como fenómenos complejos de construcción de hegemonía, en/con los que el individuo negocia permanentemente la propia construcción de la identidad, así como vías alternativas para la intelección de las relaciones entre el plano de lo objetivamente instituido y el plano de lo imaginario.

Más allá de lo académico, los ochenta fueron años de transformaciones decisivas, en lo que respecta al protagonismo de los movimientos sociales en la crítica a la concepción hegemónica del desarrollo. Los procesos económicos y sociales que en el último cuarto del siglo xx pusieron en crisis a las sociedades salariales de posguerra (centradas en la relación capital-trabajo asalariado) contribuyeron a la emergencia de nuevos y localizados sujetos históricos (nuevos actores y movimientos sociales), que, constituidos alrededor de la identidad, el género, la etnia, el medio ambiente y el territorio, aportaron nuevas perspectivas del desarrollo que privilegiaron sus dimensiones local-territorial, ecológica, humana y cultural, y criticaron las versiones hegemónicas y homogeneizadoras del desarrollo con los dichos y en los hechos.

La emergencia de estos actores en el contexto de la sociedad del conocimiento, de la expansión de la información, del fortalecimiento de las industrias culturales globalizadas con una infraestructura de producción y de consumo fenomenales, fueron posicionando lo cultural en una relación con la producción y la política completamente diferente a la de las décadas pasadas: la capacidad de procesar símbolos hoy es elemento directivo de la producción, y las luchas políticas son cada vez más una disputa por el modelo cultural de sociedad; es decir, por modelos de vida individual y colectivo, por modelos de modernidad (Garreton, 2003, pp. 20, ss.)

Ello hará que la cultura vaya cobrando otro significado y peso en la agenda, el discurso y los lineamientos para la acción de organizaciones e instituciones influyentes en la definición de las políticas estatales3, quienes, en sus planteamientos más recientes, esperan que el 'sector cultural' contribuya a la generación de riquezas y empleo, al "empoderamiento" de la ciudadanía, a la cohesión social y a la compensación o reparación de desigualdades socioeconómicas.

Investigadores como George Yúdice (2002) advierten sobre la actual instrumentalización económica y política de la cultura. Según Yúdice, la concepción de la cultura como recurso en el discurso del desarrollo cultural, absorbe y anula las distinciones, prevalecientes hasta ahora, entre la definición de alta cultura, su definición antropológica y su definición masiva. La alta cultura se torna en un recurso para el desarrollo urbano en el museo contemporáneo. Los rituales y las prácticas estéticas cotidianas (como canciones, cuentos populares, cocina, costumbres y otros símbolos) son movilizados también como recursos en el turismo y promoción de industrias que explotan el patrimonio cultural o en proyectos con fines sociales y políticos. Esta noción de cultura como recurso implica su gestión, un enfoque que no era característico ni de la alta cultura, ni de la cultura cotidiana, entendida en un sentido antropológico.

Para Yúdice, el hecho de que el discurso hegemónico del desarrollo recurra al concepto de capital cultural es parte de la historia del reconocimiento de los fallos en la inversión destinada al capital físico en la década de 1960, al capital humano en la década de 1980 y al capital social en la de 1990. Cada nuevo concepto de capital, dirá Yúdice, se concibió como una manera de mejorar algunos de los fracasos del desarrollo, según el marco anterior. Pero, como advertiría Jesús Martín-Barbero, este creciente interés por ver la cultura como dimensión fundamental del desarrollo continúa sin cuestionar la cultura del desarrollo:

Que sigue aún legitimando un desarrollo identificado con el crecimiento sin límites de la producción, que hace del crecimiento material la dimensión prioritaria del sistema social de vida y que convierte al mundo en un mero objeto de explotación encubriendo de este modo la dinámica radicalmente invasiva (en lo económico y en lo ecológico) de los modelos aún hegemônicos de desarrollo. (Citado en Rey, 2002, p. 3)

Símbolos culturales comunes

En los años noventa, las temáticas asociadas con la 'globalización' y las tecnologías digitales por un lado y, por el otro, con las 'identidades' microsociales, exigieron la ruptura (o provocaron el 'desvanecimiento') de casi todos los supuestos teórico-metodológicos, epistemológicos y, sobre todo, ideológicos, que habían sostenido la investigación de la comunicación en las décadas previas.

Algunos autores comenzaron a advertir sobre los riesgos de disolución de lo político y su reemplazo por una estética de lo popular, que ya no se preguntaba si los medios hacían avanzar o retroceder las luchas populares, sino cuál era la clave de su éxito entre los más pobres (Mata, 1995, pp. 97, ss.). A la par que la ritualización y espectacularización de la política se constituían en objeto de interés de las investigaciones en el campo, aparecieron las preocupaciones por las conexiones entre este malestar en la cultura y los procesos de representación y participación popular.

Sin dejar de lado la problematización de los medios de comunicación, reaparecieron con fuerza-en un contexto latinoamericano democrático, pero nunca antes tan desigual-las preocupaciones sobre la animación de las redes sociales y de los procesos organizativos del campo popular, como condiciones necesarias para la deliberación ciudadana y la demanda colectiva de políticas públicas significativas.

Lo anterior ubicó paulatinamente en el centro de la agenda la necesidad de generar símbolos culturales comunes que suscitaran reconocimientos, acercamientos, diálogos y consensos en torno a un proyecto que, a la vez que colectivo, fuera reconocido por todos los sujetos como propio.

Aparece aquí la idea ya no de una, sino de múltiples esferas públicas que surgen de espacios de confrontación, deliberación, concertación y gestión asociada, protagonizados por múltiples y diversos actores (los intelectuales, los comunicadores, los políticos, los artistas, los administradores públicos, los directivos y empresarios, los líderes de las organizaciones de la sociedad civil, entre otros), en los que resultan decisivas las industrias culturales que producen y distribuyen los bienes simbólicos que dan sentido colectivo a la sociedad actual, además de erigirse como poderosos actores del capital económico concentrado.

A la comunicación se le vincula, en este contexto, con la promoción del debate público, dentro de un modelo comunicacional que busca la creación y mantenimiento de redes de diálogo y producción simbólica que garanticen una democracia culturalmente vivida, es decir, asumida como valor y práctica. En este contexto, hace su aparición en escena la noción de ciudadanía comunicativa, problematizada, entre otros autores, por María Cristina Mata y definida como: "el reconocimiento de la capacidad de ser sujeto de derecho y demanda en el terreno de la comunicación pública, y el ejercicio de ese derecho" (2006, p. 13).

En el cruce entre comunicación y desarrollo aparecen en el nuevo milenio del escenario regional latinoamericano líneas de trabajo que insisten en: la producción amplia y concertada de la agenda pública; la organización de un debate plural que garantice escucha, respeto y consensos clave para el aprendizaje y el ejercicio democrático; la organización de relatos simbólicos que recuperen la experiencia ciudadana actual; la animación de la participación ciudadana; la demanda de calidad a los medios y la vigilancia ciudadana sobre ellos; y, más recientemente, la voz a los excluidos para su inclusión social (Alfaro, 2006, p. 152 ).

Ahora bien, es necesario aclarar que aunque el debate científico aparentemente había superado la concepción instrumental "medio céntrica" de la comunicación y el supuesto de un receptor pasivo, en las propuestas concretas de los programas y proyectos de desarrollo-hegemonizados por sus agencias e instituciones promotoras-esta visión prevalecía (y continúa hoy) de manera más o menos explícita. La comunicación es entendida como mera difusión de información, en el marco de un enfoque o diagnóstico social de tipo funcional; son frecuentes las alusiones a la "conectividad" y sus virtudes para la socialización de valores y normas, así como para favorecer la integración social (Waisbord, s. f., p. 5). Y todo ello en el marco de una concepción del desarrollo pensada, justamente, desde los principales centros del capitalismo desarrollado.

La visión del "posdesarrollo" llevada al campo de la comunicación y la cultura nos obliga, fundamentalmente, a superar la visión instrumental de la comunicación (como vehículo de contenidos culturales o medios de propagación cultural) y a entender: "lo que en la comunicación hay de creación y apropiación cultural en la que se juega de manera decisiva la suerte de lo público y la reconstrucción de la democracia" (Martín-Barbero, 2002, p. 212 ).

Desde nuestro lugar nos preguntamos, entonces, ¿ qué nuevo tipo de sociabilidades e instituciones de lo público debemos ayudar o de hecho estamos ayudando a construir? Aquí, el aporte fundamental de los comunicadores al desarrollo y la democratización de nuestras sociedades pasa, esencialmente, por un trabajo en la propia trama cultural y comunicativa de las prácticas políticas, lo que nos exige poner especial atención a "los ingredientes simbólicos e imaginarios presentes en los procesos de formación de poder" (Martín-Barbero, 2002, p. 212).

Ideas para una agenda de comunicación y posdesarrollo

Si acordamos que asistimos a un cambio de época, en el que surge un nuevo escenario político regional, caracterizado por la circulación de discursos antineoliberales y la creciente multiplicidad de prácticas contestatarias del más diverso cuño, acompañadas, a su vez, por la emergencia de gobiernos de izquierda y centroizquierda, y por una proliferación de diversas movilizaciones que demandan la desmercantilización de los bienes públicos y sociales (Svampa, 2008, p. 36), resulta por lo menos llamativo que los comunicadores y comunicadoras que venimos trabajando en el campo del desarrollo no hayamos recogido aún el "guante" del posdesarrollo.

Aunque nos consta que en el continente hoy somos muchos los investigadores y profesionales comunicadores insertos en organizaciones y movimientos sociales que abogamos por "otros mundos posibles", consideramos que esta experiencia aún no ha sido cristalizada-al menos en el ámbito académico argentino-en una "multipertenencia", que aboque por construir un modelo académico alternativo, capaz de cuestionar las prácticas de saber y hacer; de diversificar y multiplicar los centros y agentes de producción de conocimientos; finalmente, de valorizar las estrategias alternativas producidas por los movimientos sociales enmarcados en proyectos de desarrollo.

¿Cómo sería ese modelo académico alternativo capaz de recuperar las prácticas de saber hacer, las sensibilidades y los sentidos locales para vincularlos productivamente con procesos educativos y políticos que sustenten otros mundos posibles? Convocados por este interrogante, esbozamos algunos lineamientos que, aunque precarios y provisorios, pueden orientarnos en esa búsqueda:

  • El carácter anfibio y colectivo de la investigación. Aquí apostamos por conjugar las figuras del académico y del militante, para dar lugar a una figura "de carácter anfibio", de acuerdo con el planteamiento que realiza Maristella Svampa (2008, p. 31). Estamos pensando en un investigador cuya capacidad de habitar varios mundos redunde en una mayor comprensión y reflexividad sobre las diferentes realidades sociales y sobre sí mismo; cuya labor teórica y práctica esté orientada a coproducir los saberes y los modos de una sociabilidad alternativa, partiendo siempre de la potencia de los saberes subalternos.
    A diferencia de la investigación académica que conocemos, esta labor se gesta en el marco de colectivos autónomos de trabajo, en un vínculo positivo con "otros" conocimientos (dispersos, ocultos), que permiten la elaboración de nuevos saberes prácticos de "contrapoder". Se trata de una investigación que no produce conocimiento solo con la cabeza, sino, también, desde la emoción: "porque sin ella se formulan encuadres o marcos, pero no instrumentos facilitadores de diálogo comunicativo" (Villamayor, 2006, p. 10).
  • La deconstrucción de asunciones o representaciones hegemónicas. La creación de alternativas al orden dominante no se logra sin el cuestionamiento de los valores que lo sostienen, y estos últimos son naturalizados también por los propios grupos subalternos4. En consecuencia, resulta vital contar con una mirada crítica que cuestione las representaciones sociales compartidas por los discursos dominantes y alternativos del desarrollo. Como unidades de sentido, las representaciones sociales organizan la percepción e interpretación de la experiencia cotidiana de los sujetos, del mismo modo que una categoría analítica organiza la formulación teórica; condensan sentido, orientan la práctica y, como consecuencia, favorecen el establecimiento de ciertas relaciones en detrimento de otras.
    Así, "trabajo voluntario y sociedad civil", "sociedad civil y tercer sector", "organizaciones libres del pueblo y organizaciones de la sociedad civil", "opresión femenina y equidad", no son solo formas diferentes de nombrar lo mismo, sino que se configuran como organizadores de lo real, distribuyendo de manera desigual recursos de todo tipo, estableciendo agendas y prioridades. Pero como lo subalterno no equivale a alternativo, la tarea para conseguir "otro desarrollo" incluye una lucha simbólica (y, por ende, política), para lograr que representaciones distintas y más favorables combatan en el terreno de la hegemonía contra los sentidos que hoy construyen las grandes diferencias. Nos referimos a nociones como las de género, raza, nación, clase, cultura, y otras tantas categorías que contribuyen a perpetuar las desigualdades y la exclusión.
  • La interpelación a la enorme potencialidad de la cultura como instancia de construcción de vínculos y redes, y de fortalecimiento de la trama asociativa; como vehículo de expresión y articulación de demandas y propuestas subalternas; como fundamento y punto de partida para el diseño de procesos de desarrollo de capacidades individuales y colectivas; como núcleo central de la identidad y plataforma de ampliación del espacio público.
  • El necesario trabajo en las estructuras comunicacionales. La planificación pública de políticas comunicativas a escala nacional (pnc), y regional, es y debe ser prioritaria, por su potencia en la conformación de las imágenes colectivas. Si bien el trabajo comunitario es indispensable, se requieren, además, políticas y estrategias globales que trabajen en pos de la democratización de la comunicación desde una mirada subalterna, posdesarrollista.
    Recapitulando, podemos decir, junto con Jesús Martín-Barbero, que la comunicación pensada desde la cultura se vuelve "campo primordial de la batalla política" (2002, p. 222); exigiéndole a la política recuperar su dimensión simbólica, su capacidad de representar el vínculo entre las personas, su ligazón a un territorio y a un proyecto colectivo. En síntesis, conocimiento, creatividad estética y visión política para crear, recrear, sostener e incluso prefigurar "otros significados posibles" para "otros mundos posibles".

1.Según Aprea y Cabello (2004), esta perspectiva concibe la sociedad como una totalidad integrada por elementos que interactúan, se interrelacionan y son interdependientes. Cada cual hace su parte y todos aportan a un equilibrio dinámico que requiere en todo momento ajustes y reajustes. La tendencia del sistema es la integración y absorción de las disfunciones o desvíos. Por lo tanto, el progreso y el cambio, el desarrollo, son productos de la adaptación. En lo que se refiere a los medios de comunicación, estos confieren estatus y legitiman normas y valores de transmisión cultural y de entretenimiento. Son rescatados básicamente en relación con su capacidad para distribuir noticias esenciales para el desarrollo, favorecer los contactos culturales y el desarrollo cultural, procesos todos por medio de los cuales se garantiza una mayor integración y cohesión social, ampliando la base de normas comunes, experiencias, etc.
2.El documento conocido como "Informe MacBride" se llamó inicialmente "Voces múltiples, un solo mundo". Fue redactado por una Comisión presidida por el irlandés Sean MacBride, ganador del Premio Nobel de la Paz. El propósito del escrito fue analizar los problemas de la comunicación en el mundo y las sociedades modernas, particularmente en relación con la comunicación de masas y la prensa internacional, para, a partir de allí, aportar sugerencias para la construcción de un nuevo orden comunicacional capaz de resolver estos desequilibrios y promover la paz y el desarrollo de las naciones.
3.Un ejemplo de ello lo encontramos en el interés que en los años noventa manifestaron el Banco Mundial y el BID por el capital social, tanto desde la teoría como desde la práctica. Podemos definir al capital social como "la capacidad de una sociedad de producir concertaciones, generar redes, impulsar el trabajo voluntario, valores éticos orientados a la solidaridad, la cooperación y la equidad". Aunque otros autores lo circunscriben a "valores y conductas cívicas de solidaridad", lo que implica un reconocimiento del peso del mundo subjetivo en la construcción del desarrollo (Alfaro, 2006, pp. 47, ss.).
4.Nos referimos, por ejemplo, a los campesinos, los aborígenes y las mujeres, por mencionar algunos de los "grupos subalternos" existentes en nuestras sociedades.


Referencias

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