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Signo y Pensamiento

versão impressa ISSN 0120-4823

Signo pensam. vol.32 no.62 Bogotá jan./jun. 2013

 

Los escogidos

Patricia Nieto

Medellín: Sílaba,
2012, 110 pp.
ISBN: 978-958-57165-3-7

Ocurrió en una de las presentaciones del libro Los escogidos, en el ático de la casa republicana Barrientos, sede cultural de Comfenalco en Medellín, donde los asistentes a un taller de crónica escuchaban a Patricia Nieto narrar las historias de los muertos del agua, los que bajan flotando por el río Magdalena y que, piadosamente, recoge el sepulturero de Puerto Berrío para enterrar en el pabellón de los olvidados. Al escuchar su nombre, una de las asistentes, Estela Bedoya, pidió la palabra y entre lágrimas exclamó: "¡¡Yo sí decía, ése es Arnulfo, mi sepulturero adorado, el que guardó los restos de mi muchacho que me mataron allá los paramilitares, cuando iba en su moto llegando al Alto del Aguila!!". Que entre menos de quince personas reunidas estuviera la madre de una víctima, otra posible protagonista del libro, nos estremeció más que los rayos que retumbaban esa lluviosa tarde de abril.

Quizá ni siquiera fue casualidad, sino que a Patricia la escogen las víctimas para contarle sus historias. Así le ha pasado los últimos veinte años, en los que ha recogido, sin tregua, sus voces, sobre todo en los municipios antioqueños más azotados por la violencia, que ha recorrido en bus, una y otra vez siete veces para escribir esta historia de Puerto Berrío , entre náuseas por las curvas del camino y los relatos de las carnicerías que salían a su paso.

Lucy, una mujer que necesitaba un milagro para sacar su grado de enfermera en Medellín, fue su Ariadna en esta historia, donde al tirar del hilo, como de un anzuelo, salió el primer muerto. Lucy vio que en el pueblo vecino, Puerto Boyacá, le rezaban a las ánimas de los ene enes, y decidió implantar este culto en el cementerio de su pueblo. Tanto le rezó a su ánima, la de un guerrillero, que recibió el dinero que necesitaba. En agradecimiento, pintó su tumba de color berenjena y lleva trece años cumpliendo el ritual de los 'Lunes de Difuntos' en este cementerio, semejante a una carpa de circo por la variedad de colores con las que los devotos pintan y repintan las lápidas escogidas.

Como Lucy, una veintena de personajes entran y salen de escena en este libro, y valga la analogía, porque sus voces, sus gestos, sus silencios, sus ceremonias tienen un aire de tragedia griega, como de Antígona, una de las referencias literarias que se cuelan entre las líneas de la cronista y de su coro de vivos y de muertos; asimismo aparecen Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Thomas Lynch con El enterrador; El ahogado más hermoso del mundo, de García Márquez, entre otros clásicos relacionados con la muerte y el olvido, que dejan resonancias en el lector, como el tañir de la campana del animero llamando a rezar a las ánimas.

Pasan por la corriente de este relato los pescadores que se atienen a la prohibición de pescar los muertos del agua, existente desde hace más de sesenta años, cuando comenzaron a arrojar cadáveres a este y a todos los ríos del país; "no hay pepes en el río" es la consigna para seguir pescando. El jugador de fútbol fracasado que le llora a su NN Mujer, que le ha cobrado caro sus abandonos y también lo ha salvado de morir. El forense que durante diez años hizo todas las autopsias del cementerio y terminó bautizando a los NN para identificarlos cuando los familiares fueran a reclamar sus restos: Nelson Noel, Nevardo Nevada, Nancy Navarro, Narciso Nanclares..., como sacados de la Crónica de una muerte anunciada. El propietario de la funeraria San Judas, que reconoce haber sepultado 786 muertos del agua, a los cuales transportó en su limusina cobre. El animero, que les conversa y les reza a las ánimas, por voluntad propia y por encargo.

"El relato de los vivos que en puerto Berrío escogen una tumba de un NN para bautizarlo con su propio apellido y convertirlo en una deidad personal capaz de hacer milagros o vengarse con saña es, en manos de Patricia Nieto, un río caudaloso como el Magdalena", dice en el prólogo el cronista argentino Cristian Alarcón. Y a continuación, en un escaso centenar de páginas se suceden los capítulos cual actos dramáticos: I. Es un muerto del agua; II. Y hallaron dolientes, uno para cada uno; III. ¿Llamaste a tu mamá en el último minuto?, y IV. En la puerta de ese más allá.

En Los escogidos, la cronista se aferra a la primera persona como a un tronco para no hundirse en las aguas turbulentas de la memoria de los deudos. Su voz reflexiva reivindica al cronista que, antes que "cubrir", descubre los dramas olvidados de la guerra. Interroga a los vivos y a los muertos, observa, huele, palpa, juzga, divaga y masculla su dolor mientras magnifica con lenguaje poético lo sórdidamente triste y cotidiano del camposanto. No está allí para recoger declaraciones, como el reportero que hace un mandado, sino para encontrarle sentido a un ritual y de paso solidarizarse con quienes perdieron padres, hermanos, hijos, amigos, víctimas de victimarios innombrables.

Además de darle forma a estos fuegos fatuos, la cronista apela a los recursos propios del género, con recreación de escenas y de diálogos que solo proporciona la realidad más desquiciada, no la ficción; datos reveladores, contexto de país y hasta apuntes irónicos que dejan caer sus entrevistados, para quitarle hierro a tanto drama. Por no hablar de la gran paradoja que encierra esta historia, donde los vivos se empeñan en nombrar a los innombrables. Llama la atención su tendencia a clasificar las especies, los oficios, los rituales; así lo hace en uno de los capítulos finales, cuando la antropóloga reconstruye delicadamente el esqueleto de un joven, en presencia de su pequeño hijo y de su madre. Como en una lección de anatomía, va nombrando los huesos, reverencial y pausadamente, a medida que va rehaciendo la historia de Robinson Emilio Castrillón Carrasquilla, hasta que aparece armado en el mesón, cuan largo era, diez años atrás. Así, ya sin carnes, lo conoce la cronista y lo reconoce su madre.

Don Arnulfo, el sepulturero, le dijo a Estela Bedoya cuando fue por primera vez al cementerio de Puerto Berrío: "Tranquila, señora, no se preocupe que una familia ya lo adoptó". "Dos años y medio después, cuando fui a recoger los restos le pedí que me entregara huesito por huesito; él me dijo que tenía mucho que hacer, y yo le dije que no se preocupara, que le daba toda la plata que tenía en la billetera. Cada huesito lo estrechaba contra mi corazón, le daba un beso y lo colocaba en una cajita que había llevado".

Así terminó el relato de Estela Bedoya sobre su hijo César Ovidio Ospina, en aquella tertulia de la Casa Barrientos, y empezó una nueva historia para Patricia Nieto, que como cronista asumió la tenebrosa y humana labor de exhumar la memoria de las víctimas del conflicto armado. En Llanto del paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia (2009), Premio Nacional de Cultura de la Universidad de Antioquia, da testimonio de esa realidad a través de las víctimas invisibles, principalmente mujeres. Y desde el 2006 ha publicado tres antologías de los talleres realizados con desplazados, bajo el auspicio de la Alcaldía de Medellín: Jamás olvidaré tu nombre (2006), El cielo no me abandona (2007) y Dónde pisé aún crece la hierba (2010), libros que, dice ella, "duelen, arden y molestan". Pero obran milagros, como Milagros, nombre ficticio de una NN a la que la cronista invoca con una voz tan dulce que conmovería hasta las piedras. Hasta los asesinos, si leyeran.

Maryluz Vallejo Mejía
Doctora en Ciencias de la Información, Universidad de Navarra, España
Profesora titular, Departamento de Comunicación Facultad de Comunicación y Lenguaje
Pontificia Universidad Javeriana
Bogotá, Colombia