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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.27 no.54 Bogotá jan./jun. 2010

 

ANGUSTIA, RESPONSABILIDAD Y APORÍA. HACIA UNA ONTOLOGÍA DE LA HOSPITALIDAD*

ANGST, RESPONSIBILITY AND APORIA TOWARDS AN ONTOLOGY OF HOSPITALITY

Luis Fernando Cardona Suárez**

* Este artículo está asociado al grupo de investigación: Filosofía del Dolor, identificado con el código COL0049767 y clasificado por Colciencias en categoría D.

** Pontificia Universidad Javeriana.

Recibido: 10.04.10. Aprobado: 14.05.10


RESUMEN

Este artículo analiza las posibilidades de una ontología de la hospitalidad en un recorrido por las categorías de angustia, responsabilidad y aporía. En esta forma, se pretende afrontar nuestra radical finitud concretada en la muerte, mediante la necesaria incorporación de aquellas consideraciones existentivas y ónticas del morir que el intento heideggeriano había desplazado antes, por no ser originarias, al campo de lo irrelevante para la reflexión filosófica. Esta recuperación no quiere decir, de ningún modo, que la muerte y el morir hayan perdido su verdadero carácter misterioso y desconcertante, o que con ello se haya disuelto el carácter aporético de la afirmación de la existencia. Antes bien, la muerte es y seguirá siendo eso indeterminado y siempre presente, que en su inquietud perturba de manera extrema al pensar, como muy bellamente lo había señalado antes Schopenhauer: "la muerte es el verdadero genio inspirador o el Musageta de la filosofía".

Palabras claves: muerte, angustia, Heidegger, Levinas, responsabilidad ante el otro, Derrida, aporía, ontología, hospitalidad, Kant, metafísica.


ABSTRACT

This article discusses the possibilities of the ontology of hospitality running across the categories of angst, responsibility and aporia. In this way it seeks to address the radical finitude of our concrete death, incorporating the needed, existentive, and ontic considerations of dying, which the heideggerian previous attempt moved away as irrelevant, being not original ones to philosophical reflection. This recovery does not mean, absolutely not, that death and dying have lost their true character and perplexing mystery, or that they have dissolved the very nature of our aporetic existence. Rather, death is and will remain being such an indeterminate and always present concern, restlessness disturbing thought, as beautifully as Schopenhauer had said before: "death is the true inspirational genius or Musagetes of philosophy".

Key words: ontology, hospitality, angst, responsibility, existence, Heidegger.


Un rasgo característico del desarrollo de la filosofía moderna consiste en el desplazamiento del equilibrio metafísico entre lo infinito y lo finito. Como prueba de ello se puede señalar la empresa kantiana de realizar una crítica radical a toda metafísica dogmática. Como otro ejemplo de este desplazamiento se puede mencionar también a la filosofía de Hume, que acaba con las pretensiones absolutas de la supuesta legitimidad de la experiencia, que había impregnado antes el camino de la ciencia desde la tradición empírica hasta llegar a Berkeley. Ambos casos coinciden en el planteamiento del problema, pues señalan que la actividad espontánea del pensar tan sólo es cognoscible, si se puede mediar de un modo coherente con el fundamento de la experiencia, que la facultad receptiva provee para la percepción sensible.

En este sentido, podemos señalar ahora que la metafísica como cierta disposición natural del hombre, es decir, la que no depende dogmáticamente de prejuicios religiosos, puede llegar a ser ciencia, sólo si se pone en primer lugar la finitud antes que la infinitud. Con este paso se produce una verdadera revolución copernicana en la historia de la filosofía. Pero aún el problema que queda abierto es: ¿cómo, a partir de aquí, puede estabilizarse la metafísica como ciencia? A esta pregunta es posible darle múltiples respuestas. La diferencia fundamental entre sus posibles caminos depende de la distancia entre un pensamiento claramente escéptico y uno decididamente crítico. Mientras Hume, con su acostumbrada sutileza carente de compromiso ontológico, reclama atender a la metafísica natural para destruir la no natural y falseada, Kant en la introducción a la segunda edición de la Crítica de la razón pura piensa que la metafísica no es verdadera como ciencia, aunque sí lo sea como disposición natural1.

Contra Hume afirma Kant que

    la razón humana avanza inconteniblemente hacia esas cuestiones, sin que sea sólo la vanidad de saber mucho quien la mueve a hacerlo. La propia necesidad la impulsa hacia unas preguntas que no pueden ser respondidas ni mediante el uso empírico de la razón ni mediante los principios derivados de tal uso. Por esto, ha habido siempre en todos los hombres, así sea que su razón se extienda hasta la especulación, algún tipo de metafísica (irgendeine Metaphysik), y la seguirá habiendo en todo tiempo (Kant, 1983: B 21).

Para Kant resulta necesario entonces que la razón humana descargue a la metafísica dogmática, del entusiasmo especulativo que pierde de vista la experiencia. De esta manera no es extraordinario que Kant, a diferencia de Hume, tenga en cuenta una cierta metaphysica naturalis en el sentido más estricto de la tradición metafísica y que con ello quiera así explicar a Dios, a la libertad y a la inmortalidad del alma como las tareas inevitables de la razón pura, pues la metafísica es la única ciencia que "[...], con todos sus aprestos, tiene por único objetivo final el resolver" (1983: B 7) dichas tareas.

Pero, en este contexto de búsqueda del posible camino hacia una metafísica de la finitud, surge ahora el problema de saber si el movimiento de la ilustración decepciona en su núcleo fundamental a las necesidades metafísicas naturales de la razón, porque las deja incompletas, o si, más bien, esas presuntas necesidades han sido ya suprimidas como tales en la radicalización del proceder crítico. Por esto cabe ahora preguntar: ¿hay entonces necesidades metafísicas naturales, cuya imposible satisfacción produce un sentimiento de pérdida de sentido (horror vacui)? (Friedrich, 1991: 13). Si esto es así, ¿es posible entonces derrotar completamente dicho sentimiento a partir de una cierta experiencia estilizada de la ausencia, pero tematizada ahora por el ejercicio filosófico, mientras se explica la inmutabilidad de una verdad que debemos en todo momento soportar? ¿No resulta ya extraño que en esta actitud ilustrada se traslape un cierto pathos de derecho, como si se quisiera con ello compensar una firmeza imperturbable justamente en el avistamiento del dios ausente?

Pero si hoy ya no es convincente por más tiempo elevar la decepción metafísica a carencia de sentido, desesperación y vacío, aparece entonces la misma expresión metafísica de la finitud como un esfuerzo transparente que todavía podría hacer posible a la metafísica en el instante de su propia caída. Para examinar esta posibilidad, estudiaremos a continuación tres posibles caminos hacia la comprensión de nuestra finitud radical: la angustia, la responsabilidad y la aporía.

1. La angustia como disposición afectiva fundamental

Un posible acceso inmediato a los problemas de una metafísica de la finitud está en la lectura detenida del famoso análisis sobre la muerte que Heidegger expone en su libro Ser y tiempo de 1927. Este camino nos parece particularmente revelador porque indica, de manera acertada, que cualquier comprensión del ser tiene sus raíces en el Dasein esencialmente determinado como finito, que sólo entonces puede ser interpretado en un sentido originario, cuando su poder-ser completo, y esto es en última instancia su estar-vuelto-hacia-la-muerte (Sein zum Tode), sea tenido de manera expresa en la perspectiva general de su interpretación. De esta manera, la estructura del Dasein es descubierta aquí en su decisivo sentido temporal, ya que la comprensión fundamental de la duración limitada de la vida correspondiente al Dasein abre, antes que nada, las posibilidades de ser que le son propias como tales. Por esto, aquel que pierda de vista este límite, y con ello también la muerte, olvida no sólo lo inminente que hay en él, sino que pierde también la propia existencia, mientras se oriente a la costumbre del modo de pensar propio del uno (Man). Por tanto, quien pierda de vista la finitud, se pierde también de vista (Mulhall, 1996: 138).

Con esto se ha querido caracterizar el pathos peculiar que Heidegger gana para su comprensión del fenómeno de la muerte. Su distinción de la finitud del Dasein se puede entender como una cierta continuación y radicalización de la fundamentación de la metafísica puesta en obra por Kant2. En este sentido, podemos afirmar que el conocimiento trascendental no examina al ente mismo3, sino que establece la viabilidad de la comprensión del ser acontecido. Esta posibilidad concierne al traspaso (trascendencia) de la razón pura al ente. Por ello, la posibilidad misma de la ontología se ha hecho aquí problemática, es decir, se ha puesto en cuestión la probabilidad de filosofar de un modo trascendental, esto es, se ha tornado problemática la esencia de dicha trascendencia de la comprensión del ser. Al contrario de Kant, Heidegger amalgama de manera magistral lo trascendental con la trascendencia, pues la esencia finita del hombre se hace una con la trascendencia, es decir, tiene que estar abierta para el existente que nunca es él mismo. Así la tarea emprendida por Kant abre necesariamente las puertas al desarrollo de la tarea más propia de toda ontología, pues el camino que se desarrolla en la Crítica de la razón pura contiene el

    proyecto de la esencia interna total de la razón pura finita. La estructura esencial de la ontología sólo se hace visible al realizar la construcción de esta esencia. Y así revelada, determina, a la vez, la construcción de los fundamentos que le son necesarios. Este poner en libertad constructivo de la totalidad, que hace posible una ontología en su esencia, lleva a la metafísica a un terreno, a un suelo donde está enraizada como nostalgia de la naturaleza humana (Heidegger, 1986: 44).

Esto permite aclarar porqué la remisión a los objetos y a lo dado, que está en la esencia de la finitud, es una realidad radicalmente insuperable. De esta manera, la interpretación ontológica de la síntesis trascendental se hace posible, porque con la finitización de la comprensión del ser, la referencia a una cosa en sí, como algo que permanece allá distante del fenómeno, es rechazada como un claro sinsentido, pues los fenómenos son el ser mismo.

Heidegger comienza la segunda sección de la primera parte de Ser y tiempo con el análisis del concepto de muerte. En el primer capítulo de esta segunda sección se busca que la interpretación anterior del Dasein como cuidado (Sorge) sea llevada hacia la profundidad de una región originaria de la temporeidad (2003: § 46-53). Pero esta intención permanece todavía provisional en un doble sentido, pues, por un lado, permanece indiferente frente a la diferenciación entre el poder ser propio y el impropio; y, por otro lado, todavía no se ha orientado con seguridad a la totalidad del Dasein, ya que "si la existencia determinada del ser del Dasein y la esencia de la existencia está constituida por el poder-ser, entonces, mientras exista, el Dasein, pudiendo ser, tendrá siempre que no ser todavía algo" (2003: § 45, 233 [253]). Este problema de una cierta no disposición plena del ser del Dasein está adherido de manera estructural a su modo de ser, y permanece abierto en general hasta el final del primer capítulo de esta sección, pues el mismo Heidegger es consciente de la dificultad que aquí se asume, ya que "la situación hermenéutica no sólo no se ha asegurado hasta ahora el haber del ente entero, sino que cabe incluso preguntarse si este haber es si quiera alcanzable, y si una interpretación ontológica originaria del Dasein no tendrá que fracasar por el modo de ser del ente temático mismo" (2003: § 45, 233 [253]). Por esta razón, se pregunta por el poder ser entero del Dasein, pues, según Heidegger, mientras el fin pertenece al ser-no-todavía, a saber, la muerte, se percibe que toda la totalidad posible del Dasein está limitada y determinada.

Al comienzo de su análisis Heidegger describe una dificultad que enmarca su interpretación temporea del ser entero del Dasein. Esta dificultad se expresa del siguiente modo: ¿es en general posible comprender una totalidad del Dasein como Dasein? En la esencia del Dasein que se ocupa de sí mismo radica la posibilidad de tener que anticiparse de manera permanente, es decir, de proyectarse en todo momento hacia un futuro cada vez más próximo. Por consiguiente, el Dasein es como tal inacabado, incompleto. Pero la supresión, redención o completud de este futuro que todavía no ha irrumpido, va acompañada de su aniquilamiento. Esta es precisamente la paradoja que enmarca al modo finito de la temporización que hiere al ser del Dasein. Dicho de otro modo, el Dasein ya no está más ahí, si nada más tiene ante sí. Este no-ser-ahí-más abre al Dasein a algo que ya le estaba dado, la muerte. Tomando distancia de esta dificultad inicial, Heidegger retoma una vez más su haber previo hermenéutico que ha guiado su comprensión del modo de ser propio del Dasein, según el cual el estar vuelto hacia la muerte (Sein-zum-Tode) tiene que poder ser comprendido como un modo de ser del Dasein. Este es precisamente el camino que sigue Heidegger en su primer capítulo de esta sección.

Con este fin se dedica Heidegger, en primer lugar, a analizar la experiencia de la muerte de los otros (King, 2001: 146-157). Pero ¿con este rodeo se ha ganado una experiencia de la muerte y de su correspondiente concepto existencial? Sin embargo, en el ser-con-otros no se experimenta el estar llegando del difunto a su propio fin, sino tan sólo una pérdida para los que quedan. Por esta razón, el mismo Heidegger enfatiza que "lo que está en cuestión es el sentido ontológico del morir del que muere, como una posibilidad de ser de su ser, y no la forma de la coexistencia y del seguir existiendo del difunto con los que han quedado" (2003: § 47, 239 [260]). En este sentido, Heidegger comprende el modo de aproximarse a la apertura del fenómeno de la muerte de la mano del morir del otro, como un recurso inapropiado que opera con los falsos presupuestos de la opinión común, en particular con la opinión de que "un Dasein puede, a voluntad, ser sustituido por otro, de tal manera que lo que resulta inexperimentable en el propio Dasein se vuelva accesible en el ajeno" (2003: § 47, 239 [260]).

Por esta razón, Heidegger considera que la perspectiva que ofrece la muerte del otro es realmente un tema sucedáneo (Ersatzthema) que, en cuanto tal, obstaculiza el análisis ontológico de la conclusión e integridad propias del Dasein, pues se basa en un desconocimiento total del modo de ser del Dasein4. Ante la muerte, como Heidegger no olvida subrayar, es imposible una sustitución y, por consiguiente, también el intento de describir de una manera fenomenológica adecuada el ser entero del Dasein. De este modo se hace claro entonces que la muerte está constituida por el ser-cada-vez-mío (Jemeinigkeit) inicial con el que se ha caracterizado al Dasein5.

Las implicaciones de esta perspectiva fenomenológica para el análisis del fenómeno de la muerte Heidegger mismo las subraya de la siguiente manera: "Nadie puede tomarle al otro su morir. Bien podría alguien 'ir a la muerte por otro'. Sin embargo, esto siempre significa: sacrificarse por el otro 'en una causa determinada'. Semejante morir por [...] no puede empero significar jamás que de este modo le sea tomada al otro su muerte. El morir debe asumirlo cada Dasein por sí mismo. La muerte, en la medida en que ella 'es', es por esencia cada vez la mía" (2003: § 47, 240 [261]).

Antes de dirigirse hacia una caracterización más positiva del estar vuelto hacia la muerte, Heidegger insiste en una diferencia metodológica fundamental. Afirma que la interpretación ontológica de la muerte está conectada a toda afirmación óntica sobre ella. Con esto pone en su lugar a las habituales determinaciones biofísicas, pero también psicológicas, históricas, antropológicas o teológicas de los discursos corrientes sobre la muerte, pues en estas ciencias siempre se presupone un concepto de la muerte incuestionable. Para Heidegger esto significa que esas representaciones de la muerte se fundamentan en una problemática ontológica no descubierta todavía de manera clara.

No es correcto comprender al Dasein como un viviente y clasificarlo en el ámbito del mundo de los animales y de las plantas, ni es legítimo aspirar de manera óntica a continuar viviendo en el más allá según los presupuestos de una ontología de la muerte orientada de jure desde el simple más acá. En ambos casos el fenómeno del morir es realmente omitido y es remitido al mero perecer, definido de un modo biofísico o simple dejar de vivir (Ableben), que desconoce en todo momento "la manera de ser en la que el Dasein está vuelto hacia su muerte" (Heidegger, 2003: § 49, 247 [267]). Este primado metodológico de lo ontológico frente a lo óntico obedece a la figura fundamental que piensa —en su sentido trascendental— las condiciones de posibilidad con anticipación a lo empírico. Con la ayuda de este proceder la reducción a lo esencial se une a la actitud de moderación ante la completa toma de posición existentiva frente al fenómeno de la muerte.

La estructura existencial de la muerte alcanza así su plena mostración, cuando Heidegger explica los rasgos fundamentales del cuidado en el estar-vuelto-hacia-la-muerte, a saber, la existencia, facticidad y caída del Dasein6. Además, esto conduce a que sólo así "podrá alcanzarse en qué medida es posible en el Dasein mismo, conforme a su estructura de ser, una integridad lograda por medio del estar vuelto hacia el fin" (2003: § 50, 249 [270]). Esta integridad no está pensada ahora como algo que aún no esté-ahí, pues no es una especie de resto pendiente reducido a un mínimo, sino que debe ser asumida como una inminencia (Bevorstand) hacia la cual el propio Dasein puede y debe conducirse. Por ello, no podemos decir que la muerte no falta, ni que permanece como algo todavía pendiente, sino que tenemos que indicar ahora que ella está próxima al Dasein, y ciertamente que lo está en el modo particular de una imposibilidad posible, pues "la muerte es la posibilidad de la radical imposibilidad de existir. La muerte se revela así como la posibilidad más propia, irrespectiva e insuperable" (2003: § 50, 250 [271]).

En esta formulación paradójica se fija de manera clara el modo como Heidegger utiliza la potencia del pensamiento. Es imposible la posibilidad de ser que radica en el morir propio, porque ella reside en el poder-no-existir-más. Esta posibilidad más extrema vuelca al Dasein en sí mismo, ya que es existencialmente próxima a él, de modo que él es inevitablemente devuelto hacia sí mismo, pues el propio Dasein es remitido aquí a su poder-ser más inherente. Por ello, la muerte se presenta como la posibilidad más propia, irrespectiva e insuperable, en tanto que "siendo de esta manera inminente para sí, quedan desatados en él todos los respectos a otro Dasein'" (2003: § 50, 250 [271]). En el estar-vuelto-hacia-la-muerte se concretizan entonces de un modo originario el significado de la existencia y de la facticidad, porque el Dasein está arrojado al mundo, y con ello también al tiempo, y de este modo está puesto a disposición de su propia finitud (McDonald: 1997, 165).

Con esta diferencia metodológica Heidegger busca acabar, de un modo implícito, con el conocimiento preontológico que de ningún modo está dependiendo de una pura orientación hacia la muerte, pues realmente huye de ella. En este sentido, la determinación ontológica del Dasein se revela en la angustia, que de manera implícita expone al Dasein a su estar-vuelto-hacia-el-fin como disposición afectiva (Befindlichkeit) fundamental. En ella se encuentra, en el modo de la propiedad, el modo de ser de la existencia que se manifiesta como inevitable para sí misma, esto es, el carácter apropiador del puro ser-ahí que antes había sido evocado de múltiples maneras7. Sin embargo, se presentan aquí, según Heidegger, diferentes posibilidades existentivas, tal como puede el Dasein humano acogerse en el estar vuelto hacia la muerte, estructurado de modo existencial. Ante todo, y en la mayoría de los casos, el Dasein huye ante la certeza de la muerte que habita internamente en él, pues evita la desazón, ya que en el estar en medio de... "se acusa la huida fuera de lo desazonante, es decir, ahora, la huida frente al más propio estar vuelto hacia la muerte" (2003: § 50, 252 [272]). De esta manera, Heidegger afirma que si bien el Dasein muere fácticamente en tanto que existe, esta situación se encuentra captada en la cotidianidad en el modo habitual del declinar. Por tanto, hay de un modo cooriginario una vida de acuerdo con el Dasein y, correlativamente con ello, un morir que no se reduce a un tiempo próximo al fin de la vida, sino que está puesto en todo momento y a lo largo de la vida misma.

A decir verdad, el estar vuelto hacia la muerte ofrece, según Heidegger, la posibilidad existencial para un ser existentivo de la integridad del Dasein, aun cuando este ser deba estar legitimado, ante todo en la cotidianidad, en forma impropia. Por esta razón, se procede entonces al encuentro de lo público y de su habladuría (Gerede), para descargar al Dasein de su poder ser más propio, mientras se mira a la muerte como un caso de muerte indeterminado que acontece desde afuera, pues no ocurre para uno mismo y sólo afecta a los otros. En este sentido, "la interpretación pública del Dasein dice: 'uno se muere', porque así cualquiera, y también uno mismo, puede persuadirse de que cada vez, no sólo yo precisamente, ya que este uno no es nadie. El 'morir' es nivelado a la condición de un incidente que ciertamente hiere al Dasein, pero que no pertenece propiamente a nadie" (2003: § 51, 253 [273]).

Sin lugar a dudas, éste es el caso más extremo de la ambigüedad que caracteriza al modo de hablar del uno (habladuría). Así, el morir injustificable cada vez mío se convierte de esta manera en un acontecimiento público. El Dasein particular está bajo el abrigo de la solicitud del uno: "El uno procura de esta manera una permanente tranquilización respecto de la muerte" (Heidegger, 2003: § 51, 253 [274]); y, en general, la conducta universal se ajusta a esta tranquilización ofrecida en todo momento por la comprensión que el uno expresa en su modo peculiar de hablar. La ventaja del uno, que representa categorías compactas de convenciones de una universalidad estancada, acepta las obligaciones particulares del Dasein para ser libre, mientras ellas puedan invertir la angustia ante la muerte en el miedo, anteriormente señalado como medroso, como si se tratase de un acontecimiento que irrumpe de manera intempestiva.

Por esta razón,

    el uno no tolera el coraje para la angustia ante la muerte. El predominio del estado interpretativo público del uno ya ha decidido también acerca de la disposición afectiva que debe determinar la actitud ante la muerte. En la angustia ante la muerte el Dasein es llevado ante sí mismo como estando entregado a la posibilidad insuperable. El uno procura convertir esta angustia en miedo ante la llegada de un acontecimiento (Heidegger, 2003: § 51, 254 [274]).

Por consiguiente, el Dasein se distancia de sí mismo en la caída como miedo a la muerte o la deja a un lado, mientras que la angustia pone al Dasein ante sí mismo y lo entrega propiamente a su posibilidad insuperable más propia. En efecto, en este permanente dejar a un lado se atestigua la resolución de la existencia cotidiana por el estar vuelto hacia la muerte, aunque esta forma de ser no se tenga en mente de manera expresa, pues "también en la cotidianidad media, el Dasein se mueve constantemente en este poder-ser más propio, irrespectivo e insuperable, aunque sólo sea en la modalidad que consiste en procurarse una impasible indiferencia frente a la más extrema posibilidad de su existencia" (Heidegger, 2003: § 51, 255 [274-275]). En este punto es necesario tener presente que Heidegger tematiza de un modo particular la temprana aceptación corriente, proveniente de la sociología y la historia, del repliegue de la muerte en nuestra sociedad contemporánea. Esta tematización la hace en el parágrafo 49 de Ser y tiempo, cuando busca precisamente diferenciar el análisis existencial de la muerte frente a otras posibles interpretaciones de este fenómeno. Para nuestro filósofo la pérdida del sentido, unido a la muerte, aparece como un fenómeno social de la impropiedad, que no se debe sólo a aquel particular desarrollo cultural; lo cual no quiere decir que dicho fenómeno tenga un fundamento propiamente ontológico. Esto se muestra en el incesante esfuerzo del poder ser sí mismo que caracteriza a lo individual. En este sentido, su llamado al "coraje para la angustia ante la muerte" (2003: § 51, 254 [274]) expresa una reacción que busca conservar el sentido y el valor de la muerte en contra de su decadencia en el espíritu del tiempo.

Es preciso tener presente que la individualización contemporánea del morir necesariamente lleva al problema del sentido, porque un sentido asegurado de manera colectiva, como ocurre aún en el contexto de la religión, no deja ya más apropiarse de forma existentiva el sentido de la muerte, aunque sea un acontecimiento cada vez mío. Por esto podemos decir entonces que la diferenciación de la sociedad, unida de un modo funcional a la secularización, ha equipado al hombre contemporáneo de nuevas y crecientes atenciones, de aprovisionamientos permanentes y organizaciones de comportamientos, para atender al que muere, de modo tal que el morir normalizado —nunca realmente normal— no puede ser reducido a un modelo uniforme, a saber, la magnificencia del uno, tal como el mismo Heidegger intenta mostrar en su análisis del fenómeno de la muerte.

En un paso siguiente, Heidegger inicia su análisis sobre la certeza de la muerte, que como rasgo adicional, al lado de la irrespectividad, de la autopertinencia y de la insuperabilidad, caracteriza a la posibilidad de ser consagrada al Dasein. En efecto, el cotidiano tener por verdadero de la muerte saber que ella vendrá, pero este saber no sabe nada de su verdadero carácter: "Se dice: es cierto que 'la' muerte vendrá. Se lo dice, pero el uno no advierte que para poder estar cierto de la muerte, el Dasein propio necesita, él mismo, estar cada vez cierto de su poder-ser más propio e irrespectivo" (2003: § 52, 257 [277]). En este sentido, podemos decir que esta certeza permanece inadecuada y que, propiamente, mantiene oculta a la muerte, porque ella no descubre el fundamento de su reconocimiento en la certeza del Dasein, es decir, en el estar seguro del poder-ser del Dasein más propio e irrespectivo. Por tanto, "la cotidianidad cadente del Dasein conoce la certeza de la muerte, y aún así esquiva el estar cierto. Pero este esquivamiento atestigua fenoménicamente, desde aquello mismo que él esquiva, que la muerte debe ser comprendida como la posibilidad más propia, irrespectiva, insuperable y cierta" (2003: § 52, 258 [277-278]). Con este pero la certeza propia es desplazada, es decir, se escamotea la certeza de que la muerte es posible en cada instante.

De este modo, la indeterminación temporal característica de la muerte se desplaza en la opinión cotidiana a algo incierto, a un momento posterior y vagamente determinado en un futuro igualmente incierto. Heidegger caracteriza a este esquivamiento cotidiano y cadente como "un impropio estar vuelto hacia la muerte" (2003: § 52, 259 [279]), pues propiamente el Dasein muere de manera permanente estando vuelto hacia su muerte. Es entonces digno de atención que el morir se abre con esto al cumplimiento propio de la vida del Dasein, que necesariamente se debe suponer, mientras el enredarse en el cotidiano estar junto a otros y en la ocupación, esto es, en el mundo social de la vida, dicho cumplimiento es desatado en un puro acto de indiferencia heroica. Pero este llamado de la escucha del Dasein a ser sí mismo se desplaza desde lo inferior o a partir de regiones comunes. Por esta razón, Heidegger enfatiza que el Dasein puede apoyarse en un estar propio vuelto hacia la muerte, cuando aprehende y comprende de manera propia su posibilidad más extrema. Si para el análisis del estar vuelto hacia el fin se busca poner de relieve el ser entero del Dasein, se muestra ahora entonces que el todavía-no (Noch-nicht) perteneciente al Dasein como un fin inminente es propiamente una nada que fragmenta la unidad del Dasein, o que como punto final, radicado en cualquier sitio posible en el futuro, abre la totalidad a un factum que todavía falta de una historia de la vida cerrada, y que, por esta razón, puede ser interpretado con éxito o también malinterpretado. Dicho en otras palabras, es necesario tener presente, como el mismo Heidegger lo dice, que el adelantarse hacia la muerte, que se determina en el fin inminente, posibilita, en primer lugar, el poder-ser entero del Dasein.

Esto sucede así porque en el estar propio vuelto hacia la muerte, el Dasein se dirige a su posibilidad más propia y extrema, sin esquivarla o malinterpretarla ocultándola. No se trata entonces de realizar esta posibilidad, es decir, de simplemente dejar de vivir o de permanecer de manera meditativa ante ella, pues "el ocupado afanarse por algo posible tiende a acabar con la posibilidad de lo posible, poniéndolo a nuestra disposición" (Heidegger, 2003: § 53, 261 [280]). En efecto, la meditación sobre el fin es mitigada por medio de un simple querer poner a disposición esta posibilidad en cuanto posible. Esta consideración temático-teorética lo que realmente busca es la mera cuantificación de esta posibilidad determinando su modo y momento. Al contrario, el dirigirse propio a la muerte debe ser "comprendido[a] en toda su fuerza como posibilidad, interpretado[a] como posibilidad y, en el comportamiento hacia ella, sobrellevado[a] como posibilidad" (Heidegger, 2003: § 53 261 [281]).

Heidegger caracteriza este sobrellevar de lo posible como un puro esperar (Erwarten) que se refiere a lo posible como tal y que prescinde completamente del irrumpir real de lo esperado. Pero la aproximación a lo posible no apunta a su realización, sino tan sólo a la mera ampliación de lo posible. Heidegger por ello caracteriza a esta retención del acontecimiento del adelantarse a la posibilidad, de la siguiente manera:

    este acercamiento no tiende a hacer disponible algo real ocupándose de ello, sino que en el acercarse comprensor la posibilidad de lo posible no hace más que acrecentarse. La máxima proximidad del estar vuelto hacia la muerte en cuanto posibilidad es la máxima lejanía respecto de lo real. Cuanto más desveladamente se comprenda esta posibilidad, tanto más libremente penetra el comprender en la posibilidad en cuanto posibilidad de la imposibilidad de la existencia en general (2003: § 53, 262 [282]).

Por esta razón, podemos decir ahora que dado que la muerte se da ciertamente como una imposibilidad del Dasein, la posibilidad no puede llegar a ser nunca realidad. Así, esta posibilidad permanece puramente en sí, esto es, en el modo propiamente temporal de un no-presente.

Para terminar su análisis del fenómeno de la muerte, Heidegger agrupa en cinco puntos las características de la estructura ontológica concreta del adelantarse a la muerte como posibilidad existencial de un estar existentivo propio vuelto hacia la muerte. Primero, la muerte está determinada como la posibilidad más propia del Dasein, de modo tal que pueda proyectarse a su poder-ser propio y abrirse a él. Además, esto muestra que el Dasein está sustraído en lo esencial al uno y que, al mismo tiempo, jamás puede sustraerse de éste. Pero con ello se indica también que el Dasein se ha perdido siempre de manera fáctica ya en su cotidianidad. Segundo, la muerte es irrespectiva respecto a otro Dasein y sólo es aceptable por el Dasein mismo singular, ya que ella está unida de manera estructural a él. Así, en este aislamiento se hace visible que "la irrespectividad de la muerte, comprendida en el adelantarse, singulariza al Dasein aislándolo en sí mismo. Este aislamiento es un modo como el Ahí se abre para la existencia. El aislamiento pone de manifiesto el fracaso de todo estar en medio de lo que nos ocupa y de todo coestar con otros cuando se trata del poder-ser más propio" (2003: § 53. 263 [283]).

Tercero, la muerte es inminente en un modo insuperable, ya que el Dasein está confrontado con ella para tener que abandonarse a sí mismo. En este sentido, podemos decir que en el adelantarse hacia la muerte el Dasein se hace en general, en primer lugar, libre "para las posibilidades más propias, determinadas desde el fin, es decir, comprendidas como finitas" (Heidegger, 2003: § 53, 264 [283]). En el horizonte de esta insuperabilidad de la muerte se trazan entonces los contornos de una totalidad del Dasein que hace cognoscible y elegible las posibilidades propias de la existencia fáctica, y con ello se puede comprender también las posibilidades de ser de los otros Dasein como posibilidades que no son las propias, sin remitir directamente a sí mismo el poder-ser del otro. Esto sucede así, porque

    en tanto que posibilidad irrespectiva, la muerte aisla, pero sólo para hacer, en su condición de insuperable, que el Dasein pueda comprender, como coestar, el poder-ser de los otros. Puesto que el adelantarse hasta la posibilidad insuperable abre también todas las posibilidades que le están antepuestas, se encuentra en él la posibilidad de una anticipación existentiva del Dasein entero, es decir, la posibilidad de existir como poder-estar-enterd" (Heidegger, 2003: § 53, 264 [283-284]).

Cuarto, la muerte es ontológicamente cierta, pero no como una evidencia de un hecho inmediato de una vivencia para una conciencia, sino en el sentido de una aperturidad relativa al Dasein, que en el adelantarse el Dasein se asegura de su ser sí mismo, esto es, de su totalidad insuperable, pues "no revindica tan sólo un determinado comportamiento del Dasein, sino que atañe a éste en la plena propiedad de su existencia" (Heidegger, 2003: § 53, 265 [284]). Quinto, la muerte es indeterminada, es decir, se trata de una amenaza que en todo momento se escapa al Ahí (Da) del Dasein y que, sin embargo, él tiene que soportar en todo momento. A diferencia del miedo, la angustia mantiene abierta la amenaza, pues "estando en ella, el Dasein se encuentra ante la nada de la posible imposibilidad de su existencia" (Heidegger, 2003: 266 [285]). De esta manera se abre el Dasein a su posibilidad más extrema y a su poder-ser más propio.

Para terminar el capítulo, que condensa este proyecto existencial del estar vuelto hacia la muerte, Heidegger resume sus características del siguiente modo: "el adelantarse le revela al Dasein su pérdida en el 'uno mismo' y lo conduce ante la posibilidad de ser sí mismo sin el apoyo primario de la solicitud ocupada, y de serlo en una libertad apasionada, libre de las ilusiones del uno, libertad fáctica, cierta de sí misma y acosada por la angustia: la libertad para la muerte" (Heidegger, 2003: § 53, 266 [285]). Como se puede ver, Heidegger asume aquí, con su lenguaje característico, aquel vínculo estructural entre la plena determinación de la totalidad del ser y la afirmación concreta de la libertad, vínculo que ya antes había sido insinuado también por la filosofía clásica alemana como el lugar por excelencia del despliegue de toda auténtica metafísica8.

2. La responsabilidad por la muerte del otro

A continuación examinaremos de manera crítica la reflexión heideggeriana sobre la muerte en Ser y tiempo a partir de las siguientes consideraciones temáticas y metodológicas que afectan al proyecto en su conjunto, que es hacer un análisis existencial del fenómeno integral de la muerte9. Teniendo en cuenta esta meta general queremos, en primer lugar, retomar una vez más el sentido de la diferencia metodológica con la cual Heidegger separa lo óntico de las afirmaciones ontológicas sobre la muerte. Según lo expresado por él en el parágrafo 49 de Ser y tiempo, los trabajos históricos y antropológicos, los discursos psicológicos o teológicos, así como los supuestos naturalistas que atañen al morir y a la muerte, presuponen una serie de preconceptos asumidos como autoevidentes, que sólo pueden ser examinados adecuadamente en el marco de un análisis ontológico más amplio. También es necesario tener presente que, para Heidegger, la estructura ontológica de la muerte está asumida en nuestra cotidianidad, en primer lugar y en la mayoría de las veces, de un modo impropio; no obstante, esto no quiere decir que dicha estructura no pueda apropiársela de una manera más propia y originaria. Por consiguiente, podemos afirmar que hay una constitución existencial fijada al ser del Dasein del estar vuelto hacia la muerte, que posibilita tanto una forma propia como también una impropia de la ejecución existentiva del estar entero del Dasein. Pero es problemático aquí que dichas estructuras ontológicas y las formas de la existencia propia, se aseguren mutuamente de manera circular y que, por tanto, se traspase de forma invisible los límites establecidos entre lo óntico y lo ontológico, es decir, se penetre lo empírico en lo trascendental.

Esta situación paradójica se hace clara cuando los rasgos fundamentales del estar vuelto hacia la muerte, a saber, la caída, la irrespectividad, la completud del ser sí mismo, así como la propia angustia, son puestas bajo un ejercicio de sospecha radical. En este contexto, podemos considerar como dudoso que el ser entero, tal como Heidegger lo acepta como evidente, pueda valer como determinación ontológica originaria, pues parece que proviene, más bien, de una opinión común, esto es, de la representación biográfica de una vida identificable que se desplaza en el fin hacia un fin. Pero si esto es así, resultan también problemáticas las otras determinaciones de la propia existencia, por ejemplo, la distinción de la angustia como disposición afectiva fundamental, y relacionado con ello la renuncia a la consideración expresa de la perspectiva de la muerte de los otros, así como el salto desde la caída, determinada de un modo impropio en la red social de la vida. Esto es algo que Levinas ha indicado ya de manera precisa, pues, para él, "en el tiempo cotidiano, la unidad del yo aparece cuando transcurre el tiempo de cada vida; el Dasein no es total más que en su necrología, tal como finalmente lo transforma en sí mismo la eternidad. La totalidad se complementaría en el mismo momento en que la persona deja de ser persona" (1998: 43).

Recordemos que Heidegger comienza su análisis del fenómeno de la muerte indicando la necesidad del poder-estar entero, como tema nuclear para hablar de la muerte, y, a continuación, llama la atención sobre el hecho de que hasta ahora la integridad del Dasein ha permanecido ausente (2003: § 49, 236 [257]). Por esto, hay algo todavía siempre pendiente que el Dasein tiene ante sí; pero este tener-ante-sí no puede ser pensado de manera lógica u objetual. Sin embargo, Heidegger insiste en la carencia de la no-completud, mientras busca remediar este hecho apelando a la estructura inherente al Dasein; esta insistencia la hace invocando la temporeidad que se extiende desde el presente, o también desde el comienzo, hasta el fin10. Así, el espacio del tiempo se concreta a la vez en las formas de posibilidades finitas que cada Dasein tiene que captar como suyas.

En la muerte se resuelve la aperturidad, mientras su sentido se busca a partir de la dispersión y, con ello, es proyectado hacia las posibilidades que están previamente dadas de un modo concreto al Dasein como una injustificable aceptación propia. Con esto, el poder-ser-entero posibilita la existencia propia en el proceso hasta ahora indicado, esto es, en el paso al replegarse en el aislamiento esencial a partir de la tendencia a caer constitutiva del uno y al encontrar, con ello, su finitud en una actitud abierta completamente angustiada, mientras lo inevitable está legitimado en este paso como una condición de posibilidad de la autenticidad.

Por esta razón, Adorno ha indicado acertadamente que "la muerte deviene en el sustituto de Dios" (1998: 506). En Heidegger la muerte, como una especie renovada de un Deus absconditus, domina la determinación ontológica del Dasein. Así, como un nuevo peso de la existencia la muerte forma el punto de convergencia entre las estructuras existenciales y las de la existencia estética. No en vano Heidegger ya había hablado también de una cierta metafísica del Dasein finito11. En este sentido, podemos decir ahora que las estructuras de ser son idénticas con los existenciales que se afirman desde el ser que está vuelto hacia la muerte. Esto implica que el desprendimiento de los fenómenos cotidianos de la caída esté unido entonces a la ejecución propia de esta muerte, que se anticipa ya en la angustia y que resulta de la absoluta autopertinencia, injustificabilidad e insuperabilidad de la muerte misma, en tanto es el fenómeno fundamental que hiere al Dasein mismo en su absoluta soledad finita. En este punto se inserta la crítica que hace Levinas al análisis existencial del fenómeno de la muerte en sus lecciones La muerte y el tiempo, impartidas en la Universidad de la Sorbona durante el año académico 1975-1976. En estas lecciones Levinas rechaza, de manera enfática, pensar la muerte a partir de ese Dasein que cada uno considera como mío, y privilegia, más bien, la pertinencia filosófica de la consideración de este fenómeno en y a partir de la perspectiva de la muerte del otro, que precisamente Heidegger había considerado antes como improcedente.

Para emprender su crítica, Levinas precisa la posición de Heidegger ante la muerte de la siguiente manera:

    Para Heidegger, la muerte significa mi muerte en el sentido de mi anonadamiento. Para él, el estudio de la relación entre la muerte y el tiempo tiene su origen en el esfuerzo por garantizar que, en la analítica del Dasein, donde se pone en tela de juicio al ser, el estar-allí se capta y se inscribe en su autenticidad o en su integridad. La muerte señala, para empezar, la terminación del estar-allí, pero, gracias a ella, ese estar-allí, o el hombre que, como ente, constituye el acontecimiento de ese estar-allí, es la totalidad de lo que es, o está propiamente allí (1998: 64-65).

Teniendo en cuenta incluso que para Heidegger la consideración de la muerte se circunscribe en el contexto más amplio de la pregunta por el ser, Levinas, buscando tomar una distancia crítica frente a la analítica existencial de Ser y tiempo, bosqueja el rumbo de su reflexión a partir de una serie de preguntas que considera desarrollan una cuestión más radical que la expresada por el propio Heidegger:

    ¿Acaso todo lo que se cuestiona en el hombre se reduce a la pregunta: qué es ser? O acaso, ¿hay, detrás de esta pregunta, otra más enjuiciadora, de manera que la muerte, pese a su certeza, no se reduciría a la pregunta ni a la alternancia entre ser y no ser? ¿La muerte equivale únicamente a tramar el nudo de la intriga del ser? ¿No se posee su sentido en la muerte de los otros, para tener significado en un acontecimiento que no se limita a su ser? En este ser que somos, ¿no se producen cosas en las que nuestro ser no cuenta en primer lugar? Y, si la humanidad no se agota al servicio del ser, ¿no se alza mi responsabilidad por los demás (en su énfasis: mi responsabilidad por la muerte de los demás, mi responsabilidad como superviviente) detrás de la pregunta: qué es ser?, ¿detrás de la angustia ante mi muerte? (1998: 73-74).

Como se puede ver, esta serie de preguntas implica necesariamente un cambio de perspectiva en la consideración de la existencia humana en su relación con la muerte.

Para Levinas, se trata aquí de una cuestión radical, ya que ella concierne a las afirmaciones esenciales que configuran el proyecto ontológico de Ser y tiempo. Pero la posible repuesta a esta cuestión radical es muy clara. El sentido total de la muerte solamente se puede apreciar, según Levinas, cuando ella se asume como responsabilidad por el otro: "La muerte que supone el final no podría medir todo su alcance sino convirtiéndose en responsabilidad hacia el prójimo, por la cual, en realidad, nos hacemos nosotros mismos: nos construimos a través de esa responsabilidad intransferible, no delegable. Soy responsable de la muerte del otro hasta el punto de incluirme en la muerte" (Levinas, 1998: 56-57). Por consiguiente, la muerte del otro es siempre

    la primera muerte", en la cual, más allá del mismo Heidegger, esto es, más allá de la ontología, se puede encontrar otro comienzo del tiempo, a saber, una cierta relación con lo infinito que sobrepasa la posesión del sí mismo indicada en el Dasein y en el estar vuelto hacia la muerte. Esto requiere entonces sobreponerse a la ontología que busca una experiencia de la muerte y para la cual "el final de la muerte se confirma como nada, sin que ningún otro elemento del otro lado de la nada penetre en la manera de actuar la nada de la muerte sobre el Dasein (Levinas, 1998: 57).

Este sobrepaso de la ontología se cumple, según Levinas, en la ética, es decir, en la praxis histórica humana12.

Por esta razón, no sorprende que Levinas, buscando un posicionamiento en la historia de la filosofía que ha sido ampliamente marcada por el monopolio de la historia del ser, ahora encuentre un punto de apoyo decisivo, precisamente, en Kant, contraponiendo a las lecturas de Heidegger de la Crítica de la razón pura su comprensión del horizonte de la pregunta metafísica a partir de la razón práctica. Esto es lo que da la esperanza de que, al lado del acceso teórico al ser, pueda ser posible aún un acceso "a un significado en el que el más allá de la muerte no puede imaginarse como una prolongación del tiempo anterior a la muerte después de ella, sino que posee sus motivaciones propias" (Levinas, 1998: 76). Este significado no se deja entonces limitar al ser y está indicado en la filosofía práctica de Kant. Por ello, Levinas afirma de manera enfática que "la filosofía práctica de Kant demuestra que la reducción heideggeriana no es obligatoria. Que, en la historia de la filosofía, puede existir una significación distinta a la finitud" (1998: 77).

Levinas continúa el pensamiento de la esperanza más allá de lo sugerido por el propio Kant, vinculándolo a la filosofía de la esperanza desarrollada por Ernst Bloch. Así la diacronía del tiempo se debe a que la unidad del sí mismo está adherida a un desgarro (Riss), en el cual la trascendencia se realiza en la forma de una relación para con lo otro. Distanciándose del motivo empirista del tiempo como un simple fluir, pues el tiempo es algo completamente distinto del mero fluir de los contenidos de la conciencia; Levinas concibe el tiempo como el giro del sí mismo hacia los otros, donde "el impulso hacia el futuro es una relación con la utopía, no el avance hacia un final de la historia predeterminado en el oscuro presente. El tiempo es pura esperanza. Es incluso el lugar de origen de la esperanza" (1998: 116).

Con esto la duración del tiempo gana un sentido religioso auténtico, esto es, el sentido del remontarse hacia lo infinito; este sentido es precisamente el trabajo de la esperanza, la praxis, pues "el tiempo como esperanza de la utopía, ya no es el tiempo pensado a partir de la muerte" (Levinas, 1998: 118-119). Esta esperanza hace posible la patria (Heimat), es decir, la estancia propia del hombre que escapa al hundirse en la angustia ante la nada de la muerte. A decir verdad, Levinas se dirige de manera diáfana contra la lógica de la subjetividad que ve en obra en Ser y tiempo, pues considera que en el análisis heideggeriano de la muerte lo más sobresaliente es la reducción de ésta al estar vuelto hacia la muerte, asumido únicamente a partir de la estructura del Dasein, esto es, su constante referencia —en un sentido siempre originario— a la subjetividad, a la verdadera referencia al ser, según Heidegger, que deja a un lado el rostro del otro por no ser auténtico.

Pero en comparación con el aliento heideggeriano que da, inicialmente, a la ontología bajo la búsqueda de una ontología fundamental renovada, Levinas continúa el pensamiento del Ereignis desarrollado ampliamente por el Heidegger posterior a Ser y tiempo, pues quiere así evitar que su reflexión en torno a lo supremo gire en el modo contemplativo propio de la tradición filosófica clásica, y, por ello, busca sustituir el ansia de lo infinito por la radicalidad de lo finito. Para Levinas esto significa que para descubrir el significado de esta duración se debe buscar esto infinito. De este modo, puede acontecer que el tiempo estremezca a la conciencia en el modo de un estar perplejo, más pasivo que toda pasividad, que es, sin embargo, soportado de manera paciente, "porque lo esperado es demasiado grande para la espera" (1998: 84). Se trata entonces de una espera de naturaleza especial, que no se deja reducir a la simple expectativa de algo que aún no se ha dado, pues es una "espera paciente. Paciencia y aguante de la desmesura, a-Dios, el tiempo como a-Dios. La espera sin lo esperado, la espera de lo que no puede ser un término y que remite siempre del Otro al prójimo" (Levinas, 1998: 136). En esta espera paciente se capta la verdadera forma y modo de ser de lo infinito, pues "esta forma es la manera de soportar el Infinito; es la paciencia" (Levinas, 1998: 137). Pero cuando esta entrega paciente no es originariamente conseguida, allí domina entonces de nuevo el espíritu de la decadencia y, con ello, el olvido de la trascendencia. Este olvido es realmente la pérdida más radical, incluso que el famoso olvido del ser.

En este recorrido por Ser y tiempo y por las lecciones de Levinas de 1975 hemos abierto el territorio cerrado de un pensamiento, según el cual la totalidad del Dasein, asegurada en un poder-ser propio e impropio, fuerza el aislamiento y, con ello, también la irrespectividad o denegación del ser del otro, porque ella al estar vuelta hacia la muerte tiene como condición ontológica fundamental que el Dasein sea un existente, que en su ser aborda en cada momento su ser, que se extiende de manera temporal hacia el fin y que, por esto, está abandonado a sí mismo en el constante aprovechamiento de sus propias posibilidades finitas.

Esta crítica, conducida por Levinas bajo la guía de su distancia respecto al subjetivismo, que envuelve a la analítica existencial de la muerte, puede incrementarse con la referencia a la caída, pues mientras ésta antes estaba desdramatizada bajo el rostro de la finitud, se conserva todavía lo trágico bajo la perspectiva de la responsabilidad por la muerte del otro, pero no en su sentido minimizado. Esto implica entonces problematizar la figura de lo propio-impropio, en la medida en la que se hace real la realidad propia de la muerte precisamente en las múltiples estructuras cotidianas no frecuentes de un mortal en general al margen e invisible. Pero no nos acercamos a esta realidad con aquella tesis existentiva que dice que propiamente aquí nadie ha muerto, pues esto encubriría aún más la trascendencia ontológica inherente a nuestra irreductible finitud.

Parece ser entonces que el olvido del sentido histórico de la muerte y del morir no se puede soslayar de ningún modo, apelando a una cierta caída que podría ser compensada por medio de la resolución valiente a un poder-ser sí mismo. Parece ser, más bien, que el aislamiento en la vejez es al que le corresponde ahora entregar al mortal a la indeterminación de la masa en los hospitales y en los asilos13, pues aquí se pierde de manera radical toda pertenencia al mundo, esto es, al llamado acogedor del hogar. Podemos entonces decir que esta pérdida es de nuevo también el olvido del rostro del otro, es decir, de esa "gratitud de mi responsabilidad hacia el prójimo" (Levinas, 1998: 139). Con esta pérdida se pierde también toda posibilidad de una vida en común, esto es, de la ética. El problema consiste ahora en señalar esos caminos de retorno a eso perdido.

3. La muerte en el rostro de la aporía

En su libro Aporías Jacques Derrida examina, de manera extensa, la analítica heideggeriana de la muerte. Como Levinas, Derrida se detiene en el punto donde lo propio de lo impropio está penetrado por el otro. Pero a diferencia de Levinas, Derrida acepta seguir a Heidegger, pues considera que su camino sigue siendo aún posible. Examinemos ahora con calma los pasos derridianos para la reactivación de este camino emprendido antes por el mismo Heidegger, pues en ellos podemos encontrar una estrategia muy potente para avisar las posibilidades de una reactivación política de una cierta ontología de nuestra finitud radical.

En primer lugar, Derrida cree que las distinciones analítico existenciales establecidas en Ser y tiempo entre las formas de fina(liza) r, que son el morir propiamente dicho, el perecer y el fallecer, "resultan en verdad impracticables desde el momento en que se admite que una posibilidad última no es sino la posibilidad de una imposibilidad —y que una cierta expropiación del Enteignis habrá habitado siempre lo propio de la Eigentlichkeit antes incluso de ser nombrada en ella—, tal como sucederá más tarde" (1998: 125). No obstante, Derrida persiste en resaltar la referencia de la pregunta por lo propio, que nos pone precisamente en el resultado de la decisión metódica de Heidegger, anteriormente mencionada, esto es, indagar en qué medida los giros del límite entre lo ontológico y lo óntico poseen un cierto estatus problemático que, en última instancia, se nos manifiesta de un modo ejemplar en el caso de la muerte. Derrida persigue esta delimitación, pero la describe en parte como inevitable y en parte como un acto autoritario del pensar ontológico, que anula filosóficamente las opiniones habituales convirtiéndolas en prejuicios.

Con el concepto aporía Derrida busca distanciarse de ciertas lecturas equivocadas de la analítica heideggeriana de la muerte, que al hablar de ella buscan privilegiar el "de este lado de aquí" (das Diesseits) de la línea, para radicalizar así la perspectiva de la finitud; al contrario, para él lo decisivo del análisis emprendido por el mismo Heidegger en Ser y tiempo radica, más bien, en indicar que "el carácter originario e inderivable de la muerte, como la finitud de la temporalidad en la que se enraíza, es el que decide y obliga a decidir que se parta, en primer lugar, de aquí, de este lado de aquí. Un mortal sólo puede partir de aquí, y de su mortalidad" (Derrida, 1998: 94). Para Derrida, las antropologías históricas transmiten a la comunidad el legado de las representaciones políticas y culturales del valor de la experiencia colectiva de la muerte14, al mismo tiempo que deploran de manera expresa el desvanecimiento de la muerte en manos de procedimientos técnicos propios de la sociedad contemporánea.

Por ejemplo, Philippe Ariès considera cómo en la sociedad moderna la muerte, lo prohibido y el tabú han sido cubiertos por un velo de encubrimientos técnicos, hasta el punto que cada vez más y más son rechazados como realidades de nuestra cotidianidad, reduciéndolos a ser algo completamente desconocido (1975: 15). Pero la analítica de Heidegger, como lo afirma Derrida, se encuentra más acá de todas estas necedades comparativistas propias de la antropología social, a pesar de que en ella se hable de la pérdida de la autenticidad en nuestra relación con la muerte, producto de cierta nivelación cotidiana que no resulta, empero, ser siempre ajena a lo acentuado en la ciudad industrial moderna.

Por esta razón, para Derrida "la analítica existencial no aspira a ninguna competencia" (1998: 100) particular frente a las consideraciones propiamente ónticas sobre la existencia humana. En efecto, está plenamente justificado para él exponer un juicio crítico sobre la pérdida de la autenticidad en nuestra referencia óntica hacia la muerte, que acusa una cierta incapacidad de soportar de un modo resuelto el estar vuelto hacia la muerte y de poder mirarla en su rostro más propio. Como se puede ver, aquí Derrida lleva a Heidegger, de manera muy aguda, más allá de sus propios presupuestos ontológicos.A esto se une la tesis de la cotidianidad niveladora, aunque Derrida no quiera darle toda su plausibilidad metodológica y temática; por ello, afirma: "Brevemente, para todos, a través de todas las diferencias, el sentimiento que domina es que la muerte —ya lo ven— no es lo que era. ¿Y quién iba a negarlo?" (1998: 99). De este modo, se abre aquí una cierta lógica aporética de la muerte, porque están superados los límites que mantienen separados lo óntico de lo ontológico (Schumacher, 2004: 95), cuando se "reintroduce subrepticiamente, a modo de repetición ontológica, unos teoremas o teologemas que competen a las disciplinas así denominadas fundadas y dependientes —entre otras, la teología judeo-cristiana—, pero asimismo todas las antropologías que se enraízan en ella" (Derrida, 1998: 94).

Según Derrida, la analítica existencial de la muerte se hace universal con la adjudicación de una prioridad absoluta. Pero ella también debe poder estar en condición de recorrer completamente los límites culturales de la muerte. En efecto, el discurso existencial es ilimitado, en tanto que puede ignorar estos límites culturales e históricos a partir de fundamentos esenciales, pero tiende también hacia dichos límites, allí cuando el Dasein está diferenciado de todo otro existente o viviente, esto es, cuando se vuelca hacia donde las ciencias regionales se encuentran separadas de la esfera ontológica, es decir, cuando se orienta hacia lo que permite finalmente destacar una clara línea de demarcación, que en su conjunto es inherente a la conceptualidad propia de la ontología fundamental. A partir de esta conexión, la supuesta neutralidad de la analítica existencial no sólo se afirma ante la perspectiva de la cultura y la moral, sino que también se deslinda de la mirada de la política. Por esto, remarca Derrida, con cierta insistencia, la analítica heideggeriana de la muerte "no tiene ninguna competencia, y en efecto no tiene ninguna, para tratar los problemas políticos de la sepultura, del culto de los muertos y, sobre todo, de la guerra y de la medicina" (1998 100). Esto es, sin lugar a dudas, una deficiencia que se debe delimitar de manera adecuada y, en lo posible, subsanar, para darle toda la fuerza posible a la ontología en su tarea de dilucidar nuestra finitud más radical.

Ahora bien, puesto que hoy se ha producido un cierto giro constante hacia la problemática general de la vida y de la muerte, se puede considerar que también Heidegger con su discurso sobre la muerte propia, o muerte mejor, despliega de manera implícita el juego de una política que, según Derrida, puede estar plenamente armonizada con la circulación de las conexiones modificadas de la técnica de la vida. Por esta razón, no podemos hacer la abstracción metodológica sugerida por Heidegger en Ser y tiempo, o reducción ontológica, pues es innegable que en la modernidad dominada por la técnica los problemas actuales de la vida y la muerte, y en particular las diferentes experiencias de nuestra relación con la muerte, están siendo cruzados de manera estructural por el modo de desarrollo de la sociedad tecnológica; y, por ello, tenemos que reconocer también que la forma de considerar la muerte individual o masiva afecta nuestra habitual comprensión de la sociedad y del despliegue histórico de la guerra en una cultura claramente dominada por el proceder técnico: "y esto va a ser así respecto de la vida y de la muerte, de la enfermedad y de los seguros médico-sociales, de todos los datos de lo que se denomina la bioética que es también, al mismo tiempo, una tanato-ética y una tanato-ética es, necesariamente, una eutanato-ética general, una filosofía de la eutanasia y del bien morir en general (ars de bene moriendi)" (Derrida, 1998:101).

Es más, si esto no fuese así, la analítica existencial no tendría, para Derrida, nada que decir a nuestro presente histórico sobre la muerte y, por lo tanto, a nosotros mismos en cuanto existentes históricos. Pero Derrida está también plenamente consciente de la dificultad de esta analítica para pronunciarse, con un claro compromiso histórico, sobre lo que verdaderamente nos aqueja en esta vida, atendiendo a nuestra experiencia fáctica del vivir y del morir, pues "la analítica existencial no quiere saber nada del (rea)parecido ni del duelo" (1998: 102).

En este punto comienza Derrida a perfilar su propia posición deconstructiva en una diferencia clara respecto a Heidegger y al mismo Levinas. Con una gran cautela, Derrida se repliega en la región de lo irresoluble, mientras, al mismo tiempo, rechaza la primacía levinasiana de la experiencia primaria de la muerte del otro, que para él podría expresarse, más bien, en una especie de duelo originario. Por esto,

    si la Jemeinigkeit, la del Dasein o la del yo (en el sentido corriente, en el sentido psicoanalítico o en el sentido de Levinas) se constituye en su ipseidad a partir de un duelo originario, entonces esa relación consigo acoge o implica al otro dentro de su ser-sí-mismo como diferente de sí. Y viceversa: la relación con el otro (en sí fuera de mí, fuera de mí en mí) no se distinguiría nunca de mi aprehensión enlutada por el duelo. La cuestión de saber si la relación con la muerte o la certeza de la muerte se instaura a partir de la propia muerte o de la muerte del otro ve así que su pertinencia, de entrada, está limitada (1998: 103).

Este aspecto polémico tiene un pleno valor tanto para la tradición clásica de la metafísica como también para la ontología del Dasein.

Recordemos ahora que la deconstrucción no está en la situación de suprimir sus objetos. Su tarea consiste, más bien, en destruir de un modo destinal la fuerza de validez del discurso existente; esto implica entonces percibir una dimensión política en el campo de su formación consciente, pues, para Derrida, "no hay política [...], sin organización del espacio y del tiempo del duelo, sin topolitología de la sepultura, sin relación anamnésica y temática con el espíritu como (re)aparecido, sin hospitalidad abierta al huésped como ghost al que nosotros mantenemos como rehén tanto como él nos mantiene a nosotros en calidad de tales" (1998: 103). Siguiendo en este punto a Valéry, Derrida piensa que aprender algo propio de un pensamiento salvaje, implicaría entonces tener que desarrollar una política de la muerte, es decir, desplegar la acción en comunidad por medio de la forma y el modo como se institucionaliza su relación con el espíritu de los muertos. En este sentido, podemos decir ahora que el límite entre los vivos y los muertos ha sido penetrado de manera recíproca, de modo tal que puede valer per se como límite político entre culturas diferentes.

Para concluir su tarea deconstructiva, Derrida se dedica en este punto a examinar la aporía heideggeriana del estar vuelto hacia la muerte como posibilidad de la imposibilidad, y repite así una vez más la oposición entre Ereignis y Enteignis, o, dicho de manera esquemática, la contraposición entre la referencia a sí mismo y la referencia a otro. Con el concepto "esperarse" (s'attendre), que es realmente una traducción al francés del texto de Heidegger del parágrafo 50 en la página 250 de Ser y tiempo, particularmente del verbo "sich bevorstehen" (anticiparse), Derrida sintetiza de manera ejemplar el sentido de esta ambigüedad. "S'attendre" indica dos formas diferentes de la transitividad; significa, por una parte, "ser inminente", en el sentido de estar sereno a la irrupción de lo imposible o de lo otro; pero, significa también, por otra parte, "estar próximo" en el sentido de un poder-ser autopoderoso y de la aceptación de las posibilidades más propias. Este doble sentido lo condensa Derrida de la siguiente manera: "uno se espera (en) algo —y el subtítulo— (Morir —esperarse (en) los "límites de la verdad"—) deja en movimiento esa inestabilidad: esperarse en los límites, esperarse con los límites y esperarse uno mismo en los límites, estar citado consigo mismo en ese lugar, en esos parajes que se denominan los «límites de la verdad», en las cercanías de esos límites" (1998: 107-108). Como se puede ver, esta experiencia es ya de por sí la indicación de una situación crítica, es decir, de un ponerse en el límite.

Así como lo subraya Heidegger, la esencia del Dasein radica, para Derrida, en tener que ser algo posible en diferencia con un ente ahí presente o a la mano. Este ser posible se puede caracterizar de una manera doble: por un lado, afirmativamente, como posibilidad que espera para sí mismo alcanzar eso que se prepara para sí; pero, por otro lado, también como posibilidad en el límite de la verdad, que es precisamente el subtítulo del texto de Derrida, esto es, como aquello que tendrá que comprenderse como algo que será acogido. En este punto, Derrida enfatiza su radical adhesión a un pensamiento de estructura aporética, al mismo tiempo que abre también una tercera posibilidad, tal vez primaria, a dicha caracterización, pues "uno (una) puede esperase el uno al otro (a la otra), la una a la otra (al otro), y lo reflexivo del esperarse absoluto no sólo no es incompatible, sino que está inmediatamente en consonancia con la referencia más heterológica al cualquier/radicalmente otro" (1998: 108).

Por esta razón, Derrida no duda en considerar que "la muerte, en el fondo, es el nombre de la simultaneidad imposible y de una imposibilidad que sabemos simultáneamente que, sin embargo, nos esperamos juntos" (1998: 109). Con esta formulación Derrida quiere indicar de nuevo que el pensamiento de la aporía, del anacronismo del esperarse mutuo en "el contratiempo del duelo", toma la ventaja conceptual frente al debate en torno a la muerte y al morir, que antes había sido abanderado de manera muy rápida tanto por Heidegger como por Levinas. Pero a estos abanderados iniciales los había sorprendido en el acto de pensar la lógica precipitada de la alternativa de tener que optar o bien por la muerte como muerte de uno mismo o por la muerte como muerte del otro, esto es, optar por la angustia o por la responsabilidad por la muerte del otro.

Pero más allá de esta lógica, tenemos que afirmar que el s'attendre de la muerte no sólo radica en una posibilidad o no sólo en una imposibilidad, sino, como el mismo Heidegger afirma, en la posibilidad de la imposibilidad del Dasein, esto es, la posibilidad como imposibilidad15. Con esto se afirma una vez más la legitimidad conceptual de la aporía para asumir la muerte y la finitud radical del Dasein. Por un lado, la posibilidad de la imposibilidad significa que al Dasein le es inminente no tener que ser más. Pero, por otro lado, esto significa también que para el Dasein es posible ponerse ante esta imposibilidad, de modo que la posibilidad se asume aquí "en cuanto posibilidad de la imposibilidad de la existencia en general" (Heidegger, 2003: § 53, 262 [282]). Esto lo interpreta Derrida, y en relación directa con Heidegger, a partir de su referencia al Ereignis de lo simplemente posible que permanece ante lo real tan lejano como posible. Esta aporía la condensa Derrida del siguiente modo: "aquí, el morir sería la aporía, la imposibilidad de estar muerto, tanto la de vivir o, más bien, la de 'existir' la muerte de uno mismo como la de existir una vez muerto, esto es, en el lenguaje de Heidegger, la imposibilidad para el Dasein de ser lo que es, ahí dónde es, ahí, Dasein" (1998: 118-119). Este movimiento singular, o un penetrante tomar la delantera, concede o prepara la entrada al sentido del morir. Gracias a él, el Dasein vive como existiendo siempre con una cierta comprensión de su propia muerte. Ésta es su posibilidad más propia, al mismo tiempo que es una imposibilidad radical, ya que es tanto posibilidad más propia como imposibilidad. Esto se debe resaltar con toda claridad, porque, tal como lo muestra Derrida con la indicación del sentido aporético de este movimiento, con este desplazamiento se busca así apropiarse desde adentro del sentido más radical de la ontología heideggeriana, pues con ello se quiere señalar eso que precisamente Heidegger jamás diría, pues la muerte es esa posibilidad más propia que en tanto imposibilidad resulta ser "la menos propia" (Derrida, 1998: 116).

En el último paso de su camino deconstructivo de la analítica existencial de la muerte, Derrida modifica lo propio del sustraerse al fundamento, indicando así el desplazamiento del suelo de la aporía misma que se impone en el lenguaje, mientras pregunta por la diferencia de aquellas dos interpretaciones paradojales de la posibilidad imposible propuestas por Heidegger todavía como posibles. Esta pregunta la formula el mismo Derrida del siguiente modo: "Ahora bien, éste es el esquema, al menos, de una cuestión posible-imposible: ¿qué diferencia hay entre, por una parte, la posibilidad del aparecer como tal de la posibilidad de una imposibilidad y, por otra parte, la imposibilidad de aparecer como tal de la misma posibilidad?" (1998: 121). Esta pregunta no demanda simplemente una respuesta univoca, sino una multiplicación real de la aporía que de ningún modo puede estar reducida con Heidegger a la muerte y a su singularidad que lo domina todo. Si lo posible es imposible, no puede tampoco aparecer como tal en el tiempo. Si lo imposible es posible, las cualidades específicas del Dasein se pierden entonces en la diferencia respecto a otro ente, esto es, se difuminan las diferencias entre lo propio y lo impropio, y con ello se diluye la limitación metodológica indicada al inicio de este apartado, y que marca el rumbo general de desarrollo de la analítica existencial en el contexto de la pregunta fundamental por el sentido del ser en general. Así, "en contra de Heidegger o prescindiendo de él, se podrían poner en evidencia mil signos que muestran que los animales también mueren" (Derrida, 1998: 122). Por tanto, los caminos de delimitación de una "estrategia fundamentalista" se muestran como no sólidos, para que con ellos la analítica existencial no esté contaminada por todos los lados por influencias ónticas diversas y para que la muerte como imposibilidad posible no actúe, en última instancia, sólo como una figura de la aporía, que puede ponerse en el lugar de todo imposible posible, por ejemplo, "el amor, la amistad, el don, el otro, el testimonio, la hospitalidad, etcétera" (Derrida, 1998: 127). En este sentido, tenemos que afirmar entonces que la muerte no es simplemente la posibilidad más radical de la imposibilidad de la existencia en general, sino que es, más bien, un rostro de la aporía que hiere al ser mismo y que, sin embargo, lo configura en su finitud más esencial.

Las consecuencias de esta lógica aporética resultan pues demoledoras para toda pretensión de realizar una ontología fundamental que ilumine la preocupación humana por la muerte, porque compromete de manera integral a la determinación conceptual de la analítica existencial y a otros discursos que le son afines, es decir, asume el inevitable riesgo de caer en lo impropio. Por ello, la aporía es intratable y debe ser, más bien, soportada, aunque "si hay que resistir la aporía, si esa es la ley de todas las decisiones, de todas las responsabilidades, de todos los deberes sin deber, para todos los problemas de frontera que puedan presentarse alguna vez, no se puede simplemente resistir la aporía como tal" (Derrida, 1998: 126). Éste es precisamente el límite más extremo al que se enfrenta todo intento de asumir la aporía. Tal vez esto sucede así, debido a que la aporía como imposible-posible se sustrae a una intervención capturadora o calculadora, pues "la aporía última es la imposibilidad de la aporía como tal" (Derrida, 1998: 126). Teniendo en la mira ahora esta consideración final sobre las posibilidades reales que abre la analítica existencial heideggeriana de la muerte, debemos retomar una vez más el problema central que hemos querido construir a lo largo de este recorrido por estos tres momentos decisivos de la comprensión del sentido de la finitud radical del hombre, condensada en la experiencia integral del fenómeno de la muerte, a saber, ¿puede aún la metafísica ofrecer una respuesta posible a las preguntas que aquejan a la existencia humana, y que todavía hoy no han podido ser contestadas de manera acertada por las ciencias, las técnicas del buen vivir y la religión? Sin duda, atender a este problema implica disponernos a la acogida de un huésped muy particular, pues se trata de un extranjero siempre esperado, pero nunca bienvenido. Éste es el reto que pone cara a nuestra finitud más radical.

4. El desafío de la hospitalidad

En este momento se hace necesario que retomemos de nuevo el punto central que hemos querido indicar en el presente trabajo, a saber, las posibilidades que aún le quedan a la metafísica después de la crítica kantiana, posibilidades que giran en torno al pensamiento de la afirmación radical de nuestra finitud. Esta afirmación tiene como punto de anclaje inicial la angustia como disposición afectiva fundamental del Dasein y se remonta a la experiencia de la muerte en el rostro del otro, que abre el paso de lo ontológico al plano ético, pues en esta dimensión la respuesta a la pregunta por la finitud radical se convierte en la esperanza del tiempo que como infinito no termina nunca, pues siempre es un tiempo que inaugura la gratuidad de mi responsabilidad hacia el prójimo. Responsabilidad que, no obstante, se encuentra labrada paso a paso por la aporía del esperarse en los límites de la verdad, en esos límites que indican al mismo tiempo el lugar propio de la crítica.

En este sentido, podemos considerar que la crítica moderna a la metafísica puede situarse en la experiencia del pensar que abre su camino hacia una finitud que ocupa cada vez más y más su lugar dominante en el contexto de aquello que Heidegger, siguiendo en este punto a Nietzsche, describe de manera clara como la historia del nihilismo16.

Esto significa que el acontecimiento de la "desvalorización de los valores" va ahora de la mano con el olvido de la conexión tradicional de sentido (Heidegger, 2000: 45). Por tanto, la muerte y el morir caen por fuera de un verdadero posicionamiento metafísico, dado que en su lugar se incrementa la experiencia de la pérdida de sentido. Heidegger capta de manera acertada el significado contemporáneo de la experiencia del pavor de las horas, aunque vincula esta experiencia a lo propio, pues en la angustia, en cuanto disposición afectiva propia, se afirma el coraje para con la nada. Pero los caídos ahora son los sujetos entregados al nihilismo y olvidados sin valor a la vida misma, pues tienen miedo por el simple estar-ahí, porque en su permanente adelantarse hacia la muerte no se dan cuenta de la pura existencia. Levinas y Derrida siguen la línea fundamental de este recogimiento, aunque matizan sus implicaciones éticas y políticas.

Pero, tal como lo indica Adorno, esta situación sigue aún siendo valida para nuestra histórica presente, tanto como lo había sido antes en aquel momento en el que Horkheimer afirmaba que "Heidegger había colocado al hombre de nuevo ante la muerte, por lo menos de una manera finita." (1998: 507). En esta misma línea de pensamiento, también podemos recordar hoy muchos acontecimientos de nuestro tiempo en los que el pensamiento de Heidegger resulta ser siempre muy ilustrativo, pues nos indica de manera clara que la angustia requiere de un cierto coraje y que, por lo tanto, ella no podría ser cambiada, de ningún modo, por el miedo a lo inconstante, a lo irresoluto o a lo desolador. Pero es necesario tener en cuenta también que la angustia ante la nada no busca paralizar la voluntad de acción, como sí lo haría si se tratase de un mero estado psíquico típico de los angustiados y cobardes o de las especulaciones de una mera filosofía de la angustia, pues "la disposición para la angustia es el sí a la insistencia a satisfacer la suprema exigencia que sólo afecta a la esencia del hombre" (Heidegger, 2001: 254)17.

En el epílogo de 1943 a la lección ¿Qué es metafísica?, Heidegger caracteriza como sacrificio (Opfer) a esta insistencia particular que corresponde a la esencia más íntima del hombre: "el sacrifico es ese prodigarse del hombre —libre de toda constricción, porque surge del abismo de la libertad— en la preservación de la verdad del ser para lo ente. En el sacrifico acontece aquella escondida gratuidad con la que el ser se ha transpropiado a la esencia del hombre en el pensar, a fin de que éste asuma la guarda del ser en relación con lo ente" (2001: 256). Si bien el hombre se relaciona de múltiples maneras con el ente, tan sólo el pensamiento escapa a una relación calculadora e instrumental con la realidad, pues el pensar "contesta a la exigencia del ser, en la medida en que el hombre confía su esencia histórica a la simplicidad de esa única necesidad que obliga sin apremiar, limitándose simplemente a crear la necesidad que se satisface en la libertad del sacrificio" (2001: 256). Frente a las exigencias coyunturales de la historia, que demandan salirle al paso a la formulación de soluciones claramente resolutorias a los problemas que nos aquejan, el pensar sacrificial "se encuentra en casa en la esencia de ese acontecimiento propio, en el cual se reclama al hombre para la verdad del ser" (2001: 257).

Pero, teniendo en cuenta el recorrido que hemos desarrollado a lo largo de este trabajo, ahora podemos afirmar que en este paso sutil del estar-vuelto-hacia-la-muerte propiamente aislado al estar vuelto hacia el espacio histórico del sacrificio, se muestra la compenetración, de la que habla Derrida, de lo óntico-empírico en lo ontológico-trascendental, sugerida antes en la revisión de la indicación metodológica del punto de partida de la ontología heideggeriana, pues en las posibilidades propias que tiene que tomar en un momento dado cada Dasein particular, se juega secretamente, siempre, algo de la identidad substancial de su pertenencia a un pueblo o a una misión fundada históricamente18. Por tanto, no podemos hacer abstracción de las condiciones históricas en las cuales la muerte se nos da en toda su radicalidad, pues de hacerlo falsearíamos el sentido que se nos abre en nuestro cotidiano estar-vuelto-hacia-la-muerte. En nuestro trato cotidiano se nos da ya un cierto sentido de la muerte, que resulta estar configurado de manera histórica. Siguiendo en este punto a Nietzsche, podemos considerar que la desaparición crítico metafísica del sentido, de ningún modo expresa una pérdida que tenga que ser asumida en sentido histórico. Sobre el suelo de una metafísica natural del Dasein finito no es necesario poner en marcha el camino de un proyecto renovado de fundación de sentido, anclado ahora en un proceder metodológico de profundas raíces ontológicas. En efecto, las relaciones de sentido se han desplazado junto con las relaciones de poder que se almacenan en ellas.

Por tanto, el desaparecer de la crudeza de la muerte en manos de su reproducción mediática, descrito ampliamente por los críticos de la cultura contemporánea, representa un cierto fenómeno peculiar que ha resultado del novedoso despliegue de tecnologías de poder, orientadas fundamentalmente hacia el control de la vida y que como tales modifican el significado de la autonomía del sujeto frente a las expectativas de sentido ya manifestadas, por ejemplo, en las ceremonias colectivas de aceptación de la muerte de profundo arraigo religioso. Así, en la primera guerra mundial la tecnificación de las formas masivas de morir recurrió de manera propagandística a la lógica de la propiedad. A lo largo del despliegue de la segunda guerra mundial la muerte en las cámaras de gas hizo necesario el desarrollo de una cierta forma de pensar que se orientaba hacia la aceptación de una política biológica de normalización de un determinado pueblo19, en la cual la muerte aparecía de un modo meramente negativo como un simple fenómeno límite de la vida. Hoy en el contexto de la medicalización vital de la existencia, afectada en todo momento por la enfermedad, y en las condiciones de una cierta virtualización acelerada de la muerte promovida en los medios, parece que se ha efectuado un giro en las prácticas tanatológicas y en las representaciones simbólicas del buen morir. Pero aún persiste la idea, con un talante cuasi-gnóstico, de que la muerte ensombrece las realidades de la vida presente y particular. Esta situación nos lleva hoy a demandar de la filosofía que asuma las condiciones conceptuales que permitan pensar la situación específicamente moderna de nuestra experiencia de la muerte y del buen morir, es decir, nos exige meditar, con la devoción propia de la pregunta radical, en aquellas relaciones efectivas entre instituciones, técnicas, ciencias, estructuras de poder, valores de experiencia y asignación de posibles sentidos vinculantes, para poder encarar, con la fuerza del pensamiento, la ambigüedad extrema de la muerte en su despliegue comunitario, pues ya no nos es posible refugiarnos más en aquella reducción ontológica, pregonada antes con tanto vigor en la ontología fundamental heideggeriana.

Si la muerte es para nosotros una nada, según Epicuro, no tendría sentido alguno ocuparnos de ella como posibilidad propia de nuestro ser. Pero cuando hemos perdido a alguien que nos era ciertamente cercano, experimentamos inmediatamente que necesitamos un profundo consuelo, pues estamos realmente afligidos y disminuidos en nuestro ser, porque ningún sentido posible nos puede socorrer desde lejos y ayudarnos a soportar esta gran pérdida. Por esto, no podemos descalificar el morir real del otro como una experiencia impropia de la muerte. Si nuestro sí mismo no está encerrado en sus propias fronteras y límites, pues siempre somos al mismo tiempo seres para-otro, aunque esto no implique que se dé en efecto una relación recíproca entre nosotros, pues en todo momento está abierta también la posibilidad de tratarnos con una cierta indiferencia, se hace necesario desarrollar una ontología y política de la hospitalidad, esto es, "del hospedar y ser hospedados, acoger y ser acogidos" (Sánchez, 2006: 488). La hospitalidad no sólo tiene una dimensión política, sino que implica también un claro sentido ontológico, pues permite abrir el horizonte del sí mismo hacia la experiencia de la alteridad extrema, que se levanta como condición sincera para la afirmación de mis posibilidades de ser desplegadas en y desde mi finitud radical.

Por todo lo dicho, se hace necesario reconocer también que una consideración plena de la finitud humana no puede pasar por alto el hecho de que nuestra existencia se encuentra labrada por una cruda duración tempórea, que en todo momento marca el paso de un irremediable y radical llegar a fin. Sin embargo, esta limitación no se puede reducir simplemente a la vivencia angustiosa del puro estar-volcado-hacia-la-muerte individual, aunque se trate de un modo de ser propio con una supuesta validez ontológica para asumir de manera plena el fenómeno existencial de la muerte y de sus repercusiones en la comprensión de las formas colectivas del buen morir, pues si bien la muerte es un asunto siempre de incumbencia propia, nos revela al mismo tiempo nuestra inevitable condición de ser-con-otros y, por tanto, nuestra pertenencia a un mundo originariamente compartido. Esta situación conlleva necesariamente a reformular los prepuestos metodológicos y temáticos de una comprensión ontológica de la muerte anclada en la supuesta preeminencia originaria de un modo de ser propio distinto cualitativamente de nuestra forma de existir cotidiana y colectiva.

Por esto, y para terminar el presente trabajo, consideramos necesario incorporar en nuestra comprensión de la finitud humana, expresada en la forma cruda de la ambigüedad de la muerte, aquellas consideraciones existentivas y ónticas del morir que habían sido desplazadas antes, por no ser originarias, al campo de lo irrelevante para la reflexión filosófica, debido a la reducción ontológica que determina desde su origen al intento heideggeriano de asumir de manera diáfana nuestra irremediable condición mortal. Pero esta recuperación no quiere decir, de ningún modo, que la muerte y el morir hayan perdido su verdadero carácter misterioso y desconcertante, o que con ello se haya disuelto la aporía como la forma más propia y constitutiva de la afirmación de la existencia; esto quiere decir, más bien, que la muerte es y seguirá siendo eso indeterminado, pero siempre presente, que en su inquietud perturba de manera extrema al pensar, pues como muy bellamente lo ha señalado ya antes Schopenhauer "la muerte es el verdadero genio inspirador o el Musageta de la filosofía" (2007: 515, 528). Se trata, efectivamente, de una inspiración que nos invita a expresar nuestra más radical bienvenida, acogiendo a ese huésped siempre esperado pero nunca bienvenido.


Pie de página

1En este punto es necesario tener en cuenta que para Kant, "si bien la metafísica no es real en cuanto ciencia, sí lo es, al menos, en cuanto disposición natural (metaphysica naturalis)" (Kant, 1983: B, 21). Por esta razón, Kant espera que la metafísica renazca una y otra vez, pues "podemos estar seguros de que, por muy fríos y desdeñados que se muestren quienes juzgan una ciencia, no de acuerdo con su naturaleza, sino partiendo de sus efectos ocasionales, se volverá siempre a ella como a una amada con la que se ha tenido una desavenencia. La causa de ello está en que la razón, al enfrentarse aquí a fines esenciales, tiene que trabajar incansablemente, o bien para llegar a conocimientos rigurosos, o para demoler buenos conocimientos ya existentes" (1983: B 878).
2Este es precisamente el problema que Heidegger examina en sus lecciones de 1925-26 sobre Kant y el problema de la metafísica. En este contexto, Heidegger afirma: "la manera en que debe plantarse la pregunta acerca de la finitud en el hombre —manifestación cotidiana de su esencia— no es algo evidente. La investigación sólo ha dado este resultado: la pregunta acerca de la finitud en el hombre no es una investigación arbitraria de las propiedades humanas. Por el contrario, surge de la tarea de la fundamentación de la metafísica. Esta tarea la exige como pregunta fundamental. En consecuencia, la problemática de la fundamentación de la metafísica debe contener una advertencia acerca de la dirección en la que la pregunta acerca de la finitud del hombre se debe mantener" (1986: 185-186).
3Es necesario recordar aquí que el mismo Kant llama trascendental a aquel conocimiento que no se refiere tanto a los objetos, sino a "nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori" (1983: B 26).
4Esta distancia heideggeriana de la perspectiva fenomenológica de la muerte de los otros para caracterizar el modo de ser propio e integral del Dasein fue duramente criticada por sus contemporáneos como Jasper y Eugen Fink, quien considera que en Heidegger su filosofía de la muerte está determinada por "un solipsismo funesto" (Fink, 1969: 38). Para Heidegger, la experiencia de la muerte a partir de la perspectiva de la muerte de los otros carece de significado ontológico; pero esta mirada del fenómeno de la muerte limita indudablemente la comprensión integral de este fenómeno (Hügli y Han, 2001: 135).
5En el parágrafo 9 de Ser y tiempo Heidegger caracteriza el sentido fenomenológico de la Jemeinigkeit en los siguientes términos: "El ser que está en cuestión para este ente en su ser es cada vez el mío. Por eso, el Dasein no puede concebirse jamás ontológicamente como caso y ejemplar de un género de ente que está-ahí. A este ente su ser le es 'indiferente', o más exactamente, él 'es' de tal manera que su ser no puede serle indiferente ni no-indiferente. La referencia al Dasein —en conformidad con el carácter de ser-cada-vez-mío [Jemeinigkeit] de este ente— tiene que connotar siempre el pronombre personal: 'yo soy', 'tú eres'" (2003: § 9, 42 [68]).
6Estos tres rasgos fundamentales determinan la constitución fundamental del Dasein. La muerte no es una simple posibilidad, sino que es la inminencia más propia del Dasein; sin la muerte no podría haber en general Dasein. Pero, por otra parte, la posibilidad más extrema del Dasein no puede ser experimentada como tal por el propio Dasein, pues, en tanto que el Dasein existe, está también arrojado ya en esta posibilidad de estar-vuelto-hacia-el-fin. En esto radica precisamente su facticidad más propia. De esta manera Heidegger busca dar una respuesta a la sentencia de Epicuro. Respuesta que está anclada en la dimensión existencial propia de la angustia. Por otra parte, la caída en referencia a la muerte no es otra cosa más que el encubrimiento de la necesaria relación con ella. Se manifiesta ante todo en la huida permanente ante ella. En este sentido, el estar-vuelto-hacia-el-fin está también caracterizado por su constante caída (Luckner, 1997: 108).
7Cabe resaltar aquí que en la angustia el Dasein es revelado en su plena unidad (Inwood, 1999: 17).
8Precisamente, el vínculo estructural entre metafísica y libertad es asumido por el mismo Heidegger en sus lecciones durante el verano de 1936 sobre Schelling, pues encuentra de manera ejemplar en el tratado schellingniano de 1809 sobre la esencia de la libertad humana cómo, para el filósofo de Leonberg, la pregunta por la libertad debe ser enmarcada en una visión total sobre el ser, pues todo verdadero sistema filosófico es necesariamente un sistema de la libertad, ya que "la libertad domina todas las regiones del ente, pero que las reúne en el hombre hasta alcanzar un extremo que es único en su especie y reclama del ente en total un nuevo ensamble" (Heidegger, 1971: 73-74).
9En el debate filosófico contemporáneo se ha enfatizado, con bastante frecuencia, en el límite de la mirada fenomenológica heideggeriana para asumir, de manera integral, la complejidad del fenómeno de la muerte tal como se nos suele presentar en nuestra cotidianidad. Por ejemplo, Schumacher afirma que "el intento de Heidegger de fundamentar la certeza del morir propio, que constituye la firmeza fundamental del ego, únicamente a partir de la entonación de su análisis ontológico y de su comprensión de la temporeidad, sin que con ello se incluya la experiencia óntica de la muerte del otro, no es convincente" (2004: 107). Para Schumacher la dificultad del análisis existencial de la muerte radica en el punto de partida metodológico por el que opta Heidegger en Ser y tiempo, que presupone la distinción, y posterior dependencia, entre lo óntico y lo ontológico.
10Esto implica que ya desde un principio la problemática general de la muerte es asumida por Heidegger en y a partir de la dimensión ontológica que caracteriza al tiempo, a la temporeidad, pues "el tiempo no es nada que esté ahí fuera en alguna parte y sea el marco de lo que acontece en el mundo; el tiempo tampoco es nada que esté borboneando en la conciencia, sino que es lo que hace posible el estar-por-delante-de-sí-estando-ya-en, es decir, el ser del cuidado" (2006 398-399).
11Siguiendo el espíritu propio de la filosofía crítica, Heidegger en sus lecciones de Friburgo durante el invierno de 1929-1930 afirma de manera enfática que "el filosofar [...], sólo puede conducir hasta el borde: siempre se queda en lo penúltimo. Pero incluso hasta allí sólo puede conducir si realmente se adelanta (Vorläuft) hasta esto penúltimo y, de este modo, comprende toda su provisionalidad (Vorläufigkeif) y finitud, es decir, comprende que no puede aplicarse vacía y decorosamente a diversas investigaciones, que tal vez sean correctas, para confiar el resto al buen Dios y a la causalidad, el resto, es decir, lo esencial: conducir realmente hasta el borde de las posibilidades y disponer previamente la posibilidad y el camino respectivo de tal conducción" (2007: 222)
12En este sobrepaso se da cumplimiento a otro sentido del tiempo diferente al dado antes por Heidegger a partir de la temporeidad propia del Dasein (Stegmaier, 2003: 421).
13En este punto es necesario tener en cuenta que en la sociedad contemporánea la experiencia metafísica del tiempo se ha convertido en la experiencia desgarradora del envejecimiento, pues "el individuo que envejece cree comprender dos cosas: por un lado, que el temor a la muerte o la urgencia del pensamiento de la muerte posee gradaciones diversas, según se espere una muerte venida de fuera —provocada por un accidente o una mano enemiga— o de adentro; por otro, que incluso esta muerte venida de dentro tiene escaso valor de realidad para el joven, aún si está gravemente enfermo. Es necesaria una vasta experiencia de quiebra física, de energías que se desvanecen, de memoria más lábil, una experiencia de decadencia y de desaliento en todas sus formas y maneras, para que la muerte, de asunto objetivamente personal, se convierta en condición propia. Afirmar que estamos insertos en un lento proceso de muerte, que se muere cada día un poco, que la muerte crece en nosotros es probablemente usar metáforas y analogías insostenibles en el plano lógico" (Améry, 2001: 130).
14Derrida se refiere en este punto a los trabajos de Louis-Vincent Thomas, Anthropologie de la mort de 1975 y de Philippe Ariès, Essais sur l'histoire de la mort en Occident du Moyen Age à nos jours también de 1975.
15En este punto es importante recordar que para Heidegger la muerte no es otra cosa más que "la posibilidad de la imposibilidad de todo comportamiento hacia [...], de todo existir" (2003: § 53, 262 [282]).
16Para Heidegger, "Nietzsche utiliza el término «nihilismo» para designar el movimiento histórico que él reconoció por vez primera, ese movimiento ya dominante en los siglos precedentes y que determinará el siglo próximo, cuya interpretación más esencial resume en la breve frase: 'Dios ha muerto'. Esto quiere decir: el «Dios cristiano» ha perdido su poder sobre el ente y sobre el destino del hombre. El 'Dios cristiano' es al mismo tiempo la representación principal para referirse a los «suprasensible» en general y a sus diferentes interpretaciones, a los 'ideales' y 'normas', a los 'principios' y 'reglas', a los 'fines' y 'valores' que han sido erigidos 'sobre' el ente para darle al ente en su totalidad una finalidad, un orden y —tal como se dice resumiendo— 'un sentido'. El nihilismo es ese proceso histórico por el que el dominio de lo «suprasensible» caduca y se vuelve nulo, con el que el ente mismo pierde su valor y su sentido" (Heidegger, 2000: 34).
17Para Heidegger, la esencia del hombre corresponde a la escucha del llamado del ser: "De entre todos los entes, el hombre es el único que, siendo interpelado por la voz del ser, experimenta la maravilla de las maravillas: que lo ente es. Así pues, el que, en su esencia, es llamado a la verdad del ser está ya siempre y por eso mismo determinado de un modo esencial. El claro valor para la angustia esencial garantiza la misteriosa posibilidad de la experiencia del ser, pues cerca de la angustia esencial y del espanto del abismo habita el temor. Éste aclara y resguarda ese lugar habitado por el hombre dentro del cual éste se siente en casa y se demora en lo que permanece" (2001: 254).
18Tal vez por esta razón el mismo Heidegger exhortaba a la juventud de la Universidad de Friburgo, en sus lecciones del verano de 1935, a que asumieran el destino histórico de su pueblo. Esta exhortación la formula Heidegger en los siguientes términos inequívocos: "Nos hallamos entre las tenazas. Nuestro pueblo, por encontrarse en el centro, sufre la mayor presión de estas tenazas, por ser el pueblo con más vecinos y por tanto el más amenazado y, con todo ello, el pueblo metafísico. Pero este pueblo sólo convertirá en destino esta destinación, de la que estamos seguros, cuando encuentre en sí mismo una resonancia, una posibilidad de resonancia para este destino, al comprender de manera creadora su propia tradición. Todo esto implica que este pueblo, en tanto histórico, se ubique a sí mismo, y por tanto a la historia de occidente, a partir del núcleo de su acontecer futuro, en el ámbito originario de los poderes del ser. Precisamente en la medida en que la gran decisión sobre Europa no debería tomarse por la vía de la destrucción, sólo puede tomarse esta decisión por medio del despliegue de nuevas fuerzas históricas y espirituales, desde el centro" (1998: 43).
19Peter Sloterdijk muestra de manera clara cómo los dispositivos de producción tecnológica, desarrollados a partir de la voluntad moderna de dominio y poder, han transformado de manera decisiva nuestra vivencia más radical de la muerte, pues "en el año 1927, en el preciso momento en que Heidegger hablaba en Ser y tiempo con todo tipo de detalles ontológicos fundamentales de la referencia existencial del ser-para-la-muerte, los funcionarios y médicos ya ponían en marcha un aparato capaz de convertir el respirar-para-la-muerte en un procedimiento ónticamente controlado. Ya no se trataba de ir al encuentro de la propia muerte, sino más bien de quedar como clavado en casos de aire letal" (2003: 73). Esta posibilidad tecnológica de lanzarnos a estar adheridos a condiciones medioambientales adversas para la vida, fue utilizada de manera sistemática por la política de exterminio alemán en el caso judío, con el fin justificar así decisiones políticas medioambientales de exterminio, pues el antisemitismo generalizado buscaba en todo momento y a toda costa justificar sus desmanes considerando al otro como parásito del pueblo. Por esto, "la repercusión pseudonormalizadora de este discurso acerca de los parásitos del pueblo (que cubría un amplio círculo semántico, ya que comprendía cosas tales como el derrotismo, el comercio de estraperlo, la burla del Führer, la crítica al sistema o la falta de fe en el futuro) fue uno de lo factores responsables de que el movimiento nacionalsocialista consiguiera, sino popularizar, al menos sí hacer tolerable o imitable en amplias masas, bajo la figura del Führer, esta excesiva forma idiosincrásica de antisemitismo como una expresión específicamente alemana de supuesta higiene" (Sloterdijk, 2003: 74).


Referencias

Fuentes primarias

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