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Universitas Philosophica

Print version ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.27 no.54 Bogotá Jan./June 2010

 

LO DIVINO DESPUÉS DE LA MUERTE DE DIOS SEGÚN NIETZSCHE

THE DIVINE AFTER GOD'S DEATH ACCORDING TO NIETZSCHE

Paul Valadier*, S. J.

* Centro Sèvres e Instituto de Estudios Políticos de París.

Artículo solicitado: 20.05.10


RESUMEN

La estruendosa declaración nietzscheana de la muerte de Dios y el ateísmo co-substancial a ésta, parecen estar fuera de duda. Sin embargo, una comprensión más cuidadosa de su filosofía debería deshacerse de ese lugar común para entender a Nietzsche como un ateo extraño, cuya posición sobre una realidad última a la que haya podido llegar no es suficientemente determinada. Su ateísmo instintivo es sostenido a nombre de un rechazo visceral a darle un rostro o a tomar posesión de algo innombrable o divino sin rostro por parte de cualquier religión particular. Pero, yendo más bien en contra de un 'mono-tono-teísmo', Nietzsche, con su defensa del politeísmo, acorta su distancia de lo infinito, lo eterno, el 'fuego infinito'. Nietzsche quiere y ama lo divino por sí mismo; nunca como un redentor o un salvador, o una garantía encarnada y personal; sólo quiere y ama los destellos y las huellas fugaces de su danza; pero, ¿lo divino inmanente y trascendente a la vez?

Palabras clave: Nietzsche, lo divino, muerte de Dios, ateísmo, religión.


ABSTRACT

Nietzsche's notorious declaration of God's death and his consubstantial atheism seems to be out of question. However, a closer attention to his philosophy should brush this commonplace off to see him as a strange atheist. Had he really arrived at a conclusive position on the ultimate reality? His instinctive atheism is on behalf of a visceral rejection to give a face or to take possession of that faceless and unutterable divine by any particular religion. But, being rather against a 'mono-tonous-theism,' Nietzsche shortens his distance from the infinite and the eternal and the 'infinite fire' in his defense of polytheism. Nietzsche would will and love the divine by itself, not as a redeemer or a savior, or a personal and incarnate guarantee; perhaps, the divine's transient dancing footprints and flashes; but, the divine both transcendent and immanent?

Key words: Nietzsche, divine, God's death, atheism, religion.


En lo que concierne a la posición de Nietzsche sobre Dios, parece que todo ha sido dicho y bien comprendido. Aquel que proclamó con tal fuerza, tal constancia, tal radicalidad la muerte de Dios, no puede ser sino un ateo declarado para el que cualquier forma de referencia a Dios, a los dioses, a lo divino, está vacía de contenido y de sentido. No es pues sorprendente encontrar al autor del Anticristo bajo los rayos del ateísmo filosófico; tampoco es sorprendente ver figurar su ateísmo dentro del grupo de posiciones filosóficas que recusan cualquier referencia a algo como un Dios a nombre de la supremacía humana. El ateísmo sería consubstancial al nietzscheanismo porque el superhombre anunciado como el porvenir de la humanidad no podría soportar frente a sí, midiéndolo o despreciándolo, a una divinidad todopoderosa, limitadora de su propio poder, ni a ninguna alteridad. En el fondo habría que comprender a Nietzsche en relación con Feuerbach y sostener que el hombre no puede afirmarse sino en un gesto negador de la divinidad, recuperando para sí las proyecciones imaginarias que las religiones identifican con Dios. El hombre en el lugar de Dios, según las perspectivas de un humanismo ateo, característico, decimos todavía, del pensamiento filosófico dominante en la modernidad.

Confusión de clasificaciones

Ahora bien, muchos de los rasgos de la filosofía Nietzscheana deberían, por lo menos, sacudir estos lugares comunes. Primero que todo, sabemos hasta qué punto es difícil, en realidad imposible, "clasificar" a Nietzsche, identificarlo con una posición bien conocida y perfectamente situada. Desde este punto de vista es tan ligero ver en él tanto un "inmanentismo absoluto" como un irracionalismo que exalta sin límites los poderes vitales. Pero admitir el carácter no clasificable de este pensamiento es darse la posibilidad de escucharlo de otra manera, de abrirse a una escucha que desplace las fronteras, notablemente, en aquello que concierne a las cuestiones últimas; es dejarse perturbar por una obra que no ha dejado de pretender ser "intempestiva", fuera de las normas de los caminos ya trazados, propiamente inasimilable a lo bien conocido. Además un lector que no ha decidido a priori la elección nietzscheana, o que no se deja impresionar por las modas, así sean post-modernas, no puede sino estar impresionado por la excitación de un tono, el martilleo de una insistencia, esa especie de furor por atacar las religiones instituidas o la disciplina impuesta por los sacerdotes ascéticos. La presencia de las referencias cristianas en el corpus nietzscheano es, por otra parte, impresionante: en Así habló Zaratustra, —que Nietzsche presenta como un "quinto Evangelio"—, éste se presenta a sí mismo como un profeta itinerante que va de poblado en poblado empleando un lenguaje próximo al de las parábolas evangélicas; a su vez, Nietzsche da su a propio autorretrato el título significativo de Ecce homo, haciendo referencia directa a la presentación de Jesús por Pilato; y, la última obra, de carácter póstumo, se titula El Anticristo. Signos, entre muchos otros, de una atracción-repulsión jamás desmentidas hasta las últimas páginas. ¿Por qué este desgarramiento propiamente obsesivo respecto a aquello que al mismo tiempo uno rechaza y critica? ¿Cómo no presuponer por lo menos que una pregunta se mantenga como no resuelta, a tal punto — sin duda— que ninguna respuesta, aun negativa, parezca poder satisfacer a aquel que la formula? ¿No sería vano igualmente pensar que, puesto que se trata de lo esencial, rigurosamente no es posible terminar jamás? O, más aún, ¿que a lo que se refiere esta presunción, siempre rechazada, es a la afirmación de haber resuelto el problema y haber llegado a saber a ciencia cierta aquello que es la realidad última? A este respecto ya el ateísmo inquieto, atormentado, tenebroso de Nietzsche, pone al lector a una distancia considerable del ateísmo tranquilo y conquistador de los racionalismos antropocéntricos evocados antes. Como se sabe, Nietzsche no sostiene relaciones polémicas sino con aquellos de los que se siente próximo, próximo y lejano, íntimo y distante, amigo y enemigo, como con Sócrates, Pascal, Spinoza o Schopenhauer. Para esos, por tanto, la explicación confiesa la parte de complicidad y de identidad imposible de romper sin dejar allí algo de sí. En el universo religioso Nietzsche manifiesta tanto críticas fulgurantes como permanentes complicidades, como si un distanciamiento completo que no dejara restos, se revelara como imposible.

De Schopenhauer (1788-1860), justamente, conviene hablar. Es en efecto su negro y temible pesimismo lo que está siempre en el horizonte. Es su nihilismo, para el que el hombre no es sino una ilusión en la que se juega la Voluntad todopoderosa y sin fin, el que ha marcado al joven Nietzsche, y es sobre este fondo de negación innata y radical del hombre, de su vanidad que pretende ser algo, de su nada en medio de la vanidad de todo, que es preciso comprender el ateísmo del que se hace alarde. Porque admitir este parentesco, es evitar acercamientos totalmente inducidos con Feuerbach y comprender que es a partir de esta intuición de la nulidad humana, de su desvanecimiento en el movimiento indefinido de la vida, que debemos situar a Nietzsche. Nada más estúpido a sus ojos que la pretensión del hombre a ser el centro, a imaginarse que "los pivotes del mundo, giran en torno de sí"1, insecto condenado a la desaparición y a la muerte, pero hinchado de orgullo por un entendimiento que lo lleva a comprenderse en la cumbre de "la historia universal". Un ateísmo "incondicionado y leal" (como el que Nietzsche acredita a Schopenhauer2 y del que se dice heredero), ¿cómo podría arrullar al hombre en estas ilusiones de las que convendría justamente liberarlo? Si Nietzsche ha luchado tanto tiempo para arrancarse del pesimismo de Schopenhauer, está marcado de manera incontestable por esta visión sombría de una humanidad vanidosa e incapaz de tomar la medida de su no centralidad en el universo o en la Vida.

Sentido de una crítica de la afirmación de Dios

Ateísmo, por tanto, pero ¿cuál ateísmo? Ciertamente no el ateísmo tranquilo de los transeúntes saciados y distraídos de la plaza pública, de los que habla irónicamente el aforismo 125 de La gaya ciencia; no aquél de los racionalistas que piensan haber develado el misterio de las cosas, como esos jóvenes egipcios temerarios de los que habla el prefacio de la misma Gaya ciencia. Ahora bien, hacia el final de su vida, en el Ecce Homo, Nietzsche declara netamente: "no conozco absolutamente el ateísmo como resultado, todavía menos como evento: él se comprende instintivamente en mí". ¿No escapa un ateísmo instintivo a la reflexión crítica, a la elucidación racional, a la argumentación paciente para convertirse en una evidencia incuestionable? Pero apelar al instinto, ¿no es también sugerir que la relación con el ateísmo no puede ser comprendida sino a partir de esas zonas personales que tienen en parte que ver con lo irracional? En todo caso, ¿lo que se supone de esta manera es una relación tan íntima que puede instaurar un vínculo, aún negativo, que nada borra por completo? Un ateísmo instintivo confiesa una complicidad existencial con la cosa de la que se trata. En realidad, no es posible tratar de aproximarse al ateísmo tan particular de Nietzsche sino entendiendo bien lo esencial de su crítica de la creencia o de las creencias en Dios, retornando, por tanto, sobre sus célebres análisis de la muerte de Dios.

En efecto, es preciso constatar que Nietzsche no habla simplemente de la muerte de Dios en singular, como de un acontecimiento moderno que pondría fin a siglos de creencia, de oscurantismo. Sus escritos enumeran muchas muertes de Dios, como si, según la fórmula de Así habló Zaratustra, en asunto de dioses la muerte nunca sería más que un prejuicio. Por sorprendente que parezca, el primer ateo fue el Dios del Sinaí, que no admite otros dioses diferentes de sí mismo y que, por lo tanto, destierra o mata a todos los otros dioses como no divinos: la más impía de todas las palabras, dice el texto de Zaratustra, pues a través de ella se significa una pretensión de apropiarse de lo divino, de retenerlo para sí, de reducirlo a la unidad, lo que no significa nada distinto que el empobrecimiento y el agotamiento de lo divino profuso, multiforme, no identificable con un Nombre. Agotamiento risible, por otro lado, puesto que provoca, dice el texto (Nietzsche, 1975: §2), la risa de otras divinidades, como si la pretensión a la unicidad divina no pudiese ser acogida más que por una inmensa carcajada. ¿Puede uno solo reivindicar como su atributo propio la realidad divina misma? ¿Este gesto no es en sí mismo una negación de lo divino y una primera forma de su aniquilamiento?

Pero esta primera muerte de lo divino o, más bien, el triunfo del monoteísmo como forma decisiva de muerte de lo divino, va a encontrar una segunda versión con San Pablo: éste en efecto sustituye el alegre mensaje de Jesús, según el cual hay que decir sí al Reino y desterrar desde ahora toda ira y todo espíritu de venganza, por una mala noticia, aquella que enuncia que uno no puede abrirse a la vida de Dios sino a través de la muerte de la cruz. Mensaje mortífero y mortal inicialmente para quien adhiere a él, puesto que lo entrega a la larga y terrible dominación de los sacerdotes ascéticos, pero también para el Dios así profesado: ¿cómo podría sostener un Dios enemigo de la vida, del cuerpo y de lo sensible la pretensión de ser todavía divino? ¿No es un Dios parcial y parcializado aquel que no puede afirmarse sino contra una parte de lo real y en una negación de la vida? De golpe el cristianismo paulino es portador de una segunda forma de ateísmo, puesto que abre a una religión ascética, negativa, moralizada, que no puede querer a Dios sino de manera condicionada: la condición de ser moral, es decir de negar una parte esencial de sí o de dividir la vida contra ella misma; y, no lo olvidemos, es este cristianismo, y no el mensaje de Jesús, el que va a triunfar y a dominar a los espíritus a través de la Iglesia. De este modo, si el Dios del Sinaí se apropia locamente de lo divino, el Dios de Pablo se identifica con la muerte al separar la vida de sí misma. Segunda muerte en un sentido que no limita indebidamente lo divino a una unidad pobre y exclusiva como en el primer caso, pero que, esta vez, obliga a confesar en la negación de la vida, en el rechazo de lo sensible y de la afectividad, un Dios que obliga a la muerte para serle obediente, un Dios ya identificado él mismo con la muerte. Así con Pablo aparece una clase de ateísmo en segundo grado.

De otro lado, esta concepción entraña en el Occidente, marcado por la cultura moral e intelectual cristiana, una tercera muerte de Dios: aquella que proclaman los célebres aforismos de La gaya ciencia, primero bajo la forma de la parábola del exaltado, der Tolle Mensch en el §125, después bajo la forma de una anticipación del porvenir europeo en el §343. Muerte que es una autodestrucción de la creencia en Dios, en ruinas desde dentro por el nihilismo que llevaba desde el principio; victoria del rigor moral e intelectual sobre el falso monacato, que desde entonces parece a muchos que, bajo el nombre de Dios, no estaba sino la mentira del ideal honrado, además que en él triunfaba la negación de la vida y, por tanto, la nada. Desmoronamiento, insisto, que se produce desde el interior de la creencia, por un tipo de muerte que se inflige a sí mismo el cristianismo paulino, y no es de ninguna manera por azar que Nietzsche habla a este propósito de "eutanasia" (1980: §92). Aniquilamiento que no es provocado por la soberbia humana que de repente se preferiría a Dios, sino por la imposibilidad, existente desde entonces, de adherir a una imagen de Dios o a una concepción "humana, demasiado humana" —donde el hombre no encuentra ya una realidad delante de la cual pueda bendecir y cantar—, pero que no le devuelve sino una imagen de su propio agotamiento o de su fatiga. Desmoronamiento provocado por la educación moral cristiana que aviva la conciencia y le hace finalmente imposible la adhesión a un Dios que se ha vuelto demasiado humano, que ha perdido su carácter divino (Nietzsche, 1982: §357).

Nada en estos textos da a entender que Nietzsche haga una lectura unívoca, lineal o puramente "optimista" de un acontecimiento tal; nada sugiere tampoco que se trate de un hecho tan evidente que valdría de suyo y podría sostenerse como una adquisición de la historia. Si esta muerte abre la posibilidad de la serenidad para algunos, por cierto raros, ella equivale más bien a una pérdida del equilibrio del universo humano cuyas consecuencias fatales están lejos de asegurar un porvenir radiante. Por el contrario, Nietzsche teme que la "voluntad de creencia", siempre fecunda para darse nuevos ídolos, pero de aquí en adelante sin objeto propiamente religioso, no encuentre la manera de suscitar nuevas creencias mortíferas (en las ciencias, en política, en los nacionalismos o, bajo la forma del nihilismo, ¡incluso en la escalofriante afirmación del ateísmo mismo!), como si el ser humano, esencialmente fabricante de ídolos, no pudiera curarse de la aspiración al sentido —cualquiera que sea antes que un completo sinsentido—. Por ese diagnóstico particularmente sombrío, es claro que el ateísmo nietzscheano no se inscribe de ninguna manera en las perspectivas de una liberación feliz respecto a las creencias infantiles y no considera que la emancipación hacia las religiones ascéticas constituya finalmente una etapa en la conquista de la conciencia de sí de la humanidad. La desaparición de la creencia puede más bien coincidir con un momento decisivo en el reino del nihilismo.

Ese rápido examen de las muertes de Dios obliga a abandonar los lugares comunes de los que hemos hablado. Primero, la cuestión religiosa o metafísica no es de ningún modo marginal en la obra nietzscheana: es preciso explicarse a partir de ella, especialmente bajo su forma dominante en Europa, el cristianismo; es preciso también percibir que la liquidación de la creencia tradicional no soluciona ningún problema y que el ateísmo nietzscheano no tiene nada que ver con las banalidades según las cuales una vez que se deshace de Dios, el hombre podría llegar a sí mismo en la autonomía por fin conquistada (bella forma de idolatría moderna...) y en el disfrute de sí. Por el contrario, es ahora que el porvenir se torna peligroso, porque es en este momento que el abismo de lo real o el nuevo infinito —que querían las teologías del sentido o las metafísicas finalistas—, deben afirmarse.

Enseguida vemos bien el alcance y el sentido de la crítica nietzscheana del monoteísmo en sus diversas formas: el acto de muerte significado desde el Sinaí consiste en una apropiación culpable de lo divino, en una voluntad de darle forma o de identificarlo, en una tentativa de reducirlo al Uno, por tanto, en ahogar la rica diversidad proteiforme; este juicio da a entender claramente que lo divino no es de ningún modo asimilable a lo que sabemos, decimos, u honramos en los templos, que escapa por definición y por naturaleza, que se trata de una locura humana demasiado humana querer apropiárselo, incluso querer nombrarlo o llevarlo a un nombre. En consecuencia, Nietzsche se rebela contra todas estas formas de apropiación o de identificación, primero porque carecen de "respeto", de "pathos de la distancia", de "nobleza"; son viles, impúdicas y plebeyas, pretenden captar lo no asimilable; manifiestan una pretensión mezquina a poner las manos sobre todo, incluso sobre las cosas más sagradas, del mismo modo que Nietzsche le reprocha a Lutero, a propósito de la Biblia, haberla entregado al primero que llegaba, ¡despojándola así de su aura religiosa! Luego, porque estas apropiaciones terminan por autodestruirse (Selbstüberwindung), llegamos a descubrir, y este día ha llegado, que detrás de los valores más altos se escondía el temor del hombre ante el abismo o ante la complejidad de lo sensible; y si Dios puede llamarse nuestra mentira más grande es porque hoy nos damos cuenta de que detrás de esta palabra se abriga la voluntad enfermiza del hombre "de saber a qué atenerse", por tanto la enfermedad de hacerse centro y de llevar todo a sí (voluntad de creencia).

De otro lado, sería preciso mostrar hasta qué punto esta crítica del "monotono-teísmo" es coherente con la crítica despiadada del dualismo metafísico, puesto que la afirmación de un mundo del Ideal, mundo de Verdad, Bien y Justicia, por diferenciación y negación de lo sensible, no es radicalmente diferente del gesto de las religiones monoteístas por el cual uno pretende apropiarse del fondo de la realidad y decir su naturaleza. Platonismo y cristianismo se encuentran en una idéntica e ilusoria pretensión de decir la Verdad y, en alguna medida, de dominarla.

Si dejamos de lado este aspecto, por lo tanto esencial, pero que convergería con nuestros análisis, es forzoso reconocer en Nietzsche a un ateo extraño: no de aquellos para quienes lo divino no es sino imaginación o alineación, sino de aquellos para quienes la pretensión de las religiones de apropiarse de lo divino es una locura insoportable; una orgullosa falta de pudor, falta de pudor que dice mucho sobre el hombre en su voluntad estúpida de querer "pesar el mundo en su pequeña balanza" (Nietzsche, 1982: §346), o de tomarse por la medida del mundo, puesto que, como tal, lo divino permanece en el dominio de lo inasumible. Por tanto, no es sino después de la muerte de la religión que un revivir de lo divino es posible, según un aforismo póstumo. Debemos concluir que si Nietzsche se dice ateo por instinto, es a nombre de un rechazo visceral de dar rostro y forma a ese divino sin rostro, y no por ausencia de un instinto religioso. Sin duda, podría uno interrogarse aquí para saber si en esos gestos iconoclastas Nietzsche no se mantiene más fiel de lo que él piensa al protestantismo de su juventud, y si no puede escucharse aquí el eco del dogma luterano de la fe sola que no puede acomodarse sino en la desnudez de una afirmación sin contenido determinable, ni confortarse por las obras. Que este anticristianismo se despliega a partir de lo que él mismo llama un híper-cristianismo o, más bien, a partir de un sentido religioso vigorosamente iconoclasta, gran cantidad de textos lo testimonian. Porque el rechazo encuentra su vigor en un sentido de lo divino irreconciliable con toda forma de creencia definida. Él confiesa, por otra parte, en un texto póstumo de 1888: "para mí mismo, en quien el instinto religioso, es decir, formador de dioses, está vivo a veces a contratiempo: ¡cuán otro, cuán diferente lo divino se me ha revelado cada vez! [...] Yo no sabría dudar de que hay muchos tipos de Dios" (1977: 17 (4), §5); y agrega que como Zaratustra no "creerá" en el sentido de la voluntad de la creencia, podrá cantar a un Dios que sepa danzar (no obsesivo, que desaparece, visitador discreto, presente únicamente por sus "puntos" que se difuminan).

¿Cuál divino?

¿cuál es entonces este divino del que tanto las religiones como la metafísica han ignorado la verdadera naturaleza y han pretendido ponerle la mano encima? Es preciso recoger primero la confidencia contenida en el aforismo citado hace un instante. Lo divino en cuestión no es objeto de deducción intelectual o de saber adquirido en biblioteca: se trata de una revelación, aun de muchas revelaciones. La palabra "Offenbarung" no es sin duda citada por azar cuando Nietzsche evoca en Ecce Homo la fulgurante visión de Sils-María de agosto de 1881. Esto nos envía también a las visitaciones del pequeño dios Dionisos de las que habla el último aforismo de Más allá del bien y del mal, §295. Se trata, por tanto, de una experiencia viva, personal, vivida en la carne, como testimonia el relato de la "vivaz eternidad", fuera de la cual la escritura de Así habló Zaratustra sería sin duda alguna ininteligible. La escritura no menos que el contenido. Porque ¿a qué apunta este poema filosófico sino a aprender a cantar y a bendecir, a decir sí a aquello que lleva a celebrar la Eternidad como a esta mujer a la cual uno quisiera unirse para engendrar, para crear? Actitud que no pueden comprender sino aquellos que no están encerrados en el no, esclavos de su temor o de su espíritu de venganza, y a este título no es para nada extraño que este mensaje haya sido tan poco escuchado. Los pocos que han escuchado entenderán también que todo aquel que se compromete en semejante experiencia, en semejante decir sí al instante en su dinamismo de eternidad, presentirá de lo que se trata.

Pero, sin duda, es preciso marcar aquí una reserva. Lo divino así evocado, ¿puede ser nombrado? ¿Escapa a toda posibilidad de nombrarlo o no puede ser evocado sino bajo una multiplicidad de nombres, de suerte que no puede ser asimilado a ninguno de ellos? ¿Un divino sin nombre o un divino innombrable? ¿Un divino cuyo único atributo sería tener los pies ligeros?3 Es preciso notar, y se trata de una observación importante, que según la filosofía nietzscheana del lenguaje, ninguna palabra puede pretender una adecuación perfecta con lo que designa. Artificio y fuente de ilusión, el lenguaje tiene una función utilitaria, pero se convierte en ilusión desde que se le otorga o se espera más de lo que puede dar. Así, en estos parajes últimos adonde hemos llegado, no es extraño que el lector descubra una profusión de términos, una multiplicidad de designaciones, como si cada vez fuese preciso quemar inmediatamente el vocablo incapaz de ser portador de lo que designa. Lejos de ser signo de incoherencia o de contradicción, la multiplicidad o la proliferación del vocabulario, puesto que se trata de lo divino, es conforme con lo que se trata. Al contrario del Dios del Sinaí, que asimila lo divino a su nombre, es preciso romper todos los nombres que crearían la ilusión o neutralizarlos unos con los otros. Así Nietzsche hablará del pequeño dios Dionisos, y los eruditos van a recorrer las bibliotecas para descifrar su identidad, mientras que Nietzsche busca "extraviar", tentar, disimular, según un programa tantas veces anunciado. Por tanto, no aferrarse a Dionisos como tal, ni investigar en las enciclopedias eruditas. Uno podría decir, por lo tanto, "querido azar", providencia personal que juega con nosotros, bello caos del mundo, fuego infinito, profundidad abismal e insondable, Voluntad de poder identificada a la vida y a lo real, para citar los distintos nombres encontrados a lo largo de los textos y lanzados como por descuido, como quien tira piedras sobre un camino, pero aquí más bien para confundir que para conducir a un término bien seguro.

Es sin duda en esta línea interpretativa, que hay que entender la apología nietzscheana del politeísmo. Ésta se comprende primero, lo vemos bien, en el rechazo de todo aquello que representa el monoto-teísmo, reductor y, finalmente, ateo; también se comprende como equivalente a esta revivificación de lo divino, que no podría tener lugar sino con el fin del reino monoteísta4; equivale al final de la ilusión providencialista que ordena el mundo en una finalidad reconocible y que elimina así la distancia inconmensurable de lo infinito. Debería, por tanto, permitir la afirmación y la bendición de la Eternidad, pero de una eternidad sin nombre identificable, sin garantía salvífica, no redentora, sino querida y afirmada por sí misma, en una distancia liberada de toda búsqueda de salvación y de toda garantía personal. Si Nietzsche habla entonces de politeísmo es "a falta de algo mejor", para emplear una de sus fórmulas, ya que no se trata de un retorno a Grecia, pues Nietzsche ha precisado muchas veces que ningún retorno es posible, ni siquiera deseable. El politeísmo evoca más bien la exuberante vivacidad de este divino, la ineptitud para fijarla en una divinidad cuyos designios fueran claros y satisfactorios para el polvo humano en busca de garantía y de salvación. A lo que no dejaremos de agregar que la referencia al politeísmo no se hace sin un gusto por la provocación, con una voluntad de desviar o de "tentar" al lector, gusto que uno debe tener en cuenta para evitar las interpretaciones (demasiado) eruditas, y por tanto ingenuas.

Sin duda, hay que pensar un vínculo con la doctrina del eterno retorno de lo mismo. Ante todo, Nietzsche no busca poner allí los términos de una nueva religión, y es probablemente una de las razones de carácter fragmentario e incoativo de la expresión de esta doctrina (Lehre); además, no puede enunciarse una doctrina del retorno sino a través de un relato que vuelve sobre sí mismo y prefigura la prueba de un retorno infinito. No queda sino que decir sí a la Eternidad que representa un sustituto de los monoteísmos antiguos, pero lejos de identificarse con una religión de salvación y de eternización de sí, el decir sí envía al instante al portador de eternidad, a la aptitud de decir sí al menos una vez al contenido de la eternidad del tiempo. Al menos una vez, pero repetible quizá una infinidad de veces, pero justamente como un acto transitorio, no como un estado en el cual uno se mantiene. Decir sí, que Nietzsche no duda, por tanto, en llamar redentor, porque para él todo lo que es se encuentra justificado y redimido... Todo, no solamente la belleza y la profundidad del mundo, sino también lo que los niega, el sufrimiento y la muerte misma. Decir sí que asume en consecuencia lo más sombrío o lo más aplastante de la vida; y aquí el Dionisos descuartizado da lugar al Crucificado; su discípulo comprende que no basta morir una sola vez para alcanzar la beatitud, sino que la vida está hecha de mil muertes y que la redención supone que uno las acepta como uno acepta la vida misma. Por tanto, la finitud no es de ningún modo borrada en la afirmación, sino confirmada hasta en aquello que marca su mayor distancia con lo divino, y aún en su extrañeza respecto de él. El hombre no es lo divino, lo divino no es el hombre y no hay comercio con él, sólo "visitas" raras y sorprendentes, como está dicho al final de Más allá del bien y del mal, §295, a propósito de Dionisos, "el genio del corazón". Por esta afirmación Nietzsche está a mil leguas del cristianismo y de toda idea de la Encarnación. De todos modos, es posible que el hombre descubra, como por un resplandor, la belleza del decir sí a lo que le pasa absolutamente, o que lo divino deje una huella de pie de bailarín, que una vez puesta desparece de inmediato; y cómo el descubrimiento de la belleza y del amor, es suficiente una sola vez o puede ser suficiente para quien es bastante fuerte como para no apoderarse y apropiarse de lo real.

Conclusiones personales

Uno de los mayores intereses de la filosofía nietzscheana es mostrar que "la cuestión de Dios" está lejos de estar cerrada para él a partir de la confesión misma de aquél que ha proclamado, con el énfasis que conocemos, la muerte de Dios. Una lectura atenta y benevolente de su pensamiento obliga a salir de los lugares comunes a los cuales da lugar, paradójicamente, justo en este punto, la pereza intelectual que hace de la mentada muerte de Dios un hecho asumido, un dato de la experiencia contemporánea, sobre el cual sería vano interrogarse. Ahora, la muerte del Dios monoteísta, aquel de las religiones llamadas ascéticas, no significa de ninguna manera para Nietzsche la desaparición de lo divino. Porque la búsqueda de lo divino está ligada al hombre mismo, y si la creencia en el Dios cristiano personal se debilita, se vuelve no creíble, los hombres buscarán en otro lugar "ídolos", creencias en el progreso, en el sentido de la historia, en la política, en la violencia nihilista, aspirarán "a la creencia en la increencia" —Glauben an den Unglauben, (1982: §347). Esta "voluntad de creencia" —Willen zum Glauben— será aún más salvaje puesto que no estará canalizada por las religiones institucionales que tenían dominio sobre las masas. Se puede incluso llegar a decir con un aforismo de este periodo racionalista y "volteriano", aquel de Humano, demasiado humano, "que no hay suficiente religión en el mundo que pueda siquiera aniquilar las religiones" (1981: I, §123). Que la pérdida de la creencia del Dios cristiano provoque crisis temibles y una desestabilización de todas nuestras instituciones, no significa que, al menos para algunos, la afirmación de lo que es tal que es en su infinita profundidad, no sea fuente de alegría o no se acerque a un cierto tipo de salvación (puesto que Nietzsche no duda en retomar este vocabulario, sin el riesgo de inducir a contrasentidos). Su diagnóstico sobre el después de la muerte del Dios monoteísta es instructivo para cualquiera que no sea ciego ante la realidad de las aspiraciones actuales a lo religioso. No me corresponde aquí tratar de ello, pero Nietzsche es un buen guía para explorar este universo que mezcla lo mejor y, sin duda, lo peor. ¿No vislumbró él mismo la larga duración de la sombra de Dios y los riesgos que se siguen de la idolatría, incluida la alineación de sí en las manos de gurús despiadados, formas nuevas del sacerdote ascético, más temibles porque pasarán por emancipadas de las antiguas creencias?

Por lo tanto, el filósofo no puede renunciar a cuestionar la posición última de Nietzsche. Lo divino sin nombre, y sin duda innombrable, ¿es verdaderamente un divino que el hombre puede reconocer o, al menos, designar a partir de su finitud? La afirmación de este divino no va a la par y ¿no entraña una desaparición del hombre mismo, aún más despiadada que la que está implicada en las ascesis propuestas por las religiones de la salvación (suponiendo todavía allí que Nietzsche no agrega nada a las modalidades efectivas de las ascesis cristianas)? ¿El decir sí no implica un decir no a la finitud y a la individualidad que conduce al descuartizamiento dionisiaco de sí y por tanto a la negación de la finitud5? O también, a la inversa, este divino ¿no puede ser presentido sino a través de la vida sensible, por tanto a través del cuerpo tal como lo experimentamos, por ende en la vida vivida y en su inmanencia misma? Pero también ¿no corremos el riesgo de llegar a una suerte de celebración de la vida que pierda el sentido de la distancia y del infinito? ¿Podemos escapar y escapa plenamente el pensamiento de Nietzsche de esta contradicción? Dicho de otra manera, la elección es, en efecto, entre una religión en la que Dios no pierde nada de su trascendencia haciéndose próximo al hombre, y una 'religión' en la que lo divino no puede ser afirmado más que en la negación de sí y en un pathos de la distancia donde el individuo se agota en una tensión insoportable.


Pie de página

1Según las fórmulas de un despiadado texto de 1873, Sobre la verdad y la mentira en el sentido extramoral del término. Ver también en otros El viajero y su sombra §14
2La gaya ciencia
§357.
3Según el célebre texto póstumo de 1888 (1977: XIV, 17 (4), § 5.
4Según un aforismo de 1880-1881, "Erst nach dem Tode der Religion kann die Erfindung im Göttlichen wieder luxuriereri" (1995: § 581).
5Un lector tan advertido como Michel Haar, hace preguntas análogas en varios de sus textos consagrados a Nietzsche. Así en Historia de la filosofía (1974: t. 3, 349) o en Nietzsche y la metafísica (1993), capítulo 7 Metamorfosis de lo divino, y capítulo 8 La alegría trágica.


Referencias

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Haar, M. (1974). Historia de la filosofia, t. 3. Paris: Gallimard Pléiade.         [ Links ]

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