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Universitas Philosophica

Print version ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.27 no.55 Bogotá July/Dec. 2010

 

EL GRIEGO Y EL LATÍN EN LA CONFORMACIÓN DEL PENSAR COMO CIENCIA

Jaime Escobar Fernández*

* Licenciado en Filosofía y Letras Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.


Lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy aunque de una forma muy diferente, a pesar de que yo no lo señale ni lo subraye cada vez

Jacques Derrida

Pericles inicia su celebérrima oración fúnebre con estas palabras que tomo en préstamo:

La mayoría de cuantos me han precedido en esta tribuna han establecido la costumbre de esta exposición [...] puesto que a nuestros antecesores esto pareció una buena costumbre es necesario que yo cumpla con esa ley al tratar de atender el deseo y parecer de cada uno de ustedes, de la mejor manera posible.

Agradezco a nuestro Decano y al grupo de profesores que seguramente lo secundaron, el que me hayan tenido en cuenta para reflexionar sobre la contribución del griego y del latín en la conformación del pensar como ciencia en esa especie de eterno retorno que nos trae de presente Derrida y que he puesto como epígrafe de esta conversación: "Lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy, aunque de una forma muy diferente a pesar de que yo no lo señale ni lo subraye cada vez".

Acepté la invitación no porque estuviera convencido de haber acumulado méritos suficientes para ocupar esta tribuna sino porque interpreté el ofrecimiento como la promulgación oficial de la política de la facultad para abrirle campo a la posibilidad de que estudiantes y profesores por igual pudieran tener acceso directo a documentos que están en la base de todo el monumento de la filosofía perenne y porque "Lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy aunque de una forma muy diferente". Trataré de estar a la altura de las espectactivas.

Convergen en esta ocasión dos circunstancias que me resultan particularmente emocionantes y que, abusando de su benevolencia, voy a compartir. La primera está relacionada con que este encuentro tiene lugar en el edificio consagrado por la Universidad a la memoria de uno de los grandes humanistas clásicos del siglo pasado: Manuel Briceño Jáuregui, S.I., honor que comparten con él, otros ilustres jesuítas entre los cuales es necesario destacar las figuras de Daniel Restrepo, S.I.; José Celestrino Andrade, S.I.; Eduardo Ospina, S.I. y el mayor de todos, Félix Restrepo Mejía, S.I., más conocido como el Padre Félix, fundador del Instituto Caro y Cuervo, y renovador de la Academia Colombiana de la Lengua. La universidad ha consagrado a la memoria del P. Félix nuestro mayor auditorio y uno de los edificios de la Universidad. Restrepo y Briceño conservaron hasta su muerte el honor y la responsabilidad singular de ocupar la presidencia de la Academia Colombiana de la Lengua.

La segunda circunstancia tiene que ver con que estamos en el auditorio Jaime Hoyos Vásquez, S.I. de quien no fui discípulo directo, pero quien enterado por no sé qué caminos, de mis coqueteos con la cultura grecolatina, me trató siempre con especial deferencia, y pese a ser él un brillante intelectual, se interesaba no solamente por los modestos avances de mis trabajos sobre clásicos, sino que con espontaneidad admirable me hacía consultas que yo trataba de responder con temor y temblor. De esa estirpe académica de los Hoyos Vásquez queda la memoria no solamente del P. Jaime sino también del recordadísimo exrector el P. Jorge y el Dr. Guillermo, nuestro apreciado 'Guillo', defensor a ultranza del griego y el latín no solamente en la formación del filósofo sino en la de cualquier intelectual respetable. Ningún lugar, pues, más apropiado ni ocasión mejor —¡cairos— que ésta, para explorar la contribución del griego y del latín en la conformación del pensar como ciencia. ¿Cómo proceder para cumplir con tal cometido? Quizá la evolución de estos idiomas, sus repetidas 'presencias' y 'ausencias' en la cultura occidental permitan seguirle los pasos al griego y el latín en la conformación del pensar como ciencia y desde luego para darle cumplimiento a la maldición de Saramago: "Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia".

Viajeros sin retorno

¿Por qué y cómo el griego y el latín se mantienen contra viento y marea a lo largo de los siglos? ¿Qué fuerza oculta les ha permitido superar los embates de la condición humana a cuyos golpes desaparecieron (Gordon, 1968: passim) lenguajes como hitita, urrita, sánscrito, acadio, sumerio, asirio, cananaíta, minoico, amorreo, eblaíta (Pettinato, 2000: 338ss.), dalmático, venético, céltico, mesapiano, ligurio, osco-umbro, etrusco, todos ellos en la raíz de la cultura occidental? Imposible negar que tenemos raíces que se hunden profundamente en un pasado glorioso del que somos legítimos herederos. ¿Cómo sucedió todo esto?

Entre el habla y el raciocinio

Cuando decimos filosofía, metafísica, estética, lógica, fenómeno, noética, propedéutica, prólogo, epílogo, epítome, síntoma, metáfora, perífrasis, prolegómenos, ética, ortodoxo, patético, epíteto, parásito, proléptico, tesis, síntesis, antítesis, hipótesis, estamos hablando en griego: uno estaría tentado a pensar que el griego es por naturaleza el lenguaje de la filosofía ¿Registra la historia de las ideas otro lenguaje tanto o más apropiado para conformar el pensar como ciencia?

Un lejano pasado

Los pueblos del Oriente remoto, probablemente 3.000 años o más, a.C., empezaron el largo y laborioso esfuerzo para encontrar la manera de darle forma permanente y estable a la fugacidad y a la variabilidad de la comunicación oral. ¿De qué otra manera podría transmitirse a las siguientes generaciones las conquistas, los procesos y los valores personales, familiares, tribales y étnicos? Era necesario disponer de medios invariables, duraderos, almacenables, aptos para circular de mano en mano y no de boca en boca: la palabra enunciada era reversible; pero la escrita, no. El pensar dio su primer fruto con la escritura, fruto que quizá fuese una de las primeras ciencias de la humanidad y con ella, se inaugura la capacidad de navegar por el río del tiempo entre sosobras y tormentas, pero siempre a flote. Siglos después Hayakawa rescataría este conocimiento: "Aprender a escribir es aprender a pensar. Nada se sabe con claridad a menos que se pueda poner por escrito" (1997).

Los signos acordados por convención comunitaria entraron a sumplir la necesidad de la presencia física del rey, del sacerdote, del profeta, del rapsoda y del chamán para transmitir de una generación a otra el saber acumulado a partir de la experiencia, y con el tiempo, el saber sobre el saber para darle comienzo a la configuración del... ¿Sería impropio pues declarar en este momento el nacimiento de la metacognición?

Es evidente que nuestros antepasados descubrieron pronto la fuerza del arte de pensar y la manera de transformarla en ciencia. El saber a partir de ese momento quedó incrustado entre el tiempo y la eternidad (Restrepo 1960), como lo denominara el P. Félix en uno de sus ilustrados ensayos, expresión que casi 50 años después Ilya Prigogine (1992) escogería como título de su discusión sobre el tiempo, la irreversibilidad de los fenómenos físicos, la entropía y la complejidad del mundo en las perspectivas de la nueva física. ¿Acaso la escritura pueda llegar a ser aceptada por el físico cuántico como fenómeno irreversible? Cuando las autoridades judías exigen al acobardado Poncio Pilato que cambie el letrero que ha mandado poner a la cabeza del crucificado y no a sus pies, responde tajante, según el texto bíblico: "Lo escrito, escrito está".

La fuerza arrolladora del griego y el latín

Desde los confines del Oriente probablemente donde el génesis bíblico ubicara al Jardín del Edén, oleadas interminables de migrantes hacia esta parte del mundo llevaron consigo información escrita que fue quedando en el camino, y del mismo modo que Pulgarcito, mil veces más astuto que su estatura del tamaño de un pulgar (Grimm, 1977), se las ingeniaron para evadir los aviesos planes de comerciantes, de ladrones, de titiriteros y de toda calaña de hombres de los que está lleno el camino de la historia; siglos después, los arqueólogos irían detrás de esos vestigios y, con paciencia benedictina develarían el enigma de lenguajes perdidos que hablaron en su momento aquellos extraños seres a quienes los helenos denominarían 'Barbaroi', en cuanto su hablar parecía un monótono e interminable 'bar, bar, bar, bar' que después de múltiples esfuerzos no lo fue para arqueólogos y lingüístas, infatigables descifradores de lenguajes ya desaparecidos.

El paradójico papel de los 'Barbaroi'

Fueron los 'Barbaroi' quienes, entrando por el norte de la península griega, arrasaron todos los reinos que habían sido regidos por castas sacerdotales y guerreros audaces: cayó la legendaria Micenas, 'rica en oro' y con ella, el reino de Agamenón; cayeron Pilos, Phaistos, Malia y Cnosos, palacio cretense que desenterró y reconstruyó Sir Arthur Evans para dar a la luz pública abundante documentación en bloques de arcilla, punta de ese hilo de Ariadna mediante el cual Chadwik (1973) descifraría un protogriego: el Lineal B, griego verdadero aunque escrito en carácteres fenicios y gracias al cual pudimos entender un poco los tiempos previos a esa catástrofe que originó aquello que los historiadores han llamado 'La edad oscura en el pasado de Grecia': por varios siglos Grecia vio desaparecer de sus dominios el minoico de tiempos esplendentes.

El surgir de las cenizas

Barridos los reinos con sus monarcas, destruidos sus palacios, arruinados sus campos, saqueadas sus riquezas, las comunidades quedaron en las mismas deplorables circunstancias que los compañeros de Eneas luego de la terrible tempestad que los vientos del rey Eolo, a ruegos de la rencorosa Juno, descargaran su furia contra la modesta flota del padre de los desplazados por la guerra: el Pío Eneas. "Apparent rari nantes in gurgite vasto" (Aen. I, 118) dice Virgilio en la Eneida: se puede ver a uno que otro nadando en la hirviente inmensidad del mar.

Las comunidades que sobrevivieron al tsunami de las hordas bárbaras quedaron como "ovejas sin pastor", según expresión bíblica; pero, "lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy aunque de una forma muy diferente": sin sus 'pastores' las 'ovejas' tuvieron que volvérselas a arreglar, esta vez por su cuenta, en el diseño de la reconstrucción de su tejido social, de sus instituciones, del manejo de conflictos y de su ideal de vida. Esta fue la circunstancia exacta cuando de las cenizas que dejaron las ruinas de los reinos, emergió tímida pero pujante la Polis, la ciudad, madre nutricia y fecunda de la filosofía. Sin la Polis, sin la ciudad, quizá no hubiera sido posible hacer del pensar el modo privilegiado del conocer; de la Filosofía. La escuela de Mileto no experimentó la contemplación de La razón; le dio la primera configuración de racionalidad.

Jean-Pierre Vernant en su reflexión sobre los orígenes del pensamiento griego, encuadra con sencilla precisión el fenómeno:

Esta razón griega no es la razón experimental de las ciencias contemporáneas orientada hacia la exploración del medio físico mediante métodos, herramientas intelectuales y paradigmas con los que a lo largo de los últimos tiempos, mediante laboriosos esfuerzos, se busca conocer a la Naturaleza para dominarla. Cuando Aristóteles define al hombre como "animal político" destaca aquello que separa la razón griega de entonces, de nuestra razón. Si el homo sapiens es a los ojos antiguos el hombre político es porque la Razón, en su esencia, es política. (1981: 131)

Cuando Eduard de Bono se pregunta por el origen de nuestra naturaleza polémica, fuente de interminables conflictos, cree encontrarla en este culto griego a la razón y específicamente en la dialéctica surgida de la experiencia social que se convirtió para los griegos en reflexión positiva favorecida por la convivencia ciudadana que se organiza a través del debate público argumentado.

La decadencia del mito empezó cuando los primeros sabios que ellos signaron con el mágico número siete, sometieron a discusión el orden cósmico y humano para hacerlo inteligible por sí mismo y traducirlo a fórmulas accesibles a la inteligencia de los ciudadanos para que ellos pudieran aplicar la norma a la medida de sus relaciones con los demás y con la naturaleza. El lenguaje de Homero y Hesíodo cede el paso a otro: al político, exterior a la religión y fértil en otros puntos de vista 'teóricos', conceptos, principios y vocabulario. La nueva idea de civilización se instala en la sociedad griega: el hombre no es independiente del ciudadano, es ciudadano, y la phronesis, la reflexión, es el privilegio de los hombres libres que ejercen tanto el derecho al uso de la razón como al ejercicio de sus derechos cívicos. El pensar se constituye por cuenta propia en la razón de ser del hombre griego y Aristóteles desarrollaría después la norma que habría de mantener en el camino apropiado al ejercicio de la razón; quedaría así coronado y consolidado el pensar como ciencia.

La reconstrucción de la sociedad luego de las catástrofes hizo a la vida griega adulta, al liberarla de la dependencia del pensar ajeno para confiarla a la capacidad de hacerlo de manera autóctona y de forma autónoma; quizá este tenga que ser el destino de nuestra propia cultura. Vernant sintetiza el papel de la ciudad en el desarrollo del pensar, de esta manera:

La razón griega es aquella que de manera positiva, reflexiva y metódica permite actuar sobre la sociedad sin intentar extender su influjo sobre la naturaleza. En sus limitación como en sus logros, la razón griega es hija de la ciudad. (Vernant, 1981: 133ss.)

La lengua griega en la vitalidad del pensamiento

El mundo intelectual griego fue intenso en todos los campos, al menos desde el siglo VI a.C. hasta nuestros días, y el vehículo privilegiado para éste ha sido su lengua que todavía se habla regularmente en la república helénica con casi doce millones de personas, entre nativos e inmigrantes, y se calcula que puede haber otro tanto disperso por el mundo. Los hombres de la diáspora helénica se comunican en griego con la familia y con los amigos. Hoy podríamos estar hablando de cerca de veinticinco millones de personas que se interrelacionan en el idioma con más hondas raíces en un pasado remotísimo, y lo hacen empleando tres formas de griego surgidas de las circunstancias: el cathareusa o griego culto; el demótico o habla popular y el grekeesh o nueva forma que emerge entre los fanáticos de la web siempre ávidos de expresar con menos y de cualquier manera aquello que necesita de más y deformas selectas. No importa en qué rincón del mundo habiten: la descendencia helénica de una a otra generación se comunica en griego. Desde finales del siglo XIX hay comunidades grecoparlantes en Francia, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Australia, Brasil, Chile, Uruguay, Argentina y por supuesto en Colombia. ¿Qué más hará falta para evitar que se siga diciendo que el griego es lengua muerta?

Lengua latina, norma social, orden jurídico y administración

Si cuando decimos filosofía, metafísica, estética, lógica, fenómeno, noética, propedéutica, prólogo, epílogo, epítome, síntoma, metáfora, perífrasis, prolegómenos, ética, ortodoxo, patético, epíteto, parásito, proléptico, tesis, síntesis, antítesis, hipótesis, estamos hablando griego; cuando decimos universidad, facultad, misión, visión, maestro, educación, colegio, currículo, pensum, nota, grado, estudio, lección, investigación, maestría, doctorado, alma mater, alumno, estamos hablando latín. Si la filosofía parece expresarse naturalmente en griego, la educación lo hace en latín. ¿De dónde nos llega este lenguaje de la educación y del orden jurídico? Los ' barbaroi' volvieron a cumplir su paradójica misión: crear nuevas realidades a partir de la destrucción física y cultural: el texto bíblico otra vez tiene razón: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no dará fruto (Jn. 12, 24) y, en visión más profana, la sentencia aquella de Derrida: "Lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy aunque de una forma muy diferente".

Probablemente hacia finales del año 2000 a.C. la avanzadilla de otra horda de 'barbaroi' provenientes tal vez de más allá del mar Negro y mucho más al oriente, llega a la península itálica comunicándose en un dialecto que con el tiempo se convertiría en la lengua latina.

Los recién llegados apenas logran asentarse en la parte menos atractiva de esa tira de tierra que es Italia: en el Lacio, región llana, inundable, malsana, ubicada en las riberas del río Tíber y rodeada de vecinos raizales poco amistosos que se expresaban en dialectos locales: falisco1, osco2, sabélico3, volsco, umbro4 o etrusco.

No había pasado mucho tiempo desde que se empezara a levantar el monumento literario de la Ilíada; del momento en el que Hesíodo elucubrara sobre la naturaleza de las cosas, además de la manera de cultivar la tierra; del melancólico día en el que Safo, la poetisa ardiente, se lamentara de tener qué pasar otra noche durmiendo sola y de que Píndaro exaltara en tonos marciales las glorias de los héroes.

Con evidente sentido de fuerte identidad y sentido de pertenencia, los recién llegados a Italia se resisten a dejar que su lengua nativa se disuelva ante la presión lingüística de los etruscos y de los osco-umbros: quedaba establecida y marcada la tenacidad del naciente pueblo romano y de su maravillosa lengua que llega hasta nuestros días en las palabras y en las sonoridades del habla en rumano, en italiano, en francés, en portugués, en español (Claflin, 1941) y, como van las cosas, habrá que añadir el Catalán. ¿Cómo se llegó a este punto en el caso de nuestro idioma? Nadie más autorizado que Don Ramón Menéndez Pidal para contarlo.

Después de la disolución del Imperio hacia mediados del primer milenio de nuestra era, las provincias continuaron comunicándose y administrando los asuntos oficiales en un latín despreocupado de las finuras literarias por estar a cargo de colonos, legionarios, magistrados y conquistadores que se hicieron grandes mediante el poder político, el talento administrativo y la superioridad de una cultura capaz de arrasar con idiomas nativos ineptos para atender los complejos requerimientos de la nueva vida exigida por el proceso de colonización.

Se ha podido recuperar con bastante exactitud la evolución del latín que se apropió de vocablos acuñados por dialectos locales: etrusco, falisco, osco y, por supuesto, en gran medida del griego que se hablaba con regularidad en el litoral mediterráneo de tiempo atrás. ¿No será la leyenda de Eneas, el héroe troyano, el reconocimiento de la temprana presencia del griego en la formación del latín?

A la manera de los griegos que se expresan en formatos populares para la comunicación cotidiana, y la de los artistas y creadores literarios que pulen y aquilatan esas voces de abajo para elevarlas a cotas superiores propias del lenguaje literario; también en el latín se puede seguir ese rastro demótico o popular, en las comedias de Plauto, y el literario, exquisito, rítmico y solemne, en Virgilio, Lucrecio, Ovidio, Horacio, Cicerón y la pléyade de imitadores que intentarían emularlos después. De San Jerónimo dicen sus biógrafos que le remordía la conciencia ser más ciceroniano que cristiano.

Roma se hizo dueña del mundo y lo enseñoreó por casi un milenio también con su idioma que llegó a ser 'lingua franca' para los negocios, la administración, las relaciones internacionales, la enseñanza, la evangelización cristiana, el registro histórico, el ejercicio del derecho, para la teología y la filosofía. ¿Qué pasaba entretanto con el griego?

Literalmente estaba hibernando en la mítica Alejandría, la de la Biblioteca, la curadora del acervo matemático, la del patíbulo de Hypatía (Gálvez, 2004), la de la mujer que se atrevió a invadir el campo de los números; Alejandría huerto exclusivo, jardín del edén, de los cofrades de Euclides, hogar de los cultores de la astronomía, de la física y de las 'ciencias duras del momento', dominio excluyente y exclusivo establecido por los hombres de ciencia y campo de las peores suspicacias sobre las mujeres y su capacidad de incursionar en el pensar como ciencia. En mala hora llegaron los legionarios de Julio César quienes mientras su gran capitán cortejaba a la opulenta Cleopatra, redujeron a cenizas aquellos tesoros que no se perdieron del todo gracias a que a lo largo de toda la costa africana del mediterráneo los celosos propagadores de la nueva fe cristiana y sus más destacados pensadores reinterpretaban las filosofías griegas, para darle un cuerpo intelectual digno a las nuevas doctrinas salvadoras que empezaban a difundirse por el mundo y llegarían hasta Roma de la mano de Agustín de Hipona, lector frenético de Platón en el silencio de sus meditaciones cotidianas, y orador latino en sus escritos y manifestaciones públicas.

Solamente hacia la mitad del siglo III de nuestra era, cuando el latín reemplaza al griego como lengua litúrgica de la comunidad cristiana de Roma, se establecerá definitivamente el uso de la lengua del Lacio como lengua literaria cristiana que empezará con Tertuliano, se prolongará en Minucio Félix iluminado por Cicerón, tal como lo haría luego Lactancio y Ambrosio quien inspirado en el De officiis, redactará los officii ministrorum destinados al clero y acogidos por el cristiano simple.

La reflexión latina del siglo IV se debió al Timeo. En el libro VI de su De re publica, Cicerón pone en boca de Escipión Emiliano (el segundo africano) la narración de un sueño en el que su padre, Escipión Africano, le muestra Cartago y le anticipa la victoria; para incitarle al bien, le revela que las almas de quienes le han prestado un buen servicio a la patria son recompensados por el dios supremo con una vida feliz después de la muerte y su morada es la vía láctea.

La Edad Media conoció al Timeo de Platón por un fragmento de la traducción latina que había hecho Cicerón, pero sobre todo por la traducción de Calcidio, también fragmentada, y por el comentario inspirado en el de Posidonio con el que la había enriquecido: el platonismo había empezado a expresarse en latín con el impulso final que le da Agustín de Hipona.

Cada siglo que pasa va mostrando con mayor evidencia que el griego y el latín dieron forma al ejercicio del pensar en legítima fuente de saber confiable: en ciencia.

La barbarie ataca de nuevo

Volvió la barbarie y "Lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy aunque de una forma muy diferente": se desmoronó el Imperio. Las guerras de expansión de los romanos dejaron heridas profundas en los pueblos subyugados que por años habían estado a la expectativa de la crisis del gigante para dar el zarpazo final sobre la fiera herida de muerte. Otras hordas se volcaron sobre el mundo civilizado y como torrentes salidos de madre se desparramaron por Europa para dejar a su paso un panorama que podría sintetizarse con los versos de Anarkos del maestro Guillermo León Valencia5 cuando describe al gozque callejero que despierta en la mañana:

[...] ese perro nostálgico y lanudo
sacude soñoliento la cabeza
y se echa a andar por la fragosa vía,
con su ceño de inválido mendigo,
mientras mueren las ráfagas del día
para tornar a su fangoso abrigo.
Hundido en la cloaca
la agita con sus manos temblorosas,
y de esa tumba miserable, saca
tiras de piel, cadáveres de cosas.

La desolación cundió por todo Occidente; el griego y el latín quedaron al borde de la desaparición "aunque de una forma diferente", según sentencia derridiana.

A lo largo de 200 años, en el transcurso de los siglos V y VI, dos personajes terminarían acaparando la atención de historiadores de las ideas en siglos posteriores: Boecio y Gregorio Magno. Con Boecio, la filosofía en latín llegaría a convertirse en una fuente de consolación para las penalidades de la vida, pero, sobre todo, como Sócrates a la espera de la hora suprema de morir bajo el peso de una acusación injusta. Gregorio el Magno (540-604), por su parte, sería el último baluarte de la tradición latina; tradición que bebió desde la cuna gracias a que había nacido en una familia patricia de Roma y heredado, como por derecho de nacimiento, la cultura tradicional de su terruño la cual dejó marca en la obra escrita de El Magno quien afirmó: "Puesto que es en la Escritura donde está el origen de nuestra exposición, conviene que ese hijo se parezca a su madre". El latín cristiano sucedería al latín clásico que desaparecía de la escena cultural del momento hasta cuando la civilización anglosajona invadió a Occidente poco a poco con el latín y el griego que llevaba en su maleta de viaje.

En el siglo VI, la vena de la antigua cultura romana parece poco menos que agotada. Los Padres latinos habían dilatado su sobrevivencia explotándola al servicio del pensamiento cristiano, no obstante, en esa época, termina por descomponerse el Imperio Romano en el que dicha cultura había nacido.

En el 768, Carlo Magno asume el trono del Sacro Imperio Romano Germánico, que para Voltaire ni era sacro ni era románico, ni era germánico. El reino carolingio fue concebido como la prolongación, en el tiempo, del antiguo Imperio Romano que había muerto, pero cuya cultura la Iglesia católica salvará de su extinción al depositar mucho de ella en los pueblos de Occidente.

No más asumido el trono, Carlo Magno a través de informes que provienen de todos los rincones del mundo y que le son leídos, porque él mismo no estaba en condiciones de hacerlo, constata que se halla ante verdaderos monumentos (obras públicas, construcciones) ante la ausencia de las más elementales letras del conocimiento, y llega a la conclusión de que no hay nada más peligroso que un ignorante con poder; entonces, en aras de la gobernabilidad, toma la decisión de emprender la formación masiva e intensa de los funcionarios a través de escuelas palatinas con asiento en las cortes y catedralicias en las iglesias; él mismo se matricula en clases de latín. Se comienzan a incubar lo que pocos siglos después serían las grandes universidades de Europa. ¿Dónde están los maestros para tamaña empresa?

De nuevo el ave fénix

En la agonía del imperio romano, el papa había enviado celosos y eruditos misioneros con el encargo vehemente de convertir a Inglaterra a la verdadera fe. Oleadas de fervorosos e inquietos misioneros no solamente llevaron la religión, también portaban consigo una numerosa y notabilísima colección de libros sagrados y profanos escritos en la más pura latinidad, terreno fértil donde crecería poco después la semilla prodigiosa —a pesar de la mala prensa— de la Edad Media, y con ella la consolidación del libro como última autoridad, fuente de todas las ciencias; de ahí la cultura de la credibilidad en el escrito aumentada por el sello de la antigüedad y la vigencia de la tradición: todo esto, en latín.

Clive Stapless Lewis, (el autor de las Crónicas de Narnia), junto con J. R. R. Tolkien, (el de El Señor de los Anillos), Charles Williams y Owen Bartfiel, contribuyeron significativamente al esclarecimiento de la literatura medieval y, de paso, abrieron la línea de investigación, filosofía y literatura. Lewis afirma:

La Edad Media es la época de la autoridad; solemos referirnos a la autoridad de la Iglesia pero fue la época no sólo de la autoridad de esta última sino también de las autoridades. [...] Todo escritor, a poco que puede, se basa en un escritor antiguo, sigue a un auctour preferentemente latino. Es esta una de las características que diferencian aquel periodo histórico casi tanto del mundo primitivo como de la civilización moderna. [...] la Edad Media dependía predominantemente de los libros. Aunque el número de personas que sabían leer era muy inferior al de ahora, la lectura era en cierto modo el ingrediente más importante de la cultura en conjunto. [... ] La Edad Media tenía raíces en el norte y oeste "bárbaros", además de en la tradición grecorromana que le llegó principalmente por los libros. [...] Los medievales eran librescos. En verdad, creían en los libros a pie juntillas. Les costaba mucho creer que algo que un antiguo auctour hubiese dicho fuera pura y simplemente falso (Lewis, 1997: 11-18).

Toda la reflexión que produjo el encanto fantasioso de esta edad asombrada y asombrosa estuvo pensada, fue comunicada y conservada por escrito, en latín.

Europa se fue llenando de nuevas voces y al contacto de los pueblos con doctores de la guerra y analfabetos del arte, quedó sembrada la semilla que luego florecería en lo que hoy se ha dado en llamar: lenguas romances; con estos nuevos protagonistas en escena, el latín vuelve a "hacer mutis por el foro", como se dice en el lenguaje teatral equivalente a se sale por la puerta de atrás y Derrida volverá a tener, otra vez, razón: "Lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy aunque de una forma muy diferente".

Con el nacimiento de la escolástica, el latín regresa a ocuparse del conocer y los resultados de esa 'scientia' llegan hasta nosotros en tratados de todo tipo: desde los más eruditos y ponderados hasta las veleidades de saberes de dudosa consistencia y poca fiabilidad. Nombres famosos, autores menos célebres y charlatanes se ocupan de mantener vigente el esfuerzo continuo por explicar el mundo en todas sus dimensiones. La lista de ilustres personajes se haría interminable, pero el panorama podría percibirse en un solo ejemplo.

La reina Margarita de Saboya (1598-1655), sin ser la mujer superior de la leyenda cortesana, era una reina que conocía su oficio; sometió la propia vida a examen y descubrió que había procurado por todos los medios enriquecer la mente y estar al día en los conocimientos de su época, pero le faltaba la característica que los círculos cortesanos del momento le atribuían generosamente: la de 'mujer culta'... entonces decidió estudiar las lenguas clásicas y en una carta a su maestro Marco Minghetti le confesaba:

Le estoy muy agradecida por haberme abierto con tanta paciencia y bondad el mundo encantado de la cultura clásica; era un deseo vivo y constante para mí; me parecía ver una puerta magnífica de metal reluciente pero cerrada herméticamente y con un candado demasiado fuerte para mis manos (Fornaciari, s.f.: 15).

Hasta bien entrado el siglo XIX sólo era consideraba 'persona culta' quien pudiera tener acceso directo a textos fundamentales de las culturas clásicas griega y latina.

Los avances formidables en el conocimiento logrado por las ciencias naturales entre los siglos XIX y XX, además de la utilidad práctica e inmediata de sus resultados, empezaron a menoscabar el prestigio de las ciencias humanas incapaces, por el momento, de competir en aspectos de utilidad práctica: el humanismo clásico que era la joya de la corona en la formación del hombre integral, del caballero, del hombre culto, languideció ante el impulso optimista de las nuevas tecnologías y pasó a ocupar puestos casi invisibles en los nuevos programas académicos obsesionados por formar técnicos capaces de sostener e impulsar la revolución tecnológica en plena marcha a partir de la posguerra.

La primera mitad del siglo XX contempla ya una batalla campal entre los pocos que todavía defienden las humanidades clásicas centradas en el binomio griego-latín y quienes las impugnan con toda clase de argumentos. Erwin Schródinger (1887-1961), quien con su famosa "ecuación de onda" le fue otorgado del Premio Nobel de Física en 1933, estaba en el pináculo de su fama como físico teórico cuando se hizo más aguda la discusión sobre la incompatibilidad entre las ciencia naturales y el humanismo que estaba siendo atacado por "inútil y sin futuro" en amplios sectores de la academia. El Instituto de Estudios Superiores de la University College de Dublín, le propuso a Schródinger el difícil reto de que en el ciclo de conferencias hablara sobre "La ciencia como elemento del humanismo"; algo así como juntar el agua con el aceite en el ambiente de la época y estamos hablando de poco más de 50 años atrás.

Schrödinger hizo una síntesis personal de su posición ante la ciencia y ante la vida, posición que se hace evidente en su intento por interpretar el esfuerzo científico como parte del empeño humano por comprender la situación del hombre; nada distinto al humanismo y con mayúsculas. Desafiando al auditorio, él mismo se formula esta pregunta:

Tendrán sin duda en la punta de la lengua la pregunta ¿Cuál es el valor de la ciencia natural? Respondo: su objetivo, alcance y valor son los mismos que los de cualquier otra rama del saber humano pero ninguna de ellas por sí sola tiene algún valor o alcance si no van unidas y este valor tiene una definición muy simple: obedecer el mandato de la deidad délfica γνῶθι σεαυτóν (gnōthi seautón), conócete a ti mismo o por decirlo en pocas palabras, según la profunda retórica de Plotino: ἡμεĩς δέ, τίνες δέ ἡμεĩς (hēmeĩs dé, tínes dé hēmeĩs), nosotros ¿qué somos al fin de cuentas? [...] Parece claro y evidente pero hay qué decirlo: el saber aislado, conseguido por un grupo de especialistas en un campo limitado carece de valor; únicamente su síntesis con el resto del saber y esto en tanto que esta síntesis contribuya realmente a responder el interrogante τίνες δέ ἡμεĩς (tínes dé hēmeĩs): ¿quiénes somos en realidad? (Schrödinger, 1998: 14).

No fue suficiente la enconada defensa ni el prestigio intelectual de Schródinger para evitar que se abriera aún más la brecha entre ciencia y humanismo; tampoco fue eficaz su impresionante familiaridad con el mundo clásico que le permitía, en favor de su idea, citar con toda naturalidad testimonios tan distantes y autorizados como el del Oráculo de Delfos o el inefable Plotino; no fue suficiente la voz autorizada de otros pensadores europeos como Etienne Gilson (1884-1978) quien en sus reflexiones sobre la unidad en la experiencia filosófica (7he Unity of Philosophical Experience, 1937), afirmaba que "Los griegos en los tiempos clásicos nunca renunciaron a su convicción de que de todo cuanto se pueda encontrar en la naturaleza, el hombre es quien ocupa el puesto más alto y entre todas las cosas más importantes que deba conocer el hombre, conocerse a sí mismo no es superado por nada".

Sócrates luego su de fracaso en el manejo de los problemas físicos, se dedicó exclusivamente al estudio del hombre; conocerse a sí mismo no solamente es la piedra angular de la cultura griega sino también de la Occidental. Los griegos dejaron a la posteridad enormes volúmenes de conocimiento especialmente sobre la naturaleza humana y sus necesidades: la lógica que es la ciencia sobre el pensar; las filosofías que llevan a la ética y a la política, ciencias sobre los modos de vida; memorables ejemplos de historia, elocuencia política sobre sus forma de vida en la ciudad, y en cuanto aquello que hoy podemos llamar la ciencia positiva: las matemáticas, conocimiento que se deriva de su esfuerzo mental antes que de la tiranía de las evidencias materiales; la medicina cuya finalidad es el bienestar del organismo humano. Se detuvieron en sus especulaciones cuando experimentaron el confuso sentimiento de que lo demás no merecía ser tenido en cuenta, por lo menos en aquello que tiene que ver con el precio que la mente humana tendría que pagar por ello: "su independencia de la materia y su libertad espiritual" (Gilson, 1937: 801).

Para amargura de quienes persisten en afirmar la inutilidad del griego y del latín para fines científicos, tendrán que mirar para otro lado y hacerse los distraídos cuando los biólogos encuentren nuevas especies vegetales que tendrán que clasificar en latín, o nuevas bacterias que perpetuarán su naturaleza en latín. Las nuevas especies de seres vivos cargarán eternamente su fe de bautismo y el registro civil de su existencia, en latín.

En la reflexión de Gilson que les compartía hacía un momento, se asoma una especie de nostalgia por el griego y por el latín, nostalgia a la que todavía se aferran nuestros intelectuales; de esto paso a ocuparme ahora compartiéndoles algunos ejemplos tomados al azar de personajes que quizá nos pueden resultar familiares.

La nostalgia del latín

En el cuento de Borges "El Congreso", uno de los cuentos del El libro de arena, Alejandro Ferri está encargado de identificar la lengua que deberán usar los participantes en el Congreso del Mundo "que representaría a todos los hombres de todas las naciones". Ferri cuenta que: [...] en busca de un idioma que fuera digno del Congreso del Mundo [...] Consideré los argumentos en pro y en contra de resucitar el latín, cuya nostalgia no ha cesado de perdurar al cabo de los siglos" (1997: 27).

El mismo Borges en "Utopía de un hombre que está cansado", publicado también en el Libro de arena (1997: 96), el mundo de los tiempos futuros en el que se ha perdido el narrador, ha vuelto a la unidad lingüística. El visitante del porvenir, Eudoro Acevedo, profesor de letras inglesa y americana, escritor de cuentos fantásticos y que tiene su escritorio en la calle México donde estaba la Biblioteca Nacional cuyo director fue Borges, no sabe cómo comunicarse con el hombre alto que encuentra en la llanura: "Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo". Le dice el hombre: "Por la ropa, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato". ¿Cómo no recordar a Derrida? "Lo que tuvo lugar tendrá todavía lugar otra vez hoy aunque de una forma muy diferente".

Bernardo Hoyos entrevistó a personalidades del mundo académico y en muchos de ellos "afloró" la nostalgia por el latín en frases más menos explícitas. Al ex presidente Belisario Betancur Cuartas, le pregunta Bernardo si el humanismo está bien representado en la formación técnica que se imparte en el país; el ex presidente le respondió: "[...] se siguen formando técnicos pero técnicos que tienen conocimiento de las humanidades y que saben quiénes fueron Platón, Aristóteles y Sócrates y que son capaces de asomarse al conocimiento humanístico y al conocimiento científico con igual asombro" (Hoyos, 1998: 39).

Ricardo Díez-Hochleitner, Presidente de Honor del Club de Roma, en algún momento asesor del Ministerio de Educación de Colombia, le dijo a Bernardo Hoyos: "Nosotros estamos tratando de separar artificialmente la ciencia y la tecnología de la cultura literaria humanista. La cultura verdadera o es también cultura científica o es nada; el humanismo debe tener una carga científica, debe enriquecerse con los bienes positivos de la tecnología o tampoco es humanismo. La ciencia y la tecnología son producto del hombre, al fin de cuentas y de su capacidad creadora" (Hoyos, 1998: 46).

Hoyos le pregunta a Gabriel García Márquez, nuestro Gabo: "Gabriel ¿te habría gustado terminar una carrera universitaria?" Respondió: "Me hubiera encantado aprender latín porque ahora me he dado cuenta, con lo poquito que he estudiado ya de mayor, cómo crear una perspectiva del lenguaje que hubiera sido muy interesante. Ya la tengo pero me ha costado muchísimo trabajo tenerla y hubiera sido más fácil aprender latín que hacer todos los estudios posteriores sobre el lenguaje" (Hoyos, 1998: 61).

Bernardo Hoyos le confiesa a Jaime Niño Díez, ex ministro de educación, político, sociólogo y destacado servidor público: "Me llama la atención que usted resalte su educación clásica en latín y en griego y el orgullo que siente de haber estudiado los clásicos latinos cuando pasó por el seminario". Niño Díez, se lo confirma: 'Yo estuve unos años en el seminario, no muchos lamentablemente pues allí recibí una extraordinaria formación, una gran base cultural a través del latín, a través de la excelente educación en la gramática española, en el estudio del castellano" (Hoyos, 1998: 109).

¿Para qué es "útil" el latín y griego?

El autor a quien le debemos la anécdota de la reina Margarita de Saboya arde en entusiasmo al formular la respuesta a los defensores de los conocimientos útiles y a su vez, detractores de los 'inútiles':

De todas las definiciones que hemos leído de la cultura, la más aguda, la más pertinente, la que nos ha causado mayor impresión es la de Edouard Herriot, el conocido político francés —pero tal vez más que suya, exhumada por él— que dice: "Cultura es lo que queda en la mente del hombre después de haber olvidado todo cuanto ha aprendido". Para Herriot, la cultura es algo análogo al perfume que queda impregnando en un frasco después de haberle vaciado el líquido oloroso que contenía; es la cualidad de saber orientarse en las cuestiones de principio, de carácter general, con ideas propias y con espíritu crítico; es la capacidad de saber ver no un solo aspecto de las cosas —como hacen siempre los ignorantes— sino todos, en sus recíprocas relaciones; es la posibilidad de estudiar rápidamente por cuenta propia y de entender problemas particulares de los cuales nunca nos habíamos ocupado (Fornaciari, s.f.: 9).

La civilización occidental moderna maduró en la cuenca del Mediterráneo luego de las invasiones a fines del II milenio a.C. y de padecer otras destrucciones bárbaras; culminó con la caída del Imperio Romano hacia mitad del I milenio de nuestra era. Una parte muy importante del mundo contemporáneo es imposible de entender sin el más mínimo conocimiento de sus antecedentes. Nuestras ideas sobre ley, ciudadanía, libertad, gobierno; los avances en poesía y literatura; nuestros actuales logros en ciencia política, metafísica, estética y filosofía moral; nuestro sistema metódico de búsqueda de la verdad en distintas actividades experimentales; así como muchos de los asuntos vitales del mundo religioso, deben sus manifestaciones en el arte y en el pensamiento al mundo clásico forjado a golpes de griego y latín.

Muchas obras se han perdido irreparablemente, otras perseveran en fragmentos, y unas cuantas resistieron íntegras todos los peligros de una historia llena de guerras, de invasiones, de destrucciones, de catástrofes naturales y de la maldad de personas que desaparecían esas joyas bajo el simple argumento de que no comulgaban con ciertas ideas personales o religiosas: todo ese acervo filosófico, literario, científico y cultural regido y consolidado hoy por el quehacer científico con métodos propios en concordancia con esos temas, se originó al impulso del griego y el latín que le dieron forma definitiva al pensar como ciencia llevado a su punto más alto en la reflexión filosófica.

Al coronar esta reflexión, temo haberme dejado involucrar en el torbellino hegeliano de buscar la síntesis de un pensar como ciencia a partir del contraste entre un griego y un latín nacidos al fragor del embate de pueblos bárbaros porque, casi sin pensarlo, me encuentro en la plena aporía de cómo explicar que de lo menos puede salir lo más. Que Hegel me perdone y espero contar con la benevolencia de todos, pues mi intención no era otra que dar cumplimiento a la recomendación que a las puertas de la muerte nos dejó en su blog el recientemente fallecido Premio Nobel, José Saramago: "Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía. Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia que avanza para satisfacer objetivos; nos falta reflexionar, pensar; necesitamos el trabajo de pensar y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte". Corono este ultimatum de Saramago: será necesario hacerlo; pero, en griego y en latín.

Muchas gracias.


Pie de página

1Falisco: dialecto de Faleri, territorio etrusco, donde está ahora Civita Castellana en la provincia de Viterbo.
2Osco: lengua de los antiguos samnitas hablada en el Samnio y en Campania.
3Eran dialectos sabélicos el peliño, marrucino, vestino, mársico y sabino.
4Hablado entre el Tíber y el Nera en la antigua Umbria, era el más septentrional de los dialectos itálicos y es el que mejor conocemos gracias a las "tablas igubinas".
5Tomado de: www.lablaa.org/blaavirtual/biografias/valeguil.htm (el 30 de junio de 2010).


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