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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.28 no.56 Bogotá jan./jun. 2011

 

EN TORNO A LA SENTENCIA DE ANAXIMANDRO. DOS INTERPRETACIONES O SOBRE LA JUSTICIA Y LA REPARACIÓN

TWO INTERPRETATIONS ON ANAXIMANDRUS' SENTENCE. OR, ON JUSTICE AND REPARATION

Manuel Oswaldo Ávila Vásquez*

* Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, Boyacá. El presente trabajo se enmarca en el contexto de la investigación llevada a cabo por el autor en su tesis doctoral acerca de la relación entre nihilismo y terror.

Recibido: 15.12.10 Aprobado: 30.01.11


RESUMEN

Cruentas confrontaciones y desastres naturales de la última década de este siglo, acontecidos especialmente en Colombia, dan poco lugar al optimismo. ¿Obedece este pesimismo al drama de las circunstancias, o a motivos más profundos, y cuál ha sido su consecuencia más nefasta? Este ensayo intenta responder estas preguntas a partir de la sentencia más antigua del pensamiento occidental, la del filósofo milesio Anaximandro: "Pagan [las cosas] justa reparación unas a otras por las injusticias que se han cometido entre ellas según la ordenación del tiempo". Con base en las interpretaciones de Nietzsche y Heidegger sobre esta sentencia, se muestra cómo: (i) ésta se halla en el origen del proyecto nihilista de la tradición occidental; (ii) nos permite comprender por qué asistimos a una época fundada sobre el dominio de "la totalidad de la tierra y de la atmósfera" y, (iii) nos sugiere tres lecturas diferentes del clamor actual por la justicia y la reparación: o bien, desde una esfera moralista que vincula lo axiológico y lo ontológico (metafísica); o, a partir de la primacía otorgada al "acuerdo y la atención mutua (en la reparación) del des-acuerdo (fin de la metafísica)"; o, finalmente, desde una órbita que afirma radicalmente la vida (más allá de la metafísica).

Palabras clave: justicia, reparación, pesimismo, nihilismo, Anaximandro


ABSTRACT

Very little room for optimism has left many bloody confrontations and natural disasters, especially in Colombia's last decade. Does this pessimism obey to dramatic circumstances; does it have a deeper reason or which is its most devastating consequence? This essay aims to answer these questions from the oldest sentence of Western thought, that of the Milesian philosopher Anaximander: [The things that are perishing into the things out of which they come to be], "according to necessity, for they pay the penalty and retribution to each other for their injustice in accordance with the ordering of time". Now, from Nietzsche's and Heidegger's interpretations of this sentence, we aim to show how: (i) this sentence is in the very origin of the Western tradition nihilistic project; (ii) how it allows us to understand why we are witnessing an era founded on the dominance of "the whole earth and atmosphere", and (iii) how it suggests us three different interpretations of clamor for justice and reparation: from a moral sphere linking axiological and ontological elements (metaphysics); from the primacy given to the "attention and mutual agreement (in the reparation process) of disagreement, (the end of metaphysics)" or, finally, from a radical and affirmative orbit of life (beyond metaphysics).

Key words: justice, reparation, pessimism, nihilism, Anaximandrus


A un auténtico pesimista, Luis Fernando Cardona

Hay un pesimismo que nace de la fuerza y que existe como fuerza; pero hay también un pesimismo que nace de la debilidad y que existe como debilidad.

Martín Heidegger

Pensar el "nihilismo" quiere decir, por el contrario, estar en aquello en lo que todos los hechos y todo lo real de esta época de la historia occidental tiene su tiempo y su espacio, su fundamento y su trasfondo, sus vías y sus metas, su orden y su justificación, su certeza y su inseguridad, en una palabra: en aquello en que tiene su "verdad" .

Martín Heidegger

Introducción

"El mundo está en guerra de nuevo" (Hardt y Negri, 2006: 23), escriben estos dos autores en su obra Multitud para caracterizar el tiempo presente; y, aunque a su entender, "ahora las cosas son diferentes" (2006: 23) pues, en la actualidad, se ha puesto al descubierto la crisis de los estados-nación y con ellos el modo tradicional de hacer la guerra y ejercer la violencia, bien se podría decir que nada nos resulta nuevo acerca de las nefastas consecuencias de estos dos fenómenos. Las hostilidades de la última década en el orden mundial, por ejemplo, no han hecho más que concederle, al parecer, nuevamente la razón a Heráclito: "la guerra es el padre y señor de todas las cosas" (fragmento 53). Por eso, aunque para Hardt y Negri resulta evidente que "los atentados del 11 de septiembre inauguraron una nueva era bélica" (Hardt y Negri, 2006: 24), la cual mostraría su lado más terrible y oscuro en confrontaciones ocurridas en lugares tan distantes como "Colombia, Sierra Leona y Aceh, Israel/Palestina, India/Paquistán, Afganistán e Iraq" (Hardt y Negri, 2006: 24), esto no sería más que una muestra de esa, al parecer, perversa inclinación humana a su propia autodestrucción.

Si bien, es cierto que estos conflictos nos tocan hoy directamente con toda su crueldad, cuando se hace un balance pormenorizado del siglo XX, dichas confrontaciones parecen juegos de niños frente a lo ocurrido en Auschwitz y Treblinca, Hiroshima y Nagasaki. En este último siglo fue tal la intensidad de la violencia que algunas voces, sea por esta razón o por otras como la crisis ambiental, por ejemplo, no han dudado en subrayar que el siglo XX y su heredero el siglo XXI, serían, como bien lo pronosticó Nietzsche, dos siglos moldeados por el espíritu del nihilismo, esto es, una era del vacío en la cual todo lo sólido se desvanece en el aire. Así las cosas, todo parece indicar que éste es un tiempo en el que se tendrían pocas razones para ser optimistas, en especial en una tierra tan convulsa como la nuestra. Empero, ¿es este sentimiento tan sólo el producto de un estado de ánimo generado por el drama de tener que sufrir a causa de los conflictos bélicos y de las "catástrofes naturales"? Si no es así, ¿de dónde procede tanto pesimismo? ¿Es acaso éste la consecuencia necesaria del espíritu que nos ha moldeado, esto es, de la tradición occidental? Si la respuesta es un categórico sí, ¿cuál es el lugar que ha ocupado el pesimismo en la configuración de ésta tradición? ¿Cuál sería su más desafortunada consecuencia? ¿Es el pesimismo actual la consecuencia natural por la vergüenza que ha tenido que llevar a cuestas toda la humanidad desde sus orígenes por los innumerables crímenes cometidos a lo largo de su historia?

Antes de responder, al menos a una de estas preguntas, resulta pertinente recordar la advertencia de Wittgenstein: "de lo que no se puede hablar, mejor es callarse" (Wittgenstein, 1984: 31). Pero, ¿qué es aquello de lo que no es conveniente hablar? Justamente de lo que aquí se va tratar: del misterioso origen, lo cual sólo es factible si se recurre a lo que sería mejor callar: las interpretaciones.

Como se ve, esta tarea resulta supremamente difícil, primero, porque el origen al que se hace referencia aquí ha llegado hasta nosotros de forma muy fragmentaria, de ahí que debamos reconstruir la vasija entera a partir de un minúsculo fragmento. Segundo, porque lo anterior sólo lo podemos llevar a cabo con los ojos del moderno. Tercero, porque toda traducción de la sentencia es ya una interpretación. Sin embargo, el pequeño trozo a partir del cual se quiere rehacer el todo, es ni más ni menos que "la sentencia más antigua del pensamiento occidental" (Heidegger, 1996: 290)1, la celebrada sentencia de Anaximandro: "pagan justa reparación unas a otras por las injusticias que han cometido entre ellas, según la ordenación del tiempo" (Mosterín, 1984: 28)2. Por otro lado, los ojos del moderno a través de los cuales nos será permitido examinar esta sentencia, resultan ser las agudas reflexiones de dos de los hitos indiscutidos de cualquier interpretación que se quiera hacer acerca del antiguo pensamiento griego: Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Pero ¿qué puede decirnos todavía hoy, en los albores del siglo XXI y en una nación como la nuestra, las disquisiciones de estos hombres tan distantes en el espacio y en el tiempo a propósito de la oscura sentencia de un filósofo tan antiguo como Anaximandro? ¿Qué puede decirnos la sentencia de Anaximandro en este preciso momento de la historia?

1. Incipit Tragoedia

Desde la antigüedad se tenía noticia que había existido un milesio hijo de Praxíades al que se le atribuía esta memorable sentencia: έξ ών ή γένεσίς έστι τοϊς ούσι χαί τήν φθοράν είς ταϋτα γίνεσθαι, κατα τό χρεών διδόναι γάρ αύτα τίσιν καί δίκην τής άικίας κατά τήν τοΰ χρόνου τάξιν (Simplicio, Fís. 24, 17)3. Ya los antiguos se habían percatado del misterio que encerraban estas palabras. Prueba de ello es la nota de Simplicio que acompaña la máxima atribuida al filósofo milesio: "hablando así en términos más bien poéticos" (Eggers Lan, 1998: 105).

¿Cómo dilucidar el enigma que encierran estas palabras? Tal vez una buena manera sea aproximarse a las interpretaciones de todos aquellos que han buscado resolver este misterio, lo cual resultaría, a todas luces, un trabajo dispendioso. De ahí por qué sea conveniente tomar un atajo acercándose a esa genial síntesis de arduo trabajo filológico y de profundidad filosófica que se encuentra en las tempranas obras de Friedrich Nietzsche: Los filósofos preplatónicos (1869?-1876) y La filosofía en la época trágica de los griegos (1873), fruto de sus famosos cursos en la Universidad de Basilea y de los cuales se hablará a continuación.

Las lecciones acerca de Los filósofos preplatónicos fueron escritas para ser leídas frente a un grupo reducido de estudiantes. En ellas, el joven Friedrich Nietzsche establece un diálogo fructífero entre los filósofos antiguos y los filósofos modernos4, que lo llevan a hacer algunas anotaciones muy sugestivas, pero poco ortodoxas. Lo dicho está corroborado, en principio, por su idea del sabio, su interpretación en torno al mito5 y, lo que resulta más interesante aquí, sus consideraciones acerca del pensamiento de los filósofos antiguos y, en particular, de la filosofía de Anaximandro.

Al igual que muchos doctos en su época el joven Nietzsche acepta, con Diógenes Laercio, que Anaximandro "[fue el primero que describió el perímetro de la tierra y el mar, y construyó una esfera], por tanto, un mapa geográfico y una esfera celeste" (Nietzsche, 2003: 47), así como, que el jonio había establecido como άρχή el άπειρον. Sin embargo, a diferencia de muchos, tradujo este último término no como algo referido al infinito, sino como lo indeterminado. De este modo, manifiesta, el άπειρον se establece como: "la unidad última, la matriz del continuo originarse. Sólo esta unidad es eterna, increada, incorruptible. Pero no sólo la propiedad de lo increado está expresada en su nombre. Todo lo demás deviene y perece: afirmación notable y profunda" (Nietzsche, 2003: 48). De ahí por qué, a su entender, la traducción de la famosa sentencia de Anaximandro deba ser: "a partir de donde los seres tiene su nacimiento, hasta ahí también les ocurre su destrucción, según la necesidad; pues pagan culpas las unas a las otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo" (Nietzsche, 2003: 48).

Para Nietzsche, Anaximandro no haría más que hacer patente, con esta sentencia, que el devenir no es más que una "emancipación del ser eterno" (Nietzsche, 2003: 49). Algo así como, una especie de ángel caído que al cometer un acto de injusticia debe pagar su culpa "con el castigo de la decadencia" (Nietzsche, 2003: 49). En otras palabras, el devenir debe cargar con la pena de ser un simple espectro, puesto que "todo lo que deviene no es verdadero" (Nietzsche, 2003: 49). Así, escribe:

Anaximandro precisa de una unidad trascendente que sólo puede ser caracterizada negativamente: τό άπειρον, algo de lo que no puede darse ningún predicado del mundo existente, algo como la "cosa en sí". En este sentido, el individuo, que se desprende del Άπειρον, debe finalmente regresar al mismo, según el orden del tiempo κατά τήν κρόνου τάξιν: Sólo para este mundo individual existe el tiempo; el Άπειρον [indeterminado] mismo es intemporal. Una visión del mundo enormemente seria: ¡todo lo que deviene y perece sufre una pena, debe pagar una τίσις y δίκη τής άδικιας [culpa y justicia por la injusticia] ¡Cómo puede perecer algo que tiene un sentido de ser! Ahora bien, nosotros vemos que todo perece: por lo tanto, todo es injusto (Nietzsche, 2003: 49).

No cabe duda que de estas palabras se siguen algunas consecuencias interesantes. Primero, nos permite reconocer que con la sentencia de Anaximandro la pregunta por el ser de lo que existe ya no se puede resolver en términos puramente físicos, sino, en tanto que el milesio reconoce el principio del mundo "como suma de άδικίαι [injusticias] por espiar abrió una perspectiva a los profundos problemas de la ética" (Nietzsche, 2003: 49). Segundo, con Anaximandro "se inaugura la convicción de un mundo metafísicamente verdadero, el único existente, en contraposición al mundo físico del devenir y del perecer" (Nietzsche, 2003: 54). Tercero, esto haría de Anaximandro "el primer filósofo pesimista" (Nietzsche, 2003: 54) lo que aproximaría a este último a su eminente maestro: Arthur Schopenhauer6.

Para comprender esta última afirmación, se hace necesario recurrir a la bella obra de Nietzsche de 1873, a aquella a la que se hizo referencia al inicio de este texto: La filosofía en la época trágica de los griegos. ésta se leyó por primera vez en Bayreuth a los esposos Wagner en abril de ese mismo año. El texto comienza con una reflexión muy interesante acerca de la relación de la filosofía con la salud de los pueblos. Dicha relación, dice Nietzsche, permite comprender por qué "allí donde la filosofía se mostró como una ayuda, como algo salvador, como algo protector, fue siempre con los sanos; a los enfermos los volvió aún más enfermos" (Nietzsche, 2003: 33) -tal como ocurre, a su propio entender, entre los alemanes- de esta manera, porque reconoce "sólo la salud de un pueblo, pero no de cualquier pueblo, le confiere legitimidad" (Nietzsche, 2003: 34) a la filosofía. No hay mejor ejemplo de esto, insiste, que el pueblo griego.

Pero, ¿cómo un pueblo rebosante de salud, como lo era el formidable pueblo griego, pudo engendrar el pesimismo? O, expresado esto mismo en los términos del Nacimiento de la tragedia, habría de preguntarse cómo "la especie más lograda de hombres habidos hasta ahora, la más bella, la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos -¿cómo?- ¿Es que precisamente ellos tuvieron necesidad del [pesimismo]?" (Nietzsche, 2002: 26) ¿Cómo pudo un pueblo semejante engendrar una sentencia como la de Anaximandro? ¿Es que acaso en ella, la más radical y "misteriosa sentencia de un verdadero pesimista" (Nietzsche, 2001: 51), resuena la terrible sabiduría del sabio Sileno?: "estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto" (Nietzsche, 2002: 52). ¿No retumban también hoy las palabras del sabio Sileno? ¿Quién en nuestros días habla de forma semejante?

Tal era el espíritu de las preguntas de Nietzsche en su época de Basilea. Ahora bien, ¿Cómo interpretar cada una de ellas? Tal vez resulta conveniente en este momento empezar por lo más sencillo. ¿Retumban aún hoy las palabras del sabio Sileno? ¿Quién en nuestros días habla en forma semejante? Si Nietzsche hubiera formulado estas preguntas no habría vacilado en establecer el vínculo entre su maestro, Arthur Schopenhauer, ese viejo y sabio Sileno del siglo XIX y Anaximandro. Basta, para corroborar lo anterior, prestar atención al siguiente comentario que hace Nietzsche a la sentencia del eximio filósofo de Mileto:

El único moralista serio de nuestro siglo nos llega al corazón en los Parerga (vol. II, P. 327), con una consideración similar: "El criterio adecuado para juzgar a uno de estos hombres es, precisamente, el de que es un ser que no debería existir, pero que expía su existencia con toda suerte de vicisitudes y con la muerte: ¿qué puede esperarse de alguien como él? ¿Acaso no somos todos nosotros sino pecadores condenados a muerte? Todos expiamos el hecho de haber nacido, primero con la vida, luego con la muerte" (Nietzsche, 2001: 51)7.

En este sentido, si en Arthur Schopenhauer aún resuena "la sentencia más antigua del pensamiento occidental", esto quiere decir que la tradición que va de Anaximandro hasta él, ha considerado "el conjunto de la existencia como una forma culpable de emancipación del ser eterno, como una iniquidad absoluta que cada uno de los seres se ve obligado a expiar con la muerte. Todo lo que es, todo lo que existe, está condenado a perecer" (Nietzsche, 2001: 52). Lo anterior trae dos consecuencias fundamentales que Nietzsche ya había dejado de manifiesto en el texto Los filósofos preplatónicos, a saber, que la tradición occidental está signada, de Anaximandro a Arthur Schopenhauer, por una interpretación del "carácter general de toda existencia", en primera instancia, de tipo moralista y, en segundo término, por "la convicción de un mundo verdadero en oposición a un mundo físico". Esto es, para Nietzsche, desde Anaximandro, la tradición occidental ha establecido un vínculo indisoluble entre lo axiológico y lo ontológico. De ahí por qué se deba considerar al milesio como el padre de aquello que Schopenhauer en definitiva habría consumado: la historia del pesimismo europeo. En este sentido, y si se acepta la tesis de los Fragmentos póstumos de Nietzsche: "el pesimismo como preforma del nihilismo" (Nietzsche, 1980: 27), Anaximandro habría puesto los cimientos del nihilismo europeo cuya clave de la bóveda sería El mundo como voluntad y representación del gran pesimista del siglo XIX8.

Así, no es de extrañar por qué Nietzsche se imagina a Anaximandro contemplando, con la mirada aguda del moralista, a un mundo que se derrumba a sus pies desde la seguridad del άπειρον al que ha huido cansado de tanta "injusticia e iniquidad", en estos términos:

Anaximandro huyó de este mundo de injusticia e iniquidad, del impúdico abandono de la unidad originaria de las cosas, a una fortaleza metafísica. Asomándose desde allí, deja vagar muy lejos su mirada, y tras un reposado silencio, se dirige finalmente a todos los seres preguntándoles: ¿Qué hay de valor en vuestra existencia? [...] Y si acaso no posee nada de valor ¿para qué existís? Por vuestra culpa, creo yo, erráis en esta existencia. Con la muerte habréis de expiarla. Mirad cómo vuestra tierra se marchita; se vacían y secan los mares; los fósiles que encontráis en lo alto de los montes os enseñan hace ya cuánto tiempo se secaron; ahora mismo, ya el fuego destruye vuestro mundo y al fin se consumirá entre el vapor y el humo. Pero una y otra vez habrá de surgir de nuevo otro mundo como éste, uno donde sólo existe lo efímero. ¿Quién será capaz de liberaros de la maldición del devenir? (Nietzsche, 2001: 54).

Sin duda, una terrible imagen la que se le presenta, según Nietzsche, a Anaximandro, una verdadera representación trágica de todo lo que existe y en la que todos los seres, por razones netamente morales, deben pagar justicia y reparación los unos a los otros. Por eso, es conveniente que creamos:

De buena gana, anota Nietzsche, en la tradición según la cual Anaximandro gustaba pasearse con vestimentas particularmente honorables y mostraba en sus costumbres cotidianas un verdadero orgullo trágico. Vivía tal y como escribía; hablaba tan solemnemente como vestía, alzaba la mano y caminaba como si esa existencia fuera una obra trágica en la que él hubiera nacido únicamente para representar el papel de héroe (Nietzsche, 2001: 55).

Pero, de nuevo, ¿por qué "la especie más lograda de hombres habidos hasta ahora, la más bella, la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos" tuvo necesidad de tal orgullo trágico? Es decir ¿por qué tuvo necesidad de Anaximandro, es más, de su sentencia? La respuesta a esta pregunta no la hallamos en la temprana obra de Nietzsche, sino en su famoso Ensayo de autocrítica, velada entre una serie de preguntas:

¿Es el pesimismo, necesariamente, signo de declive, de ruina, de fracaso, de instintos fatigados y delicados? -¿cómo lo fue entre los indios, como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros los hombres "modernos"?- ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predilección intelectual por las cosas duras, horrendas, malvadas, problemáticas de la existencia, predilección nacida del bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de la existencia? (Nietzsche, 2002: 26).

Verdaderamente, para Nietzsche, Anaximandro, a diferencia de Schopenhauer y de toda la tradición que él arrastra, debe ser visto como la voz potente del pesimista en medio de la fortaleza, el oído atento a las cosas horrendas, malvadas y problemáticas de la existencia nacida del bienestar, el canto del cisne en la plenitud de la primavera. Un indiscutible héroe Trágico. Un auténtico Sileno del antiguo mundo griego, el más probado representante de una época trágica, de una era "vigorosa y audaz" consciente de lo terrible de la existencia, la era de la filosofía en la época trágica de los griegos. El genuino espejo de un mundo -mediados del siglo VI a. C.- en el que para los antiguos helenos soplaban vientos nuevos. Esto, dice Nietzsche, es lo que supo captar con su pensamiento el milesio Anaximandro. De ahí por qué no resulte sorprendente dar por verdadera, a su entender, esa famosa anécdota de Diógenes Laercio respecto a este filósofo: viendo un buen día Anaximandro que un grupo de muchachos se burlaba de él por su canto, repuso: "es menester cantar mejor por causa de los muchachos" (Diógenes Laercio, 1985: 67).

A pesar de esto, esta actitud de Anaximandro no fue la que prevaleció; de ahí que se pueda decir que la sentencia de Anaximandro leída desde la debilidad, fue la encargada de fundar una interpretación metafísica de lo ente esencialmente pesimista frente a todo lo que existe, la cual atraviesa toda la tradición occidental del milesio a Schopenhauer, mediada por el moralismo. Esto es, en un tipo de elucidación en la que todo lo que existe debe pagar, por razones netamente morales, justicia y reparación por los actos de injusticia que se han cometido en el transcurso del tiempo. Expresado más claramente, ante los ojos pudorosos de esta tradición, todos los seres hemos cometido una fragrante injusticia al advenir a la existencia, pues ésta no es más que un acto de rebeldía frente al ser eterno, un terrible acto de transgresión a la inmutable serenidad de lo ente, que se debe pagar con la propia vida y con la inevitable condena de ser una simple ilusión mientras se "viva". En pocas palabras, en una interpretación enfermiza de lo ente que no hace más que revelar serios síntomas de decaimiento desde el momento en el que se empieza a ver el universo con los inicuos ojos del moralista, tal como lo hace, denuncia Nietzsche, el hombre contemporáneo y, en particular, Schopenhauer. En suma, Anaximandro habría puesto, desde esta perspectiva, los cimientos de eso que terminó indefectiblemente filtrándose en todos los ámbitos de nuestras vidas: el nihilismo. Pero, veamos cómo fue posible esto.

2. ¿Consummatum est?

Si Anaximandro es el más digno representante de una época trágica y el padre indiscutido de aquello que, según Nietzsche, Schopenhauer habría consumado: la historia del nihilismo europeo, ¿qué seríamos entonces nosotros los nacidos en una época que parece haberle dado la razón a Schopenhauer? ¿Somos quizá, tal como se pregunta Martín Heidegger en su texto de 1946 acerca de La sentencia de Anaximandro, "los epígonos de una historia que ahora se encamina rápidamente hacia su final y que acaba con todo en un orden cada vez más estéril y uniforme?" (Heidegger, 1996: 294). Cualquiera sea el camino elegido para dar respuesta a esta pregunta resultará ineludible establecer un diálogo fructífero con Anaximandro. De ahí por qué no resulta extraño que Heidegger, en aquellos sombríos años de la década de 1940, busque precisamente dar una respuesta a éste y, a otros interrogantes, reflexionando acerca de "la sentencia más antigua del pensamiento occidental" (Heidegger, 1996: 290), la célebre sentencia de Anaximandro.

No era para menos, en aquel momento, "el planeta está en llamas" (Safranski, 2000: 383), tal como manifiesta Heidegger en 1943 en sus memorables lecciones acerca de Heráclito. ¿Acaso la humanidad tenía que pagar justa reparación, en ese preciso momento de la historia y a través del sacrificio de las innumerables vidas que se estaban ofrendando en los yermos campos de Europa, por las injusticias que habían cometido los hombres unos con otros a lo largo del tiempo? ¿Tenía que cumplir así el hombre la más terrible de las condenas por haber salido un día del seno mismo de lo indeterminado? ¿Se estaba cerrando -de este modo- el círculo que había iniciado la sibilina sentencia de Anaximandro? No sabemos si siquiera preguntas como éstas pasaron en aquel instante por la cabeza de un hombre como Martin Heidegger. Lo cierto es que el ya prestigioso autor de Ser y tiempo se preguntaba: "¿Puede la sentencia de Anaximandro seguir diciendo algo desde su lejanía histórico-cronológica de dos milenios y medio? [...] ¿Se esconde en la distancia histórico-cronológica de la sentencia [del gran milesio] una proximidad histórica de su sentido no dicho, que habla desde lo que está por venir?" (Heidegger, 1996: 294). Y, continuaba preguntándose de manera dramática:

¿Estaremos en vísperas de la transformación más enorme de la tierra y del tiempo del espacio histórico en el que está suspendida? ¿Estaremos viviendo la víspera de una noche a la que seguirá un nuevo amanecer? ¿Estaremos poniéndonos en marcha para entrar en la tierra histórica de ese atardecer de la tierra? ¿Estará surgiendo la tierra del ocaso? ¿Se convertirá esa tierra crepuscular, por encima de Oriente y Occidente y a través de lo europeo, en el lugar de la historia venidera del destino más originario? ¿Somos los hombres actuales ya occidentales en un sentido que sólo se hace al día gracias a nuestro tránsito por la noche del mundo? ¿Qué nos importan todas las filosofías de la historia únicamente historicistas, si lo único que hacen es deslumbrar con el buen ordenamiento de la materia histórica dada, si explican la historia sin pensar jamás los fundamentos de los principios de explicación a partir de la esencia de la historia y a ésta sin tener en cuenta al propio ser? ¿Somos los epígonos que somos? ¿Pero somos al mismo tiempo los precursores del alba de una era del mundo completamente nueva que ha dejado atrás todas nuestras actuales representaciones históricas de la historia? (Heidegger, 1996: 294).

Tales eran los cuestionamientos de Martin Heidegger en esos aciagos tiempos. ¿Cómo dar una respuesta? Desde luego, ya se ha dicho, pensando esa "la sentencia más antigua del pensamiento occidental": la sentencia de Anaximandro. Sin embargo, Heidegger se topa en el camino con las más diversas dificultades, por ejemplo, con el no menos trivial problema de la traducción de la sentencia. Pues, ¿cómo pensar la sentencia de Anaximandro sin estar mediado por estas traducciones? ¿Cómo prescindir, no sólo la intención del traductor, sino además del "traslado de una lengua a otra"? (Heidegger, 1996: 202). ¿Cómo trascribir "la sentencia de este temprano pensador" en su sentido más originario? (Heidegger, 1996: 292). Por otra parte, ¿"si somos capaces de escuchar la sentencia desde antaño, ya nos hablará como una opinión hace tiempo pasada desde el punto de vista histórico"? (Heidegger, 1996: 296) ¿Cuál es el camino que se debe seguir entonces?

Una postura ingenua creería adecuado hacer un examen exhaustivo de la fuente valiéndose de los comentarios de los antiguos. Heidegger considera éste un camino errático. Para comprobar lo anterior piensa, por ejemplo, en la interpretación de Aristóteles. Pues, éste al referirse a los que él denomina φυσιολόγοι, los interpreta tomando como base sus propias categorías, esto es, su distinción entre los φύσει όντα y los τέχνη όντα, "lo primero [referido] a los entes que se generan produciéndose a sí mismos. Lo segundo, a los entes producidos por medio de la representación y la elaboración humana" (Heidegger, 1996: 293). Esto trae consigo un serio inconveniente, subraya Heidegger, pensar la sentencia de Anaximandro desde un horizonte que le es desconocido, a saber, la ontología aristotélica9.

Valdría la pena detenerse a examinar estos problemas. No obstante, en este breve espacio, es poco conveniente centrarse en los detalles de lo que plantea Heidegger a este respecto. En este preciso momento, resulta más significativo examinar lo dicho por este autor acerca de las otras dificultades que se hacen manifiestas en la manera como comúnmente se trascribe el pensamiento antiguo, pues éstas terminan siempre velando el sentido originario de lo dicho. Es decir, que impiden que nos percatemos de que en el principio está el final, tal como ocurre en la sentencia de Anaximandro donde, dice Heidegger, "el ser de lo ente se reúne (λέγεσθαι, λόγος) en el final de su destino. [...] [Donde] la historia del ser se reúne en esta despedida" (Heidegger, 1996: 295).

¿Cómo se debe interpretar entonces la sentencia de Anaximandro? Tradicionalmente, se piensa en esta otra alternativa, a saber, valerse del método histórico-filológico, tal como lo hace, por ejemplo -afirma Heidegger en otro de sus trabajos acerca del filósofo milesio El decir inicial del ser en la sentencia de Anaximandro que hace parte del curso de verano de 1941 que se conoce bajo el título de Conceptos fundamentales- K. Deichgráber en su libro acerca de Anaximandro y en el cual se pueden encontrar esta "declaración de principios" citada a renglón seguido por Heidegger: "el preciso restablecimiento y la clara comprensión del texto original de esa fuente transmitida en muchos fragmentos es el presupuesto y punto de partida de toda investigación que cifre su meta en esbozar las líneas maestras de la filosofía de Anaximandro" (Heidegger, 1994b: 140). Con todo, Heidegger hace notar que el mencionado camino trae aparejado una dificultad del todo insalvable, determinar "'las líneas maestras de una filosofía' pueden ser establecidas en el caso de un profesor de filosofía de los siglos XIX y XX, pero respecto a un pensador del inicio esto resulta un auténtico disparate" (Heidegger, 1994b: 141). Pero, volvamos el ensayo de 1946. En él, Martin Heidegger echa mano ahora de una traducción literal, para resolver, a partir de allí, los problemas que ha traído consigo los caminos por los que usualmente se opta. La mencionada traducción dice así:

Pero a partir de donde el surgir es para las cosas, también surge hacia allí el sustraerse, según la necesidad; pues se dan justicia y expiación unas a otras por su injusticia según el orden del tiempo (Heidegger, 1996: 297).

Aunque, de esta traducción, expresa Heidegger, se podría destacar la idea del surgir y el sustraerse, el desarrollarse y el deshacerse, "como rasgo general del acontecer de la naturaleza" (Heidegger, 1996: 298), ésta cae en la trampa de seguir impregnando, dicho rasgo, con "los sucesos habituales de la vida humana. [Es decir] se trata de conceptos morales y jurídicos entrelazados con la imagen de la naturaleza. [Por eso, como afirma Teofrasto, esto] lo dice [Anaximandro] con nombres más bien poéticos" (Heidegger, 1996: 298). De ahí que sea necesario de nuevo examinar "de qué habla la sentencia" (Heidegger, 1996: 298) realmente. Heidegger recurre así, tanto en el texto del 1941 como en el texto del 1946, a "la autoridad de las traducciones" (Heidegger, 1994b: 142) hechas por Nietzsche y por Diels, las cuales fueron publicadas, tanto la una como la otra, en el año de 1903. La traducción de Nietzsche la toma Heidegger del texto, ya comentado en este ensayo, La filosofía en la época trágica de los griegos, la cual reza así, según la traducción que hicieron de ella Helena Cortés y Arturo Leyte para el texto de Heidegger de 1946 que venimos comentando:

De donde las cosas tienen su origen, hacia ahí también deben sucumbir, según la necesidad; pues tienen que expiar y ser juzgadas por su injusticia, de acuerdo con el orden del tiempo (Heidegger, 1996: 290)10.

La segunda de estas traducciones tiene su origen en la obra de Hermann Diels Fragmentos de los presocráticos y así dice, según también la versión de Helena Cortés y Arturo Leyte:

A partir de donde las cosas tienen su origen, hacia allí se encamina también su perecer, según la necesidad; pues pagan unas a otras condenas y expiación por su iniquidad según el tiempo fijado (Heidegger, 1996: 291)11.

Si bien es cierto, Heidegger reconoce la influencia que han tenido estas traducciones, las cuales "siguen siendo normativas para las interpretaciones hoy en curso" (Heidegger, 1994b: 144), no deja de señalar cómo, a su entender, éstas ocultan el verdadero sentido de la sentencia de Anaximandro. Porque dichas traducciones al destacar el "nacer y expiar de las cosas" como si se redujera al "cosmos", no hacen más que interpretar la sentencia desde la óptica de la física actual y no a la manera griega. De este modo, al recurrir, tanto Friedrich Nietzsche como Hermann Diels -dice Heidegger- a términos como: "'castigo' y 'pena', 'infamia' e 'injusticia'", toman como punto de partida "modos de representación actuales, de asuntos 'jurídicos', 'éticos', 'morales' e 'inmorales'" (Heidegger, 1994b: 144).

De acuerdo con lo expresado -reconoce Martin Heidegger- resulta claro que traducir la sentencia valiéndose de "'representaciones éticas y jurídicas', [o aludir con ella a] 'una ley física universal'" (Heidegger, 1994: 144), resulta a todas luces absurdo si se refiere a una época en la cual, llama la atención, "no había física alguna y por tanto ningún pensamiento físico, ética y por tanto ningún pensamiento ético, racionalismo y por tanto ningún pensamiento racional, jurisprudencia y, por eso, tampoco ningún pensamiento jurídico" (Heidegger, 1994: 144). Pero ¿cómo se debe interpretar entonces la sentencia de Anaximandro?

Para llevar a cabo esta tarea, Heidegger establece primero una distinción de orden gramatical. La sentencia está dividida, a su entender, en dos partes. La primera de ellas, έξ ων δέ ή γένεσίς έστι τοίς ούσι..., Hablaría "de la multiplicidad del ente en su totalidad" (Heidegger, 1996: 298), mas no restringido al horizonte de las cosas, sino que, involucraría al hombre, a los productos humanos y a "las cosas demoníacas y divinas" (Heidegger, 1996: 298). Por eso, demuestra que cualquier interpretación que limite la primera parte de la sentencia al ámbito de "las cosas de la naturaleza", desvirtuará su sentido profundo.

La segunda parte se abre con las palabras διδόναι γάρ αύτά... Quizá, en esta parte yace el problema fundamental que tiene toda traducción, pues los términos aquí empleados encaminan la interpretación hacia una lectura que se limita a un ámbito disciplinar específico, el de lo ético o el de lo jurídico. De ahí por qué -considera Heidegger- los términos aquí empleados por Anaximandro deben ser interpretados en un sentido más amplio, incluso al margen de una representación de tipo "antropomorfo".

Pero, hasta el cansancio, ¿de qué habla la sentencia? La respuesta a esta pregunta aparece ante los ojos de Heidegger como un hecho evidente acerca: "de los όντα. Expresa qué ocurre con ellos y cómo ocurre. También, que se habla de lo ente, en la medida en se dice el ser de lo ente. El ser llega a la palabra como ser del ente" (Heidegger, 1996: 300). Es decir, habla acerca de eso que llega a la palabra de múltiples maneras. De ahí, por qué subraya, "la temprana sentencia del pensamiento primigenio y la tardía sentencia del tardío pensamiento llevan lo mismo a la palabra, pero no dicen algo igual" (Heidegger, 1996: 300). En este orden de ideas, no resulta por eso absurdo pretender "pensar griegamente el pensar de los griegos" (Heidegger, 1996: 303), puesto que eso que se hace patente por sí mismo en la palabra, "eso, afirma Heidegger, es lo mismo que nos atañe a nosotros y a los griegos destinalmente de diferente manera. Es esto lo que lleva la aurora del pensar a su destino crepuscular, occidental" (Heidegger, 1996: 303): el olvido del ser.

Ahora bien, para Martin Heidegger, "eso que nos atañe a los griegos y a nosotros" ha entonado su último canto en la sentencia de Nietzsche: "Imprimir al devenir el carácter del ser, ésta es la suprema voluntad de poder" (Heidegger, 1996: 300). Sentencia misteriosa y extraña que es preciso dilucidar. Lo cual, desde su óptica, sólo es posible si se comprende que para Nietzsche el ser se equipara con el eterno retorno de lo mismo. Es decir, en "el modo de la confirmación en la que la voluntad de poder se quiere a sí misma y asegura su propia presencia como ser del devenir" (Heidegger, 1996: 300). Como se ve, lo que pretende Heidegger con esto no es más que establecer un vínculo indisoluble entre "la temprana sentencia del pensamiento primigenio, léase la sentencia de Anaximandro, y la tardía sentencia del tardío pensamiento", desde luego, la sentencia de Nietzsche. En otras palabras, busca instaurar "un diálogo pensante de la época tardía con la época temprana" (Heidegger, 1996: 300).

¿Cómo es esto posible? ¿Es acaso el pensamiento de Nietzsche la consumación del proyecto nihilista instaurado por Anaximandro? ¿Es este famoso autor un "lugarteniente de la nada"? ¿Un filósofo nihilista, tal como lo era su propio maestro Schopenhauer? Quizá la respuesta a esta pregunta no se encuentra en el texto sobre la sentencia de Anaximandro de 1946, sino en el ensayo que Heidegger escribió en 1943, con el sugestivo título La frase de Nietzsche "Dios ha muerto" o, en el aún más famoso texto dedicado en su totalidad a Nietzsche donde, una y otra vez, insiste en el carácter metafísico del pensamiento de este autor. Así, por ejemplo, cuando escribe: "La determinación de la conexión de esta doctrina con el pensamiento fundamental de la voluntad de poder hace que la filosofía de Nietzsche aparezca como la eminente posición histórica final de la metafísica" (Heidegger, 2000: 12). No cabe duda, Heidegger ve en el proyecto de Friedrich Nietzsche la consumación misma de una tragedia escrita en lengua griega desde los lejanos tiempos de Anaximandro.

Por eso, reconoce el autor de Ser y Tiempo, la sentencia [de Anaximandro, en tanto ésta se constituye en el origen desde el cual se gesta la historia del nihilismo europeo] nunca nos dirá nada mientras sigamos explicándola solamente de manera histórica y filológica. [Es decir] curiosamente la sentencia sólo habla cuando nos despojamos de las pretensiones propias de nuestro habitual modo de representación y meditamos en qué consiste la confusión del actual destino del mundo (Heidegger, 1996: 336).

Pero ¿cuál es este destino? Desde el punto de vista de Heidegger éste resulta claro:

El ser humano está a punto de abalanzarse sobre la totalidad de la tierra y su atmósfera, de arrancar y obtener para sí el escondido reino de la naturaleza bajo la forma de fuerzas y de someter el curso histórico a la planificación y el orden de un gobierno terrestre. Este mismo hombre rebelde es incapaz de decir sencillamente qué cosa es, de decir qué es eso de que una cosa sea. / La totalidad de lo ente es el único objeto de una única voluntad de conquista. La simplicidad del ser ha sido sepultada en un único olvido. / Así las cosas ¿Qué mortal es capaz de pensar hasta final el abismo de esta confusión? Se puede intentar cerrar los ojos ante el abismo. Podemos intentar cegarnos y deslumbrarnos con falsas construcciones una y otra vez. Pero el abismo siempre estará ahí (Heidegger, 1996: 236).

No dejan de ser terribles estas palabras de Heidegger. La época presente no haría más que mostrar la contundencia de la sentencia que habría instaurado la historia de occidente. "De este modo, dice Heidegger, en esta temprana sentencia del pensar estaría haciendo su aparición el pesimismo, por no decir, el nihilismo, de la experiencia griega del ser" (Heidegger, 1996: 321), con todas las implicaciones que esto encierra: completo dominio de "la totalidad de la tierra y su atmósfera", sometimiento del "curso histórico a la planificación y el orden de un gobierno terrestre" y, si tenemos razón, para expiar la "culpa", una inclinación fundamental a negar todo lo que existe, incluso, cotidianamente ese que en cada caso soy yo mismo, los otros y el entorno.

Pero ante este panorama, "[...] ¿existe alguna posibilidad de salvación?" (1996: 336). La respuesta para Heidegger es contundente, ésta "sólo existe cuando está ahí el peligro. El peligro está, cuando el propio ser camina hasta lo último e invierte el olvido que surge de sí mismo" (1996: 336). Por eso, desde su perspectiva, resulta de nuevo prioritario escuchar en un tono diferente, el canto luctuoso con el que se ha oído tradicionalmente a Anaximandro. Sí, "es menester cantar mejor por causa de los muchachos". Sin embargo, el tono de la sentencia de Anaximandro en boca de Heidegger suena bastante extraño:

Pues de donde y desde donde la proveniencia -tal es la traducción de Heidegger en 1941- es para lo en cada caso presente, también la desaparición en esto (en tanto que en lo Mismo) proviene en correspondencia al estado de necesidad que obliga; esto es: da a todo lo presente mismo (a partir de sí) acuerdo y también (reconocimiento), deja que uno sea para el otro, (todo esto) remontando la discordia en correspondencia a la asignación del dar tiempo [madurar] mediante el tiempo (Heidegger, 1994: 147).

Si esta traducción de 1941 resulta extraña, en la de 1946 pareciera que retumbaran los ecos de la posguerra:

[...] a lo largo del uso; dejan que tenga lugar acuerdo y atención mutua (en la reparación) del des-acuerdo" (Heidegger, 1996: 335).

3. ¿Angelus novus?12

¿por qué suena tan extraña la sentencia de Anaximandro en boca de Martin Heidegger? ¿Quizá porque en ella continúa hablando un nihilista? O, ¿será porque ésta es la traducción de la sentencia de los siglos por venir? y, si no lo fuera, ¿no habrá llegado el tiempo de escuchar las palabras que Friedrich Nietzsche pone en boca de Heráclito: "Lo que observo no es la condena de las criaturas, la condena de todo aquello que deviene, sino la justificación del devenir"? (Nietzsche, 2001: 57). Sea como sea, aquí no se puede pasar por alto una inevitable pregunta: ¿qué puede decirnos la sentencia de Anaximandro en este preciso momento de la historia y en un país como el nuestro?

Responder a una pregunta como ésta no es nada fácil, porque, primero, cualquier respuesta que se dé requiere tener en cuenta algunos matices esenciales. Así, por ejemplo, que aquí lo que está en juego es, ni más ni menos, que el reconocimiento de esa forma de interpretar todo lo que existe, que ha hecho que seamos lo que somos. Por otra parte, se aduce que la filosofía siempre llega tarde como el búho de Minerva al que se refería Hegel. No obstante, como manifestó Martin Heidegger en uno de sus opúsculos menores: "cuando en la profunda noche del invierno una broca tempestad de nieve brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta todo, entonces es la hora propicia de la filosofía" (1963: 473). Con todo, se puede clamar justicia y reparación en medio de la más terrible tempestad de múltiples maneras.

V. gr., desde una óptica moralista, es decir, desde un pesimismo de la debilidad se puede exhortar a pagar justa reparación por las injusticias que se han cometido a lo largo del tiempo. A pesar de esto, como se ha visto, este tipo de reclamación se arraiga en un horizonte nihilista que termina, finalmente, condenando dramáticamente todo lo que existe. Pese a ello, no han faltado algunas voces que desde la misma moral han querido dar salida a este problema reclamando la autoafirmación del hombre. Habrá que preguntar si esta vía no es el mismo camino que emprendiera ese pájaro que es capaz de romper su jaula para luego retornar a ella, como lo esboza de forma magistral esa bella imagen utilizada por Nietzsche para caracterizar a Kant.

En segundo término, mientras se continúe invocando justa reparación a la luz de una interpretación de la sentencia del milesio Anaximandro como si ésta fuera el origen de un proyecto que busca dominar "la totalidad de la tierra y su Atmósfera" y, con ello sojuzgar el "curso histórico a la planificación y el orden de un gobierno terrestre", es decir, desde un unilateral olvido de la voluntad de conquista, "el abismo siempre estará ahí" ante nosotros. De ahí por qué, al modo de Martin Heidegger, cualquier clamor que se haga desde el final de la metafísica, debe pasar por el "acuerdo y la atención mutua (en la reparación) de des-acuerdo" remontando así la discordia. Empero, ¿cabrá otra alternativa hoy para dar justicia y reparación en la injusticia, τίσις y δίκη τής άδικιας, esto es, una forma de resistencia que sumerja sus raíces en el puro pesimismo de la fortaleza? Desde luego, una condición que esté más allá de la metafísica en la que, en palabras de Nietzsche, se reconozca que "la vida misma no es ningún medio para otra cosa" (Nietzsche, 2006: 56), sino un fin en sí misma. Todo resulta claro en este momento. Hasta ahora no hemos hecho más que negar de diversas maneras la vida, lo que se trata ahora es de afirmarla.


Pie de Página

1Esta idea es confirmada por Giorgio Colli en su libro Sabiduría griega II cuando dice: "Si antes se hablaba del camino interior, ascético y geométrico del logos abierto por Tales, esta otra vía, la que propone Anaximandro, y que es de naturaleza dialéctica, sería un segundo camino -y que el texto citado tendríamos su testimonio más antiguo- un camino perverso y, a la vez, decisivo para el pensamiento de occidente" (Colli, 2008: 29).
2Es importante hacer notar que en el texto serán utilizadas varias versiones de la sentencia de Anaximandro, las cuales varían según la interpretación hecha por cada autor. Por el momento, valga anexar a la anterior versión la hecha por el ya citado Giorgio Colli quien traduce la máxima del antiguo filósofo griego en los siguientes términos: "las cosas de donde viene el nacimiento a las cosas que existen son aquellas a donde tiende también su corrupción, según lo que debe ser; pues las cosas que existen sufren unas de otras castigo y venganza por su injusticia, según el decreto del tiempo" (Colli, 2008: 155). Por otra parte, Alberto Bernabé traduce la sentencia con estas palabras: "el principio de los seres es indefinido [...] y las cosas perecen en lo mismo que les dio el ser, según la necesidad. Y es que se dan mutuamente justa retribución por su injusticia, según la disposición del tiempo" (Bernabé, 1996: 54). Vale la pena también recordar aquí la traducción que de esta sentencia hiciera José Gaos en el marco de la obra de Werner Jaeger La teología de los primeros filósofos griegos: "pero cualesquiera que sean las cosas de donde procede la génesis de las cosas que existen, en esas mismas tienen éstas que corromperse por necesidad; pues estas últimas tienen que cumplir la pena y sufrir la expiación que se deben recíprocamente por su injusticia, de acuerdo con los decretos del Tiempo" (Jaeger,1992: 40).
3Citado por Eggers Lan: "A partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí también se produce la destrucción, según la necesidad; 'en efecto, pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia, de acuerdo con el ordenamiento del tiempo'" (Eggers Lan, 1998: 103). Además de esta traducción y de las ya citadas está disponible la versión de Jesús García Fernández del texto clásico de Kirk y Raven Los filósofos presocráticos en la cual se dice: "El nacimiento a los seres existentes les viene de aquello en lo que convierten al perecer, 'según la necesidad, pues se pagan mutua pena y retribución por su injusticia según la disposición del tiempo'. Como Anaximandro dice en términos un tanto poéticos" (Kirk y Raven, 1969: 179).
4En este sentido ver el prólogo de Francesc Ballesteros Balbastre a la edición de Los filósofos preplatónicos de Friedrich Nietzsche (2003).
5En torno al primero Nietzsche afirma, en el texto antes citado, lo siguiente: "tampoco σοφός significa simplemente el "sabio", en el sentido habitual. Etimológicamente, viene de sapio 'saborear', sapies 'saboreador', σαφής 'sabroso'. Nosotros hablamos del 'gusto' en el arte; la imagen del gusto es para los griegos mucho más amplia. La forma reduplicada Σίσυφος significa 'de fino gusto' (activo); de ahí viene sucus [suco, jugo] (k por p como lupus-λύκος [lobo]). Por tanto, según la etimología, a la palabra le falta el matiz excéntrico; no contiene nada de contemplativo ni ascético" (Nietzsche, 2003: 23). Y, acerca del mito dice: "La existencia de invenciones fantásticas se basaba en los enormes contrastes existentes. Por fin, se produjo una paz entre los dioses, cuyo protagonista fue sobre todo Delfos; éste fue en cualquier caso un crisol de la teología filosófica. Pero lo más difícil quizá fue determinar el puesto de las divinidades mistéricas con relación a las divinidades olímpicas. Este problema fue solventado con especial sabiduría. Por un lado, estaban los dioses que, en calidad de constantes vigías y espectadores de la existencia griega, iluminan cuanto existe, al igual que las divinidades cotidianas; por otro, los misterios, para aquellas aspiraciones especialmente serias, con su esperanza en la inmortalidad, como descarga de todos los afectos ascéticos y pesimistas" (Nietzsche, 2003: 25).
6Resulta muy interesante constatar que Arthur Schopenhauer no le concedía a Anaximandro el mérito de ostentar el título de primer filósofo pesimista, sino que éste se lo otorgó, sin ningún tipo de reparo, a Empédocles. Por eso en los Parerga y Paralipómena I se puede leer: "Pero dentro de las teorías de Empédocles es digno de observar ante todo su declarado pesimismo. él reconoce plenamente la miseria de nuestra existencia, y el mundo es para él, al igual que los verdaderos cristianos un valle de lágrimas. [...]. En nuestra existencia terrenal ve un estado de destierro y miseria, y el cuerpo es la cárcel del alma. Esas almas se encontraron una vez en un estado de infinita felicidad y por su propia culpa y pecado han caído en la perdición presente, en la que se hallan cada vez más inmersas por su conducta pecaminosa, al tiempo que más encerradas en el círculo de la metempsicosis; / en cambio, pueden volver a alcanzar el estado anterior con la virtud y la pureza de costumbres, en la que incluye también el abstenerse de alimentación animal, así como el alejamiento de los placeres y deseos terrenales" (Schopenhauer, 2006: 71).
7La negrilla y la cursiva son del mismo Nietzsche.
8Esto explicaría, -si por nihilismo se entiende, tal como lo hace Deleuze, aquel estado de cosas donde: "la vida toma un valor de nada siempre que se la niega, se la desprecia" (2008: 207), es decir, si se entiende al nihilismo como esa inclinación fundamental de renuncia ante la vida- por qué la historia de Occidente no habría sido más que la historia de ese instinto de negar, de manera sustancial, todo lo que existe. En otras palabras, la historia de una inclinación que tiene como objeto realizar, de forma real y efectiva, el Apocalipsis. Esta interpretación sería insignificante si el nihilismo, como dice Heidegger citando a Nietzsche, no se hubiera erigido como: "el estado normal" de la humanidad (Heidegger, 1994a: 82). Así las cosas, si el conjunto de la existencia debe expiar con la muerte su culpable emancipación del ser eterno, de manera consciente o inconsciente, se hará todo lo posible por redimir esta "culpa". Es en este horizonte en el que lo ontológico y lo axiológico han terminado por confundirse. A pesar de la utilización hecha aquí de estos términos, sería un error reducir las consecuencias nefastas de esta interpretación a una dimensión puramente abstracta, pues, éstas se hacen patentes, de manera concreta en nuestros días, no sólo en conflictos de grandes proporciones y en la universal degradación del medio ambiente, sino, de manera inmediata, en el impulso cotidiano que lleva a la negación de ese que en cada caso soy yo mismo, quien debe redimir, con ésta, la culpa de haber advenido a la existencia. Con la negación violenta o no del otro, el cual se reconoce siempre como esencialmente culpable y copartícipe de nuestro "pecado" común: la existencia. Y, finalmente, del entorno, que es concebido, simple y llanamente, como una mera ilusión. Es en este sentido, que se puede decir que, la historia de hombre occidental, hecha carne en cada individuo, no ha sido más que la historia del más radical instinto de negación.
9Un excelente complemento a la comprensión de este problema lo constituye la lectura del ensayo escrito por Heidegger en 1922 conocido con Informe Natorp, que lleva por título, originariamente, el de: Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles. Indicación de la situación hermenéutica.
10Vale la pena transcribir en este lugar la traducción que de este pasaje hizo Manuel E. Vásquez García para las ya citadas lecciones acerca de Anaximandro que Heidegger dictara en 1941: "De donde las cosas tienen su nacimiento, hacia ahí también deben sucumbir, según la necesidad; pues deben cumplir pena y ser juzgadas por su injusticia conforme al con el orden del tiempo" (Heidegger, 1994a: 143).
11También, como en la nota anterior, transcribimos aquí la traducción hecha por Manuel E. Vásquez García "Pero de donde las cosas tienen el nacer, hacia ahí va también su perecer según la necesidad; pues ellas se hacen cumplir las unas a las otras castigo y pena por su infamia, con arreglo al tiempo fijado" (1994a: 143).
12Como es bien conocido, ésta es una imagen de la que se vale Walter Benjamin en su libro Tesis de filosofía de la historia 9 -que fuera publicado en castellano en Discursos interrumpidos I- en el cual se pueden leer estas significativas palabras: "hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este debe ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso" (Benjamin, 1973: 183).


Referencias

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