SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.28 número56DE ORDINE THE PURSUIT OF BEAUTYABOUT VIRTUE IN ABELARD'S ETHICS índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Em processo de indexaçãoCitado por Google
  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO
  • Em processo de indexaçãoSimilares em Google

Compartilhar


Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.28 no.56 Bogotá jan./jun. 2011

 

INADECUATIO E IPSEIDAD; UNA REFLEXIÓN SOBRE ANTROPOLOGÍA AGUSTINIANA

INADECUATIO AND IPSE-IDENTITY A REFLECTION ON AUGUSTINIAN ANTHROPOLOGY

Jonathan Triviño Cuellar *

* Pontificia Universidad Javeriana.

Recibido: 10.04.11 Aprobado: 12.05.11


RESUMEN

La doctrina sobre la imago Dei, en el pensamiento de San Agustín, es determinante para entender su desarrollo intelectual y personal, así como para comprender el despliegue antropológico y teológico posterior. Esta doctrina atraviesa todo su pensamiento, pero tiene su mayor despliegue en el tratado del De Trinitate. La meditación de Agustín sobre el ser humano se guía por la comprensión que el cristianismo ha tenido del hombre como imago Dei a partir de las palabras del Hacedor en el relato de la creación: "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). El santo emprende la tarea de aclarar la doctrina de la imago Dei, puesto que hay grandes abismos en la comprensión católica del hombre como imagen de la Trinidad. El hiponense anhela restituir la imagen de Dios en el hombre como meta de su doctrina de la imago. Lo que ahora emprenderemos es una reflexión sobre dicha doctrina, mostrando cómo es posible desarrollar una concepción antropológica completa a partir de esta meditación agustiniana. Como consecuencias antropológicas de esta doctrina se exponen la inadecuatio del hombre consigo mismo y la ipseidad propia de la imago Dei.

Palabras clave: imago Dei, inadecuatio, ipseidad, de Trinitate, Confesiones


ABSTRACT

The doctrine of the imago Dei in Augustine's thought is crucial to understand his intellectual and personal development and to grasp the theological and anthropological deployment took place later. This doctrine runs through his mind, but it has its largest deployment in the treatise De Trinitate. Augustine's meditation about the human being is guided by understanding Christianity has had of man as imago Dei from the words of the Creator in the creation account: "let us make man in our image and likeness" (Gn 1, 26). The saint undertakes to clarify the doctrine of the imago Dei, because there are great chasms in the Catholic understanding of man as an image of the Trinity. The Hiponense wishes to restore the image of God in man as a goal of his doctrine of the imago. What we now embark on is a reflection on this doctrine, showing how it is possible to develop a comprehensive anthropological conception from the Augustinian meditation. As anthropological consequences of this doctrine the man himself inadecuatio and ipse-identity characteristics of the imago Dei are exposed.

Key words: imago Dei, inadecuatio, ipse-identity, De Trinitate, Confessions


Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: "¿Tú quién eres?", y respondí: "Un hombre". He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma
(Conf. X, 9).

1. Introducción

Una de las obras más importantes e influyentes de la Patrística y de todo el pensamiento cristiano de Occidente ha sido el De Trinitate de San Agustín, en la que el santo aborda el misterio esencial de la fe cristiana y cómo es posible comprenderlo a partir de la reflexión de la imagen de Dios Uno y Trino que es el hombre. La meditación de Agustín sobre el ser humano se fundamenta en las palabras creadoras: "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). A lo largo de este escrito, se hará una reflexión del modo como el santo de Hipona llegó a comprender al hombre como imago Dei, y algunas de sus implicaciones filosóficas. El artículo está dividido en tres partes: en la primera, se recoge el paso decisivo de una concepción materialista inicial a una concepción espiritual final del hombre, que le permite al santo desprenderse de sus antiguas creencias y abandonarse al auxilio de Dios en la fe y en las Sagradas Escrituras. La segunda parte del texto se centra en el análisis de las tesis fundamentales sobre la doctrina de la imago Dei en las Confesiones y el De Trinitate. La tercera parte recoge algunas consecuencias antropológicas de la doctrina de la imago Dei: la inadecuatio y la ipseidad. En esta última, se muestra la dificultad que lleva consigo la tarea del propio conocimiento, pues así como el conocimiento de Dios se revela como un misterio inescrutable, de la misma manera el conocimiento del hombre se presenta como una tarea inconclusa, imposible de culminarse, ya que lo que conocemos de nosotros es lo mínimo del hombre, sólo Dios conoce nuestro propio ser. Un punto muy significativo de esta concepción del hombre como imago Dei es que la imagen se presenta como ipseidad. Al respecto, es importante anotar que, aunque Agustín no utilice el término ipseidad, sí hace uso del ipse para referirse al "yo", especialmente en las Confesiones.

2. De una concepción materialista a una concepción espiritual del ser humano

Agustín, en el libro sexto de las Confesiones, dice:

Así que, cuando averigüé que los hijos espirituales, a quienes has regenerado en el seno de la madre católica con tu gracia, no entendían aquellas palabras: Hiciste al hombre a tu imagen, de tal suerte que creyesen o pensasen que estabas dotado de forma de cuerpo humano -aunque no acertara yo entonces a imaginar, pero ni siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia espiritual- me alegré de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años, no contra la fe católica, sino contra los engendros de mi inteligencia carnal, siendo impío y temerario por haber dicho reprendiendo lo que debía haber aprendido preguntando (Agustín, 1946: VI, 4).

En esta confesión del santo es posible rastrear los errores profundos que le imposibilitaban comprender adecuadamente a Dios y, por ende, al ser humano como su imagen. La apropiada aprehensión y juicio del ser humano como imagen para Agustín fue decisiva, puesto que su comprensión errónea del ser humano le impedía convertirse y esta visión errada le venía de una entender de manera equivocada a Dios. Los 9 años que estuvo adherido a las creencias maniqueas y a sus desacertadas interpretaciones de las Escrituras, impidieron que pudiera profundizar en la comprensión del texto sagrado. En Génesis 1, 26 se dice que Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza; este texto era rechazado por el maniqueísmo, porque para esta doctrina no es posible decir de Dios que tenga ojos, narices u otra parte de la figura humana (Agustín, 1957: I, 27). Dios mismo aunque no tenga figura humana, sí era materialmente concebido por el maniqueísmo. Lejos estaba Agustín de pensar al hombre como espíritu, pues Dios mismo, el modelo, no lo era. Para la doctrina maniquea, Dios era una de los dos seres corpóreos que conformaban el mundo, de tal manera que no existía un único principio de todo, sino que el universo provenía del bien y del mal. Los maniqueos "acusaban a los católicos de tener una concepción antropomórfica de la divinidad porque admitían los pasajes del Génesis sobre el hombre hecho a imagen de Dios (Gn 1, 26 y 9, 6). Si el hombre es a imagen de Dios, Dios será a imagen del hombre y poseerá, pues, un cuerpo humano"1 (Courcelle, 1968: 20). El santo responde que ellos debían haber interpretado el texto sagrado en sentido espiritual, pues cuando en las Escrituras se habla de los pies, del dedo, del oído, del ojo de Dios, o se encuentran en ella expresiones semejantes, deben comprenderse como refiriéndose a potencias espirituales de la divinidad, no a miembros corporales.

El hiponense se da cuenta de que ha vivido engañado por falsas doctrinas y que incluso en los que creen en la fe católica hay ciertos abismos en la comprensión del hombre como imagen. Duda de lo que antes tenía por muy cierto, pero tampoco adhiere a la fe católica, aunque encuentra que en ella no se enseñaban, como sabia doctrina, esos pueriles engaños maniqueos de que Dios estuviese limitado por lugar o figura alguna. Va encontrando que en las Sagradas Escrituras se hallan explicaciones más convincentes sobre Dios y el hombre, que antes las tenía como absurdas y sin sentido (Agustín, 1946: VI, 6). No obstante, aún no puede comprender la existencia de una sustancia espiritual de Dios. Se da cuenta que antes abordaba los pasajes de los textos sagrados a la letra y no ascendía a un nivel de interpretación espiritual adecuado que lo llevara a la comprensión del sentido de lo que estaba escrito. Se hace consciente de que sólo creyendo en lo que leía en las Escrituras podía sanar la enfermedad de su alma, pero temía que dando asentimiento a la creencia católica pudiese caer en un abismo más profundo que aquel en el que estaba. Poco a poco se deja persuadir de que hay infinidad de cosas a las que ha dado crédito y en las cuales ha creído a lo largo de su vida y sin las cuales hubiese sido imposible vivir:

Considerar cuántas cosas creía que no había visto ni a cuya formación había asistido, como son muchas de las que cuentan los libros de los gentiles; cuántas relativas a los lugares y ciudades que no había visto; cuántas referentes a los amigos, a los médicos y a otras clases de hombres que, si no lo creyéramos, no podríamos dar un paso en la vida (Agustín, 1946: VI, 7).

De estas cosas nunca había dudado y, sin embargo, no tenía por qué adentrarse en un análisis de cada una de ellas, a partir de la razón, que le permitiera dar paso a la acción, sino que la creencia de éstas bastaba para obrar. Finalmente, gracias a la escucha atenta de las palabras de San Ambrosio, había logrado abrazar la fe católica aunque su conversión definitiva tardaría aún cierto tiempo. La lectura de las Escrituras lo llevó a meditar nuevamente sobre el problema central de la corporalidad de Dios. No podía concebir una sustancia distinta a la que podía captar por medio de los ojos y, por ello, pensaba a Dios como una sustancia material infinita que penetraba por todas partes, pero no limitada por ninguna de ellas. Agustín siempre tuvo como verdad absoluta la incorruptibilidad de Dios, pero si era algo corpóreo, necesariamente debía estar sujeto a la corrupción, de modo que fuera lo que fuera, Dios debía ser incorruptible, pero en su comprensión de Dios como una masa infinita no cabía la incorruptibilidad. Gracias a la predicación y a la comprensión profunda que Ambrosio tenía de las Escrituras, pudo por fin abandonar el materialismo, pues en sus propias meditaciones logró comprender que las cosas materiales son gobernadas y dirigidas por las espirituales. él mismo se dio cuenta de que su mente no era corpórea, sino que gobernaba y administraba su cuerpo; la inteligencia de lo visible lo hizo elevarse a lo invisible y espiritual. Se libera del materialismo pero no adquiere en este momento la idea de la imagen espiritual en el ser humano. De esta manera, la correcta interpretación de la imagen le permite un entendimiento adecuado de Dios, por lo que puede volver a adentrarse en la imagen, de ahí que sea de vital importancia comprender este camino previo a su conversión para poder entender las implicaciones antropológicas de su doctrina. En los libros VI y VII de las Confesiones, Agustín expresa cómo su ceguera para comprender al hombre como imagen, lo condujo a estar anclado a la corporalidad; no entendía a la imagen como intelectiva, es decir, como espiritual. Pensaba corporalmente lo espiritual.

La idea del hombre como imagen le viene de su comprensión de Dios como único y verdadero principio de todo cuanto existe. Desvirtuado y desenmascarado el maniqueísmo encuentra el problema del mal como un obstáculo para comprender a Dios como principio único. El maniqueísmo le daba una solución que le había parecido satisfactoria para la explicación del problema del mal; sin embargo, adherido a la Iglesia católica ya no hay dos principios, sino sólo uno, Dios, sumo bien, como único principio de todo cuanto existe. Reconocer que no hay sino un principio es lo que nos pone en el rastro del hombre como imagen, puesto que el hombre no puede ser otra cosa que imagen de su Creador y no una mezcla de bien y de mal, es decir, no está compuesto de dos principios. El mal proviene y nace de la aberración de la voluntad libre del ser humano al pretender hacerse dios sin Dios. No obstante, es importante aclarar que a pesar de esta pretensión y de esta caída del hombre, esto no significa que éste haya perdido totalmente la imagen de Dios impresa en su ser. Este problema de la caída lo abordaremos con mayor cuidado en la última parte del presente texto.

En perspectiva agustiniana, el conocimiento del ser humano nos permite elevarnos hacia la contemplación de Dios Trinidad, a través del único y verdadero camino que es el Hijo, pues el acto reflexivo del autoconocimiento nos conduce al maestro interior, Cristo, que nos guía hacia el perfeccionamiento de la imagen en la eternidad. "La meta que Agustín se propone alcanzar: la restitución de la imagen de Dios en el hombre. La vuelta a Dios en la perfecta renovación de su imagen, porque el ver a Dios, el asemejársele no es algo que se pueda realizar materialmente sino sólo espiritualmente [...] para ello, es del todo imprescindible, la fe. No hay que olvidar que en la mente de san Agustín nos encontramos con el deseo de restituir la imagen de Dios en el hombre, pero hay que recordar que se trata de Dios Trinitario" (Dolby, 2002: 139). El paso agustiniano de una concepción materialista a una concepción espiritual de Dios y, por ende, del ser humano, abre el paso para que el santo se convierta, y para que los problemas que siempre lo han aquejado cambien de rumbo y su posición frente a ellos dé un giro de vital importancia y abra las puertas para su conversión.

3. La imago Dei

En las Confesiones, el santo se plantea de manera clara, en dos ocasiones, la pregunta del hombre por el hombre. La primera de ellas, en el libro IV, en el contexto de la pérdida de un amigo innominado, Agustín se siente anímica y moralmente desolado: "me había hecho a mí mismo un gran lío (factus eran ipse mihi magna quaetio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme (1946: IV, 9). En este caso, el texto latino también puede traducirse así: "me había vuelto una gran pregunta para mí mismo". La segunda ocasión se encuentra en el libro X, en el recorrido que el santo emprende de los "anchos campos y senos de la memoria"2 que corresponde a la indagación que el hombre interior hace de sí mismo y que lo conduce a preguntar por su Hacedor, encontrando que esta búsqueda debe empezar por su propio ser: "Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira y ve, y compadécete y sáname; tú, en cuyos ojos estoy hecho un enigma, y ésa es mi enfermedad (in cuius oculis mihi quaestio factus sum)" (1946: X, 50). El texto latino también podría traducirse como: "tú [...] ante cuyos ojos me he vuelto una pregunta para mí". El contexto del libro X es distinto, pues aquí la pregunta ya no se refiere al pasado, sino que es presente y continua a la luz de la fe y de la búsqueda de Dios. "El hombre se vuelve una pregunta para sí no tanto porque se formule la pregunta acerca de sí mismo, sino porque ante todo se busca (quaerere) a él mismo, ante todo se quiere a sí mismo" (Flórez, 2008: 18).

En estos dos pasajes de las Confesiones, se hace evidente que no es una pregunta cualquiera o una pregunta más de las que nos planteamos a lo largo de nuestra vida, la que interroga por nuestro propio ser, sino que se convierte en una pregunta fundamental, sobre la cual todas nuestras posiciones tendrán sus cimientos, pues las reflexiones de un filósofo se desprenden de su concepción de hombre, de la respuesta que dé a la pregunta por su propio ser. Agustín sabe que hay dimensiones de su ser que son desconocidas para sí mismo, que escapan a su propio espíritu y que sólo Dios conoce: "quienquiera, pues que yo sea, manifiesto soy para ti, Señor" (1946: X, 2), de tal manera que es evidente que para él, el hombre no es transparente por completo para sí, lo que lo lleva a reconocer que existe una grieta por la que el hombre no encaja consigo mismo y que éste es precisamente el trabajo que prescribe la máxima común: "conócete a ti mismo". En esta búsqueda que el ser humano emprende sobre sí mismo, en el acto reflexivo del propio conocimiento, el hombre no puede evitar devenir un problema, una pregunta para sí y este es el centro mismo de toda antropología: que nos hacemos un problema para nosotros, somos un gran problema y su peso nos desborda.

La investigación sobre el hombre como imago Dei le permitirá reconocer que el ser humano alberga en su interior una aspiración o intentio de eternidad o divinización, es decir, que al haber sido creado para ser imagen, el hombre busca y anhela a su Creador y, en esta búsqueda, encuentra que el mayor obstáculo para hallar y conocer a Dios es su propio ser. Por tal motivo, el ser humano como imago es a la vez camino y amenaza para entender y conocer a Dios y a sí mismo.

La meditación agustiniana sobre el ser humano se guía por la comprensión que el cristianismo ha tenido del hombre como imago Dei a partir de las palabras del Hacedor en el relato de la creación: "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). Respecto a esto es importante decir que la expresión de la Escritura "hagamos al hombre a imagen y semejanza" señala que existe semejanza entre las creaturas y, por eso, se puede decirse que son semejantes entre sí, pero no por ello es posible decir que sean hechas a semejanza, ya que sólo del hombre hecho 'a imagen' se dijo que fue hecho también 'a semejanza'. Aunque toda la creación está formada por cosas semejantes entre sí, creadas por la Semejanza en sí misma que es Dios3, esto no quiere decir que por ser hechas por la Semejanza tengan que ser semejantes a su Creador, pues sólo la sustancia racional, el hombre, ha sido hecha a semejanza de Dios (Agustín, 1957b: 59). Según esto, la constitución de una creatura hecha a imagen supone la semejanza. Para el hiponense el ser una imagen implica semejanza, pero no a la inversa; el hombre como imagen de Dios imperfecta está llamado a crecer en semejanza con Dios (Fitzgerald, 2001: 701). El rastro de Dios en la creatura que no es a imagen es perecedero porque no es de naturaleza espiritual y está sometida al tiempo, pero en la creatura que es imagen y semejanza la impronta es necesariamente espiritual. En efecto, Dios es espíritu y no materia y, por eso, esa creatura lleva en sí la presencia de Dios, que es eterna, perenne, pues el ser imagen implica participar de la naturaleza eterna del Creador, de lo contrario no sería imagen ni semejanza de Dios; "así, pues, la sustancia racional fue hecha sin interposición de naturaleza alguna por la misma Semejanza de Dios y a semejanza de Ella" (Agustín, 1957b: 60).

Esta tarea de aclarar la doctrina de la imago Dei es vital, puesto que incluso en la comprensión católica hay grandes abismos del hombre como imagen de la Trinidad. La meta de la doctrina de la imago Dei es restituir "la imagen de Dios en el hombre; la vuelta a Dios en la perfecta renovación de su imagen, porque el ver a Dios, el asemejársele no es algo que se pueda realizar materialmente, sino espiritualmente [...] para ello, es del todo imprescindible, la fe" (Dolby, 2002: 139). Agustín abordará todos los problemas desde la creencia y la adhesión a la fe católica, y presentará sus obras reflexivas sobre Dios, el hombre y el mundo humano y divino, a partir de la percepción de un mundo humano hecho para la imago Dei que es el hombre. Ser humano implica ser imagen y eso jamás desaparecerá de su horizonte intelectual y espiritual impreso en cada una de sus obras. Sin embargo, la obra fundamental de la reflexión agustiniana sobre la imago Dei es, sin duda, el De Trinitate, donde el santo encuentra que la imagen de Dios en el hombre está impresa en la parte más excelsa del alma, en la mens4. El proceder agustiniano en el De Trinitate sigue su máxima credo ut intelligam, intelligo ut credam, pues, según su visión, anhelamos comprender la Trinidad santa en lo que a nuestra comprensión le es permitido, sin embargo, antes de entender es necesario creer (1948: VIII, 4); es decir, Agustín trata de traducir su fe en términos de razón. El fin de la investigación del De Trinitate no es el hombre, sino Dios, no obstante, el paso por el hombre es imprescindible, al ser éste imagen de Dios y lo más familiar a nosotros mismos. De ahí que para comprender a Dios se deba comprender al hombre y, sin embargo, ninguna de las dos tareas se puede llevar a cabo en plenitud, de hecho lo que podemos conocer de Dios y del hombre es lo mínimo de su ser. El hombre no puede llegar a conocerse mirándose alejado de Dios, esto es, que el camino adecuado para llegar a conocerse pasa por Dios, equivocándose aquel que piense que la vía más corta es la verdadera. En este punto, es importante aclarar que aunque se diga que el alma es la imagen, no por ello se está diciendo que el cuerpo no lo sea, ya que no es posible comprender al hombre sin cuerpo, pues el hombre es cuerpo y alma como unidad, imagen de la Unidad absoluta de la Trinidad. Todo el ser humano es imagen y semejanza de Dios, aunque el cuerpo esté sometido al tiempo y a la corrupción por el pecado.

Al habernos adentrado en la investigación hecha por el santo de Hipona en el De Trinitate se evidencia la genialidad de su pensamiento, de ahí que Boyer diga:

Nadie antes que él había descendido tan profundamente en el secreto del espíritu humano y temo mucho que hoy aún, después de tantos sistemas y tantas técnicas no sabemos, más de la parte superior del alma, de aquello que Agustín dijo. Aquí se trata del ser mismo del alma, de aquello que la constituye en su realidad íntima. Toda la doctrina, en efecto, se funda en la palabra de la Escritura, que Dios hizo al hombre a su imagen, es la naturaleza del hombre la que es imagen de la Trinidad5 (Boyer, 1946: 176).

Ganados ya estos elementos, podemos arriesgar dos pequeñas tesis sobre dos consecuencias antropológicas que se desprenden de la doctrina de la imago Dei en Agustín de Hipona: se trata de la inadecuatio del hombre consigo mismo y de la ipseidad presentes en su visión.

4. Consecuencias antropológicas de la doctrina de la imago Dei

a. La inadecuatio del hombre consigo mismo

Ser imagen y semejanza de Dios implica que el hombre participa de la naturaleza eterna del Creador, de ahí que tenga esencialmente y por creación esa intentio de divinización. Si el objeto adecuado no colma esta intentio, la colmará necesariamente uno inadecuado, de tal manera que o se dirige a Dios o a la creatura, pues en perspectiva agustiniana no existen estados intermedios. El alma tiene, pues, dos grandes oficios, a saber: uno superior, de orden divino, y uno inferior, de orden terreno6. Así, la imago busca asemejarse por imitatio al modelo del cual es imagen, pero si confunde el modelo se asemejará a aquello que haya tomado como modelo, es decir, la creatura, constituyéndose como modelo de sí. En esto radica la inadecuación constitutiva en la cual está anclado el hombre, pues al haber preferido asemejarse a la creatura que a su Creador, cae y, salvo nuestros primeros padres, ningún hombre asistió a la caída, por eso, el ser humano no sabe el estado de indigencia en que se encuentra, que solamente por la fe puede reconocer. El hombre no se entiende ni se comprende por ese estado de inadecuación en el que se halla. Aunque el ser humano no se acepte como imago Dei, no por ello deja de ser imagen, ya que no depende de su voluntad libre el ser imagen, no es una decisión, sino es su propio ser; de tal manera que, en perspectiva agustiniana, decir hombre o decir imagen es lo mismo7.

Es esencial para la determinación del ser humano su ser de imagen; no puede prescindir de ella; por ello, en su estado de caída, se conforma al mundo y no reconoce su ser de imago Dei3 que sólo se le muestra por la fe. La situación de caída y el estado de inadecuación en el que se encuentra la imago se presenta como tarea hermenéutica difícil para el hombre; es muy difícil reconocer lo anómalo de la situación de caída en la cual se encuentra. Hay un estupor humano esencial cuando surge este reconocimiento: 'no sé quién soy', sin embargo, cada uno 'sabe' quién es. Es una situación que parece sencilla, pero que es la más difícil, puesto que mientras no se llegue a dicho reconocimiento -el de la ignorancia de sí mismo- no hay posibilidad ni siquiera de que haya un intento de que el ser humano se conozca. El problema es que tenemos una certeza de que nos conocemos y ello impide pensar sobre nosotros y reflexionar sobre nuestra ignorancia de nosotros mismos. Este camino lo recorre Agustín a lo largo de las Confesiones, evidenciando cómo su primigenia seguridad y certeza sobre sí lo lleva a la necesidad de conocer y de saber quién "es", quién "soy"; es decir, que cuando por fin logra encontrar el camino a la verdad, se convierte y rompe con su seguridad; todo lo que creía saber de sí está ahora en cuestión, se le revela como incierto. Sólo en ese momento de reconocimiento de su propia ignorancia, Agustín puede empezar la tarea de conocerse a sí mismo.

Pero, gracias a esta situación anómala, se hace necesario el conocerse a sí mismo, y la doctrina de la imago Dei cobra la mayor importancia. El 'conócete a ti mismo' implica, en primer lugar, reconocer que no nos conocemos y, por ende, que no sabemos quiénes somos. No es un 'conócete en imagen', sino un 'conócete a ti mismo', que lo llevará a reconocer su ser de imagen. Ese 'yo' que emprende la tarea de conocerse a sí mismo, de verse a sí mismo por ser espíritu en un acto reflexivo, ese 'yo' presente que se está conociendo es la imago Dei. La circularidad temática agustiniana que implica el 'conócete a ti mismo', no es un 'conócete en imagen', sino 'a ti mismo'. Hay algún modo de verse a sí mismo viéndose, este es el problema al cual se enfrenta Agustín y que quiere resolver. Para ello, Agustín debe recurrir a la reflexión, donde el alma puede hacer lo que el ojo no puede por ser material, esto es, volver sobre sí para conocerse. El alma puede volver sobre sí misma porque es espíritu y es de naturaleza espiritual porque ha sido creada como imago Dei. Para mí este conocimiento es un conocimiento que se muestra conociéndome en el acto mismo de conocerme. Agustín quiere evitar que se entienda el "yo" como un objeto separado, como cuando se conoce una cosa. No se puede conocer el hombre a sí mismo sin reconocer que es imagen. No se está diciendo que se prescinda de las condiciones particulares y concretas en las que el ser humano se sitúa en el orden a conocerse, sino que su "yo" está siempre presente y es necesario partir de este hecho. Ese "yo" presente es la imago Dei.

Con la investigación que emprende en el De Trinitate, Agustín quiere restituir el valor del hombre como imagen y mostrar la urgencia de la reflexión de éste sobre sí mismo, no sólo para comprenderse, sino ante todo, para comprender, en cuanto su naturaleza le permita, el misterio divino; de tal manera que en el desarrollo de esta tarea su ser como imagen sea renovado y llevado a una situación mejor que aquella en la que fue creado. Para Agustín, hay una circularidad temática en el alma que se conoce, pues al proceder de Dios, el alma tiene una avidez por volver a su Creador. Este retorno implica que el hombre se conozca a sí mismo y salga de ese estado de indigencia en el que se encuentra, pero para que el hombre reconozca ese estado necesita de la ayuda de Dios, dado que nuestra inadecuación radica en la desemejanza respecto de Dios. En la persona del Hijo, Dios se encarna y toma la condición humana a través de la cual el Verbo eterno, por la participación de su semejanza, nos resta la desemejanza de nuestra perversidad y reforma la imagen en la contemplación de Dios cara a cara. En consecuencia, sin la encarnación del Verbo, la imagen no podría restablecerse como imagen en la contemplación del modelo. Esta inadecuación del hombre sobre sí mismo tiene su fundamento en un doble desconocimiento del ser humano. El primero, es el desconocimiento por el estado de caída, esto es, el desconocimiento que le viene por el pecado. En el hombre hay una disonancia consigo mismo en sí mismo, no hay concordancia ni equilibrio, pues al estar alejado de la contemplación cara a cara de su Hacedor, el hombre pierde su rumbo y cae en una ceguera que le impide reconocerse como imago Dei. La inadecuación del hombre caído sólo se resolverá cuando la imagen sea imagen justificada, esto es, sin mancha de pecado. Sin embargo, que el hombre se reconozca como imago no implica que se pueda conocer plenamente; es decir, existe en el hombre una imposibilidad de conocerse plenamente que deriva de su carácter de imagen, pues no puede tener pretensión de agotar el conocimiento de sí mismo (ipsum), debido a que la imagen lleva un carácter de infinitud que le viene de su modelo. Por ser imago Dei, el hombre está abocado a una tarea infinita, incluso en el conocimiento de sí mismo, de lo contrario no sería 'a imagen y semejanza' de Dios. A este respecto, afirma Flórez:

El hombre, pues, no puede llegar a conocerse por una vía directa, sino por la vía indirecta de Dios; o mejor: la vía más directa para que el hombre se conozca a sí mismo pasa por Dios, mientras que el hombre se engaña si piensa que la dirección recta hacia sí mismo es la vía más corta para conocerse... pues así sea el propio espíritu del hombre quien sabe qué hay en él, hay, sin embargo, dimensiones en el hombre que escapan a su propio espíritu. ¡Lejos, pues, de Agustín pensar que el hombre es transparente por completo a sí mismo! Esta grieta por la que el hombre no encaja consigo mismo constituye el origen de todas sus dificultades, su actitud concupiscente inextirpable en esta vida (2008: 14).

b. La imago Dei como ipseidad

Toda la reflexión y el esfuerzo por pensar al ser humano llevarán a Agustín a tocar las fibras mismas de la esencia del hombre en lo más profundo de su ser. El carácter de infinitud que nos viene por ser imagen de la Trinidad nos conduce a una tarea inacabada y dichosa que es la del conocimiento de sí. Hay una señal de algo profundo y misterioso en la imagen y eso profundo y misterioso solamente lo conoce Dios. El santo llega a los límites mismos de lo que nuestro pensamiento puede alcanzar al emprender la tarea de conocerse. Un primer aspecto que es importante puntualizar para la comprensión de la imago como ipseidad 8 radica en aclarar la distinción entre el yo y el cuerpo y su relación imprescindible.

El esfuerzo agustiniano por clarificar las implicaciones fundamentales en el hombre de lo que está revelado en la Escritura, lo llevará a distinguir entre el hombre interior y el hombre exterior. En el hombre interior se encuentra la imagen, que es constitutiva y esencial del hombre; por el contrario, en el hombre exterior se encuentra la parte del compuesto que está sujeto a perecer, está sometido a la corrupción del tiempo, aunque pueden hallarse rastros trinitarios de Dios, no se encuentra la imagen. Sin embargo, esto no nos debe llevar a pensar que el hombre como imagen de Dios pueda subsistir sin el cuerpo9; por ello, Agustín aclara que ya en las palabras del Génesis sobre la creación del hombre es evidente la referencia al cuerpo, pues se dice: e hizo Dios al hombre a imagen de Dios, y se añade, e hizo al hombre varón y mujer, lo que implica la corporeidad (1957c: III, 34). "El hombre es para Agustín cuerpo y alma, a pesar de las muchas tesis que no han comprendido al filósofo de Hipona y hacen de él un bipartidor del ser del hombre" (Dolby, 2002: 74). No obstante, cuando hablamos del conocimiento de mismo, ese que soy yo mismo no es cuerpo ni alma, sino que lo que yo llamo 'yo'. Aunque esté unido al cuerpo, no es cuerpo, sino espíritu, de ahí que el santo afirme: "he aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior [...] Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales como a presidente y juez [...] yo interior conozco estas cosas; yo, yo el espíritu (ego, ego animus), por medio del sentido de mi cuerpo" (1946: X, 9). En este pasaje, el santo de Hipona declara, sin lugar a dudas, que el yo es el hombre interior que tiene una relación imprescindible con el cuerpo. "Muy lejos de ser un elemento extrínseco al hombre, el cuerpo es, pues, parte integrante de su esencia. Además depende de sus estímulos y solicitaciones el extravío del hombre en la multiplicidad de las realidades sensibles" (Oroz, 1998: 361). El yo, el animus, es el que conoce estas cosas externas que recibe por medio del cuerpo, pero el yo no es el cuerpo. El yo no pude prescindir del cuerpo, pero tampoco puede reducirse a él; el yo se distingue del cuerpo y, sin embargo, ese yo no logra su posibilidad propia sino a través del cuerpo. Lo que le otorga mismidad (ipseidad)10 al ser humano no es el cuerpo sino el ego animus, éste le da una identidad.

La doctrina de la imago Dei es un medio a través del cual se hace más clara la comprensión del misterio divino; no obstante, es un paso obligado, no es una de muchas posibilidades, sino la única, pues al ser el hombre hecho para ser imagen y semejanza de la Trinidad, en ella debe hallarse el camino para elevarnos a una comprensión mayor del modelo, del cual éste es imagen. Así las cosas, la comprensión del hombre como imagen nos pone nuevamente en la meditación en el modelo y, habiendo alcanzado mayor comprensión del modelo, podremos entender mejor la imagen. De esta manera, se hace evidente la circularidad comprensiva y hermenéutica a la cual está sujeta la doctrina de la imago Dei. Por eso, en la tarea del propio conocimiento, Agustín encuentra que el hombre no puede agotar el conocimiento de sí porque no se ve como un objeto, sino como una ipseidad, imagen de una ipseidad superlativa infinita e inescrutable, que es Dios: "comprendo en mí lo admirable e incomprensible de tu ciencia, artífice de mi ser, cuando considero que ni a mí mismo11, obra de tus manos, me puedo comprender" (1948: XV, 13).

Si comprendemos el punto de llegada del estudio juicioso agustiniano sobre el ser humano como imago Dei, entenderemos que no es posible un conocimiento pleno del ser humano sobre sí mismo, ya que es imposible reducir al hombre a un objeto de conocimiento, puesto que el ser humano es una ipseidad, no un objeto. Cuando nos vemos a nosotros mismos por un acto reflexivo y nuestro fin es conocernos, ello implica, necesariamente, que debemos vernos como una ipseidad y, sin embargo, esto no nos reduce al nivel de un objeto, puesto que por más empeño que pongamos por vernos y conocernos seguirá existiendo un gran abismo sobre lo que podemos conocer de nosotros y lo que somos nosotros mismo en plenitud.

Agustín muestra que es imposible reducir una ipseidad, el hombre, a una cosa. El deseo del ser humano de conocerse, por más juicioso, detallado y cuidadoso que sea para que no se le escape ningún detalle a la mente en su acto comprensor de sí misma, jamás podrá determinar qué sea el hombre, pues a lo sumo podrá determinar cuáles son sus facultades y sus estructuras esenciales, pero jamás podrá decir qué es lo que es él mismo:

Estas tres realidades están en el hombre, no son el hombre [...] las mencionadas facultades son la parte más noble del hombre, no son el hombre. Una persona, es decir, cada hombre individual, tiene en su alma estas tres cosas. Si definimos al hombre diciendo que es una substancia racional, que consta de alma y de cuerpo, indudablemente que el hombre posee un alma que no es cuerpo y un cuerpo que no es alma. Por consiguiente, dichas tres facultades no son el hombre, sino del hombre, o están en el hombre (Agustín, 1948: XV, 11).

Lo que Agustín está mostrando con su investigación es que podemos determinar las facultades del hombre, sus potencias, pero no podemos decir qué es el hombre y qué es la imagen. Sólo sabemos que somos imagen, pero no podemos decir que la imagen es esto o aquello; si esto se llegara a hacer, simplemente se estaría cayendo en un reductivismo del hombre sobre sí mismo, esto quiere decir, que cualquier pretensión de definir qué sea el hombre en su ser es un sinsentido.

Llegados a este punto, aparece un problema que toma fuerza en el pensamiento agustiniano, a saber, el problema de la ipseidad. El problema de la ipseidad es el yo, el sí mismo. Ahí radica la importancia de develar la relación de la imagen (memoria, inteligencia y voluntad) con el 'yo', yo el espíritu - ego, ego animus- (Agustín, 1946: X, 9), porque la imagen que siempre soy yo, no se pude reducir a sus potencias. Son tres potencias de la imagen y no una imagen que es tres potencias. La comprensión de sí mismo es irreductible a estas tres potencias. Ya en el acto de conocerme hay una abismal e insalvable distancia entre mí mismo (ipseidad) y lo que conozco, en esto radica la lucidez y el alcance de la reflexión agustiniana sobre el hombre.

El "yo" que soy yo mismo, mi ipseidad, el ipse (sí mismo) no es un ídem (lo mismo), pues el ídem puede cambiar y de hecho cambia por el paso del tiempo, en cambio el ipse no está sometido al tiempo, no cambia, es la imagen. Para Agustín, el ipse es el espíritu como imagen, que no cambia ni por el paso del tiempo ni por la perversión del pecado. Esta unidad que es la imagen, es decir, el espíritu, por ser creatura espiritual no puede cambiar; el ser del hombre no está sometido a la corrupción del tiempo, esto es, que sigue siendo él mismo, aunque por los cambios propios del tiempo no sea lo mismo. Así, sería un despropósito decir que es lo mismo el niño que fue hace unas décadas y el hombre que ahora es, a pesar de los cambios, no sólo físicos sino también intelectuales, sigue siendo él mismo, no es un 'sí mismo' a los 8 años y un 'sí mismo' distinto a los 50. Lo que se llama 'yo' sigue siendo 'yo' a pesar de lo cambios propios de nuestra temporalidad. El ipse no es cuerpo, aunque el cuerpo sea algo habitual a nosotros, es decir, tenemos una relación muy cercana con nuestro cuerpo, hasta el punto que algunos han confundido su cuerpo con su sí mismo. El ipse va con un cuerpo, pero no depende de un cuerpo, sino que depende de la relación alma-cuerpo, mientras estamos sometidos al tiempo, pero no del contenido de uno de sus términos. Nuestro yo, que es espíritu, escapa a la determinación temporal, esto es, que el tiempo no lo devora ni lo hace colapsar por el mero paso del tiempo; lo que colapsa es el cuerpo, no el espíritu, el espíritu desborda los límites del tiempo. Lo que es espíritu no puede estar por esencia sometido al orden de lo material y corpóreo, sino al orden de lo divino y eterno.

Así, la investigación hecha en el de Trinitate nos ha llevado a reconocer que esa ipseidad que somos nosotros mismos y el conocimiento que se preceptúa son la tarea misma del ser humano tanto en la vida sometida al tiempo como en la eternidad. Reconocernos como imago Dei es reconocer que nuestro conocimiento no se agota en lo que podamos asir de nosotros, que las profundidades de nuestro ser seguirán siendo conocidas por nosotros mismos y que, independientemente de nuestra decisión, esa imagen es perenne, pues no podemos librarnos de nosotros mismos, no podemos huir de nuestro ser más propio, el de imago Dei. Ser hombre es ser imagen; decir hombre es lo mismo que decir imagen. El hombre es imagen.

5. Conclusión

A lo largo de este escrito nos propusimos hacer una reflexión comprensiva de la doctrina agustiniana del hombre como imago Dei, sacando dos consecuencias que se desprenden de la misma: la inadecuatio y la ipseidad. La doctrina de la imago Dei no se limita al denso estudio de Agustín en el De Trinitate sino que atraviesa toda su obra y determina aspectos esenciales de su filosofía y teología. Ya desde tempranos escritos como la Carta XI del año 389, dirigida a Nebridio, el santo aborda el problema del hombre como imagen de la Trinidad y con mayor profundidad en los textos contra el maniqueísmo al cual estuvo adherido por cerca de una década. Sin embargo, la tematización fundamental de la doctrina de la imagen se encuentra desarrollada en el De Trinitate, sobre el cual ha girado el presente texto. Ante la riqueza de la investigación agustiniana y la profundidad de su pensamiento, es natural que quedemos sin palabras para expresar los grandes logros que se han alcanzado con su obra, y las difíciles cuestiones que quedan abiertas al abordar el problema de la concepción antropológica agustiniana, pues cualquiera que emprenda la tarea de reflexionar sobre algún aspecto del pensamiento del Doctor de la Gracia, se encontrará con un incalculable aporte a su labor filosófica y con la apertura a nuevos horizontes que no han sido recorridos ni meditados.

La doctrina de la imagen, a diferencia de otras visiones antropológicas, nos lleva a pensar la unidad entre lo humano y lo divino, pues el hombre es el reflejo y la transparencia de la divinidad. Además de lo revelado en las Escrituras, lo que conocemos de Dios se da solamente a partir de la comprensión del ser humano como imago Dei. Al haber sido creado a imagen y semejanza, el hombre tiene impreso en su ser un llamado a la divinidad, a la contemplación eterna de su Creador, que le permitirá la realización más plena y perfecta de su ser.

Por otra parte, la investigación filosófica y teológica sobre la imago Dei, nos revela sus propios límites, pues desde el inicio de su reflexión, el santo es consciente de que mostrar en plenitud qué sea el hombre como imagen, es una tarea infinita, pero no por ello imposible de emprender, ya que la tarea misma de la vida radica en recorrer el camino del propio conocimiento. El hombre, como imagen, tiene un elemento de desconocimiento de su ser que le es propio y que es indeleble, la riqueza de su conocimiento es inacabable. Lo que podemos conocer de nosotros mismos son nuestras facultades y lo que Dios mismo nos quiera revelar de las profundidades de nuestra alma: "Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque nadie de los hombres sabe las cosas interiores del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él, con todo hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita en él; pero tú, Señor, sabes todas sus cosas, porque le has hecho" (Agustín, 1946: X, 7). Difícil y casi que tarea imposible sería pretender sobrepasar los alcances de la investigación y la genialidad agustinianas; nadie después de él ha tocado las fibras mismas del hombre ni se ha adentrado tanto en el interior del ser humano en la tarea de la autocomprensión. La actualización plena de la comprensión del hombre como imago Dei radicaría en entender primero lo ya expuesto por el hiponense, empresa que se muestra como inagotable, pues ello implicaría tener una comprensión de toda su magna obra.

El lector puede notar a todas luces que lo que se hizo a lo largo de este trabajo es apenas un primer acercamiento a uno de los problemas más importantes del pensamiento occidental, el problema del hombre, partiendo de la especulación agustiniana a la luz de las Escrituras. Queda, por tanto, abierta la reflexión sobre la doctrina de la imago Dei para comprender cada vez más el misterio del hombre.


Pie de Página

1 La traducción del francés es mía.
2"La doctrina de la memoria está dialécticamente desarrollada por Agustín. No es solamente un método de indagación; es la esencia misma del pensamiento que es dialéctica, porque pensar es buscar, ascender de grado en grado. Comprender es comprenderse, los grados del conocimiento son los mimos grados de la memoria, en el significado agustiniano del término [...] El alma humana es insondable como la memoria, quien toca su fondo toca lo infinito" (Sciacca, 1955: 299).
3En este punto sigo la interpretación del padre Victorino Capánaga O.R.S.A. (1975: 440), donde sostiene que para Agustín "toda criatura, como tal, viene del Creador o es relativa, y no se le puede concebir sin la conexión con él o sin ciertas huellas de él como su causa ejemplar".
4Es necesario aclarar que Agustín identifica la palabra mens a veces con el alma o con la mente, por lo tanto, es indiferente si se dice alma o mente en este contexto, puesto que para el santo mens es la parte superior del alma racional en el ser humano.
5La traducción del texto francés es de María del Carme Dolby (2002: 167).
6"Sólo hay dos movimientos en el reino del ser: el movimiento hacia lo alto, que conduce a la verdad (caritas), y el movimiento hacia lo bajo, que conduce a la verdad de la apariencia (cupiditas). Estos dos movimientos fijan todo el ser histórico-temporal" (Von Balthasar, 1986: 142).
7La imagen en san Agustín es indeleble aunque esta imagen haya sido deformada por la caída y por ello deba ser renovada por Dios. A este respecto, afirma Bonner: "en el último libro de La Ciudad de Dios, Agustín habla de la 'chispa de la razón' en el hombre, en virtud de que él fue hecho a imagen de Dios, aunque el pecado no haya sido totalmente extinguido (De Civ. Dei, XXII, 24). Finalmente, en las Retractaciones, publicadas acerca del 427/8, Agustín se refiere específicamente al estado en el que el hombre había sido hecho inicialmente (de Genesi ad litteram), que Adán por el pecado perdió la imagen de Dios en la cual había sido hecho, e insiste que esto debe ser entendido adecuadamente y que la imagen aún persiste, aunque deformada y necesitada de reformación" (1984: 507). La traducción del inglés es mía.
8Agustín mismo para referirse al espíritu dice: 'esto es el espíritu, y esto soy yo mismo' -et hoc animus est, et hoc ego ipse sum- (1946: 10, 26). Donde la palabra que denota el término 'yo mismo' es ego ipse y no ego idem. Así, Agustín identifica el animus y el ego ipse sum.
9A este respecto véase Agustín, De continentia,: "pidamos y hagamos que concuerden estos dos elementos (alma y cuerpo) que ahora se contradicen dentro de nosotros, ya que en ambos está nuestra personalidad" (Agustín, 1946: VIII, 19). "San Agustín contempla al hombre como unidad en un doble modo de ser, material y espiritual, alejado del dualismo platónico y maniqueo, aunque a veces, la falta de una terminología filosófica precisa y la utilización del lenguaje neoplatónico pudiera llevarnos a engaño acerca de la verdadera realidad que atribuye a los elementos del compuesto humano al llamarlo sustancias, o hacernos creer que concibe el cuerpo como mero instrumento del alma" (García Grimaldos, 1996: 618).
10Adviértase que en el uso que hago del término 'mismidad' como equivalente a la ipseidad no estoy siguiendo las distinciones juiciosas que Ricoeur establece entre 'mismidad' como sinónimo de la identidad-í'dem contrapuesta a la ipseidad referida a la identidad-ipse, pues mi pretensión con el uso de los términos es establecer distinciones entre lo que le da mismidad al hombre y lo que cambia en el hombre que no determina su ser, en este caso, el ídem. Véase Ricoeur (2006: XIII).
11Nótese que aquí Agustín dice me ipsum, que es una variación del ego ipse que emplea en las Confesiones.


Referencias

Agustín, santo obispo de Hipona. (1946). Confesiones. á. Vega, O.S.A. (trad.). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.         [ Links ]

Agustín, santo obispo de Hipona. (1948). La Trinidad (De Trinitate). L. Arias, O.S.A. (trad.). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.         [ Links ]

Agustin, santo obispo de Hipona. (1951). Cartas, Carta XI del año 389 a Nebridio. L. Cilleruelo, O.S.A. (trad.). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.         [ Links ]

Agustín, santo obispo de Hipona. (1957a). El Génesis contra los maniqueos (De Genesi contra manichaeos). B. Martín, O.S.A. (trad.). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.         [ Links ]

Agustín, santo obispo de Hipona. (1957b). El Génesis a la letra libro imperfecto (De Genesi ad litteram imperfectus liber). B. Martín, O.S.A. (trad.). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.         [ Links ]

Agustín, santo obispo de Hipona (1957c). El Génesis a la letra (De Genesi ad litteram). B. Martín, O.S.A. (trad.). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.         [ Links ]

Bonner, G. (1984). Augustine's Doctrine of Man: Image of God and Sinner. Augustinianum, 24(3), 495-514.         [ Links ]

Boyer, C. (1946). L'image de la Trinité synthèse de la pensée augustinienne. Gregorianum, t XXVII, 173-199.         [ Links ]

Capánaga, V. O.R.S.A. (1975). Agustín de Hipona. Maestro de conversión cristiana. Madrid: La Editorial Católica.         [ Links ]

Courcelle, P. (1968). Recherches sur les Confessions de Saint Augustin. Paris: Editions E. de Boccard.         [ Links ]

Dolby, M. C., (2002). El hombre es imagen de Dios. Visión antropológica de san Agustín. Navarra: Editorial Eunsa. Colección Pensamiento medieval y renacentista.         [ Links ]

Fitzgerald, A., O.S.A. (ed.). (2001). Doctrina acerca de la imagen. En Diccionario de San Agustín. San Agustín a través del tiempo. C. Ruiz-Garrido (trad.). Burgos: Editorial Monte Carmelo.         [ Links ]

Flórez, A. (2008). Mihi quaestio factus sum. La pregunta del hombre por el hombre en Agustín. En I. Calderón (ed.). ¿Quiénes somos? Hacia una comprensión de lo humano (81-102). Bogotá: Universidad de la Sabana.         [ Links ]

García Grimaldos, M. (1996). Antropología de San Agustín en los Comentarios al Génesis. Ciudad de Dios, CCIX(3), 615-626.         [ Links ]

Oroz, J. (ed.). (1998). El pensamiento de San Agustín para el hombre de hoy. Valencia: Edicep.         [ Links ]

Ricoeur, P: (2006). El sí mismo como otro. A. Neira Calvo (trad.). Madrid: Editorial Siglo XXI.         [ Links ]

Sciacca, M. F. (1955). San Agustín. Barcelona: Luis Miracle.         [ Links ]

Von Balthasar, H. (1986). Gloria. Una estética teológica. Estilos eclesiásticos. J. L. Albizu (trad.). Madrid: Ediciones Encuentro.         [ Links ]