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Universitas Philosophica

Print version ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.28 no.56 Bogotá Jan./June 2011

 

¿HAY TODAVÍA LUGAR PARA LA RELIGIÓN EN LAS SOCIEDADES SECULARIZADAS?

Luis Fernando Múnera Congote, S. J.*

* Pontificia Universidad Javeriana

¡Qué contraste! ¡qué paso brusco! La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad está encargada de asegurar, los dogmas que regulan estrictamente la vida. Eso amaban los hombres del siglo XVII. La coacción, la autoridad, los dogmas, he aquí lo que detestan los hombres del siglo XVIII, sus sucesores inmediatos. Los primeros son cristianos y los otros anticristianos. La mayoría de los franceses pensaban como Bousset, de repente piensan como Voltaire: es una revolución (Hazard, 1961: 7).

Al buscar un título para este texto que fuese comprensible, me vi obligado a utilizar la palabra 'secularización' puesto que es el término consagrado tanto por filósofos como por sociólogos para referirse a la religión en las sociedades contemporáneas. En sus orígenes, fue empleado en el lenguaje jurídico para hablar del paso de un bien o de una persona del estado clerical -sagrado- al estado mundano -profano-.

En su uso filosófico, el término puede tener dos sentidos distintos en función del lugar que se le reconozca al cristianismo en la evolución que da origen a la sociedad moderna. Un primer sentido, propio a la Aufklarung alemana más abierta al hecho religioso, presenta a la sociedad moderna como una especie de "transferencia-realización" de los contenidos del cristianismo en el terreno de la historia mundana1.

El segundo sentido, más propio de posiciones hostiles al hecho religioso, utiliza el término secularización como una categoría comprehensiva capaz de explicar un proyecto a la vez político y filosófico de emancipación de la tutela religiosa y, llevado al límite, de cualquier tutela. La secularización adquiere así el sentido de una "liquidación-laicización" del cristianismo. Jean Claude Monod, uno de los estudiosos contemporáneos del tema de la religión en Francia, muestra cómo estos dos usos del término abren a lo que él llama: "el problema filosófico de la secularización en la filosofía francesa":

Este problema puede enunciarse de manera muy simple: se trata de saber si la pretensión de la modernidad de encontrar normas racionales de legitimación no oculta la deuda de los tiempos modernos de cara a contenidos cristianos únicamente desplazados, si por tanto la época moderna puede pensarse -en Occidente- como aquella de un "cristianismo secularizado" o si es preciso reconocer lo bien fundado de la pretensión del pensamiento moderno a "comenzar" otra cosa (2002: 38).

Además del reconocimiento o no del lugar del cristianismo en la constitución de la época moderna, la categoría 'secularización' presenta para nosotros otro problema quizá más fundamental: la posibilidad de salir de la representación de la transformación religiosa que se llevó a cabo en la modernidad como un combate entre las fuerzas del progreso y de la ciencia, por un lado, y las fuerzas reaccionarias de la religión y de la Iglesia, por otro.

En ciertas visiones de la Ilustración, la modernización pasa por una secularización creciente de la sociedad que busca terminar con las últimas reliquias de la religión en pos del Estado, que sería el único con legitimidad suficiente para decir una palabra pública sobre el sentido y el modo de la vida en comunidad. Las demás instancias deben retirarse, siempre bajo la supervisión del Estado, al mundo de lo privado y de lo íntimo.

Busco mostrar, con este trabajo, que es posible salir del paradigma de la secularización y dar cuenta, desde una reflexión política, de la transformación simbólica de lo religioso y de lo político en la modernidad occidental, sin apelar a las profecías del fin de la religión.

Para abordar estas preguntas procederé en tres tiempos: en primer lugar, abordaré la categoría de lo político como forma primigenia de la organización social y me preguntaré por lo religioso en la configuración política más originaria. En segundo lugar, trataré la originalidad en Occidente de pensar la distinción entre política y religión, y el papel de la religión cristiana en esta transformación simbólica. Para concluir, me haré la pregunta por la persistencia y la pertinencia de la religión en las sociedades democráticas de Occidente.

En este esfuerzo, me ayudaré de dos filósofos franceses contemporáneos: Marcel Gauchet y Claude Lefort. Su reflexión parte de una crítica del totalitarismo que los lleva a dilucidar una comprensión del fenómeno democrático; es esta problemática la que los condujo a una fecunda reflexión sobre la religión. El texto más conocido de estos trabajos es la obra de Marcel Gauchet: El desencantamiento del mundo, publicada inicialmente en 1985, y que ha dado lugar a un sin número de discusiones y debates.

1. Lo político: las formas primigenias de organización de lo social

La perspectiva moderna de la política busca comprender el origen de la formación del Estado y, de alguna manera, la organización de la sociedad, a partir de las separaciones y relaciones de sus diversos componentes: el Estado, con la división de los poderes; la sociedad civil, dividida también en diversos estamentos. Propongo una visión más amplia y en cierto modo más originaria de lo político, como aquella estructura que permite instituir y organizar la sociedad humana.

Todas las sociedades necesitan 'darse forma' y para ello se instituyen como grupo humano ordenado, con una representación de sí mismas, una organización de sí y, por supuesto, una manera de instituir el poder y la dominación a su interior. Esta perspectiva de lo político busca pensar la institución misma de lo social, lo que genera exigencias a un pensamiento que se hace sensible a las dimensiones profundas de lo humano que están detrás de la instauración de un modo de vivir juntos y de reconocernos como grupo. En palabras de Claude Lefort:

El pensamiento que hace suya la cuestión de la institución de lo social es simultáneamente confrontado con la de su propia institución [...] Es sensible a una elaboración de la coexistencia que da sentido, produce referencias de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto, de lo imaginario y lo real, que instaura horizontes de una experiencia de las relaciones del hombre con el hombre y con el mundo (1981: 61-62).

Gracias a lo político, las sociedades se mantienen unidas y los individuos encuentran un nexo entre ellos. Lo político da cuenta del trabajo hecho por la sociedad sobre sí misma para mantener su existencia y su modo de ser. Todas las sociedades se enfrentan al problema de mantenerse como un conjunto coherente y la política es el soporte para resolver este problema.

Desde esta consideración de lo político, abordaré el tema de la religión como problema político, sin desconocer que ella no se agota en esta dimensión; desde la perspectiva de los creyentes, la religión implica formas y experiencias de relación con el Otro trascendente que tocan dimensiones antropológicas profundas y se ubican en terrenos diferentes de lo político.

Como ya se anotaba, en nuestra comprensión moderna, lo político y lo religioso se conciben como órdenes separados de prácticas y de relaciones; la pregunta tiene que ver, entonces, con comprender cómo estos órdenes se articulan o se desarticulan. No obstante, es preciso constatar que, durante siglos, los hombres ignoraron esta separación y dieron expresión religiosa a las relaciones de fuerza que surgen del poder.

En un esfuerzo por comprender estas formas primigenias de lo político, Marcel Gauchet, apoyado en los trabajos antropológicos de Pierre Clastres2, cree poder desentrañar un momento primigenio de lo político a través de la descripción de lo que Clastres llamó "sociedades contra el Estado", sociedades que no tienen en su seno una forma de poder separado, la forma más básica de Estado. El misterio de las sociedades sin Estado se logra dilucidar cuando se tiene en cuenta la presencia de la religión primordial en su interior. De donde Gauchet afirma que lo político, en su forma más primigenia, consiste en una indiferenciación completa de la religión y la política.

Las sociedades humanas son sociedades políticas porque no están determinadas por un estado natural, sino habitadas por una reflexividad en donde la religión ha sido la manifestación fundamental en la historia, la manifestación por excelencia. Ellas se determinan y se escogen según un modo cuyo enigma hay que penetrar, pero del cual sabemos que la política es el soporte (Gauchet, 2003: 76).

Esta manera de entender lo político y el papel preponderante de la religión en las sociedades primitivas nos hacen preguntar por la concepción de la religión primordial en esta perspectiva. La religión primordial da forma a las sociedades en las que lo político y lo religioso se encuentran indiferenciados. La religión primordial es también, desde el punto de vista de la dominación política sobre la sociedad, la religión plena; una forma de heteronomía y de negatividad de la sociedad con relación a sí misma, que para Gauchet sólo puede explicarse por esta institución. Gauchet define así a la religión:

Ella [la religión] es articulación eficaz de la sociedad a su exterior. Se trata de la instauración política de una exterioridad de la sociedad a sí misma. A través de la religión una línea divisoria se instala entre los hombres y las modalidades de su organización en sociedad. Las razones que presiden la organización de la sociedad tienen su hogar fuera de la sociedad. Esto con el fin de impedir que cualquiera, de entre sus hombres, pueda hablar en nombre de la legitimidad última de lo colectivo y desde el lugar del fundamento -es decir, ejercer el poder-. La exterioridad simbólica del fundamento social contra la separación efectiva de la autoridad política: tal es la filosofía de la religión primitiva (1977: 20).

La religión, así definida, a partir de una función social precisa (la articulación de la sociedad a su exterior), da una respuesta a la pregunta por la organización política de la sociedad y por la posibilidad de dar sentido al estar juntos. La religión no crea, por tanto, el exterior que está ya de alguna manera presente en la experiencia colectiva. La religión primitiva ocupa completamente el espacio político e impide la aparición de otras instancias de poder en la sociedad. La aparición de otras formas de religión responde, en consecuencia, a trasformaciones de lo político.

Esta forma de religión es en cierto modo un "tipo ideal", que permite entender en su raíz más profunda su relación con lo político. En las sociedades imperiales y monárquicas que surgen con los Estados, se sale de la indistinción entre lo político y lo religioso, pero todavía la representación del poder se legitima desde la religión y se mantiene el rasgo fundamental de poner la fuente de sentido en otro exterior al poder y a la ley.

Los monarcas de derecho divino se convierten en mediadores del poder divino dentro de una concepción metafísica del mundo donde existe una unidad profunda entre el aquí abajo y el mundo de los dioses. La representación que domina la mayoría de las formas políticas que conocemos es una figura de unidad en la que el mundo de los hombres está en relación con el mundo de los dioses que lo organiza y le da sentido.

Con ello no quiero decir que la indistinción entre la política y la religión sea la forma legítima de construir la sociedad. La sociedad occidental, en la que se logra distinguir claramente la religión de la política tiene un carácter de excepcionalidad en la historia. El paso siguiente de la reflexión busca preguntarse por las condiciones en las que pudo producirse una tal revolución de las relaciones entre el cielo y la tierra, y una forma inédita de concebir las relaciones en sociedad. Consciente de las múltiples fuerzas y prácticas que dieron lugar a la tradición democrática occidental, mi análisis se basa en la transformación del universo simbólico religioso, en el que el cristianismo tiene un papel ejemplar.

2. La distinción entre política y religión:
el rasgo distintivo de la política moderna

La lectura hecha aquí busca salir de este paradigma de la confrontación, para argumentar el papel que ha jugado el cristianismo en la configuración política del Occidente democrático. La distinción entre la política y la religión es uno de los elementos centrales en la construcción de la política moderna, cuya expresión política ha sido la separación entre el Estado y las religiones.

Para hacer frente a los conflictos suscitados por las relaciones complejas entre las Iglesias cristianas y los Estados, una solución fue pensarlas como instancias disgregables, cuyo gesto fundante por excelencia es la proclamación de la separación -en Francia- entre la Iglesia y el Estado. Esta separación ha sido concebida como un gesto emancipador de los Estados en relación con la autoridad espiritual de un cristianismo, criticado por su desvalorización de la ciudad terrenal, en bien de la ciudad celeste hacia la cual tienden todos los esfuerzos de la salvación religiosa. Pierre Manet, filósofo francés contemporáneo, formula así las razones del gesto separador:

Es necesario separar lo más completamente posible el poder de la opinión, en particular religiosa, a fin de privar de fundamento o de pretexto esta noción peligrosa y finalmente ininteligible de poder espiritual: la institución espiritual no tendrá ya poder, sino aquel de enseñar a quien la quiera escuchar, y el poder no tendrá ya opinión, religiosa en particular (2001: 49).

La razón histórica que llevó a pensar la separación está estrechamente ligada con las llamadas guerras de religión, que instalaron un disenso en el seno de las confesiones cristianas. La violencia con la que la pasión religiosa se manifestó, dio legitimidad a una instancia política por encima de las religiones, capaz de poner fin a la violencia mediante la imposición de la tolerancia en materia religiosa. Esta historia dio lugar a una manera particular de concebir al Estado y el lugar de la religión en la sociedad. El siguiente paso en este escrito busca interrogar el cristianismo para ver cómo su representación del mundo ha hecho posible esta idea, para luego estudiar la representación del poder en la sociedad democrática.

2.1 El cristianismo: la religión de la salida de la religión

Marcel Gauchet propone una interpretación de la revolución moderna del universo político y religioso a partir de lo que él ha llamado 'la salida de la religión'. Su interpretación parte de una lectura política del dogma cristiano de la encarnación, que contiene el principio de transformación del universo político de las religiones. El desarrollo histórico de estas ideas, potencialmente desestabilizadoras de lo establecido, permitieron una nueva manera de creer y de ubicarse en el mundo de los mismos creyentes; Gauchet concede mucha más fuerza a estos desarrollos que al encuentro de las fuerzas políticas y sociales en tensión.

Sin duda, el punto más original en la interpretación de Gauchet sobre el cristianismo y sobre la figura del Mesías, está en su lectura filosófica de la acción y del lugar simbólico ocupado por la figura de Jesús. El advenimiento del dios-hombre toca una figura ya presente en el universo simbólico del mundo humano, la del más grande de los hombres, la que toca lo otro del hombre. Enraizada en la tradición de Israel, la figura del dios-hombre cumple la promesa del Mesías: el gran soberano enviado por Dios para el triunfo de su pueblo. La gran novedad es que Jesús, a la vez que reivindica su calidad de Mesías-Hijo de Dios, no se instala en la cima de la pirámide de los hombres sino en la base, como uno más de ellos:

Es la réplica perfecta del mediador imperial en las antípodas de éste. Pero al cambiar de lugar, de ese modo, en el seno del espacio humano, el encuentro de los dos órdenes de realidad en la misma persona, cambia radicalmente de sentido. La encarnación de lo invisible que era el medio por excelencia de marcar la continuidad de la jerarquía terrestre con el orden celeste; se vuelve el significado mismo de su mutua exterioridad (Gauchet, 1985: 162).

Reivindicando su figura mesiánica, Jesús se plantea al contrario de ésta y, por tal acción, vuelca totalmente el universo religioso. Jesús rechaza así al mediador imperial cuya función política es sacralizar el poder y la jerarquía entre los hombres. En lo que concierne a la imagen de Dios, Gauchet lee en este acontecimiento, el paso de una lógica de la superioridad -propia de la encarnación de lo otro bajo la forma de un monarca imperial- a una lógica de la alteridad: "su proximidad en Cristo es signo inagotable de su infigurable distanciamiento" (1985: 163).

La afirmación de la fe en la encarnación del hijo de Dios tomó mucho tiempo y discusión para ser comprendida y fijada como doctrina; en particular, lo que tenía que ver con las dos naturalezas de Cristo planteó numerosos problemas y suscitó vivos debates durante varios siglos. Se trataba de poder exponer con precisión, con los recursos intelectuales a disposición, la creencia de que la persona de Jesús de Nazaret -preservando al mismo tiempo la integridad de su humanidad- era la encarnación del hijo de Dios y, por tanto, que su naturaleza era también divina. La fórmula adoptada por el Concilio de Calcedonia (415) muestra en su muy elaborada formulación las dificultades encontradas para expresar la fe en la encarnación del hijo de Dios:

Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona (DS, 301-302).

Nuestro problema aquí no es la comprensión teológica de la formulación dogmática, ni hacer un análisis de los términos utilizados en la fórmula. La filosofía de Gauchet propone una explicación al hecho de que esta doctrina haya podido ser recibida y admitida enseguida, como el fundamento de la confesión de la encarnación de Dios entre los hombres. A pesar de las dificultades de esta explicación, lo que se trata de analizar es la ruptura operada en la comprensión social de lo religioso, a causa de haber acogido una novedad que va a ejercer una fuerza de transformación considerable. Gracias a la idea de la encarnación, la propuesta cristiana transforma completamente el universo simbólico de lo político. Esta transformación se resume en dos elementos fundamentales: (1) la fundación de dos órdenes de realidad auto-consistentes; (2) el cuestionamiento de la mediación política y religiosa.

En la encarnación está virtualmente inscrita una nueva visión del mundo capaz de fundar un sistema de pensamiento que admita un régimen de dualidad humana y divina, en ruptura con la economía primitiva del Uno religioso, lo cual hace salir al cristianismo de la concepción del mundo propio de las religiones primitivas. Para Gauchet, es un efecto directo de la encarnación: "Por su unión mística en Cristo, lo humano y lo divino se separan y diferencian definitivamente, como se deshace en su principio la intricada jerarquía de la existencia terrestre y el reino celeste"(1985: 97).

El cristianismo inaugura así una nueva manera de pensar lo de aquí abajo y lo de allá arriba, mediante la afirmación de su diferencia radical pero, también, de su autonomía, cada uno con su existencia propia. En efecto, el cristianismo no afirma solamente la diferencia de los dominios, hace también problemática su articulación: "En la medida en que se encuentra, al menos virtualmente, rota la integración de los imperativos espirituales y temporales en una jerarquía única" (Gauchet, 1981: 148). La originalidad del cristianismo reside en la afirmación de la mutua diferencia de los dos reinos y en el desplazamiento temporal de su unificación hacia el tiempo escatológico, abriendo aquí un tiempo, el tiempo presente, en el cual es posible pensar su separación.

La inmensa diferencia, con relación a los modos ordinarios de imbricación entre natural y sobrenatural, está en la posibilidad de concebir, en el intervalo, una estricta repartición de los dos órdenes a la luz de su encuentro primero en Cristo (Gauchet, 1985: 167).

La afirmación de la doble naturaleza de Cristo permite así la superación del marco de la religión primordial gracias a una transformación del universo simbólico: se trata del paso de la figura primordial de la unidad hacia una figura de la dualidad entre un mundo auto-consistente y un más allá transcendente. La auto-consistencia y la dignidad del mundo están aseguradas por la naturaleza humana de Cristo y confirmada por el hecho de haber vivido en este mundo. La posibilidad de pensar la autonomía humana pasa por esta distinción metafísica de dos espacios, y por la afirmación de un Dios trascendente del mundo humano que se retira y crea un espacio habitado por los hombres. A la grandeza de un Dios único y trascendente le sigue, como consecuencia, la libertad del hombre.

Otro rasgo fundamental de la encarnación cristiana, que tiene implicaciones políticas fuertes, es su carácter histórico, "para los cristianos, la mediación ha tenido lugar una vez y para siempre, en la persona del Verbo encarnado. Ha sido acontecimiento; nunca, a partir de entonces, la mediación podrá tener consistencia de verdadera estructura" (Gauchet, 1985: 104).

La mediación personal, en la íntima relación del creyente con Cristo y, añado, con el Espíritu Santo, se vuelve así virtualmente contra la estructura misma que permite pensar en la mediación institucional. Para Gauchet, la intervención crística en la historia recusa, radicalmente, toda pretensión mediadora futura: "Toda pretensión de interponerse entre la última alteridad y la interioridad extrema se hace exorbitante impostura, todo puente comunitario arrojado al abismo del cielo aparece como desconocimiento idolátrico de la trascendencia, tal como lo asevera el hecho mismo de la revelación" (1985: 192).

La crisis de la legitimación del poder político por la vía de la mediación está en el origen de la búsqueda de una forma de legitimación del poder político por la vía de la representación, en la que el cuerpo político produce la legitimidad de la instancia de poder. No obstante, vale la pena anotar, que si bien la mediación completa es imposible en régimen cristiano, persisten formas de mediación religiosa y política en las sociedades democráticas.

El recorrido histórico para que estas potencialidades estructurales del cristianismo se desplegaran hasta llegar a la ciudad de los hombres, gobernada por ellos mismos bajo formas representativas de poder, ha sido muy largo e imposible de reconstruir en estas líneas. No obstante, es preciso anotar que desde el cristianismo primitivo, en las sociedades donde éste ha contribuido a forjar el universo cultural, se establece una diferenciación entre el poder político y la autoridad religiosa. A lo largo de la historia, la relación entre ambos polos ha sido conflictiva y ha habido esfuerzos por absorberse mutuamente. Sin embargo, la presencia de fuerzas de contestación y el hecho de que la confusión no ha sido posible, muestra la fuerza crítica de los principios fundadores.

La imbricación de los mecanismos podrá ir muy lejos, hasta la reconstitución aparente de una articulación jerárquica clásica entre el sacerdocio y el reino. Especialización funcional y complementariedad circular: el sacerdote es subordinado al soberano en el orden temporal y el soberano es subordinado al sacerdote en el orden espiritual, los dos contribuyendo por vías distintas al servicio de un orden único (Gauchet, 1985: 185).

El proceso de distinción de los dos órdenes de realidad y de poder llega a su punto culminante en el gesto separador que afirma la legitimidad de los Estados para subordinar las religiones en su territorio, con el fin de alcanzar la paz pública. Ello fue posible porque los Estados han sido depositarios de una gran legitimidad simbólica que explica la fuerza del sentimiento nacional y la resistencia de la forma Estado-Nación.

Para construir el sentimiento nacional fue necesario un lento trabajo en el que la ciudad de los hombres adquirió rasgos "sagrados"3. Aunque este concepto de transferencia de lo sagrado hay que manejarlo con cuidado porque no se trata del mismo género de "sagrado", a partir de los trabajos de Ernst Kantorowicz, es posible mostrar cómo gracias a su permanencia en el tiempo y a la posibilidad de simbolizar el conjunto de la sociedad, la nación se convierte en una "persona ficta" sagrada por la que, incluso, los sujetos llegan hasta ofrendar sus vidas. Ello permite comprender por qué en el conflicto entre la "nación" y las Iglesias, el Estado goza de una tal legitimidad que le es posible afirmarse en la misión de la defensa de "bienes más altos".

La gran transformación política que permite dar origen a los sistemas democráticos modernos es la construcción de un instrumento de legitimación del poder que se substituye a la categoría venerable de "mediación". Es la invención hobessiana de la ficción de un contrato entre iguales que eligen representantes. El poder se legitima desde los individuos y su capacidad para delegar libremente su soberanía. Ello obliga a plantear de otra manera la cuestión de la ley y del vínculo social y produce una fragilidad estructural inherente a la democracia liberal: una vez se afirma el primado de los individuos, la sociedad se convierte en un momento segundo.

Las sociedades democráticas modernas se comprenden así como sociedades salidas de la religión, es decir, como sociedades que se estructuran a sí mismas sin recurrir a la religión, una manera hasta entonces inédita de construir el vínculo social. Ello no implica, sin embargo, que las religiones desaparezcan del escenario; es perfectamente posible pensar una sociedad -con la mayoría de sus ciudadanos creyentes- que forje su modo de ser fuera de la religión. En palabras de Gauchet:

Es posible dar a la excepción moderna, en su prolongación, su alcance de experiencia de salida de la religión. Entiendo por ello, la constitución de una puesta en forma del estar juntos que prescinde de la religión. Lo social y lo político cesan de necesitar de ella para definirse y organizarse. Las creencias religiosas no desaparecen -están siempre allí en el paisaje- pero simplemente no tienen ya el mismo rol. No funcionan más como lo que estructura el estar juntos (Gauchet-Debray, 2003: 6).

Habiendo tratado los elementos fundamentales de la reconfiguración del universo simbólico a partir del cristianismo, vale la pena preguntarse por los fundamentos de la democracia y por la forma como se representa el lugar del poder. En un mundo desencantado, los dioses no son más el fundamento de la ley y del poder, y es preciso buscar nuevos modos del estar juntos.

2.2 El proyecto democrático

El aspecto central de esta reconfiguración del universo simbólico de lo político radica en la nueva determinación-configuración del lugar del poder. El poder se constituye en el polo simbólico a partir del cual la sociedad construye una exterioridad respecto a sí misma y asegura una reflexividad. En la sociedad religiosa, al articularse a un afuera, ese polo se salvaguarda, está ocupado por los dioses y se constituye en el lugar del sentido y de la ley. En los regímenes jerárquicos, se concibe que el monarca es, de algún modo, un mediador entre los dioses y los hombres y, bajo ese título, encarna la esencia de la comunidad y ocupa el lugar del poder. En el régimen democrático, hay una prohibición estructural de personificar el poder, lo que constituye, a los ojos de Claude Lefort, la gran singularidad de la democracia moderna:

De todos los regímenes que conocemos, es el único en que se establece una representación del poder que lo confirma como un lugar vacío, el único que mantiene de este modo, la separación de lo simbólico y lo real. Y esto en virtud de un discurso del que se desprende que no pertenece a nadie; que quienes lo ejercen no son sus propietarios o, mejor aún, no lo encarnan; que ese ejercicio requiere una competencia periódicamente renovada; que la autoridad que se hace cargo de ello, se hace y se rehace como consecuencia de la manifestación de la voluntad popular (1981: 68).

Este es uno de los rasgos fundamentales del poder democrático que se revela a la luz del totalitarismo: el régimen democrático no es apropiable por los hombres y, en contraste con la democracia antigua, tampoco tiene una representación positiva en la ciudad o en la ciudadanía.

El hecho de que el lugar del poder esté vacío, va mucho más allá de la negación de los actores políticos a apropiarse del poder. Significa también que la democracia guarda una reserva fundamental respecto a su lugar de sentido, una distancia que no puede cerrarse; no hay un fundamento sólido e incontestable sobre el que se pueda aspirar al consenso social. El lugar vacío no remite ni a la religión ni a la comunidad, esta manera de concebir la democracia implica una especie de reserva agnóstica en cuanto a lo que constituiría la esencia del vínculo social. En palabras del mismo Lefort:

En la democracia moderna, por la misma razón que la división del poder y de la sociedad no remite a un afuera asignable a los dioses, a la ciudad y a la tierra sagrada, tampoco remite a un adentro asignable a la sustancia de la comunidad. O, en otros términos, por la misma razón que no hay una materialización de lo Otro -merced a la cual el poder hacía de mediador sin importar su definición- tampoco hay una materialización de lo Uno -con la que el poder cumpliría entonces su función de encarnador- (1981: 69).

El poder así concebido se muestra como limitado, pues no puede condensar en sí mismo el principio de la ley ni el principio del saber. Ello libera otros órdenes al interior de la sociedad que se integran bajo normas y en función de objetivos específicos. La sociedad que se "desencanta" al abandonar el principio religioso para su constitución, "desencanta" a sí mismo el poder cuyo principio pierde toda posibilidad de representación positiva.

La sociedad, privada así de su unidad sustancial, requiere fundarse a partir de una ruptura esencial en su interior: el conflicto social y político se representa como inagotable, la sociedad democrática ha de renunciar a resolver el conflicto y a reencontrar la unidad perdida. La ilusión sobre la que se han fundado los totalitarismos del siglo XX es la ilusión de reencontrar esta unidad perdida y de ocupar el espacio vacío del poder. Marcel Gauchet, quien inició sus trabajos por el estudio del totalitarismo, define así "la ilusión totalitaria":

La referencia a un afuera, a un lugar a distancia de la sociedad desde el cual ella fuese conocida, unida, dominable, no subsiste más, revelando su desnuda necesidad.

Puesto que no hay más un Dios para ocuparlo, un poder humano puede pretender hacerlo. Vuelve la cuestión del totalitarismo. La ilusión totalitaria por excelencia, es la voluntad de ocupar esta exterioridad radical desde la cual gobernar en nombre del saber absoluto sobre la sociedad, trayendo completamente la ley al espacio humano-social (2005: 440).

En medio de la pluralidad de visiones del mundo y de intereses, y ante la imposibilidad de cerrar el conflicto y encontrar la transparencia a sí misma, la democracia -en su apertura fundamental a un irrepresentable- se revela como un proyecto inacabado de sociedad. El fundamento, cuya expresión positiva más cercana es quizá la declaración de los derechos humanos, va siempre más allá de sí mismo, en sociedades que permanecen en movimiento y deben ir siempre más allá de sus fronteras. Claude Lefort considera por ello que la sociedad democrática no sólo está lanzada hacia la historia sino que es una sociedad en permanente búsqueda de sus fundamentos:

Si la democracia moderna hace posible tal ilusión [traer el principio de su institución al interior de sus propios límites] es al descomponer sus antiguas certezas, al inaugurar una experiencia por la que la sociedad sigue en busca de su fundamento; ignora que no cancela la dimensión de lo otro, sino su figura, ignora que en la pérdida de lo religioso existe un riesgo y a la vez una conquista en el cuestionamiento de la ley, de la libertad (1981: 73)

El análisis de los fundamentos y de la estructura simbólica de la democracia, permiten entender a ésta como un sistema abierto, en permanente construcción. Son sociedades lanzadas a la historia, que integran el cambio como un elemento central y necesario de su funcionamiento. A pesar del consenso a favor de la democracia en la sociedad occidental, también se descubre que es un sistema frágil en el que el gobierno y la cohesión social son problemáticos. El último punto de este trabajo buscará interrogar acerca de condición bajo la que las religiones tienen una palabra en la construcción permanente del proyecto democrático.

3. La religión en las sociedades democráticas contemporáneas

Las formas de práctica y pertenencia a las instituciones religiosas han evolucionado profundamente, lo que al interior de las Iglesias es vivido, a menudo, como signo de crisis. Sin embargo, la presencia obstinada de las comunidades de creyentes en el universo democrático y el planteamiento los interrogantes por parte de la sociedad, han generado en la conciencia contemporánea una renovación en la pregunta por la religión, renovación que se testimonia en numerosos trabajos de filosofía y de ciencias humanas. En este aparte buscaré responder a la pregunta por el lugar de la religión, partiendo de las condiciones de una religión en situación de democracia, para preguntarme en seguida si es posible salir del paradigma de la separación, en busca de formas de interacción más fructíferas.

3.1 Una religión en régimen de democracia

La mutación que ha implicado la desimbricación, en las sociedades, de la política y de la religión toca también la manera como las religiones, y en particular el cristianismo, se comprenden a sí mismas y se sitúan al interior de la sociedad. El cristianismo no ha permanecido inmutable a una transformación tal de la sociedad, por lo contrario, ha sufrido un profundo cambio en el curso de los dos últimos siglos.

En el contexto del pluralismo democrático, las comunidades de creyentes deben tomar nota de la división social, del disenso duradero de las visiones del mundo y del rechazo de la violencia como método de volver a la unidad. Fue necesario primero encontrar el modo de cómo vivir la pluralidad al interior del mismo cristianismo, para enfrentarse luego a la posibilidad de la incredulidad; luego, en el encuentro con otras culturas, a la pluralidad de religiones.

La aceptación de la tolerancia y del pluralismo ha implicado una evolución no desprovista de conflictos en el seno de las Iglesias. Un ejemplo de esta transformación es la proclamación por parte de la Iglesia católica, del principio de la libertad religiosa. En un régimen democrático, se reconoce la pluralidad de visiones del mundo y, si bien, el principio de libertad religiosa busca defender la posibilidad de la práctica de los propios adeptos, está reconociendo en nombre de la dignidad humana el sometimiento a reglas de la vida democrática. Como lo subraya Heiner Bielefelt, la libertad religiosa representa así un desafío tanto para los Estados como para las religiones, y se constituye en el criterio determinante de una religión en situación de democracia.

Ella [la libertad religiosa] representa en realidad un giro absolutamente revolucionario en la relación entre Estado y comunidades religiosas [...] Las comunidades religiosas no pueden usar de la protección del Estado para disciplinar a sus disidentes y mantener a distancia a sus competencias confesionales, y tampoco se permite ya al Estado instaurar la religión como fuente de legitimación o medio de integración política (Bielefeldt, 2007: 128)

La libertad religiosa, comprendida como parte integrante de los derechos humanos, marca el primado de la persona humana y se convierte en un criterio esencial de integración de las religiones en el espacio democrático plural. Las comunidades religiosas que, como el cristianismo y el catolicismo en particular, aceptan este principio, prohíben -en nombre de la fidelidad a sus principios religiosos- la utilización de la fuerza para imponer una perspectiva de credo. El Estado, por su parte, se impone acoger una pluralidad de religiones al interior de la sociedad. Esto implica, por lo demás, la distinción y el reconocimiento mutuo entre los Estados y las Iglesias.

Se está aquí frente a una exigencia democrática. El rechazo de toda forma de constreñimiento en materia religiosa exige que, para ser entendidas más allá de sus propios límites, las religiones deben aceptar las reglas de la argumentación razonable. Exigencia que Gauchet, invitando a las religiones a fijar sus convicciones públicas para participar en el debate democrático, formula de la siguiente manera: "para ser tenido en cuenta al seno de la vida colectiva, al lado incluso y con el mismo derecho que otros discursos no religiosos, debe traducirse en un lenguaje donde sea susceptible contribuir a la deliberación colectiva no confesional" (2004: 37).

Se trata pues, de una doble exigencia; no sólo evitar recurrir a la fuerza del Estado para imponer sus convicciones, sino aceptar las reglas del juego democrático en las que la verdad se construye dialógicamente. Ello implica que las Iglesias no se consideren como poseedoras de la verdad, sino que acepten un potencial de verdad en los discursos de otras religiones, aun de los no-creyentes. Las religiones tienen gran dificultad para aceptar este disenso durable de cosmovisiones, renunciando a ser poseedoras de una verdad religiosa que en muchos casos pretende ser también una verdad sobre lo social.

3.2 ¿Es posible salir del paradigma de la separación?

La frontera que traza la separación de la Iglesia y el Estado merece ser planteada hoy. El hecho de que las instituciones estén legítimamente separadas muestra la distinción -ya presente en los orígenes del cristianismo- de la política y de la religión, pero esto no debe ser interpretado como una separación en compartimientos estancos de la religión y de la política en los individuos y al interior de las sociedades. Una manera de pensar la distinción que debe superarse es la que exige construir formalmente una división entre el orden y el bienestar público entregado al poder del Estado, y lo privado como un espacio donde los individuos son soberanos y pueden vivir tranquilamente con sus convicciones religiosas, sin dañar a los demás.

En efecto, esta frontera entre lo público y lo privado es problemática, y la construcción ética y política de los individuos y de la comunidad humana exige una comunicación que pueda articular las dos instancias. La moral religiosa -bien entendida- tiene implicaciones políticas y públicas, y no tiene por qué ser relegada a un dominio privado siempre y cuando pueda ser expresada desde una argumentación razonable. Como lo formula Eric Weil, desde la exigencia filosófica no hay contradicción entre la experiencia religiosa y una vida ética en la ciudad:

El cristianismo en política será el reconocimiento de la identidad de la razón en los individuos y en la organización, aún más, será la exigencia de esta unidad. No será la escogencia entre Dios y el César, sino la exigencia de que ningún hombre razonable tenga que escoger entre los dos. El misterio no concierne a la comunidad: concierne, en el nivel más alto, al individuo (Weil, 1953: 73).

Ahora bien, es preciso considerar que si los ciudadanos religiosos no están obligados a negar sus convicciones para contribuir a la construcción del espacio común, el hecho de que las religiones no sean las articuladoras del espacio social exige de los creyentes el respeto de los códigos de la vida democrática. Marcel Gauchet piensa esta exigencia en los siguientes términos: "Lo privado no es lo íntimo. Las religiones son miembros eminentes de la sociedad civil, con libertad para organizarse y manifestarse allí. Las convicciones religiosas están hechas para ser presentadas y reivindicadas en el espacio público. Pero están hechas para inscribirse en este espacio público a título privado" (2004: 237).

La búsqueda de un lugar para las religiones en el espacio democrático, no viene solamente de un deseo de relevancia social y política de parte de las Iglesias. Esta pregunta surge también de pensadores políticos que, conscientes de los límites de la democracia, se cuestionan sobre el potencial de moralidad y de sentido que pueden aportar las tradiciones religiosas, tal como lo afirma el mismo Gauchet:

Primero, las sociedades europeas en vías de terminar de salir de la religión tienen un problema con sus valores y sus fines, tanto desde el punto de vista privado como público. Enseguida, las sociedades salidas de la religión tienen un problema con su identidad histórica, con la posibilidad de asumir su pasado y asegurar la transmisión de su sentido. Finalmente, las sociedades salidas de la religión tienen un problema con la definición del hombre y de lo humano. Es a estos tres títulos mayores, me parece, que ellas miran hacia las instituciones religiosas esperando confusamente cualquier cosa, sin saber bien qué (2004: 239).

La persistencia de las religiones es la persistencia de las comunidades vivas en el espacio social que contribuyen a la construcción permanente del espacio común. Se trata de reconocer el papel pedagógico que juegan las religiones, haciendo viva una tradición que nos pone en contacto con una sabiduría humana y espiritual; e, igualmente, reconocer la función que sus recursos morales y de sentido pueden tener para hacer frente a los permanentes y nuevos interrogantes que plantean las sociedades. Como lo afirma Paul Valadier, se puede superar el paradigma de la separación para pensar la religión en complementariedad con otras fuerzas sociales y espirituales en la tarea permanente de construir la sociedad.

Más que postular una separación irreal y más o menos hipócrita, conviene pensar en términos de complementariedad: El Evangelio no ejerce su poder en nombre de una Verdad de la cual posea el secreto, sino que tiene por tarea inspirar las libertades para permitirles resolver democráticamente sus problemas. Por su lado, el Estado no puede menos que desear tener que ver con ciudadanos inspirados por convicciones bien fundadas, puestas al servicio de la responsabilidad (Valadier, 2006: 567).

Este pensamiento de "complementariedad" exige pensar los límites de la Iglesia y del Estado; en un régimen democrático, ninguno de los dos puede pretender tener el monopolio del sentido de estar juntos, y con mayor razón en las sociedades plurales donde existe la presencia de múltiples fuentes espirituales, religiosas y filosóficas. La complementariedad exige también repensar el estatus epistemológico de las creencias en el marco de una epistemología pluralista que, además de admitir la libertad de conciencia para que cada ciudadano pueda ser tolerado en sus convicciones, pueda admitir que para un diálogo auténtico entre diversas visiones del mundo, es necesario reconocer en las religiones, además de su utilidad pública, un estatus diferente al de la irracionalidad o al de la superstición.


Pie de Página

1 Esta posición puede ilustrarse por la perspectiva de Hegel quien ve en la superación de la religión por la filosofía y el Estado el cumplimiento del principio del cristianismo. Puede leerse en los Principios de la filosofía del derecho, parágrafo 124, la siguiente observación: "El derecho de la subjetividad a encontrar su satisfacción, o, lo que es igual, el derecho de la libertad subjetiva, constituye el punto central de la diferencia entre la antigüedad y los tiempos modernos. Este derecho en su infinitud es expresado por el Cristianismo y se convierte en el principio universal real de una nueva forma del mundo". Citado por Jean-Claude Monod (2002: 51).
2En particular Clastres, P. (1974).
3En este sentido son muy ilustrativos los trabajos de Ernst Kantorowicz, en particular Les deux corps du roi. Essai sur la Théologie Politique au Moyen âge (1957) y Mourir pour la patrie et autres textes.


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