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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.28 no.57 Bogotá jul./dez. 2011

 

UN PRIMATE DE TERCERA Y UNA PERSONA DE SEGUNDA.

SOBRE EL VALOR DEL ROSTRO, LA MIRADA Y LA PIEL PARA COMPRENDER A UN EXTRAÑO

Miguel Ángel Pérez Jiménez*

* Pontificia Universidad Javeriana.

Agradezco a los profesores Alfonso Flórez y Diego Pineda por haberme invitado a preparar la lección. Los asuntos que aquí se discuten me ocupan desde hace varios meses y se han nutrido de gratas conversaciones en los cursos de filosofía de las emociones, filosofía del lenguaje y racionalidad animal. También en las discusiones con mis compañeros del grupo de investigación De Interpretatione, y muy especialmente con Adriana Carolina Pérez y Ana María Giraldo, con quienes actualmente colaboro en el proyecto "Expresión, interacción y naturaleza de la emoción" (registro 004061), avalado por la Vicerrectoría Académica de la Pontificia Universidad Javeriana, y marco en el que se inscribe el presente trabajo.


El tema de esta lección inaugural es la mente humana y lo abordaré desde una perspectiva interpretativa. Esta manera de entender la mente cuenta hoy en día con una línea argumentativa que converge en los trazos más gruesos y que se conoce como interpretacionismo (Heil, 2004; Mölder, 2010; Saidel, 2009). Mi objetivo es presentar y discutir una versión más o menos estándar de esta posición teórica, pero sobre todo mostrar una perspectiva interpretativa diferente que la enriquece profundamente y cuyas consecuencias están aún por explorarse y por desarrollarse.

El interpretacionismo es una manera de estudiar la mente que se enfoca en cómo algunos agentes comprenden las mentes de otros. Antes que intentar desentrañar introspectivamente los misterios de la conciencia —como gustan algunas fenomenologías— o que desenmascarar científicamente las ilusiones psicológicas generadas por los complejos sistemas neuronales del cerebro —como gustan ciertas filosofías naturalistas de corte analítico— el interpretacionismo toma como terreno para el estudio de la mente, un campo intersubjetivo: la interpretación psicológica de un agente por parte de otro.

Las actitudes interpretativas de tipo psicológico frente a los demás se hallan por doquier en la vida diaria. Cotidianamente hablamos con toda naturalidad del estado de ánimo de nuestros amigos, del genio de los profesores, de la ternura de nuestros padres y hasta de la nobleza de nuestros perros. El interpretacionismo trata de explicar cómo funcionan esas interpretaciones psicológicas cotidianas que hacemos de los seres que nos son más cercanos y familiares. Sin embargo, el mayor desafío que se ha planteado explícitamente es explicar cómo interpretamos psicológicamente a los extraños. Al enfrentar este desafío ha sido usual que recurra a los modelos de interpretación más conocidos, como son la interpretación de textos o del habla. Por eso, desde un punto de vista abstracto, suele reconocerse que la situación interpretativa más elemental es cómo se comprenden entre sí seres que hablan lenguas diferentes. Este es el caso de la comunicación con extranjeros, el de la lectura o el de la traducción, y ha sido el caso paradigmático sobre el que se han construido hermenéuticas del diálogo, como las de Gadamer (1960) o Davidson (1984); del texto, como la de Ricoeur (1986); o de la traducción, como la que Quine (1960).

Desde un punto de vista psicológico, sin embargo, todas esas situaciones interpretativas son muy semejantes, por diversas que parezcan. Se trata de casos en los que un pensador, sea este un interlocutor, un lector o un traductor, interpreta a otro pensador. Son situaciones en las que un agente con lenguaje y conceptos trata de comprender a otro agente dotado de lenguaje y de conceptos. Clásicamente se considera que este escenario ilustra la comprensión entre seres humanos, y este es uno de sus méritos. No obstante, circunscribirse a la psicología de los seres que hablan, parece un poco limitado dados los amplios intereses del interpretacionismo. Por eso, algunas variedades de interpretacionismo se han esforzado por estudiar la interpretación psicológica de seres aún más extraños, de seres sin lenguaje y sin conceptos. Estos casos son, por ejemplo, el de cómo un agente con lenguaje y con conceptos comprende la mente animal (Lurz, 2009), o el polémico caso de la interpretación psicológica del comportamiento de algunas máquinas (Searle, 2004).

En este contexto, puedo confesar que hoy quiero entretenerme con un caso que resulta más bien marginal para el interpretacionismo. Me refiero al personaje que Edgar Rice Burroughs inmortalizó en 1912: Tarzán, el hombre mono. Considero el caso especialmente relevante porque plantea una situación extraña: cómo interpretamos la mente de un ser humano que carece de lenguaje y de conceptos. Tarzán es humano, sí; pero no habla. Es, por tanto, un caso completamente desconcertante para el interpretacionismo porque éste supone, como dijimos, que la interpretación de la mente humana requiere que el interpretado sea un ser que tiene lenguaje y conceptos. El interpretacionismo aúna interpretación psicológica y lenguaje, y los enmarca en la antropología. Tarzán, el hombre mono, es un caso hipotético en el que se disocian interpretación psicológica y lenguaje, pero todavía en el marco de la antropología. Por eso es un caso llamativo para discutir el interpretacionismo.

La tesis de este trabajo es que Tarzán, el hombre mono, es un primate de tercera y una persona de segunda. No obstante, hoy no tengo tanto el interés de defenderla —¡ardua tarea!— cuánto el de introducirla, pues con ella pretendo, como ya dije, señalar algunas posibilidades, más o menos novedosas, que se abren al interpretacionismo cuando se toma en serio la pregunta por la mente animal. Sin embargo, antes de señalar la riqueza hermenéutica de Tarzán, necesito trazar las coordenadas en las que voy a situar al hombre mono. Permítanme exponer brevemente entonces las características básicas del interpretacionismo.

1. Aspectos generales del interpretacionismo

Interpretar psicológicamente a un agente es adscribirle estados mentales. Interpretamos psicológicamente, por ejemplo, cuando decimos que Laura quiere pasar la materia y le da miedo no lograrlo; que Andrés está preocupado, pero confía en que lo logrará; que Ángela cree que ya no hay mucho por hacer y eso la pone triste; y que la profesora, en cambio, espera que se haga hasta lo imposible y vive esperanzada en ello. Una buena manera de entender cómo funcionan las adscripciones psicológicas que hacemos de los demás es mirarlas en el espejo del significado. En este sentido, una de las primeras tareas del interpretacionismo es proporcionar una visión general del funcionamiento del lenguaje que usamos para hablar de la mente. Al respecto nos topamos con una de sus tesis fundamentales: el vocabulario psicológico funciona como una herramienta para entender lo que los demás hacen, para hacernos comprensible su comportamiento (Davidson, 1992; Dennett, 2005; Glock, 2009; Heal, 1986)1.

Las teorías interpretacionistas parten de la observación de que adscribimos estados mentales a agentes —particularmente creencias, deseos e intenciones, las llamadas actitudes preposicionales— cuando tratamos de darle sentido a su comportamiento (Heil, 2004: 277).

Cuando seguimos esta pista y examinamos con atención las adscripciones psicológicas en el lenguaje, sobresalen en ellas dos características: la objetividad y el holismo2. Veamos brevemente en qué consisten.

El pensamiento, el pensamiento proposicional, es objetivo en el sentido de que tiene un contenido que es verdadero o falso independientemente (con raras excepciones) de la existencia del pensamiento o del sujeto que piensa (Davidson, 1997: 183).

Como señala Davidson, la objetividad de los estados psicológicos es la característica que tienen, por la cual su adscripción está sujeta a condiciones sociales y causales, y no meramente subjetivas. Si decimos, por ejemplo, que Marta prefiere los espacios abiertos a los cerrados, nuestra adscripción se basa en que la hemos sentido incómoda en los ascensores, que se la ve plácida en las playitas de la universidad, y en que jamás se sienta por las buenas entre dos personas sino siempre al extremo, por ejemplo. Nuestra adscripción psicológica se basa en el comportamiento que Marta tiene en situaciones con características más o menos definidas y similares. En este sentido, las adscripciones psicológicas no dependen exclusivamente de la perspectiva subjetiva del intérprete, sino que involucran también aspectos públicos sociales y situacionales. En esto consiste su objetividad.

La segunda característica de las interpretaciones psicológicas es:

[E]l holismo de lo mental, la interdependencia de varios aspectos de lo mental. Dentro de cada dimensión de lo mental, como, por ejemplo, la creencia, parece claro que es imposible aproximarnos a ella de manera atomista, porque es imposible dar sentido a la idea de tener solamente una o dos creencias (Davidson, 1997: 177).

Para entender bien el holismo hay que reconocer que las adscripciones psicológicas tienen dos componentes: lo que suelen llamarse las actitudes psicológicas, como creer, desear, pretender o valorar, y los contenidos psicológicos, lo que uno cree, desea o valora. Así, cuando alguien ve que una persona sale de su casa, levanta la cabeza y mira hacia un cielo lleno de nubes negras mientras suenan truenos y demás; luego ve que esa persona entra en su casa y sale al instante con una sombrilla en la mano, el intérprete puede decir: Julio cree que va a llover, Julio no quiere mojarse, Julio tiene la intención de llegar en buenas condiciones a su destino, etcétera, donde 'creer que', 'querer que', y 'tener la intención de', son las actitudes psicológicas de Julio, y 'va a llover', 'estar lavado' y 'llegar en buenas condiciones al destino' son los contenidos de las actitudes psicológicas de Julio, respectivamente.

Al reconocer esa doble constitución de las adscripciones psicológicas —actitud y contenido—, el interpretacionismo muestra que, por lo general, los conceptos psicológicos empleados en la interpretación son adecuados entre sí. Por ejemplo, si Julio cree que su paraguas está dañado, y lo saca con la esperanza de protegerse con él, es porque confía en que no esté tan dañado como para ser completamente inútil, o porque no le importa mojarse un poco pero sí le importa mojarse demasiado. Los conceptos psicológicos parecen acomodarse bien a ciertas formas y no a otras, si crees esto, no parece razonable que hagas aquello; si quieres conseguir esto y no aquello, será porque valoras más lo primero que lo segundo; si estás dispuesto a hacerlo incluso en contra de algunas de tus convicciones, será porque te despierta una pasión muy fuerte. Esta interconexión estructurada que tienen los conceptos psicológicos y los contenidos mentales es el holismo de las actitudes (Malpas, 1992) y, como ha señalado David Finkelstein (2006), para varios autores es una característica definitiva de lo mental (Brandom, 1994; Davidson, 1982; McDowell, 1994; Wittgenstein, 1953)3.

Teniendo en cuenta estas dos características de las adscripciones psicológicas, el procedimiento de la interpretación suele entenderse como un ejercicio en el que, a partir de la observación del comportamiento de un agente en una situación (objetividad), un intérprete le atribuye bloques de estados psicológicos definidos (holismo) que hagan comprensible ese comportamiento4. El problema es qué estados mentales atribuirle. Hay dos líneas generales de respuesta a esta difícil pregunta. La primera es la llamada teoría de la teoría (Theory-Theory) (Gopnik et al., 1995; Perner et al., 1987; Premack et al, 1978).

Un hecho impactante sobre los seres humanos es que, con escaso o ningún entrenamiento, desarrollan la capacidad para emplear conceptos psicológicos como creencia y deseo para predecir y explicar las acciones y los estados mentales de otros miembros de la especie. Se dice que esas predicciones y esas explicaciones racionalizan las acciones o los estados mentales del sujeto; en ellas, las creencias y los deseos le proveen al sujeto razones para actuar y pensar de determinadas maneras (Davies et al., 1995: 2).

En este enfoque, se trata de que al interpretar se le atribuye al agente un conjunto más o menos indeterminado de estados psicológicos que hagan encajar su comportamiento dentro de unos estándares de razonabilidad por los que, en principio, se rige cualquier agente racional. La idea es que el intérprete adscribe al agente un conjunto de pensamientos que no lo hagan ver como un idiota. Si interpretamos psicológicamente para entender a los otros, mal haríamos en atribuirles creencias, deseos, emociones y valoraciones inconsistentes. Por esa vía difícilmente podríamos entenderlos. Parece más plausible entenderlos como agentes racionales, al menos a la luz de una teoría implícita de la racionalidad. Este se conoce como el enfoque teórico de la interpretación psicológica, porque asume un dominio intuitivo de una teoría sobre la mente, que funciona como criterio para la atribución de estados mentales (Davies & Stone, 1995).

El segundo enfoque se conoce como teoría de la simulación (Simulation Theory). Sus líneas generales pueden dibujarse como sigue:

Muchos filósofos y psicólogos estarían de acuerdo en que con frecuencia la gente predice lo que otros harán en una situación dada imaginando estar en esa situación y decidiendo qué hacer. Para decidir qué hacer, la gente acude a sus propios recursos motivacionales y emocionales, y a su propia capacidad de razonamiento práctico. Pero, como los actores, la gente modifica esos recursos a necesidad con base en evidencia, especialmente con base en el comportamiento pasado y presente del otro. Una historia similar se cuenta para la atribución de estados mentales a los otros y para explicar sus acciones. Que la gente efectivamente recurre a esa simulación no está en seria disputa (Gordon, 1995: 53).

En este segundo enfoque se afirma que las adscripciones psicológicas se hacen proyectando los propios estados psicológicos del intérprete a través de un recurso imaginativo o de empatía. Ya se habló que el intérprete no domina intuitivamente una teoría sobre la mente, sino que imagina qué estados mentales tendría él si estuviera en la situación de su interpretado, y proyecta entonces esos estados en aquel. El criterio para saber qué emociones, qué valores y qué creencias asignarle al interpretado es el intérprete mismo, que simula ser el otro, y no una teoría general de la racionalidad (Davies & Stone, 1995)5.

El intepretacionismo es una perspectiva polémica pero valiosa, temeraria pero vigente. Por eso resulta, cuando menos llamativo, ponerla a prueba. Una buena manera de hacerlo es dudar de las dos condiciones que impone sobre la interpretación psicológica: el holismo y la objetividad, y los dos modelos de atribución psicológica que ofrece: la teoría de la teoría y la teoría de la simulación. Un caso paradigmático del fallo en la atribución de actitudes psicológicas es el del comportamiento animal. La mente de los animales es uno de los mayores desafíos para una filosofía de la interpretación psicológica6, veamos brevemente por qué.

2. La mente animal como desafío interpretativo

El marco general del interpretacionismo permite dibujar dos grandes estrategias para evaluar en qué casos las adscripciones de un intérprete sobre estados mentales a un agente son correctas (Davidson, 1982; Carruthers, 2009; Chadha, 2007; Lurz, 2009). La primera de ellas parte de considerar las características de las adscripciones psicológicas: el holismo y la objetividad. La segunda tiene en cuenta los dispositivos interpretativos que podemos emplear: la teoría o la simulación. Veamos la primera. La idea es tan simple como que si, por el holismo de actitudes, se adscribe un estado mental a una criatura esto supone que se le puedan asignar, de un modo relevante y conveniente, muchos otros, entonces sólo se estará autorizado a interpretar psicológicamente a una criatura cuando tenga sentido adscribirle redes densas de estados mentales. Si la atribución masiva de estados mentales relevantes es un sinsentido, lo es también el atribuir un estado mental cualquiera.

Imaginemos la siguiente situación. Supongamos que un niño empolla unos huevos de pájaro que encuentra en un árbol, y que logra hacerlo tan exitosamente que tiempo después nacen pajaritos. Los pájaros rompen el cascarón y pían hasta el cansancio. Inquieto por el incesante piar de sus crías, el niño recuerda su más tierna infancia y, pasando por alto alguna diferencia, dice: '¡los pollitos dicen pío cuando tienen hambre y cuando tienen frío!' ¿Qué hace la gallina? '¡Busca la comida y les presta abrigo!' —¡Benditas canciones infantiles! ¡Cuánto les aprendimos!— Dándoselas de gallina, el niño se las arregla, les da algo de comer y los abriga. Si su labor es exitosa, el niño puede perfectamente pensar que "los pollitos creen que él es su madre", el niño adscribe esa creencia a los animalitos.

Para evaluar la corrección de la adscripción, la estrategia invita a decir lo siguiente. En primer lugar, puesto que los estados mentales y su adscripción son holistas, si un pájaro puede pensar que este niño es su madre, deberá poder tener algunos otros pensamientos coherentes con el primero. Por ejemplo, debe creer que es hijo del niño, que el niño no le hará daño, que el niño lo alimentará si se lo pide, etcétera. Sin embargo, estas otras atribuciones no parecen tan plausibles. ¿Puede un pollo pensar que es hijo de un niño? No parece que sea falso, como si el pollo pensara que las crías humanas no pueden parir pájaros; pero, tampoco parece que pueda ser verdadero, como si el pollo pudiera pensar que los animales tienen madre. Más bien, da la impresión de que la pregunta no tiene mucho sentido, que no vale la pena siquiera formularla. Como se dijo, el holismo de lo mental implica que si no podemos darle sentido a la pregunta es porque la atribución psicológica misma con la que deberíamos responderla carece de sentido (Davidson, 1982; Glock, 2009).

En segundo lugar, como varios han señalado, conviene tener en cuenta que a lo mejor el pajarito no puede pensar que tiene madre, o que su madre es una cría humana, pero sí puede tener sentido decir que el animalito pía porque ve que algo que es de su interés se aproxima. A lo mejor el pollito puede tener contenidos mentales diferentes a los nuestros, algo así como que ve un ser protector y una fuente de alimento o incluso a alguien a quien quiere (Carruthers, 1992; Hurley, 2006; MacIntyre, 1999). Concediendo este punto, la estrategia nos invita a preguntarnos cómo sabemos a qué se refiere su piar, cuál es el contenido exacto de sus estados psicológicos. ¿Pía por hambre o por frío? ¿Querrá maíz o trigo? No es fácil responder a priori a estas preguntas. Antes bien, la objetividad de lo mental invita a que nos basemos en el comportamiento comunicativo del pollito para tratar de determinar cuál es el contenido mental exacto que tiene. Por desgracia, el sistema de comunicación del pollito —piar— es limitado para ayudarnos a responder estas cuestiones. No pensemos ya en qué decir acerca de si escuchándolo piar podemos decidir si el animal prefiere maíz tierno, mazorca de campo, maíz dentado o maíz de harina. El sistema de comunicación del animal resulta insuficiente para discriminar cuál es su preferencia7. Por lo tanto, parece inútil tratar de adscribirle una de ellas y no otra y, en consecuencia, no tiene sentido adscribirle alguno de estos estados psicológicos en particular8.

Con base en esta primera estrategia, el interpretacionismo concluye que las atribuciones psicológicas a los animales carecen de sentido. En una frase: para el interpretacionismo es un absurdo hablar de algo así como 'la mente animal'. El argumento puede esquematizarse de la siguiente manera9:

A. El argumento del holismo

1. Los estados psicológicos sólo se pueden adscribir en redes densas. (Holismo: condición formal para la atribución de pensamientos).

2. La atribución a otro de una red densa de estados psicológicos, requiere de un patrón rico de comportamientos que la respalde. (Objetividad: condición empírica para la atribución de pensamientos).

3. El patrón de comportamiento que se necesita no puede exhibirse en ausencia de comportamiento verbal. (Estrategia para la atribución recta de pensamientos).

4. Por lo tanto, sólo a los animales lingüísticos se les puede atribuir estados psicológicos. (Lepore et al. 2005; Pérez, 2009).

La segunda estrategia que ofrece el interpretacionismo para determinar si una adscripción psicológica es correcta o no, acude, como se dijo, a los dispositivos interpretativos de que hace uso el intérprete: la teoría o la simulación. Veamos. Si escogemos el modelo teórico, la interpretación psicológica intentará que le adscribamos al animal pensamientos que se ajusten a estándares de razonabilidad propios del ser humano, lo cual parece absurdo; en cualquier caso al menos resulta demasiado antropomorfizante. Por otra parte, si nos acogiésemos al modelo simulacionista, tendríamos que adscribir a los animales nuestros propios estados mentales, lo que parece también poco plausible, dado que por lo general los humanos pensamos como humanos y no como canarios, por ejemplo. En consecuencia, parece que ni el modelo interpretativo teórico ni el simulacionista avalan la interpretación psicológica de los animales.

Un ejemplo contundente de los absurdos a que nos conducen la teoría de la teoría o la teoría de la simulación cuando se las enfrenta al desafío de la mente animal, es el conocido Cesar Millán, el encantador de perros, cuyo lema es: rehabilito a los perros y educo a las personas. En este Reality show Millán denuncia insistentemente que, para entender a los perros, no podemos atribuirles nuestras formas de pensamiento razonable ni nuestros propios pensamientos. Cuando lo hacemos, los perritos terminan malcriados, rebeldes, violentos o dueños de casa. Esto es justamente lo contrario de lo que esperamos, prueba de que nuestras atribuciones son absolutamente fallidas. Por esa razón el tratamiento del encantador de perros consiste en adaptar el comportamiento del animal, y en modificar la actitud de interpretación psicológica del amo, que es por entero inadecuada.

Este segundo argumento puede esquematizarse así:

B. El argumento de la atribución psicológica absurda

1. Interpretamos psicológicamente para entender a los demás (Interpretacionismo)

2. Para interpretar psicológicamente a partir del comportamiento, debemos adscribir estados psicológicos que hagan sensato al interpretado (theory-theory), o nuestros propios estados psicológicos (simulation theory). (Estrategias interpretativas)

3. Si le adscribimos al animal sensatez humana no lo entendemos.

4. Si le adscribimos al animal nuestros propios estados psicológicos, no lo entendemos.

5. O bien le adscribimos al animal la sensatez humana o nuestros propios estados psicológicos.

6. Por lo tanto, en ninguno de los dos casos logramos entender al animal; ni la teoría ni la simulación funcionan para entender a los animales.

7. En consecuencia no tenemos recursos interpretativos para dar cuenta de la mente animal.

Las conclusiones de los dos argumentos son, entonces, que no se tiene cómo interpretar psicológicamente al animal; ni por las características mismas de las adscripciones psicológicas (holismo y objetividad), ni por los mecanismos interpretativos que ofrece el interpretacionismo (teoría o simulación). En suma, para el interpretacionismo, nuestra forma psicológica de hablar de los animales no tiene sentido.

El problema que tienen estas conclusiones para el interpretacionismo es que parece inevitable sentir cierta incomodidad y, a lo mejor, un poco de irritación, al oír que nuestro querido discurso psicológico sobre los animales carece por entero de respaldo. Coloquialmente hablamos con toda naturalidad de estados psicológicos en los animales. Decimos que un burrito está triste, nos inquieta si alguna paloma puede ser maliciosa al volar directamente contra nosotros, o si el perro de la esquina nos tiene bronca. ¿Cuál es entonces la obstinación del interpretacionismo con no admitir la interpretación psicológica de la mente animal? ¿Para qué seguir dando argumentos contra nuestras intuiciones de sentido común?

Muchas personas prefieren abiertamente rechazar el interpretacionismo y acogerse tranquilamente a sus intuiciones preteóricas acerca de la psicología animal. No obstante, algunos autores han planteado que puede no ser del todo sensato confiarse tan firmemente en ellas, pues a lo mejor se fundan en razones de dudoso valor. Veamos brevemente su argumento.

Peter Carruthers (1992) ha llamado la atención al hecho de que parece haber una campaña publicitaria tácita para que desde muy niños concibamos a los animales como seres con una vida mental rica. En las fábulas y en los cuentos, en las canciones y en los refranes, y por supuesto en toda clase de canales de televisión, desde Animal Planet hasta Canal Capital, pasando por City TV, los salvajes parecen seres con una vida mental sofisticada. Hay casos para todos los gustos: en algunos refranes la mente animal se equipara a la mente humana, como en el dicho "más concentrado que un marrano meando". En otros casos, los animales se nos muestran brillantes, pero no tanto como el hombre. Ahí tenemos al lobo de Caperucita roja, que sabe hacer planes, puede evaluar opciones, tiene malicia y sagacidad. Ahora bien, a cada lobo le llega su leñador, de modo que tras la astucia del salvaje siempre se planta la agudeza del ser humano que se pilla el truco maquinado en la mente del salvaje, lo desenmascara y hasta le saca de la barriga a la abuelita. Peor suerte que la del leñador tuvo la mente humana en los dibujos animados. Tan pronto pudimos darle ánimo, ánima, vida, al dibujo, se nos ocurrió poner a los animales en poses inteligentes y brillantes incluso por encima de las humanas. Así, por ejemplo, el famoso Gooffy —Tribilín para sus conocidos más viejos— personificando a un jinete se veía poco menos que idiota al lado de su caballo Dingo que, por el contrario, era una lumbrera.

Ahora bien, siendo justos, no podemos perder de vista que en la animación, los salvajes no sólo tienen mentes sofisticadas y brillantes. También, la simpleza, la imbecilidad y la torpeza se les fueron atribuyendo con prontitud. Esto se hace manifiesto en el caso de otro querido personaje: el Coyote. Precisamente el Correcaminos puede ayudarnos mucho para ver bien este aspecto. Como todos recordamos, en muchos de los capítulos de esta famosa serie animada, al inicio se mostraban remedos de nombres científicos que adjetivaban al Coyote y al Correcaminos. Veamos este ejemplo: Coyote: tontus ferucius; Correcaminos: avestrucius listus. Recordémonos: allí estamos, con 5 años de edad, viendo a los animales haciendo todo tipo de piruetas psicológicas y con nombres científicos basados en sus atributos mentales. Es apenas normal que con el tiempo nos parezca natural hablar psicológicamente de los animales y, por tanto, parece imposible que de mayores no nos cueste el interpretacionismo. Esquemáticamente el argumento puede ser este:

C. El argumento de la campaña publicitaria

1. Intuitivamente interpretamos psicológicamente a los animales.

2. Desde niños estamos rodeados por estrategias persuasivas implícitas, que presentan a los animales como seres psicológicamente ricos en el mismo sentido que lo son los humanos, incluso aunque ello suponga deformar su comportamiento real, como sucede en las tiras cómicas.

3. Los entornos narrativos y televisivos informan nuestra comprensión cotidiana de la mente animal.

4. Nuestras intuiciones están informadas por el deformado comportamiento animal de las fábulas y la televisión, y por el uso del vocabulario psicológico que en ellas se encuentra.

5. Nuestras intuiciones interpretativas de tipo psicológico se basan en una campaña publicitaria implícita a favor de la interpretación psicológica de la mente animal.

6. Por lo tanto, nuestras intuiciones interpretativas no son psicológicamente fiables.

La fascinación que ejercen los animales sobre nosotros y la campaña publicitaria de la literatura, las rondas infantiles, la televisión y los refranes en favor de la riqueza de su vida mental hacen que para nuestra comprensión cotidiana, de sentido común, los animales sean obviamente candidatos adecuados para que les atribuyamos estados psicológicos. No obstante, el argumento de la campaña publicitaria nos invita a no pasar inadvertido el hecho de que quizá nuestra irritación e insatisfacción frente al interpretacionismo esté motivada por el hábito y por el éxito de mercadeo, y no propiamente por un buen argumento.

Antes de proseguir esta discusión sobre el interpretacionismo, permítanme un excurso antropológico breve, pero necesario. Los argumentos que acabo de presentar en contra de la interpretación psicológica de la mente de los animales, muestran que para el interpretacionismo la psicología sólo tiene sentido en el caso de los seres que hablan lenguas naturales como las de los humanos. Esto se debe a que el lenguaje psicológico parece estar hecho a la medida de las necesidades de comprensión recíproca que tenemos los seres humanos. Como agudamente señala Davidson:

No es sorprendente que nuestro lenguaje humano sea rico en recursos para distinguir a los hombres y las mujeres de otras criaturas [...] Nos confabulamos con nuestro lenguaje para que tanto este como nosotros parezcamos especiales (1982: 142)

En este sentido, un recorrido panorámico por la psicología puede ser simplemente un paseo por una de las muchas formas de la autocomprensión humana. Filosofía de la mente y antropología filosófica parecen aunarse en este punto. Esta peculiar condición de la indagación por la mente animal no es algo que deba extrañarnos, pues, como decía Lichtenberg, "una observación precisa de las cosas exteriores nos devuelve con facilidad al punto que observa, es decir a nosotros mismos" (1968: A 130). No obstante, aunque cuando la psicología filosófica y la antropología se aproximan, se abre un espectro seductor de preguntas y horizontes, no podemos perder de vista la demoledora consecuencia que ese hermanamiento tiene para la interpretación de la mente animal: no tiene sentido hablar de estados psicológicos animales. Sólo tiene sentido hablar psicológicamente de los seres humanos.

A mi modo de ver, ni los argumentos del interpretacionismo ni el argumento de la campaña publicitaria son satisfactorios. Creo que el interpretacionismo adolece de un error grave, y por eso nos parece contraintuitivo, y sospecho que nuestras intuiciones anti-interpretacionistas no se basan sólo en que hemos sido persuadidos por una potente campaña publicitaria. Si mis presentimientos van por un camino plausible, las ideas que voy a presentar al final de la lección dan cuenta de ambos fenómenos a la vez.

Considero que lo que nos incomoda del interpretacionismo es que va en contra de la experiencia de esa profunda familiaridad que tenemos con los animales más próximos filogenéticamente. Sospecho que el interpretacionismo resulta irritante porque radicaliza la tendencia antropocéntrica de la psicología y nos conduce a abrir una brecha enorme entre ellos, los animales, y nosotros, los seres humanos. En un mismo movimiento, el interpretacionismo aísla al animal y demarca al ser humano. Por eso me gustaría decir que si el interpretacionismo es insatisfactorio zoológicamente, lo es también antropológicamente. El fallo interpretacionista en su comprensión del animal encierra también un fallo en nuestra autocomprensión como seres humanos. Al demarcar la frontera entre animal y humano, el interpretacionismo situó la identidad en el lenguaje, y la diferencia en el silencio. Aquí nosotros, los miembros de esta clase, los hablantes. Allá ellos, el resto, los que no son como nosotros, los diferentes, los condenados al silencio, los marginados del habla. Sólo un ser habla, sólo uno tiene la palabra, sólo uno puede dar la palabra.

Ahora bien, el reto interpretacionista es desarrollar modelos que nos ayuden a entender cómo funciona la interpretación psicológica del comportamiento ajeno, como se dijo desde el comienzo. Sin duda muchos nos son ajenos: personas de nuestra propia ciudad, extranjeros e incluso seres extraños como los bebés, los caracoles y las lavadoras inteligentes. Sin embargo, la respuesta del interpretacionismo al desafío radical de ofrecer modelos de comprensión para los ajenos nos llevó al punto en el que decimos que sólo resulta interpretable psicológicamente aquel que hable una lengua natural como la nuestra. Aquí están, a la vez, el logro y el fracaso del interpretacionismo: nos ayudó a entender cómo interpretar a los hablantes, incluso cuando son extraños hablantes de lenguas que nos son completamente ajenas; pero resultó estar maniatado para ayudarnos a comprender cómo entendemos a seres incluso más distantes, más extraños, esos seres que ni siquiera tienen lenguaje. En este sentido, cabe preguntarse si acaso estamos condenados a que la interpretación psicológica sea rica cuando es verbal y pobre cuando no lo es; o si acaso, más radicalmente, tenemos que admitir que no hay posibilidad de interpretación psicológica allende la palabra. En la última parte de la lección voy a mostrar que no; que existe una forma de comprensión psicológica recíproca más allá y más acá de la palabra. Para introducirla los invito a ver una corta secuencia de Tarzán10.

3. El valor hermenéutico del rostro, la mirada y la piel

La hermosa secuencia del encuentro entre Jane y Tarzán ilustra perfectamente el punto que quiero sugerir en la última parte de esta lección. Los invito a ver en Tarzán y en Jane dos formas de la autocomprensión humana. Una que se acomoda bien en el marco interpretacionista descrito hasta el momento, y una diferente que nos ayudará a ir más lejos de él.

Para el que habla, Jane, Tarzán es lo otro, lo diferente. Es un salvaje sin más. Jane sólo deja entrar a Tarzán a su mundo cuando habla. Recordemos sus palabras: "¿Tu hablas? Todo este tiempo pensé que eras un bruto salvaje, o algo así. ¿Por qué no me lo dijiste? Te hubiera preguntado...". Cuando aparece la palabra en su boca, Tarzán pasa de salvaje a hombre. Como una interpretacionista decimonónica en el África, Jane sólo reconoce humanidad en el primate cuando empieza a hablar. Para Jane, Tarzán mudo es diferencia, "un bruto salvaje, o algo así". Para ella sólo en el habla hay identidad.

Esa perspectiva interpretativa observadora, que intenta imaginar o inferir qué hay en la mente ajena, invisible por principio, oculta tras el cuerpo y sólo accesible en la palabra, se conoce como perspectiva de tercera persona (Ratcliffe, 2007). Para una perspectiva interpretativa así, sólo hay mentes humanas, nunca mentes animales, pues la entrada a la mente es la palabra y sólo los seres humanos hablan. Jane es una interpretacionista. No puede ver humanidad sino en la palabra, es una intérprete de tercera persona y, en esa perspectiva, Tarzán es un primate.

Otra es la situación de Tarzán. Tarzán no habla ni entiende el habla. Si algo entiende de Jane, su comprensión no puede ser la propia del interpretacionismo de tercera persona. A decir verdad, Tarzán es la imagen viva de lo que en los últimos años se ha empezado a conocer como la perspectiva interpretativa de segunda persona: un modo de entender psicológicamente a los demás que cuenta con recursos y estrategias interpretativas diferentes a la palabra (Gomila, 2002; Hobson, 1993b; Pérez, 2008; Ratcliffe, 2007; Reddy, 2008; Scotto, 2003). ¿Qué otros recursos tenemos para la interpretación psicológica además del lenguaje verbal? ¿Qué otras estrategias interpretativas podríamos considerar, si no las inferenciales o las imaginativas? Tarzán puede ser una buena guía para pensar qué responder.

Jane nunca fue llana diferencia para el hombre mono, sólo semejanza. ¿Cómo podría él negar su diferencia? Ahí está la sombrilla, ese rostro sutil, un cuerpo frágil, unos ojos maquillados y un habla acelerada de melódicas entonaciones. Para Tarzán, sin embargo, Jane no es diferente. ¿Cómo podría negar su cercanía? Tarzán mira su rostro, atiende a sus ojos, la ve reír y moverse. Se le acerca al pecho para escuchar su corazón, luego la acerca a su propio pecho para que oiga el suyo. La toma por la muñeca, enfrenta su mano a la de ella y extiende los dedos. En estos arriesgados contactos de escuchar el pecho y juntar las pieles Tarzán encontró una semejanza anhelada por años y siempre ausente en la mano de Kala, su madre gorila.

La perspectiva comprensiva de Tarzán aprovecha la riqueza de un cuerpo expresivo y de unas facciones similares. Nada en ellas habla de identidad, sólo de semejanza, pero con eso le basta porque en la semejanza no hay lugar para la diferencia. Donde las cosas se parecen, lo propio y lo ajeno cohabitan; en la semejanza, Tarzán deja de ser el hombre mono y Jane deja de ser la intelectual de Baltimore. Siendo dos extraños, el hombre mono se encontró en Jane, tanto como Jane se encontró en él. Ella en la palabra; él en el rostro, en la mirada y en la piel. Jane, una intérprete de tercera persona, que cree que lo que puede ser comprendido es lenguaje; Tarzán, un intérprete de segunda persona, para quien en el rostro, en la mirada y en la piel también hay comprensión.

Siendo sincero, mentiría si les dijera que Jane es una interpretacionista sin más. Aunque parece serlo, Jane no sólo interpreta en tercera persona. También interpreta en segunda. Esto se evidencia claramente en que, como Tarzán, Jane se vale del tipo de material interpretativo que él usa, pues ella también emplea su expresividad como pauta para entenderlo, pero además usa esa expresividad como guía para interactuar con él. Esta es una característica decisiva de las estrategias interpretativas de segunda persona: tienen como finalidad la interacción, antes que la explicación y la predicción, su guía es la expresión y su estrategia es percibir y reaccionar a la expresión percibida (Gallagher, 2001; Gomila, 2002; Hobson, 2002; Ratcliffe, 2007; Scotto, 2003). Esto es precisamente lo que vemos en la escena. Pensemos en Tarzán mirando a Jane: ve su rostro atemorizado por los babuinos, sabe que está asustada y la protege. Pensemos en la mirada de Jane a Tarzán: mira su cuerpo sorprendido por su presencia, reconoce entonces su sorpresa y se le aproxima cordialmente. Jane ve la sorpresa en la expresión de Tarzán, Tarzán ve el miedo en el cuerpo de Jane; y la expresión del uno en la percepción del otro es la guía para la interacción. Veo tu miedo, y te protejo. Ves mi sorpresa, y te haces cortés.

Este análisis nos deja ver al menos dos cosas. Por un lado, que lo que vemos en los rostros y los cuerpos es la mente misma: la tristeza y la alegría, lo que alguien valora y lo que aborrece, eso está ahí: en el rostro, la mirada y la piel (Hobson, 2002; Pérez, 2009; Wittgenstein, 1953). Si la mente está en algún lado, no es en un lugar oculto. La mente está abierta y a nuestro alcance en la expresión ajena. No tenemos que suponerla, adivinarla o conjeturarla, sólo aprender a percibirla, reconocerla o identificarla en la expresión. Por otro, que entender la mente tal como vive en la expresión, es responderle a esa expresión con otras expresiones y con acciones. En este sentido, la interacción basada en comportamiento expresivo es también una forma de interpretación psicológica (Gomila, 2002; Scotto, 2003). En consecuencia, en este tipo de interpretación psicológica el intérprete debe entenderse como el copartícipe de una interacción, antes que como un observador teorizador o empático. En perspectiva de segunda persona,

la atribución [psicológica] no está guiada por un interés explicativo, predictivo o interpretativo, sino por la necesidad de interacción en tiempo real, lo que nos lleva a hablar de dimensión reactiva, del modo en que nuestra propia reacción a la misma situación depende de atribución (Gomila, 2002: 5).

La perspectiva de segunda reconoce entonces una forma interactiva de interpretación psicológica. Aunque es una obviedad que entender psicológicamente a otros es, ante todo, un recurso para tratarlos, el interpretacionismo clásico de tercera persona es incapaz de capturar el valor que la interpretación psicológica tiene para la interacción. Entender por qué pasa esto nos ayudará a considerar un aspecto más de la perspectiva de segunda persona. Veamos.

Los modelos interpretacionistas clásicos en psicología filosófica se construyeron como respuestas a un problema representacional que, de entrada, asumió la distinción pensamiento/emoción, y además, definió el pensamiento en términos de actitudes proposicionales. Prueba de ello es que la estrategia paradigmática que se asumió para evaluar si un agente domina o no la teoría de la mente es el test de creencia falsa, un sencillo experimento en el que se evalúa si un agente es capaz de atribuir creencias verdaderas o falsas a otro agente en una situación controlada que ahora no puedo entrar a detallar (Perner et al., 1987). Baste mencionar que (1) tratándose de una tarea de adscribir creencias y (2) que el éxito o fallo de la prueba depende de si el agente acierta o no con los valores de verdad de las creencias que atribuye, ya ello indica la preeminencia que se le dan a los estados representacionales en la discusión clásica en teoría de la mente.

Esto nos ayuda a ver que una consideración más amplia de los procesos de atribución de estados psicológicos como las emociones, puede constituir un buen punto de partida para explorar los alcances y límites de la perspectiva de segunda persona. (Gomila, 2002; Pérez, 2008). Precisamente, las emociones son candidatos idóneos para el tipo de interpretación psicológica que se ha ido caracterizando gracias a su innegable dimensión expresiva y al alto valor interactivo que tiene poder percibirlas.

Los modos de atribuir emociones que hemos reseñado presuponen su carácter expresivo, y por tanto, perceptible a través de una serie de configuraciones y relaciones. "Vemos" que alguien está enfadado o alegre, no vemos movimientos musculares que a continuación, por hipótesis, analogía o inducción, tratamos de interpretar (Gomila, 2002: 9).

La perspectiva hermenéutica de segunda persona, la de Tarzán, que evidentemente también emplea Jane, constituye un tipo de interpretación psicológica que merece un lugar digno en las filosofías de la interpretación y de la filosofía en general. En los últimos años diversos filósofos y psicólogos han estado abriéndole espacio a este tipo de interpretación, necesario para la interacción, que está basado en capacidades expresivas, perceptivas y de reconocimiento de patrones (Gomila, 2002; Michael, 2011; Pérez, 2008; Ratcliffe, 2007; Reddy, 2008). No obstante, la definición sistemática de cómo funciona este tipo de interpretación psicológica sigue siendo una tarea por realizar y, sus implicaciones, una tarea por desarrollar.

Como una modesta contribución a este debate, pero sobre todo como una invitación, presento a modo de síntesis de las reflexiones precedentes mi caracterización general de la perspectiva interpretativa de segunda persona, por contraste con la de tercera. No pretendo con ella hacer una caracterización definitiva sino sobre todo sistematizar material para proseguir la discusión.

4. Observaciones finales

En las secciones I y II de este trabajo presenté cómo el interpretacionismo ofrece dos argumentos contundentes contra la idea de que podemos adscribirle estados mentales a los animales: los argumentos del holismo y de la adscripción absurda. Estos argumentos nos resultaron contraintuitivos. Analicé, además, un argumento que intenta debilitar nuestra confianza en esa espontánea e intuitiva tendencia a interpretar psicológicamente a los animales: el de la campaña publicitaria. En ese momento les dije que quería preservar nuestras intuiciones y responder a estos desafíos interpretativos que plantea la mente animal. Creo que la perspectiva de segunda persona ayuda a ello.

El argumento que intenta debilitar la confianza en nuestras atribuciones espontáneas es muy llamativo, pero creo que yerra el punto. Se basa en que lo que sabemos de los animales y la llamativa manera como nos los presentan es tramposa, pues los hace ver inteligentes, sagaces, sabios y demás, sin justificación alguna. El complemento de este argumento son los dos primeros, que señalan la imposibilidad de atribuir estados psicológicos a seres que no hablen lenguas naturales como las humanas.

En respuesta a esta batería de argumentos hay que recordar, en primer lugar, que la perspectiva de segunda persona muestra que el comportamiento expresivo no verbal, el gesto, la mirada, la posición del cuerpo y los movimientos son pautas para la adscripción de estados psicológicos. Esto quiere decir que la perspectiva de segunda persona no admite las premisas verificacionistas de los argumentos del holismo y de la atribución absurda. Ciertamente el comportamiento verbal puede ser, aunque no sin reservas, condición suficiente para interpretar psicológicamente a alguien. Pero no puede tomarse como condición necesaria. En esta medida, la perspectiva interpretativa de segunda persona es compatible con la de tercera, pero la amplía al establecer como condición necesaria de la interpretación psicológica un comportamiento expresivo, aunque no necesariamente de tipo verbal.

Insistir en ese punto nos da un argumento contra el de la campaña publicitaria. Los recursos expresivos corporales y de manera especial, aunque no de forma exclusiva, los faciales, son, precisamente, los que emplean las campañas publicitarias a favor de la mente animal. Si no fuéramos capaces de comprender la gestualidad, de reconocer la mente en la expresividad corporal, y de tener actitudes reactivas ante ellas, la campaña publicitaria no funcionaría. Tenemos que poder ver una mente intencionada en las maniobras del Coyote, tenemos que poder reconocer la burla en la risa del pato Donald, tenemos que poder percibir la malicia del lobo de Caperucita e incluso la ternura de la gallina madre de los pollitos. Si no pudiéramos hacerlo, no habría manera de que la campaña funcionara. Por lo tanto, tendríamos que precisar la conclusión del argumento de la campaña publicitaria. El éxito de la campaña no es un argumento en contra de la interpretación psicológica intuitiva de la mente animal sin más. Mejor sería decir que es un argumento a favor de su interpretación mentalista en segunda persona, pues aunque exitosa contra la interpretación psicológica de los animales en tercera persona, la campaña supone el funcionamiento de la interpretación psicológica en segunda persona.

Dicho esto, queda claro que admitir la perspectiva de segunda persona no nos obliga a rechazar o a abandonar la perspectiva interpretativa de tercera persona. Como vimos en el análisis de Jane, ella interpreta en tercera persona, y también en segunda. No se trata, por tanto, de perspectivas excluyentes. Por este motivo los argumentos del holismo y de la atribución absurda carecen de fuerza contra la perspectiva de segunda persona, por contundentes que sean contra la de tercera. Veamos. Los dos argumentos presuponen que los intérpretes puedan tomar el comportamiento como base de la adscripción psicológica (premisas 2 y 3 del argumento del holismo y premisa 2 del argumento de la atribución absurda). En ellas se presupone que los intérpretes son capaces de discriminar entre comportamientos que motivan adscripción psicológica y los que no. Precisamente, en esa suposición reposa mucho de la fuerza de los argumentos, pues esa distinción es la que justifica que se diga que el comportamiento animal — necesariamente no verbal— no basta para la adscripción psicológica, pero que el del ser humano adulto —verbal por excelencia— sí. Esa distinción está a la base de que el intérprete de tercera persona pueda tener dudas acerca de si tratar a un caracol o a un bebé como agentes racionales (Davidson, 1982), pero que no dude de que los ladrillos, las baterías eléctricas o las hojas de papel no requieren ni justifican interpretación psicológica. ¿Cuáles son las fuentes de esta diferenciación necesaria, presupuesta, pero no explicada por las hermenéuticas de la tercera persona?

La perspectiva de segunda persona puede dar una respuesta. Los trabajos del psiquiatra británico Peter Hobson (2002, 2005, 2010) apuntan a que los seres humanos tenemos una capacidad de resonancia afectiva unos con otros y con seres filogenéticamente próximos. Tener esta capacidad permite tener una experiencia diferente en el trato con personas a la que se tiene en el trato con objetos. Dicha capacidad opera desde antes del nacimiento y es la responsable de que en los primeros meses de vida se establezca el vínculo afectivo del bebé con su madre y con sus más allegados. Dicha capacidad sería de naturaleza fenomenológica, pero estaría íntimamente relacionada con las capacidades de percepción emocional y de expresión emocional de los niños. Deficiencias a nivel perceptivo, expresivo o experiencial en esta capacidad supondrían la imposibilidad de comprenderse con otros en la interacción primaria y de desarrollar un sentido del mundo objetivo. En una frase: conducirían a distintas clases de autismo (Hobson, 1993b; 2003). Es claro, entonces, que la perspectiva de segunda persona tendría, por lo menos, cómo dar respuesta a un hecho supuesto pero no explicado por la perspectiva de tercera persona.

Por las razones que acabo de exponer, creo que la interpretación psicológica en perspectiva de tercera persona presupone la de segunda persona, tanto en sentido ontogenético como en sentido lógico. Pero insisto, no se trata de que haya que reemplazar una por otra. El objetivo de presentar la perspectiva de segunda persona como un modelo hermenéutico digno es, simple y modestamente, tratar de dar cabida a las interacciones gestuales y afectivas como casos genuinos de atribución mental (Gomila, 2002), de interpretación psicológica. Darle a la expresión y a la emoción un lugar en las filosofías de la interpretación.

No obstante, como varios ya han mostrado, la incorporación de la perspectiva de segunda persona tiene un impacto amplio. El más evidente aporte es a la psicología filosófica, donde obliga a replantear el debate entre teoría de la teoría y teoría de la simulación (Gomila, 2002), y donde también representa una contribución decisiva para entender los aspectos psicológicos y filosóficos de la psicología del desarrollo (Pérez, 2009; Reddy, 2008); alcanza también al ámbito de la estética. Su concepción de las actitudes reactivas como actitudes valorativas contribuye a entender esa forma de percepción afectiva a la que apunta en muchos casos la producción artística y cuyo vínculo con la expresividad y la reacción es una de las motivaciones de los intereses éticos y políticos de algunas formas de arte (Gomila, 2008). También, en el campo de la moral se reconoce el valor de incorporar la perspectiva de segunda persona como elemento de análisis. Se ha señalado, por ejemplo, que bloquear las actitudes reactivas de segunda persona en escenarios de conflicto armado es una de las principales estrategias de "deshumanización de un conflicto" (Gomila, 2008) y que, por tanto, el cultivo de dichas actitudes ayuda a recuperar el sentido de humanidad que elimina la violencia.

A lo largo de este texto, sin embargo, he procurado señalar su relevancia hermenéutica y antropológica. Toda comprensión de lo otro es también una autocomprensión, como señala Lichtenberg. Cuando marginamos el valor hermenéutico del rostro, de la mirada y de la piel, marginamos parte de lo que somos. Una hermenéutica de segunda persona nos ayuda a reconocer el valor de los aspectos expresivos, perceptivos y profundamente afectivos que hay en la comprensión de los demás, y también a reivindicar el valor que nuestra propia expresividad, percepción y afectividad tienen en la constitución de lo que somos (Pérez, 2008; 2009).

La interpretación en tercera persona, centrada en la palabra y en los principios universales de la discursividad, tiene una comprensión pobre de la humanidad en la que no hay cabida ni para los autistas ni para los niños preverbales, ni para las personas seniles, por citar algunos ejemplos. Una perspectiva de segunda persona amplía nuestra concepción de la humanidad y ayuda a entender los genuinos desafíos para el pensamiento que constituyen la limitación mental, la niñez y, por supuesto, también un poco el mundo de los animales no humanos.

La perspectiva de segunda persona nos da recursos nuevos para entender a los extraños y a los propios. Hace de ellos parte de los nuestros, de las personas, por ejemplo; y nos aproxima a lo que consideramos distante, los primates, por ejemplo. El caso de Tarzán es ejemplar: un primate de tercera, pero una persona de segunda. Un distante primate para el interpretacionismo de tercera persona, pues según él ser persona es tener la capacidad de hablar; pero, una persona cercana para la perspectiva de segunda, que reconoce que ser persona es poder interactuar comprensivamente con otro mirándole a los ojos, sintiendo su corazón, reconociendo la proximidad de su piele y, por qué no, conversando también. Porque la palabra es lo que es sólo en el seno de la interacción, en el que sin movimiento no hay preguntas, sin mímica no hay peticiones y sin cuerpo no hay significado. A fin de cuentas, el lenguaje está siempre entretejido con acciones, como nos enseñó Wittgenstein, y la conversación no es otra cosa que una forma interactiva de comprendernos con otros sobre lo que pasa en nuestro mundo, como nos ha recordado Davidson.


Pie de Página

1Esta primera tesis es problemática, al menos si se la entiende de manera excluyente, en un sentido fuerte, es decir, como si señalara que el vocabulario psicológico cumple una única función: hacernos comprensible el comportamiento ajeno. No nos comprometemos con esta idea. Consideramos más bien que la plausibilidad del interpretacionismo se hace más visible si se entiende la tesis en un sentido débil como un esfuerzo por caracterizar el uso interpretativo del vocabulario psicológico. En este segundo sentido, se daría margen suficiente para reconocer otros usos que se hacen del mismo, como el expresivo, el descriptivo y el informativo, en los que insiste Wittgenstein, por ejemplo (Wittgenstein, 1982; Finkelstein, 2001).
2Objetividad y holismo deben entenderse como condiciones lógicas de la interpretación psicológica, es decir, como condiciones que deben satisfacerse para que esos actos de habla que son las adscripciones psicológicas tengan significado pleno. Aunque se ha notado que son características que pueden atribuirse al pensamiento mismo, y no solo a las adscripciones de pensamiento, es siempre problemático afirmar que el pensamiento es objetivo y holista, pues claramente hay casos en los que no se satisfacen las dos condiciones. Por ejemplo, los estadios propios de la adquisición del pensamiento hacen imposible asumir un holismo masivo en todos los estadios del desarrollo psicológico (Suppes, 1985; Martínez, 2006); y los pensamientos de primera persona, con su característica intimidad, parecen ser una excepción, o al menos un problema a resolver, para las concepciones externistas fuertes de la objetividad (Davidson, 1998; Finkelstein, 2001).
3El holismo de lo mental es una categoría amplia que involucra diversos tipos de estados mentales, como los estados intencionales, los estados fenomenológicos y los estados mixtos. El holismo de las actitudes se refiere exclusivamente a la interconexión estructurada de estados intencionales o de actitudes proposicionales (Malpas, 1992). En adelante limitaré la discusión a este tipo de holismo.
4Esta estrategia de dos pasos tiene dos fuentes históricas básicas. En la filosofía, se debe a que los estudios contemporáneos sobre interpretación psicológica tienen sus raíces en la teoría de la elección racional. En ella suelen establecerse condiciones formales y empíricas para evaluar una determinada adscripción de creencias y preferencias como explicación racionalizadora del comportamiento de un agente. (Davidson, 1974; Lepore et al. 2005). El holismo cumple la tarea de expresar las relaciones formales que hay entre los conceptos psicológicos, la condición formal de la teoría de la interpretación. La objetividad impone la exigencia de que los conceptos psicológicos se instancien en condiciones sociales y causales concretas, por eso manifiesta las condiciones de verificación empírica de la teoría de la interpretación. En la psicología, la estrategia tuvo sus raíces en los primatólogos que iniciaron la discusión plantearon de entrada la posibilidad de hacer análogo el conocimiento del mundo físico externo, al conocimiento del mundo psicológico ajeno, y entonces postularon que si el conocimiento del primero es de naturaleza teórica, la teoría física, también el segundo podría explicarse así, como una teoría de la mente. Por eso le asignaron a nuestras capacidades de interpretación psicológica las tareas de predecir y explicar el comportamiento psicológico, la acción intencional ajena. La teoría de la mente debería, por lo tanto, tener condiciones suficientes para poder construir hipótesis sobre la mente ajena y también para verificar dichas hipótesis psicológicas con base en evidencia empírica. "Un sujeto tiene una teoría de la mente cuando es capaz de atribuir estados mentales a los demás y a sí mismo. Un sistema de inferencias de estas características merece el calificativo de teoría porque tales estados no son directamente observables y es posible utilizar el sistema para predecir el comportamiento de los demás" (Premack et al., 1978: 137).
5El caso de Davidson sería diferente a estos dos enfoques, una especie de amalgama entre ambos. La aplicación del principio de caridad, estrategia básica de la interpretación radical, exige que a partir de su comportamiento se interprete al agente según un estándar de racionalidad, y en esto coincide con la teoría de la teoría, pero señala que ese estándar de racionalidad es el del propio intérprete que, en consecuencia, termina proyectándose sobre el interpretado, y en esto coincide con la teoría de la simulación. Esta doble condición se debe a que Davidson asume una concepción trascendental de la racionalidad y, por tanto, el principio de caridad adquiere pretensiones trascendentales (véase Cutrofello, 1999).
6También la interpretación de la mente infantil y de la mente limitada son problemas serios para el interpretacionismo. Al respecto son de mucha utilidad los trabajos de Vasudevi Reddy (2008), Peter Hobson (1993a), Mettew Ratcliffe (2007). (Véase Pérez, 2009).
7Muchos interpretacionistas consideran que sólo un lenguaje verbal, como los idiomas de los seres humanos, es suficiente para adscribirle contenidos mentales bien definidos a una criatura. Esta posición se conoce como lingualismo. La presentación más completa y actualizada del problema es Glock (2009).
8No obstante, Baker (2008) —siguiendo la estela de Grice— ha mostrado que es posible reconocer inferencias no estructuradas de un modo tan refinado, como el que exige la estrategia interpretacionista, cuando se considera el razonamiento práctico, cuya conclusión es, por decirlo así, una acción. En este sentido podría hablarse de una "racionalidad sin razones".
9Sobre el impacto y alcance del argumento del holismo para estas discusiones puede verse el trabajo de Finkelstein (2006).
10En este momento de la realización de la Lectio, esa tarde, se presentó una secuencia de aproximadamente tres minutos de Tarzán (Lima, et al. 1999). El fragmento empleado es el del encuentro entre Tarzán y Jane (37' en adelante). La película se basa en el primer libro de Rice Burroughs Tarzán de los monos (1912). Sin embargo, en el fragmento de nuestro interés hay importantes diferencias entre el texto de Burroughs y la versión de Lima. La relevancia de presentar la animación está en poder acudir a los detalles de la manera en que la expresividad corporal pauta la interacción entre Tarzán y Jane. Estos detalles no están en el libro sino en la adaptación para la animación. Puede verse en http://www.youtube.com/watch?v=srLhQ8rATxU
11Planteada de esta forma, la perspectiva de segunda persona parece más compleja que la de primera o tercera. No obstante, es la perspectiva que aparece primeramente en el desarrollo ontogenético (Hobson, 2002; Reddy, 2008; Scotto, 2003), y, según mostramos en este trabajo, es idónea para comprender mentes menos complejas que las que supone la perspectiva de tercera persona.


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