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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.29 no.58 Bogotá jun./jun. 2012

 

LO SINGULAR, PRECURSOR OPACO DE LO COMÚN

THE SINGULAR, A SEEMINGLY OPAQUE PRECURSOR OF THE COMMON

Bernardo Rengifo Lozano*

* Pontificia Universidad Javeriana. Artículo de investigación escrito para el Seminario de Doctorado en Filosofía: "La idea del comunismo". Coordinador: Francisco Sierra, segundo semestre de 2011. Agradezco sus valiosas orientaciones.

Recibido: 09.12. 11 Aprobado: 07.12.11


RESUMEN

En la centralidad que hoy alcanza la noción de lo común en el campo político, se destaca una urgencia compartida por pensar nuevamente sus espacios de resignificación conceptual, especialmente en torno a la idea de comunismo. Tal esfuerzo demanda remontarse a las condiciones inestables y críticas que engloba la categoría, comenzando por sus sorprendentes connotaciones más arcaicas. Este artículo indaga sobre un significado primordial y poco pensado del concepto, cuyas huellas etimológicas iniciales oscilan entre formas de solidaridad en la constitución de todo "nosotros" y prácticas de composición bélica para la reducción del otro. Lo común es confrontado aquí como "impensado" inscrito en teleologías discursivas que le han conferido significaciones ambiguas, para redefinirlo como diferencia compartida naturalizada por una coextensividad de la semejanza. En esta hipótesis concurren singularidades que incitan a pensar los nexos comunitarios desde otras condiciones de posibilidad.

Palabras clave: común, comunidad, diferencia, singularidad, otro


ABSTRACT

In the primal meaning that the notion of the common in the political field today reaches, a shared urgency stands out for thinking their conceptual redefinition spaces once again, mainly, that one related to the idea of Communism. Such effort demands going back to the unstable and critical conditions that category encompasses starting with their amazing archaic connotations. This article inquires into a fundamental but not so much thought meaning of the common, the initial etymological tracks which oscillate between solidarity forms in the constitution of all of "us" and the warlike composition practices for the reduction of "the other". The common is confronted here as a "not thought concept", enrolled in discursive teleologies that have conferred ambiguous meanings to it and redefining it as a naturalized shared difference by the coextensivity of similarity. Under this hypothesis singularities concur urging to think of communitarian nexuses from very other conditions of possibility.

Key words: common, community, difference, singularity, the other


Quizá la importancia creciente de la categoría de lo común, para la reflexión política y filosófica actual, se deriva del nuevo papel que podría o debería representar en la reconstrucción de la idea misma de comunismo, después de los ensayos y fracasos que confluyeron en su implantación histórica (Badiou et al, 2010a y 2010b; García L., 2008; Douzinas, 2010; Esposito, 2009a; Hardt y Negri, 2001...). En su mayoría, estos autores y otros que participan en la amplia discusión (Nancy, Zizek, Ranciére...), coinciden en una necesidad: pensar coordenadas que permitan identificar y constituir nuevos significados de lo común en los contextos de recientes prácticas políticas y sociales, e insisten en emplear a fondo la imaginación para remontar la situación de un presente donde, la idea y los ejercicios de comunidad, puedan articular disposiciones cualitativas para transformar sus intolerables condiciones de existencia.

Pero, indagar sobre el sentido fundamental de lo común, exige remontarse a instancias críticas que confluyen en el escenario fundacional de sus sentidos epistémicos, antropológicos, lingüísticos..., y también a formas históricas que pudieron conferirle unos referentes que, de diversas maneras y en distintos discursos, se han sostenido hasta la actualidad, especialmente en las oscilaciones positivas o negativas que reviste como categoría eminentemente inestable de la topografía social. Frente a esta intrincada dispersión de sentidos, es preciso remitirse a la génesis del concepto, pero no para situar un origen que nos permita hacer inteligible su pretendida "verdad", sino para prefigurar unas instancias ancestrales de relación que podrían abrir nuevos campos de problematicidad.

De la solidaridad a la guerra contra el otro

Lo primero que se puede constatar en las reflexiones recientes sobre el tema, es una inexplicable ausencia de indagaciones sobre una etimología muy antigua de la palabra común, que esconde una importante connotación cuya anterioridad semánticamente fecunda —incluso a la Grecia clásica y a la Roma imperial— obliga perentoriamente a detenerse en ella. Desde luego, una primera acepción de común —en la riqueza significante que posee su familia de voces en latín— invoca la conocida realidad de un atributo compartido, que se designa bajo la expresión communis: lo que es propio de algunos o de todos (como las "cosas en común" de los ciudadanos). Pero suele olvidarse, con excepcional y lamentable frecuencia, que esta primera acepción procede del latín arcaico commoinis, estrechamente emparentada con moenia: muralla, muro, fortificaciones..., y también con munus: cumplir un oficio público, observar, vigilar, realizar unos deberes... Esta última connotación (munus), bastante aceptada y privilegiada en las investigaciones contemporáneas sobre la noción de lo común, en la antigüedad indoeuropea, hace referencia a los deberes o cargos sociales y, por extensión, a compromisos con dones o intercambios relacionados con juegos públicos y funciones de la magistratura. Esas relaciones se habrían perfeccionado en la conformación de sistemas legales de reciprocidad fundadores de la communitas tal como lo explica Émile Benveniste (1983: 63 ss.). Y este es el mismo sentido que acoge, por ejemplo, Roberto Esposito, como punto de partida para sus originales lecturas sobre la comunidad: asociación de cum y munus como nexo entre los dones, las tareas o deberes, y la ley ("los miembros de la comunidad lo son. porque están vinculados por una ley común") (Esposito, 2009a: 25 ss.). No seguiré aquí este acento elegido por Esposito (munus) que, por supuesto, se puede considerar plenamente aceptable, sino que me concentraré en la connotación bélica desde su anterioridad a la ley, y que descansa más en esa instancia casi pulsional del fortalecimiento del poder o la fortificación defensiva (commoinis). Lo que me gustaría destacar es que esta significación arcaica da origen al verbo communio: fortalecer, reforzar, apuntalar, fortificar1. Abogamos entonces por las dos siguientes acepciones mayores, porque ofrecen valiosas series significantes y reconocibles de signos y referentes:

1.Communis-communia-commune..., lo propio de algunos o de todos —lo compartido— lo común con un semejante...

2.Communio-communire-communit..., fortalecer o reforzar las defensas —construir o Fortificar— consolidar el poder...

No hay que olvidar otro aspecto implícito en la primera serie significante citada, pues ofrece una especie de eco de ese desdoblamiento positivo y negativo en las dos mencionadas (y que en realidad se consagra como tercera acepción adjetiva del español), pero que el uso aplica especialmente a los individuos y a las cosas respectivamente:

3. Communis: hombre afable, benigno. // bajo, impuro (por cotidiano, corriente, vulgar, habitual.).

Existiría entonces, en la génesis latina y más ancestral de la noción de lo común, un campo semántico positivo, de reconocimiento entre iguales que comparten algo. Sin duda, esta ha sido la acepción triunfante en varias lenguas europeas, y nos atrevemos a pensar que incluso hasta el punto de hacer casi invisible a la acepción beligerante, que funda a la primera. Porque, cohabitando con ella, se encuentra este campo semántico negativo, es decir, opaco y guerrero en virtud de su carácter excluyente que no sólo parece fundar a un "nos/otros"2 en pugna con "los otros", sino al mismo tiempo encarnar la preeminencia de un "común beligerante" que acompaña históricamente a toda composición sanguinaria del socius3.

Incluso se podría pensar que la noción positiva de lo común —en su primera acepción, que quisiéramos llamar "solidaria", en virtud de su capacidad elocutiva para promover la extensión de un lazo social fraterno—, esta primera significación, decíamos, se encontraría hipostasiada en toda suerte de discursos que, en su nombre y en ocasiones con los fines más humanitarios, enarbolaron o enuncian un deber-ser para la communitas; mientras que en el orden siniestro de lo fáctico-histórico, es frecuente observar cómo la segunda acepción (que por comodidad podríamos llamar "bélica") se encuentra plenamente inscrita en las pulsiones constituyentes de todo secular "nosotros contra ellos". Podríamos arriesgar aún otra afirmación: casi nunca lo común aparece tan preformado y homogéneo, en el umbral de sus campos de experiencia, como cuando está en juego la suerte del nosotros bajo los tanáticos trances colectivos del devenir histórico.

¡Cuánta buena voluntad pronunciada o escrita en aras de lo común-solidario; pero, cuánta barbarie realizada a nombre de lo común-bélico! Porque ocurre que el mismo concepto soporta dos prácticas muy distintas que hacen evidente ese desdoblamiento genealógico del horizonte semántico que nos ofrece la etimología, pues señala un significativo relevo que parece transitar desde lo formal a lo dinámico. ¿Será esta la razón por la cual tanto el capitalismo, como los intentos de realización del comunismo, no cesaron ni cesan de enarbolar fraternidades al tiempo que establecen murallas y exclusiones? ¿Es que los intentos históricos de realización del comunismo también tenían que pasar necesariamente por ese olvidado repliegue conceptual originario, que expresa la más profunda oposición entre sus términos (solidaridad y muralla) baj o la forma de una agonística cuyo nombre se nos escapa por ahora —pero que no cesa de emerger opacamente en todas las reflexiones sobre el sentido de lo común? Desde la óptica de Foucault, se podría estar tentado a preguntarse si el plano discursivo de lo común-solidario no pertenecería virtualmente al campo de los saberes (con toda una serie de distribuciones estratégicas en las formaciones enunciativas), mientras lo común-bélico se desplegaría en las relaciones de poder que invisten la trama de las prácticas de sujeción y dominación en los estratos históricos. Podría ser una forma de concebirlo, pero resulta imperativo investigar la facilidad de tal asociación, en primer lugar porque las relaciones de saber y poder presentan una complejidad que no puede reducirse a este esquematismo. No podemos detenernos ahora en esa línea de análisis. Lo que sí podemos hacer es establecer una correlación provisional entre la acepción sustantiva solidaria y su carácter eminentemente discursivo, y la connotación bélica con su condición dinámica, por así decirlo (por más que las dos dimensiones también puedan encontrarse estrechamente articuladas, y que, efectivamente, lo común-bélico también haya sido objeto de discurso)4. En cualquier caso,creemos encontrar un valor indiciario en este ejercicio etimológico, y es que nos confronta con un hecho incontrovertible: el concepto de lo común tiene inscrito en sí mismo, ab origine, una negatividad bélica que no representa un simple y casual campo semántico que acompaña su nacimiento, sino que colma una dimensión constitutiva del "nosotros" que se manifiesta visible y trágicamente en el espacio atribulado de la facticidad histórica. Naturalmente, se puede arriesgar la hipótesis de un "triunfo semántico" de la versión solidaria de lo común en razón de su fuerza de incitación subjetiva, en tanto promueve una teleología enunciativa de relativa conveniencia; pero, hay que añadir: si esto fuera así, lo sería porque ese "común discursivo fraternal" puede ser la consecuencia forcluida o denegada de su cohabitación con el común-bélico, o porque en otros casos ha sido directamente instaurado en medio de los clamores de una solidaridad agonística y pánica, para un nosotros concebido especialmente en momentos en que enfrenta la fuerza aterradora de la violencia de los otros5.

Singularidad y comunidad agonística

Queremos dejar en suspenso por un instante la acepción solidaria de lo común, suponiendo que nuestra hipótesis tenga sentido, y no sin observar que resulta explicable su ocupación de un lugar teleológico en lo discursivo-histórico (de hecho, no resulta del todo casual que tantos autores no hayan considerado la segunda, bélica y excluyente). Como ocurre con tantas otras categorías, habitualmente se privilegian significados predominantes sin considerar aspectos decisivos aunque no manifiestos que les otorgan otros sentidos. Si algún valor conserva la propuesta de Foucault (heredera de la más crítica filología nietzscheana), radicaría en esa posibilidad de

"hender las palabras", no para encontrar en ellas un comienzo "puro" de las cosas sino para mostrar cómo los usos históricos de los conceptos exhiben estrategias de ocultamiento del sentido con las cuales se escamotean las relaciones de poder y dominación subyacentes. Nos parece que esa segunda acepción guerrera de lo común no ha sido suficientemente considerada ni encarada, a pesar de conservar una evidente actualidad, y aquí quisiéramos esbozar posibles vías de análisis porque pensamos que ese aspecto bélico debería constituir un espacio de reflexión más urgente que el de los mismos intentos de realización positiva de la communitas (la cual, en ocasiones, permanece firmemente clausurada en una teleología de la fraternidad que ha ocupado siempre buena parte del espesor discursivo). A nuestro parecer, la connotación bélica de lo común podría constituir un "impensado" del comunismo, es decir, uno de sus mayores desafíos filosóficos. Pero, hay que advertir: no sólo del comunismo, sino de toda doctrina que enarbole un "común solidario" bajo la mistificación de sus contenidos y la postergación simulada de sus posibilidades reales.

Hasta ahora hemos podido bosquejar una tensa superficie donde parecen arraigarse los contornos primarios e irrevocables de lo común, surcada por articulaciones de subjetivación solidaria pero también por divergencias y exclusiones bélicas. ¿Por qué habremos de introducir el concepto de diferencia para intentar dilucidar precisamente el sentido de lo común, que siempre se concibe justamente como supresión de las diversidades? Porque en esa perspectiva guerrera, lo primero que se advierte es una singular fractura coexistente en el horizonte de sentido que funda al concepto: decir común, en esta orientación semántica sería, de principio, expresar inherentemente una diferencia constitutiva que, con anterioridad, ya ha fundado al nosotros que se postula como encarnación de lo común que él mismo enuncia6. Si en la acepción solidaria lo común es de orden distributivo o selectivo, como cuando en un cuerpo político de diversidades se intenta centralizar o condensar lo que es compartido a

pesar de las distinciones residuales, y para activar un "nosotros" en cierto modo del orden de la simulación (diferencia interior neutralizada), en el caso del común-bélico se produciría más bien una manifestación explosiva: las disparidades propias de todo "nosotros" se diluyen por completo, porque se enfrenta una diferencia superlativa que viene de fuera ya no como simulacro sino como acontecimiento radical, donde se puede jugar incluso la desaparición misma del nosotros (diferencia exterior mortal). El lazo que funda a la comunidad agonística no sería tanto la vida como la muerte: la sentencia de muerte sobre una diferencia compartida que se niega a entregarse a la dominación. Pero, por las mismas razones, decir "individuo" como decir "nosotros" es ya enfrentar una multiplicidad de especificidades irreductibles que confrontan seriamente la posibilidad de instaurar un orden comunitario estable, por más que tal estado sólo aspire a forjar ciertos lazos de solidaridad convenientes o bien cumpla papeles teleológicos para una conformación social positiva.

Con el concepto de lo común ocurre algo muy semejante a lo que pasa con el de civilización: ésta se perfecciona en realidad como la instauración colectiva y sangrienta de un "nosotros", clausurada en la homogeneidad incuestionada de representaciones dominantes para el reconocimiento de una civilidad (civitas) autofundada después del triunfo guerrero, que da origen a una civilis (ciudadanía) en cuya pluralidad semántica comparecen sentidos y resonancias agonísticas o victoriosas. A su vez, estas alimentan míticamente el acervo comunitario y apuntalan la territorialidad a partir de la universal exclusión de lo que se percibe como inasignable o extraño. Esto explica, según Benveniste, la permanente indistinción lingüística entre ciudad y sociedad en la antigüedad indoeuropea: "Hay ahí una sola y misma noción. Los límites del hábitat del grupo constituido señalan las fronteras de la sociedad misma" (1983: 234). Y esta constatación también permite comprender la curiosa práctica antigua del enterramiento de los muertos exactamente bajo las murallas que protegían a la comunidad: mors extremum...

De modo que, concebida genealógicamente, la "civilización" aparece más como un ejercicio de guerra virtual y actual contra el otro que como un estado de reconciliación entre voluntades; práctica de exclusión selectiva más que concepto de armonía colectiva, que se distribuye estratégicamente en las formaciones sociales articuladas con pulsiones bélicas que sirven de fundamento para la construcción del sí-mismo. Queremos repetirlo: la civilización no sería la forma de una conciencia unificada y reconciliada (Hegel), sino la fuerza de una guerra diferencialmente distribuida (Nietzsche-Foucault). De ahí que, tanto la civilidad como lo común, deban concebirse como un agon7, dominación y pugna, emergencia insistente de la alteridad —tanto en la plaza como en las fronteras—, de la dislocación que amenaza fantasmáticamente a toda formación comunitaria que enarbola su deber-ser bajo las premisas de lo idéntico. La civilización es una guerra velada que discurre bajo relaciones de dominación y se reconstituye siempre desde simulacros de afirmación discursiva de lo común-solidario. Por tanto, lo común o lo civil no pueden seguir concibiéndose desde la dimensión simplista e ingenua de presupuestos ambivalentes de solidaridad o natalidad en estados de "paz perpetua", sino que deben pensarse como tensiones incitadas recurrentemente por numerosas desemejanzas inequitativamente procesadas que coexisten en su misma enunciación solidaria o realización guerrera. Lo común siempre es una fundación mismitaria del nosotros que, no por ser instaurada bajo el impulso aglomerante de la semejanza, deja de reivindicar radicalidades conflictivas desde la otredad que también lo subtiende diferencialmente. Estas consideraciones nos conducen a evaluar si, paradójicamente, lo común no se revela precisamente como una de las máscaras de la diferencia. Desde una ontología de las singularidades, afirmamos con Deleuze, que el ser no sólo se dice de la semejanza sino que también se afirma sobre las diferencias, hasta el punto de poder sostener que aquello que todas las cosas tienen en común es precisamente su diversidad, y hasta el extremo de afirmar que el Ser es la epifanía de la diferenciación: el Ser es el designado común que se dice de todos los designantes, sentidos y modalidades cualitativamente distintos; es copresente a todas las cosas, pero ellas manifiestan su singularidad en medio de esa univocidad ontológica. Las singularidades son estados de cosas, puntos de inflexión, condensación, ebullición, nudos..., que incluso atraviesan los estratos físico-químicos, orgánicos y antropomórficos; son instancias preindividuales, aconceptuales, e irreductibles a lo ordinario, pero con la capacidad para componer un campo trascendental impersonal (una "cuarta persona del singular") en tanto emisiones sensibles que no son unificadas por la conciencia (Deleuze, 1989: 72 ss., 118 ss.). Puesto que, según nuestra hipótesis, lo común siempre emerge en una cohabitación indescifrada con la diferencia y con lo singular, queda por investigar el papel que podría desempeñar un "eso/ello" en su resonancia con las fuerzas solidarias y bélicas del agonismo comunitario. Para Deleuze, la diferencia también subsiste en la totalidad del campo de inmanencia donde se sustenta la vida: distinciones entre las especies que componen el mundo orgánico; diversidad entre los individuos que conforman una misma especie en su inmensa e irrepetible variabilidad; diferencias en las partes y funciones que componen a un mismo individuo... (Deleuze, 2002: 12-80, 182-199, 389 ss.). Pero, desde luego, no para hacer de la diferencia una medida excluyente que conduzca a la negación a ultranza de las semejanzas o de lo que puede unir a una comunidad, y menos convertirla en una imposición para negar el reconocimiento de los otros: se trataría, al contrario, de descubrir y valorar la singularidad en lo que se repite, porque no se repite lo idéntico sino justamente la diferencia, incluso en nuestros hábitos más cotidianos, donde también retorna el diferencial del mundo (Nietzsche y el retorno como "ser del devenir").

No hay dos "vías" como se había creído en el poema de Parménides, sino una sola "voz" del Ser referida a todos sus modos, los más diversos, los más variados, los más diferenciados. El Ser se dice en un único y mismo sentido de todo aquello de lo cual se dice, pero aquello de lo cual se dice difiere: se dice de la diferencia misma (Deleuze, 2002: 72).

Contra los pensamientos que se resisten ciegamente a admitir y afirmar la irreductible diversidad del mundo, Deleuze y Guattari supieron oponer una filosofía de la multiplicidad o la pluralidad que se manifiesta en todo lo que existe. Por eso, cuando se preguntan qué es lo que funda a un pueblo, tienen que responderse: no es lo natal, ni el territorio ni lo común por sí mismos, sino las materias intensivas, singulares y diferenciales que resuenan en su interior, en lo más profundo de su territorialidad, su natalidad y su comunalidad (Deleuze-Guattari, 1993: 96 ss.). Pero estas reflexiones confieren a la diferencia no sólo un nuevo estatuto filosófico antiplatónico, sino que también indagan en las condiciones antropológicas o sociológicas que presenta: estamos segmentarizados por todas partes y en todas las direcciones —nos dicen—, hasta el punto de considerar si el ser humano no es un animal esencialmente segmentario (Deleuze-Guattari, 1988: 213 ss.). Un segmento, continúan, se puede definir como un estrato o nivel de composición particular. Por ejemplo, habitar, trabajar, circular..., todo lo vivido está segmentarizado espacial y socialmente. La casa está segmentarizada según el destino de sus espacios o habitaciones; las fábricas o las empresas, según la naturaleza de los trabajos y las operaciones; las calles según el orden de la ciudad, etc. Existirían muchos segmentos, o formas de estratificación en un cuerpo político, que no son exclusivamente económicos. Para los autores, existen tres modelos principales de segmentariedad, que pueden valer para diversas formas de sociedad, actuales o históricas:

1.Binaria, pues opera según grandes oposiciones duales o de dos términos: adulto-niño, blanco-negro, rico-pobre, hombre-mujer, etc.

2.Circular, porque funciona en coronas cada vez más amplias: por ejemplo, mis asuntos, los asuntos de mi casa, de mi barrio, de mi ciudad, de mi país, del mundo... A propósito, los autores recuerdan el proverbio árabe: yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra el vecino; mi hermano, el vecino y yo contra el extranjero. (Fórmula perfecta de un "nosotros" mediada por lo común-bélico).

3.Lineal. Es una segmentariedad en líneas con marcas que representan episodios o procesos: casa, jardín, colegio, ejército, universidad, trabajo. Siempre estamos procesados (Kafka), y en cada lugar debemos componer diferentes formas de subjetividad. En el colegio se nos dice: "ya no estás en la casa"; en el ejército se nos dice: "ya no estás en el colegio"... (1988: 214).

Lo cierto es que estos segmentos, y todos los demás que se puedan concebir, se remiten unos a otros, se mezclan, y el individuo siempre estará ocupado por —o articulado a— varios segmentos. Si un individuo se desvía de los segmentos prefijados o comunes, es enviado a otros que lo capturan: manicomio, clínica, cárcel, marginación. Se puede pensar que el conjunto de segmentos conforma el tejido social y hace existir una tensión segmentaria permanente con violencias de todo tipo, algunas invisibles o silenciosas pero, no por eso, menos reales. Nos es dado concluir entonces que si existe algo común en este contexto sociológico sería la segmentación "molar", como catexis o carga impuesta por el Estado o el capital en términos de conjugación de flujos diferenciados donde se inscriben los socii; pero, también, se podría deducir, con Guattari, Hardt y Negri, que allí subyace una posibilidad "molecular": una multitud que constituye o puede constituir un nuevo común en tanto fuerza que se opone a esas distribuciones axiomáticas (Guattari, 1996: 125 ss.; Hardt-Negri, 2001: passim).

En el mismo entorno de análisis, coincidimos con Roberto Esposito (2009b: 2 ss.) y su lectura de las tesis de René Girard en el contexto de las formaciones comunitarias: se puede confirmar allí la consistencia de las argumentaciones relativas a la constitución conflictiva del socius: el chivo expiatorio cumpliría la función sacrificial de liberar al orden comunitario de la violencia segmentaria que lo atraviesa, verdadero transfert colectivo que actúa sobre las tensiones o rivalidades producto de la segmentación y estratificación social. La violencia aparece allí como una fuerza de disolución de las desigualdades, que además puede desatarse cuando existe una crisis sacrificial. El ejemplo de los gemelos ilustra la insólita alteridad que enfrentarían algunos grupos ante la desaparición de las especificidades, de ahí el terror que causan en diversas sociedades ágrafas, que llegan al extremo de eliminarlos en tanto, según Girard, simbolizan la amenaza de la violencia por causa de la ausencia de singularidad que encarnan: en los postulados de este autor, la sociedad experimenta un consustancial horror ante la desaparición de las diferencias (Girard, 1995: 9-96, 150-115). Frente a este estado de cosas, subsiste la vieja cuestión: ¿cómo reducir los antagonismos latentes, que llegarían incluso a condicionar drásticamente a lo común, para alcanzar otro pliegue de subjetivación? Pero, lo que es más grave, ¿cómo aspirar a refundar lo común en el capitalismo, cuando se trata de una máquina social sustentada y articulada sobre flujos descodificados y desterritorializados de las instancias de pertenencia? No podemos detenernos ahora en los arduos relieves que despiertan semejantes preguntas; nos limitaremos a intentar extender más la categoría de lo común retornando a la perspectiva que nos abrió la etimología señalada al principio. De las argumentaciones revisadas se pueden derivar varias consecuencias: enunciar lo común (en todas sus formulaciones) sería ya aceptar, previamente, que las divergencias entre los individuos o los grupos anteceden y permean el campo de posibilidad de toda afirmación de lo común mismo; pero, también, es tener que admitir ese carácter doble del concepto: la cara del simulacro enunciativo y su reverso de la guerra contra el otro, en ese extraño vaivén cuyo juego de fluctuaciones coyunturales arroja un saldo problemático para la reflexión sobre el comunismo, porque obliga a evaluar si las aspiraciones hacia una comunidad libre y solidaria no podrían habitar otro espacio que el de la utopía (¿el comunismo sería la aspiración a fundar un "nosotros universal" sobre un "común solidario"?). Pero, aquí hay que concebir la utopía en toda la positividad que puede representar como lo que resulta más antagónico e inconmensurable para el capitalismo. Es precisamente en virtud de esa irreductibilidad que se impone reconocer a fondo las instancias en juego; y esto nos conduce a postular otra hipótesis: lo común no se revela aquí como aquello que se opone a lo individual, sino que se muestra bajo una elusiva y paradójica complicidad con las mismas fuerzas binarias que lo conforman: solidaridad y beligerancia, cuyas amalgamas pulsionales se podrían traducir congruentemente como una suerte de agon singular, es decir, una esfera ineludible de antagonismos en pugna. ¿Es allí donde residiría la auténtica utopía de una universalización lo común? Porque lo común enfrentaría dos precariedades derivadas de nuestra distinción etimológica: hacia adentro, por cuanto las diferencias segmentarias y de todo orden inhiben la consolidación integral de un nosotros, por más que una "diferencia compartida" pueda en efecto suplir una adherencia comunitaria con suficiente consistencia en contextos particulares; y hacia afuera, dada la potencia disociadora de otro "nosotros" que amenaza permanentemente con disolver la adhesión constituyente del propio.

En un artículo perspicaz, A. Russo expone cómo el surgimiento de los "guardias rojos" -y, posteriormente, de los "guardias escarlatas", en la China comunista de la década de los años sesenta del pasado siglo-, ilustra profundamente esta coyuntura: en un Estado comunista que condujo la "igualdad" hasta los extremos conocidos, y donde el Estado-Partido era el único lugar concebible para el juego político, surge una diferencia casi impensable. Los "guardias rojos" emergen como radicalización o revitalización de los principios organizativos, alentados por la dirigencia política (de hecho, el liderazgo de estos guardias estaba compuesto por hijos de altos funcionarios). Lo curioso es cómo se hace derivar la justificación de su existencia en virtud de una "teoría del linaje" que, en medio de la igualdad establece una insólita pertenencia y una segregación impensable: ellos son miembros de familias de la "buena clase", los "nacidos rojos" o los "verdaderos revolucionarios innatos". El año de 1966 sirvió de escenario para la eclosión de esta divergencia, porque es cuando se forman organizaciones de "trabajadores rebeldes revolucionarios" en Shangai (otros "guardias rojos", pero conformados por individuos "sin linaje"), independientes del Partido. Esta circunstancia, a los ojos de Russo, pudo llegar a provocar la desintegración de lo que llama episteme revolucionaria. El Comité del Partido de Shangai, estupefacto, ofrece una respuesta igualmente desconcertante: alienta una nueva organización contra los "trabajadores rebeldes", llamada "guardias escarlatas" (más rojos que el rojo) (Russo: 2010: 185 ss.). ¿Se debe pensar, entonces, que hasta la sociedad más igualitaria no acepta avenirse a la "igualdad" que pregona e institucionaliza de manera tan radical? Porque sólo queda concluir que si los guardias rojos introdujeron una diferencia, cuando los "sin linaje" coinciden con ella o intentan "hacerla común", entonces se construye precisamente una nueva "casta" ("guardias escarlatas") que barre con la distinción anterior, pero, para fundarse sobre otra diferencia, esta vez delirantemente exacerbada. Hay que añadir que todo esto se produce precisamente en el contexto político de una sociedad que pretendía suprimir del todo las "distinciones de clase" y los residuos de "diferenciación burguesa".

Creemos que asumir una reflexión sobre lo común exige pensarlo desde esa tensión, y exactamente en ese umbral de problematicidad, sin desconocer el peso de la condición agonística que preside la constitución del "nosotros" en su anterioridad respecto de lo común mismo. En ese orden de ideas, queremos insistir en que lo común tampoco se reduciría a oponerse simplemente a la diversidad en las formas señaladas sino, más precisamente, a lo humano, si se entiende esto mejor desde el punto de vista entitativo de la necesidad de alcanzar un pliegue de subjetivación que ni lo político ni lo social han podido cumplir. E incluso se podría ir más lejos, y observar que a lo común se opone lo humano concebido como singularidad irreductible. Esto obliga a preguntarse: ¿la aspiración a lo común, siempre convertida en carne del poder, no debería entonces ser pensada también desde otros confines; por ejemplo, desde lo religioso (religare, re-legere) o como una utopía que sólo la religio estaría en capacidad de acoger dada su delicuescencia política? En efecto, cuando la idea del comunismo desata su pertenencia anterior a los constreñimientos de partidos, Estado, organizaciones y grupúsculos, socialismos, etc. (Badiou et al, 2009a: passim), y cuando se abre a una trascendencia subjetiva que no se deja determinar por las exigencias materiales de la vida política, ¿no se sitúa exactamente en un umbral de carácter religioso? Si esto fuera cierto, entonces la idea de comunismo parece adquirir más aristas de problema religioso que exclusivamente político, pero observando que hoy más que nunca lo religioso también es político.

Naturalización de diferencias compartidas

Es esa esquiva irreductibilidad de lo común la que parece inspirar la propuesta de Jean-Luc Nancy para conferirle un estatuto ontológico a la posibilidad de la communitas. Si el sentido englobante de lo común es lo que falta hoy en el comunismo, Nancy reconoce que eso puede deberse a que allí no estaría en juego tanto un significado como "algo que está por venir", algo que pertenece a lo indeterminado, como un sentimiento o una presencia... (2010: 145-146). Desde el horizonte expuesto, diremos que si lo común no puede agotarse en una universalidad es porque, en tanto diferencia seleccionada, siempre dejaría por fuera un sinnúmero de singularidades que de todos modos concurren en preterición o defectivamente a la fundación comunitaria. Y es justamente desde este escollo que Nancy apela a la koinônia, la pura aspiración hacia la comunidad, pues, consciente de su fugacidad, la define como impulso que tiende hacia lo que no está dado todavía, o bien a lo que ya no está dado (2010: 141). El anhelo hacia lo común de Nancy aparece en conjunción óntica con lo común-solidario pero afirmado no por la simple armonización social sino proyectado existencialmente, en la apertura de la duración. El filósofo intenta conferir otro sentido a lo común, más allá de lo colectivo o de la congregación, porque ésta es para él una cuestión de ontología: el co de comunismo no es categórico sino existencial (Heidegger), no es formal sino que implica la constitución, el ser de un nosotros (Nancy, 2010: 148). Si nuestras distinciones etimológicas se aplican a tratar de explicar algunas dificultades de una coextensividad de lo común en lo empírico —como una especie de generalización in re o desde sí mismo—, la perspectiva ontológica de Nancy estaría abordando el concepto ante rem, independientemente de la facticidad agonística que hemos intentado señalar. De manera que lo común representaría para él una tensión hacia la encarnación de su esencia o su sentido, como verdad que se expresaría en la propiedad, no comprendida como posesión o pertenencia para un individuo o parte de la totalidad, sino como capacidad subjetiva de ser apropiado en términos de vínculos con los otros, derivados a su vez de una estancia en el lugar comunal (2010: 149-150). Este peso ontológico de lo común, en la comprensión de Nancy, llega a elidir hasta los fundamentos mismos de lo político en la medida en que se encontraría antes de cualquier política, e incluso la obligaría a "abrir un espacio común a lo común mismo", sin convertirlo en una esencia o en una sustancia. El comunismo se definiría así como "la condición común de todas las singularidades" (en lo que coincide con Hardt, Negri y Guattari), que no corresponde a lo político sino a la existencia8. Y aquí nos confronta con los límites del lenguaje, porque el comunismo se ha descompuesto hasta la quintaesencia de un ser-con sin más especificaciones que la pura condición abstracta de la existencia humana. Sería necesario, a juicio de Nancy, postular de otra manera lo común, concebirlo como una apertura del espacio entre los seres, como la afirmación de la posibilidad infinita de abrirlo a una transformación cuya significación sigue en suspenso (2010: 153). Pero la antigua pregunta subsiste e insiste con terquedad: ¿cómo cerrar la brecha entre los imperativos fácticos y el anhelo ontológico? Y como respuesta que también podría darse, dentro de lo posible, que lo humano (en tanto singularidad irreductible) sería en rigor el remanente de subjetivación que se teje entre los polos irreconciliables de la solidaridad discursiva y el agon bélico que testifica la historia. En nuestra línea de análisis, apreciamos que lo común se instala siempre sobre diferencias manifiestas aunque veladas/desdobladas en el orden de lo concreto, como si la categoría se deslizara desde la dimensión estable y pregnante de "lo mismo" hacia las diversidades beligerantes que concurren en la determinación de lo ajeno, de lo extraño/exterior. Sería común lo que pertenece a un nosotros, concebido precedentemente como victorioso sobre un ellos/otros, reducidos mediante diversas dominaciones, entre ellas, el triunfo guerrero. En una palabra: todo nosotros es ya, desde su surgimiento hasta su extinción, un triunfo de guerra o una matriz de dominación; no existiría un nosotros puro o constituido en una neutralidad autofundada. De manera general, es común aquello que un grupo consagra como nexo que permite fundar y tratar de perpetuar formas particulares de communitas. Pero, de nuevo, aquí también se puede presentir la irrupción de lo diferencial; porque decir communitas o socius es introducir una pluralidad inconmensurable, incluso aunque ese lazo social invoque una semejanza, pues la identidad compartida jamás se extiende a todos los aspectos que comparecen en la conformación del nosotros: segmentaciones, disparidades de sujeción, jerarquías, estratificaciones, poderes, dominaciones. Por estas razones, otorgar un estatuto ontológico a lo común —desde una abstracción intencional de lo humano— choca contra la condición diferencial prexistente a esa determinación de una humanidad tomada aisladamente de sus condiciones concretas de existencia. Y, también, es esto lo que convierte en tan arduo proyecto a la entusiasta alternativa de instaurar formas de communitas capaces de integrar las potencias singulares en una armonización autonómica. Porque, si bien, se trata de conducir lo humano hacia la composición de nuevos paradigmas mentales y sentidos liberadores de lo social, la reducción de la subjetivación y modelización capitalistas permanece como una tarea indeclinable (Guattari, 1996: 121).

Este desafío sigue constituyendo hoy una apuesta mayor para la idea de comunismo: ¿cómo incluir las diferencias y afirmarlas en el universo de la producción postindustrial? ¿Cómo alcanzar la extensión y consolidación de un común no de simulacro ni bélico, sino de la multitud misma en cuanto presupuesto orgánico singular del capitalismo informacional de hoy? Como si se tratara de una intuición sobre la persistencia del núcleo problemático o de lo impensado del comunismo, Hardt (2010: 134 ss.) al igual que Negri y Guattari, parecen responder a la apremiante voluntad por dejar de privilegiar un común colectivista, anclado en el ideal neutro e irrisorio de la mera comunidad fraternal discursiva, para abrir así la idea de comunismo a un nuevo pliegue que pueda abarcar a las singularidades precisamente como potencias transformadoras (Guattari-Negri, 1999: 19-20). Queda entonces abierta la posibilidad de reinstaurar nuevas formas de militancia, siempre y cuando se instalen en espacios de subjetivación social en recomposición o en procesos de resingularización, capaces de emerger con la fuerza del acontecimiento. La dificultad estriba en que aún no se sabe cómo materializar exactamente esa alternativa libertaria.

En suma, estas deducciones nos autorizan para sostener que lo común nunca es más que una o varias diferencias compartidas, naturalizadas como semejanzas coextensivas que aspiran a la duración y, por tanto, con la eventual capacidad irrestricta de arrastrar a las demás diferencias comunitarias en nombre de las anteriores o primeras, hasta el punto de producir un funcionamiento práctico que llega a reducir (siempre temporalmente) la totalidad en pro de la diferencia que gobierna a las demás. Aceptar esa preponderancia de un común (diferencia compartida), prefijado y estatuido mediante diversos constreñimientos, es permitir que una especificidad impere sobre las demás; de manera que lo común se revela como diferencia invertida en nombre de la semejanza. Lo común no sería entonces una entelequia que represente la garantía permanente de una cohesión social que debe ser llenada por los individuos —si se piensa en esos factores esencialmente inestables de agrupamiento—, sino un fenómeno marcado por una precedencia opaca de la singularidad. Se trataría de una suplencia que invoca a la semejanza en función de propósitos cuyas manifestaciones históricas testifican un imperativo de reducción de las diferencias que se propagan, tanto internamente como hacia el exterior, en formas diversas hasta constituir una verdadera cristalización agonística.

Conclusiones

Por supuesto, estamos muy lejos de agotar el problema; pero, en este intento de contrastación de la idea de lo común con sus propias condiciones enunciativas y prácticas —desde una génesis arcaica de la categoría—, se hicieron visibles dos connotaciones semánticas que, no obstante sus opacidades y sus oscilaciones, parecen conservar una enorme fuerza significante y una valiosa densidad interrogativa (las calificamos provisionalmente como lo común-solidario y lo común-bélico). Nos pareció que las discusiones observadas sobre el tema, a pesar de proponerse abordar el difícil problema de dar cuenta de lo común desde las significaciones de la palabra o la formalización intelectual en que estaría envuelta, no indagan en la perspectiva genealógica de sus significaciones lingüísticas más arcaicas. En tal sentido, quisimos esbozar varias hipótesis: la primera connotación solidaria de lo común parece haberse impuesto desde una positividad enunciativa (communis), mientras la segunda acepción (bélica) resuena ocultamente como significado desplazado, sin importar que haya cumplido un papel fundador (commoinis-communio), según sugiere su anterioridad. Aún no sabemos si esta consideración sea suficiente para definir un suelo de posibilidad que permita emprender una genealogía del concepto. Sin embargo, de allí pudimos elaborar una deducción: si la concepción solidaria se muestra más como un supuesto discursivo teleológico, la acepción bélica aparece vinculada con prácticas históricas recurrentes que expresan un agonismo sobre el cual sospechamos que se fundaría un "nosotros" como polo beligerante opuesto a "los otros". Dada la consistencia que parece alcanzar esta distinción —al poner en juego los nexos profundos que ofrecen contextura tanto a los mecanismos de la solidaridad como a los de la beligerancia—, nos parecía que esa polaridad bélica constitutiva del nosotros representaba un impensado para toda reflexión que aborde la idea del comunismo. Porque en ese horizonte —donde confluyen las perspectivas de Deleuze y Guattari sobre la singularidad o lo diferencial, y la concepción de Girard sobre una virtual resistencia social a la desaparición de las disimilitudes—, lo común revela un compromiso esencial doble con esa composición comunitaria, fundada bajo la supresión de las diversidades internas, o bien consolidada bajo la amenaza exterior de los otros. Se nos ocurrió que, en esa perspectiva, lo común no sería tanto aquello que se opone a lo individual, al egoísmo o al interés personal como se cree con tanta frecuencia, sino que alcanza una coexistencia con la misma connotación bélica que lo funda (si la concebimos como un agon de divergencias en pugna) o bien, si oponemos lo común a lo humano, este último comprendido como singularidad irreductible. A este respecto, lo común aparece envuelto en una excepcional plenitud polisémica, se muestra como un concepto transitivo antagónicamente binario y, valga la convergencia semántica, radicalmente polémico, pues se opone a —pero, también, se despliega sobre— lo mismo que constituye el doble registro de sus fundamentos más germinales.

En este punto, nos preguntábamos si las consideraciones sobre la aspiración a un común universal desde el punto de vista de su lugar enunciativo, no harían de él una utopía cuyos límites bordean y retan hoy los confines móviles de lo religioso y lo político. Llegados a este extremo, sólo tuvimos tiempo para expresar una cuestión: ¿el comunismo significa, entonces, la aspiración a fundar un "nosotros universal" sobre un común proyectado en la esfera indecible de la solidaridad? En tal sentido, las tesis de Nancy aspiran a llenar esa fractura de lo común, al conferirle un estatuto ontológico que permanece como apuesta. Hardt, Negri y Guattari, desde una probable intuición sobre los obstáculos de la divergencia que confluyen en la determinación de lo común, insisten en la necesidad de integrar las singularidades en la noción misma de comunidad, tratando de salvar así los peligros de la ceguera colectivista; no obstante, dejan abierta la interrogación sobre las condiciones precisas que debe alcanzar ese esfuerzo.

Si se admite todo esto, entonces hay que concluir con la incitación a pensar lo común en su coexistencia con las fuerzas singulares que lo subtienden y que, según sabemos, se expresarían en forma interna o externa en esos dos polos constituyentes, hasta el punto de autorizar una inesperada inferencia: lo común no es un acuerdo preestablecido y neutro, o un supuesto carismático que libere a la comunidad de encarar sus desafíos. Lo común nunca es más que una o varias diferencias selectivamente compartidas, revestidas o naturalizadas como semejanzas, e inscritas ineludiblemente en las oscilaciones agonísticas que consagran su disyunción en lo humano. Pero no es suficiente con establecerlo; es necesario profundizar en los dinamismos de la singularidad que concurren en la conformación del nosotros y de lo común, en un presente que parece experimentar como nunca agonismos comunitarios extremos.


Pie de Página

1Por ejemplo: communire castra, construir [en común] un fuerte o baluarte. Todas estas significaciones figuran en Diccionario Latín-Español Sopena (1985). Barcelona: Sopena; entradas: communio y communis (Tomo I: 375; y entrada: munus, Tomo II: 994). Es conveniente recordar que la antigua voz commoinis es la que da origen a communis, y no a la inversa.
2Se impone recordar que, por lo menos en la morfosintaxis española, "nos-otros" es, por composición, un "nosotros-los-otros" respecto a "vos-otros/ellos", pero que también puede desdoblarse en unos "otros" que hay "entre-nos".
3Deleuze-Guattari definen al socius [inscriptor] como un estado matricial de inscripción comunitaria que se expresa históricamente como máquina social (territorial primitiva, despótica bárbara y capitalista civilizada). Si el deseo o la producción deseante es lo universal humano, las máquinas cumplirían la función de codificar los flujos del deseo para constituir de ese modo al socius (que por definición, expresa terror y angustia ante los flujos descodificados). Pero "el capitalismo es la única máquina social... que se ha constituido como tal sobre flujos descodificados, sustituyendo los códigos intrínsecos [de toda formación social] por una axiomática de las cantidades abstractas en forma de moneda" (1974: 145). En un texto inolvidable, Michel Serres (1983), ha fijado los lineamientos para una filosofía de la historia que sigue el hilo de sangre trazado por el establecimiento arquetípico del orden de la civis, con sus multiplicidades en pugna bajo la regla perenne de la hospitalidad, pero también en medio de las leyes del odio y la guerra en la conformación del socius imperial romano.
4Como puede observarse con indiscutible nitidez en los himnos nacionales de toda patria, plenos de significantes inscritos en llamamientos a una solidaridad casi siempre pánica y, también, a un furor guerrero, en escenarios y destinos signados por la violencia y la sangre como núcleos agonísticos de la fundación del "nosotros".
5"... [E]l poder político no comienza cuando cesa la guerra [...]. La guerra nunca desaparece porque ha presidido el nacimiento de los Estados: el derecho, la paz y las leyes han nacido en la sangre y el fango de batallas y rivalidades que no eran precisamente —como imaginaban filósofos y juristas— batallas y rivalidades ideales [...]. La guerra es la que constituye el motor de las instituciones y del orden: la paz, hasta en sus mecanismos más ínfimos, hace sordamente la guerra. En otras palabras, detrás de la paz se debe saber descubrir la guerra; la guerra es la clave misma de la paz. Estamos entonces en guerra los unos contra los otros: un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de nosotros en un campo o en otro. No existe un sujeto neutral. Somos necesariamente el adversario de alguien" (Foucault, 1992: 59).
6Así ocurre entre las comunidades que, desde la antigüedad indoeuropea hasta los pueblos indígenas americanos, se llaman a sí mismas "gente", "hombres" o "seres humanos", mientras los otros no son reconocidos como tales. Al respecto pueden verse P. Clastres (1996: 58) y É. Benveniste (1983: 238). Según Clastres, la sociedad "primitiva" está constituida precisamente desde el etnocentrismo de un "nosotros indiviso" que inhibe la formación del Estado. Pero Occidente es, a sus ojos, la única sociedad no sólo etnocéntrica como todas, sino también etnocida, pues emprendió una destrucción generalizada de las culturas de los otros (1996: 55 ss.).
7En el sentido que presenta la forma sustantivada αγωνία: agitación y angustia provocadas por la lucha.
8"La palabra es común, sin -ismo. Ni siquiera comunal, espacio común, comuna o kommmune, o cualquier cosa que pueda interpretarse como una forma, una estructura, una representación, sino directamente com. La preposición latina cum tomada como pre-posición universal, la presuposición de toda existencia. Esto no es política, es metafísica o, si se quiere, es ontologia: ser es ser cum" (Nancy, 2010: 150).


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