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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.29 no.58 Bogotá jun./jun. 2012

 

LA CONTEMPLACIÓN ESTÉTICA COMO DESINDIVIDUALIZACIÓN DEL SUJETO EN SCHOPENHAUER

AESTHETIC CONTEMPLATION AS DE-INDIVIDUALIZATION OF THE SUBJECT IN SCHOPENHAUER

Luis Fernando Cardona Suárez*

* Pontificia Universidad Javeriana.

Recibido: 20.10.11 Aprobado: 25.01.12


RESUMEN

Nuestra reflexión sobre el proyecto fundamental de Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación I y II, comprende dos textos separados. En éste, el primero, examinamos su intención de realizar una desindividualización del sujeto como condición para la liberación del sufrimiento del mundo. El alcance de tal intención será revisado a la luz del movimiento circular y aporético que caracteriza su obra principal. En especial, nos detendremos en el análisis de la contemplación estética como intento inicial por alcanzar una cierta salvación temporal del sufrimiento por medio del esfuerzo metodológico de hacer del mundo algo mío en cada momento. Debido a esta determinación, los esfuerzos de la contemplación estética se revelan vanos, mostrándose con ello la necesidad de dar el paso hacia el camino de la ascesis, desarrollada en el libro cuarto, y que será objeto de un análisis detenido en el segundo texto en el próximo número de esta revista.

Palabras clave: Schopenhauer, sufrimiento, salvación, contemplación estética, egoísmo


ABSTRACT

Our reflection on Schopenhauer's foundational project in The World as Will and Representation, I & II, will be done in two separate texts. In this, the first one, we will examine Schopenhauer's intention of making a de-individualization of the subject as a condition to release it from suffering in the world. The scope of this intent will be reviewed in the light of the aporetic circular movement characteristic of his main work. We will especially focus on the analysis of the aesthetic contemplation as a first attempt to achieve some temporary salvation from suffering. This attempt is however determined by the methodological effort to make the world something of mine for all time. Because of this determination, efforts devoted to an aesthetic contemplation are revealed as futile, thus showing the need to step into the path of asceticism developed in the fourth book, which will undergo a thorough examination in the second text to appear in the next issue of this journal.

Key words: Schopenhauer, suffering, salvation, aesthetic contemplation, selfishness


1. La estructura circular del pensamiento único

En El mundo como voluntad y representación1 Schopenhauer intenta armonizar en un pensamiento único estas dos tesis básicas: "el mundo es mi representación" y, al mismo tiempo, "el mundo es mi voluntad" (El mundo como voluntad y representación, I, § 1, 51; 3. 52; 5). La relación interna entre ellas determina la estructura general de esta obra, y atraviesa así la idea de desarrollar un pensamiento único y orgánico2. En el primer libro, se realiza la primera consideración del mundo como representación en cuanto sometido al principio de razón (esto se lleva a cabo en los primeros 16 parágrafos), y en el tercero se aborda su segunda consideración pero bajo la perspectiva de la independencia de dicho principio (§§ 30 al 52). En el segundo libro, se emprende la primera consideración del mundo como voluntad bajo la mirada de su múltiple objetivación de acuerdo con el despliegue del principium individuationis (§§17 al 29); en el cuarto, se aborda la segunda consideración del mundo de la voluntad, pero siguiendo ahora el matiz de la afirmación o negación del deseo de vivir por la voluntad consciente de sí misma (§§ 53 al 71). Esta estructura temática es igualmente mantenida en el segundo tomo de esta obra, en el cual Schopenhauer realiza una serie de complementos y ampliaciones a lo presentado en su texto de 1818, sin alterar para nada su intención, ni modificar su estructura interna. Como se puede ver, hay una relación temática, pero modificada, entre el libro primero y el tercero (representación); lo mismo sucede entre el segundo y el cuarto (voluntad); pero, en cada una de estas partes, Schopenhauer busca sacar a la luz el fuerte vínculo estructural entre mi representación y mi voluntad.

En los dos primeros libros se muestra la estructura básica del mundo: mi representación y mi voluntad; y, en los dos siguientes, se indica la actitud que se debe tener para enfrentar la ambigüedad estructural del mundo, es decir, para salirle al paso al misterio que en él se encierra: "en esencia toda vida es sufrimiento" (El mundo como voluntad y representación, I, § 56, 368; 366). Los dos primeros libros se pueden comprender como un diagnóstico cuya condición puede sonar un poco desesperanzada para la forma habitual de asumir nuestra existencia. Este mundo es realmente miserable, escindido y absurdo3. Así termina la filosofía de la naturaleza desarrollada en el § 29 del libro segundo, pues "cada acto particular tiene un fin, el querer total, ninguno: igual que cada fenómeno particular de la naturaleza está determinado por una causa suficiente a aparecer en ese lugar y momento, pero la fuerza que en él se manifiesta no tiene ninguna causa, porque es un nivel fenoménico de la cosa en sí, de la voluntad carente de razón" (El mundo como voluntad y representación, § 29, 219; 196). Y, sin embargo, esta situación no parece ser una epicrisis, pues Schopenhauer, en la segunda parte de su obra fundamental, intenta una salida que pudiese conducir a la curación definitiva de este absurdo. Con lo cual la segunda mitad de la obra sería entonces una peripéteia, pues desde el punto más oscuro, donde la verdad amarga sobre la vida y el sufrimiento son inevitables, se alza ahora de manera súbita una nueva esperanza. Este es el tema fundamental de la segunda parte, constituida por los libros tercero y cuarto4.

Desde la perspectiva de la unidad estructural de estas dos partes, podemos asumir el sentido, alcance y articulación del pesimismo en la comprensión schopenhaueriana de la acción humana. Si la vida en este mundo es una miseria universal, postular una cierta forma de salvación es entonces algo necesario, pero esto sólo será posible de un modo igualmente universal. Pero, en la medida en que esta vida no es otra cosa más que sufrimiento, este deseo de salvación está también afectado por la condición fundamental de este mundo, ya que todo lo digno que puede darse en él puede también ser estropeado. Esto es algo que también se debe tener en cuenta, al momento de evaluar las posibilidades de una respuesta al enigma del mundo, trátese de una respuesta postulada a nivel particular o a un nivel más general. Si, ante todo, me asiste el derecho de considerar a este mundo como mi mundo, siguiendo el hecho de que el mundo es siempre mi representación, este mundo así determinado se transforma también en mi propio lamento, en la medida en que este mundo es también lo que quiero de él, mi voluntad. Es decir, si el mundo es ante todo y sobre todo una miseria universal, esta miseria es mi propio lamento. Y, en este sentido, la promesa de una gran felicidad no perturbada, en la cual el mundo ya sería algo mío, en tanto mi representación y mi voluntad, es también el problema central que se debe atender de manera clara. Así, el mundo no es propiamente malo, sino que aquella promesa sobrestimada de la salvación definitiva es el mal que debe ser superado.

Bajo la expresión Egoismus Schopenhauer analiza las consecuencias desoladoras de la búsqueda incesante de la afirmación del mundo como algo en cada momento mío, según sea el caso del egoísmo teórico (el mundo es mi representación) o del egoísmo práctico (el mundo es mi voluntad). Y siguiendo con cuidado los pasajes sobre el sufrimiento que emerge en nosotros mismos de la insensatez, podemos acercarnos también a la intención más propia de la filosofía práctica en Schopenhauer, pues en ellos se reconoce de manera clara que nuestra habitual impotencia ante los acontecimientos del orden del mundo no es otra cosa más que "la insatisfacción con nosotros mismos, que es la consecuencia inevitable del desconocimiento de la propia individualidad, de la falsa presunción y de la temeridad (Vermessenheit) que de allí nace" (El mundo como voluntad y representación I, § 55: 364; 362).

Por lo tanto, podemos suponer que en la segunda mitad de su obra fundamental, Schopenhauer trabaja en los caminos para recoger nuestra intención de buscar una salida al incremento desmedido de la tristeza que inunda ahora a todo el mundo. Sólo a partir de la renuncia a la omnipotencia y libertad incondicionada, esto es, sólo en el claro reconocimiento de la propia debilidad e individualidad, se puede abrir un camino de salida a las aporías del dolor y del sufrimiento5. En este sentido, podemos decir ahora que las descripciones schopenhauerianas de la contemplación estética y de la ascesis salvadora parecen confirmar esta búsqueda, pues en ambas se da una renuncia de los deseos individuales y anhelos, para alcanzar con ello una superación relativa del egoísmo. De ahí entonces que la misma soteriología schopenhaueriana desemboque en una cierta negación del mundo como voluntad y representación, de modo que se haga ya vacío el discurso de un mundo que aparece como cada vez mío6; sin duda, esta posibilidad admitiría que de ahora en adelante se abandone aquella intención primaria de una absolutez impulsadora del mundo como representación y del mundo como voluntad.

Pero el modo como esta posibilidad se pone en juego no es simple. Tanto la contemplación estética de las ideas como el alejamiento ascético de todo lo mundano, no son un abandono de una felicidad que debe residir en el control total de la vida propia. Al contrario, ella renueva sólo esta exigencia que crea desdicha por la ilusión de un mundo en el cual el individuo sería en efecto completamente feliz, porque para él el mundo tiene que ser querido en cada momento como expresión de su voluntad. Y para mostrar cómo es esto posible, Schopenhauer busca articular la contemplación y la salvación, tal como es presentada su doctrina soteriológica al final del libro cuarto de su obra fundamental.

Aquí, Schopenhauer utiliza, en primer lugar, el recurso de la vita contemplativa y el modo de ascesis realizado por los Santos, tomando distancia así de la aspiración de mi omnipotencia por afirmar el mundo como algo cada vez mío. En este contexto se hace necesario señalar ahora que tanto la estética como la soteriología son instrumentalizadas por el mismo Schopenhauer al finalizar el recorrido realizado a lo largo de su obra fundamental, buscando con ello encontrar una respuesta definitiva a la pregunta por el mundo. La contemplación y la ascesis se emplean como medios para desmontar la fantasía de la omnipotencia portadora de pesimismo, incluso, cuando dicha fantasía está atravesando el pesimismo y su dinámica aporética.

Puntualicemos ahora la tesis a sostener aquí sobre la estrategia schopenhaueriana que articula la contemplación y la salvación del siguiente modo: el deseo desbordado del individuo finito, de una libertad absoluta y el esfuerzo excesivo que de allí resulta, no son para Schopenhauer realmente el problema y, menos aún, lo es la profunda insatisfacción que ello trae consigo. Antes bien, el problema radica en que esta exigencia, tenida por ilegitima, sea aniquilada en la propia finitud del individuo, constituyéndose entonces en su propio escándalo desolador, pues él mismo se ve frustrado en y por su propia finitud constitutiva. Se trata, entonces, de una cierta determinación que el mal evade en cada caso, porque ella hace fracasar la realidad de un absoluto puro. Ya sea como principio de razón o como voluntad que no puede otra cosa más que querer algo, y que siempre es la voluntad de alguien —de lo contrario no sería propiamente voluntad— la determinación es siempre aquello que para Schopenhauer resulta ser realmente el enemigo y, por consiguiente, lo que debe ser negado. Ésta es, en efecto, la tarea que debe ser alcanzada como negación del mundo de la representación, es decir, correr aquel velo engañador de Maya7, y como aniquilación de la voluntad, ella misma buscadora del fenómeno. Con esto, tan sólo permanece respetado el concepto vacío e indeterminado de una cosa en sí (Ding an sich), concepto en el que ahora se concentran las esperanzas y que llega a ser la cifra de una bienaventuranza salvadora, aunque dicho concepto sea sólo un aspecto que no se deja soltar de su contra polo de resolución y, por ello, él mismo sucumbe de un modo dialéctico al destino y potencia de toda determinación.

Frente a esta situación que resulta ser altamente paradójica, Schopenhauer cree que en la contemplación estética y mediante la ascesis, los individuos podrían aprender a no ser ya más individuos. En este sentido, la desindividualización de los individuos —abstracción hecha de toda representación, de todo querer, de cada determinación particular, hasta quedar sobrando únicamente una cosa en sí completamente indeterminada—, es realmente el nuevo camino prometedor que Schopenhauer acepta, para poder con ello redimir la aspiración subjetiva de la omnipotencia originaria que, desde un comienzo, ha determinado al mundo como mi representación y mi voluntad. Sin embargo, en este contexto, se invierte el sentido literal de la vita contemplativa y de la práctica ascética y, con sus palabras, se pierde también el sentido religioso normalmente asignado a dichos términos, a saber, el de ser un camino viable para la salvación. La desindividualización alcanzada hasta ahora por estos dos caminos no implica la renuncia ante la fantasía de la omnipotencia individual por la confesión de una impotencia propia; al contrario, la desindividualización es, más bien, un intento de sobreponerse a la propia debilidad; un tratar de ganar poder para, finalmente, permitir la irrupción de la fantasía del deseo en ejecución. Por consiguiente, la entrega contemplativa se convierte en una metodología del obrar exitoso; en efecto, la visión de una vida factible a la que nadie le debe nada remueve la humildad al terreno de lo realístico y acepta estas tareas que resultan, a la postre, demasiado exigentes para la individualidad determinada. Así, la contemplación es descendida igualmente a un mero momento de la vita activa, y la estética aparece ahora como un abandono únicamente provisional que, en cuanto tal, es realizado con la perspectiva de una felicidad alcanzable que pueda equilibrar todas las privaciones de este mundo.

Con todo, esta desindividualización como autoafirmación individual es aporética; como lo es también la aspiración individual a la omnipotencia, porque esta pretendida indeterminación absoluta y libertad, aún permanece vinculada a lo individual, ya que sólo es comprensible como el deseo de un ser herido expuesto por alcanzar algo intangible que le pueda servir como armadura a su inexorable finitud. Es decir, el soporte del mundo es arrastrado y subyugado a este mundo, y con ello es algo tan relativo como lo es todo demás. En la medida en que Schopenhauer retoma, en la segunda mitad de su obra fundamental, la presentación del deseo fracasado de afirmar que el mundo es en cada momento algo mío pero, ahora asumido en el médium de la contemplación y la ascesis, se describe con ello un claro movimiento aporético, de modo tal que su final soteriológico no se puede sustraer tampoco a la estructura aporética del sistema único que intenta construir para atender al misterio del mundo. Persiste aquí, aún, la dinámica pesimista que no se puede calmar tampoco al final de su obra.

Nuestra tesis de trabajo nos lleva a reconocer también que Schopenhauer busca, en efecto, instrumentalizar la contemplación y la ascesis siguiendo el ideal moderno de la factibilidad de una vida totalmente asumida, pues el egoísmo teórico y práctico se condensa en todo momento en el deseo irrestricto de hacer de este mundo algo plenamente mío. Por ello, queremos mostrar aquí que este deseo también se encuentra presente en la estética, la ética y la soteriología, y no sólo en los momentos que configuran los dos primeros libros de El mundo como voluntad y representación. Para entender cómo es posible esto, se hace necesario tener presente que ya en el tránsito hacia la metafísica de la voluntad el mismo Schopenhauer defiende de manera expresa un cierto egoísmo formal y metodológico, que hace imposible levantar argumentos polémicos contra los egoístas teóricos y prácticos. En cuanto al contenido, este egoísmo metodológico está adherido, en un primer momento, a la visión conductora de este mundo como algo cada vez ya mío según los criterios propios del mundo de la representación y, en el segundo, se encuentra también identificado con aquella representación de la felicidad generadora de desencanto y frustración. Por esta razón, el pesimismo, en la medida en que se encuentra también afectado por el egoísmo y no teme, por ello, mostrarse públicamente como otro mal, está vinculado al núcleo mismo del mundo por medio de una perspectiva egoísta de las cosas. Por tanto, si se afirma que Schopenhauer se atiene hasta las últimas consecuencias a su proyecto originario, y que con ello busca develar con todos los medios posibles nuestro deseo más íntimo de hacer de este mundo algo en cada momento nuestro, debemos poder también encontrar en su comprensión de la salvación final este anhelo originario desplegado ya desde la primera tesis que abre su obra fundamental: "el mundo es mi representación" (El mundo como voluntad y representación I, § 1, 51; 3). Es así como se cierra el círculo que configura y articula a este gran pensamiento único.

Ahora bien, con el fin de evitar una malinterpretación de esta tesis, se hace necesario señalar, además, que Schopenhauer advierte, sin duda, que en la misteriografía de los Santos podemos vislumbrar un camino en el que se podría escapar de los problemas encontrados en su filosofía. En efecto, la orientación hacia una trascendencia, al lado del reconocimiento inmanente del vínculo corporal de nuestra existencia, es una salida genuina al sufrimiento universal. Por esto, cuando se aborda la lectura de esta parte final de la obra de Schopenhauer, es necesario tener presente su fascinación absolutamente sincera por la vida de los Santos8, así como su plena convicción de que él mismo nunca sería un Santo. Y esto no es una trivialidad, como tampoco lo es el hecho de que el pesimismo no sólo se duele del mundo, sino también de la repetición traumática e incesante de la aporía y, ante todo, de sí mismo. El pesimismo siente también una profunda nostalgia de la mística y la salvación, en cuanto insaciables, porque es incapaz de emprender de un modo genuino la tarea de sostener un sí mismo auténtico que lo libere de su sufrimiento. Los caminos limitados para la búsqueda de este sí mismo auténtico se abren en las estrategias de la contemplación y la soteriología ascética. Veamos ahora cómo sucede esto; así, nuestra tesis de lectura sobre la estructura de esta obra fundamental revelará su verdadero alcance.

2. La desindividualización radical del sujeto y del objeto de conocimiento

En el libro segundo de su obra fundamental, schopenhauer señala que el mundo no es primariamente representación, sino voluntad en sí, que no permanece para sí, sino que es voluntad de vida, es decir, aparece y se desparrama en una discordia eterna que nunca da paso hacia una meta final, pues siempre permanece insatisfecha y, por tanto, quiere sin descanso. La vida es entonces una lucha sin fin, dolor y dejar sufrir. En este contexto, el mundo de la representación adquiere una nueva atracción y posición fundamental. El mundo como mera representación es abstracción de la voluntad, negación de este sufrimiento y, por consiguiente, punto de partida de una vieja esperanza que de nuevo se restablece. Si resulta que el mundo como representación se pone en juego contra el querer lleno de dolor, suponiendo que sería posible una negación de la voluntad a través de su propio fenómeno, se abre entonces aquí una nueva perspectiva. Examinar las posibilidades de esta nueva perspectiva es, realmente, el intento de Schopenhauer en el tercer libro de su obra fundamental, pues aquí se busca explorar el surgimiento de una representación con independencia del principio de razón.

Pero semejante empresa no está libre de grandes contradicciones, pues el mundo de la representación, así como ya se señala desde el primer parágrafo, no es realmente una mera negación de la voluntad, sino una "abstracción arbitraria" (El mundo como voluntad y representación I, § 1, 52; 5) de ella, esto es, del individuo del querer unido a lo corporal, ya que en la representación pura el mismo individuo anhela un mundo sin voluntad, con la intención de que este mundo pueda llegar a ser maleable a su voluntad. Este anhelo pone en evidencia esta paradoja: individuos vulnerables imaginan algo inatacable. Pero esta abstracción está, al mismo tiempo, resquebrajada por el deseo de alcanzar de manera plena aquellas exigencias legítimas colocadas antes como orientaciones para una vida finita; lo que conduce, inevitablemente, a la famosa aporía que Schopenhauer explicita al final del primer libro de un modo gnoseológico como la antinomia fundamental que atraviesa a nuestra capacidad de conocimiento9.

Ésta es, precisamente, la aspiración de absolutez de un sujeto puro: realizar el mundo que ha sido alcanzado por él y que, por tanto, sólo existe en él, por él y ante todo a través de él, pues "aquello que todo lo conoce y de nada es conocido es el sujeto" (El mundo como voluntad y representación I, § 2, 53; 5). Pero este gran delirio está estrechamente vinculado al cuerpo a través del deseo que configura, incluso, al individuo que se quiere comprender como sujeto puro de conocimiento. Por esta razón, es necesario tener en cuenta que "el sujeto cognoscente es individuo precisamente en virtud de esa especial relación con un cuerpo que, considerado fuera de esta relación, no es más que una representación como todas las demás" (El mundo como voluntad y representación, I, § 19, 155; 123). Entonces, el individuo es "soporte del sujeto cognoscente y éste soporte del mundo" (El mundo como voluntad y representación I, § 61, 391; 391); en este sentido, el mundo mismo depende de un individuo que como tal sucumbe al principio de razón y que, por lo tanto, al mismo tiempo sólo puede ser una parte de este mundo. Tenemos que reconocer entonces que, como individuo, el sujeto es cuerpo pero, como cuerpo, es esencialmente voluntad; en consecuencia, el sujeto que conoce es sostenido por el sujeto volente y, en esta forma, en el querer individual encuentra su verdad.

Esta breve recapitulación del problema estructural del mundo de la representación ha sido necesaria, pues si se quiere recordar de nuevo el mundo de la representación, teniendo a la vista el examen de la voluntad en el despliegue terrible a lo largo de la naturaleza, no se puede olvidar estas dificultades propias de toda forma de representación. Este proceder se ve igualmente complejizado por el hecho de que el paso dado por Schopenhauer del mundo de la representación a la metafísica de la voluntad tiene que superar precisamente esta aporía que surge ya en el primer libro. El problema que ahora está puesto en el primer plano de nuestra atención es este: el mundo como voluntad era ya pensado originariamente como una solución posible a esta aporía del mundo como representación. Pero se requiere alcanzar ahora una posición más convincente, pues si el mundo de la representación debe ser aún levantado frente a la metafísica de la voluntad, debe tenerse también en cuenta que tanto este mundo como esta metafísica se habían mostrado antes como mutuamente confrontados.

En principio, parece ser que la fenomenología del cuerpo satisface esta exigencia, pero esto es rechazado por el mismo Schopenhauer, en la medida en que el vínculo corporal implicaría abandonar la exigencia de absolutez y omnipotencia presupuesta en la tesis de un sujeto puro de conocimiento. Por tanto, como lo deja entrever Schopenhauer, es necesario dar aquí un cierto giro filosófico consciente que pueda poner su mirada ahora en la interna introspección de la seducción, que busca penetrar en aquello absoluto que en el individuo aparece como una libertad total. En este punto, es necesario tener también presente que el resultado de este proceder se extiende hasta el final como analogía del mundo, ya que en cada momento donde parece alcanzarse una omnipotencia posible, se cae también en la impotencia total de lo singular. Por ejemplo, una voluntad en sí, carente de toda determinación, sería un elemento errático que atacaría a lo singular en lo más íntimo de su corazón, pues no sería de ningún modo compatible con la existencia de la individualidad corporal. Pero, exceptuando estas consecuencias fatales para los individuos, hay que recordar también que la misma voluntad universal se demostró antes en el libro segundo como un concepto deconstructivo, ya que se afirma en formas dispersas en la misma medida en que se suprime constantemente. Y su conflicto interno, que reprodujo precisamente la antinomia del mundo de la representación, condujo finalmente al diagnóstico de la desgracia y del carácter doloroso de este mundo.

Por consiguiente, este paso hacia la metafísica de la voluntad se demuestra, retrospectivamente, como un camino en falso. Y si Schopenhauer quiere que en el libro tercero el mundo de la representación adquiera una nueva determinación más elevada, sobreponiéndose así a la antinomia estructural que caracteriza a la metafísica de la voluntad, se necesita entonces una revisión extensa del camino hasta ahora recorrido. Es decir, se debe encontrar aquí una alternativa real, pues el mundo de la representación debe ser una abstracción de la voluntad, pero no debe regresar a un mero deseo subjetivo y arbitrario unido al cuerpo. El sujeto que conoce debe, además, ser aislado, independiente del querer y, por eso, también desprendido de toda individualidad corporal. Dicho de otro modo, se debe poder llegar a una desindividualización radical del sujeto de conocimiento, ya que antes el conocimiento se había mostrado como unido a algo individual, y con ello había caído en aporía, pues había devenido en el portador del mundo sujeto a las cosas que simplemente se le daban. Ahora bien, la exigencia de omnipotencia que configura al sujeto debe ser saldada, es decir, el sujeto debe ser con todo derecho el portador del mundo y el mundo devenir en un accidente de un sujeto absoluto; pero este devenir del sujeto sólo se puede alcanzar por medio de una negación consecuente de la individualidad.

Ahora bien, ya desde el comienzo del libro segundo, Schopenhauer había intentado desarrollar justamente una introspección filosófica de un modo consciente. Este volverse hacia sí, en la autoconciencia y hacia la voluntad como objeto suyo, era ya un proceso de abstracción sucesiva de toda individualidad y determinabilidad. En este proceso de abstracción se descubre ya una anónima voluntad en sí que en su indeterminabilidad parecía, en efecto, superar la aporética del libro primero, pero que rápidamente terminó mostrándose también ella misma aporética. Si lo determinado (voluntad) es también indeterminado (en sí), acontece entonces una escisión interna que lanza a esta voluntad en sí, precisamente, hacia una nueva inversión de su estatus original, es decir, hacia una corporalización renovada en la que pueda ser posible su individualización. Lo que implica volcar su realidad hacia un movimiento que tienda a lo más íntimo de los fenómenos. Así que, podemos afirmar que esta desindividualización introspectiva no simplemente ha fracasado, sino que, más bien, ha repetido en un nivel superior la aporética del mundo de la representación y, con ello, se ha dejado de lado la demanda de omnipotencia pregonada por el sujeto, al afirmar que este mundo es ante todo y sobre todo algo mío. Consecuentemente con una perspectiva pesimista, este es precisamente el camino que conduce a que esta existencia determinada no sea otra cosa más que sufrimiento.

Como lo señalamos al principio de este estudio, el libro tercero está vinculado de manera estructural a los resultados alcanzados en el segundo, en la medida en que no se quiere dar como definitiva la conclusión de que el mundo en su totalidad está atravesado por un inmenso dolor que obstaculiza cualquier posibilidad de piedad y que, por ello, se hace necesario poder contraponerle una alternativa que sea por lo menos factible temporalmente. Este libro tercero no sólo es una respuesta de réplica a los problemas ya acumulados en los dos primeros; realmente, surge también en línea de continuidad con lo anteriormente dicho, porque persigue una misma intención: comprender y asumir lo que este mundo es en su verdad, tanto como mi representación y como mi voluntad. Por esta razón, podemos afirmar ahora que en este libro se busca satisfacer, igualmente, aquella aspiración originaria de omnipotencia señalada ya al principio del primer libro; pero esta aspiración sólo puede ser alcanzada ahora por medio de una cierta desindividualización del sujeto, esto es, a través de la suspensión temporal del principio de razón. En este sentido, ahora lo nuevo radica únicamente en intentar realizar dicha aspiración con otros medios supuestamente más efectivos, ya que no se puede negar más que el método de introspección filosófica pues se ha mostrado aquí como improcedente en sus resultados.

Dada la ineficacia de este proceder introspectivo para asumir la realidad contradictoria de este mundo, es natural que se intente ahora una solución del lado del objeto al interior de la relación determinante de sujeto y objeto. Por tanto, la humillación pretendida del sujeto de conocimiento se realiza en el libro tercero no de una manera introspectiva, sino más bien contemplativa, es decir, a través de una desindividualización especial de aquello que como objeto es reconocido como existiendo fuera de nosotros y determinando nuestro comportamiento hacia él10. Recordemos que para Schopenhauer los objetos de conocimiento son ante todo individuos espaciotemporales sometidos al principio de razón. Y en la medida en que nuestro propio cuerpo es, por un lado, irrenunciable para el conocer, pues es realmente nuestro "objeto inmediato" (El mundo como voluntad y representación I, § 6, 69; 24), pero que, por el otro, éste no debe ser otra cosa más que una mera representación individual al lado de otras, surge aquí una situación realmente insostenible, según la cual el sujeto trascendental se experimentaría al mismo tiempo como empíricamente condicionado y, con ello, olvidaría su posición de ser el condicionante y, a la vez, ser incondicionado.

En este contexto, es preciso afirmar que hay objetos que ni siquiera serían individuales ni estarían condicionados por razones, pues con ello se le evitaría al sujeto estar determinado por semejante penalidad. Ello significa reconocer que el sujeto no debería, por lo menos, experimentar las cosas de un modo obligatorio como objetos corporalmente individuales, con lo cual se ganaría que el sujeto pudiese afirmar, en una cierta inversión irónica, una absolutez sin la preocupación de tener que sufrir de nuevo limitaciones y ponerse así en ridículo al no poder conseguir sus intenciones originarias de omnipotencia y autoafirmación.

En la investigación realizada en el libro primero estos objetos fueron desconocidos. Como sabemos, allí se abordaba el conocimiento bajo el hilo conductor del principio de razón y, por tanto, a pesar de este mencionado desconocimiento del "sujeto puro" (El mundo como voluntad y representación I, § 38, 251; 232) se aborda "la forma bajo la que se halla todo el conocimiento del sujeto en cuanto conoce como individuo" (El mundo como voluntad y representación I, § 30, 223; 200). Pero la búsqueda de una cosa en sí (Ding an sich) amplía en el libro segundo la perspectiva del mundo de la representación, perspectiva que gana su plena relevancia tan sólo en el libro tercero, cuando las representaciones se muestren como fenómenos de la voluntad en sí. Pero en la medida en que esta posibilidad es realmente aporética, se hace necesario afirmar un reino platónico intermedio que pueda mediar el conflicto interno al movimiento de la esencia al fenómeno. Este espacio intermedio lo ocupan ahora las ideas, en su sentido platónico renovado por Schopenhauer; según este sentido, las ideas existen más allá del espacio, del tiempo y del principio de razón. Como podemos ver, estas ideas se convierten en las candidatas más apropiadas para ofrecer un objeto puro liberado de aquella individualidad que determina la forma más general del conocimiento; pero el sujeto de conocimiento logra aquí, con y en este objeto, apropiarse también de su aspiración de superioridad, en la medida en que logra desprenderse de la corporalidad siempre frustrante, pues el cuerpo limita constantemente nuestras posibilidades de conocer.

La estrategia guía del libro tercero puede ser condensada de este modo: si las ideas llegan a ser objeto de conocimiento deben, por lo tanto, poder realizarse sólo bajo "la condición de suprimir la individualidad del sujeto cognoscente" (El mundo como voluntad y representación I, § 30, 223; 200). Esto presupone también que hay en general objetos puros como ideas, pues sólo de este modo es posible la contemplación del sujeto, ya que "el sujeto, en la medida en que conoce una idea, deja de ser individuo" (El mundo como voluntad y representación I, § 33, 230; 207). Según Schopenhauer, este paso del conocimiento común de las cosas individuales al conocimiento de las ideas es realmente posible, aunque sólo sea "como excepcional" (El mundo como voluntad y representación I, § 34, 232; 209). Este conocimiento se realiza de manera súbita puesto que se desprende del servicio de la voluntad y, en él, el sujeto deja de ser un mero individuo, pues "se convierte en un puro y desinteresado sujeto del conocimiento, el cual no se ocupa ya de las relaciones conforme al principio de razón, sino que descansa en la fija contemplación del objeto que se le ofrece, fuera de su conexión con cualquier otro" (El mundo como voluntad y representación I, § 34, 232; 210).

En la medida en que la modificación del sujeto se encuentra unida a la emergencia de las ideas como objetos, el que así conoce se convierte en un "puro, involuntario, exento de dolor e intemporal sujeto de conocimiento"

(El mundo como voluntad y representación I, § 34, 233; 210). Teniendo en cuenta estas novedades, lo que inmediatamente sale a la luz es la relevancia y atracción de estas operaciones11. Es decir, el sujeto ya no se tiene que imaginar más como deseo inteligible de individuos corporales, necesitados y débiles. La meta, que ya nos había aparecido antes en el libro segundo, de contraponer a la existencia del dolor inevitable algo exento de dolor parece ahora, en el libro tercero, que sí se puede alcanzar. Si bien, es verdad que la vida es sufrimiento, también es cierto que, de vez en cuando, se da una huida a la serie del sufrimiento y del dolor, aunque tan sólo sea por un instante, y con ello este mundo alcanza su justificación parcial. Tal justificación sólo es posible de un modo contemplativo12.

A pesar que la consideración del mundo de la representación, en el libro primero, no se desarrolla a partir del discurso de las ideas como objetos atemporales que se sustraen al dominio del principio de razón, podemos decir en una mirada retrospectiva, que allí ya había un lugar reservado para este modo especifico de conocimiento que irrumpe en el libro tercero. Es decir, ya desde el principio de esta obra fundamental de Schopenhauer la representación es el primer hecho de la conciencia, cuya "división en objeto y sujeto es su forma primera, más general y esencial" (El mundo como voluntad y representación I, § 7, 73; 30), antes incluso de que el principio de razón y el de individualización especifiquen el lado del objeto y determinen después las relaciones posibles entre objetos. Por esta razón, el mismo Schopenhauer al inicio del libro tercero busca coordinar su concepto de idea con el nivel de abstracción propio de una representación en general, cuando afirma que:

La idea platónica es necesariamente objeto, algo conocido, una representación; y precisamente por eso, aunque sólo por eso, distinta de la cosa en sí. Se ha despojado únicamente de las formas subordinadas del fenómeno que concebimos juntas bajo el principio de razón, o, más bien, no ha llegado a ingresar en ellas; pero ha mantenido la forma primera y más universal, la de la representación en general: la de ser objeto para un sujeto... La cosa individual que se manifiesta de acuerdo con el principio de razón es pues una simple objetivación medita de la cosa en sí (que es la voluntad), encontrándose entre ambas la idea como la única objetividad inmediata de la voluntad, ya que ésta no ha asumido ninguna otra forma propia del conocimiento en cuanto tal más que la de la representación en general, es decir, la de ser objeto para un sujeto. Por eso también ella es la única posible objetividad adecuada de la voluntad o de la cosa en sí, sólo que bajo la forma de la representación (El mundo como voluntad y representación, I, § 32, 229; 206. La cursiva es del autor).

Se puede dudar, con buenas razones, de que este novedoso intento orientado bajo el concepto de idea pueda resultar finalmente exitoso para alcanzar la tan anhelada desindividualización del sujeto. A primera vista, resulta ser ante todo excesivo que la doctrina de las ideas desarrollada antes en la filosofía de la naturaleza sea de nuevo aquí retomada de manera parcial. Es decir, la idea aparece indeterminada en lo singular y poseyendo, por tanto, un gran alcance. Al mismo tiempo, la multiplicidad es extinguida gradualmente en las ideas y, con ello, se pasa por alto su implicación directa en los fenómenos individuales. Lo que precisamente desatiende Schopenhauer en este momento, surge de su intención de recuperar el elemento articulador de su ontología de la voluntad —las ideas— pero aplicado ahora al mundo de la representación, pues requiere alcanzar un objeto desindividualizado para que con ello se pueda purificar de toda corporalidad al sujeto que conoce. Sólo de este modo sería realizable la aspiración originaria de que este mundo sea en cada momento algo mío, después de que el mundo mismo fuese en, por y para un sujeto, es decir, que fuese dependiente y que fuese únicamente puesto por el propio sujeto. Si esta recuperación selectiva de la doctrina de las ideas resulta asumible a partir de dicha aspiración originaria adhiere, empero, a una inconsecuencia arbitraria y a una cierta ignorancia de la conceptualidad desplegada ya antes en el libro segundo.

Sin embargo, antes de ocuparnos de las contradicciones conceptuales de este proceder, podemos levantar ahora una serie de preguntas guías, con el fin de poder vislumbrar el verdadero alcance de la doctrina schopenhaueriana de la contemplación: ¿tiene en verdad Schopenhauer esta intención o ésta es sólo una suposición prejuiciosa de nuestra lectura de esta segunda parte de su obra fundamental? ¿Hasta qué punto esta platonización schopenhaueriana del lado del objeto es realmente una osadía egológica? ¿Hasta qué punto se trata aquí de una entrega realmente contemplativa de las cosas, dejándolas ser y, no más bien, del despliegue de un cierto aseguramiento del dominio absoluto sobre ellas? ¿Podemos afirmar, entonces, que Schopenhauer buscó con su estética inicial del libro tercero reducir el mundo a un mero accidente dependiente de un sujeto absoluto que es puesto ahora en el centro?

3. La ambigüedad del abandono de sí en la contemplación estética

Los especialistas han documentando de manera amplia que ya en el §34 de su obra fundamental, Schopenhauer intenta vincular su estética a motivos místicos con una peculiar comprensión de la omnipotencia egocéntrica del genio (Hampe, 1991: 105). En este parágrafo se encuentra, en primer plano, una sorprendente descripción de la contemplación que, en efecto, corresponde en muchos aspectos a la caracterización de una vivencia mística. Este movimiento es presentado del siguiente modo:

El tránsito posible pero excepcional desde el conocimiento común de las cosas individuales al conocimiento de las ideas se produce repentinamente, cuando el conocimiento se desprende de la servidumbre de la voluntad y del sujeto deja así de ser un mero individuo y se convierte en un puro y desinteresado sujeto del conocimiento, el cual no se ocupa ya de las relaciones conforme al principio de razón, sino que descansa en la fija contemplación del objeto que se le ofrece, fuera de su conexión con cualquier otro, quedando absorbido por ella (El mundo como voluntad y representación, I, § 34: 232; 209-210).

Como podemos ver, el sujeto individual se pierde en la contemplación; sólo queda ahora un sujeto puro de conocimiento, sin voluntad, sin sufrimiento ni tiempo. Con esto se remueve también la relatividad y dependencia del objeto porque éste es ahora contemplado fuera de su conexión con cualquier otro. Y en la medida en que emerge aquí un sujeto puro de conocimiento y el objeto se eleva a idea, "aparece puro y en su totalidad el mundo como representación y se produce la completa objetivación de la voluntad, ya que sólo la idea es su objetividad adecuada" (El mundo como voluntad y representación, I, § 34: 234; 211. La cursiva es del autor). En esta objetivación, tanto el sujeto como el objeto se igualan y nunca más se separan, como ocurría en el mundo de la representación examinado en el libro primero. Sin duda, se trata de un movimiento de alcance místico.

Teniendo en cuenta esta peculiar igualación de sujeto y objeto, podemos afirmar ahora que por fuera de la representación la voluntad que se objetiva de manera completa, resulta ser idéntica a la mía; pero sólo lo logra ser en el mundo como representación. Y en la medida en que su forma general sigue siendo la de la relación sujeto y objeto, se sigue aun dando la distinción más básica entre individuo cognoscente e individuo conocido. Es decir, el esfuerzo de alcanzar una cierta unidad mística queda aquí insatisfecho. Con todo, aún se esconde aquí una consecuencia que el mismo Schopenhauer reconoce de manera expresa:

Quien, conforme a lo dicho, se ha absorbido y perdido en la intuición de la naturaleza hasta el punto de no existir ya más que como puro sujeto cognoscente, se percata inmediatamente de que él es en cuanto tal la condición, el soporte del mundo y de toda existencia objetiva, ya que está se presenta a partir de entonces como independiente de la suya. Así, pues, él implica a la naturaleza en sí mismo de modo que la siente como un accidente de su ser (El mundo como voluntad y representación, I, § 34: 235; 213).

En este pasaje, Schopenhauer retoma una vez más su comprensión originaria del deseo; vale decir, la idea aporética de un sujeto en sí mismo incondicionado y condicionante de todo lo otro distinto de él. Es más, ahora sugiere que de la contemplación surgiría para el sujeto algo completamente idéntico con él. Pero, con esta retórica, se busca esconder el conflicto fundamental que se levanta entre ambos comportamientos cognitivos, a saber, la tensión entre el conocimiento común de las cosas individuales y el conocimiento de las ideas. Según lo indicado en este parágrafo, se produce de manera súbita una brutal apropiación, subordinación y dominio del mundo por parte del sujeto, a partir del proceso de liberación de los objetos y del desprendimiento de los propios deseos; en otras palabras, acontece un viraje abrupto que contradice todo lo anteriormente dicho hasta ahora ya desde el libro primero, pues los objetos pierden su independencia y son asumidos, en general, como accidentes en referencia a sus relaciones con un sujeto absoluto. Esto implica que de ahora en adelante no puede haber más discurso sobre la unidad de sujeto y objeto, ni balance entre ellos. El sujeto se ha convertido en el centro; ahora forma la realidad sustancial de la que todos los objetos son dependientes, ya que únicamente a él le deben su existencia.

Dado que para los egoístas los otros sólo son su representación, el mundo depende completamente de su conciencia o, por lo menos, se hunde en ella, y en este sentido podemos decir que el sujeto de la contemplación estética es también el sostén del mundo y el propietario de la realidad completa. Así, "el único mundo que cada uno conoce realmente y del que sabe, lo lleva en sí mismo como su representación, y por eso él es su centro. Justamente por ello, cada uno es para sí todo en todo: se encuentra como el dueño de toda realidad y nada puede ser para él más importante que él mismo" (Sobre el fundamento de la moral, § 14: 222-223; 197). Por lo tanto, la realidad expuesta en la estética del libro tercero viene confirmada más adelante, tan sólo como simple diseño conceptual, a través de la contemplación plena de las ideas. Ahora bien, esto vale solamente para la contemplación estética, pues la ascesis schopenhaueriana es realmente una forma espiritual de conocimiento que, tras una comprensión vía mística, pretende negar su cuerpo y la voluntad13.

Puesto que en el texto anteriormente citado se justifica que el sujeto contemplativo de la estética es elevado al centro activo en y para todo lo otro que existe, podemos entonces derivar además una cierta analogía estructural entre este centrismo del sujeto y el egoísmo determinado antes por el principium individuationis, tal como se asume este asunto a lo largo del libro segundo. Pero esta relación entre el centrismo del sujeto y el egoísmo debe aún ser justificada de un modo adecuado, ya que junto con esta vinculación se produce también una diferencia fundamental. Es decir, si bien el dilema del egoísmo consiste en que un sujeto corporalmente unido debe ser al mismo tiempo un fenómeno total de lo absoluto y, por tanto, este individuo finito corporalizado reclama con ello un dominio sobre todo, no parece que se pueda aplicar ahora esto de un modo completo al sujeto puro de conocimiento que, como tal, es realmente difícil de conocer, porque carece de toda corporalidad y limitación individual. Pero, dado que es igualmente absoluto, puede afirmar su posición central sin que ello mismo implique, como sí ocurre en el caso del egoísmo, una cierta autocontradicción entre su propia finitud y la aspiración simultánea de alcanzar su plena omnipotencia. En este sentido, la tesis según la cual la estética de Schopenhauer repite la aporética de un afirmación egocéntrica de la consideración del mundo como algo en cada momento mío, tal como se determina ya desde el primer libro, sólo se puede asumir como válida, si se señala al mismo tiempo que este sujeto puro está también unido al cuerpo, es decir, que este portador del mundo es también, por su parte, portado por un sujeto individual.

Como se puede ver, la estrategia de Schopenhauer en la determinación del conocimiento estético radica en desindividualizar al sujeto de conocimiento frente al objeto. Dado que el sujeto tiene como objeto la idea atemporal, debe asumir un carácter supraindividual y, con ello, ser rehabilitado en su papel de portador del mundo que ya le había sido antes reservado en el primer libro, aunque allí no pudo realizar su rol de modo convincente. Como dueño completo de la realidad, el sujeto puro de conocimiento se convierte ahora en el portador de una esperanza según la cual la gran dicha prometida de afirmar plenamente su poder frente al mundo aún podrá realizarse de modo cabal.

Pero, dado que Schopenhauer afirma también que este sujeto se experimenta en la contemplación de la idea como sostén del mundo y, con ello, de toda la existencia objetiva, esta estrategia de desindividualización no puede sostenerse ya más en los marcos alcanzados al inicio del libro tercero. Y esto sucede así, porque, por un lado, al pertenecer también todos los fenómenos individuales a la existencia objetiva, el sujeto ya no tendría más ideas como objetos, corriendo así el peligro de encontrarse a sí mismo, del mismo modo, como un fenómeno individual y perdiendo con ello su pretensión de afirmarse como sujeto puro de conocimiento. Y, por el otro, esta centralización subjetiva del mundo objetivo supera precisamente aquella independencia de la idea, en cuya contemplación el sujeto de conocimiento se debió liberar del vínculo de la individualidad. En este sentido, si los objetos, incluso las ideas, deben ser relativos a un sujeto, pues únicamente para él están ahí —mas no para sí mismos— las ideas pierden entonces su estatus de ser expresión inmediata de lo absoluto. Es decir, estos objetos, aunque sean ahora ideas, llegan a ser tales solamente en cuanto son diferenciables por otros objetos y, en cuanto tales, son también meros fenómenos individuales de un absoluto. En otras palabras, estos objetos sucumben en su determinación interna como ideas, del mismo modo que ocurre en la consideración del objeto como individualización concreta de la voluntad, tal como se demostró antes en la aporética que se despliega en la filosofía de la naturaleza propia del libro segundo, pues en ella esta individualización alcanzó su expresión más clara en el egoísmo humano, que ahora renace bajo la forma de una cierta determinación estética del mundo.

En este sentido, podemos afirmar ahora que, en la estrategia de desindividualizar al sujeto por encima y al mismo tiempo, del objeto absoluto y del individual, se pone en evidencia una clara línea de continuación con aquel proyecto egocéntrico desplegado desde el libro primero, pues se trata de una realización de aquella tendencia fundamental de intentar hacer del mundo algo en cada momento mío. Por esto, podemos señalar que aún persiste aquí la pregunta abierta por el límite de la realización de esta tendencia. Asimismo, podemos indicar que se trata de un proyecto que no puede alcanzar plenamente sus resultados en la forma como hasta ahora ha sido realizado. Esta situación radicaliza aquello que ya ha resultado problemático desde el final del libro primero, cuando se quiso examinar si puede darse, en general, un sujeto de conocer completamente desconocido y carente de cuerpo.

El mismo Schopenhauer reconoce que la afirmación de que nosotros, como sujetos de conocimiento, podríamos no ser al mismo tiempo individuos, es decir, que nuestra intuición en un momento dado, la contemplación estética, podría no estar mediada por un cuerpo que la determina, y que en cuanto tal es al mismo tiempo tan sólo un querer concreto, en la medida en que el cuerpo es un objeto entre objetos, ello equivale a defender la suposición realmente imposible de aceptar de que nosotros no podríamos concebir de manera plena sólo ideas; cuestión esta que precisamente se indica cuando se habla de que la contemplación estética se alcanza como conocimiento de ideas. En consecuencia, la argumentación completa del libro tercero se basa, por confesión propia del mismo autor, en una suposición insostenible que no se pude justificar fácilmente, aunque resulte también comprensible que ella se refiera al deseo de un individuo finito por alcanzar una cierta pureza en el conocimiento de la realidad, esto es, la búsqueda de una cierta liberación del dolor e inmortalidad14.

Sin embargo, el mismo Schopenhauer afirma que, a pesar de esta suposición imposible, aún queda abierta la posibilidad de alcanzar una contemplación pura de la idea, más allá de nuestra propia situación de sujetos individuales corporalizados, aunque sea tan sólo como una excepción de la norma más general del conocimiento o alcanzable tan sólo en un momento determinado. Es decir, la posibilidad de la contemplación estética de las ideas permanece, en general, como ineficaz para alcanzar la plena desindividualización del sujeto de conocimiento, pues se basa en una aseveración realmente insostenible. Pero, de todos modos, se puede reconocer aquí un resultado parcial que, al mismo tiempo, lo confirma como excepción de la regla. Esta paradoja, según la cual algo se presenta como imposible y, sin embargo, en el límite, es posible, se puede esclarecer sin mayor problema, si se tiene en cuenta que esta presuposición se puede asumir también de manera explícita como deseo.

4. La ilusión del deseo estético

Los deseos se pueden orientar, de modo razonable, tanto a lo imposible lógico como a lo fáctico. Esta posibilidad pertenece a la realidad del deseo. El discurso schopenhaueriano sobre la configuración de una forma de conocimiento excepcional pierde su contrasentido si se tiene en cuenta, al mismo tiempo, la realidad del mundo del deseo. Comparada con la realidad dolorosa de la vida, la realidad estética es la apariencia bella; esto es, un sueño diurno agradable en el cual nos perdemos, pero que como tal no puede ser algo verdaderamente duradero, pues como mero aparecer se presenta impotente frente a la apariencia y a la esencia del mundo que se despliega en ella.

Para entender el alcance de esta interpretación, atendamos al empleo que Schopenhauer hace del concepto de idea en el libro tercero de su obra fundamental, tan sólo compatible con aquellos momentos asumidos anteriormente en la doctrina de la ideas del libro segundo. Es decir, en el libro tercero, las múltiples ideas, en cuanto son actos individuales de la voluntad así como también modelo de los individuos, tal como se había presentado este asunto a lo largo del libro segundo, resultan ahora ignoradas. Según el eje argumentativo del libro segundo, en la concepción de las ideas se habla de pluralidad e, incluso, de individualidad constitutiva de las ideas, lo que es manifiestamente contrario con el deseo de alcanzar una cierta desindividualización estética del sujeto en el momento de la contemplación de las ideas, tal como se intenta hacer a lo largo del libro tercero. Por lo tanto, el hecho de que las ideas sean internamente aporéticas y que se confronten unas con otras no se amolda a la armonía del aparecer bello. En este sentido, el conocimiento estético de las ideas aparece como una cierta abstracción arbitraria y, en cuanto tal, se muestra unilateral. Pero, por otro lado, en el libro tercero se defiende también el estatuto de la idea como puro objeto de un sujeto igualmente puro. En efecto, Schopenhauer afirma que las ideas como objetos inmediatos no están subordinadas al principio de razón y, por consiguiente, la idea es "la única posible objetividad adecuada de la voluntad o de la cosa en sí, es ella misma toda la cosa en sí, sólo que bajo la forma de la representación" (El mundo como voluntad y representación, I, § 32: 229; 206. La cursiva es del autor). Sin embargo, las ideas pierden este estatus en la contemplación estética, pues, según el mismo Schopenhauer, la idea no es más que expresión de una voluntad en sí. El mundo como representación se ha vuelto ahora insuficiente y el mundo como voluntad se desvanece. Por consiguiente, las ideas como objetos del conocimiento estético se reducen a ser meros objetos más allá del principio de razón.

Esta idea estética es irreal en un sentido doble. Esto sucede así, porque ella no sólo se abstrae de la dimensión empírica, en la que lo real es idéntico con lo efectivo, sino también de su carácter de ser expresión. Si el mundo como voluntad sencillamente desaparece, la idea es entonces una mera representación sin este significado y, por consiguiente, es como "un sueño inconsciente o un espejismo fantasmagórico" (El mundo como voluntad y representación, I, § 17: 151; 118) que debemos pasar por alto. Esta idea ni conoce la realidad empírica de la causalidad, ni tiene realidad en el sentido de una metafísica hermenéutica, ya que carece de sentido y de importancia. La idea estética no es ya más una apariencia de algo que aparece, por ya no ser fenómeno. En ella no aparece entonces nada. Esto respalda nuestra anterior interpretación, según la cual, las argumentaciones desarrolladas en el libro tercero se apoyan en las regiones de la fantasía y siguen una lógica distinta, la del deseo. Esto es algo que el mismo Schopenhauer lo confirma de una manera clara:

Aquella felicidad de la intuición voluntaria es, finalmente, la que difunde ese encanto tan asombroso sobre el pasado y la distancia, y nos lo presenta a una luz embellecedora por medio de un autoengaño. Pues al hacernos presente los días pasados hace tiempo vividos en un lejano lugar, lo que nuestra fantasía evoca son solamente los objetos y no el sujeto de la voluntad, que antaño cargaba con sus incurables sufrimientos igual que ahora: pero ahora están olvidados porque desde entonces han dejado su lugar a otros (El mundo como voluntad y representación, I, § 38: 253; 234).

Teniendo en cuenta el alcance de esta cita, podemos afirmar que la supuesta contemplación pura, en la que nosotros deponemos nuestra individualidad, no es otra cosa más que "la ilusión de que solo están presentes aquellos objetos y no nosotros mismos" (El mundo como voluntad y representación, I, § 38: 253; 234). Pero, dado que nosotros estamos enraizados como individuos corporales en la realidad, estas ficciones deben permanecer como episódicas y, en la medida en que los sueños diurnos se dispersan en las exigencias comunes de la cotidianidad, el aparecer bello y vacío no puede ser duradero. Por esta razón, el mundo estético no es una alternativa real, es decir, no es una solución convincente al enigma del mundo, ni un camino genuino para alcanzar nuestra desindividualización como sujetos y superar con ello el egoísmo teórico y práctico que sirve de fundamento ontológico al incremento de nuestro dolor. Es, más bien, sólo una repetición de aquella fantasía omnipotente de alcanzar un mundo en cada momento mío, que siempre nos sorprende por la propia aporía que encierra y que al mismo tiempo nos desilusiona de modo desmesurado, porque lo que es lleno de sentido como deseo, cuando se ve realizado, se muestra más tarde como absurdo.

En la representación schopenhaueriana del deseo, lo estético se convierte, con crudeza, en una forma de vacaciones de la vida, se funcionaliza; en la medida en que los fenómenos estéticos descritos por el mismo Schopenhauer no pueden hacer justicia a un mundo dominado plenamente por el sufrimiento. Semejante estética del aparecer puro no puede resistir a la aporía presente ya en los dos primeros libros, ni puede suprimirla15. Es decir, la caracterización de lo estético como mero mundo del deseo, que se sustrae de manera consciente a la realidad, pierde empero la realidad específica de lo estético, pues el aparecer bello sólo se labra en la verdad de lo que se manifiesta y en su significatividad.

En particular, las anotaciones de Schopenhauer sobre la tragedia al final del libro tercero, entran en contradicción con su estética como contemplación de un objeto como idea pura proyectada al principio del libro de un modo exclusivamente filosófico, siguiendo para ello tanto al platonismo de Ficino como a la teoría kantiana de la productividad reflexiva del genio (Foster, 1999: 225). Mientras la contemplación de las ideas debía dirigirse aquí precisamente hacia una cierta desaparición del mundo como voluntad, pues la idea no puede ser ya más la objetividad adecuada de una voluntad en sí, en el arte dramático, las ilusiones retoman la fuerza destructora de la realidad y superan las represiones y los sueños despiertos. Por eso, el mismo Schopenhauer anota el verdadero objetivo de la tragedia, diferenciándola del arte bello, del siguiente modo:

El fin de esta máxima producción poética es la representación del aspecto terrible de la vida; que lo que aquí se nos exhibe es el indecible dolor, las calamidades de la humanidad, el triunfo de la maldad, el sarcástico dominio del azar y el irremediable fracaso de lo justo y de lo inocente: pues aquí se encuentra una importante advertencia sobre la índole del mundo y la existencia (El mundo como voluntad y representación, I, § 51: 308; 298).

En la tragedia regresa, entonces, una vez más, el carácter aporético del mundo, de modo tal que la función antes ofrecida en la contemplación estética de imaginar un mundo sano, libre de contradicciones y en armonía plena, es rechazada aquí por el arte mismo. Es decir, en el arte dramático es "el conflicto de la voluntad consigo misma lo que aquí, en el grado superior de su objetividad, se despliega de la forma más plena y aparece de forma atroz" (El mundo como voluntad y representación, I, § 51: 308; 298). En la dramática, las ideas están de nuevo rehabilitadas como objetividad de la voluntad en sí. La esencia del mundo se señala así en su aporía interna, que capta y determina a las ideas lo mismo que a los individuos.

De este modo, emprendemos el retorno de lo corporal. Como el mismo Schopenhauer lo indica al inicio del libro tercero, como espectadores de la tragedia no seríamos individuos corporales capaces de dolerse, sino sólo como sujetos puros de conocimiento exentos de dolor. Pero, hay aquí una paradoja que atraviesa la contemplación estética, pues sin el ritmo del pulso y la respiración, sin el temple y resonancia en un cuerpo que puede bailar, no podría ser posible una experiencia estética de la tragedia, y tampoco lo sería una cierta sensibilidad para la música pues, sin esto, todo el potencial liberador de lo estético carecería de significado. Dicho de manera más general, si fuese correcta la doctrina schopenhaueriana de las ideas estéticas, esta experiencia estética permanecería encerrada en sus verdaderas posibilidades. Sin embargo, sus anotaciones sobre la dramática y la música enfatizan directamente que, en cuanto sujetos de experiencia estética, somos también siempre sujetos corporales y, por lo tanto, un conocimiento estético desindividualizado tendría que ser llamado un Oxímoron.

La música, en cuanto es la forma suprema del arte, supera finalmente la doctrina estética de las ideas en su conjunto. La música es, por así decirlo, la autocrítica más aguda de la estética filosófica de Schopenhauer: en ella no se alcanza ninguna representación de la idea, pues la música no es expresión de ningún mundo de la representación pura, bajo el cual se escondería el mundo como voluntad. Al contrario, la música es "una objetivación e imagen de la voluntad tan inmediata como lo es el mundo mismo e incluso como lo son las ideas, cuyo fenómeno multiplicado constituye el mundo de las cosas individuales" (El mundo como voluntad y representación, I, § 52: 313; 304)16. En la música, ya no se da más ninguna mera apariencia, ninguna armonía, ni apatía de la contemplación desinteresada (Schulz, 1987: 20). Asimismo, la música es aporética como lo es la misma voluntad de ser y, en consecuencia, ésta repite su conflicto conceptual en vez de ofrecer igualmente una salida.

En este contexto, Schopenhauer afirma, por un lado, que "la música, dado que trasciende las ideas, es totalmente independiente del mundo fenoménico, lo ignora y en cierta medida podría subsistir aunque no existiera el mundo, lo cual no puede decirse de las demás artes" (El mundo como voluntad y representación, I, § 52: 313; 304). Hasta el punto que, más allá de toda determinabilidad fenoménica, esta música sorda llega a figurar como cosa en sí. La música es una armonía sin sonido, a manera de copia inmediata del simple ser que reposa en sí. Pero, sin encarnación medial, no puede haber música y, por tanto, "un sistema de notas puramente armónico no es sólo física sino también aritméticamente imposible" (El mundo como voluntad y representación, I, § 52: 322; 314). Por esa razón, la música expresa, además, la contradicción interna del ser consigo mismo17.

5. Conclusiones

Teniendo en cuenta todo lo anteriormente dicho sobre las posibilidades de la contemplación, podemos afirmar ahora que la utopía estética de Schopenhauer es una ilusión fugitiva que naufraga tanto en la realidad como en la estética misma. El drama y la música deshacen la visión de un sujeto puro omnipotente y, con ello, la representación de un mundo armónico tal como se presentaba inicialmente la potencia originaria de la contemplación estética. A pesar de todas las reducciones que el mismo Schopenhauer inserta en su doctrina de las ideas estéticas, de modo que del concepto inicial de idea tan sólo queda ahora la determinación pobre de la idea como objeto puro de un sujeto igualmente puro18, se muestra a esta estética filosófica como incapaz de revelar una solución, por lo menos temporal, a la aporética de este mundo. En consecuencia, dado que la doctrina de las ideas ya desde el interior del libro segundo era un elemento extraordinariamente problemático y que en su acondicionamiento estético había sido interpretado además como insostenible, se hace necesario renunciar en este momento a sus pretensiones de ofrecer una solución viable al enigma estructural del mundo, al incremento desmedido del sufrimiento. Que la estética de Schopenhauer termine con una serie de anotaciones sobre la música, que como forma de arte supremo no necesita ya más de las ideas, no es de ningún modo algo casual19. En el cuarto y último libro del El mundo como voluntad y representación, la doctrina de las ideas ya no tiene ningún papel constitutivo porque ha perdido su función como portadora de esperanza y, con ello, se hace manifiesto que las ideas no pueden realizar una mediación real y efectiva en la aporía interna que atraviesa al desarrollo del sistema filosófico de Schopenhauer.

Para permitir realizar la visión egoísta de la aspiración de hacer del mundo en cada momento algo mío, se debe buscar su ejecución por otro camino distinto al de la contemplación estética. El problema fundamental que ahora debe ser tenido en cuenta radica en que esta visión de salvación debe ser abandona en su intención, cuando se la quiere alcanzar de una manera permanente, pues los individuos finitos no desean simplemente la omnipotencia sino que la quieren para sí y, por ello, son necesariamente apresados en una aporía que eternamente se repite, la de la voluntad determinada como querer. Sin embargo, esto no puede conducir a una posición pesimista porque aún permanece la obligación de un deseo que no se puede llenar y que, sin embargo, no se puede tampoco deponer. Si el deseo es siempre la propia finitud, la debilidad, la corporalidad y la individualidad que pone en camino a esta aspiración originaria de omnipotencia20, es apenas natural querer buscar nuevas estrategias para alcanzar la tan anhelada descorporalización radical del sujeto. En la medida en que el cuerpo no sólo es una representación individual sino también expresión de la voluntad, una descorporalización verdaderamente exitosa sería empero una negación simultánea del mundo como voluntad y como representación.

Ya desde el libro segundo Schopenhauer intenta inútilmente, vía introspección y analogía, salvar la representación de un sujeto libre incondicionado. La voluntad en sí descubierta se muestra allí rápidamente necesitada en lo más íntimo como determinación y como fenómeno, al determinarse al mismo tiempo como libremente incondicionada, ya que en cuanto tal sólo puede ser como voluntad de alguien que quiere algo. Por otro lado, el libro tercero se libera de la contemplación de las ideas que aparentemente son objetos desindividualizados. En este contexto, podemos ver por qué en el libro cuarto se renuncia completamente a la doctrina de las ideas y, con ello, se retoma la concepción de un conocimiento introspectivo, interno, sin forma alguna. Se trata, entonces, de que se pueda llegar en lo particular mismo a un nuevo conocimiento inmediato de la esencia del mundo, de tal modo que con esto se pueda alcanzar al mismo tiempo la supresión del mundo como voluntad y como representación; esto ciertamente se puede alcanzar en el propio cuerpo que acaba hundido, por lo tanto, en un conflicto consigo mismo, ya que es al mismo tiempo representación y voluntad. Desde el libro segundo ya se aborda una abstracción de toda determinabilidad; es decir, del espacio, del tiempo y del principio de razón y, con ello, se suprime finalmente la diferencia entre sujeto y objeto en general, y se alcanza la pura idea del carácter inteligible, hasta poder bosquejar de manera aún muy vaga una interpretación pura de la esencia supraindividual del propio fenómeno. Pero, sólo al inicio del libro cuarto Schopenhauer enfatiza el carácter práctico de este proceder, según el cual la abstracción del cuerpo no es un mero autoaseguramiento reflexivo, sino una cierta ascesis realmente ejecutada, es decir, una estrategia concreta para alcanzar la salvación. El análisis del verdadero alcance de esta estrategia del asceta para alcanzar la desindividualización del sujeto y, con ello, la liberación del sufrimiento del mundo, será desarrollado ampliamente en el próximo artículo.


Pie de Página

1En este texto la obra de Schopenhauer se citará según las siguientes indicaciones: El mundo como voluntad y representación, según la traducción de Pilar López de Santa María, indicando el tomo I (2004) o II (2003), seguido del parágrafo, en el caso del tomo I, y del capítulo en el del tomo II; luego viene la página en español y la página correspondiente a la edición alemana bajo la dirección del profesor Arthur Hübscher, publicada en la editorial Brokhaus de Wisbaden. Sobre el fundamento de la moral, se citará según la traducción de Pilar López de Santa María (1993), indicando el parágrafo y la página de esta edición, seguido de la alemana, según la edición de Hübscher publicada en Brokhaus.
2El profesor Rudolf Malter ha mostrado de manera clara el sentido de la estructura del pensamiento de Schopenhauer como el despliegue de un único pensamiento. Esta estructura no sólo afecta a la composición interna de El mundo como voluntad y representación, sino que también determina los contenidos fundamentales de la propuesta filosófica de Schopenhauer (Malter, 1988: 30).
3Clément Rosset considera que si bien los dolores de este mundo son realmente innumerables, los placeres son empero pobres y escasos. Por esta razón, el pesimismo schopenhaueriano tiene como finalidad develar el absurdo constitutivo de este mundo. Para alcanzar este objetivo, nuestro filósofo establece un balance entre nuestras expectativas y los resultados de nuestros esfuerzos, 98uyseñalando que las primeras superan a estos últimos. Este desequilibrio tiñe de absurdo todas nuestras empresas a lo largo de la vida (Rosset, 2005: 94).
4Esta idea sobre el sentido de las dos partes estructurales de la obra fundamental de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, se debe en parte a las discusiones surgidas en la dirección del Trabajo de Grado de Alejandro Aguilar: La extinción del tizón ardiente: la liberación del egoísmo en la filosofía práctica de Schopenhauer, con el que obtuvo el título de filósofo, en la Pontificia Universidad Javeriana Bogotá-Colombia, en 2010.
5El estudio del sentido de estas aporías lo he abordado en mi escrito: ¿Toda vida es en esencia sufrimiento? Una tensión inevitable entre lo empírico y lo metafísico en nuestra consideración sobre el sufrimiento humano; y aparecerá próximamente en el libro Filosofía y dolor que recoge —bajo mi dirección y edición— los trabajos de investigación adelantados por el Grupo Filosofía del dolor, de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana.
6El final del §71 con el que se cierra el primer tomo de El mundo como voluntad y representación, resulta realmente revelador pues el mismo Schopenhauer reconoce que "lo que queda tras la total supresión de la voluntad es, para todos que están aún llenos de ella, nada. Pero también, a la inversa, para aquellos en los que la voluntad se ha convertido y negado todo este mundo nuestro tan real, con todos sus soles y galaxias, es nada" (El mundo como voluntad y representación, I, § 71, 475; 487).
7De acuerdo con la tradición de la India, en la Bhagavad Gîtâ el término mâyâ significa la identidad inmediata de naturaleza e ilusión. Este término se relaciona etimológicamente con medida, al provenir de la raíz que significa: medir, trazar; y hace referencia al despliegue de formas artificiosas y engañosas trazadas a nuestro alrededor. En las Upanisads, este término designa la ilusión cognoscitiva del individuo que se asimila a la ignorancia (avidyâ) y es comparada con el sueño. De acuerdo con la sabiduría de los indios, "no solamente es irreal la pluralidad de objetos, sino también la de las almas individuales, creencias ilusorias ocasionadas por la mâyâ" (Lapuerta, 1997: 99).
8En el libro cuarto, Schopenhauer apela de manera expresa a la mística, con la intención de diferenciar su comprensión de la estrategia de la salvación, llevada a cabo por los Santos, del proceder compensatorio propio de la religión. Las características principales del camino místico realizado, en particular, por los santos para buscar la salvación, son: abstención, disciplina, iluminación, autorrenuncia y unión (Mannion, 2003: 77). Pero, el mismo Schopenhauer es plenamente consciente de la dificultad que este camino implica.
9Schopenhauer expresa esta aporía así: "[L]a señalada contradicción interna de la que adolece la ética estoica hasta en su pensamiento fundamental se muestra además en que su ideal, el sabio estoico, ni siquiera en su presentación puede ganar vida ni verdad poética, sino que permanece rígido como un muñeco de madera con el que nada se puede hacer, que no sabe él mismo a dónde ir con su sabiduría, cuya perfecta tranquilidad, satisfacción y felicidad contradicen directamente la esencia del hombre y no nos permiten ninguna representación intuitiva" (El mundo como voluntad y representación I, § 16, 143; 108-109).
10Adviértase aquí que, ya desde la Crítica del juicio se ha determinado que la esencia de la belleza, en cuanto objeto inmediato buscado en el arte bello, es la negación teorética del mundo temporal y la afirmación de lo eterno. Esta negación y afirmación son los rasgos característicos de las ideas platónicas. Teniendo en cuenta esta comprensión de la belleza, al inicio del libro tercero, Schopenhauer asume el esquema conceptual de la crítica del juicio (Schmidt, 2005: 17).
11Cabe tener presente que, para Schopenhauer el arte es ya la forma suprema de conocimiento (Spierling, 1994: 139).
12Aquí se puede ver el papel de la autonomía; en el seno del idealismo alemán, ésta tenía como función justificar de manera racional la facticidad del mundo (Marquard, 2007: 62); ahora se asume, en Schopenhauer, desde la perspectiva del sujeto puro de conocimiento que en la contemplación desinteresada del mundo encuentra el modo más adecuado para aceptar el mundo tal como es, y conseguir con ello un consuelo por lo menos pasajero. La mirada contemplativa penetra, entonces, en las entrañas mismas del mundo.
13Este problema será objeto de un análisis pormenorizado en un segundo texto, a publicar en el próximo número de esta revista, en el que se abordará el movimiento soteriológico del ascetismo como libertad en el fenómeno.
14Cabe destacar que, si bien, según la Crítica de la razón pura, sólo es posible conocer aquellos objetos que se encuentran determinados según las condiciones de posibilidad de los objetos en general, sí es posible empero postular, según los principios de la razón pura, como artículo de fe (Glabenartikel), la inmortalidad del alma o la vida futura (Crítica de la razón pura, A 811; 634). Pero, para Schopenhauer, esta aspiración de inmortalidad sólo se cumple en la especie, pues toda la vida está determinada por "una mortalidad de los individuos en la inmortalidad de la especie" (El mundo como voluntad y representación, I, § 54: 333; 326).
15No debe olvidarse que la intención del final del libro tercero de abrir un camino de resolución al conflicto interno de la voluntad consigo misma, que se pone en evidencia en la tragedia e, incluso, en la propia música, es realmente insuficiente, pues en la medida en que aún se está en el ámbito del mundo de la representación, aunque sea con independencia del principio de razón, no se ha podido alcanzar con ello el pleno autoconocimiento de la voluntad, que es realmente la condición para la supresión de la voluntad de vivir (Peron, 2000: 259).
16Cabe resaltar en este lugar, que la interpretación schopenhaueriana de la naturaleza de la música, como revelación directa de la esencia del mundo, sigue el esquema ontológico de comprensión de la idea tal como es presentado en el Timeo de Platón (Alperson, 1981: 159).
17Esta contradicción interna llega incluso a convertirse en el elemento nuclear de una cierta metafísica de la nihilización extrema, que en la muerte de Sigfrido alcanza su máxima expresión poética (Darcy, 1994: 4).
18En este punto es necesario tener presente que, de acuerdo con la teoría platónica de la mimesis, sólo lo semejante conoce a lo semejante.
19No hay que olvidar que la música se convierte en el elemento de tránsito hacia la negación del deseo de vivir por la voluntad consciente de sí misma —tema central abordado por Schopenhauer en el libro cuarto—, en la medida en que supone una neutralización de los intereses de la voluntad (Labrada, 1996: 90).
20Este deseo es al mismo tiempo completamente incomprensible sin esta aspiración y, por tanto, no está limitado por la individualidad y vulnerabilidad, pues en general llega a ser posible por ella. Schopenhauer quiere defender a toda costa un monismo de la voluntad que le permita comprender el despliegue diferenciado de la voluntad en cado uno de los individuos. Esta situación genera una enorme tensión al interior de su metafísica de la voluntad (Berg, 2003: 197).


Referencias

Fuentes primarias

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