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Universitas Philosophica

Print version ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.29 no.58 Bogotá Jan./June 2012

 

NORMALIZACIÓN DE LA FILOSOFÍA Y FILOSOFÍA LATINOAMERICANA EN COLOMBIA. VIVENCIA DE UN PROCESO

NORMALIZING OF PHILOSOPHY AND LATIN AMERICAN PHILOSOPHY IN COLOMBIA. A LIVED EXPERIENCE OF A PROCESS

Carlos Arturo López*

* Pontificia Universidad Javeriana.

Recibido: 02.02.12 Aceptado: 07.05.12


RESUMEN

La pregunta por lo que en Latinoamérica se llama filosofía ha tenido al menos dos respuestas, dos actitudes filosóficas diferentes. O se habla de filosofía en Latinoamérica: del ejercicio situado espacio-temporalmente de un discurso universal; o se habla de filosofía latinoamericana: del modo peculiar que toma la indagación filosófica desde unas circunstancias determinadas que se vinculan con preguntas por "la identidad" y "lo nacional". En Colombia, durante el siglo XX, la tensión entre ambas respuestas se vivió como un proceso donde el primer tipo de actitud se convirtió, desde el punto de vista profesional, en la única forma posible de ejercicio filosófico. Este texto narra la vivencia de un filósofo profesional en busca de un lugar donde ambas actitudes filosóficas dialoguen sin subestimarse. Esta búsqueda se hace mediante una reflexión sobre el valor de la historia de la filosofía (tradición filosófica) cuando los intereses investigativos van más allá de los textos canonizados por esa tradición.

Palabras clave: filosofía latinoamericana, normalización de la filosofía, historia de la filosofía, ciencias sociales, Colombia


ABSTRACT

The question of what is called philosophy in Latin America has had at least two answers, two different philosophical attitudes. Or we speak of Philosophy in Latin America as the exercise of a universal discourse located in a particular space and time, or we talk about Latin American Philosophy as the particular way philosophical inquiry assumes from certain circumstances relating to questions on "identity" and "the national". In Colombia, during the twentieth century, the tension between these two responses was experienced as a process where the first type of attitude became, from the professional viewpoint, the only possible form of philosophical exercise. This text narrates the experience of a professional philosopher in search of a place where both philosophical attitudes can dialogue without underestimate each other. This search is done by reflecting on the value of the history of philosophy (philosophical tradition) when the interests go beyond the canonized texts that tradition established.

Key Words: latin american philosophy, normalization of philosophy, history of philosophy, social sciences, Colombia


Si lo entiendo bien, la desconstrucción no es exponer el error y ciertamente no es exponer el error de otro. En la desconstrucción, la crítica más seria es la crítica de algo extremadamente útil, algo sin lo cual no podríamos hacer nada.

Gayatri Chakravorty Spivak

...[P]lantear expresamente y sistemáticamente el problema del estatuto de un discurso que toma de una herencia los recursos necesarios para la desconstrucción de esa herencia misma.

Jacques Derrida

La actividad filosófica, vista desde la pregunta por lo que en Latinoamérica se llama filosofía, suele clasificarse, al menos, en dos tipos de respuestas o dos actitudes filosóficas diferentes. O se habla de filosofía en Latinoamérica: del ejercicio situado espacio-temporalmente de un discurso universal; o se habla de filosofía latinoamericana: del modo peculiar que toma la indagación filosófica desde unas circunstancias determinadas que se vinculan con preguntas por "la identidad" y "lo nacional".

Durante la primera mitad del siglo XX, en Colombia, se formó una generación de filósofos profesionales —de grandes profesores— que institucionalizó el primer tipo de respuesta bajo la expresión "normalización de la filosofía". Esta expresión, acuñada por el filósofo argentino Francisco Romero (1891-1962), se refiere al

...ejercicio de la filosofía como función ordinaria de cultura, al lado de las otras ocupaciones de la inteligencia... Como cualquier oficio teórico, la filosofía permite y aún requiere el aporte de mentes no extraordinarias: basta el indispensable sentido para estos problemas, la seriedad, la información, la disciplina. La lectura corriente de escritos filosóficos por interesados cada día más numerosos, el mutuo conocimiento e intercambio entre quienes activamente se ocupan en filosofía, van originando lo que podríamos denominar el "clima filosófico", una especie de opinión pública especializada que obra y obrará cada vez más, y según los casos, como estímulo y como represión, como impulso y como freno: esto es, como una vaga, indeterminada sanción continua que antes y después de los juicios expresos de la crítica, corrigiendo lo que hubiera en éstos de partidismo y apreciación individual, promoverá calladamente ciertas cosas, impedirá o dificultará otras, distinguirá planos y establecerá jerarquías (Romero, 1944: 150-151).

Acuñada para describir la situación filosófica de Argentina y el resto de los países latinoamericanos a finales de la década de 1930, la noción "normalización" sirve, desde luego, para distinguir un momento de la historia de las prácticas intelectuales en Colombia.1 Momento en el que la filosofía, según los mismos normalizadores, adquiría por primera vez un papel claro y destacado dentro la sociedad y la cultura de este país. Momento en el que también, para el año de 1946, la filosofía alcanzaría su madurez institucional con la fundación del Instituto de filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, adscrito a la facultad de Derecho de la misma universidad (Ortiz, 2008; Tovar, 1998).

Las fechas de esta narración —que sirven como mito fundacional de un proyecto filosófico muy específico2—, más o menos coinciden con la forma como se describe la normalización filosófica para el resto de Latinoamérica, al respecto afirma Javier Sasso:

"pocas opiniones suscitan tanto consenso como la que declara que, alrededor de 1900 en algunos países, algo más tarde en otros, comenzó en América Latina una nueva etapa filosófica. Ella ha sido caracterizada de diversas maneras, pero siempre girando en torno a ciertos conceptos y nombres al parecer ineludibles. Así, se dice que lo iniciado fue una nueva relación con la Filosofía, la cual condujo o quiso conducir la práctica de la disciplina en Latinoamérica a una situación de normalidad; esta empresa —sobre cuya culminación efectiva y su valor real hay discrepancias— habría sido iniciada por un grupo de intelectuales, a quienes se suele por ello considerar fundadores de ese proceso de normalización. Con variantes menores, esa lista incluye a los mexicanos Caso [1883-1946] y Vasconcelos [1882-1959], a los rioplatenses Korn [1860-1936] y Vaz Ferreira [1872-1958], al chileno Molina [1871-1964] y el peruano Deustua [1849-1945], si bien puede reducirse o ampliarse según sea el contexto de su enunciación" (Sasso, 1998: 139)3.

La narración del mito de la normalización en Colombia también coincide con la normalización latinoamericana en que no aparecen pensadores colombianos dentro de las listas existentes de los fundadores ("primera generación" o forjadores como los llamó Francisco Miró Quesada, 1974). Cuando Rubén Sierra Mejía presenta a los normalizadores en Colombia como una fractura radical con el pasado, explica muy bien por qué no se puede hablar de filósofos nacidos en Colombia durante las últimas décadas del siglo XIX que fueran precursores de la normalización, a diferencia de lo que ocurre en buena parte del resto de los países del subcontinente.4 Dice Sierra Mejía: "Esa ruptura que nos ocupa fue más bien un empezar de nuevo antes que una reacción violenta frente a lo existente. Los filósofos colombianos que iniciaron el proceso de pensamiento contemporáneo simplemente dejaron de lado lo que encontraron en nuestra tradición" (Sierra, 1985: 10). Este abandono del pasado inmediato, continúa Sierra Mejía, significó

...un cambio de actitud, pues ahora se entiende que la filosofía es un campo del saber que requiere del estudio de su historia, del dominio de sus categorías y conceptos, de un manejo de su metodología o metodologías y sobre todo que es una disciplina a la que hay que llegar desprovisto del temor a perder la fe (Sierra, 1985: 10)5.

Quienes en el último lustro de ese siglo comenzamos nuestro acercamiento a la mencionada disciplina, vimos como natural, como evidente, el que solo hubiera este tipo de actitud filosófica. Por ello, no nos parecía que hiciera falta mirar hacia atrás, al pasado inmediato en el que los profesores colombianos nos enseñaron que la filosofía se hizo y se hace en Europa; ni qué decir de los esfuerzos anteriores a éstos, a los normalizadores, tales esfuerzos solo podían llamarse filosóficos por un lejano parentesco con las preguntas de los pensadores europeos, o porque, apenas comprendiéndolos a través de traducciones de dudosa procedencia, los colombianos usaban sus libros y los citaban.

Por esta misma razón, no nos parecía que hiciera falta mirar a los lados, a los profesores jóvenes, mucho menos a los compañeros de aula; el gesto disciplinar incorporado en los tiempos de la "normalización" nos convenció de que aún no teníamos filósofos. Es decir, escritores que pudieran hacer parte de la lectura institucionalizada de la historia de la filosofía: el célebre panteón de autores y obras que desde los días de universidad aprendimos a llamar "tradición". La siguiente cita es una buena presentación de los valores puestos en juego por el mencionado gesto disciplinar:

Aunque debemos afirmar que no existe una filosofía latinoamericana simplemente porque aún no se ha hecho ningún aporte importante y colectivo a esta disciplina, tenemos que reconocer, sin embargo, que la práctica filosófica en América Latina ha logrado un estadio de madurez, podríamos decir de mayoría de edad, en el manejo de las cuestiones filosóficas. Es sobre todo ya una práctica corriente en nuestra actividad cultural: tanto por el volumen como por la calidad puede decirse que es una actividad normal esa de hacer filosofía, habiéndose logrado sobre todo el profesionalismo necesario para un verdadero despegue filosófico. Pero lo más notorio de esa normalización de la práctica filosófica, es que nuestros filósofos más representativos han dejado de pensar en hacer filosofía latinoamericana para hacer simplemente filosofía, lo cual también es una condición para que en el futuro pueda aparecer un pensamiento filosófico que represente una verdadera creación dentro de la corriente occidental de la cultura (Sierra, 1988: 364).

Esta contribución a la "corriente occidental de la cultura", como la llama Sierra Mejía, se convirtió en una idea regulativa para los normalizadores colombianos, y en una esperanza para generaciones futuras como las representadas por nosotros en los primeros años del siglo XXI. La contribución se volvió una meta, es decir, un lugar en el que no estábamos, en el que nunca habíamos estado, y al que solo podríamos llegar siguiendo los derroteros de la normalización. Sin embargo, cuando dirigíamos la cabeza hacia el frente, al futuro indescifrable y borroso, solo nos quedaba el olfato, y aún con un órgano tan poco entrenado algunos de nosotros consideramos que nuestro lugar respecto a la tradición no tendría una variación significativa alcanzando más perfección en la profesionalización del oficio. Y como en ese momento la cuestión de llegar a hacer parte de la historia hegemónica del pensamiento filosófico realmente nos preocupaba, empezamos a preguntarnos si la dificultad que vislumbrábamos para alcanzarlo tenía alguna explicación. Nos inquietaba la idea de si, en realidad, los lugares en la historia de la filosofía se reservaban para seres excepcionales, en 200 años de vida republicana, Colombia y el resto de países de Latinoamérica, no contaran con alguno de esos seres.

Antes de buscar una respuesta, descartamos las razones decimonónicas que condenaban a los países de esta y otras regiones del mundo a la inferioridad intelectual por el clima o la raza. Tales razones nos parecían tan absurdas como lamentar no haber tenido otros conquistadores o culpar por la carencia de grandes pensadores nacionales en la tradición filosófica, a la historia de violencia de la vida republicana en Colombia (historia que aun con todo lo vivido no es tan violenta como la vida republicana en Europa). Cuando encontrábamos explicaciones relativas al fracaso de la construcción de la nación (Bushnell, 1996; Múnera, 1998; Palacios & Safford, 2002), a las contradicciones y dificultades de la configuración de una identidad colombiana (Rojas, 2001), al retraso del capitalismo y la modernidad sufrido por ese país (Jaramillo, 1998; Pachón, 2011), o la inmadurez de los ejercicios intelectuales realizados en él (Jaramillo, 2001; Valderrama, 1961, Betancur, 1933), nos parecía que por más acertadas que fueran tales explicaciones, los textos producidos localmente, aún no quedaban presentados con suficiencia y, en no pocos casos, apenas sí se los leía con un mínimo de rigor (López, 2008).

En la búsqueda de una respuesta a esta inquietud en torno a las razones que nos condenaban a ser parte marginal o inexistente de la historia de la filosofía,6 nos encontramos con voces extrañas, con concepciones de la actividad filosófica que matizaban la posibilidad de alcanzar lo que a nuestros ojos era, justamente, su principal característica: la universalidad. ¿De dónde provenían esas voces? El alboroto que se generó con los normalizadores, el bullicio en torno a la historia de cierta parte del pensamiento de unos pocos países de Europa, nos impedía escuchar con claridad tales voces.

¿Qué hacer? No parecía posible, ni siquiera razonable, buscar un silencio absoluto: hacer a un lado todo lo aprendido durante los días de universidad. Nos resultaba evidente la utilidad, la fuerza analítica y la potencia investigativa con que nuestra formación previa nos había dotado —ella era la superficie misma desde la que nos formulábamos estas preguntas—. Además, esta formación nos dio unas técnicas y una tradición desde la cual prestar oídos a las nuevas voces; pronto descubriríamos que se trataba, no de examinar, sino de nutrir esa tradición poseída con aquellos sonidos hasta la fecha inauditos. Estos sonidos eran los de un proyecto filosófico autóctono que en algunos casos buscó constituir su propia historia de las ideas, en otros, encontrar la libertad negada por las condiciones coloniales propias de la historia de América Latina y, en otros, poder pensar filosóficamente lo americano como una combinación de lo nativo propio con lo europeo apropiado.

La polifonía nos retó a buscar un lugar de análisis que fuera más allá de la estereotipada, obtusa, mítica y riesgosa subestimación de lo local, que nos permitiera poner las dos actitudes filosóficas en nuestras manos, tener contacto simultáneo con ambas. Desde el punto de vista del proyecto de la normalización, ya se dijo, los tránsitos entre una y otra tradición no eran equitativos: o no había una alternativa al pensamiento europeo, o, si la había, era deficitaria y apenas con relevancia para la historia subcontinental o las historias nacionales.7

La tradición latinoamericanista, esa que desconocíamos por nuestro ejercicio profesional (enseñar historia de la filosofía europea), mostraba, desde diversas interpretaciones, su antigüedad: para algunos su origen se remonta al siglo XIX (hasta Alberdi8 o Andrés Bello); para otros, a los días de la Independencia o la Colonia (Betancur, 1933; Domínguez, 2006); incluso, algunos afirman que el origen se encontraba en el mundo precolombino (Dussel, Mendieta & Carmen, 2011). Esta tradición, que se consolidaría con la llegada a Latinoamérica de filósofos expatriados durante la guerra civil española (1936 y 1939), trazó diversas relaciones con el pensamiento europeo. Mientras unos representantes del proyecto de la filosofía latinoamericana repitieron la secuencias de estilos de pensamiento y las escuelas filosóficas europeas para hacer la historia de las obras y autores nacionales (Zea, 1976),9 otros cuestionaron este tipo de preguntas porque, según les parecía, la relación local con los centros productores de conocimiento debía partir de la emancipación (Dussel, 1994), y algunos más, creyeron que se trataba no de rechazar o liberarse de Europa, sino de reconocer su papel como parte constituyente, aunque no determinante, de lo americano (Caturelli, 1961; Kusch, 1999).

Todas estas versiones coincidían, no obstante, en la pregunta por el ser latinoamericano, su posibilidad o imposibilidad. Además, insistían en la importancia de la política en la reflexión filosófica y sus relaciones con lo nacional como puntos de vista necesarios para hacer una filosofía latinoamericana.10 Este proyecto, mejor, estos proyectos, en tanto que filosóficos, no dejaron de indagar por los límites de la filosofía latinoamericana. Como consecuencia de ello, a finales de la década del noventa, hubo revisiones exhaustivas de los supuestos y compromisos políticos que le daban forma al mencionado proyecto de una filosofía autóctona (Sasso, 1998; Castro-Gómez, 1996; Salazar, 1988)11.

Así, con un discurso más contemporáneo a los inicios de nuestra formación académica en filosofía, pudimos ver los riesgos de la búsqueda de una identidad subcontinental y la dualidad en la que se alojó tal búsqueda al pretenderse lo otro de Europa, lo nuevo respecto a Occidente. En el primer caso, estos trabajos nos mostraron que la pregunta por "lo propio" latinoamericano, incluso por "lo nacional", sometía a los múltiples modos de ser surgidos del hacer cotidiano en estas regiones, a imágenes homogéneas que se distanciaban de la realidad que se intentaba comprender; por eso, hacía falta localizar los análisis e investigar, por ejemplo, las identidades no hegemónicas o algunas formas de hacer muy específicas, subjetividades y modos de ser que no se redujeran a un todo latinoamericano o colombiano . En el segundo caso, las críticas al proyecto de una filosofía latinoamericana nacidas de su pregunta por lo propio en contraposición con Europa, expusieron cuán preso era el imaginario latinoamericanista del pensamiento europeo: éste último, a veces era un modelo histórico a seguir, como en el caso de la Historia de las ideas que se acogió sin mayor reflexión a las periodizaciones, de las escuelas de pensamiento, autores y libros que se producían en el viejo continente; a veces Europa se mostraba como lo otro absoluto, un opresor (para la filosofía de la liberación), o un modo de ser que por oposición o composición daba forma a lo propio (la filosofía intercultural puede ejemplificarlo claramente); a veces, se tomaba de lo europeo una caracterización de la humanidad en general y se afirmaba que lo latinoamericano hacía parte de esa humanidad...12

Luego del recorrido, no encontrábamos un terreno donde esta tradición filosófica se pudiera poner a la par con la tradición europea. Ni siquiera la cuestión de la autenticidad podía ser aceptada, aún en la versión de Francisco Miró Quesada, cuando muestra la tensión entre "universalistas" y "regionalistas" a partir de sus diálogos con Zea y el grupo Hiperión (la actividad más visible de este grupo puede fecharse entre 1948-1952):

Desplegado este horizonte de doble faz era inevitable darse cuenta de que toda una generación estaba embarcada, de una manera u otra, en el mismo proyecto fundamental. Pronto pude verificar, a través de una relación muy amplia con pensadores latinoamericanos de las más diversas tendencias, que el proyecto de la autenticidad correspondía a un plano muy profundo de nuestra condición filosófica y cultural y que mi generación se distinguía especialmente, porque además de haber heredado el afán de autenticidad de la generación anterior (la generación "forjadora") se había comprometido a fondo en su realización. En esta realización se estaban siguiendo dos vías, la vía de la reflexión sobre los problemas filosóficos abstractos y la vía de la reflexión sobre nuestra propia condición cultural y humana (Miró Q., 1974: 8).

Nuestro rechazo a "la solución de la autenticidad" se debió, primero, a que ella repetía los mismos inconvenientes identificados en el discurso latinoamericanista: se promovía el olvido de las identidades no hegemónicas y las prácticas localizadas en virtud de una cultura que definiría un horizonte homogéneo para individuos, naciones y generaciones; además, se asumía un pensamiento de lo propio, o como lo absolutamente otro de Europa, o como parte de ella. Segundo, evitamos la solución de la autenticidad, porque ella sobreestimaba el papel de la filosofía: la mostraba como el néctar más depurado de una improbable síntesis cultural que se obtendría una vez Latinoamérica alcanzara su madurez vital. Finalmente, en el caso de que tal síntesis fuera posible y se diera, el tema de la autenticidad nos devolvería al problema que queríamos resolver: ¿cómo sería ese momento de maduración? ¿Sería un aporte a la "corriente occidental de la cultura" como querían los normalizadores? ¿Se trataría de un despliegue de lo más autóctono, de lo telúrico, según decían los latinoamericanistas?

La filosofía, en tanto conjunto de valores, procedimientos técnicos, conceptos y modos de narrar la historia de esos valores, procedimientos y conceptos, es decir, en tanto disciplina, no había sido cuestionada por ninguna de las dos partes. Sumado a ello, a medida de que profundizábamos en el conocimiento de nuestros intereses —en la revisión de fuentes filosóficas no canónicas— esta disciplina, tal y como la aprendimos en la universidad, se hacía más insuficiente; al menos, no nos mostraba una forma de salir de la oposición universalismo-regionalismo, sin tomar partido por una de las dos alternativas, es decir, nos impedía superar lo disciplinario no cuestionado en ambos casos. Por ello, y ante la renuencia de los filósofos colombianos profesionales hacia el estudio de lo que había de filosófico en su pasado más inmediato y en sus circunstancias presentes, nos vimos obligados —aquellos que éramos filósofos de oficio pero que sospechábamos de la legitimidad con que se imponía a nuestro hacer la historia de la filosofía europea (de un reducido grupo de países europeos)— a recurrir a las ciencias sociales, las cuales, en el marco de lo gubernamental, lo electoral y lo económico, habían avanzado en la lectura de las publicaciones locales.

Estos saberes nos aportaron su inquietud epistemológica en torno a objetos concretos y a los métodos de conocimiento acordes tanto con la naturaleza de tales objetos como con las preocupaciones de nuestro presente. Estos saberes nos mostraron, además, la necesidad de preguntar por objetos que estuvieran más allá del relato de la historia del pensamiento europeo y nos dejaron ver también que los métodos son teatros donde se elaboran escenarios que pueden liberarnos de aquello que nos resulta más evidente, a veces incluso, de aquello que consideramos indispensable, de "la tradición", por ejemplo, condición sin la cual no parece posible el ejercicio disciplinario de la filosofía.

Hoy, como un proyecto personal que emerge de la vivencia de un proceso, intento digerir todos estos elementos, construir una tradición propia degustando los sabores de las historias locales del pensamiento filosófico europeo y latinoamericano; intento, igualmente, asimilar la experiencia investigativa de las ciencias sociales, su trato con los objetos y los métodos; e intento enfocar mis preguntas, no ya con figuras como lo humano, lo latinoamericano, lo nuestro o lo nacional, sino a través de las prácticas concretas y los productos materiales que éstas dejan tras de sí.

En la actualidad, ya disuelta la pueril ambición de hacer parte de la historia del pensamiento europeo o latinoamericano —cualquiera sea la posible significación de estas expresiones— trato de comprender el carácter propio de reflexiones localizadas a partir de una práctica específica: la de escribir y publicar artículos y libros, tanto en el campo de lo que los editores llamarían hoy no-ficción (por ejemplo, investigaciones académicas y textos de opinión), como en lo que se refiere a publicaciones seriadas (prensa y revistas), además de los textos no publicados como cartas, notas personales, trabajos en proceso y otras fuentes que residen en los fondos de archivos públicos y privados. Mi trabajo filosófico parte del ejercicio de relectura atenta de la producción escrita local, la cual suele estudiarse desde los prejuicios heredados de los proyectos nacionales, desde los conflictos propios del partidismo y la lucha de clases, o desde la estandarización promovida tanto por el mercado y el encuadramiento laboral, como por el mito de la normalización filosófica. Concretamente, en la actualidad, a partir de palabras como filosofía, epistemología, ontología y otros términos del oficio aprendido durante mis estudios disciplinarios que me permiten indagar por los supuestos y límites de "lo que se dice" (se escribe), empleo métodos y preguntas de las ciencias sociales, con el objetivo, al mismo tiempo político y académico, de dar cuenta de las múltiples formas que puede adquirir la diversidad de elementos que solemos llamar nosotros mismos.

Este nosotros mismos es un complejo indefinible de antemano que solo se establece en cada caso que se investiga bajo la forma de lo local. Esta forma no es necesariamente espacial. Si bien lo local se puede referir a una cuestión de territorio, como las luchas políticas de unos departamentos del norte de Colombia por convertirse en "Región Caribe", también puede referirse a luchas transversales como las obreras o de género, a formas institucionales o prácticas generalizadas, las cuales dependen de costumbres sociales, organizaciones económicas, rutinas, creencias, las dinámicas de la globalización, etc. Dependencias que, como se ve, no necesariamente están circunscritas a un marco espacial concreto. Este nosotros mismos se define también por la identificación y análisis de la articulación simbiótica y conflictiva entre las identidades hegemónicas y modos alternativos de ser que las canonizaciones suelen ocultar; estas últimas son identidades a las que se le resta importancia o se les sustrae su fuerza activa en los procesos sociales, con el fin de fortalecer, en relatos histórico-míticos, la imagen pública de las primeras, modos de ser que se estandarizan o se ofrecen como ideas regulativas para la acción. La articulación entre estas formas identitarias depende siempre de los procesos específicos en que se inscriben, por ello, tampoco puede definirse a priori una articulación, ella pasa necesariamente por lo local en el sentido antes referido.

Hoy día mantenemos las preguntas identitarias tan comunes en la filosofía latinoamericana, pero cuestionando la relación desigual entre ésta y la tradición filosófica europea. Por ello buscamos afanosamente un espacio común donde la inercia de los modos hegemónicos de ser filósofo no se impongan sobre los materiales filosóficos no canónicos que nos interesan, donde otros tipos de actividad filosófica constitutivos de la filosofía misma pero silenciados por la forma en que se cuenta su historia, en que se establece un canon a partir de la idea de tradición, puedan ser investigados y apropiados sin olvidarlos o sin considerarlos como esfuerzos infructuosos, débiles o simples repeticiones de lo dicho en otro lugar13.

Esta pregunta filosófica por nosotros mismos y por las condiciones filosóficas de la producción escrita local, se ha apoyado en las ciencias sociales, las cuales han sido fundamentales para nuestra investigación porque, primero, son el espacio disciplinario que más trayectoria tiene en el análisis de nuestras fuentes y, segundo, sus reflexiones epistemológicas y metodológicas nos han orientado en el camino. Es precisamente el intersticio entre estas dos formas disciplinares (Filosofía y Ciencias sociales) el lugar donde hemos tratado de ubicarnos y en el que hoy en día nos parece posible poner en acción, uno al lado del otro, dos proyectos filosóficos interdependientes y que pueden pensarse más allá del menosprecio que fomentó la normalización, del rumbo histórico análogo definido por la historia de las ideas, de la relación de dominación señalada por la filosofía de la liberación, de la "mezcla" indicada por la filosofía interculturada o de la peligrosa igualación, en nombre de lo humano, que promueve el pensamiento liberal contemporáneo.


Pie de página

1Regularmente se afirma que la normalización solo se inicia hasta los años treinta y debido al respaldo de lo que suele llamarse la "República liberal", una serie de gobiernos liberales que comenzó con la presidencia de Enrique Olaya Herrera y terminó en 1946 con la salida de la presidencia de Alberto Lleras Camargo, quien remplazó en su último año al presidente electo (1942-1946) Alfonso López Pumarejo. Sin embargo, algunos autores muestran que la normalización podría remontarse, al menos hasta los años 20 del mismo siglo. Al respecto, dice Leonardo Tovar: "No debemos asumir simplistamente que sólo desde 1946 se conocieron en Colombia los nombres de Cassirer, Husserl, Scheler, Bergson y Heidegger. Una somera revisión de las publicaciones de la época indica que desde mucho antes había personas con interés particular por el filosofar, no en pocas ocasiones con un notable grado de especialización, y quizás con mayor voluntad creativa de la estilada después. Baste mencionar al barranquillero Julio Enrique Blanco (1890-1985), quien ya desde la segunda década del siglo dio a la luz estudios en torno a filósofos modernos y contemporáneos" (Tovar, 1998: 20).
2Averiguar cómo esta narración se hizo un mito fundacional es fundamental para comprender el proceso la normalización de la filosofía en Colombia y sus efectos en la actualidad sobre el ejercicio académico contemporáneo, pero este no es el tema de este artículo. No obstante, quisiera al menos indicar que hablo de mito en el sentido en que Marx señala que la acumulación originaria se cuenta como una anécdota del pasado, como una leyenda, que tiene como función ocultar hechos difíciles de aceptar (Marx, 191:607-649). Extrapolando la reflexión de Marx, podría decirse que se trata de narraciones que, primero, formulan el origen de una dinámica social como si este origen no fuera parte de la dinámica misma, como si aquél fuera necesario y no prescribiera una dirección concreta al ejercicio efectivo de la dinámica que funda; segundo, son narraciones míticas que legitiman una jerarquía como si ésta fuera independiente del mismo proceso que la produjo, en un sentido análogo al origen, la j erarquía social parecería corresponder al orden natural de las cosas y estaría lejos de ser una imposición; tercero y último, míticas porque ocultan un proceso violento dulcificándolo, hay un conjunto de personas y acciones del proceso que salen de la historia porque no se ajustan a los lineamientos necesarios de "lo que viene" (por ejemplo el progreso), o se reducen a la incapacidad o a la debilidad, mientras que los héroes de la narración aparecen como legítimamente victoriosos, como naturalmente superiores, más virtuosos, más ahorradores, etc.
3Los corchetes no son del texto original.
4Daniel Pachón, en su libro Estudios sobre el pensamiento colombiano. Volumen I afirma, sin embargo que: "...de normalización filosófica en Colombia sólo es posible hablar a partir de los años setenta. Si bien gran parte de los maestros que se formaron en Alemania regresaron en los años sesenta, el fruto de sus enseñanzas, sus incitaciones, sus primeros discípulos, etc., se da años después" (2011:119). Claro que esta afirmación no es una objeción a la tesis clásica de la normalización en Colombia, solo es un desplazamiento de la misma periodización, en la cual la generación de los treinta y cuarenta cumple el papel de los fundadores (los de las últimas décadas del siglo XIX para el resto del continente). Para Pachón este retraso se debió al periodo de la Violencia (que comenzaría en el 1948 con la muerte de Jorge Eliecer Gaitán y que oficialmente terminaría en 1953, con la posesión del General Gustavo Rojas Pinilla como presidente no-electo) y el Frente Nacional (19581974), dos procesos que habrían frenado la modernización política, material y cultural de Colombia. Hay que añadir que para Pachón esa modernización es la condición necesaria y suficiente para que se de la filosofía moderna, posible en Europa, según él mismo, a partir del siglo XVII y en Colombia solo en las postrimerías del siglo XX.
5La eliminación del miedo a perder la fe —como seguramente, también, la devoción por el proyecto ilustrado de la filosofía moderna— no solo definió parte de la actitud de estos pensadores, sino que sirvió para trazar las fronteras de legitimidad en el interior de la actividad filosófica colombiana. De allí que el afán secularizador desconociera la labor centenaria, previa a la normalización, de las facultades de filosofía religiosas, de allí también, el que se haya sido marginado de las narraciones de la normalización el proyecto filosófico de Nicolás Gómez Dávila quien, cumpliendo con el riguroso conocimiento de la tradición de pensamiento filosófico de Europa, se dedicó a hacer "una crítica mordaz a la modernidad y en especial a la democracia, crítica basada en parte en su fidelidad insobornable a la tradición de la Iglesia Católica" (Hoyos, 2008: 1085).
6Sobre las identidades marginales y su relación con los modos de ser hegemónicos dice Deleuze: "Hay un devenir-mujer que no se confunde con las mujeres, su pasado y su futuro, y las mujeres deben entrar en él para poder escapar a su pasado y a su futuro, a su historia. Hay un devenir-revolucionario que no se confunde con el futuro de la revolución, y que no pasa forzosamente por los militantes. Hay un devenir-filósofo que no tiene nada que ver con la historia de la filosofía, y que pasa más bien por todos aquellos que la historia de la filosofía no logra clasificar" (Deleuze, 1980: 6). Si creemos esta afirmación de Deleuze, podríamos convertirla en un punto de vista útil para hacer un examen de nuestro oficio como filósofos, pues, parece que hace falta entrar en ese devenir filósofo, volver a esa tradición en la que nos formamos, para escapar de la historia de la filosofía, y de su futuro, el cual —siguiendo al mismo Deleuze— no debe identificarse necesariamente con sus representantes inmediatos: los filósofos profesionales.
7En el libro de Damián Pachón citado más arriba se disuelve este problema al ubicar la normalización filosófica en la década del 70 del siglo XX y presentarla como el desarrollo institucional y estable de corrientes filosóficas más allá de la fenomenología y el marxismo (teoría crítica, teoría de la acción comunicativa, vitalismo cósmico, filosofía analítica, filosofía latinoamericana, y los estudios poscoloniales). De este modo, Pachón convierte a la filosofía latinoamericana en parte del resultado de la normalización filosófica (Pachón, 2011: 119-124). Esta tesis, sin embargo, oculta el proceso que paulatinamente silenció el proyecto de la filosofía latinoamericana en Colombia, silenciamiento que el mismo Pachón reconoce cuando afirma, a propósito de los obstáculos del desarrollo de la filosofía en el presente, que en la formación no se "le deja tiempo al aprendiz de filosofía para que conozca el pensamiento latinoamericano y colombiano y, mucho menos, algo de historia de su país. La prueba de esto está en que las universidad (y no todas) tardaron en incluir una cátedra de pensamiento colombiano en sus programas de estudio" (Pachón, 2011: 133-134); habría que ver el lugar que estas cátedras ocupan dentro del currículo de los programas de filosofía en la actualidad; probablemente, con excepción de la Universidad Santo Tomás de Aquino, esa cátedra no pasa de ser una asignatura electiva.
8Según Marquínez Argote: "La expresión 'filosofía latinoamericana' la acuñó en 1842 el argentino Juan Bautista Alberdi en un importante ensayo titulado 'Ideas para un curso de filosofía contemporánea'" (Marquínez, 1988: 341).
9El célebre libro de Zea titulado El positivismo en México es un buen ejemplo de ello. En su prefacio afirma: "Nuestra filosofía, ciertamente, no posee la originalidad ni el valor universal que han lo grado las grandes filosofías de la cultura europea; carece desde luego de conceptos propios elevados a un plano de "eterna validez". Piénsese, por ejemplo, en el concepto "positivismo" que vale tanto para sus creadores como para nosotros. Sin embargo, esto no implica que nuestro positivismo, nuestro cartesianismo o nuestra escolástica carezcan de importancia. En este ser nuestro esta precisamente expresada una experiencia personal, propia, y por lo mismo, original. Se trata de una experiencia humana, la de unos determinados hombres situados en unas determinadas circunstancias" (Zea, 2002: 10).
10"Existen filosofías originales de mexicanos, en el doble sentido de debidas a mexicanos y de nuevas relativamente a las debidas a no mexicanos, en los mismos grados en que éstas son nuevas las unas relativamente a las otras según su dirección y su tiempo: los escolásticos mexicanos refunden y repiten como los escolásticos en general; los eclécticos mexicanos eligen y funden como los eclécticos en general; los filósofos mexicanos de nuestros días elaborando a unos contemporáneos y coincidiendo con otros, filosofías tan personales por lo menos como las de tantos de éstos tratados o mentados en la Historia de la Filosofía contemporánea en general" (Gaos, 1988: 173).
11Estas revisiones, no por ser críticas, están fuera del proyecto de la filosofía latinoamericana; son una forma de desarrollo del mismo que incorporó nuevos elementos y generó mutaciones respecto a los objetivos del proyecto original, aunque a largo plazo supuso un distanciamiento radical como ocurre con las obras de Santiago Castro-Gómez publicadas en la primera década del siglo XXI. Creo que es correcto considerar los escritos de este autor como Crítica de la razón latinoamericana (1996) como parte del importante y límite del trabajo del grupo de Bogotá (1977-1993/96); grupo de la universidad Santo Tomás de Aquino que fue el principal promotor del pensamiento latinoamericano en Colombia, como lo afirma Sánchez Lopera en su artículo "El estallido de la verdad" (Sánchez, 2009: 52). Disiento, sin embargo, de la tesis general del mencionado artículo, que afirma que los trabajos de Castro-Gómez, Salazar Ramos y otros, condujeron al fracaso del proyecto latinoamericano en Colombia. Mi objeción radica en que el artículo en cuestión olvida las novedades filosóficas de los trabajos que critica, olvida que parte del fracaso del proyecto latinoamericanista depende tanto del proyecto mismo como de las políticas institucionales de los normalizadores, y olvida que los trabajos de Castro-Gómez y Salazar Ramos han tenido y tienen consecuencias intelectuales que promueven la desobediencia que el artículo de Sánchez Lopera defiende; desobediencia no solo al proyecto latinoamericanista —la cual desemboca en líneas de pensamiento que van más allá de la filosofía—, y desobediencia al proyecto normalizador y sus exigencias institucionales.
12Sobre este último punto, es ejemplar el caso de Raúl Fornet-Betancour quien, en un texto de 1985, revisa los proyectos americanistas y concluye que: "Así más allá del mito, de la utopía y de la fábula, la tierra americana encuentra esa realidad simplemente real que la iguala solidariamente con cualquier otra región del mundo. América es una parte del mundo y nada más. El hombre americano es un hombre y nada más. Y, sin embargo, aquí empieza, es decir, aquí se decide todo: pues ser hombre es ser la empresa mayor y más peligrosa que puede proponerse un hombre" (Fornet-Betancourt, 1985: 87).
13Desde el punto de vista de los estudios poscoloniales se han realizado tales esfuerzos. En La hybris del punto cero, a propósito del papel de América en la formación de las ciencias humanas en Europa, se dice: "La ciencia del hombre procurará dar cuenta no solo del origen de la sociedad humana, sino que intentará reconstruir racionalmente su evolución histórica, con el fin de mostrar en qué consiste la lógica inexorable del progreso. Una lógica que permitirá a Europa la construcción ex negativo de su identidad económica y política frente a las colonias, y que ayudará a los criollos de las colonias a fortalecer su identidad racial frente a las castas" (Castro-Gómez, 2005: 32-33). Este tipo de trabajos muestra muy bien cómo se opacaron las fuentes locales (en este caso lo local es territorial: el Virreinato de la Nueva Granada) primero por Europa y luego por las élites criollas. El libro, sin embargo, no avanza en las formas concretas de pensamiento, de organización social, de curación, etc., que se promovieron en dicho territorio y que no pueden reducirse a un imperialismo ramplón. Por ello, se puede decir que el carácter negativo del trabajo poscolonial sigue perpetuando el olvido de lo propio por la búsqueda de formas de colonialidad que perduran hasta hoy. Este es tal vez el principal problema que tienen los análisis poscoloniales: la crítica del centro y de su continua dominación de la periferia se vuelve lo primero, después, solo si hace falta, viene local.


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