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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.29 no.59 Bogotá jul./dez. 2012

 

Libros

Žižek, Slavov; Crockett, Clayton; Davis, Creston (Eds.). (2011).
Hegel and the Infinite. Religion, Politics and Dialectic. New York: Columbia
University Press. ISBN 978-0-231-14335-6. Número de páginas: 237.

Si para Foucault "un día el siglo [veinte] será DELEuziANo", para Žižek: "[E]l siglo de Hegel será el veintiuno" (xi, Prefacio a este volumen). Vivimos tiempos nuevos cuya comprensión desborda la establecida mediación conceptual absoluta hegeliana. Su pensamiento sistemático sigue dando lugar a rupturas como las que, por un lado, Brandom y McDowell ilustran cuando hacen una deflación de su imagen en una teoría general del discurso y de las posibilidades de la argumentación; y, por el otro, cuando es Hegel mismo el "mediador que se va desapareciendo" entre su 'antes' y su 'después'; entre "la filosofía de lo Uno que totaliza la multiplicidad y la anti-filosofía que afirma que lo Real se escapa de la aprehensión de lo Uno" (x). Pues, si bien, se ha leído a Hegel como 'el idealista absoluto' que no admite una realidad externa a la red de representaciones nocionales, muy poco se recuerda esa dimensión única de su pensamiento en la que lo Real retorna, una y otra vez, para luchar contra toda totalización, resistiéndose a que su sistema sea la explicación acabada de esta 'brecha inmanente', de este exceso y dislocación permanente de lo Uno con respecto a Sí mismo (x). Žižek se pregunta si sería preciso escribir "una fenomenología del Espíritu del Siglo Veintiuno, uniendo el progreso tecnológico, el despertar de la democracia, el fallido intento comunista con su catástrofe estalinista, los horrores del fascismo, y el final gradual del colonialismo" (xi), entre otros acontecimientos. Y, puesto que Hegel nunca hizo una narrativa histórica detallada de 'cubrimiento total', la constelación de once textos que trae este excelente volumen indica las aberturas de su dialéctica, sus quiebres e interrupciones, o apunta al vacío que nuestra época quizá pueda llenar por la mediación concreta de sus oposiciones vitales.

Para Clayton Crockett y Creston Davis, editores con Žižek de este libro, Hegel se ha convertido en la prueba de fuego del pensamiento y de la posibilidad de la filosofía y de la teología contemporáneas (1). Siguen en ello a Kojève quien, en últimas, hacía depender el significado del tiempo histórico del tipo de interpretación que se hiciera de Hegel. En la Introducción, estos editores sitúan en una Derecha conservadora y en una Izquierda revolucionaria a los intérpretes actuales del filósofo suabo, algunos de los cuales colaboran en este volumen. Del lado conservador (Ch. Taylor; T.M. Knox), la ontología hegeliana queda aún presa de la separación kantiana entre forma y contenido, entre razón y mundo externo; presa de la noción romántica -hoy no muy viable- de autonomía racional, y de una metodología encerrada en sí misma que, escindida de la realidad, no logra cambiar el mundo (Marx); aún más, su ontología social justifica los excesos del capitalismo. Por el contrario, la lectura 'revolucionaria' de Hegel ve en su método el movimiento subyacente del despliegue del mundo como tal; una lógica del ser en la que ésta se desprende, una y otra vez, de toda instanciación de sí misma, dando lugar a una verdad infinita revolucionaria de toda ideología social y política, así los propios revolucionarios hayan venido a suplantarla con la revolución misma (2-3). No obstante esta separación, ambas lecturas convergen en hacer de la filosofía hegeliana, erróneamente, una lógica totalizante inexpugnable. Empero, el debate no se paraliza. Según los editores, tres de las principales figuras de la postmodernidad: Lèvinas, Derrida y Lyotard cada uno a su manera-, concuerdan en que Hegel es "el ápice de la modernidad en el que la diferencia y la exterioridad son imposibles" (5); la estructura de su método disuelve la otredad en sí en la lógica de la mismidad y la Identidad (3). Junto a ellos, Deleuze critica la radicalidad de Hegel al efectuar el casamiento de su lógica con el telos de un sistema total que, bajo la idea de contradicción, propia de la Ciencia de la Lógica, devora junto con la Historia toda diferencia y contingencia. Con Hegel, entonces, la historia parecería no correr riesgo alguno y habría que deshacerse impolutamente de él (5-6).

Este volumen se rebela con ímpetu contra estas lecturas e insiste en una mayor radicalidad, ahora desde un fértil cruce entre religión, política, dialéctica, arte y literatura, que los lectores evaluarán para saber si realmente se obtiene un mayor conocimiento de Hegel. Siguiendo a Žižek, los autores de este libro asumen, en general, que el pensamiento de Hegel constituye el 'verdadero riesgo y esperanza' históricas; que "la dialéctica es para Hegel una notación sistemática del fracaso de todos esos intentos [...] 'el saber absoluto' denota una posición subjetiva que, finalmente, acepta la 'contradicción' como una condición interna de toda identidad" (6). Igualmente, junto con el esloveno, conciben que "la 'reconciliación hegeliana' no es una sublimación de toda realidad en el Concepto sino una afirmación del hecho de que el Concepto mismo es el "no-Todo" (término lacaniano)" (6). De allí que Hegel no simplemente aparezca para declarar la muerte de la metafísica, o el fin de la filosofía o del pensamiento para nuestro tiempo, como sostiene Badiou. Por el contrario, hoy es necesario dar cuerpo a una ontología posible que permita que la verdad se pose otra vez en el mundo, tras la muerte de la metafísica, del neoliberalismo, del capitalismo; pero, no en iteración mecánica como antes se pensaba que lo haría (7). Un breve resumen en versión libre al castellano de cada uno de los once textos de este volumen, permite al hispanohablante vislumbrar la vigorosa apertura y actualidad del pensamiento de Hegel.

Bajo el interrogante: "¿Es la confesión el cumplimiento del reconocimiento?", Catherine Malabou incursiona en aspectos impensados de la religión y de la política en relación con Rousseau, en la Fenomenología del Espíritu. A los ojos de Hegel, la propuesta del ginebrino de dos tipos de reconocimiento con sus correspondientes lenguajes: el contractual (discurso judicial) y el personal (ficción literaria), en El Contrato Social y en Las Confesiones, resulta aporética (19). Ambas figuras, la del Testigo (en la confesión) y la del Perdón (en la política), exceden las esferas de la moralidad y de la filosofía política contractual. Para Malabou, el motivo hegeliano del reconocimiento, no obstante ser una expresión postcontractual de la voluntad individual, es dialécticamente sublimado por un motivo religioso; en la reconciliación, Dios no es una síntesis sino el que perdona, el testigo (25), es un tercer término entre lo individual y lo particular (28). La problemática, de gran actualidad socio-política y filosófica, apunta también al problema del perdón, de la reconciliación entre el yo y la comunidad más amplia; (la autora debate aquí también con Derrida, no así con Ricoeur, como creo que sería indispensable hacerlo). Para Hegel, sin la confesión no se produce el reconocimiento político en el Estado. ésta es un logro político y no una reflexión privada; es el acto de producirse a sí mismo como verdad (22) con el que se logra expresar la certeza de sí. Y esto, porque el suabo invierte la tesis del suizo en la que el individuo -abstracto y sin substancia- es el origen y, más bien no, el resultado del contrato social, el producto de la voluntad general. Por otra parte, Malabou muestra cómo Hegel sí problematiza el lenguaje en que se expresa el contrato, ese momento en que se accede al sentido de la voluntad general y al sentido propio de la comunidad. Para Hegel, "la comunidad lingüística precede [de hecho y de derecho] la comunidad política", y el primer contrato social es el lingüístico. "Las conciencias que redactan el contrato son conciencias hablantes que ya son capaces de distinguir entre lo literal y lo figurativo" (23). En Hegel, existen tres lenguajes políticos que se involucran en la confesión, en el perdón, en el reconocimiento: el lenguaje contractual, el lenguaje como medio del 'hacerse uno mismo' a través de una expresión propia y, el lenguaje de la dimensión religiosa de la fe en uno mismo y en los otros, insiste Malabou (28). En cambio, para el ginebrino, no hay suficiente claridad sobre el lenguaje pues sólo aduce un primer uso metafórico individual y otro literal en el contrato social, abocándonos a la paradoja de no saber si el reconocimiento político del sujeto es de índole propiamente política, o se realiza por fuera, en el ámbito de la ficción. Malabou concluye con preguntas importantes en torno a la confesión (Derrida; Agustín), asunto que se ha vuelto toda una obsesión para la permanencia de los Estados modernos (26-28).

*

Antonio Negri propone una relectura antagónica de la Filosofía del Derecho de Hegel que él mismo califica finalmente de 'amarga' (44) pero, de algún modo, dialécticamente útil para exponer algunas de sus ideas emancipatorias. Se trata de confrontar al 'Filósofo del Derecho' con los problemas del Estado contemporáneo como organizador y controlador del trabajo social vivo, para saber qué vínculos guarda su pensamiento con estos (31). Su reflexión comprende tres momentos; en el primero, el italiano reconoce la actualidad del pensamiento del suabo que dialectiza, subsume y sublima la naturaleza del trabajo (como substancia de la vida ética; como 'el primer educador del género humano', insistiría E. Weil), por obra de la mediación, subordinación y universalización del Derecho y, finalmente, colocándolo bajo el control del Estado moderno que, en última instancia, se constituye en la verdadera realidad ética (34). En un segundo momento, Negri nos muestra al Filósofo del Derecho como el filósofo de la organización burguesa y capitalista del trabajo por la universalidad que concede al valor de cambio, al control del capital, a la desigualdad en el proceso productivo (37). En esta obra de 1821, Hegel subordina de manera consciente la pasión revolucionaria de la Ilustración a la necesidad del capital (38); concilia sin incoherencias en una imagen completa, la positividad del Derecho, la normatividad estatal y la Idea. Empero, tras la apoteosis del diecinueve, subraya Negri, las determinaciones del siglo veinte y del actual abren una nueva dialéctica dentro y contra el Absoluto hegeliano para presentarlo ahora como místico o como ascético, 'pero siempre trágico y siempre más negativo' (40). Para el italiano, la demanda de totalidad y sus mecanismos de recomposición no logran acoplarla de nuevo; la aprehensión del absoluto no se alcanza dado el peso de la carga fenomenológica. "El absoluto deviene convención, lo dado es místicamente confirmado con estupor y sumisión a su poder que no puede ser quebrantado" (40). Así, se llega a descubrir que la totalidad es mentira y se halla disuelta en un cúmulo de contradicciones sobre las cuales ésta ya no triunfa. Asistimos a la tragedia de lo ético como resultado del proceso, ya no como punto de emergencia de la totalidad. Finalmente, en el tercer momento, Negri destaca cómo el pensamiento hegeliano del Estado y del Derecho puede tener alguna validez en algunas situaciones contradictorias actuales y brinda una esperanza (no propiamente en sentido religioso) en la acción histórica. Se trata de la insubordinación de la particularidad contra el trabajo, ya no sólo contra la sociedad capitalista o contra su otra prisión socialista y su sentido del Derecho y del Estado. "Por primera vez, el trabajo rompe la definición sustancialista que lo ligaba al Estado: con el rechazo de sí mismo el trabajo avanza al mismo tiempo como rechazo del Estado, y se afirma a sí mismo como la empresa colectiva de la libertad" (43). La crisis financiera actual, por ejemplo, amenaza la victoria que el capitalismo ha ejercido sobre el trabajo en todo el globo, acotaban los editores páginas antes (8). Negri sostiene que el rechazo del trabajo y la afirmación radical de la irreductibilidad de la realidad colectiva de la obstinación particular, conllevan la negación en un nivel más profundo del proceso dialéctico hegeliano del Absoluto (43); apuntan a una disolución radical del sujeto del trabajo y su subordinación necesaria, para dar paso a una Realidad no dialéctica, no filosófica, singular, unilateral, que se construye a sí misma como un poder particular sin pretender ser una síntesis de las oposiciones1. Para Negri, quizá sólo desde una hostilidad que nos libere de la fascinación hegeliana, se pueda definir qué nos ata aún a él y cómo pueda crecer la particularidad insubordinada (44).

En desarrollo del ambiguo pero sugestivo título: "La perversidad del Absoluto, el núcleo perverso de Hegel, y la posibilidad de la teología radical", el filósofo John D. Caputo muestra la importancia de Hegel para la religión y la política contemporáneas. Fue Hegel quien arrancó a la teología del suelo metafísico y metafórico de los dos mundos, el de aquí abajo y el de allá arriba, y la trasplantó a un suelo más mundano, sin metafísica, dándole así un impulso insospechado al radicalizar la doctrina cristiana de la Encarnación y haciendo del mundo y de Dios no dos entidades opuestas sino conjuntas (47). Por otra parte, hablar de 'Perversión del absoluto' y de 'núcleo perverso' -palabras prestadas de Žižek- es señalar el 'cambio de paradigma' (por decir lo menos) que Hegel le infunde al absoluto sacándolo del cristianismo ortodoxo y, al mismo tiempo, abriéndole la puerta para una nueva teología política radical (48). Con todo, sostiene Caputo, Hegel no fue lo suficientemente lejos pues sigue pensando en un absoluto poderoso que gobierna y dirige el proceso de la auto-conciencia; y, si bien el pensador suabo llega a referirse a la muerte de Dios y al Dios sin Dios como un aspecto esencial de la mundanización del mundo, no logró trascenderse, comentan Crockett y Davis (9). Caputo emprende, entonces, una radicalización de la radicalización de la teología de Hegel; una perversión de su perversión que critica el dominio aún metafísico del espíritu en-y-para-sí-mismo y pone más bien el acento en el acontecimiento, 'en lo que está pasando en lo que sucede, mientras el mundo es todo lo que sucede. El acontecimiento es lo que está en movimiento en el mundo' (48). Caputo pretende, además, desviar a la religión del movimiento rectilíneo ascendente y jerárquico en que Hegel la sitúa, después del arte y antes de su consumación en la filosofía, para proponer no sólo estas tres sino otras formas heterárquicas imaginativas más que exceden toda conceptualización.

La perversión propuesta por el filósofo estadounidense remite, en última instancia, al horizonte de una teología débil que, sin menguar su radicalidad, es propia de un absoluto que sólo cuenta con el poder de la impotencia (53); un absoluto que no es telos, ni logos ni nomos (59), y que se opone a un absoluto como fuerza suprema ordenadora, o como absoluta trascendencia; como trascendencia absoluta-en-la inmanencia, o como ley profunda de la naturaleza (Spinoza, Hegel, Tillich); como ser supremo En y Para sí mismo, o como fundamento de los seres (52); teología que trata con un absoluto que va llegando a ser en y como historia. De paso, Caputo no vacila en pervertir con oleadas de interrogaciones condicionales cristianas, la visión que Deleuze y Derrida tienen de Dios (54-55). Tampoco Žižek está a salvo de ellas por no haber aprovechado más la perversión de Hegel. En efecto, aún muy cercano a Caputo en el reconocimiento de la impotencia y la debilidad de Dios, este último le reprocha al esloveno el seguir aún muy atado al sujeto y a sus sistemas de creencias y no lo suficientemente orientado hacia el acontecimiento, hacia las 'virtualidades' y los 'resultados' de la substancia y de la mundanización del mundo (57-58).

Finalmente, Caputo subraya cómo el poder pobre del acontecimiento estimula una política de la responsabilidad inherente a una teología radical. Toda política siempre ha incluido algo de teologismo inconfeso, sostenía Derrida. Por eso, la política no puede arrojar por la borda, ni repudiar, ni desautorizar a la teología (61-62). 'Hay algo más que política en la política' (63). Se trata de pervertir el orden jerárquico y poderoso ya pervertido de la teología, y de seguir la sacra regla an-árquica neotestamentaria de salir a buscar la oveja perdida aún teniendo ya seguras las otras noventa y nueve; de perdonar y amar a los enemigos, incluso hasta la muerte (62). Ser herederos de Hegel, concluye Caputo, es realizar nuestras responsabilidades históricas para completar eso que, en palabras de Pablo, aún le falta al cuerpo de Cristo, para salvarlo y realizarlo (57-61); es irse identificando con el espíritu de una teología radical que renueve la filosofía y la política haciéndonos merecedores del acontecimiento (64-65).

*

En su ensayo "Hegel en América", Bruno Bosteels -filósofo belga que, de tiempo atrás ha mostrado inmenso interés en el pensamiento, la literatura y los movimientos políticos de América Latina- trata de resarcir el olvido y el desdén de Hegel por América, exhibiendo su potencial para una política radical de izquierda. El título, confiesa el mismo autor, evoca incongruencia y comicidad asociadas con títulos como "Tintín en América" de Hergé; o con la posición vacilante que Hegel muestra sobre el lugar que ocupa América en sus Lecciones sobre Filosofía de la Historia y en su Filosofía de la Historia, y que José Ortega y Gasset cuestiona en su "Hegel y América": El suabo ignora América del Sur, sólo se admira del vasto territorio geográfico de América del Norte y, al final, quizá por compensación, pierde la serenidad de su eterno y hermético presente europeo, y sólo atina en decir que América es 'La Tierra del Futuro' (67-69). Ortega, con benevolencia, excusa a Hegel de estos y otros errores (sobre la inferioridad de la mente de los americanos, de sus tierras y de su fauna) por su afán de configurar el sistema. Más cercanos a nuestros días, Enrique Dussel y José Pablo Feinmann, acusan a Hegel de mala conciencia. Según Dussel, "América no es tanto la tierra del futuro cuanto el pasado necesario de un presente geopolítico cifrado como "1492", y que será borrado de la memoria histórica una vez le ha permitido a Europa su auto-afirmación (...) como "existencia eterna" (68). Aún más, propiamente el Otro no fue 'descubierto' sino 'encubierto' (73). También es irónico para Bosteels que, incluso en L'Avenir de Hegel. Plasticité, temporalité, dialectique (1996), Catherine Malabou no llame la atención sobre el punto, ya que parece admitir el abismo al que Hegel ha arrojado a Asia, áfrica y América, junto con grandes filósofos Medievales como Tomás de Aquino, para asentar los pilares de su filosofía de la historia solamente en Grecia y en los modernos. Igual invisibilización produce Habermas con su definición de la modernidad desde la Ilustración o desde la Revolución Francesa, acota Bosteels (7374). Quizá, por eso, resulte hoy ventajoso leer provincianamente a Hegel desde un punto de vista latinoamericano. Pero, no para reiterar las manidas críticas a su panlogicismo, o a su idealismo metafísico; ni para denunciar cómo el colonialismo europeo y el imperialismo norteamericano pudieron buscar respaldo en malas interpretaciones de Hegel. Opta por hacerlo desde su filosofía de la historia; y, no precisamente, por un motivo presente de Kojève a Malabou, de asignarle un lugar central a la 'jerga de la finitud' en el pensamiento de Hegel, con excepción de Adorno y, recientemente, de Žižek (75-79), sino de salvar el carácter infinito de la dialéctica como algo irreductible (83).

Bosteels se da a la tarea a través de la obra del novelista, dramaturgo, activista político y filósofo autodidacta, José Revueltas (1914-1976). Por un lado, en su novela Los errores, Revueltas enjuicia narrativamente los excesos del estalinismo y del partido comunista mexicano, y deja planteado el interrogante de si existe una superación de los errores (crímenes o revoluciones) históricos en la dialéctica hegeliana, o si ésta termina reforzando el terror y el totalitarismo. Con ello, busca ir en contra del dogmatismo y la exactitud del proceso de la reapropiación de la conciencia, de si todo le está permitido al partido, o es inevitable reconocer el error, la equivocidad y el mal radical en el ser humano, así sea para no volver a causarlo. Se trata de "aceptar la distancia infinitesimal entre el concepto y la cosa concebida" (82). Reconociendo esta imposibilidad de reconciliación total, Bosteels desearía volver a afirmar con Parménides que 'lo mismo es para ser pensado y para ser' (84). Por otra parte, en el cuento corto Hegel y yo, Revueltas lanza una teoría sugestiva en la que, antes que al sujeto, la prioridad le es dada al acto de reapropiación de la conciencia y al sentido de lo que la conciencia alcanza con el acto de la teoría (una breve ocurrencia de una identidad del pensar y del ser). Ello supone, para Revueltas, darle reversa a la Aufhebung hegeliana, no con el fin de borrar ni deshacer lo hecho en la historia, sino de permitir que la dialéctica histórica de la conciencia pueda rescatar lo no sucedido, pueda reapropiarse de la rebelión humana inmemorial, de sus derrotas contra la alienación, y pueda redimirse de fracasos y errores del pasado. Para Bosteels, la teorización de fenómenos tales como la masacre de Tlatelolco en octubre del 68 en México, o Mayo del 68 en Paris, y muchos otros, es decisiva para ir despejando la 'brumosa presencia de Hegel en América' (85-87), y el alcance de una práctica política de emancipación en nuestras latitudes que pueda hallar inspiración en él.

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"La inquietud infinita" es el tema que trae el reconocido filósofo contemporáneo de la religión y defensor de una teología postmoderna, Mark C. Taylor. A nuestros ojos, se trata definitivamente de una reivindicación de la totalidad desde la imaginación estética kantiana, frente a la problemática totalidad conceptual de Hegel. Tal ponderación urge desde un ambiente en el que los críticos del sistema supuestamente totalitario de Hegel sostienen tesis contrastantes, irreconciliables, sectarias y cambiantes sobre la différance; situación para la cual Taylor recomienda realizar una lectura derridiana de Hegel y una hegeliana de Derrida; e, incluso, ir más atrás, para establecer la genealogía de la différance en Schelling, Schlegel, Fichte y, especialmente en Kant, y vislumbrar desde allí la inquietud de lo infinito (91-92). Según Taylor, las tres críticas kantianas enfrentan la triple amenaza del escepticismo, el determinismo y el ateísmo, y preparan el camino para una defensa moral y no especulativa de la religión. Kant, buscando siempre superar distintas oposiciones binarias con ingente esfuerzo, se percata de la necesidad de armonizar, a través de la noción de teleología interna ("la finalidad sin fin") presente en las obras de arte y en los organismos vivos, los despliegues teórico y práctico de la razón, en La crítica del juicio (1790). Kant trata de saber allí cómo la identidad formal dentro de la diferencia y la diferencia dentro de la identidad del sujeto y del objeto, hacen posible el conocimiento de este último; en esta forma, establece el "principio de relacionalidad constitutivo en el que la identidad es diferencial más que oposicional", según Taylor (101). Es bien sabido que la producción de la auto-conciencia, para Kant, se halla en la interacción entre imaginación y representación sin lograr un ajuste completo; antes bien, siempre se sitúa como un pensamiento en y sobre el límite del pensar, como anarquía de la autonomía, como proceso productivo e interminable de la libertad. Esta transición se hace más explícita en la noción de infinito que Hegel elabora cuando vincula arte, pensamiento y libertad en su sistema. Finalmente, para Taylor, la "inquietud infinita" impregna toda la realidad y le pone un límite a lo finito; pero, al mismo tiempo desordena de manera infinita lo finito con lo infinito, proceso éste que J.L. Nancy2 también respalda (11; 102-110).

*

Calificando de entrada el debate actual sobre la filosofía de la religión entre hegelianos píos e impíos o ateos como una práctica de ventriloquia a través de Hegel, William Desmond se propone en su: "Entre la finitud y la infinitud. Sobre el infinitismo sublimatorio de Hegel", afrontar la problemática del Dios inmanente del filósofo de Stuttgart (116). Si bien, los píos nos presentan un Hegel simplista y los impíos uno simplificado, Desmond no toma partido allí, considera que el pensamiento de Hegel apunta hacia un humanismo post-religioso que domestica el espacio entre religión y filosofía (11), y supera la diferencia entre lo infinito y lo finito, entre lo divino y lo humano; espacio que, por lo demás, ha sido frecuentemente descrito en una dialéctica demasiado fácil contra el dualismo finito/infinito (117). Desmond introduce tecnicismos, cuyo rendimiento habría que examinar, y llama a la postura de Hegel un 'infinitismo sublimatorio' (sublationary infinitism); a las posturas de algunos de sus sucesores: de un lado, el 'infinitismo postulatorio' (postulatory infinitism) y, del otro, 'finitismo postulatorio' (postulatory finitism); y, a su propia propuesta para cerrar la brecha entre lo finito y lo infinito, una 'metaxología del ágape' (metaxological agapeics). Pero, antes de establecer brevemente qué corresponde a cada denominación, es preciso subrayar que Desmond se aparta también del 'deísmo moral postulatorio' (Kant's postulatory moral deism) o dualismo trascendente de Kant que se proyecta desde la finitud al más allá, a partir de la comprensión de nuestro ser moral, y cuyo Dios moral nada tiene que ver con el de la tradición bíblica monoteísta (118-120).

Según Desmond, el 'infinitismo sublimatorio' hegeliano, en primer término, no define lo infinito como lo contrario a lo finito; sería un finito infinito; el verdadero infinito no podría ser tampoco una sucesión infinita e indefinida (121). Hegel insiste en 'el llegar a sí' como el auténtico infinito: "[...] así alguna cosa al convertirse en otra se acompaña solamente de sí misma; y esta referencia a sí misma al convertirse en otra es la verdadera infinidad"3; o bien, es: "El puro reconocerse a sí mismo en el absoluto ser otro"4. Pero, antes de que estas frases les sirvan a algunos postmodernos como una defensa hegeliana radical de la alteridad, advierte Desmond, no se debe olvidar que el infinito hegeliano retorna a sí mismo, se articula en un proceso de totalización completamente inmanente y no queda atado a una sucesión interminable (122-125). En segundo lugar, el 'infinitismo postulatorio' consiste en remplazar el Espíritu hegeliano por la humanidad como totalidad mediante una auto-infinitización de la finitud en el proceso a través del cual la humanidad trata de llegar a ser sí misma; en esta forma, se relativiza la exigencia de una trascendencia divina a favor de una autodeterminación inmanente (128-130). Aquí, tanto Feuerbach como Marx, lideran esta interpretación humanista de la dialéctica hegeliana. En tercer lugar, el 'finitismo postulatorio', con Nietzsche y Heidegger a la cabeza, afronta una autonomía desilusionada consigo misma y que se auto-lacera al perder confianza en sus propios poderes de auto-determinación. Resuelve, entonces, pensar lo infinito como finito, pero intentando vivir como si sólo existiera la incesante inmanencia (131). Finalmente, la tesis de Desmond de una 'metaxología del ágape', establece una relación asimétrica, abierta, porosa, frágil, que logra mantener la irreductibilidad y heterogeneidad entre la finitud y la infinitud, sin caer en el dualismo kantiano ni en una totalidad inmanente. Para Crockett y Davis, la tesis de Desmond invita a pensar en un Dios "intermedio", como exceso sobredeterminado de la divina infinitud; un "intermedio" que se inclina hacia la infinitud y cuyo movimiento lleva al ser más allá de cualquiera y de toda totalidad (12). Desmond apoya su tesis en algunas hipérboles significativas del ser que, sin ser meramente determinadas ni indeterminadas, ni todavía completas auto-determinaciones, nos comunican con lo sobredeterminado, a saber: la 'idiocidad' del ser (el puro "ése que es" del ser finito dado), la estética del happening (el infinito como incorporado y enunciado en la finitud sensual), la erótica del ir siendo sí mismos (the erotics of 'serving), propia del estarnos sobrepasando a nosotros mismos infinitamente y, la comunidad del ágape religioso. Esta última invita a una generosidad moral hiper-incondicional, a una comunicación con lo santo y con la infinitud de la bondad divina (134-137). Pensamos que tal comunidad constituye una revitalización de la política, de la economía, de la teología y de la diferencia, sin absorberse como substancia, como una totalidad, ni dependiente de una realidad exterior (137-138).

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"El camino de la desesperación" es el problema que aborda Katrin Pahl en su contribución a este volumen. En contra de las interpretaciones de un progreso acumulativo en el trayecto hacia el Saber Absoluto, Pahl vuelve sobre el 'significado negativo' que de manera impalpable este itinerario supone, con su exigencia recurrente de la pérdida del yo y de su verdad, según lo expone Hegel en la Introducción a la Fenomenología del Espíritu. Pahl sostiene que la desesperación juega en esta obra un papel más estructural y realizativo que temático, y enfoca su estudio en dos frentes: en el primero, analiza los significados hegelianos de las palabras 'desesperación', 'duda', 'emoción animal'; y, en el segundo, explora dos operaciones estructurales de la desesperación que Hegel no denominó de esa manera: las (des)organización del pensamiento racional y la (des)organización de la narración de la Fenomenología (141-143). Importa destacar cómo la autora intercala una referencia a la literatura en su exposición, el texto de la escritora ucraniano-brasileña, Clarice Lispector, La Pasión según G.H. ([1964]1969), en la que el insignificante encuentro de una mujer con una cucaracha no termina con el impulsivo aplastamiento del insecto sino que le brinda un momento de iluminación y evaluación sobre el sentido de su propia existencia, siempre tan confortable, que la lleva incluso a concederle al bicho el don de la muerte comiéndosela y transformándose en cierto modo en ella. Pahl aborda con esta misma clave interpretativa el camino del Viacrucis cristiano, los Misterios Eleusinos y los ritos de iniciación dionisíacos para mostrar cómo, en la Fenomenología, la experiencia de los distintos grados de desesperación, tritura y fragmenta al sujeto desde el comienzo que, tras olvidar sus heridas, renace una y otra vez de manera interminable, haciendo gala irónica (afirmación y negación, al mismo tiempo) de su absoluta elasticidad. Según Pahl, Hegel da más importancia a la desesperación (Verzweiflung) que a la duda o al escepticismo (Zweifel). Este último se aplica a realidades externas, opiniones establecidas y prejuicios; no obstante, al no cuestionar su propio poder negador, acaba reforzándolos. La primera, en cambio, es una duda concienzuda de sí, un escepticismo que se va auto-realizando sin completarse nunca, sin llegar a la nada, y sin arruinar por completo al sujeto. Es más, la desesperación desata sus fuerzas desestabilizadoras y auto-destructivas y, a la vez, libera al sujeto al placer de la desesperación (143-145). Pahl aclara que ésta no es ejercida por libre decisión. Una vez toca tierra el sujeto, éste se levanta como por instinto y sin propósito, sólo se da cuenta de que no puede detenerse. Por otra parte, el aspecto placentero o alegre de la desesperación, muy presente en los animales, que no dudan, está en la experiencia del comer y del beber. 'Comerse a otro ser vivo dibuja a las dos partes en una relación de un darse mutuamente muerte y vida' (146). Para Hegel, comer es también una vía del pensamiento (149). La desesperación, finalmente, por su tensión vital entre fragmentación y unificación, desorganiza el mundo y el pensamiento humano, los fragmenta en figuras, o en las 'estaciones del Viacrucis', o en los viajes de iniciación hacia Eleusis, en la Fenomenología5. Con todo, Pahl querría que el imaginario cultural de un amor que desea curar y restaurar, más que amar la simetría eterna, se hiciese presente; sin embargo, se atiene a la hegeliana 'desesperación alegre' de desmembramiento y sanación permanentes (154-155).

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Adrian Johnston, filósofo del psicoanálisis, en su artículo: "La debilidad de la naturaleza", insiste en recorrer los territorios del psicoanálisis (Freud-Lacan, en especial) por un camino verdaderamente materialista y no por un anti-naturalismo obsoleto, y al que una renovada filosofía idealista de la naturaleza de un Schelling o un Hegel le pueda aportar la noción de resurrección del cuerpo bio-material (163). Johnston no es un materialista que se atenga al naturalismo biologicista o fisiológico con sus supuestas leyes inviolables de causalidad de las pulsiones de muerte o de placer. Su naturalismo psicoanalítico es abierto e infradeterminado por los códigos establecidos. Pretende salvar al "buen Freud" del significante, del "mal Freud" de la biología; esto, porque logra comprender que 'la naturaleza es débil, vulnerable a rupturas y fallas de sus funciones' (162), como parece verse también en las investigaciones actuales en genética y neurociencias cuando nos muestran que los cerebros y los cuerpos humanos permiten programas de operación disfuncionales, cuentan, parcialmente, con pocos límites relativos a la supervivencia y a la reproducción, y sí con muchas posibilidades de desarrollo y florecimiento complejos. El componente filosófico del intento de Johnston y de Lacan, va de las manos de Hegel, Malabou y Žižek, pues comprenden todos que la substancia como sujeto es "pura y simple negatividad", y que su ser encarnado inmanente se divide desde sí mismo y se auto-interrumpe en sus movimientos. Para Žižek, citado por Johnston, el hegelianismo explícito de Lacan está significativamente mediado por Kojève; de allí que el filósofo del psicoanálisis opte por prestar más atención al 'hegelianismo inconsciente' del Seminario IV "Sobre el Significante y el Espíritu Santo", que a otros de sus usos previos. Johnston considera que frente a otras escuelas psicoanalíticas, lo natural Real en Lacan está dialécticamente enredado de realidad; igualmente, que lo natural Real ha sido desnaturalizado, infiltrado y perforado por el "espíritu objetivo" (en hegelés) de los órdenes simbólicos socio-históricos (170-172). Por ello, Lacan sostiene que "no hay nada menos sujeto a un soporte material que la noción de libido en el análisis" (citado por Johnston, 173). A la pregunta de por qué Lacan, siendo ateo declarado, acude a la expresión 'Espíritu Santo' para describir el advenimiento inaugural de las estructuras de significación, los grandes Otros de los órdenes simbólicos, Johnston contesta que este Espíritu (Geist) sería el agente responsable de los mecanismos (a saber, 'la represa hidroeléctrica del id y la fábrica pre-fabricada del Es') que, con su lógica propia y desconocida, funcionan con esta resonancia religiosa, en sí incognoscible, pero que marca la 'entrada del significante en el mundo' (175). Según Johnston, Lacan ve apropiado acogerse al discurso simbólico religioso y no al científico en este contexto; y, aclara que, si bien, este Espíritu es lo que más radicalmente se opone a noción de naturaleza, de ninguna manera hay que concebirlo como un agente externo que impone los significantes del orden simbólico más allá de lo material Real, sino que debe ser entendido como la actividad desnaturalizadora del Espíritu, inmanente a la desarmonía de la naturaleza misma, algo auto-inducido por la bio-materialidad que se fragmenta ella misma y se abre a lo Otro de ella misma con sus modificaciones dialécticas (175). Para Johnston, esta interpretación filosófica del cristianismo podría sugerir que en el cuerpo de Cristo se daría la convergencia de lo humano y lo divino en la forma fusionada de una espiritualidad incorporada; sin embargo, para el materialismo freudo-lacaniano, tal corporeidad sería el punto de divergencia entre lo material y lo 'más que material', del cual surgen originalmente las dicotomías (175). La naturaleza débil sería el único creador mientras lo espiritual, concluye Johnston, sería 'su monstruosa progenie' (176).

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Con una meditación comparativa sobre el arte y la locura en Hegel y van Gogh, intitulada "La razón perturbada", Edith Wyschogrod se interesa por el carácter aporético entre las erupciones intermitentes, el recrudecimiento recurrente de la locura y el espíritu Romántico en el arte. Confronta de entrada a Hegel con Freud dado que, para el segundo, la neurosis no puede ser colocada en un primer plano pese a que involucre grandes logros en lo que respecta a la creatividad artística; mientras el primero da por sentado que la locura es una enfermedad que aflige al sujeto inteligente consciente pero que, sin embargo, es una fuente de inspiración en el artista Romántico (181-182). El texto de Wyschogrod empata con el de M.C. Taylor, en su interés por reposicionar el arte en Hegel, expandir sus poderes liberadores, y explorar la mixtura de razón y locura. La autora, además, halla cierto paralelismo entre Hegel y van Gogh pues, en ambos, las relaciones entre mente y locura, y las tensiones entre ésta y el arte, la religión y la filosofía, son descritas también a través de una correspondencia significativa con sus respectivos hermanos y el núcleo existencial de cada una de sus familias; cartas confesionales cruciales para el análisis que ella hace de la locura, en el que locura, arte y pensamiento se interfieren y contaminan recíprocamente (194). Hegel sostiene, como lo hará posteriormente Freud que, en los sueños, cualquier elemento puede ser representado por su opuesto ignorando la contradicción. Wyschogrod toma distancia tanto del estudio sobre van Gogh de Heidegger, para situarse más cercana al Glas de Derrida, como de las referencias hegelianas al juicio estético de Kant. Asimismo, se esfuerza por no hacer extrapolaciones desde los factores autobiográficos de van Gogh y de Hegel a una reflexión filosófica sobre la locura.

La locura en la filosofía de Hegel, es una etapa del 'yo' en el camino hacia una racionalidad superior, mientras que en su correspondencia familiar y entre amigos, Hegel la califica como un regreso a la naturaleza animal, comentan Crockett y Davis (14). Wyschogrod diría en cambio que, para Hegel, la locura podría ser una enfermedad física, afectiva y espiritual a la vez (183). De hecho, Hegel y van Gogh, sucumbieron en sus vidas personales a los señuelos eróticos y al riesgo de la locura (193), no obstante estar ambos muy comprometidos con la totalidad y la racionalidad e, incluso, con la relativa independencia del arte con respecto a la accidental idiosincrasia del artista (194). Ahora bien, aunque en Hegel la relación entre locura y racionalidad es más explícita, parece no serlo tanto en relación con el arte. Su tesis de que la excelencia del arte apunta al grado de espiritualidad y unidad en el que la Idea y la forma se presentan fundidas en uno solo, podría ser engañosa, si se olvida que esta unidad no se obtiene de inmediato sino como resultado de una lucha, de distorsiones, de violencia e, incluso, en el arte Romántico, se daría algo parecido a la locura cuando, finalmente, su acento en la interioridad termina expeliendo el objeto como algo externo a ella misma (188). La actividad artística no es, entonces, un respiro en el proceso de auto-realización de la Idea; antes bien, es una pregunta, un llamado a la unidad del espíritu, pero donde la negatividad cuenta como una fuerza de orientación afectiva, y en ello se acerca a la locura. Con todo, para Hegel, el arte obedece a la manera como la Idea se capta como contenido a través de la conciencia, subraya Wyschogrod. Así, el arte Romántico cumple con la función de especificar el amor cristiano; pero, eso de transformar el dolor en gozo (189), lo pone directamente en conflicto con las costumbres, las normas éticas, familiares y políticas. Para van Gogh, en cambio, la depresión, el amor, la pasión, la ruptura y la locura son al mismo tiempo disyuntivas y posibilitadoras de una creación artística superior (193). Por otra parte, en Hegel, tanto el arte como la locura están en simbiosis y disyunción en la concepción de la irracionalidad como en la figura del genio supra-racional, y ambas son etapas, junto con la religión, en el despliegue de su dialéctica como auto-realización de la Idea en la libertad. Con todo, arte y vida del artista o del pensador son inseparables; en ellos, vida privada y esfera pública o política se recubren (14). ¿Hasta qué punto, se pregunta finalmente Wyschogrod, los escritos filosóficos de Hegel y su correspondencia deberían ser leídos en relación de continuidad? (194).

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El profesor de estudios religiosos en Brown University, Thomas. A. Lewis, advierte sobre 'la locura filosófica políticamente peligrosa' (199) de Hegel si se asumiera inmediatamente que su sistema es omnicomprehensivo, totalitario y que sólo el cristianismo, con exclusividad, es la religión consumada. Bajo el título: "Representación finita, pensamiento espontáneo, y política de consumación ilimitada", Lewis intenta hacer una lectura más abierta de la religión que la libere de este tipo de interpretaciones que se han hecho del pensamiento hegeliano (Lèvinas o Dussel). Da un primer paso apoyado en las ideas de Pippin y Pinkard, quienes insisten en leer a Hegel más desde el carácter social y espontáneo de su pensamiento y no desde una lógica metafísica. En efecto, la Ciencia de la lógica puede ser entendida como el desarrollo espontáneo de todas las formas del pensamiento que son necesarias para considerar los objetos en cuanto tales (en continuidad con Kant), así como las relaciones del entendimiento con la sensibilidad pueden ser vistas con menos fijeza que en este último. Esta auto-determinación espontánea del pensamiento y sus representaciones no obedecen a nada externo al pensamiento mismo, que pudiera llevar al sistema hegeliano a suprimir la alteridad o la diferencia o a terminar en un relativismo (201-203). Según Lewis, aunque Hegel da pie para entender que su sistema tiene una forma sustantiva de clausura, lo cual contradiría la espontaneidad, se podría mostrar en cambio que concibe de forma más débil y más formal el cierre del sistema. La terminación sólo consiste en la comprensión del movimiento recurrente y la inestabilidad de los conceptos particulares, mientras que las prácticas siempre estarían abiertas a transformaciones ulteriores y los criterios del juicio serían inmanentes a ellas (204). En segundo lugar, Lewis atiende al problema del cristianismo como la religión consumada, reiterando su estatuto representacional del Espíritu, aún siendo una religión revelada y positiva. Hacia 1824, Hegel concibe la religión consumada como "la religión que es para sí misma, que es objetiva para sí misma"; como la religión que se ha convertido en realidad objetiva para la religión de sí misma como la conciencia de Dios; como la religión que se ha vuelto conciencia de esta conciencia. La religión consumada no es la conciencia de Otro (deidad exterior y separada) sino la conciencia de sí del Espíritu. Para Hegel, son las prácticas sociales religiosas las que permiten captar la religión consumada y las que hacen que una comunidad se constituya colectivamente en Espíritu. Allí, ésta comprende el Absoluto como siendo su propia esencia (205207). Con todo, incluso en la Fenomenología del Espíritu, la satisfacción plena de la religión consumada se halla en otra parte y la superación de esta alienación sólo se puede dar en la Filosofía (209). Ya hacia 1827, en sus Lecciones de Berlin sobre Filosofía de la religión, Hegel da una versión más abierta de las doctrinas cristianas y en tensión con las expresiones filosóficas del Absoluto. Una filosofía de la religión debe interpretar cuáles son los elementos racionales en las doctrinas cristianas y de qué manera se encuentra representado allí el Espíritu (210-212). Además, Lewis sostiene que, según Hegel, no sólo el protestantismo sería la religión consumada sino toda otra religión, como la Islámica, o una religión civil, siempre que en ellas se represente el Espíritu como auto-consciente en la comunidad misma. La religión tiene, igualmente, una significativa pero renovada incidencia política a través de la educación, la Iglesia, el hogar y las instituciones democráticas modernas. Para terminar, Lewis insiste brevemente en cómo la tesis de la apertura del sistema hegeliano se halla también en Las lecciones sobre la Historia de la Filosofía y en la Enciclopedia. En efecto, desde el pensamiento maduro de Hegel, "la terminación consiste no en un nuevo concepto final sino en la conciencia o el conocimiento del dinamismo que se halla dentro de todos los conceptos determinados" (212). La vida eterna consiste en conocer 'el movimiento de oposición en la unidad y de unidad en la oposición' en la totalidad de su desarrollo como Saber Absoluto (212).

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Este volumen cierra con la curiosa y provocativa reflexión de Žižek: "Hegel y el defecar", acerca de la increíble 'Constipación de la Idea'6. El filósofo esloveno pretende suministrar un argumento que sirva como un laxante a los críticos que sólo han visto en el pensamiento de Hegel un sistema de economía oral que devora la totalidad, la mantiene en su interior, pero que le ocasiona una grave constipación de la que ellos no hablan (222). Su tesis es que eso Otro, supuestamente indigerible, debe dejarse ir (Gelassenheit) y encontrar así el alivio. Para Žižek, en sentido estricto, el sujeto mismo es la sustancia abrogada/limpia, reducida al vacío de la forma vacía de la negatividad auto-relacional; el sujeto es la sustancia prescrita o contraída; y, bajo esta figura digestiva, la Idea se libera, se descarga de sí misma, se auto-evacúa como Naturaleza. Igual movimiento es realizado por Dios mismo que deja ir a la divinidad, como ser humano, a su existencia temporal. Žižek hace eco de Malabou y de Johnston, para concebir que el culmen de la dialéctica no es un cierre definitivo, ni un proceso continuo luego de la ingestión, sino que la abrogación es la conclusión de todo el proceso dialéctico. Lo otro sería hacer de Hegel un cropófago sublimado (231). La absoluta (absolvere: dejar ir; borrar la falta) libertad de la Idea se muestra así como radicalmente materialista y como una decisión propia del contexto de la práctica más que del de la lógica. Asimismo, Žižek propone leer 'el tercer silogismo de la Filosofía', bajo la terna: Espíritu, los sujetos inmersos en él; Lógica, la estructura elemental lógico/nocional de la sustancia; y, Naturaleza, como lo que la Idea libera de sí misma quedando perfectamente trasparente a sí misma (224-225). Por esta razón, según Žižek, Hegel dejaría de ser el personaje que resuelve las contradicciones sólo 'en el pensamiento' y por la mediación conceptual, como le reprocharon Schelling y Marx, sino que las resuelve en la materialidad, en un cambio de paralaje (parallax shift) en el que los antagonismos son reconocidos como tales y son percibidos en su papel positivo (225). Además, con respecto a esta realidad material, el esloveno le da una vuelta completa al argumento ontológico de la prueba de la existencia de Dios (contra Anselmo e incluso contra Kant), para mostrar que la realidad material atestigua el hecho de que la Noción no está completamente realizada y este es un signo más de su imperfección; no es completamente verdad (en lacanés, es el 'no-Todo'; es el Acontecimiento no plenamente verificado); en esta forma, la Naturaleza no reconocea límites externos a ella sino los propiamente inmanentes (227). "La totalidad hegeliana es también 'no-Todo'", acota Žižek (228).

La necesidad del sistema hegeliano, entonces, no es sino una contingencia (en su materialidad) que se eleva al plano de la necesidad formal en la universalidad conceptual, comentan Crockett y Davis (16). Esta contingencia necesaria es irreductible, y deja siempre una marca o una mancha, incluso en el género más universal, pues éste mismo se cuenta y se encuentra dentro de las especies contingentes particulares, como lo propuso Derrida (citado por Žižek, 228). En su lógica de la Esencia, Hegel habla de la "determinación oposicional" que concibe la identidad no sólo como la identidad de la identidad y la diferencia, sino que esa diferencia misma es siempre también la diferencia entre sí misma y la identidad. Es más, Žižek hace énfasis en que el punto de partida del pensamiento implica considerar todas las contingencias del propio lenguaje en su particularidad, concreción, balbuceos e idiosincrasia como la sustancia misma del pensamiento, para pensar luego contra ese mismo lenguaje pero sin salirse del mismo e irlo purificando así de su irracionalidad en el proceso reflexivo conceptual de las determinaciones, sin que por ello exista una necesidad de llegar al punto culmen de un lenguaje total ni adánico (reflexión muy próxima a la noción de Lalangue de Lacan, acota Žižek) (229-230). Por otra parte, la versión escatológica (skatós, no sólo en el sentido del fin definitivo sino en el de los excrementos) de la Idea que nos comparte Žižek, nos abre a una conciencia ecológica muy actual, dado que el Saber Absoluto comprende el devenir de la naturaleza como un proceso radicalmente dejado a su entera libertad, así sea errática, sin un mega-sujeto controlador externo, y sin que se convierta en una amenaza sobre la que haya que ejercer dominación para someterla a planes supuestamente racionales. Los lectores de Hegel, insisten de nuevo Crockett y Davis, podrían abrirse más a un futuro filosófico que se encuentra más allá de un pensamiento representacional, más allá de la trivialización actual de las religiones, y más allá del un capitalismo democrático liberal representativo (16).

Para terminar, sobra destacar que la importancia de este volumen radica, en primer lugar, en mostrar la diversidad de apropiaciones que existen de Hegel en la actualidad y con las cuales, ciertamente, se logra desmantelar la versión tradicional, momificada, compacta de su dialéctica como cerrada, necesaria, invariable y eterna. Pero, estas nuevas lecturas nos exigen, en segunda instancia, desplegar un mayor rigor como lectores de ellas y de Hegel, así como de sus tesis innovadoras sobre la perversión, la constipación, el desmembramiento, la naturaleza, la lógica, la confesión, la inquietud, etc. para que contribuyan a elevar y calibrar el saber filosófico. Finalmente, nuevos y difíciles retos se plantean a una filosofía contemporánea de la religión, a la teología cristiana, a otras religiones y a las culturas, en general, en la medida en que las religiones materialistas, inmanentes y cívicas de la actualidad no dejan lugar alguno para los misterios de una divinidad trascendente que sea, a la vez, comunal, histórica, social y políticamente vinculante. El diálogo debe ser entonces más urgente, riguroso y sustantivo entre intelectuales y religiosos. Tampoco la ética y la política pueden quedar inermes a las implicaciones de estas nuevas consideraciones de la Infinitud en Hegel, toda vez que la configuración totalitaria capitalista actual afronta falencias irreversibles e impide ver que hay algo más que política en la política, en la administración y en la economía.

Francisco Sierra Gutiérrez
fsierra@javeriana.edu.co


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1Para una lectura un tanto más positiva de la Filosofía del Derecho de Hegel, ver: Alisciüni, C. M. (2010). El Capital en Hegel: estudio sobre la lógica económica de la Filosofía del Derecho. Rosario, Argentina: Ediciones Homo Sapiens. (pp. 380).
2Cf. Nancy, J.-L. (2006). Hegel, la inquietud de lo negativo. Buenos Aires: Arena Libros.
3Cf. Hegel, G.W.F. (1973). Enciclopedia de las ciencias filosóficas. (Trad. E. Ovejero y Maury). México: Porrúa. §95, p. 59.
4Cf. Hegel, G.W.F. (1978). Fenomenología del espíritu. (Trad. W. Roces). México:
5Para Judith Butler, acota Pahl (153-154), resulta cómico y hasta sexy el que el personaje principal de la Fenomenología no aparezca de inmediato en su totalidad y siempre nos mantenga a la expectativa, como 'esperando a Godot', mostrándonos solamente sus sombras, sus vestidos, sus máscaras, o sólo partes y pedazos de sí; o se asemeje a la plasticidad de los personajes de los dibujos animados de la televisión que se destrozan y se rearman ontológicamente una y otra vez, sin tener nunca una estabilidad final. Cf. Butler, J. ([1999] 2012). Sujetos del deseo. Reflexiones hegelianas en la Francia del siglo XX. Buenos Aires: Amorrortu.
6La novedosa y compleja lectura que hace Žižek de Hegel remite a toda su obra, en especial, a su último y voluminoso: Žižek, S. (2012). Less than Nothing. Hegel and the Shadow of Dialectical Materialism. London: Verso. (pp. 1038).